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“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas
y las mías me conocen a mí”
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Yo soy el buen Pastor, afirma hoy Jesús en el evangelio. El tema del pastor y del rebaño aparece a menudo en la Biblia, porque Israel fue siempre un pueblo de pastores y Jesús, para hacerse entender utilizó el lenguaje y las figuras que más respondían a la realidad de su pueblo. Así, con esta imagen Jesús quiere recordar que un pastor que se interesa por sus ovejas hace los posibles para defenderlas del lobo, evitando que éste haga estragos y disperse a las ovejas. Jesús se interesa por su rebaño, y busca una relación personal con cada una de las ovejas. No se trata de un simple conocimiento instintivo sino una relación personal, que desemboca en el amor, en la amistad.
Precisamente porque existe esta relación, llegado el caso, el pastor no duda en sacrificar su propia vida. Y Jesús precisa: “Doy la vida por mis ovejas, -dice-; nadie me la quita, la entrego libremente. Tengo poder para darla y para recuperarla”. Dado que la vida es lo mejor que poseemos, todos somos capaces de hacer imposibles para sobrevivir y continuar existiendo. Pero Jesús asegura que él da su vida, la entrega por nosotros, libremente, sin dudar, porque nos ama. El misterio de la cruz es misterio de amor, pues se dejó crucificar porque nos ama. Es ley de vida amar y ser amado. Todos deseamos que haya alguien nos ame, alguien en quien descansar, alguien para quien seamos algo más que un número o un instrumento. Cuanta gente va por el mundo mendigando amor o amistad sin lograr saciar esta ansia. Y he aquí que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos asegura: Yo te conozco, yo te amo y por ti, por todos vosotros, doy mi vida, libremente, sin dudar.
Por este amor que Jesús profesa a los humanos, san Pedro puede decir a los judíos que le echaban en cara la curación del paralítico: “Ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otra posibilidad de salvación sino en Jesús”. Los hombres pueden formular, al margen de Jesús de Nazaret, muchas teorías, sistemas, ideologías o doctrinas para mejorar el mundo y la sociedad, pero sólo Jesús es la piedra que Dios ha puesto como cimiento, sobre el cual todo tiene que ser edificado, descansar y permanecer.
Tratando de precisar un poco más el plan de Dios para con la humanidad, san Juan, en la segunda lectura, recuerda que somos hijos de Dios. Pero, saliendo al encuentro de las objeciones que una afirmación de este género puede suscitar, el apóstol precisa que esta realidad de ser hijos de Dios ahora aún no podemos comprenderla, pues aún no se ha manifestado lo que seremos. En efecto un día seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es. Este modo de hablar no deja de suscitar perplejidad. ¿Pueden repetirse estas palabras a quienes viven en la zozobra por falta de trabajo, a quienes desfallecen de hambre por el egoismo de unos pocos, a quienes les falta un techo donde cobijarse, a los que mueren cada día en tantos lugares del planeta, a los que ven sus cuerpos destrozados por implacables enfermedades, a quienes son víctimas de discriminaciones por razón de raza, de lengua o de religión? ¿Estas afirmaciones no serán una invitación a evadirnos de las dificultades y de los horrores de la vida más que un mensaje de salvación? Son muchos los que han naufragado ante este mensaje, difícil de entender para quien cree tener los pies bien asentados en la tierra en que vivimos y sufrimos.
La respuesta podemos encontrarla releyendo estos textos en el marco del resto de la Escritura. Jesús, la piedra angular, fuera de la cual no hay salvación, por quien hemos sido hechos hijos de Dios, que se declara el buen pastor que da la vida por los suyos, a los que conoce y ama, es el mismo que nos invita a dar la vida por los hermanos siguiendo su ejemplo, que nos recomienda practicar la justicia y la verdad, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos. Es el mismo que nos invita a trabajar por la paz, a tener el corazón limpio, a ser pobres de espíritu. Urge abrir el corazón a las enseñanzas del evangelio para poder alcanzar lo que se nos promete y poder entrar en el Reino que Jesús nos ha preparado con su muerte y su resurrección.
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