domingo, 19 de abril de 2015

CAMINO CISTERCIENSE




Posted: 18 Apr 2015 09:43 AM PDT

            " Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
 Palpadme y daos cuenta de que un fantasma
 no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo."

          Se presentó Jesús en medio de sus discípulos, que llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Después les abrió el entendimiento para entender las Escrituras. Acabamos de escuchar el relato que el evangelista San Lucas ha conservado de la primera aparición del Resucitado a sus discípulos. Aquellos hombres sencillos no aceptaron sin dificultad la nueva realidad, manifestando primero un miedo que después se transformó en sorpresa, pues no acababan de creer por la alegría que embargaba sus corazones. Jesús viene en su ayuda, les muestra sus llagas, se deja tocar, e incluso come ante ellos. La intención del evangelista no es presentar un hermoso relato de un gozoso encuentro con el amado Maestro, sino preparar a los discípulos para la obra que les estaba reservada, la de ser testigos de la resurrección de Jesús. Para poder llevar a término esta misión, ante todo debían estar convencidos de la realidad pascual, es decir de la identidad entre el Crucificado y el Resucitado.

            Porque la resurrección de Jesús es la gran intervención de Dios en la historia de la humanidad para llevar a cumplimiento las promesas que desde antiguo había hecho a su pueblo para ofrecerle la verdadera vida. Por esto Jesús, además de mostrar su cuerpo resucitado, se dirige a las mentes de los apóstoles y les explica las Escrituras, la ley de Moisés, los profetas y los salmos para que comprendan que todo lo sucedido había sido ya anunciado, y formaba parte de las promesas y del designio salvador de Dios. En efecto, si nosotros somos cristianos lo somos porque creemos y confesamos que Jesús murió en la Cruz pero después resucitó de entre los muertos. Precisamente por esto, el apóstol san Pablo, escribiendo a los corintios, no dudará de afirmar que si Jesús no ha resucitado, nuestra fe es vana, y en consecuencia, si esta resurrección no es verdadera y auténtica, resulta que somos los más desgraciados de los hombres y vivimos aún bajo el peso de nuestros pecados, sin esperanza de futuro.

          Hoy, la primera lectura ha evocado un fragmento del discurso de san Pedro a los judíos recordando cómo el Dios de Israel, el Dios de los Padres es el autor de la glorificación de su Hijo, el Siervo fiel y obediente, que los suyos habían negado como Mesías y lo habían entregado a la muerte. Mataron al autor de la vida y dieron libertad a un homicida, afirma el apóstol, y lo hicieron por ignorancia pero precisamente su ignorancia sirvió para que se cumplieran los designios de Dios, y así podemos gozar con los frutos de la redención. Pedro invita a sus oyentes y también a nosotros, al arrepentimiento y a la conversión, prometiendo el perdón de todos los pecados.

          Es posible que sorprenda, en medio de la alegría pascual, la insistencia en el recuerdo de los pecados de los hombres, de nuestros pecados. Pero precisamente ahí está la importancia del mensaje pascual. La resurrección de Jesús, su victoria sobre la muerte, no es una simple leyenda hermosa, ni una evasión de la realidad en que vivimos. Cada uno de nosotros conoce su propia historia, sus contradicciones interiores, sus combates entre el bien y el mal. Y si miramos el mundo en que vivimos podemos constatar el cúmulo de egoísmos, ambiciones, injusticias y violencias que oprimen a la humanidad, que arrancan lágrimas y quejas, que son fuente de dolor y sufrimiento. Y toda esta realidad, nos dice la Escritura, es consecuencia de aquella actitud de los humanos que llamamos “pecado”, que no es otra cosa que un acto de desobediencia al amor y a la voluntad de Dios.


          Por esto, san Juan, en la segunda lectura, ha insistido en que Jesús, el Resucitado, en cuanto es víctima de propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, está ante el Padre intercediendo por nosotros. Si aceptamos como auténtica esta realidad, si confesamos que conocemos a Jesús, se impone una decisión: hemos de evitar el pecado, hemos de guardar los mandamientos. Aceptar a Jesús resucitado lleva consigo una unión estrecha entre fe y acción, entre creencia y vida. Unicamente así sabremos que conocemos en verdad a Dios y a Jesús, si permanecemos unidos a él en íntima comunión de amor y obediencia.
Posted: 11 Apr 2015 02:24 AM PDT


           ¡Porque me has visto Tomás, has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. El evangelio de san Juan recuerda hoy las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, sin ocultar las dudas de Tomás. Este apóstol, ausente en la primera aparición, exigía para creer el tocar con sus propios dedos las llagas del crucificado, y cerciorarse así de la realidad de la resurrección. Jesús no toma a mal la dificultad de Tomás, no duda en venirle al encuentro, invitándole a palpar sus llagas. Esta condescendencia arranca obtiene la conocida confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. Comentando en sus homilías este pasaje, el Papa San Gregorio Magno dice que las dudas de Tomás son una ayuda para nuestra fe vacilante, para tomar en serio el mensaje de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Pero las palabras de Tomás son algo más que una manifestación de sorpresa ante el Resucitado. Tomás fue testigo de la resurrección de Lázaro, pero sabe distinguir muy bien entre lo sucedido a Lázaro y lo que significa la presencia de Jesús resucitado. No se trata de la reanimación de un cadáver sino de una presencia nueva, que permite adivinar una realidad que va mucho más allá de lo que los hombres podían esperar. Por esto no duda en proclamar que Jesús es Señor, el Mesías, el Cristo o Ungido del Padre, que es el Hijo de Dios, en su sentido pleno, es decir que es Dios.

La misma fe de Tomás la confirma el apóstol Juan cuando afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que vino con agua y con sangre, aludiendo así concretamente a la lanzada que infligieron a Jesús en la cruz, de cuya herida brotaron sangre y agua, que la tradición interpreta como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, por los cuales entramos en estrecha comunión de vida con Jesús resucitado. Porque el hecho de la resurrección supone un cambio profundo en Jesús, pero también en todos los que creemos en él. Por esto el apóstol  continua: “El que cree que Jesús es Hijo de Dios, vence al mundo”. El que participa en la victoria de Jesús resucitado recibe la fuerza para vencer el mundo, para poder vivir sin miedo ni temor. Y ésto, según san Juan, porque el que cree que Jesús es el Cristo nacido de Dios llega a ser en verdad hijo de Dios, y, en consecuencia, demuestra que ama a Dios cumpliendo sus mandamientos.

Cumplir los mandamientos. He aquí un punto delicado que crea dificultades. El apóstol Juan asegura que los mandamientos no son pesados. Y no lo son porque los mandamientos, en la perspectiva del evangelio, sólo se pueden entender y aceptar desde una perspectiva de amor. El que ama cumple los mandamientos, así como el amigo, el amante, busca libremente como expresión de cariño el bien de la persona amada.

Sería empobrecer el mensaje de la resurrección reducirlo a la observancia fría y escrupulosa de determinadas reglas o normas. El que vive en el ámbito del resucitado entra en una dimensión nueva, cambia parámetros. Es lo que Lucas trata de esbozar en la primera lectura de hoy, al describir, de manera bastante idealista, la primera comunidad de Jerusalén. Aquella gente, dice Lucas, se tomó tan en serio el mensaje de la novedad de Jesús resucitado que todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían lo ponían a disposición de los apóstoles que lo distribuían según lo que necesitaba cada uno. Para concluir diciendo que Dios los miraba a todos con mucho agrado.

El ideal trazado por Lucas, el hecho de la resurrección de Jesús debería invitarnos a revisar nuestro modo de pensar, de hacer, de vivir, para dejar nuestros egoísmos y abrirnos al amor y al servicio de todos los hermanos, de modo que los que no creen, al vernos deban reconocer que Jesús ha resucitado verdaderamente por que hay hombres y mujeres que viven ya una vida nueva.










Posted: 04 Apr 2015 12:42 PM PDT
       

  ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. En la tarde del viernes santo, mientras los discípulos se  dispersaban ante la cruz en la que agonizaba Jesús, unas mujeres habían mostrado su fidelidad quedando junto a María al pie del patíbulo. La misma fidelidad las lleva en la mañana del primer día de la semana a prestar un último homenaje al crucificado, pero  al entrar en el sepulcro encuentran a alguien les dice que el crucificado ha resucitado y que han de comunicar a los demás discípulos que va por delante de ellos a Galilea. Marcos deja entrever la sorpresa, más aún, el espanto que la noticia produce en aquellas mujeres, que salen corriendo, hasta el punto de que, como atestigua Marcos, no son capaces de comunicar por el momento, el encargo recibido del ángel.

          La buena nueva de Jesús no es algo que el espíritu humano puede aceptar sin quedar profundamente desconcertado. Es necesario callar, permanecer en el silencio y esperar que Dios ilumine para alcanzar la verdad, y poder después actuar de acuerdo con ella. En esta noche pascual, en el ambiente de fiesta y de alegría de esta gran vigilia, se nos invita a escuchar el anuncio pascual: El Señor ha resucitado, anuncio de vida renovada en nuestras relaciones con Dios y con los hermanos. Con los signos del fuego nuevo y de la luz del cirio, hemos saludado a Aquel que es la luz verdadera que brilla en la tiniebla y alumbra a todo hombre.

          A la luz de Cristo resucitado, hemos escuchado unas páginas de la Escritura que subrayaban algunos momentos y aspectos de la historia de la salvación, que pueden ayudarnos a ser más conScientes de la voluntad salvadora de Dios que, a través de los tiempos, ha ido preparando la victoria pascual de Cristo.

Empezando por el relato de cómo la Palabra creadora de Dios, por medio de su Espíritu, fecundaba el universo y daba vida al hombre, siguiendo por el ejemplo del patriarca Abrahán, el hombre que creyó en la palabra de Dios, que esperó contra toda esperanza, hasta el acontecimiento del paso de Israel por mar Rojo, se nos ha introducido en las intervenciones de Dios en bien de la humanidad.
          Las lecturas de los profetas Isaías, Baruc y Ezequiel confirman que Dios no ha cesado nunca de manifestar su amor, que va más allá de cualquier limitación y que se ha concretado en la alianza ofrecida a los hombres por Dios, alianza que en Jesús ha llegado a ser la alianza nueva y eterna.

          La noche de Pascua es el lugar apropiado para recordar, como decía san Pablo, la relación entre la resurrección de Cristo y nuestro renacimiento espiritual. El bautismo realizó en su día nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús, realidad que hemos de demostrar cada día viviendo vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido.

          Hoy la liturgia invita a renovar nuestras promesas bautismales, las que el día de nuestro bautismo hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos, renunciando de nuevo al pecado y a las seducciones del mal, para reiterar nuestra fe en el Dios Uno y Trino. Olvidando nuestro pasado, podemos aprovechar esta oportunidad para responder con decisión a la llamada de Dios e iniciar una vida nueva.


          Nosotros no hemos podido ver con nuestros ojos carnales al Señor resucitado, pero hemos de saber reconocerlo al partir el pan, según lo que Jesús dijo a su apóstol Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto”. De esta manera la celebración de la victoria pascual de Jesús puede significar una renovación del espíritu, una fe más ardiente, para ser testigos del Señor resucitado, anunciando con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, que Jesús ha vencido la muerte y vive para siempre.

Posted: 04 Apr 2015 01:46 AM PDT

TE ADORAMOS OH CRISTO Y TE BENDECIMOS
 PORQUE POR TU GRAN  BONDAD REDIMISTE AL MUNDO

        ¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa Y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido Y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, Y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: "Salid", y a los que estaban en tinieblas: "Sed iluminados", Y a los que estaban adormilados: "Levantaos."

Yo te lo mando: Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado, por ti, de cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te sacará del sueño de la muerte. Mi lanza ha reprimido la espada de fuego que se alzaba contra ti.

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios.

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos.»

Homilía anónima en el gran Sábado Santo




Posted: 03 Apr 2015 01:49 AM PDT
   
“Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para las judíos, necedad para los paganos”. Estas palabras de san Pablo pueden resumir el sentido que para los cristianos tiene la celebración del Viernes Santo, que no es otro que el deseo de venerar a Jesús que, por amor nuestro quiso ser clavado en la cruz, ser escándalo y necedad para muchos, pero también salvación y fuerza para todo el que cree en él. Hoy, para recordar la muerte del Salvador, después de haber escuchado el relato de la Pasión, veneramos la Cruz, patíbulo y a la vez trono glorioso de Jesús, que elevado, nos atrae a todos hacia él.

            La Pasión según san Juan nos hace acompañar a Jesús en su camino doloroso desde el Huerto hasta el sepulcro, subrayando sobre todo el ángulo de victoria y triunfo más que el aspecto de sufrimiento y humillación. En la escena del huerto de los Olivos, el evangelista subraya la libertad soberana del que se entrega, el mismo que puede hacer caer en tierra a sus mismos perseguidores, al decir de si mísmo: YO SOY, es decir atribuirse el nombre que Dios comunicó a Moisés en la teofanía del Sinaí. En su coloquio con Pilato, no ha dudado en afirmar su realeza mesiánica, cambiando los papeles y demostrando que es él, Jesús el verdadero juez, y que los juzgados, pero no condenados, son todos los demás. La presencia de María al pie de la Cruz y las palabras del Hijo a su Madre, han recordado que está empezando el reino de Jesús, la nueva creación, en la cual no falta una mujer, llamada a ser la Madre de todos, y que, al contrario de Eva, será fiel a su vocación. Por fin, Jesús, desde la Cruz anuncia que su obra está cumplida: y entregando su Espíritu, el mismo que estuvo presente en su concepción, que se posó sobre él en el bautismo de Jordán, que le acompañó en su ministerio, y que, después de su resurrección, dará a todos los que crean en él, como signo de que han llegado los tiempos mesiánicos, anunciados por el profeta Joel.

            La historia de la Pasión está encuadrada entre dos textos que completan la presentación de la oblación del Hijo de Dios hecho hombre. La palabra del Profeta en la primera lectura, ha evocado las vejaciones progresivas hasta llegar a la muerte de un personaje que la tradición ha llamado el Siervo de Yahvé. Con su aceptación generosa transforma su suerte en sacrificio expiatorio que puede dar a los hombres la verdadera justicia y llevar a término el designio de Dios de salvar a todos. El sufrimiento del Siervo de Yahvé, de modo semejante al modo como Juan ha recordado la Pasión, lleva hacia una visión positiva, anuncia una luz, una salvación para mucha gente.

            En la segunda lectura se nos ha hablado del hombre Jesús, el cual, en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas. El autor de la carta a los Hebreos, evoca la obra de Jesús en términos sacerdotales y sacrificales y le presenta como el Pontífice definitivo, que entrando en el santuario del cielo, obtiene la salvación eterna para todos los que le obedezcan.

            Como respuesta a este amor que Dios manifiesta a toda la humanidad en la Pasión de su Hijo, tendrá lugar la plegaria universal, de la que nadie quedará excluído: creyentes e incrédulos, cristianos y miembros de otras religiones. La solemne plegaria del Viernes Santo ha de hacernos sentir en verdad católicos, universales, superando los estrechos límites de nuestro habitual egoísmo.


            Hoy se termina la celebración participando al Pan eucarístico consagrado en la Misa de la Cena del Señor que celebramos ayer. Al recibir la Eucaristía reafirmamos nuestra comunión con Aquel que ha llegado a ser el Sacerdote de la Nueva Alianza, por medio de su obediencia al Padre, llevada hasta la muerte, que ha de ayudarnos a mantener firme la profesión de nuestra fe cristiana, y a preparnos para una provechosa celebración de la noche de Pascua.
Posted: 30 Mar 2015 08:40 AM PDT

1. La liturgia en nuestra vida cisterciense hoy

Tradicionalmente, los monasterios han desempe­ñado un papel de primerísimo orden en la historia del movimiento litúrgico occidental, tanto por la elaboración y difusión de documentos, como por la doctrina litúrgica transmitida. En este sentido, son los benedictinos quienes ocupan un lugar preeminente en el campo de la restauración litúrgica; mas todas las órdenes constatamos que vivimos en otro mundo y en una situación muy diferente a la de las generaciones que nos precedieron.

La formación litúrgica, a lo largo de los siglos, nos ha ido aclarando ideas, y las mentalidades han evolucionado bastante en algunos momentos de la historia. Esto no ha sido fácil.

Como hemos visto ya, ha habido épocas en nuestra historia en que el interés por la liturgia ha sido tal, que cualquier otro elemento constitutivo de la vida monástica quedaba desplazado a un plano mucho más inferior del que San Benito quería, rompiendo así el equilibrio que observamos en su Regla. Con el paso del tiempo la espiritualidad se ritualizó tanto, que el culto llegó a ser la única escuela del servicio de los monjes, y así, éstos, descargados de los trabajos domésticos, pudieron dedicarse totalmente a la absorbente tarea de la celebración litúrgica.

Las ideas a renovar se fueron aclarando poco a poco, pero a costa de años de esfuerzos, y no hubiera sido posible la renovación litúrgica si no se hubiera producido un cambio de mentalidad, aunque fuera lentamente.

La reforma litúrgica imprime un sello característico a la vida de la Iglesia en nuestro tiempo y, como consecuencia, a la vida monástica, pues a ritmos de vida diferente han de responder también distintos ritmos de respiración orante. De ahí los matices que reviste el hecho litúrgico celebrado en una época de la historia o en otra, así como en una comuni­dad apostólica o en una asamblea de contemplativos, etc.

El Concilio Vaticano II ha desencadenado y realizado un “aggiornamento” de la vida religiosa -y precisamente en el campo litúrgico- como no se había visto jamás en el curso de los dos milenios de la historia de la Iglesia. Ha sido, sin lugar a dudas, la reforma litúrgica más radical de toda la historia. El Concilio Vaticano II ha llegado a una visión nueva, más profunda y esencial de la liturgia, precedida por notables trabajos del Movimiento bíblico, patrístico y litúrgico del siglo XX, y también por la renovación de la teología. Esta reforma la ha expuesto en la Constitución sobre la LiturgiaSacrosanctum Concilium (de la que hemos hablado al principio). En ella encontramos los dos mayores criterios para la renovación de la liturgia de la Iglesia: fidelidad a los orígenes, a la “sana Tradición”, y a la vida concreta de cristianas y cristianos en el mundo de hoy[1].

Después del concilio, en nuestros monasterios la liturgia ha sido fundamentalmente renovada en el curso de los últimos 35 años. El patrimonio litúrgico secular de nuestra orden fue profundamente modificado: el latín fue reemplazado por la lengua vernácula y el esquema benedictino del oficio casi abandonado.

La obra de renovación ha conducido a una colaboración entre los monasterios, a nivel regional e interregional,  y entre las órdenes monásticas. El más bello fruto de este ecumenismo cisterciense en la liturgia es el Ritual Cisterciense, aparecido en 1998, aprobado por el Capítulo General de cada una de las Órdenes y por la Santa Sede.

De los cuatro principios de la reforma litúrgica de los primeros cistercienses, han quedado en vigor dos: la simplicidad y la autenticidad (pero no siempre ni en todos sitios).

Hoy tenemos una liturgia renovadavivientefácilmente comprensible y realizable. Aunque la reforma litúrgica que nos pedía el Concilio Vaticano II está terminada, nos queda profundizar las celebraciones litúrgicas, los textos y los cantos, y penetrar principalmente en el espíritu de la liturgia, tal como nos la describe la Constitución SC. Para este fin es indispensable una sólida formación litúrgica en el comienzo de la vida monástica, y a lo largo de toda la vida, como un trabajo permanente. Disponemos hoy de excelentes manuales y libros que tratan de todos los campos y aspectos de la liturgia, y de revistas litúrgicas para la formación litúrgica.

Al ser un acontecimiento y obra de naturaleza teológica y comunicativa-dialogal, la liturgia reviste numerosos aspectos: antropológico, sociológico, bíblico, teológico, patrístico, histórico y otros. Estos aspectos son para tomarlos en consideración y profundizarlos. La dimensión antropológica de la liturgia ha atraído la atención estos últimos años: la liturgia como acto de comunicación, como acción expresiva y simbólica. La visión teológico-espiritual de la liturgia y de su celebración que más interesa a los monjes/as, “profesionales de la liturgia”, como por ejemplo, la Teología de las Horas, ocupa un amplio lugar en nuestra vida.

El “aggiornamento” de la vida cisterciense que ha seguido al último concilio condujo a redefinir el lugar y la significación de la liturgia a nuestras órdenes, para nosotros hoy, y ha tenido que repensar el equilibrio entre la liturgia, la lectio y el trabajo. 

II.  TEOLOGÍA DE LA LITURGIA MONÁSTICA

1. La liturgia sigue siendo oración hecha arte

Los monjes, ya de madrugada, cuando los primeros rayos de la aurora se filtran a la iglesia por los rosetones o ventanas, inundándola con una miríada de colores, estarán uniendo sus voces a las de los coros de los ángeles y haciendo resonar el eco de sus alabanzas al Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.

El silencio contemplativo del monasterio, entrelazado con los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio Divino – como decía San Gregorio de Nacianzo: la alabanza es hija del silencio-, ha ido haciendo germinar continuamente los cambios, siempre sorprendentes, en la vida cristiana de todos los tiempos.

En todo esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios: Él nos habla y nosotros le hablamos a Él. La belleza del culto, la calidad y el esplendor del canto y de los ornamentos litúrgicos, o el cumplimiento estricto de las rúbricas, todas estas cosas tienen como fin despertar en el monje y en los fieles el asombro y suscitar la contemplación de la majestad divina.

La liturgia hemos de celebrarla dirigiendo la mirada a Dios, en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres[2].

Las “acciones espirituales”, que son representaciones litúrgicas, piden al monje la misma apertura del alma, la misma atención, hecha de deseo e impregnada de humildad, que tuvo en la lectio divina, en donde Dios se comunica con él. Lo que los conceptos y las palabras son impotentes de expresar, Dios mismo lo manifiesta por símbolos. Las manifestaciones litúrgicas están llenas de palabras, ornamentos y ceremonias simbólicas que requieren de nosotros, ayudados de la luz divina, inteligencia espiritual apta para comprender el sentido oculto de esas acciones sagradas: cantos, himnos, luminarias, que no son de suyo un fin.

Todo ha de ser un concierto sublime de armonía; nada falta y nada sobra. La obra de Dios es grande y maravillosa, pero es infinitamente más grande y maravilloso ese Dios para el que cantamos salmos. ¡Nos vemos tan pequeños al abismarnos en Su grandeza! Y para adentrarnos en el abismo de Su grandeza, de Su belleza y del amor insondable e infinito de Dios, necesitamos del misterio eucarístico.

El candidato a la vida monástica puede ser atraído por la calidad de la celebración litúrgica, su gusto estético puede sentirse satisfecho. Pero San Benito advierte que el Oficio Divino es también un “pensum servitutis[3], un ejercicio oneroso. No se trata de dejarse mecer por cualquier fervor ambiguo, sino -como vuelve a decir San Benito- “que la mente concuerde con los labios”[4], esto es, que la persona, en su mente y en su corazón, se comprometa con su actividad bucal[5].

Por otra  parte, el Opus Dei no se reduce sólo a la liturgia; tener celo por el Opus Dei, es convertirse en “cooperador de Dios”, con toda su vida en la obediencia[6].

Como bien dice Thomas Merton:
“La liturgia es la gran escuela de oración de la Iglesia, que no es simplemente una cuestión de arte, canto y simbolismo, sino que va mucho más allá. En la liturgia, Cristo mismo, por el Espíritu Santo, ora y ofrece un sacrificio en su cuerpo que es la Iglesia. La participación activa en la liturgia es, por tanto, mucho más que un mero cumplimiento exacto de rúbricas y gusto estético; es incluso más que la comprensión y aplicación espiritual de los grandes textos inspirados. Es una participación mística en la oración y sacrificio de Jesucristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán y sumo sacerdote de la nueva creación.
Cuando celebramos la Sagrada Liturgia, Cristo ora en nosotros, y su Espíritu adora y ama en nosotros. La luz para entender lo que cantamos y estamos haciendo, la recibimos sobrenatural­mente del Espíritu Santo. Su gracia nos transformará en Cristo, de tal manera, que en lo más íntimo de nuestras almas comenzamos a asemejarnos a Cristo, y nuestros corazones participan en el amor y en la entrega con que Él mismo, en la tierra, se ofreció al Padre por los pecados del mundo”[7].

Y con palabras del Beato Rafael Arnáiz:
Alrededor del Sagrario gira toda la actividad del monje cisterciense; los Oficios divinos en el coro no cansan nunca; las horas que se pasan en la iglesia parecen minutos…La fe nos dice que estamos alabando a Dios, y Dios está allí, muy cerca, a unos pasos en el Sagrario… ¡Qué sabe el mundo lo que es una Trapa! Yo cada vez le doy más gracias a Dios de mi vocación y le pido que me lleve de Venta de Baños al cielo, para allí, ya cara a cara con Él, como decía Santa Teresita, poder seguir cantando[8].

2.  La liturgia: escuela de vida en común

Hablar de la liturgia no es afrontar un aspecto más -al lado de otros- de la vida en común, sino reconocer su carácter, también aquí, de fons et culmen, según la bella expresión de la Constitución del Concilio Vaticano II[9]. Al calificar a la liturgia, nos da ya la idea de una realidad que está en el origen y, a la vez, es condición indispensable para un desarrollo en madurez de la vida comunitaria.

Romano Guardini señaló con fuerza, a principios de este siglo, en su obra El espíritu de la liturgia[10], cuando declaraba que la liturgia no tiene “objeto”, no tiene finalidad práctica, no es un medio, ni una etapa para conseguir una noble meta que está fuera de ella; su “fin” está en sí misma y el motivo de ello es que la liturgia mira a Dios, es contemplación de su gloria, por lo cual el auténtico sentido de la liturgia consiste en el hecho de que el alma esté delante de Dios, se expanda delante de Él, penetre en su vida, en el mundo santo de las realidades, verdades, misterios, signos divinos, y asuma su real y verdadera vida.

“En la liturgia el hombre no se mira a sí mismo, sino a Dios; hacia Él dirige su mirada. En ella el hombre no debe tanto educarse, como contemplar la gloria de Dios”[11]. Es por ello que la liturgia “moraliza” un poco. “En ella el alma se forma, pero no a través de una elaborada doctrina de la virtud o de un ejercicio sistemático, sino viviendo en la luz de la eterna Verdad, en el orden genuino, naturalmente y sobrenaturalmente sano”[12].

Hay que agradecer al Papa Juan Pablo II su magisterio cuando escribió, con ocasión de los veinticinco años de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium: “Tenemos que hablar de una profundización cada vez más intensa en la liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, sobre todo, como un hecho de orden espiritual”[13]. Porque la liturgia es, antes que nada, un hecho de orden espiritual; la praxis litúrgica será siempre el termómetro más fiable para medir el grado de vida espiritual en nuestras comunidades y, por extensión, en la Iglesia toda.

3. Los monjes encargados por la Iglesia, también hoy, de mantener viva la oración de Cristo

La Iglesia delega, de modo particular, en las comunidades monásticas, el honor y la obligación de mantener en la tierra el himno de alabanza que el Verbo introdujo en el mundo al encarnarse, y del que Jesús hizo depositaria y responsable a la misma Iglesia

“…Tal como demuestran toda la tradición monástica y las disposiciones de la Iglesia, los monjes están llamados, de modo especial, a continuar en la Iglesia la oración de Cristo, ya sea en la celebración de la Misa y del Oficio Divino -que, necesariamente, ha de ocupar el primer lugar en su vida-, ya sea en las demás formas de oración, la cual debe empapar toda su vida”[14]

La especial vocación de los monjes, dentro de la comunidad cristiana, justifica que hayan recibido un especial encargo de ser comunidad orante, así como también se supone que son unas personas que están más al servicio de los demás, que ponen más empeño en la misión evangelizadora de la Iglesia y buscan una fraternidad más testimonial; también, en cuanto a la oración, se les pide que sean ejemplares.

El monje presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y todo su cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo le dejó como preciado botín de su victoria. El monje es, en manos de la Iglesia una especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición, continúa la obra de Cristo: glorificar al Padre, salvar al hombre.

Por ambas razones: porque la liturgia es la fuente primera de salvación, el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en Cristo y para el diálogo con Dios, que ha venido a buscar al monasterio; y porque la Iglesia le ha elegido para cantar en su nombre el Cántico nuevo, el monje se siente gozosamente obligado a dedicar lo mejor de sus energías y de su tiempo e ilusión a celebrar la liturgia.

Una comunidad monástica es como una Iglesia en pequeño: fraterna, misionera, llena de esperanza, liberadora; pero también una comunidad orante, más intensa y significativamente orante -en particular con la Liturgia de las Horas-, aunque también entren en su jornada y espiritualidad otras modalidades de oración, tanto personal como comunitaria. “Del mismo modo que la vocación es una gracia de Dios, así nuestra posibilidad de orar no nos viene de nosotros mismos, sino del Espíritu Santo, por el cual clamamos: Abba, Padre. Con la frecuencia de los sacramentos y, de modo especial, en la celebración cotidiana de la Eucaristía, va aumentando asiduamente en nosotros la vida de la gracia, y nuestra oración se une sacramentalmente a los actos salvíficos de Cristo”[15].

El Concilio había apuntado en esta dirección cuando afirmó que los religiosos “deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las genuinas fuentes de la espiritualidad cristiana”[16]. Aunque no se nombrara entonces todavía de modo explícito la Liturgia de las Horas (eso se vio con mayor claridad en la evolución posterior), sí se decía que, sobre todo las comunidades contemplativas, “ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanzas”[17].

No se entiende una comunidad de personas consagradas a Dios sin que sea una comunidad orante, como una fotografía en pequeño de lo que es y quiere ser toda la Iglesia: abierta a Dios y a su Palabra, dedicada a la caridad, pero también a la alabanza de Dios y a la intercesión orante por todo el mundo.

La acción litúrgica es la expresión del misterio central de la economía redentora: el misterio de Cristo.

La Iglesia ha insertado sus momentos de salvación en las unidades del tiempo cósmico: año, semana, día, hora. El monje es convocado varias veces durante el día y durante la noche para, en unión con sus hermanos, celebrar estos tiempos. En las “Horas” -y de modo eminente en la Eucaristía- recibe la visita del Señor. Cada “Hora” es para el monje un acontecimiento pascual, un paso por su vida del Señor resucitado, una entrada en contacto con el misterio de Cristo y, en Cristo, con los coros celestiales y con los hombres que luchan aún sobre la tierra. Y para la comunidad son los momentos en que ésta se constituye en Ecclesia orans.

El Opus Dei monástico es la actividad privilegiada en un monasterio cisterciense; es, además, el elemento más característico de su espiritualidad. Una espiritualidad objetiva que, mediante la celebración litúrgica, actualiza cíclicamente la Historia de la Salvación, así como una espiritualidad dialogal y contemplativa, que se actualiza principalmente en la oración, mediante la Palabra de Dios, y continuando con la oración silenciosa por la que el monje es conducido a la contemplación, cara a cara y cada vez más intensa, de la Gloria de Dios, hasta ser transformado en su imagen con resplandor creciente”[18]. Una espiritualidad que tiene como meta la revelación al mundo del amor de Dios y que es espiritualidad de comunión. Por esta razón, el monje manifiesta, efectivamente, la autenticidad de su vocación “si es solícito para el Opus Dei[19], si consiente en matricularse en la “escuela del servicio divino”[20], en la que asistir al Opus Dei es un privilegio y fuente de vida, y no una obligación.

Y para vivir en medio de los hombres, amando como Cristo nos ama, como amaron los santos testigos de Cristo, para vivir con este amor cristiano que es don de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, necesitamos de la EucaristíaSacramentum Caritatis, como la ha llamado el Papa Benedicto XVI[21]. De ahí brotará todo el dinamismo de caridad, con el que celebraremos bien la liturgia y la viviremos con coherencia.

Cada vez son más los cristianos que sintonizan con la afirmación del Concilio Vaticano II: “Ya que ellos -los contemplativos- ofrecen a Dios el excelente sacrificio de la alabanza, enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad, arrastran con su ejemplo y dilatan las obras apostólicas con una fecundidad misteriosa; de este modo, son el honor de la Iglesia y torrente de gracias celestiales”[22]. La perenne actualidad de la misión particular del monje aparece, sobre todo, cuando se la confronta con la misión universal de la Iglesia.

III.  CONCLUSIÓN

No existe una “liturgia monástica”, como no existe una liturgia benedictina-cisterciense, ni ha existido nunca; existe un modo monástico o benedictino-cisterciense de celebrar la sagrada liturgia. Porque la liturgia pertenece a la Iglesia, y es pensada, actuada y vivida para todos los cristianos. Los monjes no nos apartamos de la liturgia de la Iglesia, sino que más bien nos aprovechamos de ella y vivimos de ella, puesto que la liturgia es de la Iglesia.

La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando hacer oportunas adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a todos los que desean participar en ella. Se trata de una apertura acogedora, que permita a los de fuera integrarse en la actual comunidad orante. Y como dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar que la actividad litúrgica de nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la Iglesia local; que nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación activa, y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[23]. Esta apertura y su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.

La liturgia en los monasterios de hoy debe ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros litúrgicos, renovados tras la reforma litúrgica. Sin nostalgias ni vueltas a un pasado romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del movimiento litúrgico y, en línea con ello, debemos continuar s

No hay comentarios: