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Juan Pelingotto, Beato |
Laico Franciscano
Martirologio Romano: En Urbino, del Piceno, en Italia, beato
Juan Pelingotto, de la Tercera Orden de San Francisco, que,
siendo comerciante, procuraba favorecer más a los otros que a
sí mismo, y viviendo recluido en una celda, solamente salía
para atender a pobres y enfermos (1304).
Etimológicamente: Juan =
Dios es misericordioso, es de origen hebreo.Su culto fue aprobado por S.S. Bendedicto XV el
13 de noviembre de 1918.
Juan Pelingotto nació en Urbino en
1240, hijo de un rico mercader de telas que bien
pronto, si bien de mala gana, hubo de permitirle dedicarse
libremente a los ejercicios de piedad. A los once años
ya lo había iniciado en el comercio.
Vistió el hábito de
la Tercera Orden de la penitencia en la iglesia de
Santa María de los Ángeles, la primera iglesia franciscana de Urbino,
y como fiel imitador del Seráfico Padre, vivía austeramente. El
amor por los pobres lo movía a privarse aun de
lo necesario para socorrerlos; humildísimo, al caer en la cuenta
de que sus conciudadanos lo tenían en grande estima, para
despistarlos se hizo el loco, pero mientras más procuraba ocultarse,
más manifiestas hacía Dios sus virtudes.
En 1300 fue a Roma
para ganar el jubileo decretado por Bonifacio VIII. Era la
primera vez que iba a la ciudad eterna y no era
conocido por nadie; sin embargo, un desconocido al encontrarse con él,
lo señaló a sus compañeros diciendo: “¿No es este aquel
santo hombre de Urbino?”. Otros varios hechos manifestaron claramente que
el Señor quería hacer conocer su santidad. De regreso a
su ciudad natal, intensificó su vida espiritual deseando ardientemente la
patria celestial. Fue atacado por una gravísima enfermedad que lo
redujo pronto a las últimas, y lo hizo perder hasta
el habla, que recuperó completamente sólo en los últimos días
de su vida terrena. Supo ser imitador del Seráfico Padre
incluso en el dolor.
El demonio no cesaba de molestar
con horribles tentaciones a este terciario penitente que siempre había
guardado intacta la pureza de su alma. Andaba repitiendo: “¿Por
qué me molestas? ¿Por qué me echas en cara cosas
que nunca he cometido y en las cuales nunca he
consentido?”. Y abandonándose confiado en los brazos de la
misericordia divina, con voz fuerte dijo: “Y ahora, vamos con
toda confianza!”. Uno de los presentes dijo: “Padre, ¿a dónde vas?”.
“Al Paraíso!”, respondió. Dicho esto, su rostro se puso bellísimo,
sus miembros se distensionaron y, poco después expiró serenamente. Era
el primero de junio de 1304; tenía 64 años de
edad.
Juan había pedido que se le sepultara en la iglesia
de San Francisco, pero en un primer tiempo no se cumplió
su voluntad: tuvo solemnes funerales y fue sepultado en el
cementerio franciscano, en el claustro del convento. Dios glorificó bien
pronto a su fiel servidor. Tantas fueron las gracias que
se decían obtenidas por su intercesión, tanto era el concurso
de los fieles a su sepulcro, que los hermanos exhumaron
sus restos y los llevaron a la iglesia de San
Francisco. Aumentándose los prodigios se erigió un altar sobre su
tumba, donde se celebraron misas en su honor.
Su culto
continuó a través de los siglos.
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