martes, 6 de enero de 2015

RECOMENDACIONES DEL PAPA FRANCISCO PARA FIN DE AÑO: AGRADECER Y PEDIR PERDÓN A DIOS



Papa Francisco frente a imagen del Niño Jesús, en la Basílica de San Pedro. 
Foto: L'Osservatore Romano.

“Agradecer y pedir perdón” a Dios al concluir el año, 
alienta el Papa Francisco



VATICANO, 31 Dic. 14 / 01:07 pm (ACI/EWTN Noticias).- 
Al presidir la celebración de las primeras Vísperas de la 
Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y Te Deum 
de agradecimiento por el año que culmina, el Papa Francisco
 alentó a los fieles a “agradecer y pedir perdón” a Dios.

El Santo Padre subrayó que al terminar el año hoy “alabamos
 al Señor con el himno del Te Deum y al mismo tiempo
 le pedimos perdón”.

“La actitud de agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer
 y a acoger los dones del Señor”, indicó.

A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco, 
gracias a la traducción de Radio Vaticano:

La Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma especial, en el 
significado del tiempo, en el comprender que el tiempo no es una
 realidad extraña a Dios, simplemente por que Él ha querido 
revelarse y salvarnos en la historia, en el tiempo.
 El significado del tiempo, la temporalidad, es la atmósfera de 
la epifanía de Dios, es decir, de la manifestación del misterio 
de Dios y de su amor concreto. En efecto, el tiempo es el mensajero
 de Dios, como decía san Pedro Fabro.

La liturgia de hoy nos recuerda la frase del apóstol Juan:
 «Hijos míos, ha llegado la última hora» (1Jn 2,18), y la de San Pablo,
 que nos habla de «la plenitud del tiempo» (Ga 4,4). Por lo que 
el día de hoy nos manifiesta cómo el tiempo que ha sido – 
por decir así – ‘tocado’ por Cristo, el Hijo de Dios y de María,
 y ha recibido de Él significados nuevos y sorprendentes: 
se ha 
vuelto ‘el tiempo salvífico’, es decir, el tiempo definitivo de
 salvación y de gracia.

Y todo esto nos invita a pensar en el final del camino de la vida, 
al final de nuestro camino. Hubo un comienzo y habrá un final,
 «un tiempo para nacer y un tiempo para morir», (Eclesiastés 3,2).

Con esta verdad, bastante simple y fundamental, así como
 descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a 
concluir el año y también nuestros días con un examen de 
conciencia, a través del cual volvemos a recorrer lo que ha
 ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que hemos 
recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo,
 volvemos a pensar en nuestras faltas y en nuestros pecados: 
Agradecer y pedir perdón.

Es lo que hacemos también hoy al terminar el año. Alabamos al
 Señor con el himno del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos 
perdón. La actitud de agradecer nos dispone a la humildad, 
a reconocer y a acoger los dones del Señor.

El apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas Primeras Vísperas,
 el motivo fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos ha hecho
 hijos suyos, nos ha adoptado como hijos. ¡Este don inmerecido
 nos llena de una gratitud colmada de estupor!

Alguien podría decir: ‘Pero ¿no somos ya todos hijos suyos,
 por el hecho mismo de ser hombres?’. Ciertamente, porque
 Dios es Padre de toda persona que viene al mundo. Pero sin
 olvidar que somos alejados por Él a causa del pecado original 
que nos ha separado de nuestro Padre: nuestra relación filial está 
profundamente herida. Por ello Dios ha enviado a su Hijo a
 rescatarnos con el precio de su sangre. Y si hay un rescate es
 porque hay una esclavitud. Nosotros éramos hijos, pero nos
 volvimos esclavos, siguiendo la voz del Maligno. Nadie nos 
rescata de aquella esclavitud substancial sino Jesús, que ha
 asumido nuestra carne de la Virgen María 
y murió en la cruz
 para liberarnos, liberarnos de la esclavitud del pecado y 
devolvernos la condición filial perdida.

La liturgia de hoy recuerda también que «en el principio
– antes del tiempo – era la Palabra... y la Palabra se hizo
 hombre’ y por ello afirma san Ireneo: Éste es el motivo
 por el cual la Palabra se hizo hombre, y el Hijo de Dios, 
Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en
comunión con la Palabra y recibiendo así la 
filiación divina, se volviera hijo de Dios.

Al mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos
 es también motivo de examen de conciencia, de
 revisión de la vida personal y comunitaria, del preguntarnos: 
¿cómo es nuestra forma de vivir? ¿Vivimos como hijos o
 vivimos como esclavos? ¿Vivimos como personas 
bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu, rescatadas,
 libres?  O ¿vivimos según la lógica mundana, corrupta,
 haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés?

Hay siempre en nuestro camino existencial una tendencia
 a resistirnos a la liberación; tenemos miedo de la libertad y, 
paradójicamente, preferimos más o menos
 inconscientemente la esclavitud.

La libertad nos asusta porque nos pone ante el tiempo y 
ante nuestra responsabilidad de vivirlo bien. La esclavitud, 
en cambio, reduce el tiempo a ‘momento’ y así nos sentimos 
más seguros, es decir, nos hace vivir momentos desligados
 de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud
 nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía 
del pasado y lo cierra ante el futuro, frente a la eternidad. 
La esclavitud nos hace creer que no podemos soñar, volar, esperar.

Decía hace algunos días un gran artista italiano que para el 
Señor fue más fácil quitar a los israelitas de Egipto que a
 Egipto del corazón de los israelitas. Habían sido
 liberados ‘materialmente’ de la esclavitud, pero
 durante el camino en el desierto con varias dificultades 
y con el hambre, comenzaron entonces a sentir nostalgia 
de Egipto cuando ‘comían... cebollas y ajo’; pero se olvidaban
 que comían en la mesa de la esclavitud.

En nuestro corazón se anida la nostalgia de la esclavitud, 
porque aparentemente nos da más seguridad, más que la
 libertad, que es muy arriesgada. ¡Cómo nos gusta estar
 enjaulados por tantos fuegos artificiales, aparentemente 
muy lindos, pero que en realidad duran sólo pocos
 instantes! ¡Y Éste es el reino del momento, esto
 es lo fascinante del momento!

De este examen de conciencia depende también, para
 nosotros los cristianos, la calidad de nuestro obrar, de 
nuestro vivir, de nuestra presencia en la ciudad, de 
nuestro servicio al bien común, de nuestra participación 
en las instituciones públicas y eclesiales.

Por tal motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera detenerme
 sobre nuestro vivir en Roma, que representa un gran don, 
porque significa vivir en la ciudad eterna, significa para un 
cristiano, sobre todo, formar parte de la Iglesia fundada
 sobre el testimonio y sobre el martirio de los Santos
 Apóstoles Pedro y Pablo. Y por lo tanto, también por
 ello rendimos gracias al Señor. Pero, al mismo tiempo,
 representa una responsabilidad. Y Jesús dijo:
 «Al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más».

Por lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en esta
 Comunidad eclesial, ¿somos libres o somos 
esclavos, somos sal y luz? 
¿Somos levadura? O 
¿estamos apagados, sosos, hostiles, desalentados,
 irrelevantes y cansados?

Sin duda, los graves hechos de corrupción, emergidos
 recientemente, requieren una seria y conciente
 conversión de los corazones, para un renacer
 espiritual y moral, así como para un renovado 
compromiso para construir una ciudad más justa y 
solidaria, donde los pobres, los débiles y los marginados
 estén en el centro de nuestras preocupaciones y de 
nuestras acciones de cada día.
 ¡Es necesaria una gran
 y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener 
el coraje de proclamar, en nuestra Ciudad, que
 hay que defender a los pobres, y no defenderse
 de los pobres, que hay que servir a los 
débiles y no servirse de los débiles!

La enseñanza de un simple diácono romano nos
 puede ayudar. Cuando le pidieron a San Lorenzo
que llevara y mostrara los tesoros de la Iglesia,
 llevó simplemente a algunos pobres. Cuando en 
una ciudad se cuida, socorre y ayuda a los
 pobres y a los débiles a promoverse en la 
sociedad, ellos revelan el tesoro de la
 Iglesia y un tesoro en la sociedad.

Pero, cuando una sociedad ignora a los pobres, 
los persigue, los criminaliza, los obliga a ‘mafiarse’,
 esa sociedad se empobrece hasta la miseria,
 pierde la libertad y prefiere ‘el ajo y las cebollas’ 
de la esclavitud, de la esclavitud de su egoísmo,
 de la esclavitud de su pusilanimidad y
 esa sociedad deja de ser cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, concluir el año
 es volver a afirmar que existe una ‘última hora’
 y que existe ‘la plenitud del tiempo’. Al concluir
 este año, al dar gracias y al pedir perdón, nos 
hará bien pedir la gracia de poder caminar en 
libertad para poder reparar los tantos daños 
hechos y poder defendernos de la nostalgia
 de la esclavitud, y no ‘añorar’  la esclavitud.

Que la Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, 
que está en el corazón del templo de Dios
 – cuando la Palabra – que era en el principio – 
se hizo uno de nosotros en el tiempo, Ella que ha
 dado al mundo al Salvador,
 nos ayude a acogerlo
 con el corazón abierto, para ser y vivir 
verdaderamente libres, como hijos de Dios.

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