La historia de la imagen del espejo
El espejo seguía atrayéndole… y de inmediato apartaba los buenos pensamientos para caer nuevamente en la más intensa vanidad
Sor María Pureza del Inmaculado Corazón había sido una religiosa piadosa y observante de su regla. Entró en el convento siendo aún muy niña, con tan sólo 15 años, por una autorización extraordinaria del obispo.
Allí vivió más de seis décadas y toda la comunidad la respetaba de manera especial, y hoy es venerada como una auténtica santa. Su historia es muy interesante y bonita.
Había nacido en el seno de una familia acomodada y su nombre de bautismo era Magdalena María. La única niña entre cinco varones; su madre estaba embelesada con la pequeña; su padre también había mostrado predilección por la que llamaba “mi princesita”.
Ahora bien, todo esto le hizo ser muy vanidosa. Se pasaba horas delante del espejo, peinando sus largos cabellos, rubios y crespos, alisando sus finas cejas o simplemente contemplando sus enormes ojos azules.
Creció muy mimada por su familia, incluso por sus hermanos, recibiendo elogios por su innegable belleza: ¡Qué niña tan linda! ¡Qué muñequita! ¡Si parece una princesa…!
Magdalena se volvió orgullosa, arrogante y egoísta. A veces se acordaba de las clases de Catecismo preparatorias para la Primera Comunión, en las que había aprendido que la belleza más grande de una persona es la que refleja la humildad del alma y la pureza del corazón. Sin embargo, el espejo seguía atrayéndole… y de inmediato apartaba esos buenos pensamientos para caer nuevamente en la más intensa vanidad.
Una noche, no obstante, tuvo una pesadilla. Soñó que estaba admirándose como de costumbre en el espejo y, de pronto, su imagen se transformaba en la figura de un ángel que la miraba de manera severa. Escuchó, asustada, una voz fuerte que le dijo:
— Magdalena… Magdalena…
¿Por qué te preocupas tanto por tu apariencia? ¡El espejo es tu peor enemigo!
La niña se apartó de aquel objeto antes tan atrayente, pero no podía dejar de mirar la imagen que se había fijado allí. Y el ángel continuó diciendo, esta vez con una fisonomía más amena:
— Magdalena, si quieres ser bonita, ¡sé pura! ¡La pureza es la fuente de toda belleza!
Y desapareció…
La pequeña se despertó sofocada…
¿Qué es lo que había pasado? Fue en busca del espejo y se miró, ¡sólo vio su propia imagen! Entendió, desde lo hondo de su alma, cómo su orgullo y vanidad le iban a llevar por el mal camino.
Al día siguiente, se dispuso a visitar a las monjas del monasterio de su ciudad, para pedirles una orientación.
La madre superiora la acogió amablemente y le recomendó que tuviera mucha devoción a la Virgen, Reina de los Ángeles y Madre Purísima, pues nadie en la Tierra había sido tan hermosa como Ella, justamente por su pureza virginal.
Magdalena tomó en serio el consejo de la religiosa y su vida cambió de manera radical. Se volvió humilde y diligente, ayudaba a todos los que a ella acudían, y únicamente se miraba en el espejo lo necesario para estar presentable. Nacía así en su corazón el deseo de reparar sus anteriores faltas. Decidió ser religiosa e hizo el propósito de no mirarse nunca más en un espejo.
Tras vencer diversos obstáculos, entre ellos la incomprensión de sus padres y su corta edad, hecho que merecía una autorización especial, consiguió entrar, por fin, en las paredes benditas del monasterio, donde anhelaba llevar una vida pura, humilde y virtuosa, y donde en ninguna celda había espejos…
Recibió el nombre de Sor María Pureza del Inmaculado Corazón y cumplió su propósito con perfección.
Obediente y con recogimiento, cuando su función consistía en ir a por agua a la fuente para la cocina, lo hacía con los ojos cerrados, para no ver el reflejo de su imagen en el agua. O si le era asignada lavar la ropa del convento, evitaba mirarse en las grandes pilas de la lavandería.
Su devoción a la Santísima Virgen era notoria. Continuamente la veían rezando a los pies de las bellas imágenes de María que había en la capilla o en el claustro, especialmente ante la del Inmaculado Corazón.
Siempre discreta y amable con las otras monjas, su presencia marcaba la vida comunitaria. Por eso, después de pasados muchos años, sus hermanas la respetaban porque era un modelo de santidad.
Ella no se daba cuenta, pero su fisonomía, por la práctica de la virtud, se había hecho más bonita todavía.
Su rostro poseía una luminosidad antes inexistente y sus grandes ojos azules, espejos de su alma pura, adquirieron una nueva profundidad, haciéndose más hermosos y atrayentes.
Los años no consiguieron deteriorar su juvenil lozanía, reflejo de un interior virtuoso.
Su salud, no obstante, empezaba a debilitarse con el tiempo. Continuaba desempeñando sus funciones, sin preocuparse de sí misma, y cumpliendo sus obligaciones con esmero y amor. Hasta que encontrándose ya sin fuerzas se vio obligada a guardar reposo en la enfermería. Se acercaba la hora de rendirle cuentas a Dios.
La Hna. María Pureza presentía que su muerte ya estaba llegando. Con fiebre y extenuada, les pedía algo a las monjas, arrodilladas a su cabecera, que no lograban entender.
Pensaban que estaría delirando y rezaron la oración de los agonizantes. Pero la enferma seguía balbuceando cortas palabras.
Finalmente una joven religiosa creyó comprenderla:
— Por lo visto, ¡parece que quiere un espejo!
— ¿Un espejo?, exclamaron todas.
¿Cómo una persona que había vivido tantos años huyendo de ese objeto, podía pedirlo en la hora de su muerte?
Sin intuir siquiera el motivo de tan inusitado pedido, la superiora decidió atender el deseo de la pobre moribunda. Mandó que buscaran un espejo y lo puso en las manos de la enferma.
Cuando la Hna. Pureza sintió el peso del objeto, sus ojos se abrieron, levantó la cabeza y esbozó una enorme sonrisa. Aquel espejo, milagrosamente, no reflejaba la fisonomía de la agonizante, sino el rostro luminoso de María Santísima. Había venido a buscar el alma de aquella que, desapegándose de su propia belleza, se había hecho digna de contemplar las maravillas celestiales.
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