“Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. El grito,
que una fuerte tormenta en el pequeño lago de Galilea,
arrancó de los angustiados discípulos de Jesús, se ha repetido
infinidad de veces, todas las veces que los humanos se han
visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito
que resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se
da cuenta de nuestros trabajos y luchas. Jesús, como recuerda
san Marcos, después de dejar a la multitud que le había
escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago junto con
sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje,
es despertado por los discípulos sobresaltados por una
inesperada y violenta tempestad. De pie, Jesús se dirige al
viento y al mar y sobreviene una gran calma. El hecho era
insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión final:
“¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le
obedecen!”.
En la mentalidad del pueblo de Israel se entendía la
potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas
revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo
del mal, las tempestades y las olas evocaban las tentaciones
del justo. Jesús se impone con autoridad al viento y al mar: de
esta manera aparece como el Hijo de Dios, el salvador, que va
a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de
levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término
que utilizará después para hablar de la resurrección. La
tempestad calmada es una alusión al gesto definitivo de la
Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús
inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado,
el dolor y la muerte.
Pero no es éste el único mensaje de la tempestad
calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los
discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les
lleva a despertar a Jesús, cuya presencia en medio de ellos,
aunque dormido, no les bastaba. De ahí la recriminación de
Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En efecto,
no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los
signos y milagros, los discípulos demuestran una grave falta
de fe. No han entendido que la presencia de Jesús es garantía
suficiente de salvación, más aún, la desconfianza que
manifiestan indica cuanto les costará entender que la
salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas
y dificultades. Más aún, la salvación sólo podrá ser una
realidad en la medida que Jesús acepte la gran tentación, la
gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente con
Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la
tempestad calmada invita a una fe total en Jesús, una fe que
ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así
superar cualquier tipo de miedo y de angustia ante las
dificultades que amenazan arrollar nuestra misma existencia.
Y lo que se afirma del creyente hay que entenderlo
también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las
consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La
voz de la Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no
siempre es escuchada; más aún, su prestigio parece que vaya
debilitándose. No es de extrañar pues que, a menudo, nos
asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “
Maestro, ¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite
siempre la misma respuesta: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún
no tenéis fe?”.
El mismo mensaje lo encontramos en la segunda
lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha
recordado cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su
fe en el amor que Jesús ha manifestado muriendo en la cruz
por todos los hombres, para que tengan vida y la tengan en
abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a
vivir, no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que
todos los que, por el bautismo, han participado en la vida de
Jesús, se comporten de tal manera que dejen vivir en si
mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo
ya
sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.
Una vida semejante solo es posible en la medida en que
el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús,
misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues
de
conocer a Jesús no con criterios humanos sino entrando en el
misterio de la fe, de tal manera que su vida llegue a ser
nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y ser
en Jesús una criatura nueva.
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