martes, 24 de marzo de 2015

Beato Diego José de Cádiz


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PRESBÍTERO, I ORDEN
OFM Cap Andalucía: MO
(la Familia Franciscana celebra su ML el 5 de enero)
Nació en Cádiz en 1743.
De jovencito entró en la Orden Capuchina. Fue un predicador asombroso, así en Andalucía como en buena parte de la Península.
Los mayores templos eran incapaces de contener a sus oyentes. Sus dotes  oratorias iban acompañadas de singulares gracias del cielo.
Se le consideraba apóstol de la misericordia. Escribió numerosas obras. Murió en Ronda en 1801.
Lo beatificó León XIII en 1894.
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De las cartas del beato Diego José de Cádiz, presbítero, a su director espiritual Francisco Javier González(El director perfecto y el dirigido santo, Sevilla 1901, pp. 126, 210, 280, 287)
Deseo un altísimo trato con Dios
¿Es  verdad, Padre mío, que ha de verlo cumplido este su ruín, vilísimo y  miserabilísimo hijo de usted? ¡Sería tan dichoso, que así lo vea  cumplido, y después dé mi vida y derrame mi sangre por mi Dios y por mis  prójimos!
Los  pecados del pueblo no dejan de abrumarme bastante; sin duda porque no  reconozco los gravísimos míos. Con este pensamiento estaba un día en el  coro con la comunidad como queriendo disuadirme de su peso, y se me  ocurrió, con viveza y eficacia, cuánta era mi deuda a satisfacerlos, en  vista de lo que mi Señor Jesucristo hizo y padeció, aun siendo justo,  con los ajenos que tomó a su cargo. Con este mismo peso suelo  sobresaltarme, cuando hay alguna ocurrencia de males temporales en el  pueblo.
Qué  saeta no es para mi corazón aquella repetida expresión que usa usted en  sus cartas: que soy llamado para «capuchino, misionero y santo». No  puedo leerla sin que todo el interior y aun las entrañas se me conmuevan  con dulce, pero extraña fuerza. Ella es un clavo que a todas horas  punza sin lastimar, y en toda ocasión y circunstancia la veo inseparable  de mí. Usted me lo dice inspirado de Dios, sin haberle yo manifestado  los prodigios que motivaron y acompañaron mi vocación. Revienta mi  corazón por ser todo de Dios, por lograr su intento, que es no faltar un  ápice a lo que el Señor quiere de mí. De aquí es que, cuando oigo o  pienso que en mis tareas censuran algo, se quejan, me delatan, etc.,  toda mi angustia es: «Yo he faltado a lo que mi Dios quiere de mí; éstos  lo conocen y yo no.» Si temo como miserable la desgracia de los  poderosos, me parece que sin mucho trabajo se desvanecen; mas en  llegando a esto de haber faltado en un átomo a la voluntad de Dios y a  lo que quiere de mí, no cabe consuelo en mi corazón. No me turbo ni me  inquieto, pero si me es una congoja tan interior y profunda que, sino me  engaño, es ella la que debilita mis fuerzas más que las tareas  corporales. Toda mi ansia es llenar lo que Dios ha dispuesto de mí, y,  en una palabra, Padre de mi corazón y de mi alma, ser en esto una  perfecta semejanza de mi Señor Jesucristo, porque así lo sería en todo.
Deseo  un interior, familiar y altísimo trato con Dios, seco, amargo y lejos  de toda sensibilidad; quisiera hacer asombrosos prodigios en el mundo,  quisiera pasar las noches en oración, sin necesitar dormir, quisiera que  a cuantos hablase y mirase, se convirtiesen, y quisiera qué sé yo qué;  pues nada, nada, nada llena mi corazón, y creo que uno de los mayores  quebrantos que padecieron los santos fue esta insaciabilidad de sus  corazones en lo que deseaban obrar con Dios.

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