Hoy, un sacrificio es una renuncia a un bien con vistas a otro más grande, más importante; por ejemplo, los padres se privan de algo para poder pagar los estudios a sus hijos. Ya esté inspirado por el amor, la ambición, el interés o la necesidad, este sacrificio tiene una dimensión negativa de privación, de sufrimiento, que no aparece en la Biblia. La palabra «sacri-ficio» significa «hacer sagrado [algo]»; designa un don que el hombre hace a Dios, para contraer o renovar una relación con él, obtener su protección o apaciguar su cólera.
En el Antiguo Testamento
Tanto en Israel como en los pueblos vecinos se ofrecían sacrificios de animales (únicamente bovinos, ovinos y caprinos) y se hacían ofrendas vegetales (cereales, aceite y vino). Los sacrificios humanos están estrictamente prohibidos; en el sacrificio de Abrahán, Dios sustituye a Isaac por un carnero (Gn 22,12-13). En los santuarios de Israel, y después únicamente en el Templo* de Jerusalén, se ofrecían tres tipos de sacrificios.
- El holocausto (en griego: «quemado completamente»): el animal inmolado es descuartizado y quemado por entero sobre el altar. Su humo se eleva como un «perfume agradable» a Dios. Así el hombre ofrece una vida a Dios para expresarle su deseo de ofrecerse él mismo al Creador, fuente de toda vida.
- El sacrifico de paz (o de comunión) siempre es seguido por una comida* ritual consumida «ante Dios», en el santuario. Este sacrificio, en el que Dios es el invitado de honor, expresa relaciones pacíficas con Dios, como en una comida de alianza*. La mejor parte de la víctima es ofrecida a Dios, siendo quemada, y el resto es consumido por el oferente y su familia.
- El sacrificio por el pecado* es ofrecido en compensación por un pecado grave, lamentado y reparado. En este sacrificio, el oferente no recibe nada; el sacerdote consume su parte y el resto se quema para Dios. La sangre del animal, que es su vida, es derramada sobre el altar como signo de petición de perdón* (Lv 17,11). Estos sacrificios (colectivos en la fiesta de Kippur) restauran la relación de alianza* entre Dios y su pueblo pecador.
Los profetas denuncian la hipocresía de aquellos que ofrecen sacrificios, pero sin ninguna voluntad de convertirse (Am 5,21-24). De ahí las palabras de Oseas: «Quiero amor, no sacrificios, conocimiento de Dios, y no holocaustos» (Os 6,6).
En el Nuevo Testamento
Jesús no abolió los sacrificios (p.e. Mc 1,44), pero nunca se le ve ofrecerlos. Concede prioridad a la religión interior o mandamiento del amor* a Dios y al prójimo (Mc 12,32-34, citando las palabras de Oseas 6,6).
Sin embargo, Juan Bautista presentó a Jesús como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). En la última cena, hace del pan y del vino el don de su persona: «Mi cuerpo (…) mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,26-27). Jesús instituye la eucaristía como prolongación del holocausto, como sacrificio total y perfecto: él es a la vez el oferente y la víctima. Ha venido a «dar su vida en rescate (redención) por todos» (Mt 20,28). Y Pablo añade: «Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os ofrezcáis como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser vuestro auténtico culto», que se une al de Cristo (Rom 12,1).
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