jueves, 26 de enero de 2012

LOS HIJOS DE LA SAGRADA FAMILIA Y LOS DESPORIOS DE MARÍA Y JOSE




MATRIMONIO VIRGINAL
María divisó a José vestido con su blanca túnica y su manto rojo nuevo con su guirnalda de flores en la cabeza. Su túnica azul, ceñida con el cinturón nupcial y el velo de Sidón, regalo de José, flotaron con la brisa. La mirada de José se le clavó en el alma. Los niños lanzaron flores: Que el Señor os bendiga!
El archirrabino enlazó sus manos derechas: -Que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob esté con vosotros y os una y os bendiga.

María miró a José. Le pareció como un niño que buscaba una mano de madre, no barruntaba el incierto futuro. María, en medio de la alegría, se creyó vagamente, intuitivamente sabedora de un porvenir que entre brumas adivinaba a la vez hermoso y difícil. Era dichosa, sí, pero desde la realidad del momento, que era entonces el amor de José.

El anciano se acarició la barba:
-Nosotros somos hijos de santos y no podemos juntamos a la manera de los gentiles, que no conocen a Dios.

José le devolvió la mirada. Una ráfaga de emoción inundó sus ojos y le hizo olvidar todo sólo por un instante. Su mirada fue entonces parecida a lo mejor de su silencio. Taladraba su alma y la hacía columpiar con él en una paz sin nombre. Se sintió feliz, con una alegría que la ruborizaba. Comprendió en aquel segundo que el amor era uno y que en aquella mano de hombre que estrechaba la suya ese amor infinito se expresaba entero.

Luego estalló la fiesta, un banquete de boda campesina, donde se derramaron convertidos en vino y para regocijo del pueblo los ahorros de muchos años. De aquello sólo recuerda ruido: ruido de copas, ruido de baile, de saltos, de risotadas. Esperaba ese momento, el peor de las bodas, como un calambre en el cuerpo.

Ella lo sabía, pues había asistido a otras muchas bodas en Nazaret y en los pueblos cercanos. La fiesta de fuera adentro. Los que se pasan, se emborrachan, quieren callar su verdad a trago limpio, para que luego la noche se oscurezca más y el día siguiente el regocijo se convierta en dolor de cabeza y soledad mayor.
Aunque conservaba su sonrisa a flor de labios, todo aquello le sobraba. Ella hubiera querido salir corriendo con José hacia el valle umbroso de su encuentro, a hundir de nuevo sus pies desnudos en el arroyo y beber juntos el agua compartida. Pero la gente necesitaba la fiesta, el baile, la algarabía. Y María intentó poner el alma en ello.

Pasada la medianoche sus tíos le dieron un beso y se retiraron. Los padres de José la estrecharon en un abrazo como a su nueva hija y poco a poco la casa se fue quedando sola.

María mira su estancia en penumbra. En un rincón, la arqueta y la rueca de mi madre; en otro, la cesta, rebosante de ropa limpia, junto a la sillita de coser. Más allá, un búcaro de agua y un tiesto con flores del campo que había recogido con mimo ayer. En la fresquera, albaricoques y manzanas. Las entrañables cosas habituales.

Cada mañana la penumbra la invita al silencio y a recitar el salmo: Levanto mis ojos a ti que habitas en el cielo. Como los ojos de los esclavos pendientes de la mano de su amo, como los ojos de la esclava pendientes de la mano de su señora. Ella estaba desposada con José. Su ser interior se ensanchó y se abrió en sus entrañas. Su alma se perdía en un mar de luz. Sintió en los ríos de sus venas una inundación. Algo nuevo, muy especial, estaba ocurriendo dentro de su interior. Era la primera vez que veía un ángel. No sabía cómo expresarlo con palabras, con sus torpes palabras de aldeana de Nazaret, Sólo sabía decir que oyó pronunciar su nombre como una música interior: -Ave María.

La voz del mar, la voz de las estrellas, la voz del llanto, la voz de los mudos sin voz, la voz de los salmos, la voz de la poesía, la voz de la mirada.

-Ave María.
-¡Hola, María ?le dijo--, hola!.
¿Hay algo más hermoso para una mujer enamorada que oír pronunciar su nombre? Pues era Dios mismo el que lo pronunciaba con sonido tan peculiar, y la piropeaba diciéndole:

-¡Alégrate, preciosa mía, el Señor está contigo!.
¿Cómo no iba a sentir alegría? En aquel momento era ella la alegría, pues nadaba en el Ser. Enrojeció como lo que era, una adolescente turbada por tanto elogio. «Favorita, llena de gracia, enamorada, preciosa. Y detrás de mi nombre el de mi hijo: Jesús.

Iba a ser madre, le aseguró la luz invisible de Dios, que la visitaba, se iba a hacer visible, iba a tomar carne, nacer como un niño, vivir y morir como un hombre. ¿Era un mensaje? ¿Era una certeza? ¿Era una aparición? No podía explicar lo que sintió. Se sintió diminuta, como una violeta escondida. Quizás fue por ser la belleza que no se sabe bella, como las rosas son bellas porque no saben que lo son, por sentirse tan pequeña, tan natural como una rosa o una estrella perdida.

Aquel mensaje la anonadó. Iba María, a dar a luz a la Luz, al prometido por los profetas. Al que Dios llamaba hijo: Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy. Al que Isaías anunciaba como protector de los pobres y príncipe de la paz y que Daniel calificaba de semejante a un hijo de hombre. Pero la voz del mensajero repetía como un poema:

-El Señor está contigo, contigo, contigo.

Aquella promesa era como un bálsamo, una lengua de fuego que calentaba sus entrañas.
-No temas, María, porque gozas del favor de Dios.

-Concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo: el Señor, Dios, le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre, y su reinado no tendrá fin. ¿Cómo decirlo? ¿Puede el poeta atrapar en el poema o el escultor en la estatua toda la plenitud de la vivencia? Algo parecido le sucede a ella. Supo desde dentro que iba a engendrar al Hijo de Dios y se anonadó. Pues estas palabras encendían su rostro de joven azarada, casi una niña.
Jesús. ¡Nombre nuevo y bello que aromatizó para siempre el mundo! Ya iría siempre unido al suyo. Se llamará Jesús. Yohsua, en hebreo. Sus labios iban a repetir ese nombre cientos, miles de veces, y su corazón iba a latir al compás del caminar de sus sandalias, pisada a pisada. Pero ¿cómo se puede concebir a Dios? ¿Ser madre de Dios? ¿Engendrar al increado? ¿Qué iba a hacer ella, una joven de pueblo que acababa de celebrar sus desposorios y a punto de casarse?

El ángel le susurró sobre una fuerza que la acompañaría: una sombra, una protección de Dios. El Espíritu: Ruah, el aliento, el hálito vital, la sabiduría misma. Siempre sobre ella sentía dos manos grandes que aleteaban sobre su cabeza. Sabía que él hablaba en las Escrituras, cuando el salmista escribía ?El Señor es mi pastor, nada me falta?.

-El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te hará sombra.

Pero hasta las piedras pueden ser pan. El mensajero le dijo que Isabel, su prima, casada con Zacarías, había concebido en su vejez. De lo joven y lo viejo, del abrazo y de la virginidad nace lo nuevo, nace Dios. Él es siempre el padre de los versos y de las risas, de los trabajos y del arte. Las entrañas muertas de Isabel engendraban. La tierra reseca puede florecer, este pequeño mundo puede dar a luz a Dios.
Siempre había vivido en la luz de Dios. Ahora percibió mejor su sombra, la que hace hermosos todos los abrazos y fecundas todas las lágrimas, la que se proyecta cobijando a cada niño que nace o cae en la tierra para abrazar a los que se apagan en la muerte. Y sintió susurrar al mensajero: -?pues nada, nada es imposible para Dios?.

Vio entonces, como en un suspiro, lo que iba a ser su vida: la alegría. Y el peso de su misión. Vio su soledad habitada y tiempo de fama y de piedras, de amor y de miedo. Supo que decir que «sí» era como aceptar en su tierra una semilla que daría al mismo tiempo jardines de flores y punzantes espinas. Pero ¿puede el campo decir no a la lluvia y el torrente pararse en el barranco? ¿Puede la flor no perfumar y el cinamomo no destilar aceite para la unción y la curación? Reclinó su alma en la oración, como dice el salmo, ?como un niño acurrucado en los brazos de su madre? y enmudeció. Venían como ejércitos de criaturas para llamar a sus puertas de niña-madre encendida en el amor virgen. Querían que les abriera la puerta para poder liberarse y correr hacia el mar. Querían un nombre con el que poder llamar a Dios y una mano de hombre que poder estrechar y una palabra de hombre para poder escuchar, y una sangre de hombre para aliviar su dolor. Querían un cuerpo blando de hombre al que poder machacar. Todos venían corriendo hacia ella, comenzando por el pueblo de Israel, Moisés al frente por el desierto y seguido de los reyes, los patriarcas y los profetas. Todas las manos suplicaban y todos los ojos me buscaban.
Demasiado peso sobre los frágiles hombros de una niña.

Dijo que sí. ¡Dijo que sí! ¡Dijo que sí!

-?He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra?. Dijo sí con la naturalidad con que el agua de la fuente se escapa al arroyo y la abeja liba en la flor del manzano. Desde la insignificancia de una sierva sin nombre que habla en nombre de todo un pueblo olvidado, triste pecador y oprimido.

He aquí la esclava, la niña, la última, la servidora, la disponible, atenta, callada, entregada, tuya, amor, toda tuya. Poco a poco las cosas habituales recuperaron su presencia: la arqueta, el canasto, la rueca. El sol ya brillaba radiante en su ventana y de lejos se oían las voces de los labradores. Para miles de hombres que no creen en el valor de lo pequeño nada había ocurrido en realidad. Porque es tan difícil creer en lo que ocurre en el corazón de una pobre muchacha perdida en una recóndita aldea de Israel, mientras medita sentada en un rincón de su pobre alcoba horadada en la montaña. Dios ama lo pequeño y cuando nace una flor es primavera en el universo.

También se sintió mirada y elegida y llamada y más pequeña, más frágil que nunca. Por vez primera no sólo se supo, sino que se evidenció hecha de tierra y cielo. Mujer?.

Por eso, ahora al terminar de meditar el relato inefable, ya no me atrevo a decirte, a orarte, ?hermana?, porque acabas de aceptar ser Madre, aunque sigo sintiéndote ?hermana?, mi hermanita pequeña, y por tanto más asequible, más comprensiva, más igual, más criatura y ¿qué te voy a decir? ¿qué te voy a pedir? Tú no pudiste estar enferma, porque no tenías el gusano de pecado, yo sí lo puedo estar y lo estoy, y todos los que yo quiero, también lo están, que seas nuestra hermosa enfermera, que nos unjas, que nos cures, que nos des fuerza para seguir escribiendo y hablando de ti, Madre tierna, hermanita pequeña. Díselo a tu Hijo, a nuestro Hermano Jesús. Hazlo, Madre. Amen. Por fuera todo seguía igual. Como siempre, tenía que caminar por los mismos caminos y saludar a las mismas gentes; pero dentro de mí respiraba la luz y mi corazón podía volar. Vivía con todos, sonreía a todos, pero percibía detrás de las cosas como si el mundo entero fuera un fanal. Mi éxtasis cotidia­no cruzaba por el griterío de la plaza.
Pensaba en la nube sobre ella, la que la protegería. ¿No era una nube de luz? Ella se encargaría de ir aclarando las cosas.

Cuando pocos días después, antes de que amaneciera, cogió un atillo para ir a Ain Karim a visitar a su prima Isabel, sintió que la vida se imponía con sus acontecimientos. Siempre había sabido que hay un plan y que no hay que forzar nada, pero dentro de su paz sentía una excitación especial.

¡Todos estaban tan ajenos a lo que ella había vivido! Al llevar el cántaro a la fuente las amigas la saludaban como si tal cosa, y sus parientes le decían que la notaban como más ensimismada y misteriosa. Callaba, sonriendo, pues iba bien acompañada. Se sentía iluminada, arrobada por el abrazo de una palabra pronunciada dentro de ella.

Cuando comenzó a vivir con José, su amor no había cambiado. Le quería más. Su esposo era un hombre maravilloso. Siempre estaba en el lugar justo. Cuidaba de ella y su sencillez ungía las tardes de quietud hogareña. Pero ella percibía que su experiencia era in­comunicable. Pero José estaba allí y la quería. Le encantaba apoyarse en su hombro y sentir el rozar de su barba en su frente.

Ella no le dijo nada con palabras, y lo veía preocupado, no porque desconfiara de ella, sino como inquieto, como el ena­morado que intuye secretos inaccesibles en la amada.

Le dijo que quería visitar a su prima Isabel. Hacía medio año que su marido, Zacarías, había tenido una espléndida noticia mientras oficiaba en el templo. Salió de allí con los ojos llenos de lágrimas y completamente mudo. Todos lo miraban sorprendidos. Sólo por señas pudo explicar que, a pesar de su ancianidad, su prima Isabel, su esposa, estaba embarazada. Isabel estaba como unas pascuas. Hay que conocer lo que para una judía supone ser madre y la tragedia que en nuestra tradición es la infertilidad. «Dame hijos, porque si no me muero», pedía Raquel a Jacob, envidiosa de su hermana; y la vieja Sara se volvió loca de alegría cuando supo que iba a dar a luz en su ancianidad. Todas las mujeres de Israel llevaban clavada esa historia en el alma. José aceptó que se pusiera en camino. Así que salió hacia Aim Karim, que distaba más de 150 km de camino desde Nazaret.

-Ve tu sola -le dijo José-, no puedo dejar el trabajo. Te echaré de menos.

Avanzaba por la llanura del Esdrelón, camino polvoriento entre los secos rastrojos de cebada y trigo húmedo, cuando atraviesan los verdes sembrados de tréboles. Envuelta en su manto, se sentía feliz sólo por existir. Se limitaba a escuchar la canción de todas las cosas que armonizaban con su música interior. El perfil ruborizado del monte Tabor y el campesino que uncía el arado, la brisa fresca que le acariciaba el rostro, cada brizna tenía un sitio y ella podía conversar con Dios sin hablar. ¡Oh, Dios, qué bella la palabra que no se dice y qué música la del silencio interior! El mun­do entero era un salmo y el corazón del mundo la habitaba. Cuando dirigía la mirada al Tabor, le parecía estar viendo a Deborah, que encontró allá arriba a Baraq y a sus galileos, cuando se abalanzó y venció sobre aquella llanura al ejército de Sísara. Esa victoria mili­tar se debió a dos mujeres: Deborah, la profetisa, y Jahel, la es­posa de Jéber. Allí se vio la fuerza de lo débil. Llanuras regadas por la sangre de los padres. Como si los viera pasar con sus caravanas, cautivos, rumbo a Babilonia. Guerras y más guerras. Sangre de madianitas, vencidos por Gedeón. Y al fondo, la sierra de Gelboé, donde cayeron Saúl y Jonatán. Recordó que el Arca de la Alianza fue llevada por aquellos caminos y que David exclamó al llegar a la casa de Obededóm: ?¿Cómo es que el arca de mi Señor viene a mí??.

Cruzaron la praderas de Dothain, donde fue vendido el patriarca José por sus hermanos y partiría a Egipto como esclavo, para ser luego señor de los egipcios. Su pensamiento voló hacia el otro José, su esposo, tam­bién hijo de Jacob. Cruzaron Betulia, llena de recuerdos de Judit. Finalmente, divisaron el templo de Jerusalén ardiendo a la luz del ocaso. Una voz le seguía repitiendo sin palabras: ?No te­mas, María?. A los cuatro días de viaje, despuntaron las casas blan­cas de Ain Karim, que verdeaban de olivos, viñedos y árboles frutales. Un gozo inexplicable le rebosaba, pues era entonces casi una niña. Por dentro iba a estallar de alegría.

Se encaminé a casa de Isabel. Estaba tendiendo la ropa, me vio desde una ventana y corrió hacia ella loca de alegría.

¡Qué abrazo aquel entre mujeres que se entienden sin pala­bras! María se quedó muda. Isabel estaba como arrobada.

-Lo sé, lo sé todo -decía-, Bendita entre la mujeres, bendito el fruto de tu vientre. ¿Cómo se te ha ocurrido venir, María?, le dijo. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?? ¡Qué vuelco! Había sentido un salto de alegría, un baile en sus entrañas, dijo Isabel. Y el alma de María brincaba de fiesta ante la grandeza del Dios que hace cosas grandes. Por un lado salían de su boca palabras conocidas, repetidas en otros cantos. Engrandecer a Dios era acoger con gozo su presencia, subir a una distancia donde todo se desborda y volver gozosa y transformada.

¡Todo había sido tan espontáneo y gratuito! Se había mirado. Y su mirada había producido la maravilla. De pronto la tierra yerma florecía y la fuerza hablaba por su pequeñez. Vio palmeras, cinamomos, vides y limoneros en el desierto. No era orgullo lo que sentía exactamente por esa predilección. Era lucidez. Tan poca cosa, como para saberse canal libre donde po­día correr su agua sin medida. Percibía que había llegado el momento del gran cambio, de la esperada noticia.

Porque el Poderoso ha hecho proezas, su nombre es santo.

Su misericordia con sus fieles continúa de generación en generación.

El sol del mediodía había bañado el abrazo de las dos muje­res de Israel, donde el poderoso había hecho proezas. Zacarías se limpiaba las lágrimas. Supo que ellos, como yo, no estaban solos, Eran también predilectos, los escogidos para el canto de la libertad que cambiaba el curso de la historia y nos iba a permitir nacer de nuevo.

Su poder se ejerce con su brazo, desbarata a los soberbios en sus planes, derriba del trono a los poderosos y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.
Miró con amor los ojos ingenuos y cansados de los que le escuchaban, la gente que trabaja de sol a sol, que lucha por dar algo de comer a sus criaturas, que nunca gozó de abundancia, víctima de un mundo mal repartido. Su canto no era para los autosuficientes, los que creen saberlo todo, los que están tan llenos de tanta cosa que no son capaces de recibir nada, los in­tolerantes, los intransigentes.

Sentía que venía un tiempo nuevo en que la historia se leería desde abajo, desde los últimos y menospreciados de la tierra. Los ciegos, los cojos, los leprosos, los deprimidos, los fracasa­dos, los desheredados, las prostitutas, los borrachos, los tarta­mudos, los feos, los solitarios, los enfermos, todos ellos se abrían paso hacia la vida.

Los potentados, por su parte, seguirán bien afincados, qui­zás en Roma y Jerusalén, creyendo gobernar el mundo o dis­frutando de unas riquezas tan efímeras como el forraje que olisqueaban las bestias en el corral de mi prima. Creí­an imponerse por la fuerza y el poder. Ahora el mundo, como un calcetín se volvía del revés. Ahora su canto era mucho más que su propio canto, señalaba a los que no buscan su seguri­dad en sus riquezas, ni en sus tierras, ni en sus vestidos, ni en su puesto y categoría, ni esclavizan a los demás con este fin.

¡De abajo nacía un hombre nuevo que no se encarama en el trono para oprimir, que no pone su corazón en el oro, ni en el gobierno, sino que anda entre las cosas con el corazón ágil y sabe del amor y de la mesa donde todos pueden sentarse a comer juntos. Le parecía que le iba a estallar de gozo el corazón.

Auxilia a Israel su siervo, recordando la misericordia, prometida a nuestros padres, en favor de Abraham y su linaje por siempre.

Zacarías reapareció entonces en la puerta de la casa con un cántaro de vino. Aún estaba mudo, pero sus ojos brillantes alababan a Dios mejor que las palabras. Todos los que habían escuchado su cántico de alabanza fueron invitados. Bajo la parra de la casa del sacerdote el vino corrió de boca en boca con la abundancia de su júbilo, y algunos se pusieron a danzar. Sintió más que nunca, que Dios es Dios de vida y que sólo los humildes, los que están tan vacíos por den­tro como para dejarlo transparentar, pueden disfrutar en el gozo de su danza.

María también estrechó las manos de aquellos pobres y pequeños, gente como ella, y bailó. La danza celebraba una protesta y una esperanza. Estaba transmitiendo los gemidos de parto de una tierra hacia su libertad. Celebrábamos, casi sin saberlo, la era de lo gratuito, la grandeza de lo pequeño, la pequeñez de lo grande, el júbilo de ser. El es­píritu hablaba por mí.

Se quedó tres meses para cuidar y acompañar a su prima Isabel. La hizo feliz y ella se sintió también feliz por ello. Paseaban juntas al frescor del atardecer para compartir confiden­cias. Por un lado, deseaba intensamente volver a estar con José. Por otro, le preocupaba cómo reaccionaría ante su gran secreto.
-No temas, María -repetía su prima, dándole su mano. Ella asentía. Como siempre, confiaba en la nube de luz que la cobijaba, se reclinaba en el hondón de su habitado silen­cio y escuchaba una vez más el favorecida, el contigo, mientras los amaneceres sucedían a las noches dejando en sus labios un sabor a más, un no sé qué de quietud, paso de todo lo visible y permanencia del fuego que desbordaba desde dentro.

Feliz tú porque has creído! Que todo esto que hemos ido reproduciendo con tanta ingenuidad y belleza se nos haga presente en nuestros días oscuros, en nuestros días sin sol y en los chaparrones, cuando nos traten con desprecio los grandes, cuando nos paguen mal por bien, cuando nos agobie el trabajo, en las noches oscuras del espíritu y en las escasas recompensas de los grandes de este mundo, aún viejo. Que pensemos que todo será nuevo, con tu ayuda, María. Amen. Por fuera todo seguía igual. Como siempre, tenía que caminar por los mismos caminos y saludar a las mismas gentes; pero dentro de mí respiraba la luz y mi corazón podía volar. Vivía con todos, sonreía a todos, pero percibía detrás de las cosas como si el mundo entero fuera un fanal. Mi éxtasis cotidia­no cruzaba por el griterío de la plaza.

¿Qué noche tan oscura tuvo que atravesar San José. María quería revelarle el secreto. Pero no se atrevió. ¿Cómo se lo decía? A punto de repudiarla. Se le rompía el corazón. Cada día aparecía más evidente. Se le habían echado 20 años encima. ¡Pobre José! Dios lo arreglará. Tiene que sufrir. María le veía ojeroso, sufriendo. No podía dormir y en un momento, el ángel le quitó todo el peso que le atormentaba. No temas, es del Espíritu Santo. Le pondrás por nombre Jesús.

Ver El nombre de María


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