José de Anchieta, conocido como el
Padre Anchieta, (
San Cristóbal de La Laguna,
19 de marzo de
1534 -
Anchieta,
1597) fue un misionero
jesuita y beato
español en
Brasil. Fue el fundador de la ciudad brasileña de
São Paulo.
Nacido en
Tenerife, fue enviado a la
Universidad de Coímbra,
Portugal, en
1548. Una vez allí ingresó en la
Compañía de Jesús y fue enviado como misionero a
Brasil, donde murió en
1597. Fue uno de los fundadores de la ciudad de
São Paulo y de la ciudad de
Río de Janeiro.
Fue beatificado por el Papa
Juan Pablo II en
1980.
En
1960
se instaló en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna (su ciudad natal)
una estatua en su honor. Dicha obra fue creada por el artista brasileño
Bruno Giorgi
se alza sobre una especie de trampolín por el que camina, seguro, José
de Anchieta rumbo a su destino eclesiástico como jesuita en
Portugal. Fue además el estandarizador de la
lengua tupí.
Véase también
Retrato del Padre Anchieta (grabado de 1807).
Enlaces externos
Beato José de
Anchieta, S.J.
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José de
Anchieta nace en San Cristóbal de la Laguna, en la isla canaria de
Tenerife, el día 19 de marzo de 1534. Ingresa en la Compañía de Jesús el
1° de mayo de 1551 en la Provincia de Portugal. Pasados dos años, va
destinado al Brasil, donde, movido por su amor a Cristo, se entrega a la
formación humana y cristiana de los indígenas bajo la luz del Evangelio,
perseverando incansable en una múltiple actividad apostólica hasta su
muerte. Ordenado sacerdote en 1566, fue nombrado superior de las
comunidades de San Vicente y de San Pablo; y, después de diez años,
Provincial de todas las Misiones brasileñas, en cuyo cargo se mostró
durante otros diez años como sabio superior y sobresaliente organizador.
José de Anchieta es el primero en componer una gramática de la lengua
indígena; el primero, también, en escribir un catecismo en la misma
lengua. Como misionero apostólico procuró por todos los medios la
promoción de los indígenas en lo humano lo social y lo moral. Todo ello
le mereció de los nativos el título de "Apóstol del Brasil". Murió el 9
de junio de 1597 en la ciudad brasileña de Reritiba, que en su honor
lleva hoy el nombre de Anchieta. El Papa Juan Pablo II mandó, el 22 de
junio de 1980, que se le contase entre el número de los Beatos. La
Iglesia celebra su memoria el 9 de junio.
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA
CELEBRADA
EN HONOR DEL BEATO JOSÉ DE ANCHIETA
Campo de Marte, São Paulo
Jueves 3 de julio de 1980
1. Me siento realmente feliz por estar hoy con vosotros, en esta querida ciudad
de São Paulo, cuyo Ayuntamiento, delicadamente, quiso ofrecerme el título de
"ciudadano paulista", motivando este gesto el hecho de haber recientemente, como
Sumo Pontífice, decretado la beatificación del padre José de Anchieta, de la
Compañía de Jesús, considerado —y con razón— uno de los fundadores de vuestra
ciudad.
Esta manifestación de cordialidad me conmueve y me lleva a expresar mi vivo y
sincero agradecimiento.
Y ahora, deseo reflexionar con vosotros sobre la fascinante figura del Beato
Anchieta, tan ligado a la historia religiosa y civil de este querido Brasil.
El Beato Anchieta llegó aquí, a esta parte de vuestra gran nación, Brasil, en
1554. La ciudad no existía aún; había apenas algunos poblados de aborígenes.
Llegó el 24 de enero, vigilia de la fiesta de la Conversión de San Pablo. La
primera Misa aquí celebrada fue, por tanto, exactamente en honor del Apóstol de
los Gentiles y a él fue dedicada la villa que debía surgir en torno a la pequeña
cabaña —la "iglesiña"—, que sería su corazón. De ahí, el nombre de esta vuestra
ciudad de São Paulo, hoy sin duda la mayor ciudad de Brasil.
Natural de las Islas Canarias, educado en Portugal, José de Anchieta provenía de
aquellas naciones que, en esa época, tanto contribuyeron al descubrimiento del
nuevo mundo: de España y de Portugal partían navegadores y pioneros, que,
surcando los mares, llegaban a tierras hasta entonces desconocidas. En su
rastro, seguían los conquistadores, colonos, comerciantes, exploradores.
¿Había venido el padre Anchieta como un soldado en busca de gloria, un
conquistador en busca de tierras, o un comerciante en busca de buenos negocios y
dinero? ¡No! Vino como misionero, para anunciar a Jesucristo, para difundir el
Evangelio. Vino con el único objetivo de conducir los hombres a Cristo,
transmitiéndoles la vida de hijos de Dios, destinados a la vida eterna. Vino sin
exigir nada para sí; por el contrario, dispuesto a dar su vida por ellos.
Pues bien, también yo vengo a vosotros, impulsado por el mismo motivo, impulsado
por igual amor; vengo a vosotros como humilde mensajero de Cristo.
Esa ha sido siempre la única motivación de los viajes que me han llevado a los
diversos continentes; son viajes apostólicos del que, por ser Siervo de Cristo,
quiere confirmar a los hermanos en la fe.
Es ese el motivo, también hoy, de que me encuentre en medio de vosotros. Motivo
que me une, íntimamente, a vuestro amado Beato José de Anchieta.
Recibidme igual que recibisteis al padre Anchieta: que mi paso por entre
vosotros tenga algo de lo que fue el paso y la permanencia del gran apóstol en
medio de vuestra gente, en vuestras aldeas de entonces, en vuestro gran país.
Que sea el paso de la gracia del Señor.
2. Joven, lleno de vida, inteligente, alegre por naturaleza, de corazón abierto
y amado por todos, brillante en los estudios de la universidad de Coimbra, José
de Anchieta supo granjearse la simpatía de sus colegas, que gustaban de oírle
recitar. Por causa de su timbre de voz, le llamaban el "canariño", recordando
así el cántico de los pájaros de su isla natal, Tenerife, en las Canarias.
Ante sí, se abrían muchos caminos al éxito. Pero, joven de fe, estaba atento a
las inspiraciones y mociones de Dios que le atraía por otros caminos, le llamaba
y orientaba por una vereda muy diferente de la que otros, tal vez, habían
imaginado para él. Cuando su alma se sentía en oscuridad espiritual, el joven
buscaba el silencio, la soledad, para orar. Muchas veces, dejando a un lado los
libros, paseaba solitario por las márgenes del río Mondego.
En una de esas caminatas, José entró en la catedral de Coimbra y, ante el altar
de la Virgen María, sintió inesperadamente la paz y serenidad tan deseadas.
Resolvió entonces dedicar su vida al servicio de Dios y de los hombres. Y, para
vivir este ideal, hizo allí, en esa misma ocasión, el voto de castidad,
consagrándose a la Virgen; tenía entonces 17 años.
A partir de ese momento, intensificó su oración, prosiguió sus estudios con
ardor. Todavía joven demostraba un gran sentido de madurez ante el valor de la
vida. El don de sí, hecho a la Madre de Dios, comenzó a concretarse en un
llamamiento a la vida religiosa.
Por esa época, se leían en la universidad de Coimbra las cartas que Francisco
Javier —el gran misionero— escribía desde Oriente y que traían también
insistentes llamamientos a los jóvenes estudiantes de las universidades
europeas. Profundamente impresionado con lo que Francisco Javier decía acerca de
las carencias de tantos pueblos y países y deseando seguir su ejemplo tan
elocuente de dedicación a la gloria de Dios y al bien de los hombres, José de
Anchieta decidió entrar en la Compañía de Jesús: ¡quería ser misionero!
Y así, pocos años después, vino a Brasil.
En este instante, quiero dirigirme a vosotros, jóvenes de São Paulo, jóvenes de
todo Brasil, de la gran nación que puede ser llamada "joven", ya que su
población cuenta con tan elevado índice de juventud: ¡mirad a vuestro Anchieta!
Era joven como vosotros, pero abierto a Dios y a sus llamadas. Estaba
lleno de vida como vosotros, pero en la oración buscaba la respuesta a la vida. Y
en este contacto con Dios vivo encontró el camino que conduce a la vida
verdadera, a una vida de amor a Dios y a los hombres.
El Señor, que vivió sobre la tierra, yendo de aldea en aldea haciendo el bien
(cf. Mt 9, 35), sigue pasando todavía hoy, en busca de corazones abiertos
a su invitación: "Ven y sígueme" (Mt 19, 21; Lc 10, 2).
Recordad: José de Anchieta respondió generosamente y el Señor hizo de él el
"apóstol de Brasil", que contribuyó, de manera insigne, al bien de vuestro
pueblo.
3. Hecho misionero, José de Anchieta vivió el espíritu del Apóstol de los
Gentiles, que en sus Cartas hablaba de peripecias, dificultades y peligros
afrontados, para llenar su corazón, como "cuidado de todos los días, de la
preocupación por todas las Iglesias" (2 Cor 11, 26-28).
En una carta, fechada el 1 de junio de 1560, revelando sus ansias por conducir
al Señor los pueblos de este país, el padre Anchieta escribía textualmente: "Por
este motivo, sin dejarnos intimidar por los grandes calores, las tempestades,
las lluvias, las corrientes torrenciales e impetuosas de los ríos, procuramos
sin descanso visitar todas las aldeas y villas tanto de los indios como de los
portugueses e incluso de noche acudimos a los enfermos, atravesando bosques
tenebrosos a costa de grandes fatigas, tanto por la aspereza de los caminos como
por el mal tiempo" (Carta al p. Diego Laínez, prepósito general de la Compañía
de Jesús). Y describiendo todavía más abiertamente las condiciones de quienes,
con él y como él, dedicaban a los "brasís" —como solía llamarlos—, revela más
profundamente aún la grandeza de su amor y de su espíritu de sacrificio y, sobre
todo, la finalidad de su existencia: "Pero nada es difícil para quienes
acarician en su corazón y tienen como único fin la gloria de Dios y la salvación
de las almas, por las que no dudan en dar su vida" (ib.).
Salvar las almas para gloria de Dios: ése era el objetivo de su vida. Ello
explica la prodigiosa actividad de Anchieta para buscar nuevas formas de
actuación apostólica, que lo llevaban finalmente a hacerse todo para todos, por
el Evangelio; a hacerse siervo de todos a fin de ganar el mayor número posible
para Cristo (cf. 1 Cor 9, 19-22).
No escatimó ningún esfuerzo, para comprender a sus "brasís" y compartir con
ellos la vida. Si aprendió la difícil lengua de ellos —y tan perfectamente que
fue el primero en componer una gramática de esa lengua— se debe a su amor, que
le impelía a encarnarse entre ellos, pero para hablarles de Jesús y
transmitirles la Buena Nueva. De ese modo, se transformó en eximio catequista que —siguiendo el ejemplo de
Cristo Señor, Dios hecho hombre para revelar al Padre—, viviendo entre los
hombres, les hablaba de manera sencilla, acomodándose a sus categorías mentales
y a sus costumbres.
Con esa misma finalidad, tomando en consideración las dotes y cualidades
naturales de los indios, su sed de saber, su generosidad, hospitalidad y sentido
comunitario, promovió y desarrolló las "aldeas", centros donde la vida de cada
familia se fundía con la de los demás, de modo adecuado, en el trabajo, en la
solidaridad, en la cooperación. Corazón de cada uno de esos centros era siempre
la Casa de Dios, donde el Sacrificio Eucarístico era celebrado regularmente y
donde el Señor Sacramentado permanecía presente. Sí; porque un grupo social que
no esté animado por la caridad que sólo Dios sabe infundir en los corazones (cf.
Rom 5, 5) no puede durar, ni puede ofrecer lo que el corazón del hombre y la
humanidad entera buscan con ansiedad.
En Puebla, hablando de la liberación del hombre, insistí en que debe ser vista
a la luz del Evangelio, es decir, a la luz de Cristo, que dio su vida para
rescatar a la humanidad, liberándola del pecado. Más recientemente aún, hablando
en
África, donde tan vivo es el sentido comunitario, recomendé a los pueblos de
aquel continente que procurasen desarrollar su sentido social de manera
auténticamente cristiana, sin dejarse influir por corrientes ajenas,
materialistas de un lado y consumistas de otro. Lo mismo os repito a vosotros.
El padre Anchieta conseguía comprender la mentalidad y las costumbres de vuestra
gente. Con su prudente acción social, inspirada en el Evangelio y enraizada en
él, supo estimular un crecimiento y desarrollo capaces de integrar esa misma
mentalidad y costumbres —en lo que tenían de auténticamente humano y, por tanto,
querido por Dios— en la vida de las personas y de la comunidad civil y cristiana.
Apreciando el ansia de saber de los "brasís", su acentuado talento para la
música, su habilidad y otras dotes, creó para ellos centros de formación
cultural y artesana que, poco a poco, contribuyeron a elevar el nivel general de
las generaciones futuras: São Paulo, Olinda, Bahía, Porto Seguro, Río de
Janeiro, Reritiba —donde murió y que hoy se llama Anchieta— son lugares que,
junto con otros no mencionados, nos hablan de la incansable actividad apostólica
del Beato.
Pero en todo este inmenso esfuerzo realizado por él con ayuda de muchos hermanos
suyos en religión, desconocidos por muchos, pero igualmente admirables, había
una visión y un espíritu: la visión integral del hombre rescatado por la Sangre
de Cristo y el espíritu del misionero que hace todo lo posible para que los
seres humanos a quienes se acerca para ayudarlos, apoyarlos y educarlos,
consigan la plenitud de la vida cristiana.
Permitid que me dirija ahora de modo especial a vosotros,
obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, que entregasteis vuestra vida
para servir a la causa de Dios, en la Iglesia. Que la finalidad de vuestra
acción pastoral, individual o colectivamente, no se desvíe jamás de lo que es
—como dije en mi Encíclica
Redemptor hominis— el verdadero fin por el que el Hijo de Dios se hizo hombre
y actuó entre nosotros. Que su misión de amor, de paz y de redención sea
verdaderamente la vuestra. Acordaos de que el mismo Cristo nos indicó en qué
consiste su misión: "Veni ut vitam habeant et ut abundantius habeant"
(
Jn
10, 10) "Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante".
Si queréis ser continuadores de la vida y de la misión de Cristo, sed fieles a
vuestra vocación. El padre Anchieta se multiplicó incansablemente, a través de
tantas actividades, incluso el estudio de la fauna y la flora, de la medicina,
de la música y de la literatura; pero todo eso él lo orientaba hacia el bien
verdadero del hombre, destinado y llamado a ser y a vivir como hijo de Dios.
4. ¿De dónde sacó el padre Anchieta la fuerza para realizar tantas obras en una
vida consumada toda en pro de los demás, hasta morir, extenuado, cuando todavía
estaba en plena actividad?
Desde luego, no de una salud de hierro. Al contrario; siempre tuvo una salud
precaria. Durante sus viajes apostólicos, hechos a pie y sin ayuda, sufrió
continuamente en su cuerpo las consecuencias de un accidente que había tenido
siendo joven.
¿Tal vez sacó su fuerza de su talento y dotes humanas? En parte, sí; pero eso no
lo explica todo. Solamente con esa afirmación no se llega a la verdadera raíz.
El secreto de este hombre era su fe: José de Anchieta era un hombre de Dios.
Como San Pablo, podía decir: "Scio cui credidi", "Sé a quién me he confiado...
y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día" (2 Tim
1.
12).
Desde el momento en que, en la catedral de Coimbra, habló con Dios y con la
Virgen María, Madre de Cristo y nuestra, desde aquel momento hasta el último
suspiro, la vida de José de Anchieta fue de una claridad lineal: servir al
Señor, estar a disposición de la Iglesia, prodigarse por aquellos que eran y
debían ser hijos del Padre que está en los cielos.
Por cierto, no le faltaron dolores y penas, decepciones y
fracasos; también él tuvo su parte en el pan de cada día de todo apóstol de
Cristo, de lodo sacerdote del Señor. Pero en medio de su incansable actividad
y continuo sufrimiento, jamás le faltó la tranquila, serena y viril certeza basada en el
Señor Jesucristo, con quien se encontraba y a quien se unía en el misterio
eucarístico; a quien se entregaba constantemente para dejarse plasmar por su
Espíritu.
José de Anchieta había comprendido cuál era la voluntad de Dios en este aspecto, el día en que se arrodilló
humildemente ante una imagen de Nuestra Señora: la Madre del Salvador comenzó a
ocuparse de él y él a nutrir un tiernísimo amor por Ella. Enseñó a sus "brasís"
a conocerla y a quererla bien. Le dedicó un poema que es un verdadero cántico
del alma, escrito en circunstancias dificilísimas cuando, tomado como rehén,
corría permanente peligro de vida. No teniendo papel ni tinta a su disposición,
en la arena de la playa escribió con amor su poema, que aprendió de memoria: "De
Beata Virgine Matre Dei Maria".
La unión con Dios profunda y ardiente; el apego vivo y afectuoso a Cristo
crucificado y resucitado presente en la Eucaristía; el tierno amor a María: ahí
está la fuente de donde mana la riqueza de la vida y actividad de Anchieta,
auténtico misionero, verdadero sacerdote.
Quiera Dios, por la intercesión del Beato José de Anchieta, concederos la gracia
de vivir como él enseñó, como nos invita con el ejemplo de su existencia.
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