Que los que se convierten son recreados con una maravillosa suavidad, y con las delicias de la vida piadosa y espiritual.
Mas no pienses, que es un lugar corporal este paraíso de las interiores delicias. No se entra con los pies en este huerto, sino con los afectos. Ni se pondera un acopio de árboles, sino un agradable y hermoso plantel de virtudes, verdaderamente espirituales. Un huerto cerrado, en donde la fuente sellada se parte en cuatro canales, y de una sola vena, que es la sabiduría, proceden cuatro virtudes. Allí también forman una primavera hermosísima las azucenas y cuando aparecen las flores, se oye también la voz de la tórtola. Allí el nardo de la esposa esparce suavísimo olor y se difunden por el aire los demás aromas, soplando blandamente el austro, ahuyentando el aquilón. Allí, en el medio, está el árbol de la vida, aquel manzano de los Cantares, más precioso que todos los árboles de las selvas, cuya sombra igualmente refrigera a la esposa y es dulce su fruto a su garganta. Allí el esplendor de la continencia y la vista de la verdad pura baña de luz los ojos del corazón; al oído también de gozo y alegría la voz dulcísima del interno consolador. Allí se comunica al olfato de la esperanza el gustosísimo olor del campo lleno, que bendijo el Señor. Allí se gustan anticipadamente en el ansia de los deseos las incomparables delicias de la caridad y cortadas las espinas y los abrojos con que antes era herida, bañada el alma en la unción de la misericordia, descansa felizmente en la buena conciencia. Las cuales cosas ciertamente no se cuentan entre los premios de la vida eterna, sino entre los estipendios de la temporal milicia, ni pertenecen a la futura promesa sino, antes, a la que al presente se ha hecho a la Iglesia. Porque esto es aquel ciento por uno que se da en este siglo a los despreciadores del siglo. Ni esperes tu, que yo le pueda ponderar con mis palabras. Sólo el espíritu es quien revela y en vano consultarás los libros. Antes debes buscar la experiencia. Esto es la sabiduría, cuyo precio no le sabe al hombre. Ella es traída de lo oculto; no se encuentra esta suavidad en la tierra de los que viven suavemente. Sin duda es la suavidad del Señor. No la verás, sino que la gustes. Gustad, dice, y ved, que es suave el Señor. Maná escondido es, un nombre nuevo es, que nadie le sabe sino el que le recibe. No le enseña la erudición sino la unción; no le comprende la ciencia, sino la conciencia. Es una cosa santa, son margaritas, ni hará lo que él mismo prohíbe, el que comenzó a hacer y a enseñar. Porque ni ya reputa perros o puercos, a quienes renunciando a los crímenes y delitos les consuela también por el Apóstol, diciendo: Esto fuisteis ciertamente, ero habéis sido lavados, habéis sido santificados. Solamente guárdese el perro de volver al vómito y el puerco lavado del revolcadero del cieno.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO XII
Cómo se ha de inducir suavemente a la voluntad a que ame y desee las cosas celestiales
Desde ahora ya mire por el agujero, registre por las celosías, siga con la vista el rayo dulcísimo y cuidadoso imitador de los Magos, busque con la luz la luz. Porque encontrará el lugar del admirable tabernáculo, en donde coma el hombre el pan de los Ángeles; encontrará el paraíso de las delicias que plantó el Señor; encontrará el huerto florido y amenísimo, encontrará el asiento del refrigerio y dirá: ¡O si aquella miserable voluntad oyera mi voz, para que entrando viera los bienes y visitara este lugar! Aquí sin duda hallará más amplio descanso y a mi también me inquietará menos, cuando ella misma estará más quieta. Puesto que no miente aquel que dijo: tomad sobre vosotros mi yugo y hallaréis descanso para vuestras almas. En la fe de esta promesa hable más blandamente a la que estaba irritada y aparentando cierta alegría, haciéndola cargo en espíritu de mansedumbre dígale: cese del todo tu indignación. No soy yo quien te pueda ofender. Tuyo es el cuerpo, tuyo soy yo mismo: no tienes porqué temer ni recelar. Ni será de extrañar, si acaso todavía ella diere una respuesta algo más amarga, y dijere: las muchas reflexiones te han hecho delirar. Sufra entretanto con igualdad de ánimo y disimule enteramente lo que pasa con ella, hasta que tocando en el coloquio diferentes cosas, oportunamente pueda insinuarse diciendo: Hoy encontré un huerto hermosísimo y un amenísimo lugar. Bueno sería para nosotros estar allí, porque a ti también te hace daño estar en este lecho de la enfermedad, en esta cama del dolor y compungirte en este aposento tuyo con un corazón pesado. Asistirá Dios a quien le busca, a alma que espera en él; favorecerá a sus humildes ruegos y dará eficacia a sus palabras. Se excitará el deseo de la voluntad, no sólo para ver el lugar, sino para entrar poco a poco en él y fijar allí su mansión.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO XI
Que los que intentan convertirse, son tentados con más fuerza de los acostumbrados vicios, y que a estos les es muy necesario el llanto.
Estas y semejantes cosas está, interiormente, sugiriendo la razón a la voluntad. Ocurre tanto más copiosamente cuanto más perfecta es la ilustración del espíritu. Dichoso, sin duda, aquel cuya voluntad cede al consejo de la razón, que concibiendo el temor, se fomenten después las promesas celestiales para conseguir la salud espiritual. Pero, tal vez, se encontrará rebelde y obstinada la voluntad y es que no sólo se muestre impaciente, sino rebelde con los avisos, dura con las amenazas, áspera con la blandura con la que es tratada. Se hallará, quizás, refractaria a las sugerencias de la razón y agitada co grave furor. Dirá ¿hasta cuándo os estaré sufriendo? Vuestra predicación no cabe en mi. Veo que sois astuta, pero vuestra astucia no tiene sitio en mi. Acaso, también, llamando a cada uno de los miembros, les mande que que obedezcan más de de lo acostumbrado a las concupiscencia y sirvan a las maldades. De aquí, sin duda, nace lo que vemos por continuas experiencias, que los que resuelven convertirse, son tentados más fuertemente por las concupiscencias de la carne. Los que se determinan a salir de Egipto y huir del imperio del faraón son más gravemente oprimidos en los trabajos del barro y de los ladrillos.
Mas ojalá que semejante hombre se abstenga de la impiedad y se guarde de aquel sumidero terrible, del que está escrito: el impío cuando ha llegado a lo más profundo de los pecados, todo lo desprecia. En verdad, se está curando con una bebida muy fuerte y fácilmente peligrará si no pone todo cuidado en obedecer a los consejos del médico y en cumplir sus preceptos. Se halla en la tentación más grande y próxima a la desesperación, sino recoge todo su afecto y lo emplea en compadecerse de su alma, que mira tan mísera y miserable. Escucha la voz que dice: bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Llore abundantemente, porque llegó el tiempo de llorar y para beber continuas lágrimas basan estas cosas. Llore, mas no sin afecto de piedad ni sin algún consuelo. Considere, que no se halla para él descanso alguno en sí mismo, sino que todas sus cosas están llenas de miseria y desolación. Considere que lo bueno no se halla en su carne y que también en el silo malo no se halla mas que vanidad y aflicción del espíritu. Considere, vuelvo a decir, que ni dentro, ni abajo, ni cerca de sí, se le presenta materia de consuelo, para que, por fin, aprenda alguna vez que se ha de buscar arriba y que de arriba se ha de esperar. Llore, ciertamente entretanto, lamentándose sobre su dolor, arroyos de aguas derramen sus ojos, y no descansen sus pestañas. Sin duda con las lágrimas se purifican los ojos antes oscurecidos y se clara la vista para poder fijarse en la claridad de la serenísima luz.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO X
Que a salud se alcanza, no solo desviándose de lo malo, sino haciendo lo bueno.
¿Qué harán pues, o más bien, qué padecerán los que cometieron grandes pecados, cuando oigan: Id al fuego eterno, los que no hicieron obras de piedad? ¿Cómo será admitido a las bodas quien no se abstuvo de lo malo, ni tomó en su mano la antorcha, para hacer lo bueno, cuando ni la integridad de la virginidad, ni la claridad de las lámparas podrá excusar la falta del aceite de la gracia? ¿Qué tormentos se reservarán para los que en esta vida no sólo hacen cosas malas, sino pésimas, si de tal suerte han de ser atormentados los que aquí recibieron bienes, que abrazándose sus lenguas en medio de los llantos, no podrán conseguir el refrigerio de una pequeña gota de agua? Guardémonos pues de las malas obras, ni en la confianza de la red que nos encierra, pequemos libremente dentro de la Iglesia, teniendo en la memoria, que no a todos los que trae la red serán recibidos en las vasijas de los pescadores, sino que cuando llegamos a la orilla se escogerán, para echar en ella, a los buenos y se arrojarán a los malos. Tampoco nos contentemos con ceñirnos de este modo, sino que encendamos también nuestras antorchas y obremos lo bueno con instancia, considerando que todo árbol, no sólo el que diere fruto malo, sino el que no le diere bueno, será cortado y arrojado al fuego, al fuego eterno sin duda, que está aparejado para el diablo y sus ángeles.
De esta suerte nos apartaremos de lo malo, haremos lo bueno, buscaremos la paz, sin seguir la gloria. Porque ella es de Dios y no la dará a otro. Mi gloria, dice, no la daré a otro. Y decía un hombre según el corazón de Dios: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino vuestro nombre dad la gloria. Acordémonos de lo que dice la Escritura: Aunque rectamente ofrezcas, si rectamente no partes, ya pecaste. Recta es, hermanos míos, aquella partición nuestra; nadie la rehuse. De otra suerte, si quizá a alguno le agrada poco, sepa que no es nuestra sino de los Ángeles, puesto que los Ángeles fueron los primeros que cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Guardemos, pues, aceite en los vasos, no suceda acaso (lo que Dios no permita) que llamando en vano a las cerradas puertas de las bodas, oigamos aquella palabra amarga, y el Esposo desde dentro nos responda: No os conozco. Todavía, sin embargo, está puesta la muerte no sólo junto a la maldad, la esterilidad, la vanidad, sino junto a la entrada misma del deleite. Por lo mismo necesitamos de fortaleza contra las tentaciones del pecado, para que fuertes en la fe resistamos al rugieren león, y rebatamos los dardos inflamados de él mismo, valerosamente, con este mismo escudo. Necesitamos de justicia, para obrar lo bueno. Necesitamos de prudencia, para que no seamos reprobado con las vírgenes fatuas. Necesitamos, en fin, de templanza, no sea que entregados a los deleites, oigamos alguna vez lo que, acabado ya a un tiempo el explendor de su mesa, y de sus vestidos, oyó aquel infeliz cuando imploraba misericordia: Hijo, acuérdate que durante tu vida recibiste bienes, y Lázaro por el contrario males: ahora él es consolado y tu atormentado. Verdaderamente es terrible Dios en sus consejos sobre los hijos de los hombres. Pero aunque es terrible, también se muestra misericordioso, cuando no nos oculta la forma que ha de guardar en el juicio futuro. El alma pues que pecare, morirá. El sarmiento que no llevare fruto será arrancado. La virgen a quien faltare el aceite, será excluida de las bodas, y el que recibiere bienes en esta vida, será atormentado en la futura. Y si sucediera en un hombre que se encontrase en estas cuatro cosas juntamente, esto verdaderamente sería la última desesperación.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO IX
Es imposible ocultarse el que peca.
Por todas partes me rodean las paredes ¿Quién me ve? Aunque nadie te vea, no por eso deja de verte alguno. Te ve el Ángel malo, te ve el Ángel bueno, te ve otro mayor que los Ángeles buenos y malos, que es Dios. Te ve tu acusador, una multitud de testigos, el Juez en cuyo tribunal, precisamente, haz de ser presentado; bajo cuyos ojos querer delinquir es cosa tan loca como es horrendo caer en manos de Dios viviente. No quieras darte por seguro. Se ocultan más acechanzas a las que tu no puedes ocultarte. Se ocultan, unas acechanzas que así como tu no las puedes sorprender, no pueden dejar de sorprenderte. Oye ciertamente el que hizo el oído. El que formó los ojos mira sin duda. No detienen los rayos de este sol las cercas formadas de piedra, que él mismo crió. No estorba el aspecto de la verdad aún la misma pared del cuerpo. Todas las cosas están desnudas a sus ojos y es más penetrante que la espada de dos filos. No sólo mira sino que juzga también los caminos de los pensamientos y las médulas de las afecciones. En fin, si no registrara todo el abismo del humano corazón, y cuanto en él se oculta más claramente, no temería tanto el Apóstol a quien nada reprendía su propia obediencia: la sentencia del Señor, que era su Juez. Para mi, dice, importa muy poco ser juzgado por vosotros o por otro hombre cualquiera: yo mismo no me atrevo a juzgarme. Porque sin embargo, aunque en nada me reprende mi conciencia, yo no estoy justificado por eso. Es el Señor el que me juzga a mi.
Si te glorias de que con el estorbo de las paredes, o con las artes de tus disimulos, se pueden frustrar los juicios humanos debes estar cierto de que no se le ocultan los crímenes verdaderos al que suele acusar ni siquiera los falsos. Si en tanto grado temes que te conozca tu prójimo, que tal vez no temo menos que le conozcas tu, mucho menos debes despreciar a quienes es mucho más odiosa la iniquidad y, sin comparación más execrable, la corrupción. Si, en fin, no temes a Dios y sólo recelas a la vista de los hombres, acuérdate que Cristo hombre verdadero no puede ignorar los hechos de los hombres: para que así lo que delante de mi no te atrevieras a hacer, mucho menos te atrevas a hacerlo delante de él mismo. Lo que no digo yo que no te sea lícito pero sí poco agradable obrar, viéndolo un consiervo tuyo, que tengas horror aún de pensarlo siquiera viéndolo el Señor. De otro modo, si temes más al ojo de la carne que a la espada que ha de devorar las carnes, lo mismo temes que sucederá y vendrá sobre ti lo que recelabas. Nada hay encubierto que no venga a descubrirse ni oculto que no venga a saberse. Serán puestas a la luz las obras de las tinieblas. Ni sólo los abominables secretos de las obscenidades, sino los inicuos comercios de los que venden los sacramentos y los fraudulentos consejos de los que inventan engaños y subvierten la justicia, los hará manifiestos al que sabe todas las cosas. Cuando comenzare aquel escudriñador de las entrañas y del corazón a examinar a Jerusalén con antorchas.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO VIII
Que los carnales deleites y las riquezas son cosas del todo vanas, engañosas y momentáneas.
Ya sin tardanza, respirando el hombre estas palabras, considerando esto mismo más fácil, se acerca, aunque vergonzoso, y procura sosegar esta irritada víbora. Reprende los deleites de la vida carnal, y acusa de desvaríos los consuelos mundanos, como cosas despreciables e indignas, brevísimas al mismo tiempo y perniciosísimas a sus amadores. Esto, dice, confiesa tu misma, que es así a este perverso e inútil siervo tuyo. Pues no puedes negar, que jamás pudieron satisfacerte en nada todos sus obsequios. El gusto de la gula, que hoy tanto se aprecia, apenas se extiende a la anchura de dos dedos y este tan corto deleite de una parte del cuerpo tan corta, ¿cuánta solicitud suele costar, cuánta molestia suele producir después? Hace que se dilaten monstruosamente las entrañas y el estómago; que entumecido el vientre no tanto se engruese, como que conciba su ruina; y que no pudiendo sostener el peso de la carne los huesos, se engendren también enfermedades varias. Igualmente, ¿con cuántos trabajos y dispendios, con cuánto peligro de la fama y de la honra, y algunas veces también de la vida, se llega a la sima oscura de la lujuria? Y al fin, el deleite desaparece, como un vapor de encendido azufre, quedando demasiado impreso el dolor. A manera de la abeja, derramando un poco de desabrida miel, deja clavado profundamente el aguijón en los corazones, siendo su apetito congoja y bajeza del ánimo, su logro abominación e ignominia, sus consecuencias pesar y vergüenza.
Pero los vanos espectáculos, pregunto yo, ¿qué bien pueden traer al cuerpo o qué provecho al alma misma? Ciertamente nada encontrarás en el hombre, para que sea útil la curiosidad. Consuelo frívolo enteramente, inútil, y falso: ni sé yo que pueda anunciar otra cosa más dura, que anhelar siempre el ver otras cosas, el que huyendo de la paz de un dulce sosiego, se deleita en la inquietud de la curiosidad de sus ojos. Se hace claro, por solo esto, que nada hay de deleite en todas estas cosas, pues sólo en su tránsito agradan. Pero nada que sea la vanidad de vanidades se hace claramente manifiesto por su propio nombre. Vano trabajo, sin duda, el de quien se emplea en el logro de la vanidad. ¡O gloria, gloria, dice un sabio, que no eres otra cosa entre muchos de los mortales, que una vana hinchazón de los oídos! Y con todo eso, ¿Cuánta infelicidad acarrea al hombre esa misma vana felicidad, mas bien que vanidad feliz? De ella nace la ceguera del corazón, según lo que está escrito: Pueblo mío, los que te llaman bienaveturado te llevan al error. De ella el obstinado furor de la animosidad, de ella la congojosa fatiga de las sospechas, delecta el cruel torcedor de la emulación, y el tormento más mísero que miserable de una envidia que abrasa: de ella el amor insaciable a las riquezas, que aflige mucho más al alma con su deseo, que la consuela con el uso, como que su adquisición está llena de trabajo, su posesión de susto, su pérdida de dolor. Por último, donde hay muchas riquezas, hay también muchos para comerlas y, ciertamente, el uso de las riquezas está en otros, quedando para los ricos sólo el nombre y la solicitud. Y en todo esto, por unas cosas que son nada, menospreciar aquella gloria que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre, que Dios tiene preparada para los que le aman, no tanto parece necedad como infidelidad.
No sin razón ciertamente, burla con vanas promesas este mundo, que está puesto en poder del maligno, unas almas que se han olvidado de su propia condición y nobleza, no avergonzándose de sujetarse a unos animales inmundos en el ministerio, de asociarse a ellos en el deseo, sin lograr aún así saciarse de su infeliz alimento. ¿De dónde pues tan grande cobardía y bajeza tan lamentable y que una ilustre criatura, capaz de la bienaventuranza eterna, y de la gloria del gran Dios, como quien ha sido criada por su inspiración, sellada con su semejanza, redimida con su sangre, dotada con su fe, adoptada por su espíritu, no se avergüence de sujetarse a una miserable esclavitud, bajo de esta podredumbre de los sentidos corpóreos? Justamente, no llega a alcanzar ni aun a estos, quien desamparando a tal esposo, va siguiendo tales amantes. Justamente, tuvo hambre de los despreciables residuos de su comida, y no los logró, quien quiso antes apacentar unos puercos, que ser saciado en la mesa de su padre. Trabajo fatuo en verdad, apacentar a una estéril que no pare y no querer hacer bien a una viuda; descuidar del corazón y cuidar del cuerpo hasta satisfacer sus deseos: engordar y regalar y un cadáver podrido que, poco después, ha de ser comido por los gusanos. Pues el servir al dinero y amar las avaricias, que es culto de los ídolos, o dejarse llevar del apetito de la vanagloria, ¿quién no ve que es manifiesto indicio de haber degenerado enteramente el alma de su nobleza?
Mas, aunque todo eso fuesen cosas grandes y honestas, cuántas, por ahora, ofrece el mundo a sus amadores. ¿Quién no sabe que en ellas no puede haber seguridad? Tan cierto es, sin duda, su brevedad, como es incierto el fin de su brevedad misma. Muchas veces desamparan al que vive, pues al que muere no le siguen ni una vez siquiera. Pero, ¿qué hay en las cosas humanas más cierto que la muerte; qué más incierto, que la hora de la muerte misma? No se apiada de la pobreza, no respeta a las riquezas, no perdona al linaje, no a las prendas, no a edad alguna: sólo que para los viejos está a la puerta, para los jóvenes en las acechanzas. Infeliz, por tanto, el que poniendo su confianza en las tinieblas y lo resbaladizo de esta vida, emplea un trabajo que ha de perecer; ni advierte que es un vapor que aparece por tiempo muy breve y vanidad de vanidades. ¿Alcanzaste al fin, ambicioso, la dignidad que por largo tiempo deseabas? Guarda lo ue tienes. ¿Has llenado, avariento, tus bolsas de dinero? Ten cuidado de no perderlo. ¿Trajo abundantes frutos tu campo? deshaz lo construido para fabricar otras obras mayores. Da nueva forma a tus edificios, di a tu alma: Tienes muchos bienes de repuesto para muchísimos años. No faltará quien diga: Insensato, esta noche han de pedirte el alma; estas cosas que has juntado, ¿de quién serán?
Y ojalá que sólo se perdiesen las cosas que se habían juntado, y no pereciese más tristemente también, el mismo que las juntó. Sería sin duda más tolerable afanarse en un trabajo, que había de traer la perdición. Mas ahora, los estipendios del pecado son la muerte: y los que siembran en la carne, de la carne cogerán la corrupción. Porque ni nuestras obras pasan, como nos parece, sino que todas las cosas que hacemos en el tiempo, son como una simiente, que se echa para la eternidad. Se asombrará el insensato, cuando vea que de tan corta simiente sale mies tan copiosa, o buena, o mala, según la calidad de la simiente. El que medita esto, ningún pecado reputa por pequeño del todo, porque aprecia más la mies, que se espera, que la simiente. Siembran pues los hombres sin advertirlo ellos. Siembran cuando ocultan los misterios de iniquidad, cuando encubren consejos de vanidad, cuando andan en las tinieblas los negocios de las tinieblas.
Pero los vanos espectáculos, pregunto yo, ¿qué bien pueden traer al cuerpo o qué provecho al alma misma? Ciertamente nada encontrarás en el hombre, para que sea útil la curiosidad. Consuelo frívolo enteramente, inútil, y falso: ni sé yo que pueda anunciar otra cosa más dura, que anhelar siempre el ver otras cosas, el que huyendo de la paz de un dulce sosiego, se deleita en la inquietud de la curiosidad de sus ojos. Se hace claro, por solo esto, que nada hay de deleite en todas estas cosas, pues sólo en su tránsito agradan. Pero nada que sea la vanidad de vanidades se hace claramente manifiesto por su propio nombre. Vano trabajo, sin duda, el de quien se emplea en el logro de la vanidad. ¡O gloria, gloria, dice un sabio, que no eres otra cosa entre muchos de los mortales, que una vana hinchazón de los oídos! Y con todo eso, ¿Cuánta infelicidad acarrea al hombre esa misma vana felicidad, mas bien que vanidad feliz? De ella nace la ceguera del corazón, según lo que está escrito: Pueblo mío, los que te llaman bienaveturado te llevan al error. De ella el obstinado furor de la animosidad, de ella la congojosa fatiga de las sospechas, delecta el cruel torcedor de la emulación, y el tormento más mísero que miserable de una envidia que abrasa: de ella el amor insaciable a las riquezas, que aflige mucho más al alma con su deseo, que la consuela con el uso, como que su adquisición está llena de trabajo, su posesión de susto, su pérdida de dolor. Por último, donde hay muchas riquezas, hay también muchos para comerlas y, ciertamente, el uso de las riquezas está en otros, quedando para los ricos sólo el nombre y la solicitud. Y en todo esto, por unas cosas que son nada, menospreciar aquella gloria que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre, que Dios tiene preparada para los que le aman, no tanto parece necedad como infidelidad.
No sin razón ciertamente, burla con vanas promesas este mundo, que está puesto en poder del maligno, unas almas que se han olvidado de su propia condición y nobleza, no avergonzándose de sujetarse a unos animales inmundos en el ministerio, de asociarse a ellos en el deseo, sin lograr aún así saciarse de su infeliz alimento. ¿De dónde pues tan grande cobardía y bajeza tan lamentable y que una ilustre criatura, capaz de la bienaventuranza eterna, y de la gloria del gran Dios, como quien ha sido criada por su inspiración, sellada con su semejanza, redimida con su sangre, dotada con su fe, adoptada por su espíritu, no se avergüence de sujetarse a una miserable esclavitud, bajo de esta podredumbre de los sentidos corpóreos? Justamente, no llega a alcanzar ni aun a estos, quien desamparando a tal esposo, va siguiendo tales amantes. Justamente, tuvo hambre de los despreciables residuos de su comida, y no los logró, quien quiso antes apacentar unos puercos, que ser saciado en la mesa de su padre. Trabajo fatuo en verdad, apacentar a una estéril que no pare y no querer hacer bien a una viuda; descuidar del corazón y cuidar del cuerpo hasta satisfacer sus deseos: engordar y regalar y un cadáver podrido que, poco después, ha de ser comido por los gusanos. Pues el servir al dinero y amar las avaricias, que es culto de los ídolos, o dejarse llevar del apetito de la vanagloria, ¿quién no ve que es manifiesto indicio de haber degenerado enteramente el alma de su nobleza?
Mas, aunque todo eso fuesen cosas grandes y honestas, cuántas, por ahora, ofrece el mundo a sus amadores. ¿Quién no sabe que en ellas no puede haber seguridad? Tan cierto es, sin duda, su brevedad, como es incierto el fin de su brevedad misma. Muchas veces desamparan al que vive, pues al que muere no le siguen ni una vez siquiera. Pero, ¿qué hay en las cosas humanas más cierto que la muerte; qué más incierto, que la hora de la muerte misma? No se apiada de la pobreza, no respeta a las riquezas, no perdona al linaje, no a las prendas, no a edad alguna: sólo que para los viejos está a la puerta, para los jóvenes en las acechanzas. Infeliz, por tanto, el que poniendo su confianza en las tinieblas y lo resbaladizo de esta vida, emplea un trabajo que ha de perecer; ni advierte que es un vapor que aparece por tiempo muy breve y vanidad de vanidades. ¿Alcanzaste al fin, ambicioso, la dignidad que por largo tiempo deseabas? Guarda lo ue tienes. ¿Has llenado, avariento, tus bolsas de dinero? Ten cuidado de no perderlo. ¿Trajo abundantes frutos tu campo? deshaz lo construido para fabricar otras obras mayores. Da nueva forma a tus edificios, di a tu alma: Tienes muchos bienes de repuesto para muchísimos años. No faltará quien diga: Insensato, esta noche han de pedirte el alma; estas cosas que has juntado, ¿de quién serán?
Y ojalá que sólo se perdiesen las cosas que se habían juntado, y no pereciese más tristemente también, el mismo que las juntó. Sería sin duda más tolerable afanarse en un trabajo, que había de traer la perdición. Mas ahora, los estipendios del pecado son la muerte: y los que siembran en la carne, de la carne cogerán la corrupción. Porque ni nuestras obras pasan, como nos parece, sino que todas las cosas que hacemos en el tiempo, son como una simiente, que se echa para la eternidad. Se asombrará el insensato, cuando vea que de tan corta simiente sale mies tan copiosa, o buena, o mala, según la calidad de la simiente. El que medita esto, ningún pecado reputa por pequeño del todo, porque aprecia más la mies, que se espera, que la simiente. Siembran pues los hombres sin advertirlo ellos. Siembran cuando ocultan los misterios de iniquidad, cuando encubren consejos de vanidad, cuando andan en las tinieblas los negocios de las tinieblas.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO VII
Consuelo en que respiran los pobres de espíritu o las almas que reconocen su miseria.
Oiga, pues, toda alma que se haya en tal estado, la voz divina y oígala con pasmo y admiración que dice: bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. ¿Quién más pobre de espíritu, que el que en todo su espíritu no encuentra descanso, no encuentra donde reclinar su cabeza? Esto también manifiesta la inestimable piedad del consejo divino, pues dispone, que quien se desagrada de sí mismo, agrade a Dios: que quien aborrece su propia casa, ciertamente llena de inmundicia y de desdichas, sea convidado a la casa de la gloria, casa no fabricada por mano de hombres, sino eterna en los cielos. Ni hay que extrañar, si a la grandeza de esta dignación queda pasmada el alma. Si con dificultad cree esto mismo que oye, si se llena de admiración y asombro y dice: ¿hace la miseria al hombre bienaventurado? Pero cualquiera que seas, no desconfíes. No la miseria, sino la misericordia le hace bienaventurado, pero el asiento propio de ésta es la miseria. O ciertamente, digamos: que la misericordia le hace bienaventurado, trocándose la humillación en humildad, la necesidad en virtud. Una lluvia voluntaria destinaréis a Dios para vuestra heredad. Ella ha enfermado más vos la fortificásteis.Útil enfermedad enteramente, que busca la mano del médico: saludablemente se desmaya en sí mismo, aquel a quien Dios fortalece. Mas, porque no se abre el camino al reino de Dios, sin las primicias del reino, ni puede esperar el reino celestial, a aquel a quien no se concede todavía reinar sobre sus propios miembros. Se sigue una voz que dice: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.Como si dijera más claramente: Mitiga los movimientos fieros de la voluntad, cuida de amansar esa bestia cruel. Atado te hayas. Procura desatar lo que de ningún modo podrás romper. Ella es tu Eva: no puedes, de manera alguna, hacer la violencia, ofenderla tanto, que llegues a apartarla de ti.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO VI
Representa vivamente la dificultad de la conversión y las luchas que sufre, el que desea volver en sí
He ahí de nuevo una voz que, desde las nubes, está diciendo:pecaste, cesa ya. Que es lo mismo que decir: ya rebosando la sentina, está apestando con intolerable olor toda la casa; empresa vana es querer limpiarla, mientras que no cesan de correr todavía, los horrores y querer hacer penitencia mientras que no desistes de pecar. Porque ¿quién aprobará los ayunos de aquellos que ayunan para litigios, contenciones e hieren impíamente con el puño y también se hayan en ellos las deleites propios? No es este el ayuno que apruebo yo, dice el Señor. Cierra las ventanas, tapa las rendijas, ciega los agujeros cuidadosamente. De este modo, no entrando horrores nuevos, podrás limpiar los antiguos. Juzga, entonces, el hombre, que fácilmente podrá cumplir lo que se le manda, como quien está todavía ignorante en la vida espiritual. ¿Quién me estorbará que yo mande con imperio a mis miembros? Ofrece ayunos a la gula, prohíbe el exceso de la bebida, manda que se cierren los oídos, para no oír las palabras de sangre, que se aparten los ojos para no ver la vanidad, que se extiendan las manos, no a la avaricia sino antes a la limosna. Quiere obligar al trabajo prohibiendo todo robo según está escrito: El que robaba no robe ya, sino más antes se ocupe trabajando con sus manos en cualquier obra útil para tener que dar al que pasa necesidad.
Sin embargo, cuando de este modo promulgamos leyes, a cada uno de los miembros, proponiendo sus decretos, súbitamente interrumpen ellos la voz del que les manda y claman todos juntos: ¿de dónde ha venido esta nueva religión? Tu mandas hacer como te parece: pero no faltará quien se oponga a esos nuevos decretos, quien contradiga a esas leyes nuevas. ¿Quién será ese? Dice. Y aún esa también, les responden: esa misma que yace paralítica en la casa, afligida con muchos tormentos. Esa misma es, por si lo ignoras, la que designastes para que obedeciésemos a sus concupiscencias. A esta voz se quedó pálido el miserable y enmudeció confuso, angustiándose en sí mismo su espíritu. En esto, no se detienen los miembros y se llegan a aquella su infelicísima señora para querellarse cruelmente de su señor y acusar de demasiado duro su imperio. Llora la gula, pues se vería obligada a la estrechez de la parsimonia. Se prohíbe el gusto inmoderado por la bebida. Se quejan los ojos de que tienen que derramar lágrimas y que se les niega su libertad licensiosa. Prosiguiendo, ellos, en estas y semejantes quejas, dándose por sentida y violentamente exacerbada la voluntad. ¿Es sueño o es fábula lo que contáis? Entonces, viendo la lengua tan oportuno tiempo de hablar, enteramente dice "así es", como habéis oído. También han tratado de intimidarme, diciéndome que me abstenga de fábulas y de mentiras y que, en adelante, nada hable que no sea serio o más bien absolutamente necesario.
Se levanta, pues, la vejezuela furiosa y olvidada de todo su mal, va con los espeluznantes cabellos, rasgado el vestido, desnudo el pecho, refregando las úlceras, rechinando los dientes y consumiéndose de rabia, infectando el aire mismo con sus hálitos pestilentes. ¿Qué mucho se confunde, si es que queda algo de razón en él, a tal encuentro y acontecimiento de la miserable voluntad? ¿Es ésta toda la fe de tu desposorio, y de este modo de compadeces de quien tanto padece? ¿Para esto dejaste de añadir más dolor sobre el dolor de mis llagas? Tal vez podía parecer que se debiese quitar algo del inmoderado razonamiento, pero si me quitas este dolor ¿qué me queda? Sólo este habías dado a esta triste enferma, y en qué modo estaban distribuidos todos sus obsequios, lo conocías en otro tiempo. Más, si ahora se te ha podido olvidar la triplicada malignidad de este pésimo achaque que nos atormenta, pero no a mi. Yo soy voluptuosa, soy curiosa, ambiciosa. De esas tres úlceras nada está sano en mi desde la planta del pie hasta la cabeza. Así, ya que es necesario hacer de nuevo mención de cada cosa, las formas y obscenidades del cuerpo están asignados al deleite. A la curiosidad la sirven los pies vagos y los ojos sin disciplina. El oído y la lengua obsequian a la vanidad, pues por medio de aquel engrasa mi cabeza el aceite del pecador. Por estas cosas sustituyo yo lo que a mi parecer han dicho los que me alaban. Me deleito en gran manera en recibir de otros y en referir, también, a los demás, cuando se presenta la ocasión mis propias alabanzas anhelando a ser ensalzada tanto por mi boca como por la ajena. A esta enfermedad, principalmente, suele también tu ingenio añadir varios incentivos. Por cierto, las manos que se mueven libremente hacia todas las partes no las empleamos en una cosa sola, sino que hacen sus servicios y lisonjean ya a la vanidad, ya a la curiosidad, ya al deleite. Con ser esto así, jamás pudieron, aún en sólo en una cosa satisfacerme. Porque ni se sacian los ojos de ver, ni se llenan los oídos con oír. Ojalá que, alguna vez, mientras estoy mirando, todo el cuerpo se hiciera ojos, o que cuando estoy comiendo, se convirtiesen en fauces todos los miembros. ¿Tu, pues, me quieres quitar ese poco de gusto que de cualquier modo que sea, ando yo mendigando? Así habló y, apartándose con indignación y furor esto dice: "por posesión mía defiendo y siempre lo defenderé".
Ya entonces, a la razón, la vejación misma le da conocimiento, ya se hace patente en algún modo la dificultad de este negocio; ya se desvanece aquella supuesta facilidad. Porque ve la memoria llena de suciedades. Ve que con mucha abundancia entran en ella más y más inmundicias; ve que las mismas ventanas, que estaban francas a la muerte, no se pueden cerrar del todo. Ve que todavía domina como superior la voluntad enferma, de cuyas úlceras había fluido toda la materia. Vese, últimamente, el alma a sí misma contaminada por su propio cuerpo, por sí misma. Pues es cosa del alma tanto la memoria infectada como la voluntad que la infecta. En fin, toda ella no es otra cosa que entendimiento, memoria y voluntad. Mas ahora el entendimiento está defectuoso, ciego en algún modo. No llegó a ver, hasta ahora, estas cosas. Debilitado enteramente puesto que, ni aún habiéndolas conocido, puede remediarlas. La memoria feísima y fétida. La voluntad, igualmente, lánguida, manando por todas partes sus horribles úlceras. Para que nada quede de cuanto hay en el hombre, el cuerpo mismo se mantiene rebelde. Cada uno de los miembros es una ventana por donde entra al alma la muerte y rebosa, insesantemente, la misma confusón.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO V
Que se debe sentir y sofocar ahora el gusano de la conciencia, y no fomentarlo y sustentarle, para que sea inmortal.
Para que volvamos a la voz de que hablábamos, nos es forzoso ciertamente, volver a entrar en el corazón. Aquí se encontrará el camino en que nos muestra su salud, aquel Señor que con tanto afecto de piedad convida a los pecadores a volver a él. Ni nos pese sentir ahora las mordeduras del gusano interior, ni alguna peligrosa delicadeza y perniciosa feminización del ánimo nos llegue a persuadir, que no hagamos caso de la presente molestia. Importa mucho, que el gusano sea sentido cuando todavía puede ser sofocado. Así pues, muerda ahora, para que mura y poco a poco deje de morder muriendo. Roa por ahora la pobredumbre para que royéndola la consuma y sea él consumido juntamente; no sea que comience a fomentarse para la inmortalidad. El gusano de ellos, dice, no morirá y el fuego no se apagará. ¿Quién podrá sostener el extremo rigor de aquellas mordeduras? Pues por ahora mitigan muchos consuelos el tormento de la conciencia, que nos acusa. Benigno es Dios, el cual no permite que seamos tentados sobre lo que podemos, ni permite que ese gusano nos haga guerra sin medida. Y especialmente en los principios de nuestra conversión unge con el aceite de la misericordia nuestras úlceras, para que no se eche de ver más de lo conveniente, ni lo grande de la enfermedad, ni lo difícil de la curación: y más bien entonces parece, que alegra el ánimo una cierta facilidad de obrar lo bueno que experimenta, pero que después desaparece, cuando teniendo ya ejercitados los sentidos, se permite que le presenten más fuerte combate, para que venza, y sepa que la sabiduría es más poderosa que todo. Entretanto, oyendo el hombre la voz del Señor:Volved al corazón prevaricadores, y hallando tan grandes fealdades en su interior aposento, procura considerar con atención todas sus cosas una por una, y explora con curiosa diligencia por donde pudieron entrar estas abominaciones. Fácilmente descubre el agujero o agujeros por donde entraron, el que con esmero lo registra todo. Ni se aumenta poco su dolor, cuando esta consideración averigua, que esta muerte entró por sus ventanas propias. Pues ve, que franqueó la entrada a muchas inmundicias, la licencia de los ojos, y dio libre paso a otras muchas el poco recato de los oídos, permitiendo lo mismo el deleite del olfato, del gusto y del tacto. Mas los vicios espirituales, de que arriba hicimos mención, con dificultad hasta ahora los examina y pesa como ellos son en sí el hombre carnal. Por lo cual sucede, que poco o nada siente unos pecados, que en realidad son más graves, ni tiene tan vivos remordimientos con el recuerdo de la soberbia y envidia, como con la memoria de las acciones enormes y facinerosas.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO IV
Que quien ama la maldad, aborrece su alma y su cuerpo y de la infructuosa penitencia después de la muerte.
Hará fuerza a alguno, quizás, aquello del salmo: el que ama la iniquidad aborrece su alma. Pero yo digo también, que aborrece su cuerpo. ¿Por ventura no lo aborrece, el que va adquiriendo cada día cúmulos de infierno para sí y atesora la ira de Dios a medida de su dureza y corazón impenitente en el día de la venganza? Sin embargo, este odio así del alma, como del cuerpo, no está en el afecto, sino antes del mismo. También aborrece su cuerpo el frenético, cuando sepultada la deliberación de la razón, trabaja en echar las manos contra sí mismo. Pero, ¿hay acaso más grave frenesí, que la impenitencia del corazón y la obstinada voluntad de pecar? Verdaderamente echa las malvadas manos contra sí mismo y no al cuerpo, sino al alma, despedaza y corroe. Si has visto a un hombre rascar las manos y restregarlas hasta hacerse sangre, has observado una imagen evidente del alma que peca. Cede aquel deleite al dolor y al prurito le sigue el tormento. Ni esto lo ignoraba él, sino que no hacía caso de ello cuando se rascaba. De este modo despedazamos, enconamos, las infelices almas. La gravedad es mayor cuanto más excelente es una criatura espiritual y mayor la dificultad en curarse. Tampoco hacemos esto con ánimo expreso de hacer daño al alma, sino adormecidos con un cierto pasmo de la insensibilidad interior. Pues, estando el corazón derramado, no siente los daños interiores, porque ni él está dentro sino quizás en el vientre o en un lugar más inoportuno y bajo. En fin, el corazón de unos está en los platos y el de otros en las bolsas. En donde está tu tesoro, dice, allí está también tu corazón. Mas ¿qué maravilla es, que no sienta su propia lesión el alma en modo alguno, si olvidada, y enteramente ausente de sí misma, se fue a una región remota? Tiempo llegará en que vuelta a sí misma, conocerá qué cruelmente, por una miserable caza, se sacó las entrañas a sí mismo. Pues ni aún eso podía sentir, cuando acechando con un insaciable deseo la vil presa de unas moscas, parecía tejer las redes, al modo de las arañas de sus entrañas mismas.
Pero sucederá, que volverá a sí misma, a lo menos después de la muerte, cuando las puertas todas del cuerpo, por las cuales acostumbraba salir a vaguear por fuera, y ocuparse inútilmente en esta figura del mundo que pasa, serán cerradas, para que precisamente permanezca en sí, no pudiendo salir por ninguna parte de sí misma. Mas esta vuelta, en verdad, será la cosa más triste y una miseria sempiterna, cuando podrá existir penitencia pero no hacerse penitencia. Porque donde faltare el cuerpo, no habrá acción alguna: en donde no hubiere acción alguna, tampoco se podrá dar alguna satisfacción. Por lo cual el tener penitencia, es ciertamente tener dolor, mas el hacer penitencia, es remedio del dolor. A quien ya entonces no tiene manos, no le será posible jamás levantar al cielo el corazón con las manos. Así, quien antes de la muerte no volviere a sí mismo, es necesario que permanezca en sí mismo eternamente. Pero ¿en cuál él mismo? Cual se haya hecho él a sí mismo en esta vida, se encontrará al salir de la misma. Algunas veces será peor pero mejor jamás. Tiene que volver a tomar este mismo cuerpo que ahora deja, pero no para penitencia, sino para penurias, pues entonces, sin duda, parecerá ser el cuerpo en alguna manera de la misma condición que el pecado, de suerte que, así como la culpa podrá ser castigada siempre, no pudiendo con todo eso ser expiada jamás, así nunca se acabarán los tormentos en el cuerpo, sin que pueda aniquilarse el mismo cuerpo en sus tormentos. Justamente pues, ejercerá su rigor una sempiterna venganza, porque eternamente no se podrá borrar la culpa ni la sustancia del cuerpo llegará a faltar jamás, para que igualmente jamás falte su aflicción. Hermanos míos, el que se llena de horror a la idea de estas cosas, se precave de ellas con tiempo. El que no hace caso, viene a caer en ellas.
SOBRE LA CONVERSIÓN: CAPÍTULO III
Como por la voz de Dios la razón de nuestra alma puede, como en un libro, percibir, reprender, juzgar y discernir todo lo malo que el hombre ha hecho.
Ni esperes oír de mi, que percibirá, que reprenderá, que juzgará y discernirá tu razón misma en tu memoria. Aplica los oídos a tu interior, vuelve hacia allí los ojos de tu corazón y aprenderás por la propia experiencia qué es lo que allí pasa. Pues nadie sabe lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre, que está en el mismo. Si la soberbia, la envidia, la avaricia, la ambición u otra peste semejante están escondidas, apenas podrás escaparte de este examen. Si la fornicación, la rapiña, la crueldad, el fraude, o cualquier otra culpa, tuvieron aquí entrada, no podrá ocultarse el reo a este juez interior, ni negará la verdad delante de él. Porque pasó velozmente el gozo del deleite inicuo y aquel gusto voluptuoso se acabó en breve, pero dejó impresas ciertas señales amargas en la memoria, dejó sus feos vestigios en ella. En este depósito se juntó, como en una sentina, toda abominación y fue a parar allí toda la inmundicia. Este es un volumen grande, en que están escritas todas las cosas con la pluma de la verdad que no duda. Ya el vientre sufre lo amargo de ellas, aunque al parecer habían deleitado con frívola dulzura las fauces en su breve tránsito. ¡Miserable de mi! mi vientre me duele. Pero ¿no me duele más el vientre de la memoria, en donde se juntó tanta pesadumbre? ¿Quién de vosotros, hermanos míos, si de repente viera este exterior vestido que le cubre, lleno de inmundas salivas y manchado con asquerosas suciedades, no se llenaría de horror, no se desnudaría de él con velocidad y no le arrojaría de sí con indignación? Pues quien se haya en tal estado, no ya sin vestido, sino bajo el vestido interior de si mismo, es preciso que sienta mucho dolor y se consterne cuando sufre de cerca la causa del horror. Porque de ningún modo, con la facilidad con que arroja su túnica, podrá arrojarse a sí misma el alma que está contaminada. En fin, ¿quién hay entre vosotros de tanta paciencia y valor, que si acaso (como se lee en María hermana de Moisés) viera su carne ponerse blanca en extremo con una repentina lepra, pudiera mantenerse con un ánimo conforme y dar gracias al Creador? ¿Y qué es esta carne, sino una corruptible túnica, con que estamos vestidos? ¿O qué se debe juzgar por todos los escogidos esta lepra corporal, sino la vara del paternal castigo y purificación del corazón? Allí , allí se encuentra la tribulación vehemente y justísima causa del dolor, cuando despertado del sueño del miserable deleite, comienza el hombre a percibir la lepra interior, que él mismo con mucho afán y trabajo buscó para sí. Pues, aunque ninguno aborrezca su carne, mucho menos podrá el alma aborrecerse a sí misma.
DE LA CONVERSIÓN. CAPÍTULO II
Que la voz de Dios se ofrece ella misma a todos, y representa el alma a sí misma, aunque no quiera.
Ni hay que fatigarse a la verdad para llegar a oír esta voz. Antes es trabajo el cerrar los oídos para no oírla. Sin duda esta misma voz se presenta de suyo. Ella misma se introduce y no cesa por ahora de dar golpes a las puertas de cada uno. En fin, cuarenta años, dice, estuve próximo a esta generación y dije: siempre yerran éstos en el corazón.Todavía está próximo a nosotros, todavía habla, y no hay acaso quien oiga. Todavía dice, estos yerran en el corazón. Todavía está repitiendo sus voces la sabiduría en las plazas: volved al corazón prevaricadores.En esta manera, sin duda alguna comienza Dios a hablar y estas son las palabras que se han hecho sentir antes en todos los que se convierten al corazón. Palabras, ciertamente, que no sólo hacen volver sobre sí al pecador, sino que desenvuelven, y despliegan cuanto hay en su interior y le ponen al mismo en frente de su rostro. Pues, no precisamente son voz de virtud, sino también rayo de luz, que anuncia a los hombres sus pecados, y al mismo tiempo ilumina lo escondido de las tinieblas. Pero ninguna diferencia hay entre esta voz interior y esta luz, siendo uno mismo el Hijo de Dios, y el Verbo del Padre, y el esplendor de la gloria y aún también la sustancia del alma, que a la verdad en su género es igualmente espiritual, simple, sin distinción alguna entre sentidos, sino toda ella (si es que se puede decir toda ella) es quien ve y oye. Porque ¿qué se hace con aquel rayo de luz o palabra interior, sino que se conozca a sí misma? Se abre ciertamente el libro de la conciencia, se revuelve toda la serie lastimosa de la vida, se despliega esta triste historia, se ilumina la razón y se presenta a sus ojos abierta y extendida su conciencia. Pero la una y la otra, esto es, la razón, y la memoria, no son tanto cosas del alma, como el alma misma. De modo que el alma misma en la que mira, y es mirada, colocada contra su rostro y forzada por unos violentos ministros, que son los pensamientos saludables, que pone Dios en su interior para asistir, por ahora, para ser juzgada en su propio tribunal. ¿Quién a la verdad podría someter este juicio sin zozobra? En mi mismo se turbó mi alma, dice el Profeta del Señor ¿y extrañarás tu, que no puedas ser puesto sin reprensión, sin turbación, sin confusión?
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