Sobre la soberbia y la mentira
No os dejéis engañar por las mentiras y la soberbia con que Satanás, del Príncipe de este mundo y Padre de la Mentira, nos pretende seducir.
«No, no moriréis. Dios sabe muy bien que cuando vosotros comáis de ese árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».
Queridos hijos:
Quisiera con estas líneas advertiros sobre los peligros de la soberbia y la mentira. Porque si hoy vivimos en esta situación calamitosa, acosados por tantos casos de corrupción, amenazados por populismos y por ideologías mentirosas, atemorizados por el terrorismo criminal, es por nuestra desobediencia a Dios y por un mundo que acepta y justifica la mentira, que es obra de Satanás.
Ciertamente que los males que derivan de la soberbia y de la mentira no suponen novedad alguna: la soberbia y la mentira son pecados tan antiguos como la humanidad misma y origen de la mayoría de las calamidades que padecemos. El pecado de nuestros Primeros Padres no consistió en comer ninguna manzana, sino en desobedecer a Dios, en pretender ser dioses para determinar el bien y el mal. Así, el bien y el mal ya no estarían definidos por la Ley de Dios, sino por el criterio propio y particular de cada uno. Eso es lo que hoy en día llamamos “relativismo moral”. No hay nada que sea bueno o malo. No existe la verdad. La única verdad es lo que yo opino en cada momento, lo que a mí me viene bien. Y será bueno o malo aquello que a mí me conviene que sea bueno o malo según las circunstancias de cada momento de mi vida. De modo que algo puede ser bueno y verdadero hoy (porque me conviene) y ser malo y falso mañana (cuando me viene bien que así sea). Y el relativismo moral provoca indigencia moral, hasta el punto de invertir la realidad de las cosas, considerando bueno lo que es perverso y persiguiendo lo bueno y santo como si fuera pernicioso.
Por eso, el mayor enemigo de este mundo es la Iglesia, porque hoy es la única institución que defiende una moral basada en la Verdad. Y eso en este mundo no se puede consentir. Por eso, desde la derecha liberal pagana hasta la extrema izquierda estalinista, el enemigo a batir somos los católicos. Nos esperan tiempos de persecución y de martirio. No tengo la más mínima duda. Ocurrió no hace tantos años cuando nazis y comunistas mataron a nuestros hermanos con saña. Ahora vemos cómo los yihadistas obligan a los cristianos a huir de sus casas o cómo los secuestran o los decapitan. Pero no debemos tener miedo, porque el poder del infierno no prevalecerá. Y si permanecemos fieles a la Verdad, que es Cristo, y nos mantenemos firmes en la fe, nada ni nadie podrá con nosotros. Podrán tal vez quitarnos la vida, pero el martirio no es nuestra derrota, sino nuestra victoria. Nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios: ni los problemas, ni la angustia, ni la persecución, ni la pobreza, ni el peligro, ni la violencia.
“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, en Cristo Jesús Señor nuestro”. (Romanos 8, 38-39).
Las ideologías materialistas ateas nos quieren convencer de que no hay Dios. Nos venden que será la ciencia la que acabará venciendo a la muerte: “no, no moriréis”, nos sigue diciendo el Demonio. La genética, los avances de la ciencia, acabarán por derrotar a la muerte. “Viviréis más de ciento cincuenta años”, prometen. La ciencia y la técnica nos ofrecen una redención de pacotilla y al final, esos científicos y esos políticos que prometen el paraíso en la tierra acaban creyéndose Dios y pretendiendo determinar qué vidas merecen la pena y cuáles no. Al final, quienes prometen derrotar a la muerte, lo que realmente están haciendo es ejercer de verdugos: aborto, eutanasia, eugenesia. Los hombres, llenos de soberbia, se atreven a sentenciar que una persona anciana o con una enfermedad o con alguna tara genética no merece vivir: que es mejor matarla para que no sufra. Y hombres miserables se arrogan la capacidad de decidir quién vive y quién muere; qué vida es digna y cuál no. Y hombres soberbios y mentirosos que se creen que están por encima del bien y del mal manipulan la vida y acabarán por generar monstruos. Esos hombres soberbios y mentirosos acaban convirtiéndose ellos mismos en verdaderos monstruos capaces de cometer crímenes tan abominables como el aborto.
Cada vez que el hombre inventa una ideología que promete la salvación y el paraíso, no falla: acaba generando dictaduras, campos de concentración, matanzas, verdaderos infiernos… Lo hicieron los nazis, los comunistas, los liberales que durante la revolución francesa prometieron la fraternidad y la confundieron con la guillotina. Nos prometen bienestar, prosperidad. Y lo que realmente provocan es paro, exclusión, pobreza, totalitarismo, represión, violencia. Los que niegan a Dios acaban pisoteando siempre la dignidad del hombre.
Nosotros solos no podemos acabar con el mal del mundo. Ni siquiera podemos acabar con el mal que habita en nosotros mismos. Sólo Dios, sólo Cristo, es quien puede acabar con el pecado del mundo. Y nosotros podremos construir un mundo mejor en la medida en que cada uno de nosotros seamos santos y nos dejemos transformar por la gracia de Dios. Lo que necesita el mundo son santos, no revolucionarios ni demagogos.
Pero la soberbia y la mentira no se circunscriben ni mucho menos a la política. También es mentira que exista un dios que ordene matar a nadie. Los terroristas islamistas son pura y simplemente criminales que tendrán que rendir cuentas ante el Altísimo por la sangre que derraman y por el sufrimiento que provocan.
La verdad no es aquello que opina la mayoría de la gente. La verdad no se determina por votación. La verdad es cosa de sabios y santos; y los sabios y los santos siempre han estado en minoría (y casi siempre han sido rechazados por las mayorías). Nosotros tenemos que ofrecer al mundo la Verdad, que es Cristo. Tenemos que anunciar a tiempo y a destiempo la única Verdad que nos puede hacer verdaderamente libres y que puede dar sentido y plenitud a nuestra vida. Pero esa Verdad que anunciamos es la verdad del Amor y el amor no se impone con la fuerza ni con coacciones. “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios, 13). El único Dios verdadero es Jesucristo, que siendo Hijo de Dios, se abajó hasta la condición de hombre y obedeció hasta la muerte la Voluntad de Dios para nuestra salvación. No caben fundamentalismos ni violencias. Jesús no llamó a las legiones de los ángeles para que fulminaran a quienes lo torturaban, a quienes lo humillaban o a quienes lo crucificaron. Cristo nos enseñó a perdonar incluso a nuestros enemigos. Y a obedecer a Dios hasta el final.
Pero también en la propia Iglesia se cuela el humo de Satanás cuando algunos teólogos y algunas comunidades se apartan de la sana doctrina de la Iglesia y se arrogan la condición de profetas para apartarse del magisterio y alejarse de la autoridad del Papa y de los obispos para reclamar cuestiones como la ordenación sacerdotal de las mujeres, el celibato opcional de los sacerdotes o el reconocimiento eclesial del matrimonio entre homosexuales. ¿No es soberbia creerse más sabios que los propios santos y con más autoridad que toda la tradición apostólica de una Iglesia con más de dos mil años de historia? ¿Desde cuando la Iglesia se debe adaptar a los gustos de este mundo? La Iglesia está llamada a predicar la conversión para ordenar todas las cosas a Cristo. Esa es su misión: no la de resultar moderna o progresista para halagar los oídos de quienes defienden públicamente el divorcio, el aborto, el homosexualismo político o la eutanasia.
¿Y los que ahora se atreven a cuestionar al mismísimo Santo Padre Francisco? También hay católicos, aparentemente “conservadores”, ortodoxos y tradicionalistas, que se atreven a cuestionar al Papa y que llegan a calificarlo poco menos que de hereje y a tildarlo de “antipapa” o de Anticristo. ¿Quién soy yo para juzgar o para cuestionar al Papa? Quien dirige la Iglesia es, en realidad, Cristo y el Señor nos prometió que el poder del Infierno no podría jamás prevalecer sobre la Iglesia. ¿Estoy yo más iluminado por el Espíritu Santo que los cardenales o los obispos de todo el mundo para atreverme a cuestionar la legitimidad del Santo Padre? ¿Cómo se puede caer en tamaña irresponsabilidad? ¿No es esto soberbia?
¡Qué difícil es no caer en la soberbia! Como profesor, ¡cuántas veces caigo en la soberbia de querer solucionar yo todos los problemas: los de los alumnos, los de sus familias, los de los compañeros de trabajo…! ¡Cuántas veces nos quemamos y nos sentimos impotentes! Quisiéramos ser como Dios. Y sólo Dios es Dios. Sólo Él es Omnipotente. Pero nos falta fe y no acabamos de creer en el poder de la oración ni en el de la gracia de Dios. Y muchas veces – la mayoría de las veces – lo único que nosotros podemos hacer es rezar y poner todos esos problemas a los pies de la Cruz del Señor.
Hijos: no caigáis en la soberbia ni en la mentira nunca. No os dejéis engañar por las mentiras y la soberbia con que Satanás, del Príncipe de este mundo y Padre de la Mentira, nos pretende seducir. No sigáis a quien os prometa la felicidad fácil. Una vida plena no se compra con dinero. No son el lujo, la comodidad, los grandes sueldos, los viajes de placer, el sexo “sin compromisos” o las mansiones, las que os van a proporcionar una vida plena. No sigáis a quienes ofrecen recetas simples y prometen paraísos sin Dios en este mundo. El pecado nos seduce, nos atrae, nos promete una vida fácil y cómoda. Pero el pecado nos esclaviza, nos destruye y nos condena a muerte.
En nuestra familia sabemos muy bien que Dios existe y que se ha hecho presente en el camino que hemos venido recorriendo juntos todos estos años. Podemos decir que nosotros somos testigos del Señor y que hablamos de lo que hemos visto y oído. Porque el Señor siempre ha estado presente en nuestra casa. Nos ha traído y llevado de un lado a otro. Nos hemos visto más de una vez al borde del abismo. Pero el Señor siempre ha sido grande con nosotros. Nunca nos abandona y siempre permanece fiel a sus promesas. Es verdad que sus caminos no son los nuestros y que nosotros no siempre comprendemos bien por qué el Señor actúa en nuestra vida como lo hace. Pero bendito sea nuestro Dios. Abandonémonos confiados en las manos del Señor. Él es un Maestro bueno que nos va enseñando con su Palabra y con su Divina Providencia que nos va sorprendiendo a cada paso para que confiemos cada día más en Él y para que así seamos cada vez más santos por su gracia, que no por nuestros méritos. Permaneced siempre fieles al Señor. Él no falla nunca. Es verdad que ser discípulo del Señor supone cargar con la cruz. Pero la cruz es el único camino que conduce a la vida eterna, a una vida plena y feliz. No son las seducciones de este mundo las que nos puedan dar la felicidad. El mundo nos ofrece una libertad – un “haz lo que te dé la gana, haz siempre lo que te apetezca” – que esclaviza y conduce a la perdición, al pecado y a la muerte. En cambio, obedecer a Dios, libera; haciéndonos esclavos de Dios, nos liberamos; buscar su Voluntad y no la nuestra es lo que proporciona la verdadera libertad y la auténtica felicidad: aquella que te permite vivir con la dignidad de los hijos de Dios.
Queridos hijos: sed siempre humildes y buscad siempre la Verdad. No os creáis nunca mejores que nadie ni superiores a nadie. El que ejerce un cargo importante no es mejor ni superior a sus subordinados. El que tiene estudios no tiene más dignidad que el iletrado o el ignorante. No miréis a nadie por encima del hombro. No despreciéis nunca a nadie. Tratad de obedecer siempre la voluntad de Dios y sus mandamientos. Permanecer fiel a Dios es mantenerse siempre fiel a la Iglesia, al Papa y a nuestros obispos; ser fiel a Jesucristo es seguir el magisterio de la Santa Madre Iglesia, como lo hicieron siempre los santos. No os dejéis engañar por los falsos profetas que ofrecen doctrinas engañosas.
Sigamos el ejemplo de nuestra Madre, la Santísima Virgen María, la Santina de Covadonga, y aprendamos a decir con ella: “Hágase en mí según tu palabra”. Ella tampoco entendía bien lo que Dios le pedía. Pero se fió y se dejó complicar la vida por Dios. Y así mereció que todas las generaciones la consideremos bienaventurada. Se dejó hacer por la gracia de Dios y así mereció ser Madre de Dios y Madre nuestra y ser coronada Reina del Cielo. A su protección amorosa os encomiendo. Doy gracias por el regalo que el Señor nos hizo a mamá y a mí con cada uno de vosotros y le pido que os bendiga todos los días de vuestras vidas.
Vuestro padre que os quiere mucho más que a su propia vida,
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