sábado, 21 de diciembre de 2013

LITURGIA: VIERNES SANTO, traspasado por nuestros pecados


“A tus manos encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Sal 31, 6)
Queridos amigos y hermanos del Blog: la liturgia del viernes santo es una conmovedora contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor. Dos son los grandes textos que la presentan: el texto profético de Isaías (Is 52, 13; 53, 12) y el texto de Juan (18, 1-19, 42). La enorme distancia de más de siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena de Jesús.

Dice Isaías: “Muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía un hombre… Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos” (52, 14; 53, 3). Y Juan, con los demás evangelistas, habla de Jesús traicionado, insultado, abofeteado, coronado de espinas, escarnecido y presentado al pueblo como rey burlesco, condenado, crucificado. El profeta precisa la causa de tanto sufrir: “Fue traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestros crímenes”, y se indica también su valor expiatorio: “Nuestro castigo saludable vino por él, y sus cicatrices nos curaron” (Is 53, 3).

No falta ni siquiera la alusión al sentido de repulsa por parte de Dios -“nosotros lo estimamos herido de Dios y humillado” (ibid 4)- que Jesús expresó en la cruz con este grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Pero, sobre todo, resalta claramente la voluntariedad del sacrificio: voluntariamente, el Siervo del Señor “entregó su vida como expiación” (Is 53, 7. 10); voluntariamente Cristo se entrega a los soldados después de haberlos hecho retroceder y caer en tierra con una sola palabra (Jn 18, 6) y libremente se deja conducir a la muerte, él, que había dicho: “Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10, 18).

El profeta vislumbra incluso la conclusión gloriosa de este voluntario padecer: “A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará… Por eso -dice el Señor- le daré una parte entre los grandes… porque expuso su vida a la muerte” (Is 53, 11. 12). Y Jesús, aludiendo a su pasión, dijo: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). Todo esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos del Siervo de Dios, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salvado y un salvador.

Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la liturgia inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Eterno Sacerdote, no tan distante, sin embargo, de los hombres “que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado”. Es la prueba de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en su carne inocente todas las amarguras, los sufrimientos, las angustias, las debilidades de la naturaleza humana. Así, a un mismo tiempo, él se hace Sacerdote y Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros o de corderos, sino la propia sangre.

“Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte”. Es un eco de la agonía en Getsemaní: “¡Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 36). Obedeciendo a la voluntad del Padre, se entrega a la muerte, y, después de haber saboreado todas sus amarguras, se ve liberado de ellas por la resurrección, convirtiéndose, “para todos los que obedecen, en autor de salvación eterna” (Heb 5, 9). Obedecer a Cristo Sacerdote y Víctima significa aceptar como él la cruz, abandonándose con él a la voluntad del Padre: “Padre, a tu manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

Pero la muerte de Cristo siguió inmediatamente su glorificación. El centurión de guarda exclama: “Realmente este hombre era justo”, y todos los presentes, “habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho” (Lc 23, 47-48). La Iglesia sigue el mismo itinerario, y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza y se postra en adoración: “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”. Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19), y las de Pablo: “cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Cor 11, 26).

Que en este Viernes Santo y siempre tengamos claro que Cristo nos amó y se entregó a la muerte por nosotros. “Te adoramos oh Cristo, y te bendecimos; porque con tu santa Cruz, redimiste el mundo”.


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