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Luis IX, Santo |
Rey de Francia
Maartirologio Romano: San Luis IX, rey de Francia,
que, tanto en tiempo de paz como durante la guerra
para defensa de los cristianos, se distinguió por su fe
activa, su justicia en el gobierno, el amor a los
pobres y la paciencia en las situaciones adversas. Tuvo once
hijos en su matrimonio, a los que educó de una
manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes, fuerzas y
su misma vida en la adoración de la Cruz, la
Corona y el sepulcro del Señor, hasta que, contagiado de
peste, murió en el campamento de Túnez, en la costa
de África del Norte (1270). Etimología: Luis = guerrero ilustre.
Viene de la lengua alemana.
Fecha de canonización: El Papa Bonifacio
VIII lo canonizo en el año 1297
San Luis, rey de Francia, es, ante todo, una
Santo cuya figura angélica impresionaba a todos con sólo su
presencia. Vive en una época de grandes heroísmos cristianos, que
él supo aprovechar en medio de los esplendores de la
corte para ser un dechado perfecto de todas las virtudes.
Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y
a los doce años, a la muerte de su padre,
Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la
regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla.
Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela,
que supieron dar sus hijos, más que para reyes de
la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las
madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de
Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y
San Fernando.
En medio de las dificultades de la regencia supo
Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de
una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los
deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde,
pero ante todo va haciendo crecer en su alma un
anhelo constante de servicio divino, de una sensible piedad cristiana
y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera
suponer en él el menor atisbo de pecado. «Hijo -le
venía diciendo constantemente-, prefiero verte muerto que en desgracia de
Dios por el pecado mortal».
Es fácil entender la vida que
llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una tan
buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la
época difícil en que a ambos les tocaba vivir, en
medio de una nobleza y de unas cortes que venían
a convertirse no pocas veces en hervideros de los más
desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo
que luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había
alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor
de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el
5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa
San Luis de la sabia mirada de su madre, a
la que tiene siempre a su lado para tomar las
decisiones más importantes. En este mismo año, y por su
consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija
de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera
de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo
poco a poco los peldaños de la santidad.
En lo humano,
el reinado de San Luis se tiene como uno de
los más ejemplares y completos de la historia. Su obra
favorita, las Cruzadas, son una muestra de su ideal de
caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del sacrificio y
de la abnegación. Por otra parte, tanto en la política
interior como en la exterior San Luis ajustó su conducta
a las normas más estrictas de la moral cristiana. Tenía
la noción de que el gobierno es más un deber
que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran
solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en
todo la felicidad de sus súbditos.
Desde el principio de su
reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos,
pueblos y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo
las quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones
especiales fueron encargadas de recorrer el país con objeto de
enterarse de las más pequeñas diferencias. Como resultado de tales
informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que establecieron un
compendio de obligaciones para todos los súbditos del reino.
El reflejo
de estas ideas, tanto en Francia como en los países
vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero,
y a él recurrían a veces en demanda de ayuda
y de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para
arrancar de una vez la perturbación que sembraban por los
pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal
a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de
Tolosa, a los que se sumó el rey Enrique III
de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y derrota a
los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando
llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor
desplegó su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo
de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones.
Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su
generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259
entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y Périgueux,
a fin de que en adelante el agradecimiento garantizara mejor
la paz entre los dos Estados.
Padre de su pueblo y
sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que
más han de brillar en la corona humana de San
Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre
todo, en sus relaciones con el Papa y con la
Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el emperador
Federico II y el Papa por causa de las investiduras
y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo
en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su
reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de
intervenir contra los abusos a que se entregaban algunos clérigos,
coordinando de este modo los derechos que como rey tenía
sobre su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto
de la Silla de San Pedro y de la Jerarquía.
Para hacer más eficaz el progreso de la religión en
sus Estados se dedica a proteger las iglesias y los
sacerdotes. Lucha denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace
por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo
que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes y
decisiones.
Personalmente da un gran ejemplo de piedad y devoción ante
su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este
sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a
cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona
de espinas, que con su propio dinero había desempeñado del
poder de los venecianos, que de este modo la habían
conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego, Balduino II. En
1238 la hace llevar con toda pompa a París y
construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla,
que de entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a
la que fue adornando después con una serie de valiosas
reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo
madero de la cruz y el hierro de la lanza
con que fue atravesado el costado del Señor.
A todo ello
añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de
sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados,
a quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba
él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los
pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los
hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga
su cuerpo con duros cilicios y disciplinas. Se pasa grandes
ratos en la oración, y en este espíritu, como antes
hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también
a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de
padre, de rey y de cristiano.
Sólo le quedaba a San
Luis testimoniar de un modo público y solemne el gran
amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le
impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas de
fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban
a luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión
de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A San Luis
le cabe la gloria de haber dirigido las dos últimas
Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho
el sentido noble de estas empresas, y que él vigoriza
de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y
del sacrificio.
En un tiempo en que estaban muy apurados los
cristianos del Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte
de ver en Francia al mejor de los reyes, en
quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva
empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante
a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por Él,
se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico
soldado de su causa. Desde este momento va a vivir
siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y
morirá murmurando: «Jerusalén».
En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar
los Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada
de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra,
emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en
1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos
centenares de prisioneros.
Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000
kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto
y en septiembre de 1244 arrebataron la ciudad de Jerusalén
a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a
los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a
tomar la cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la
voz del Vicario de Cristo.
Luis IX, lleno de fe, se
entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y,
mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros
mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos.
El 12 de junio de 1248 sale de París para
embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de
Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el
duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros,
obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800
caballos.
El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio
de concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero
pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15
de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque
de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen
hacia Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un cronista-
y el yelmo a la cabeza, la lanza en el
puño y el agua hasta el sobaco», San Luis, saltando
de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto era dueño
de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone
la paz, pero el santo rey no se la concede,
aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante
seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y
al fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide
a internarse más al interior para avanzar contra El Cairo.
La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se
adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah,
siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de
San Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo
que reaccionar fuertemente y al fin logra vencer en duros
encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de
los caminos y de los canales en el delta del
Nilo, y cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre
y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por fin,
retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los
sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo
rey, a su hermano Carlos de Anjou, a Alfonso de
Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).
Era la
ocasión para mostrar el gran temple de alma de San
Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con
una serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos
enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle con
deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena
para el Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San
Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto
de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando
las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y
devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y
Caná. Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su
madre, Doña Blanca, se decidió a volver a Francia.
A su
vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo.
Sigue administrando justicia por sí mismo, hace desaparecer los combates
judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a
la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos,
especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura
y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no
pocas veces hace en ellos oración, como un monje más
de la casa.
Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo
viva en el corazón y en el ideal del Santo.
Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas
les iban quedando ya a los cristianos de Oriente. Los
mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos reductos.
Por si fuera poco, en 1261 había caído a su
vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales
en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la
Pantera), mahometano fanático, que se propuso acabar del todo con
los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva
Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por
su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el
rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto
de Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles
y prelados, se decide a luchar contra los infieles.
En esta
ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves
hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal
vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado a
oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas
tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que
éstos mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo
saber a San Luis que estaba dispuesto a recibir la
fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas promesas,
esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance
que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.
Pero todo iba a
quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal
para el ejército del rey. El 4 de julio de
1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17
se apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de
su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques violentos de los
sarracenos.
El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor,
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la putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan
a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de
agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro
días más tarde el legado pontificio y el 25 del
mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que,
como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo
a los apestados y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis
años de edad y cuarenta de reinado.
Pocas horas más tarde
arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la
dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue
trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia, para ser
enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde
este momento iba a servir de grande veneración y piedad
para todo su pueblo. Unos años más tarde, el 11
de agosto de 1297, era solemnemente canonizado por Su Santidad
el papa Bonifacio VIII en la iglesia de San Francisco
de Orvieto (Italia).
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