jueves, 7 de junio de 2012

El Cister (Ora et Labora)




INTRODUCCIÓN ...

 

En el siglo XI surge un movimiento 
de renovación monástica que
 muestra su disconformidad ante
 la riqueza y el cierto refinamiento
 que habían ido adquiriendo los
 monasterios, contrarios al 
espíritu de pobreza y vida apostólica
 de la Regla de San Benito, la cual 
rechaza todo aquello que es
 superfluo.Para los renovadores, 
el monje había descuidado su labor
 y su lugar en la Iglesia. Según ellos, 
los abades no encarnaban la imagen
 propuesta por la Regla benedictina y
 se dedicaban a la vida mundana, 
pasando demasiado tiempo en las Cortes
e interviniendo demasiado tiempo 
en política; acumulaban demasiadas
 tierras y riquezas, y hacían excesos
 en el comer y en el beber; todo ello
 muy lejano de la penitencia, pobreza
 y soledad que tenían que practicar 
para seguir fielmente la Regla.
 El monje debía de llevar una 
vida de oración, trabajo y 
acogida de peregrinos, y poseer
 una razonable medida de todo.
 La Orden del Cister forma parte
 de este movimiento renovador,
 basado en el celo por la observancia 
más recta de la Regla de San Benito.






monje cisterciense







La entrada del Cister
 en la península Ibérica
 suele situarse en la 
primera mitad del siglo XII.
 Algunas fuentes concretan
 el año 1140 como la
 fecha en que Alfonso
 VII dio las primeras 
tierras al abad
 cisterciense de
 la Escaladieu ( Francia).
 Ya que éstas no
 reunían las condiciones
 adecuadas, la comunidad se
 trasladó definitivamente
 a Fitero ( Navarra),
 considerado por Lekai 
como el primer monasterio
 cisterciense de la Península.
 Inicialmente, San Bernardo
 no estaba entusiasmado
 por la prolongación
 territorial de la Orden
 hacia el sur; al final,
 no puso objeción y
 pronto se implantaron
 numerosos monasterios
 cistercienses.




San Benito



La causa de este entusiasmo por los monjes
 blancos deberá buscarse en "la necesidad de
 una urgente colonización y repoblación de 
las tierras conquistadas a los moriscos", y
parecía que los idóneos para esta
 tarea eran los monjes cistercienses,
 maestros consumados en las explotaciones
 agrarias y ganaderas.

El Cister entró en Cataluña en el año 1150,

 pocos años después de la fundación del 
primer monasterio cisterciense peninsular, 
respondiendo a una situación similar al resto 
de la Península, es decir, tierras conquistadas
 a los moriscos, despobladas y yermas y, 
al mismo tiempo, con una necesidad
 recristianizadora.


El monasterio de Santes
 Creus se instaló, definitivamente,
 en la orilla del río Gaià, en el año 1158.
 Poblet, en cambio, no tuvo problemas con
 las tierras que el rey Ramon Berenguer IV
 dio a la abadía de Fontfreda, que envió
 unos monjes para iniciar la organización
 del nuevo cenobio. El monasterio de
 Vallbona nace de una comunidad de
 eremitas que se habían establecido
 en el valle, y no se incorporó a la
 Orden del Cister hasta el año 1176,
 cuando algunos monjes de Tulebras 
( Navarra) llegan al cenobio.






LA ABADÍA DE CLUNY




Abadía benedictina fundada en el año 910 por San Odón con el patrocinio de Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, que había donado a esta orden los territorios de Cluny, en la Borgoña francesa, para la fundación de un monasterio con doce monjes. A partir de este momento, la abadía se convirtió en el centro de un gran movimiento de reforma monacal, resultado de una revisión en profundidad de los comportamientos de las comunidades benedictinas. Desde el año 950 hasta 1150 fue el principal centro de influencia religiosa del mundo cristiano y ya en el siglo XII, extendió sus monasterios por toda Europa.
El monasterio fue puesto bajo la directa protección del papado mediante una donación revolucionaria, en la que se establecía que ni el fundador ni el mismo Papa podrían disponer nunca de las posesiones del monasterio, con lo que, por primera vez, una comunidad monacal era completamente autónoma en su organización. Esto permitió establecer una estructura monacal absolutamente centralizada: el número de monasterios subordinados a la casa madre de Cluny osciló entre los 1400 y los 2000, mientras que el abad de Cluny se convertía en el abad de los abades.
La reforma cluniacense trajo consigo, también, un nuevo espíritu litúrgico en el que la oración llegó a tener una importancia preponderante en la vida de los monjes, dedicando todos sus esfuerzos a la plegaria con el abandono del trabajo manual predicado por San Benito. Paulatinamente, la acumulación de riquezas y la inmensa organización llevan a una relajación en el cumplimiento de la Regla, provocando una reacción y un nuevo movimiento de reforma a principios del siglo XII que postula volver a la ascesis y austeridad primitiva de la Orden. San Bernardo de Claraval impulsa y extiende la llamada reforma cisterciense que acabará con las formas de vida cluniacenses y, en el campo de la arquitectura, establecerá unos principios de gran austeridad.
Esta reforma monástica cluniacense trajo consigo importantes consecuencias en el campo del arte y en particular de la arquitectura. Después de sucesivas reformas y ampliaciones, las nuevas necesidades de expansión -en el monasterio había 300 monjes de coro- hacen necesaria la construcción de la nueva iglesia abacial de Cluny, que será determinante en la formulación del Románico internacional, comenzada en el año 1088. Sus trabajos se prolongaron hasta el 1130, siendo destruida en 1811. Por los restos conservados y por las excavaciones se conoce la ordenación del edificio, compuesto de cinco naves, dos cruceros al este, ábside con girola y capillas radiales y un atrio constituido por una basílica de tres naves. La nueva iglesia medía 130 m de longitud y en su nave central alcanzaba los 30 m de altura, siendo la mayor construcción monacal de Occidente.
La aportación de Cluny a la formación y difusión de la arquitectura románica es decisiva. Su situación geográfica le permitió recibir las influencias de la arquitectura lombarda y "los maestros de Como", el denominado primer románico, mientras que las rutas de peregrinación y la fundación de monasterios fueron los vehículos para difundir las soluciones adoptadas en Cluny.
LA REFORMA CISTERCIENSE













Monjes cistercienses.
En el siglo XI, el esplendor de los monjes benedictinos de Cluny era algo nunca visto en la historia del monacato. Los diez mil monjes, esparcidos por toda Europa, poseían monasterios opulentos, posesiones inmensas, disfrutaban del favor de los reyes y papas, y ejercían poderosa influencia, tanto en lo religioso, como en lo político, en lo social, económico y cultural.
Con todo, al alborear el siglo XII, la riqueza y la ociosidad había sumido a los clunicacenses en lamentable decadencia religiosa y cultural, así como la observancia monacal también había languidecido. El que había sido abad y prior de monasterios, San Roberto, no satisfecho con esa vida se retiró, junto con otros monjes, a un terreno pantanoso, Citeaux, -en latín Cistercium- a unos 5 km de Dijon, para fundar una Orden nueva. San Alberico fue el primero que obtuvo del Papa Pascual II, la confirmación del monasterio y redactó los primeros estatutos. San Esteban Harding fue quien prescribió a los cistercienses el hábito que les distinguía del negro benedictino: túnica de lana natural, blanco o gris, con escapulario negro. Los cistercienses quisieron volver a la estricta observancia religiosa de la Regla de San Benito, aunque se acercaron en algunos puntos de organización a Cluny. Característico del Císter es el apartamiento del mundo, el retiro, la soledad, el silencio, lo que lleva consigo la renuncia al apostolado y a la cura de almas. La más rigurosa pobreza reinaba en los nuevos monasterios e iglesias.

La rápida multiplicación de los monasterios cistercienses es un fenómeno que, sin duda, se debió, en gran medida, a la influencia de la personalidad de San Bernardo de Claraval, venerado en toda Europa por su santidad, elocuencia arrebatadora y por su intervención en los más graves negocios de la cristiandad.
Año 1098
A finales del siglo XI, una corriente de ascetismo espiritual invade Europa. Ésta predica la vuelta a la estricta observancia de las reglas monásticas, idea que calará muy dentro de las comunidades benedictinas. La reforma tiene su origen en san Roberto, fundador de Molesmes, que codifica, en el año 1098, un ideal de vida monástica con afinidades notorias a las que se estaban empezando a desarrollar en la nueva familia benedictina, en lugares como Grandmont y la Cartuja. Pero el ensayo de Molesmes quedó frustrado y san Roberto se traslada a Citeax, donde funda el monasterio que puede ser considerado como la cuna del mundo cisterciense. Es aquí donde los monjes, por primera vez, se visten de blanco. En 1113, estos monjes fundan La Ferté y Ponigny y, en el año 1115, Clairvaux y Morimond. La importancia de estos dos enclaves va a ser decisiva para la reforma. Clairvaux tendrá como abad a San Bernardo, cuya personalidad marca toda la obra cisterciense. Convierte este monasterio en centro de toda la cristiandad y denuncia en la Apología de Guillermo todo lo que había representado Cluny. Con ello, pone en cuestión las dimensiones excesivas de los santuarios de peregrinación y, en general, de los edificios religiosos, así como el lujo en los ornamentos, pinturas y decoraciones. San Bernardo critica una iglesia que cubre de oro sus monumentos y deja andar desnudos a sus hijos. El ascetismo espiritual y monástico tiene, de esta forma, una repercusión fundamental sobre la arquitectura.
En 1132, Pedro el Venerable propone unos estatutos que son el gran paso a la reforma de la orden benedictina. En ellos se propone reprimir todas las costumbres y formas de hacer cluniacenses imponiéndose una línea extremadamente austera. La enorme organización cisterciense, con una administración centralizada y una gestión agobiante, se ahogaba en su propia riqueza. La ascensión de las renovadas ordenes ascéticas era imparable, en poco tiempo se fundaron más de 300 prioratos en toda Europa, comunidades que llevaron a sus últimas consecuencias la Regla de San Benito.







HISTORIA  DEL  CISTER





Orígenes y fundación del Císter: la primera expansión

La prosperidad y auge que experimentó la Orden de Cluny en las últimas décadas del siglo XI condujeron a la Orden a un progresivo relajamiento, fruto del inmediato enriquecimiento y de la ociosidad de sus propios miembros. Ocupados todos el día en el aparato externo de las funciones litúrgicas, los monjes negros descuidaron la vida interior y la adoración en espíritu. Preocupados por disponer del mayor número posible de oficiantes, la Orden de Cluny abrió en exceso la mano a la hora de los ingresos de nuevos miembros, los cuales, tras dos o tres semanas de noviciado, eran nombrados miembros de pleno derecho, de tal forma que muchos de ellos no sabían leer ni escribir.
Las reacciones no tardaron en producirse. Así pues, antes de finalizado el siglo, apareció la primera intentona seria de reforma, con claro tinte anacoreta, a cargo de Roberto Arbrissel, que fundó la Congregación de Savigny, y de Guillermo de Vercelli, fundador de la abadía de Monte Vergine, aparte de otras muchas que, a título individual, buscaron en la soledad y en la pobreza externa el ideal evangélico perdido y abandonado. La culminación del movimiento llegó con la creación de la Orden del Císter y la obra de San Bernardo de Clairvaux, la cual actuó como puente de unión con el posterior advenimiento y eclosión definitiva de las órdenes mendicantes, ya en pleno siglo XII.
A la hora de hablar sobre la fundación del Císter, es obligado remitirse a un intento previo y preciso de reforma monástica: la fundación del monasterio de Molesmes, realizado por el monje Roberto, en el año 1075. En dicho monasterio, un grupo reducido de monjes concibió la idea de realizar, en los bosques de Citeaux, una fundación mejor planeada y con mejores resultados. Roberto de Molesmes, atraído por la vida solitaria y decepcionado por el relajamiento cluniacense, mantuvo firme la creencia en la vida ascética practicada dentro de la comunidad monástica como ideal de la vida religiosa perfecta. 
Debido a su sinceridad y sentimiento religioso, el nuevo monasterio de Molesmes atrajo pronto a un buen número de seguidores y, con el grupo local de la nobleza, se convirtió en una de las abadías reformadas de más éxito de finales del siglo XI. Precisamente fue su gran éxito el culpable del relativo fracaso de la primera experiencia reformadora de Roberto, puesto que el reducido grupo de ermitaños que fundaron el monasterio se vio pronto sobrepasado numéricamente por las nuevas vocaciones, hasta el punto de que perdieron el control sobre la disciplina impuesta desde el principio. Molesmes comenzó a parecerse cada vez más a las restantes abadías prósperas de la vecindad. 
En el otoño del año 1097, Roberto y cierto número de monjes, entre ellos su secretario inglés Esteban de Harding y Alberico (los dos siguientes abades principales del Císter) visitaron al arzobispo de Lyon, Hugo de Die, activo promotor de la reforma emprendida años antes por el papa Gregorio VII (1073-85). Roberto le presentó un plan para una nueva fundación, alegando como razón principal la tibia y negligente observancia de la Regla en el monasterio de Molesmes, la cual prometió seguir en un futuro con más vigor. El arzobispo les dio el beneplácito para abandonar el monasterio y establecerse en otro lugar, donde pudieran llevar a cabo sus ideales ascéticos y reformistas.

















A comienzos del año 1098, Roberto abandonó Molesmes, acompañado de veintiún compañeros, para instalarse en un breñal desértico, entre bosques y pantanos, a 20 kilómetros al sur de Dijon, que se llamaba Citeaux, cedido a tal propósito por Reinaldo, vizconde de Beaume. El monasterio del Císter, en un primer momento, no fue conocido por ese nombre, sino por el de Nuevo Monasterio (Novum Monasterium). La fecha tradicional de la fundación, según consta en documentos posteriores, fue el 21 de marzo de 1098. Ese año, el Domingo de Ramos coincidía con la festividad de San Benito, y se eligió más por su significado simbólico que por la veracidad de la fecha fundacional. El movimiento iniciado por Roberto de Molesmes señaló el comienzo de una nueva época en la historia del monacato occidental. El destino del nuevo monasterio se inició en el marco de una gran indecisión que duró hasta el ingreso en la Orden de San Bernardo. Roberto y sus compañeros desearon vivamente llevar una vida ascética de pobreza y perfecta soledad, proveyéndose de lo necesario con su propio trabajo, a imitación de los Apóstoles de Jesucristo. Los primeros meses los dedicaron a la tala de árboles, construyendo refugios temporales y plantando para la cosecha otoñal. A tales inconvenientes se le sumó la escasez de vocaciones, ocasionadas en parte por la propia severidad impuesta por la Orden y por una gran epidemia de peste que asoló la comarca, en el año 1111. Dos años más tarde, Roberto se vio obligado a regresar al antiguo monasterio de Molesmes para poner orden en la congregación que él fundase años antes, donde murió el 29 de abril del año 1111.
Poco después de la partida de Roberto a Molesmes, la pequeña comunidad de Citeaux eligió como su sucesor a Alberico (1099-1109), que había sido prior bajo Roberto y uno de los fundadores de Molesmes. Hombre de carácter y voluntad firme, Alberico consolidó, tanto material como espiritualmente, el Císter. Bajo su abadiato fue necesario el traslado de la ubicación primitiva del monasterio un kilómetro más hacia el norte, donde se construyó la primera iglesia del Císter, dedicada a la Santísima Virgen, iniciando así una ininterrumpida tradición en todas las posteriores iglesias de la Orden. Alberico consiguió del papa Pascual II una bula de protección para el nuevo monasterio, firmada el 19 de octubre del año 1100, conocida con el nombre de Privilegio Romano, de vital importancia dada la posición harto debilitada de Citeaux y las continuas presiones de parte de la abadía de Molesmes y otras circundantes. Bajo el abadiato de Alberico, los monjes de Citeaux adoptaron el hábito blanco con escapulario negro, por lo que pasaron a ser denominados los monjes blancos. Pero la gran obra de Alberico fue la redacción de los primeros estatutos de la Orden, los Instituta monachorum de Molismo venientium.
Después de la muerte de Alberico, ocurrida el 26 de enero del año 1109, los monjes de Citeaux eligieron abad al prior Esteban de Harding (1109-1134), quien, por méritos propios, fue la primera persona de la Orden reconocida por su genio creador. Esteban de Harding heredó un simple monasterio que gozaba por entonces de un cierto prestigio, pero insuficiente e incierto, dejando tras su muerte la primera Orden monástica dotada de un programa claramente formulado y ensamblada en un sólido marco legal y en un estadio de expansión sin precedentes, superando en dinamismo a su predecesora, la Orden de Cluny.
Desde el comienzo de su administración, Citeaux experimentó una rápida expansión en su patrimonio, gracias a las excelentes relaciones que Esteban mantuvo con la nobleza de la vecindad. Sin duda alguna, el resurgir del Císter de la oscuridad en la que se hallaba hasta un lugar prominente, además de la magnética y arrolladora personalidad de Esteban, atrajeron numerosos discípulos, por lo que se hizo preciso formar nuevos enjambres cistercienses. Hacia el año 1112 se planeó una nueva fundación, que se materializó en mayo del año siguiente, cuando partió un grupo de monjes hacia la Ferté, al sur de Citeaux, pero todavía dentro de los límites diocesanos de Chalon-sur-Saone, en la que también se encontraba la casa madre. 
Al año siguiente le siguió la fundación de una segunda casa, Pontigny, en la diócesis de Auxerre. En el año 1115 le tocó el turno a la fundación de Clairvaux (Claraval), fundada por San Bernardo, quien a la sazón contaba con tan sólo veinticinco años. Ese mismo año se fundó la cuarta casa en Marimond, en la diócesis de Langres. Tras una pausa de tres años, necesaria para restablecerse materialmente, siguieron en rápida sucesión Previlly, en 1118, y luego La Cour-Dieu, Bouras, Cadovin y Fontenay, todas ellas fundadas en el año 1119, lo que indica claramente el gran ímpetu dado a la Orden por su abad principal Esteban de Harding, quien, en ese mismo año, juzgó oportuno pedirle al papa Calixto II, recientemente electo, una bula en beneficio del Císter y de sus casas filiales. Finalmente, el 23 de diciembre del mismo año, el papa aprobó canónicamente la nueva Orden. 
Esta segunda bula en la historia reciente del Císter fue otro mojón en el camino de la nueva congregación, desde los difíciles comienzos hasta el éxito resonante posteriormente alcanzado. Hacia el año 1119, la existencia de un número de casas filiales hizo necesaria la adopción de una serie de medidas para salvaguardar la cohesión de la nueva Orden, incluyendo la promulgación de leyes y reglamentos para ser observadas por todas las casas y demás instituciones de la Orden. Fue así como vio la luz la Charta charitatis (Carta de Caridad), constitución y reglamentos de la Orden, que fue presentada al papa y aprobada por éste. La Carta de Caridad jugó un papel preponderante, no sólo en el propio desarrollo de la Orden, sino también en la estructuración de las constituciones de otras órdenes religiosas, que la tomaron como modelo organizativo.






El Císter y San Bernardo: obra y personalidad del santo

Sin restar los méritos debidos a la obra de Esteban de Harding, lo cierto es que una gran culpa del espectacular desarrollo del Císter se debió a la arrolladora y vital presencia en la Orden de San Bernardo. No hay duda al afirmar que, en todo aquel siglo, la personalidad más relevante, más activa y más contemplativa fue la del abad de Clairvaux, hombre de extraordinaria personalidad e indiscutiblemente la más poderosa fuerza espiritual de la cristiandad del siglo XII.
Bernardo nació en el año 1090, en el seno de una noble familia de Borgoña, en Fontaine, muy cerca de Dijon. Después de recibir una esmerada educación religiosa, fue enviado a Chatillon, donde asistió a la escuela de los canónigos de Saint-Vorles. A su regreso, el joven Bernardo decidió ingresar en el monasterio del Císter, ya bien conocido en toda la vecindad. La primera ocasión en que demostró su madera de líder nato fue cuando convenció a gran parte de sus hermanos, amigos y demás familiares para que le acompañasen en su nuevo camino religioso. Así, en la primavera del año 1113, él y sus compañeros pidieron ser admitidos en el monasterio del Císter. A pesar de la austera preparación religiosa que había imprimido al monasterio su abad general, Esteban de Harding, el joven Bernardo encontró en su nuevo hogar el clima adecuado y más acogedor para su temperamento espiritual, a la par que demostró bien pronto ser el intérprete más adecuado y efectivo para el nuevo mensaje reformista del Císter. 
A Esteban de Harding no se le pasó por alto las cualidades reformistas del nuevo novicio, al que reconoció como "un genio enviado por Dios", por lo que, en el año 1115, el joven Bernardo se convirtió en fundador y abad del monasterio de Clairvaux. Las innumerables calamidades y penurias de todo tipo que tuvieron que soportar los doce primeros monjes blancos del monasterio, heroicamente superadas por el genio infatigable de su fundador, incrementó en grado extremo la fama del cenobio, atrayendo tantos prosélitos que, en sólo tres años, Clairvaux pudo fundar su primera casa-hija, Trois-Fontaines.
La fama de su santidad y sabiduría se reveló con rapidez en toda la cristiandad apenas aparecieron sus primeros escritos. Aunque Bernardo nunca se propuso alcanzar dicho renombre, pronto se convirtió en el centro de atracción de una época que buscaba desesperadamente un liderazgo capaz y competente. Bernardo fue considerado por todos el director espiritual de Europa, el Moisés de la cristiandad, el que siempre estaba en oración y batallando contra los incontables enemigos de la fe romana. 
Tuvo que actuar en una época de tumultos políticos que sacudieron con fuerza la Europa central y occidental. Mantuvo una dinámica correspondencia con prácticamente todos los reyes de la cristiandad y con los papas, obispos y abades más importantes del momento. Sus cartas parecían arengas militares, con un alto contenido conminatorio o de maternales reprimendas mezcladas con caricias. Redactó tratados de teología, de ascética, sobre reforma eclesiástica, de hagiografía y hasta de caballeros cristianos para los templarios. Llevó personalmente su palabra por todas las partes de Francia y por Alemania, Italia y Flandes, haciendo acto de presencia en las cortes, concilios, universidades y salas capitulares. 
Gracias al abad de Clairvaux, el Císter actuó en la cristiandad del siglo XII como lo hiciese Cluny en la centuria precedente. En Alemania, el poderoso emperador Enrique V (1106-25), último miembro de la dinastía sálica, murió sin dejar heredero, viéndose el país dividido entre los partidarios de las dos familias rivales: güelfos y gibelinos. En Inglaterra se produjeron los mismos disturbios después del reinado de Enrique I (1100-35). Recordó sus deberes como cristiano al rey de Francia, Luis VI el Gordo (1108-37) y actuó como fiel valedor del joven heredero, Luis VII el Joven (1137-80), cuando sus instructores y tutores eclesiásticos se dedicaban a violar el derecho y la justicia del reino. 
En Italia, simultáneamente, las ciudades-estado poderosas y las familias más influyentes, aprovechando la debilidad manifiesta del Imperio Germánico, comenzaron de nuevo sus sangrientas rivalidades por hacerse con el poder territorial. Cuando en Roma el papado fue otra vez víctima de los bandos en conflicto, se produjo en peligroso Cisma. Tras la muerte del papa Honorio II (1124-30), dos partidos opuestos eligieron, el mismo día, dos papas, Inocencio II (1130-43) y el antipapa Anacleto II (1130-38). El mundo cristiano se mostró inoperante e incapaz de resolver el problema. San Bernardo fue elegido por una asamblea de clérigos y nobles franceses como el único capaz de poner paz y de resolver el grave conflicto que alteraba a la cristiandad.
 No obstante, San Bernardo tardó unos ocho años en convencer a los poderes en pugna para que reconociesen unánimemente a Inocencio II como papa legítimo. Durante esos años, Bernardo fue, literalmente, el centro de la política europea, desplegando un tedioso trajinar de conferencias, encuentros personales y centenares de cartas, aunque nunca actuó simplemente como diplomático. Jamás cedió ante una amenaza de fuerza, ni le fue necesario usar de tales tretas, pero tampoco transigió ante cualquier cuestión que no aceptase como válida. El secreto de su éxito radicó en su enorme superioridad moral, en su generoso desinterés y en el magnetismo que emanaba su persona.
La vida pública de San Bernardo alcanzó su culmen cuando un antiguo discípulo suyo, antiguo monje de su monasterio de Clairvaux, fue elegido papa con el nombre de Eugenio III (1145-53). Por orden del mismo, el papa inició la Segunda Cruzada, en el año 1146, en la que logró poner al frente a los dos reyes más poderosos del momento, Luis VII de Francia y el emperador Conrado III (1137-52).
Su palabra poderosa e irresistible personalidad hicieron maravillas en otro campo de su actividad, entre los herejes maniqueos de Francia y Alemania. Concretamente, todo el sur de Francia estaba plagado de seguidores maniqueos, contra los que San Bernardo rehusó utilizar las armas para emplearse con sus palabras y encendidos mensajes evangélicos. Aunque su misión tan sólo tuvo efectos temporales, sus sermones y milagros dejaron una honda huella en el lugar. 
También se enfrentó con éxito contra observaciones doctrinales, terreno en el que obtuvo su más resonante éxito frente al más famoso escolástico de todos los tiempos, Abelardo, que desde años anteriores había declarado una guerra abierta contra la enseñanza teológica tradicional y mística, defendida con tanto ahinco por San Bernardo. Lo primero que hizo el abad de Clairvaux fue entrevistarse amigablemente con Abelardo, el cual le prometió una retractación pública. Cuando se calmaron los ánimos de la controversia, Abelardo volvió a defender en público sus teorías, retando a San Bernardo a una pública disputa en el concilio de Sens, del año 1140. San Bernardo meditó, en un primer momento, el presentarse a la reunión, pero finalmente accedió a dicho encuentro.
 Expuso allí públicamente la doctrina herética de Abelardo, conjurando a éste a retractarse, a lo que se negó el afamado maestro, que rehusó dar explicaciones y apeló a Roma. El concilio, además de condenar diecinueve proposiciones de Abelardo, mandó a Roma los encendidos alegatos de San Bernardo, ante lo que Inocencio II condenó a Abelardo a la pena del perpetuo silencio. Ocho años más tarde, San Bernardo hizo lo mismo con Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, el cual trató de resucitar las tesis de Abelardo. Aunque San Bernardo reconocía y predicaba la necesidad de una renovación interior de la Iglesia y de la sociedad, defendió vigorosamente los derechos inalienables del Papado en lo temporal y combatió cuanto pudo al revolucionario Arnaldo de Brescia, que exageraba el espiritualismo y pretendía reformar la Iglesia privando al papa y a los eclesiásticos de todo poder político y civil.
La autoridad pública de Bernardo no se limitó, como ya se dijo anteriormente, a temas de importancia política o eclesiástica. Durante unos treinta años, él y sus cartas, escritas en un latín magistral y esplendoroso, estuvieron presentes cada que la paz, la justicia o los intereses de la Iglesia reclamaron su intervención. La Orden del Císter creció y se expandió paralelamente a su fama y popularidad, siempre en continuo aumento hasta su muerte, acaecida en el año 1151. Prueba de ello fueron las sesenta y cinco abadía fundadas en vida de San Bernardo por el monasterio que él presidía.
La expansión definitiva del Císter

Por todo esto, el incesante crecimiento de las vocaciones obligó a crear nuevas fundaciones en el marco de una frenética actividad como nuca se conoció hasta entonces en orden religiosa alguna. Sin duda alguna, la arrolladora personalidad de San Bernardo —venerado en toda Europa por su santidad, por sus milagros, por su elocuencia arrebatadora y por sus continuas intervenciones en los asuntos más graves y complicados de la cristiandad— favoreció en gran medida tal movimiento colonizador. Además, San Bernardo desplegó una actividad propagandística encomiable de su ideal religioso, lo que provocó que en sus constantes regresos al monasterio fuese acompañado de un nutrido grupo de jóvenes estudiantes, canónigos, nobles y demás gente que deseaban servir a Dios en el silencio del claustro cisterciense.
Otra causa, no menos importante del éxito del Císter, estuvo en la propia severidad de su ascetismo y en su alejamiento del mundo, debido al deseo de sus miembros de buscar la perfección dentro del ámbito de las mayores incomodidades, manteniendo de esa manera siempre el espíritu de lucha y sacrificio necesarios y huyendo de una confortabilidad que pudiese poner en peligro sus ideales.
Una tercer causa se debió a la nueva espiritualidad puesta sobre el tapete por los cistercienses, que se basó, principalmente, en prodigar una devoción inmensa a la humanidad de Jesucristo y a su madre, la Virgen, con San Bernardo como su más enconado adalid y defensor de tal devoción mariana. Desde los primeros tiempos de Roberto de Molesmes y Esteban de Harding, todas las iglesias de la Orden estuvieron consagradas a la Asunción de María, siendo San Bernardo apellidado, con razón, el "citarista de la Virgen" (citharista Mariæ).
A las primeras abadías derivadas inmediatamente del monasterio de Citeaux (Ferté, 1113; Pontigny, 1114; Clairvaux y Morimond, ambas en 1115), que conformaron el núcleo principal del que luego saldrían las demás casas filiales, les siguieron, casi de continuo, un gran número de monasterios esparcidos por todo el reino de Francia: Peville, 1118; Bonnevaux, 1119; Trois-Fontaines, Fontenay y Foigny, 1121; Igny, 1126; Reigny, 1128; Cherlien, 1131; Auberibe, Arribour, Nerlac, Belloc, Clermont, etc. Por esta época, los monjes blancos ya estaban perfectamente preparados para trasvasar los límites de Francia y establecerse permanentemente en otros países de la Europa cristiana. En este sentido, el Císter fue la primera Orden que tuvo éxito aboliendo las barreras políticas y convirtiéndose en una Orden con carácter internacional pleno.
En Inglaterra, el primer monasterio cisterciense fue el de Waverley (1128), tras el que siguieron el de Reivauls, Fontains y Tintern, por la misma época. En Irlanda, el arzobispo de Armagh, Malaquías —cuya vida escribiría, precisamente, San Bernardo—, fundó el monasterio de Mellifont (1142). La primera y más afamada abadía cisterciense de Suecia fue la de Alavast (1143), construida bajo el mecenazgo directo de la monarquía sueca. La abadía de Esroun, en Zelanda, tuvo enseguida seis monasterios dependientes, destacando los de Dargun y Colbatz, en la región de la Pomerania. En territorios tan alejados del centro de la cristiandad como Polonia, Hungría y Palestina, la labor de San Bernardo dio sus frutos con la edificación de numerosos monasterios y abadías. En Italia, los monjes blancos entraron en el año 1120, para establecerse y expandirse prodigiosamente con la fundación de los monasterios de Tiglieto, Chiaravalle, Cerreto, Fossanova, Cassamri, Tre Fontane de Roma, etc.

 El Císter en la Península Ibérica

En la Península Ibérica, gracias a la buena voluntad y a la favorable acogida de la orden por parte del monarca castellano-leonés Alfonso VII (1126-57), el Císter pudo extender una tupida red de monasterios, al igual que hiciese anteriormente Alfonso VI (1072-1109) con la Orden de Cluny. En el año 1132, el hábito blanco cisterciense sucedió al negro cluniacense en el monasterio zamorano de Moreruela. En el año 1140 se levantó el monasterio de Osera, en la provincia de Orense, el cual alcanzó una gran relevancia, siendo punto de partida, al año siguiente, de la fundación del monasterio de Fítero, en Navarra, y el de Monsalud, en Cuenca. En el año 1142, Sobrado, en Compostela, y Melón, en Tuy, se acogieron a la Regla cisterciense, al igual que hicieron, al año siguiente, los de Meira, en Lugo, y Valbuena, en Valladolid.
 En el año 1144, se fundó el monasterio de Cantabos, el cual fue trasladado, veinte años más tarde, a Santa María de Huerta, en Soria. Este rápido y amplio despliege cisterciense en la Península se debió, además de a la propia vitalidad de la Orden, al decidido apoyo que encontró por parte de la familia real y de la alta nobleza castellano-leonesa. El noble Pedro de Ataré —bajo cuya protección directa se fundó el monasterio de Veruela, en Zaragoza, en el año 1146— y la infanta doña Sancha —hermana del rey Alfonso VII, que introdujo a los monjes blancos en el monasterio de La Espina, en Valladolid, en el año 1147— son una muestra de tal protección por parte de las altas esferas políticas del reino castellano-leonés a la Orden. Al año siguiente, en el año 1148, el rey Alfonso VII levantó el monasterio de Rioseco, en Burgos, al igual que Ramón Berenguer IV hiciese con el de Oliva, en Navarra, con la gran abadía de Poblet, en el año 1150, y la de Santa Creus, en el año 1151, ambas en Tarragona.
En el recién nacido reino portugués, la labor repobladora corrió a cargo de un afamado santo ermitaño, Juan de Cirita, que organizó, en el año 1132, el monasterio de San Cristóbal de Alafões, en Viseu, de donde procedió, al año siguiente, el de San Juan de Taronca, en Lamego, contando siempre con la ayuda y apoyo del fundador de la monarquía portuguesa, el rey Alfonso Enriques, devotísimo de la figura de San Bernardo.
La situación y expansión del Císter en las postrimerías del siglo XII no podía ser mejor. En la Península Ibérica había unos setenta monasterios; en Alemania y Francia, esta cantidad era mucho mayor. Su influencia benéfica para con la Iglesia fue extraordinaria, particularmente en el terreno de la conversión de los pueblos paganos del norte y este de Europa, así como en el progreso de la economía agraria (repoblación de pagos y terrenos baldíos) y comercial.
Evolución del Císter

Durante los siglos XIII y XIV, la gran observancia de los cistercienses, su antiguo espíritu reformista y el mantenimiento de los ideales del monacato fue decayendo poco a poco. Además, su gran número y extensión en diversos países produjo un considerable distanciamiento con las casas madres francesas, sin que pudiera evitarse una constante disgregación. Con la eclosión de la crisis general que azotó a toda Europa a lo largo del siglo XIV (pestes, guerras continuas, recesión económica, catástrofes demográficas, etc), los monjes blancos se vieron empujados a abandonar su primitivo aislamiento y a desamparar sus monasterios, a lo que se sumó el proceso de encomiendas, por el que muchas casas cistercienses pasaron a ser regidas por familias nobles que imponían como abades a prelados relajados, avaros y más preocupados por sus patrimonios que por la propia Orden.
Otra circunstancia que agravó el progresivo declive de la Orden fue la aparición de disidencias graves y distintos puntos de enfoques dentro de la congregación, sobre todo a la hora de interpretar los estatutos dejados por Esteban de Harding. El papa Urbano IV (1261-64) encomendó la tarea revisionista a tres prelados: Nicolás, obispo de Troyes; Esteban, abad de Marmontier; y Godefrido de Beaujeu, dominico y confesor del rey francés Luis IX el Santo. Pero al morir el papa, su sucesor, Clemente IV (1264-68), convocó en la ciudad de Perusia al abad del Císter y a sus cuatro filiales y cabezas de la Orden para llegar a un acuerdo único y definitivo. La reunión no pudo acabar con las disputas internas, rompiéndose así la ley básica de la Orden sobre la abstinencia, con lo que se produjo en el seno de la Orden un gran número de congregaciones diferentes, que acabaron por minar definitivamente el original impulso cisterciense.
Uno de los cambios más significativos de los cistercienses fue la tendencia acusada a la creación de escuelas, política ésta que fue apoyada sin reservas por el papa Benedicto XII (1335-42), que incluso llegó a imponer la obligación de enviar un monje blanco de cada veinte a la Universidad, en la constitución Fulgens quasi stella matutina, promulgada en el año 1335: Salamanca, para los españoles; Bolonia, para los italianos; Metz, para los alemanes; Oxford, para los ingleses, escoceses e irlandeses; Tolouse y Montpellier, para los españoles y franceses; y París, para todos los miembros de la Orden. Otro cambio fundamental fue la desaparición de los hermanos legos como causa de la gran depresión económica que azotó toda Europa en el siglo XIV. 
En los países latinos se impuso el cargo in commendam —o abades comendatarios, ya aludidos más arriba—, verdadera plaga que causó la ruina de numerosos monasterios. Estos abades comendatarios dieron al traste con las medidas impuestas por Benedicto XII, siendo desde entonces imposible mantener la observancia y unidad de la Orden. La situación, en general, se agravó sobremanera durante el Cisma de Occidente (1378-1417): Citeaux, sede del Capítulo General, se mantuvo leal a Aviñón, mientras que Italia e Inglaterra apoyaron al partido romano.
Aún así, dentro del Císter nunca faltaron conatos e intentos serios de reforma, ya parciales o generales, pero sin éxito práctico alguno, como el llevado a cabo por la abadía de Fonillants, en el año 1577, aprobado por el propio papa Sixto V (1585-90), y que amenazó con romper la esencial unidad de todo el cuerpo cisterciense por la imposición de sus reglas tan austeras. En el año 1605, la llamada Estricta Observancia restableció el espíritu de la Charta charitatis y los primitivos decretos del Capítulo General. Pero una serie de agrias discusiones, fruto en parte de las ambiciones políticas, desgarraron el cuerpo cisterciense entre la Estricta y la Corriente Observancia. Finalmente, en el año 1683 se llegó a un acuerdo y las dos observancias independientes formaron una sola Orden hasta el advenimiento de la Revolución Francesa, tiempo en el que la Orden tuvo que soportar una progresiva injerencia en sus asuntos internos por parte de la monarquía francesa, la cual mandaba a sus comisarios como asistentes de pleno derecho en las celebraciones de los Capítulos Generales.
El 13 de julio del año 1664, Armand-Jean Rancé, uno de los monjes cistercienses del partido estricto, se retiró al monasterio de la Trapa, en el departamento del Orne, y restableció la Orden cisterciense, imponiendo a sus monjes su concepto de vida monacal basado en la penitencia, la austeridad y la expiación. La Trapa, con permiso del papa Alejandro VII (1655-67), permaneció independiente de la Orden cisterciense, conformando la actual Orden de los Trapenses.
La tempestad política y social producida por el estallido de la Revolución Francesa, precedida del jansenismo, el clima intelectual de los filósofos y teístas y la francmasonería europea, cayó sobre un monacato que ya estaba totalmente privado de libertad. En Francia, la Asamblea Constituyente secularizó, en el año 1790, los monasterios cistercienses, entre los que había 194 abadías comendatarias, 34 regulares y un centenar largo de monasterios femeninos. La misma suerte corrieron todos los monasterios en Bélgica e Italia y un gran número de los suizos. Sendos decretos, en el año 1803 y 1810, acabaron con todos los monasterios en Alemania. En la Península Ibérica, los monasterios cistercienses sufrieron un gran quebranto durante la Guerra de la Independencia. Finalmente, en los años 1834 y 1835, Portugal y España emitieron sendos decretos de supresión de la Orden. Once años después, los emperadores de Rusia y Prusia se encargaron de suprimir los monasterios de la católica Polonia.
En Francia, tan sólo sobrevivió la familia trapense, gracias a su abad, Dom Lestrange. Pero una serie de discusiones en torno a la fidelidad a la Regla provocó la escisión de la Trapa en tres grupos. No obstante, los esfuerzos del Papado lograron restablecer una unidad de control que agrupó a las cuatro versiones de los cistercienses —las tres de los reformados trapenses y la de los no reformados—, que permaneció hasta el año 1891. Al año siguiente, los tres grupos trapenses se volvieron a unir para formar una orden enteramente separada de la común observancia y, en el año 1902 tomaron el nombre de Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, en clara oposición a la Sagrada Orden de Citeaux.
En la actualidad, el espíritu y ánimo cisterciense ha sido objeto de un resurgir, después de terribles luchas y continuos azares de todo tipo. Según el Annuario Pontificio, del año 1970, los cistercienses de observancia común cuentan con 80 abadías y 1.618 religiosos, mientras que los reformados trapenses tienen 83 abadías y 3.642 miembros.

 La regla cisterciense: un modelo de vida monástica

La Regla cisterciense nació como reacción contra los cluniacenses, en un intento por volver a la estricta observancia religiosa de la Regla de San Benito (Regla sine glossa, como más tarde diría San Francisco de Asís), pero acercándose en algunos puntos de su organización al modelo que impuso Cluny. Así, por ejemplo, el Císter escogió un término medio entre el aislamiento de los primeros monasterios benedictinos y la centralización cluniacense, conservando la federación monasterial, si bien con bastante autonomía.
La Charta charitatis, redactada por Esteban de Harding, estableció la cabeza de la Orden en el monasterio de Citeaux, cuyo abad debía ser elegido por los miembros de esta abadía y por los abades de las cuatro filiales, llamados protoabades. El abad de Citeaux, asesorado por los protoabades, ejercía una vigilancia universal mediante un sistema de visitas, una vez al año, a las abadías filiales, con plenos poderes para castigar y corregir. Las visitas podían ser realizadas por el propio abad o, lo más corriente, por los visitadores generales nombrados por éste directamente, los cuales rendían luego cuentas al Capítulo general, reunido cada año. A su vez, cada abadía tenía autoridad sobre los filiales dependientes.
El Capítulo General se reunía todos los años en la abadía de Citeaux, en el mes de septiembre, integrado por todos los abades, en el que se oían los informes presentados por los visitadores generales y por el propio abad de Citeaux. El Capítulo General, en su calidad de cuerpo judicial y legislativo, tenía la capacidad de imponer castigos o las reformas oportunas que estimase convenientes. No obstante, existían dispensas de asistencia para los abades de las provincias más lejanas de la casa madre. Por ejemplo, los abades de Castilla y León no estaban obligados a asistir más que cada tres años; los de Portugal, Irlanda y Grecia, cada cuatro; los de Siria, Suecia y Noruega, cada cinco; y los del resto de monasterios ubicados en países muy lejanos, cada siete.
La gran diferencia del Císter con respecto a Cluny fue que, a diferencia de esta orden (la cual buscaba ávidamente para sus monasterios la exención de la jurisdicción episcopal, dependiendo sólamente del Papado), el Císter quiso seguir dependiendo directamente de los obispos, los cuales, sin embargo, apenas tuvieron ocasión de intervenir en los asuntos internos de la Orden.
Los estatutos cistercienses hicieron especial hincapié por regular todos aquellos puntos que más ayudaban a la pretendida renovación espiritual: el alejamiento de los núcleos urbanos; el retiro y la soledad como vida perfecta para el monje; la renuncia al apostolado y predicación directa, por lo que los cistercienses nunca regentaron parroquias propias; la no admisión de diezmos y vasallos, con la consiguiente sustracción a lo organización feudal eclesiástica; la prohibición de poseer asalariados y siervos, siendo éstos sustituidos por la admisión de los hermanos legos (conversi), que tenían una inquietudes religiosas e intelectuales más simples y que estaban encargados del cultivo y cuidado de las granjas, de las que procedían todos los alimentos necesarios para el sustento cotidiano, a diferencia de los inmensos latifundios de los cluniacenses, arrendados a colonos y censatarios.
La rigurosa pobreza que reinaba en los monasterios cistercienses también se trasladó a la construcción y decoración de sus monasterios y abadías. Fue primordial la rigurosa austeridad que se aplicó en el arte cisterciense, con iglesias pobres y desnudas, diseñadas en base a una sencillez aplastante pero que lograron alcanzar las más puras líneas del estilo ojival; sin torres, sin mosaicos, sin la profusión escultórica de que hizo gala el estilo cluniacense, que con tanto denuedo criticó San Bernardo en su obra Apologia ad Guillemum. En definitiva, sin nada que pudiera revelar una vana superfluidad y soberbia que fuera en contra de la pobreza y sencillez. Por todo ello, excluyeron del culto benedictino las cruces de oro y plata, los candelabros e incensarios ricamente adornados (los cuales debían ser de hierro o cobre), etc.
La actividad interna de los monjes se reguló hasta el más mínimo detalle. Desde el 15 de septiembre, y hasta la Pascua, los monjes blancos sólo hacían una comida, exceptuándose los domingos, la cual también era igual de frugal que la de los días normales. Dormían vestidos y con el ceñidor sobre una simple tabla. La jornada comenzaba con maitines (prima hora), para no volver a la celda hasta completas (hora nona). El Oficio Divino siguió siendo el centro de su vida diaria, aunque sin la exageración de que hicieron gala los monjes negros de Cluny, ya que los cistercienses recortaron dicho tiempo para dar una mayor cabida al trabajo manual y a la lectio divina, conforme a la Regla de San Benito (ora et labora).

 El Císter como nuevo modelo de espiritualidad

La concepción cisterciense de la vida religiosa se concibió en base a la austeridad, consistente en la renuncia al mundo y a todos los bienes terrenos, en castigar el cuerpo con la penitencia y vivir sólo para el espíritu, teniendo como ideal a Cristo y su sufrimiento. San Bernardo acentuó aún más tales preceptos, a los que sumó la contemplación mística y la devoción a la Virgen María, cuya humildad y virginidad atrajeron especialmente a éste. La maternidad de la Virgen fue resaltada debido a la concreción en ella de todas las virtudes posibles, como mediadora y dispensadora de todas las gracias posibles.
La consecuencia de semejante línea espiritual fue el gran número de santos que florecieron al calor de la Orden a lo largo de toda su historia, y que hizo que el pueblo, en su conjunto, los venerase, lo mismo que los papas, los cuales solían escoger para los más altos puestos de la jerarquía y legaciones papales a monjes cistercienses. En el siglo XIII, el papa Inocencio III (1198-1216) los consideró como sus mejores y más capaces auxiliares. A los tres primeros fundadores de la Orden les siguieron muchos otros abades generales, todos ellos aptos y preparados, además de destacados miembros de la Iglesia que pertenecieron, en un momento u otro de sus vidas como religiosos, a la orden: los arzobispos Edmundo de Canterbury, Eskilo de Lund, Malaquías de Armagh, Raimundo de Fítero (fundador de la Orden de Calatrava en el reino de Castilla), etc.

 El Císter femenino: las monjas bernardas

San Bernardo impulsó la creación de monasterios femeninos sujetos a la Orden cisterciense, que tuvieron también un destacado papel en la reforma llevada a cabo por los miembros masculinos. El primer monasterio femenino fue fundado en el año 1120, en Tart, junto a Dijon, tras el que surgieron una gran cantidad de cenobios femeninos, hasta el punto de extenderse mucho más rápido que los masculinos, especialmente en Francia y Alemania. En esta misma época, los abadengos cistercienses fueron regidos por abadesas de un extraordinario carácter religioso y ascético que, en múltiples ocasiones, superaron a los abades masculinos, tales como Santa Humbelina (hermana de San Bernardo), Santa Ascelina (también pariente del santo), Santa Lutgarda de Brabante (célebre por sus éxtasis y revelaciones), Santa Edurigis (duquesa de Silesia y Polonia), Santa Franca de Piacenza, la Beata Teresa (hija del rey Sancho I de Portugal y esposa del rey Alfonso IX de León), Santa Juliana de Mont-Carnillon (iniciadora de la festividad del Corpus), etc.
Entre los monasterios femeninos merece destacarse, en la Península Ibérica, el de Las Huelgas, en la provincia de Burgos, fundado por el rey Alfonso VIII de Castilla (1158-1214) como panteón real, al igual que lo era el de Leire en Navarra y el de Poblet en Aragón. La abadesa de Las Huelgas llegó a tener una jurisdicción eclesiástica exenta del obispo, además de tener bajo su cargo un amplio territorio que incluía la dirección del célebre y grandioso Hospital del Rey. A su vez, también tenía jurisdicción casi episcopal en todos los edificios, territorios y pueblos a su cargo, tanto dentro como fuera de la propia provincia de Burgos; podía instituir beneficios y dar colación de ellos (incluyendo a curatos masculinos); dar licencia para predicar, confesar y decir misa en su jurisdicción; instruir diligencias en causas matrimoniales e, incluso, criminales de los clérigos bajo su cargo.




























































































































ARQUITECTURA  CISTERCIENSE


La arquitectura cisterciense

La austeridad de la regla cisterciense marcará toda la arquitectura, que se caracteriza por su desornamentación tanto arquitectónica como de detalle. Regida por los principios de orden y claridad, se desprende de toda ornamentación para convertirse en estructura arquitectónica.
La primera consecuencia que se deriva es la situación de las abadías, que se ubicarán en lugares aislados, lejos de las ciudades, pueblos o castillos. Se rodearán de una cerca en cuyo interior se encuentra todo lo necesario para la vida del monje. Su organización será siempre la misma, surgiendo del esquema de los monasterios cluniacenses.
La iglesia, con el ábside dirigido a oriente, se levantaba en el lugar más elevado del terreno, determinando la posición del claustro que, generalmente, se sitúa al sur. En el lado este del claustro se dispone la sala capitular, el locutorio y la sala de reunión de los monjes y, en el piso superior, el dormitorio. En el lado sur el refectorio, el calefactorio y la cocina, y en el lado norte los aposentos de los legos y el celario. En el recinto de la abadía, junto a la puerta, en muchas ocasiones existe una hospedería, una capilla destinada a visitantes y mujeres, así como todo tipo de dependencias funcionales: bodegas, graneros, hornos, establos, etc. La disposición de los edificios siempre fue muy rigurosa y la construcción sobria y funcional.
La arquitectura desarrollada en las iglesias se caracteriza por presentar plantas de tres naves. La central cubierta con bóveda de cañón apuntada y las laterales más bajas cubiertas con bóvedas transversales. La iluminación, de luz natural, se realiza siempre a través de naves laterales y huecos de ventana abiertos en el ábside. La prohibición de construir el campanario sobre el crucero hace que la misma cubierta de las naves llegue hasta la cabecera. Esto uniforma la estructura en planta y reduce la movilidad de las siluetas de los edificios. Los soportes se convierten en simples pilares rectangulares o poligonales con capiteles que no se decoran o lo hacen con suaves relieves de hojas, planas y esquemáticas. Las cabeceras son planas, rodeadas en algunos casos por capillas absidiales cuadradas. Adoptan el arco apuntado y la bóveda de crucería ojival, elementos que serán ampliamente utilizados en la posterior arquitectura gótica.
La concepción tradicional de la arquitectura religiosa, tan rica en la creación de espacios, se esquematizó, y la decoración se hizo prácticamente inexistente, pese a lo cual se desarrolla una arquitectura verdaderamente monumental.
La influencia que esta arquitectura ejerce sobre la gótica es fundamental en el empleo de elementos, como el arco apuntado o la bóveda ojival. En la concepción del espacio, como lugar recogido y aislado, y en el empleo de la luz, natural y focal, en ningún momento irreal y coloreada como la gótica, hace que su filiación se encuentre dentro del estilo románico.
En Francia, el edificio más representativo es la Abadía de Fontenay. En Italia es, en el centro de la Península, donde se encuentra el núcleo más importante y mejor conservado de abadías, con ejemplos como los de Casamari, Fossanova, San Galgano o Falleri.

 Arquitectura cisterciense en España

La arquitectura cisterciense tiene en España una importante difusión. La primera fundación es el monasterio de Fitero (Navarra) de 1140, al que siguieron un gran número en un tiempo relativamente pequeño.
La peculiar situación bélica de la península hizo que las fundaciones cistercienses respondieran a necesidades concretas. Se entendieron como elementos de ayuda en la repoblación de las tierras conquistadas, lo que llevó a que se establecieran, en muchos casos, en zonas de frontera, como es el caso del monasterio de Monsalud de Córcoles en Guadalajara, fundado en 1141, donde podían servir como elemento de contención de posibles ataques musulmanes. Por esta misma razón se explica que algunos de estos monasterios gozaran de la protección real como es el caso de las Huelgas, Santes Creus o Poblet, o que, posteriormente, intervinieran monjes cistercienses en la fundación de órdenes militares como la de Calatrava y Alcántara.
Merecen ser destacados también los monasterios de Santa María de Huerta, Gradefes, Veruela, Fitero, Valbona, Bonaval, Monsalud y Buenafuente del Sistal.
La influencia de la arquitectura cisterciense, y todo su programa arquitectónico desornamentado, fue decisiva en las formas del románico final y en la permanencia de este estilo en áreas rurales durante todo el siglo XIII.

ORDEN CISTERCIENCE DEL ESTRECHA OBSERVANCIA(Pincha la foto y veras una pagina de la orden)



Claustro del monasterio de la Oliva (Navarra)

Santa Maria la Real (Navarra)

Santa Maria de la Huerta (Soria)

San Bernardo


Monasterio de Veruela (Huesca)

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