lunes, 6 de noviembre de 2017

El Juicio Final.




Cristo Juez - Miguel Angel


Ha sido el mismo Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles la escena del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable. Son datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa cruz, acaso la misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre las nubes con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los hombres del mundo, los buenos y los malos, los bienaventurados y los condenados. Tendrán que ponerse de rodillas ante Cristo glorioso los que en este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le clavaron en la cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta los mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para su mayor vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la separación tremenda y definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi cuenta. Escuchad las palabras mismas del Evangelio:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles...”
E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil. 2, 7-11).
Es necesario, en efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y, a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente: “¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados..., y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo, señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida, suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y conocidos, que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común. Ha sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo triunfarán siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de escucharme un momento.
No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es cosa clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda la eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y como los buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a castigarles en esta vida lo poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral, etc., triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para toda la eternidad! Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda compasión!
En cambio, no tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien, una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las claras que Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas faltas y flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en la eternidad bienaventurada.
Los Santos, señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de lo alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban, reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo les perseguía, cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para darle rendidas gracias a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo, por toda la eternidad.
Esto que los Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos casos particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen, virtudes heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la inocencia ultrajada de los justos.
Y, al contrario, ¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más vulgares malhechores! El caballero “intachable” que tenía tratos con una mujer que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por comerciante “inteligente”; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día de la cuenta definitiva.
Y los pecados colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son, señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer en él todos los hombres del mundo, sin excepción.
"El misterio del más allá" - P. Royo Marín.

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