Material
para lectura comprensiva personal
Negativamente en el lector del AT.
La primera propugna la lectura de
estos libros argumentando que en ellos se
anuncia la venida del Mesías. Esta idea, bastante frecuente en las
presentaciones sintéticas de la Biblia, tiene poco que ver con la
realidad.
Si un cristiano comienza a leer desde
el Génesis en adelante con este criterio, se llevará una gran decepción. Aun
suponiendo que aplicase a Jesús textos de sentido discutible, el resultado
sería asombrosamente pobre. El AT dedica muchas más páginas a Abrahán, Moisés,
Samuel, Elías, que a anunciar la venida de Jesús. Incluso un país tan pequeño y
sin importancia como Moab (desaparecido de la historia hace siglos) ocupa más
espacio que todas las profecías mesiánicas juntas. Naturalmente, podríamos
interpretar los textos como hacían los rabinos, viendo detrás de numerosas
realidades, personas y símbolos una prefiguración del Mesías.
Los evangelistas y Pablo lo hicieron.
Basta recordar la aplicación del maná a la eucaristía, o el ejemplo de Pablo
cuando afirma que la roca de la que manó agua en el desierto era Cristo. Sin
embargo, ni siquiera así mejoran mucho las cosas. Sigue habiendo infinidad de
páginas que no podemos insertar en esta perspectiva.
Una segunda opinión fomenta la
lectura del AT aduciendo que en él
encontramos la historia de la salvación. Es un punto de vista más amplio y
objetivo. Pero, en la práctica, se presta a interpretaciones simplistas. Por
«historia» se entiende a menudo una simple sucesión de hechos y personajes, sin
prestar atención a los fenómenos teológicos, culturales, sociales, que laten
tras ellos. Y la «salvación» se valora de manera simplista, no como algo dramático,
como una lucha de Dios por salvar a la humanidad a pesar de todos los
obstáculos.
El resultado es una visión sencilla,
bonita... y extremadamente pobre. Presentar el AT como historia de la salvación
exige unos conocimientos y un esfuerzo mucho mayores de lo que se imagina. Sólo
un concepto profundo de «historia» y de «salvación» permite presentar
adecuadamente los libros y su mensaje.
1. El Antiguo Testamento
ayuda a
conocer a Dios
Es el mayor valor, sin duda, y así lo
indica la constitución Dei Verbum del
Concilio Vaticano II: «Los libros del AT... muestran a todos el conocimiento de
Dios» (n.15).
El AT dice tantas cosas sobre Dios,
pero de forma más viva y apasionada, al mismo tiempo que lo completa con otros
aspectos, olvidados a menudo por la teología y la catequesis.
¿Cómo
es el Dios del AT?
Muchos cristianos siguen pensando en
el Dios severo, más inclinado al castigo que al perdón, que atemoriza al hombre
y no tolera el menor pecado.
En oposición a él, conciben el Dios
del Nuevo Testamento como el ser bondadoso y amable, Padre de Jesucristo, que
nos entrega a su Hijo para salvarnos. Sin saberlo, aceptan la doctrina
herética, condenada hace siglos por la Iglesia, que opone el Dios del Antiguo y
el del Nuevo Testamento como si fuesen dos seres distintos. Nada más lejos de
la realidad.
Es cierto que Dios aparece en el AT,
igual que en otras religiones, como con dos caras que se complementan. Es lo
que Rudolph Otto llamó «lo fascinante» y «lo tremendo». Por una parte, la
divinidad atrae y subyuga; por otra, atemoriza y sobrecoge. El aspecto
«terrible» de Yahvé es tan palpable que incluso se ha hablado y escrito de
«rasgos demoníacos» en él.
Pero olvidamos el otro aspecto, más
importante sin duda, que prepara la presentación de Dios como Padre, propuesta
por Jesús.
1.1. La definición de
Dios
en el Antiguo Testamento
En el AT se puede decir que existe
una «definición» o, mejor, «autodefinición» de Dios. La encontramos en Ex
34,6-7. Poco antes, Moisés le ha pedido ver su gloria, a lo que el Señor
responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi
riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Ya que el
nombre y la persona se identifican, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a
darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde:
«El Señor pasó ante Moisés proclamando: Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo
y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia
hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no
deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos»
(Ex 34,6-7).
Así es como Dios se autodefine.
Con cinco adjetivos que subrayan su
compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene
que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra
ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los
malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente
equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal.
Pero su capacidad de perdonar es
infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las
generaciones.
Mientras la misericordia se extiende
a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No
hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase
arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el
texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y
la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT:
«Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso,
paciente, misericordioso y fiel» (Sal 86,15).
«El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso; no está
siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros
pecados ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la
tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente cariño por sus
hijos, siente el Señor cariño por sus fieles» (Sal 103,8-14).
«El Señor es clemente y compasivo, paciente y misericordioso; el Señor
es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8-9).
1.2. El Dios que ama y
perdona
El profeta Oseas es quien mejor ha
expresado la lucha interna que se entabla dentro de Dios cuando se ve forzado a
castigar. En el capítulo 11 nos presenta las relaciones entre Dios y el pueblo
como las de un padre con su hijo. Dios, como padre, «ama», «llama», «enseña a
andar», «cura», «atrae», «se inclina para dar de comer». Israel, el hijo, «se
aleja», «no comprende a su padre», «no pone en él su confianza».
Es el prototipo del hijo rebelde que,
según la ley, debe morir (Dt 21,18- 21). Sin embargo, Dios lucha consigo mismo,
y la misericordia vence a la cólera. Lo que el Señor dice a través de Oseas es
todo lo contrario de lo que muchas veces se enseña desde los pulpitos: «¿Cómo
podré dejarte, Efraín, castigarte a ti, Israel? Me da un vuelco el corazón, se
me revuelven todas las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no destruiré
a Efraín, que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo
devastador» (Os 11,8-9).
A menudo, para amenazar con el
castigo divino, se argumenta que Dios, por ser santo, no puede tolerar el
pecado. Si fuese hombre, perdonaría. Pero, al ser Dios, debe sobreponerse a
falsos sentimentalismos y ejecutar con claridad la sentencia.
A través del profeta Oseas, Dios
argumenta de modo contrario. Si fuese hombre, se dejaría llevar por la cólera,
actuaría como «enemigo devastador». Precisamente porque es Dios y santo, se le
revuelven las entrañas y decide perdonar. Esta imagen paterna de Dios pasará a
través de Jeremías (31,20) y llegará al Nuevo Testamento, donde encuentra su
expresión más perfecta en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
“te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira te
escondí un instante mi rostro, pero con misericordia eterna te quiero, dice el
Señor, tu redentor» (Is 54,7-8).
Con palabras distintas, encontramos
la misma idea de Ex 34. El contraste entre las mil generaciones que reciben
misericordia y las cuatro que sufren el castigo se aplica a la experiencia del
pueblo. Es cierto que ha sufrido mucho, pero esto no significa que Dios haya
cambiado de actitud con él. Se ha tratado de «un arrebato de ira», que dura un instante, pero se impone la
misericordia eterna.
Si existe algo evidente en la
historia de Israel, reflejado con fe profunda a lo largo de innumerables
páginas, es la certeza de que Dios ama a su pueblo. Los sufrimientos serán
interpretados como un modo de purificarlo y mejorarlo, o como castigo pasajero
por sus muchos pecados, sin que esto ponga en quiebra la fe en el amor de Dios.
1.3. El amor a los
paganos
Más aún, hubo autores que dieron el
salto definitivo, afirmando que todos los pueblos, incluso los más enemigos de
Israel, recibían la misericordia divina. Este es el mensaje del librito de
Jonás. El protagonista recibe la misión de ir a Nínive a denunciar sus pecados.
En la elección de esta ciudad se halla la clave para entender la obra. Nínive,
capital del imperio asirio en la época de su mayor esplendor, había quedado en
la conciencia de Israel como símbolo del imperialismo, de la crueldad más
agresiva contra el pueblo de Dios. No representaba al mundo pagano en cuanto
tal, sino a los opresores de todos los tiempos. A ellos debe dirigirse
Jonás.
En un primer momento se niega a esta
misión y huye en dirección contraria, hacia Tarsis. Pensamos que lo hace por
miedo. El motivo es más profundo, como él mismo indica al final de la obra:
«Ah, Señor, ya me lo decía yo cuando estaba en mi
tierra. Por algo me adelanté a huir a Tarsis; porque sé que eres un Dios
compasivo y clemente, paciente y misericordioso, que te arrepientes de las
amenazas» (4,2).
Jonás sabe de antemano que Nínive no
será destruida. Porque Dios es compasivo y clemente no sólo con Israel, sino
con todos los pueblos, por poco que lo merezcan. En estas condiciones, piensa
Jonás, no merece la pena marchar a Nínive, poner en riesgo la propia vida para
anunciar un castigo que no se cumplirá.
Decir que el Dios del AT es el Dios
del temor y del castigo demuestra un profundo desconocimiento de estos libros.
Muchos de aquellos autores tenían conciencia más clara y fuerte del amor de
Dios que millones de cristianos actuales, deformados por una mala educación
religiosa.
1.4. Otros aspectos de
Dios
en el Antiguo Testamento
Esta idea capital del amor de Dios
podemos completarla con otros aspectos interesantes. Por ejemplo, el AT nos
enseña que Dios no tiene prisa, traza sus planes y los lleva a cabo lentamente.
También enseña que «Dios
escribe derecho con renglones torcidos»; dicho con palabras bíblicas: «mis
caminos no son vuestros caminos» (Is 55,8). Pero prefiero detenerme
en otros dos rasgos de Dios que se deducen de la lectura del AT.
El primero se refiere a que acepta a las personas más distintas y las convierte en portadoras de su mensaje.
Nosotros acostumbramos a ser intolerantes (aunque presumamos de
demócratas), y cuando aceptamos otros puntos de vista nos limitamos a eso, a
«aceptar». Pero a nadie se le ocurre elegir como representantes de las propias
ideas a las personas más dispares en convicciones religiosas, sociales,
políticas y humanas. Dios no se parece a nosotros. Su palabra la transmiten
personas ingenuas y escépticas, bondadosas y agresivas, «prudentes como serpientes» y «sencillas
como palomas». Pocos obispos o superiores religiosos aceptarían como
educador al hipercrítico autor del Eclesiastés: hombre escéptico, que no cree
en nada ni en nadie y resume sus convicciones en dos sencillos principios: «vanidad de vanidades, todo vanidad», y «el único bien del hombre es comer, beber y
disfrutar del producto de su trabajo» (2,24; la idea se repite como un
«leit-motiv» a lo largo de todo el libro).
Difícilmente habría obtenido el
«nihil obstat» para enseñar una doctrina tan poco segura. Sin embargo, ahí lo
tenemos, con sus pocas páginas, formando parte de la «palabra de Dios».
Y también forma parte de ella el
libro de la Sabiduría, que parece entablar polémica con el Eclesiastés cuando
hace decir a los malvados:
«Nuestra vida es el paso de una sombra, y nuestro fin, irreversible.
¡Venga! A disfrutar de los bienes presentes, a gozar de las cosas con ansia
juvenil; a llenarnos del mejor vino y de perfumes, que no se nos escape la flor
primaveral» (Sab 2,5-6).
Este enfrentamiento de puntos de
vista no es aislado. Poco después de la vuelta del destierro, encontramos
posturas antagónicas ante la reconstrucción del templo. Mientras el profeta
Ageo la considera condición indispensable para recibir la bendición de Dios,
otros grupos proféticos piensan que no sólo es innecesaria, sino absurda:
«Así dice el Señor:
El cielo es mi trono, y la
tierra el estrado de mis pies.
¿Qué templo podréis
construirme, o qué lugar para mi descanso?» (Is 66,1).
Los ejemplos podrían multiplicarse. Y
las consecuencias son desconcertantes. O Dios es un «pasota», a quien todo le
da lo mismo, o nosotros somos demasiado intransigentes, y hemos convertido la
«verdad» intelectual en falso criterio absoluto.
Leyendo el AT se tiene la impresión
de que a Dios le importa poco la mayoría de las cosas que piensan los hombres.
Si sus palabras quedaron consignadas en la Biblia no es porque tengan mayor o
menor dosis de verdad, sino porque eran hombres, y Dios los quería y aceptaba
como hijos. Esta conclusión, que algunos considerarán herética, es la que se
impone estudiando dichos libros.
Este tema está muy relacionado con
otro rasgo de Dios que se deduce de la lectura del AT y que no figura en los
catecismos ni en los tratados teológicos: Dios
tolera que lo manipulen, al menos
provisionalmente. Todos hemos conocido «caudillos por la gracia de Dios»;
los americanos escriben en el dólar: «confiamos en Dios»; y bajo el lema «Dios
con nosotros», los ejércitos alemanes bañaron Europa de sangre.
Esta manipulación de Dios, habitual
entre nosotros, ocurre también en el AT. Y fue llevada a cabo de forma tan
inteligente que muchas generaciones han considerado «palabra de Dios» lo que
sólo era «manipulación de Dios».
Los ejemplos, sobre todo a nivel
político, son continuos. En el capítulo 44 de Ezequiel se establecen las
diferencias entre los sacerdotes descendientes de Sadoc y los otros sacerdotes
levitas, después del destierro de Babilonia. A partir del verso 10, cuando
comienza a tratarse el tema, parece que es una diferencia de funciones y de
dignidad: mientras los levitas deberán
limitarse al oficio de porteros y sacristanes (v. ll) y «no se acercarán a mí
(Dios) para oficiar como sacerdotes ni podrán acercarse a mis cosas
sacrosantas» (v.13), los sadoquitas «entrarán
en mi santuario y se acercarán a mi mesa como ministros míos y se encargarán de
mi servicio» (v.16).
Sin embargo, no es sólo cuestión de
funciones y de dignidad, sino que tiene repercusiones económicas. Porque los
sadoquitas, que ofician como sacerdotes, serán los más beneficiados.
«Comerán la ofrenda y las víctimas de los sacrificios expiatorios y
penitenciales. También les pertenece todo lo dedicado al Señor; lo mejor de las
primicias y de todos vuestros tributos será para ellos. La primicia de vuestra
molienda se la daréis al sacerdote para que la bendición descienda sobre tu
casa» (v.29-30).
Lo que establece el capítulo es una
distinción de clases dentro de las familias sacerdotales, garantizando el
privilegio de una de ellas, la sadoquita. Esto se justifica por motivos
religiosos(los levitas se alejaron de Dios, los sadoquitas se mantuvieron
fieles) y se pone en boca del Señor, como decisión suya.
Fenómenos de este tipo son
frecuentes. Basta leer el AT con espíritu crítico, conociendo el trasfondo
histórico de lo que cuenta. Numerosos personajes, desde reyes y políticos hasta
sacerdotes y profetas, intentan llevar a Dios al agua de su molino. Y él lo
permite. Poco a poco irá dejando claro su punto de vista. En caso de conflicto
de posturas dentro del AT, Jesús, con su palabra y sus obras, nos sirve de
criterio para saber cuál es la conducta verdadera. Pero la experiencia
demuestra que, con el evangelio en la mano, se defienden opciones contrarias y
todos nos dejamos arrastrar por el deseo de manipular a Dios.
2. El ejemplo de
unos hombres
Como segundo gran valor indicaría que
el AT nos enseña a vivir la fe con el ejemplo de personas concretas. Los
hombres necesitamos modelos con los que identificarnos: artistas de cine,
campeones olímpicos, héroes militares, grandes empresarios o eminentes
políticos han cumplido esta función. La Iglesia, consciente de este hecho,
fomentó durante siglos la lectura de las vidas de santos. Estas biografías han
quedado desprestigiadas en gran parte porque, a veces, sus autores deformaban
la verdad, convirtiendo al protagonista en un ser perfecto, angelical, e
insoportable. Por otra parte, muchos cristianos no se sienten con vocación de
santos. Se contentan con ser bondadosos, amables, serviciales, cayendo y
levantándose continuamente.
Para ellos, la lectura del AT puede
resultar un gran descubrimiento. Encontrarán hombres de carne y hueso, con
virtudes y fallos, momentos de ilusión y de desánimo. Quien en momentos de gran
dificultad o crisis profunda sea incapaz de adoptar una actitud cristiana ante
el sufrimiento, podrá actuar como Job, que se rebela y lucha, interroga y
blasfema en busca de respuesta. El que nota que su fe pierde cada vez más
contenido y se limita a dos o tres ideas (a veces ni siquiera las esenciales),
podrá consolarse recordando la experiencia del Eclesiastés. Quien atraviesa una
crisis de vocación, podrá aprender mucho del itinerario espiritual de Jeremías
y sacar fuerzas para seguir su camino.
Todo esto justifica un hecho curioso.
Cuando el autor de la carta a los Hebreos intenta presentar a los cristianos
quiénes pueden servirles de modelo para su fe, elige precisamente a personajes
del AT. Aunque no conocieron a Jesús, su ejemplo de obediencia a Dios,
desprendimiento, valentía, constancia en el dolor, siguen siendo válidos para
nosotros.
No debemos considerarlos hombres
lejanos y extraños, sino «una nube de testigos de la fe» (Heb 12,11).
3. La dimensión
Socio-política
En tercer lugar, el AT ayuda a
descubrir la dimensión socio-política de la fe. El Nuevo Testamento también
contiene un mensaje muy claro en este sentido. Baste recordar el canto de
María, el Magnificat, con su demagógica alegría porque el Señor «ha derribado del trono a los poderosos y ha
exaltado a los humildes; a los pobres los sacia de bienes y a los ricos los
despide de vacío» (Lc 1,52-53). O la condena del poder por parte de Jesús,
igual que su crítica radical a los ricos egoístas, insensibles ante las
necesidades ajenas. Y la denuncia tan enérgica de los ricos en la carta de
Santiago.
Por desgracia, estos textos los hemos
espiritualizado. Las personas más conservadoras política y socialmente rezan a
gusto el Magnificat y escuchan sin temblar la parábola del rico y Lázaro. Para
superar esta postura tan errónea, en la que están en juego el hambre y la sed,
el trabajo y la esperanza de millones de hijos de Dios y hermanos nuestros, el
AT cumple una función esencial, despertando nuestra conciencia.
El libro de L. Kochan, Rusia en revolución, cuenta un caso muy
interesante. Durante la segunda Duma, un campesino de Kiev, Sajno, tuvo un
discurso a propósito del injusto reparto de la tierra:
«Los sacerdotes, cuando hablan en la iglesia a
los campesinos pobres, dicen: 'No corráis tras los ricos, no pidáis tierras
para vosotros, recordad lo que dice la Escritura: Cristianos verdaderos, buscad
primero el reino de los cielos, lo demás se os dará por añadidura'. Pero, ¿por
qué el terrateniente puede poseer un montón de tierra, mientras al campesino no
le queda más que el reino de los cielos? También dice el libro del Levítico que
la tierra pertenece al Señor y todos tenemos derecho a ella» (p. 23ls).
Este episodio refleja un hecho
curioso: el uso alienante del Nuevo Testamento y el liberador del Antiguo. La
diferencia no radica en estos libros, sino en la persona que los lee. Porque
Sajno lleva razón. No se puede usar el N T para predicar el hambre y la
miseria. Jesús no lo hizo. Y está en contra de la voluntad de Dios.
Parte del mensaje social del AT lo
expondremos al hablar del Éxodo y de los profetas. Ya veremos que la lectura de
estos libros obliga a cambiar de mentalidad y nos hace enfocar las cosas de
forma muy distinta. Ningún conocedor de los profetas se extrañará de estas
palabras de Atahualpa Yupanki, que a muchos escandalizan:
«Hay una cosa en el
mundo más importante que Dios.
Y es que un hombre
escupa sangre pa que otro viva mejor.»
Los tres puntos anteriores se
refieren a valores intrínsecos del AT, que puede detectar cualquier persona.
Los cristianos descubrimos otro valor fundamental: nos ayuda a conocer la
actividad, el mensaje y la persona de Jesús. Es una tarea apasionante, casi
detectivesca, ir captando las múltiples relaciones entre ambos Testamentos. Con
ello se esclarecen numerosos puntos, que corren el peligro de ser
malinterpretados. Tres ejemplos concretos:
4.1. La actividad de
Jesús
Cuando entra en Jerusalén, poco antes
de la pasión, cuenta Mateo: «Jesús entró
en el templo y se puso a echar a todos los que vendían y compraban allí (...).
En el templo se le acercaron cojos y ciegos, y él los curó» (Mt 21,12-14). He repetido varias veces la
experiencia de preguntar a la gente si encuentra algo raro en este texto. La
mayor parte se extraña de la energía con que actúa Jesús. En algún caso me
indicaron que esas curaciones son el cumplimiento de lo profetizado en Is 35,5:
«Se despegarán los ojos del ciego, los
oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo
cantará». Sin embargo, este texto habla de ciegos, sordos, cojos y mudos,
mientras Mateo sólo hace referencia a cojos y ciegos. Esto demuestra que el
paralelismo no es exacto. Para entender el texto del evangelio, hay que acudir
a otro relato bíblico, el del asedio de Jerusalén por David, cuando decidió
conquistar la ciudad para convertirla en su capital. Cuenta el segundo libro de
Samuel:
«El rey (David) y sus hombres marcharon sobre Jerusalén, contra los
jebuseos que habitaban el país.
Los jebuseos dijeron a David: - No entrarás aquí. Te rechazarán los
cojos y ciegos. Pero David conquistó el alcázar de Sión (... ). David había
dicho aquel día: - Al que mate a un jebuseo y se cuele por el túnel... A esos
cojos y ciegos los detesta David. Por eso está mandado: Ni cojo ni ciego entre
en el templo» (2 Sm 5,6-8).
Los jebuseos expresan su ilimitada
confianza en las defensas de Jerusalén. Construida en alto, rodeada de
murallas, los hombres más inútiles
para la guerra («cojos y ciegos») bastan para salvarla del ataque enemigo. No
ocurrió así, y en recuerdo de esa frase prohibirán más tarde la entrada de
estas personas en el templo.
Volviendo al texto evangélico, éste
nos sitúa ante dos hechos: uno, admitido por la institución religiosa, que es
la presencia de mercaderes y cambistas; otro, rechazado por la misma
institución, la presencia de cojos y ciegos. Jesús invierte las cosas: rechaza
lo admitido, admite lo rechazado. Por consiguiente, el pasaje no quiere
transmitir un simple testimonio de la bondad y el poder de Jesús, o de sus
pretensiones mesiánicas. Es un texto «revolucionario», de subversión de
valores. Sin la ayuda del AT, no habríamos captado este matiz.
4.2. El mensaje
Algo parecido ocurre
con la parábola del grano de mostaza: «Se
parece el reinado de Dios al grano de mostaza que un hombre sembró en su campo;
siendo la más pequeña de las semillas, cuando crece sale por encima de las
hortalizas y se hace un árbol, hasta el punto de que vienen los pájaros a
anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32).
Es fácil captar la idea primaria: no
hay que desanimarse por los modestos comienzos del reino de Dios y el pequeño
número de seguidores. A la larga, será importante. Pero esta parábola tiene
también un matiz polémico, teñido de ironía, que sólo se capta conociendo un
texto de Ezequiel. Este profeta, que ha debido anunciar la catástrofe de su
pueblo, indica que ésta no es la palabra definitiva de Dios. Al final vendrá la
victoria. Y la proclama en estos términos:
«Cogeré
una guía de cogollo del cedro alto y encumbrado; del vástago cimero arrancaré
un esqueje y lo plantaré en un
monte elevado y señero, lo plantaré en el monte encumbrado de Israel. Echará ramas, se pondrá frondoso y llegará a
ser un cedro magnífico; anidarán en él todos los pájaros, a la sombra de su ramaje anidarán todas las
aves.» (Ez 17,22-23).
La relación entre ambos pasajes es
evidente por la metáfora vegetal (mostaza, cedro), y por el resultado de las
aves acogiéndose a su sombra. Pero Jesús ha modificado intencionadamente el
texto profético. Por eso no compara el reinado de Dios con un cedro, prototipo
del árbol majestuoso y elegante.
(Recuérdense los famosos cedros del
Líbano, tan alabados por la Biblia). Como punto de comparación elige un arbusto
de modestas dimensiones y menos apariencia. Con ello da un toque de atención a
los cristianos: no os desaniméis, vuestra empresa tiene sentido, pero no echéis
las campanas al vuelo ni esperéis cosas espectaculares.
4.3. La persona de
Jesús
El evangelio de Mateo, que se dirige
a cristianos de origen judío, para dejar clara la importancia de Jesús quiere
presentarlo como un segundo Moisés, pero muy superior a él. Este aspecto,
esencial en el primer evangelio, sólo lo captamos recordando algunos episodios
del AT.
Comenzaremos por el conocido episodio
de la matanza de los niños inocentes (Mt 2,16-18). Para la mayoría de los
cristianos, este pasaje sólo refleja la loca crueldad de Herodes. Pero esto no
es lo principal del texto. Sin duda, Herodes era sanguinario. El historiador
judío Flavio Josefo cuenta numerosos detalles de su crueldad y de su miedo
obsesivo a perder el trono. Sin embargo, no es probable que tuviese lugar una
matanza de este tipo. La habrían recordado otras fuentes históricas, sobre todo
teniendo en cuenta que se sitúa en un lugar tan significativo como Belén,
patria del rey David, a pocos kilómetros de Jerusalén. Casi sin duda, se trata
de una ficción de Mateo. No por capricho, sino por ese deseo de presentar a
Jesús como nuevo Moisés. Ya desde el comienzo indica la semejanza entre ambos
personajes. Moisés, en Egipto, es el único niño que escapa a la absurda
persecución de un rey (el faraón).
Jesús es el único niño que escapa a
la matanza decretada por otro rey (Herodes). Con ello, el lector del evangelio
tiene desde el comienzo una clave de lectura: Jesús llevará a cabo una labor
semejante a la de Moisés. Esta es la afirmación capital del pasaje, aunque
admitiésemos la historicidad de la matanza de los inocentes.
Otro momento significativo se encuentra
al comienzo del famoso Sermón del Monte.
Según Mateo, Jesús pronuncia este
discurso programático en una montaña. Igual que Moisés subió al Sinaí para
conocer la voluntad de Dios y transmitirla al pueblo, Jesús «subió a la
montaña». Pero Mateo añade unos detalles muy significativos: «Se le acercaron
sus discípulos, y él tomó la palabra y se puso a enseñarles así».
Para comprender la
novedad que esto supone, hay que recordar lo que dice Dios a Moisés en el
Sinaí: «Traza un límite alrededor (del
monte) y avisa al pueblo que se guarde de subir al monte o acercarse a la
falda; el que se acerque es reo de muerte. (...). Al tercer día por la mañana
hubo truenos y relámpagos y una nube espesa en el monte, y el pueblo se echó a
temblar en el campamento (...). El monte Sinaí era toda una humareda, porque el
Señor bajó a él con fuego; se alzaba el humo como de un horno, y toda la
montaña temblaba (...). El Señor bajó a la cumbre del monte Sinaí, y llamó a
Moisés a la cumbre. Cuando éste subió, el Señor le dijo...» (Ex 19,12-21).
Mateo subraya el contraste entre las
dos escenas. No estamos en un mundo de miedo, fuego y relámpagos, que provoca
la muerte del que se acerca. Los discípulos de Jesús suben a donde él está, sin
que siquiera los inviten. Por otra parte, Jesús no precisa esperar a que Dios
le hable. El mismo toma la palabra y comienza a enseñar, con esa autoridad
suprema que le reconocerá al final la multitud (Mt 7,28-29).
Finalmente, este contraste entre
Jesús y Moisés ayuda a comprender la dura polémica de un pasaje del evangelio
de Juan, que puede pasar desapercibida. Dice en el Prólogo:
«Porque la ley se dio
por medio de Moisés, el amor y la lealtad se hicieron realidad en Jesús el
Mesías. A Dios nadie lo ha
visto jamás; es el Hijo
único, que es Dios y está al lado del Padre, quien nos lo ha explicado» (Jn
1,17-18).
Juan contrapone la ley al «amor y la
lealtad». Estos dos términos (en hebreo 'emet
wehesed) designan en el AT la esencia íntima de Dios. Moisés sólo puede
transmitir algo externo, una revelación que Dios le concede. Jesús encarna lo
más íntimo de Dios. Y añade el evangelista que «a Dios nadie lo ha visto
jamás». Se trata de una clara referencia al episodio del Sinaí, cuando Moisés
le pide a Dios ver su rostro, y éste se lo niega: «Mi rostro no lo puedes ver,
porque nadie puede verlo y quedar con vida» (Ex 33,20).
Jesús, en cambio, Hijo único que está
al lado del Padre, puede explicarnos perfectamente quién es Dios.
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