miércoles, 25 de diciembre de 2013

¡Feliz Navidad! … Floreciendo en la aridez

Mientras caminaban por las tiendas de la ciudad, la madre detiene la marcha y voltea con asombro para con su hijo al darse cuenta que el dinero para la cena de navidad no se encontraba en su bolsa, o gran tragedia, la cena más importante del año se venía abajo. Tras caminar de regreso a casa el joven meditaba sobre la verdadera alegría de la Navidad, al comprenderla inmediatamente la trasmitió a su madre durante un largo momento, “Cristo el Señor nace en la pobreza, en la humildad, en el dolor, en nuestra manera de compartir la vida”. La sorpresa volvió a suscitarse cuando al introducir su mano a la bolsa encontró el dinero hasta entonces perdió.
En unos hogares se encuentra, en otros se pierde; en algunos se come, en otros no; en algunos otros el padre grita a sus hijos mientras golpea su esposa. El “alcohol festivo” desinive a las personas y las altera para expresar sentimientos de agresividad y destrucción. El escenario de los niños sin padres. Los ancianos abandonados en asilos por sus propias familias. Con lágrimas en los ojos y voces temblorosas se esperará la muerte de aquellos agonizantes. Una noche buena con la ausencia del ser querido que falleció durante el año. Los presos dejan penetrar los rayos de luz que les expresan aquella libertad que tuvieron algún día para estar junto a los suyos. Migrantes añorando su patria natal en esperanza de volverse a encontrar con ellos. Muchas historias se escribirán con lágrimas esta noche buena. Ríos de lágrimas enjugan los ojos que contemplarán a Dios. Y es que solo en tierras áridas florecen las mejores flores, reverdecen los mejores valles. Si el evangelio de la alegría se escuchase de vidas perfectas, la estirpe humana no sería entonces el destinatario.
¿Qué podremos presumirle a Dios para que se encarne y se haga esa noticia alegre? Tal vez como Midas; el cual se le concedía por los dioses griegos el poder convertir en oro cuanto tocara y que al final se llevo la decepción de su deseo al convertir a su hija en una estatua de oro. Tal vez como Dédalo  e Ícaro los que, al querer alcanzar la libertad  con unas alas hechas de cera, plumas e hilo volaron tan cerca al cielo que se derritieron para perder el plan establecido. Los dos al ver lo efímero de su plan terminaron clamando a los dioses. Lo cierto es que estos personajes fueron escuchados por los dioses, lo cierto es que Dédalo fue libre y  que Midas recupero a su hija. Lo cierto de un mito es la verdad escondida de tras de él. Lo cierto es nuestra fe, no basada en un mito, sino en una persona de la Trinidad encarnada no por presunción del hombre sino por su misericordia. Si buscáramos expresarnos sobre está realidad y este misterio volveríamos a quedar atónitos como Santo Tomas de Aquino al compilar sus estudios sobre Dios; frente a la humanidad de Cristo en la cruz quiso quemarlos,  “pues los consideraba basura” ante la experiencia de oración tan profunda que logro.
La presunción del hombre, su clamor y la escucha de Dios se resumen en un pesebre de Belén, cuando Dios Hijo nos explica en la ternura de su ser, en la transparencia de su mirada y en la humildad de sus padres, sus expectantes pastores y magos: su  nacimiento, que para lavar las lágrimas de toda una humanidad ha de llorar la ardides de ella, la mezquindad de sus corazones. Todo con la fuerza de nacer ahí donde parece imposible que nacería. Cualquier situación por fútil que parezca, cualquier presunción sucumben de rodillas exclamando el milagro más grande del mundo: “les ha nacido un salvador (Lc. Lc. 2, 11)”.

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