lunes, 22 de junio de 2015

DOMINGO XII (Ciclo B)



         

   “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. El grito, 

que  una fuerte tormenta en el pequeño lago de Galilea, 


arrancó de los angustiados discípulos  de Jesús, se ha repetido

 infinidad de veces, todas las veces que los humanos se han 

visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito 

que resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se 

da cuenta de nuestros trabajos y luchas. Jesús, como recuerda 

san Marcos, después de dejar a la multitud que le había 

escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago junto con 

sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje, 

es despertado por los discípulos sobresaltados por una 

inesperada y violenta tempestad. De pie, Jesús se dirige al 

viento y al mar y sobreviene una gran calma. El hecho era 

insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión final: 

“¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le 

obedecen!”.

            En la mentalidad del pueblo de Israel se entendía la 

potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas 

revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo 

del mal, las tempestades y las olas evocaban las tentaciones 

del justo. Jesús se impone con autoridad al viento y al mar: de 

esta manera aparece como el Hijo de Dios, el salvador, que va 

a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de 

levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término 

que utilizará después para hablar de la resurrección. La 

tempestad calmada es una alusión al gesto definitivo de la 

Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús 

inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado, 

el dolor y la muerte.

            Pero no es éste el único mensaje de la tempestad 

calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los 

discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les 

lleva a despertar a Jesús, cuya presencia en medio de ellos, 

aunque dormido, no les bastaba. De ahí la recriminación de 

Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En efecto, 

no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los 

signos y milagros, los discípulos demuestran una grave falta 

de fe. No han entendido que la presencia de Jesús es garantía 

suficiente de salvación, más aún, la desconfianza que 

manifiestan indica cuanto les costará entender que la 

salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas 



y dificultades. Más aún, la salvación sólo podrá ser una 

realidad en la medida que Jesús acepte la gran tentación, la 



gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente con 

Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la 

tempestad calmada  invita a una fe total en Jesús, una fe que 

ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así 

superar cualquier tipo de miedo y de angustia ante las 

dificultades que amenazan arrollar nuestra misma existencia.

            Y lo que se afirma del creyente hay que entenderlo 

también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las 

consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La 

voz de la Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no 

siempre es escuchada; más aún, su prestigio parece que vaya 

debilitándose. No es de extrañar pues que, a menudo, nos 

asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “

Maestro, ¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite 

siempre la misma respuesta: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún 

no tenéis fe?”.

            El mismo mensaje lo encontramos en la segunda 

lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha 

recordado cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su 

fe en el amor que Jesús ha manifestado muriendo en la cruz 

por todos los hombres, para que tengan vida y la tengan en 

abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a 

vivir, no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que 

todos los que, por el bautismo, han participado en la vida de 

Jesús, se comporten de tal manera que dejen vivir en si 

mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo 

ya 

sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.




            Una vida semejante solo es posible en la medida en que 

el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús, 

misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues 

de 

conocer a Jesús no con criterios humanos sino entrando en el 

misterio de la fe, de tal manera que su vida llegue a ser 

nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y ser 

en Jesús una criatura nueva.

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