Descubrimiento y evangelización |
En referencia a América, desde hace cinco siglos,
ya desde los primeros cronistas hispanos, venimos hablando de
Descubrimiento, palabra en la que se expresa una triple verdad. |
|
|
Descubrimiento y evangelización |
Descubrimiento
La palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar
lo que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa.
En referencia a América, desde hace cinco siglos, ya desde
los primeros cronistas hispanos, venimos hablando de Descubrimiento, palabra en
la que se expresa una triple verdad.
1. España, Europa, y
pronto todo el mundo, descubre América, un continente del que
no había noticia alguna. Este es el sentido primero y
más obvio. El Descubrimiento de 1492 es como si del
océano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso, grandioso
y variadísimo.
2. Los indígenas americanos descubren también América a partir
de 1492, pues hasta entonces no la conocían. Cuando los
exploradores hispanos, que solían andar medio perdidos, pedían orientación a
los indios, comprobaban con frecuencia que éstos se hallaban casi
tan perdidos como ellos, pues apenas sabían algo -como no
fueran leyendas inseguras- acerca de lo que había al otro
lado de la selva, de los montes o del gran
río que les hacía de frontera. En este sentido es
evidente que la Conquista llevó consigo un Descubrimiento de las
Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos
indios. Los otomíes, por poner un ejemplo, eran tan ignorados
para los guaraníes como para los andaluces. Entre imperios formidables,
como el de los incas y el de los aztecas,
había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso
error decir que la palabra Descubrimiento sólo tiene sentido para
los europeos, pero no para los indios, alegando que «ellos
ya estaban allí». Los indios, es evidente, no tenían la
menor idea de la geografía de «América», y conocían muy
poco de las mismas naciones vecinas, casi siempre enemigas. Para
un indio, un viaje largo a través de muchos pueblos
de América, al estilo del que a fines del siglo
XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.
En
este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace
que aquéllos que apenas conocían poco más que su región
y cultura, en unos pocos decenios, queden deslumbrados ante el
conocimiento nuevo de un continente fascinante, América. Y a medida
que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios
americanos descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la
existencia de cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles,
y una variedad casi indecible de pueblos, lenguas y culturas...
Madariaga
escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás
unos en otros no ya como una unidad humana, sino
ni siquiera como extraños. No se conocían mutuamente, no existían
unos para otros antes de la conquista. A sus propios
ojos, no fueron nunca un solo pueblo. «En cada provincia
-escribe el oidor Zorita que tan bien conoció a las
Indias- hay grande diferencia en todo, y aun muchos pueblos
hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se
tratan ni conocen, y esto es general en todas las
Indias, según he oído» [...] Los indios puros no tenían
solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus territorios,
y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del
continente de cuya misma existencia apenas si tenían noción. Lo
que llamamos ahora Méjico, la Nueva España de entonces, era
un núcleo de organización azteca, el Anahuac, rodeado de una
nebulosa de tribus independientes o semiindependientes, de lenguajes distintos, dioses
y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha de la
Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organizadas, rodeados de
hordas de salvajes, caníbales y sodomitas. Y en cuanto al
Perú, sabemos que los incas lucharon siglos enteros por reducir
a una obediencia de buen pasar a tribus de naturales
de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y que
cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez
en decadencia y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los
únicos tres centros de organización que los españoles encontraron. Allende
aztecas, chibchas e incas, el continente era un mar de
seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar
con unidad de cualquier forma que fuese» (El auge 381-382).
3.
Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más
profundo y religioso, poco usual. En efecto, Cristo, por sus
apóstoles, fue a América a descubrir con su gracia a
los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo, nuestro
Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la
paz... que arrancará el velo que cubre a todos los
pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (Is
25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán
y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que podía haber en
el corazón del indio Cuauhtlatoatzin, si su gracia le sanaba
y hacía de él un hombre nuevo: el beato Juan
Diego.
Así pues, bien decimos con toda exactitud que en el
año de gracia de 1492 se produjo el Descubrimiento de
América.
Encuentro
En 1492 se inica un Encuentro entre dos mundos sumamente
diferentes en su desarrollo cultural y técnico. Europa halla en
América dos culturas notables, la mayo-azteca, en México y América
central, y la incaica en Perú, y un conjunto de
pueblos sumidos en condiciones sumamente primitivas.
La Europa cristiana y
las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en
un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa,
a tientas, sin precedente alguno orientador. Ambas, dice Rubert de
Ventós, citado por Pedro Voltes, eran «partes de un encuentro
puro, cuyo carácter traumático rebasaba la voluntad misma de las
partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos ni culturales que
preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesariamente trágica»
(Cinco siglos 10).
Quizá nunca en la historia se ha dado
un encuentro profundo y estable entre pueblos de tan diversos
modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento hispánico
de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a
ocupar las tierras que habían vaciado previamente por la expulsión
o la eliminación de los indios. Pero en la América
hispana se realizó algo infinitamente más complejo y difícil: la
fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad,
hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos
ni los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían
modelo alguno de referencia. En este encuentro se inició un
inmenso proceso de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar
a un Mundo Nuevo.
La renovación de lo viejo
El mundo indígena
americano, al encontrarse con el mundo cristiano que le viene
del otro lado del mar, es, en un cierto sentido,
un mundo indeciblemente arcaico, cinco mil años más viejo que
el europeo. Sus cientos de variedades culturales, todas sumamente primitivas,
sólo hubieran podido subsistir precariamente en el absoluto aislamiento de
unas reservas. Pero en un encuentro intercultural profundo y estable,
como fue el caso de la América hispana, el proceso
era necesario: lo nuevo prevalece.
Una cultura está formada por
un conjunto muy complejo de ideas y prácticas, sentimientos e
instituciones, vigente en un pueblo determinado. Pues bien, muchas de
las modalidades culturales de las Indias, puestas en contacto con
el nuevo mundo europeo y cristiano, van desfalleciendo hasta desaparecer.
Cerbatanas y hondas, arcos y macanas, poco a poco, dejan
ya de fabricarse, ante el poder increíble de las armas
de fuego, que permiten a los hombres lanzar rayos. Las
flautas, hechas quizá con huesos de enemigos difuntos, y los
demás instrumentos musicales, quedan olvidados en un rincón ante la
selva sonora de un órgano o ante el clamor restallante
de la trompeta.
Ya los indios abandonan su incipiente arte pictográfico,
cuando conocen el milagro de la escritura, de la imprenta,
de los libros. Ya no fabrican pirámides pesadísimas, sino que,
una vez conocida la construcción del arco y de otras
técnicas para los edificios, ellos mismos, superado el asombro inicial,
elevan bóvedas formidables, sostenidas por misteriosas leyes físicas sobre sus
cabezas. La desnudez huye avergonzada ante la elocuencia no verbal
de los vestidos. Ya no se cultivan pequeños campos, arando
la tierra con un bastón punzante endurecido al fuego, sino
que, con menos esfuerzo, se labran inmensas extensiones gracias a
los arados y a los animales de tracción, antes desconocidos.
Ante
el espectáculo pavoroso que ofrecen los hombres vestidos de hierro,
que parecen bilocarse en el campo de batalla sobre animales
velocísimos, nunca conocidos, caen desanimados los brazos de los guerreros
más valientes. Y luego están las puertas y ventanas, que
giran suavemente sobre sí mismas, abriendo y cerrando los huecos
antes tapados con una tela; y las cerraduras, que ni
el hombre más fuerte puede vencer, mientras que una niña,
con la varita mágica de una llave, puede abrir sin
el menor esfuerzo. Y está la eficacia rechinante de los
carros, tirados por animales, que avanzan sobre el prodigio de
unas ruedas, de suave movimiento sin fin...
Pero si esto sucede
en las cosas materiales, aún mayor es el desmayo de
las realidades espirituales viejas ante el resplandor de lo nuevo
y mejor. La perversión de la poligamia -con la profunda
desigualdad que implica entre el hombre y la mujer, y
entre los ricos, que tienen decenas de mujeres, y los
pobres, que no tienen ninguna-, no puede menos de desaparecer
ante la verdad del matrimonio monogámico, o sólo podrá ya
practicarse en formas clandestinas y vergonzantes. El politeísmo, los torpes
ídolos de piedra o de madera, la adoración ignominiosa de
huesos, piedras o animales, ante la majestuosa veracidad del Dios
único, creador del cielo y de la tierra, no pueden
menos de difuminarse hasta una desaparición total. Y con ello
toda la vida social, centrada en el poder de los
sacerdotes y en el ritmo anual del calendario religioso, se
ve despojada de sus seculares coordenadas comunitarias...
¿Qué queda entonces de
las antiguas culturas indígenas?... Permanece lo más importante: sobreviven los
valores espirituales indios más genuinos, el trabajo y la paciencia,
la abnegación familiar y el amor a los mayores y
a los hijos, la capacidad de silencio contemplativo, el sentido
de la gratuidad y de la fiesta, y tantos otros
valores, todos purificados y elevados por el cristianismo. Sobrevive todo
aquello que, como la artesanía, el folklore y el arte,
da un color, un sentimiento, un perfume peculiar, al Mundo
Nuevo que se impone y nace.
Conquista
Al Descubrimiento siguió la Conquista,
que se realizó con una gran rapidez, en unos veinticinco
años (1518-1555), y que, como hemos visto, no fue tanto
una conquista de armas, como una conquista de seducción -que
las dos acepciones admite el Diccionario-. En contra de lo
que quizá pensaban entonces los orgullosos conquistadores hispanos, las Indias
no fueron ganadas tanto por la fuerza de las armas,
como por la fuerza seductora de lo nuevo y superior.
¿Cómo se explica si no que unos miles de hombres
sujetaran a decenas de millones de indios? En La crónica
del Perú, hacia 1550, el conquistador Pedro de Cieza se
muestra asombrado ante el súbito desvanecimiento del imperio incaico: «Baste
decir que pueblan una provincia, donde hay treinta o cuarenta
mil indios, cuarenta o cincuenta cristianos» (cp.119). ¿Cómo entender, si
no es por vía de fascinación, que unos pocos miles
de europeos, tras un tiempo de armas muy escaso, gobernaran
millones y millones de indios, repartidos en territorios inmensos, sin
la presencia continua de algo que pudiera llamarse ejército de
ocupación? El número de españoles en América, en la época
de la conquista, era ínfimo frente a millones de indios.
En
Perú y México se dio la mayor concentración de población
hispana. Pues bien, según informa Ortiz de la Tabla, hacia
1560, había en Perú «unos 8.000 españoles, de los cuales
sólo 480 o 500 poseían repartimientos; otros 1.000 disfrutaban de
algún cargo de distinta categoría y sueldo, y los demás
no tenían qué comer»... Apenas es posible conocer el número
total de los indios de aquella región, pero sólamente los
indios tributarios eran ya 396.866 (Introd. a Vázquez, F., El
Dorado). Así las cosas, los españoles peruanos pudieron pelearse entre
sí, cosa que hicieron con el mayor entusiasmo, pero no
hubieran podido sostener una guerra prolongada contra millones de indios.
Unos
años después, en la Lima de 1600, según cuenta fray
Diego de Ocaña, «hay en esta ciudad dos compañías de
gentileshombres muy honrados, la una [50 hombres] es de arcabuces
y la otra [100] de lanzas... Estas dos compañías son
para guarda del reino y de la ciudad», y por
lo que se ve lucían sobre todo en las procesiones
(A través cp.18).
Se comprende, pues, que el término «conquista», aunque
usado en documentos y crónicas desde un principio, suscitará con
el tiempo serias reservas. A mediados del XVI «desaparece cada
vez más la palabra y aun la idea de conquista
en la fraseología oficial, aunque alguna rara vez se produce
de nuevo» (Lopetegui, Historia 87). Y en la Recopilación de
las leyes de Indias, en 1680, la ley 6ª insiste
en suprimir la palabra «conquista», y en emplear las de
«pacificación» y «población», ateniéndose así a las ordenanzas de Felipe
II y de sus sucesores.
La conquista no se produjo
tanto por las armas, sino más bien, como veíamos, por
la fascinación y, al mismo tiempo, por el desfallecimiento de
los indios ante la irrupción brusca, y a veces brutal,
de un mundo nuevo y superior. El chileno Enrique Zorrilla,
en unas páginas admirables, describe este trauma psicológico, que apenas
tiene parangón alguno en la historia: «El efecto paralizador producido
por la aparición de un puñado de hombres superiores que
se enseñoreaba del mundo americano, no sería menos que el
que produciría hoy la visita sorpresiva a nuestro globo terráqueo
de alguna expedición interplanetaria» (Gestación 78)...
Por último, conviene tener en
cuenta que, como señala Céspedes del Castillo, «el más importante
y decisivo instrumento de la conquista fueron los mismos aborígenes.
Los castellanos reclutaron con facilidad entre ellos a guías, intérpretes,
informantes, espías, auxiliares para el transporte y el trabajo, leales
consejeros y hasta muy eficaces aliados. Este fue, por ejemplo,
el caso de los indios de Tlaxcala y de otras
ciudades mexicanas, hartos hasta la saciedad de la brutal opresión
de los aztecas. La humana inclinación a hacer de todo
una historia de buenos y malos, una situación simplista en
blanco y negro, tiende a convertir la conquista en un
duelo entre europeos y nativos, cuando en realidad muchos indios
consideraron preferible el gobierno de los invasores a la perpetuación
de las elites gobernantes prehispánicas, muchas veces rapaces y opresoras
(si tal juicio era acertado o erróneo, no hace al
caso)» (América hisp. 86).
Luces y sombras de las Indias
A
lo largo de nuestra crónica, tendremos ocasión de poner de
relieve los grandes tesoros de humanidad y de religiosidad que
los misioneros hallaron en América. Eran tesoros que, ciertamente, estaban
enterrados en la idolatría, la crueldad y la ignorancia, pero
que una vez excavados por la evangelización cristiana, salieron muy
pronto a la luz en toda su belleza sorprendente.
Estos contrastes
tan marcados entre las atrocidades y las excelencias que al
mismo tiempo se hallan en el mundo precristiano de las
Indias son muy notables. Nos limitaremos a traer ahora un
testimonio. El franciscano Bernardino de Sahagún, el mismo que en
el libro II de su magna Historia general de las
cosas de Nueva España hace una relación escalofriante de los
sacrificios humanos exigidos por los ritos aztecas, unas páginas más
adelante, en el libro VI, describe la pedagogía familiar y
escolar del Antiguo México de un modo que no puede
menos de producir admiración y sorpresa:
«Del lenguaje y afectos
que usaban cuando oraban al principal dios... Es oración de
los sacerdotes en la cual le confiesan por todopoderoso, no
visible ni palpable. Usan de muy hermosas metáforas y maneras
de hablar» (1), «Es oración donde se ponen delicadezas muchas
en penitencia y en lenguaje» (5), «De la confesión auricular
que estos naturales usaban en tiempo de su infidelidad» (7),
«Del lenguaje y afectos que usaban para hablar al señor
recién electo. Tiene maravilloso lenguaje y muy delicadas metáforas y
admirables avisos» (10), «En que el señor hablaba a todo
el pueblo la primera vez; exhórtalos a que nadie se
emborrache, ni hurte, ni cometa adulterio; exhórtalos a la cultura
de los dioses, al ejercicio de las armas y a
la agricultura» (14), «Del razonamiento, lleno de muy buena doctrina
en lo moral, que el señor hacía a sus hijos
cuando ya habían llegado a los años de discreción, exhortándolos
a huir de los vicios y a que se diesen
a los ejercicios de nobleza y de virtud» (17), y
lo mismo exhortando a sus hijas «a toda disciplina y
honestidad interior y exterior y a la consideración de su
nobleza, para que ninguna cosa hagan por donde afrenten a
su linaje, háblanlas con muy tiernas palabras y en cosas
muy particulares» (18)... En un lenguaje antiguo, de dignidad impresionante,
estos hombres enseñaban «la humildad y conocimiento de sí mismo,
para ser acepto a los dioses y a los hombres»
(20), «el amor de la castidad» (21) y a las
buenas maneras y «policía [buen orden] exterior» (22).
Poco después nos
contará Sahagún, con la misma pulcra y serena minuciosidad, «De
cómo mataban los esclavos del banquete» (Lib.9, 14), u otras
atrocidades semejantes, todas ellas orientadas perdidamente por un sentido indudable
de religiosidad. Es la situación normal del mundo pagano. Cristo
ve a sus discípulos como luz que brilla en la
tinieblas del mundo (Mt 5,14), y San Pablo lo mismo:
sois, escribe a los cristianos, «hijos de Dios sin mancha
en medio de una gente torcida y depravada, en la
que brilláis como estrellas en el mundo, llevando en alto
la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).
La descripción, bien concreta, que
hace San Pablo de los paganos y judíos de su
tiempo (Rm 1-2), nos muestra el mundo como un ámbito
oscuro y siniestro. Así era, de modo semejante, el mundo
que los europeos hallaron en las Indias: opresión de los
ricos, poligamia, religiones demoníacas, sacrificios humanos, antropofagia, crueldades indecibles, guerras
continuas, esclavitud, tiranía de un pueblo sobre otros... Son males
horribles, que sin embargo hoy vemos, por así decirlo, como
males excusables, causados en buena parte por inmensas ignorancias y
opresiones.
Primeras actitudes de los españoles
¿Cuales fueron las reacciones de
los españoles, que hace cinco siglos llegaron a las Indias,
ante aquel cuadro nuevo de luces y sombras?
-El imperio del
Demonio.
Los primeros españoles, que muchas veces quedaron fascinados por la
bondad de los indios, al ver en América los horrores
que ellos mismos describen, no veían tanto a los indios
como malos, sino como pobres endemoniados, que había que liberar,
exorcizándoles con la cruz de Cristo.
El soldado Cieza de
León, viendo aquellos tablados de los indios de Arma, con
aquellos cuerpos muertos, colgados y comidos, comenta: «Muy grande es
el dominio y señorío que el demonio, enemigo de natura
humana, por los pecados de aquesta gente, sobre ellos tuvo,
permitiéndolo Dios» (Crónica 19). Esta era la reflexión más común.
Un texto de Motolinía, fray Toribio de Benavente, lo expresa
bien: «Era esta tierra un traslado del infierno; ver los
moradores de ella de noche dar voces, unos llamando al
demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían atabales, bocina,
cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de
sus demonios. Las beoderas [borracheras] que hacían muy ordinarias, es
increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que
cada uno en el cuerpo metía... Era cosa de grandísima
lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios
vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era,
que no quedaban en aquel solo pecado, mas cometían otros
muchos, y se herían y descalabraban unos a otros, y
acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos parientes»
(Historia I,2,57). Los aullidos de las víctimas horrorizadas, los cuerpos
descabezados que en los teocalli bajaban rodando por las gradas
cubiertas por una alfombra de sangre pestilente, los danzantes revestidos
con el pellejo de las víctimas, los bailes y evoluciones
de cientos de hombres y mujeres al son de músicas
enajenantes... no podían ser sino la acción desaforada del Demonio.
-Excusa.
Conquistadores
y misioneros vieron desde el primer momento que ni todos
los indios cometían las perversidades que algunos hacían, ni tampoco
eran completamente responsables de aquellos crímenes. Así lo entiende, por
ejemplo, el soldado Cieza de León:
«Porque algunas personas dicen de
los indios grandes males, comparándolos con las bestias, diciendo que
sus costumbres y manera de vivir son más de brutos
que de hombres, y que son tan malos que no
solamente usan el pecado nefando, mas que se comen unos
a otros, y puesto que en esta mi historia yo
haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y
abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi
intención decir que esto se entienda por todos; antes es
de saber que si en una provincia comen carne humana
y sacrifican sangre de hombres, en otras muchas aborrecen este
pecado. Y si, por el consiguiente, en otra el pecado
de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad
y no lo acostumbran, antes lo aborrecen; y así son
las costumbres dellos: por manera que será cosa injusta condenarlos
en general. Y aun de estos males que éstos hacían,
parece que los descarga la falta que tenían de la
lumbre de nuestra santa fe, por la cual ignoraban el
mal que cometían, como otras muchas naciones» (Crónica cp.117).
-Compasión.
Cuando los
cronistas españoles del XVI describen las atrocidades que a veces
hallaron en las Indias, es cosa notable que lo hacen
con toda sencillez, sin cargar las tintas y como de
paso, con una ingenua objetividad, ajena por completo a los
calificativos y a los aspavientos. A ellos no se les
pasaba por la mente la posibilidad de un hombre naturalmente
bueno, a la manera rousseauniana, y recordaban además los males
que habían dejado en Europa, nada despreciables.
En los misioneros,
especialmente, llama la atención un profundísimo sentimiento de piedad, como
el que refleja esta página de Bernardino de Sahagún sobre
México:
«¡Oh infelicísima y desventurada nación, que de tantos y de
tan grandes engaños fue por gran número de años engañada
y entenebrecida, y de tan innumerables errores deslumbrada y desvanecida!
¡Oh cruelísimo odio de aquel capitán enemigo del género humano,
Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir y
envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos
de Adán! ¡Oh juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro
Señor Dios! ¡Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido,
tantos tiempos, que aquel enemigo del género humano tan a
su gusto se enseñorease de esta triste y desamparada nación,
sin que nadie le resistiese, donde con tanta libertad derramó
toda su ponzoña y todas sus tinieblas!». Y continúa con
esta oración: «¡Señor Dios, esta injuria no solamente es vuestra,
pero también de todo el género humano, y por la
parte que me toca suplico a V. D. Majestad que
después de haber quitado todo el poder al tirano enemigo,
hagáis que donde abundó el delito abunde la gracia [Rm
5,20], y conforme a la abundancia de las tinieblas venga
la abundancia de la luz, sobre esta gente, que tantos
tiempos habéis permitido estar supeditada y opresa de tan grande
tiranía!» (Historia lib.I, confutación).
-Esperanza.
Como es sabido, las imágenes dadas por
Colón, después de su Primer Viaje, acerca de los indios
buenos, tuvieron influjo cierto en el mito del buen salvaje
elaborado posteriormente en tiempos de la ilustración y el romanticismo.
Cristóbal Colón fue el primer descubridor de la bondad de
los indios. Cierto que, en su Primer Viaje, tiende a
un entusiasmo extasiado ante todo cuanto va descubriendo, pero su
estima por los indios fue siempre muy grande. Así, cuando
llegan a la Española (24 dic.), escribe:
«Crean Vuestras Altezas que
en el mundo no puede haber mejor gente ni más
mansa. Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego [pronto]
los harán cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres
de sus reinos, que más mejor gente ni tierra puede
ser».
Al día siguiente encallaron en un arrecife, y el Almirante
confirma su juicio anterior, pues en canoas los indios con
su rey fueron a ayudarles cuanto les fue posible:
«El, con
todo el pueblo, lloraba; son gente de amor y sin
codicia y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras
Altezas que en el mundo creo que no hay mejor
gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como
a sí mismos, y tienen una habla la más dulce
del mundo, y mansa, y siempre con risa. Ellos andan
desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron, mas
crean Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas,
y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera
tan continente que es placer de verlo todo, y la
memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué
es y para qué».
Así las cosas, los misioneros, ante
el mundo nuevo de las Indias, oscilaban continuamente entre la
admiración y el espanto, pero, en todo caso, intentaban la
evangelización con una esperanza muy cierta, tan cierta que puede
hoy causar sorpresa. El optimismo evangelizador de Colón -«no puede
haber más mejor gente, luego los harán cristianos»- parece ser
el pensamiento dominante de los conquistadores y evangelizadores. Nunca se
dijeron los misioneros «no hay nada que hacer», al ver
los males de aquel mundo. Nunca se les ve espantados
del mal, sino compadecidos. Y desde el primer momento predicaron
el Evangelio, absolutamente convencidos de que la gracia de Cristo
iba a hacer el milagro.
También los cristianos laicos, descubridores y
conquistadores, participaban de esta misma esperanza.
«Si miramos -escribe Cieza-, muchos
[indios] hay que han profesado nuestra ley y recibido agua
del santo bautismo [...], de manera que si estos indios
usaban de las costumbres que he escrito, fue porque no
tuvieron quien los encaminase en el camino de la verdad
en los tiempos pasados. Ahora los que oyen la doctrina
del santo Evangelio conocen las tinieblas de la perdición que
tienen los que della se apartan; y el demonio, como
le crece más la envidia de ver el fruto que
sale de nuestra santa fe, procura de engañar con temores
y espantos a estas gentes; pero poca parte es, y
cada día será menos, mirando lo que Dios nuestro Señor
obra en todo tiempo, con ensalzamiento de su santa fe»
(Crónica cp.117).
Evangelización portentosamente rápida
Las esperanzas de aquellos evangelizadores se
cumplieron en las Indias. Adelantaremos aquí sólamente unos cuantos datos
significativos:
-Imperio azteca.
1487. Solemne inauguración del teocali de Tenochtitlán, en lo
que había de ser la ciudad de México, con decenas
de miles de sacrificios humanos, seguidos de banquetes rituales antropofágicos.
1520.
En Tlaxcala, en una hermosa pila bautismal, fueron bautizados los
cuatro señores tlaxcaltecas, que habían de facilitar a Hernán Cortés
la entrada de los españoles en México.
1521. Caída de Tenochtitlán.
1527.
Martirio de los tres niños tlaxcaltecas, descrito en 1539 por
Motolinía, y que fueron beatificados por Juan Pablo II en
1990.
1531. El indio Cuauhtlatóhuac, nacido en 1474, es bautizado en
1524 con el nombre de Juan Diego. A los cincuenta
años de edad, en 1531, tiene las visiones de la
Virgen de Guadalupe, que hacia 1540-1545 son narradas, en lengua
náhuatl, en el Nican Mopohua. Fue beatificado en 1990.
1536. «Yo
creo -dice Motolinía- que después que la tierra [de México]
se ganó, que fue el año 1521, hasta el tiempo
que esto escribo, que es en el año 1536, más
de cuatro millones de ánimas [se han bautizado]» (Historia II,2,
208).
-Imperio inca.
1535. En el antiguo imperio de los incas, Pizarro
funda la ciudad de Lima, capital del virreinato del Perú,
una ciudad, a pesar de sus revueltas, netamente cristiana.
1600.
Cuando Diego de Ocaña la visita en 1600, afirma impresionado:
«Es mucho de ver donde ahora sesenta años no se
conocía el verdadero Dios y que estén las cosas de
la fe católica tan adelante» (A través cp.18).
Son años
en que en la ciudad de Lima conviven cinco grandes
santos: el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano
San Francisco Solano (+1610), la terciaria dominica Santa Rosa de
Lima (+1617), el hermano dominico San Martín de Porres (+1639)
-estos dos nativos-, y el hermano dominico San Juan Macías
(+1645).
Todo, pues, parece indicar, como dice el franciscano Mendieta, que
«los indios estaban dispuestos a recibir la fe católica», sobre
todo porque «no tenían fundamento para defender sus idolatrías, y
fácilmente las fueron poco a poco dejando» (Hª ecl. indiana
cp.45).
Así las cosas, cuando Cristo llegó a las Indias
en 1492, hace ahora cinco siglos, fue bien recibido.
El nosotros
hispanoamericano
El mexicano Carlos Pereyra observó, ya hace años, un fenómeno
muy curioso, por el cual los hispanos europeos, tratando de
reconciliar a los hispanos americanos con sus propios antepasados criollos,
defendían la memoria de éstos. Según eso, «el peninsular no
se da cuenta de que toma a su cargo la
causa de los padres contra los hijos» (La obra 298).
Esa defensa, en todo caso, es necesaria, pues en la
América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento
hacia la propia historia ocasiona con cierta frecuencia una conciencia
dividida, un elemento morboso en la propia identificación nacional.
Ahora bien,
«este resentimiento -escribe Salvador de Madariaga- ¿contra quién va? Toma,
contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años,
una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: "Ustedes los
españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca". "Yo,
señora, no he destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se
quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron los
antepasados de usted". Se quedó la dama limeña como quien
ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores
se habían quedado aquí y eran los padres de los
criollos» (Presente 60).
En fin, cada pueblo encuentra su identidad
y su fuerza en la conciencia verdadera de su propia
historia, viendo en ella la mano de Dios. Es la
verdad la que nos hace libres. En este sentido, Madariaga,
meditando sobre la realidad humana del Perú, observa: «El Perú
es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no
es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita
del Perú lo español mata al Perú. Quien quita al
Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni
el otro quiere de verdad ser peruano... El Perú tiene
que ser indoespañol, hispanoinca» (59).
Estas verdades elementales, tan ignoradas a
veces, son afirmadas con particular acierto por el venezolano Arturo
Uslar Pietri, concretamente en su artículo El «nosotros» hispanoamericano:
«Los descubridores
y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes antepasados culturales y
no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos como
gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados
también forman parte de nosotros [... y] su influencia cultural
sigue presente y activa en infinitas formas en nuestra persona.
[...] La verdad es que todo ese pasado nos pertenece,
de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan
sólo por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como
de cosa ajena de los españoles, los indios y los
africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos» (23-12-1991).
Un
día de éstos acabaremos por descubrir el Mediterráneo. O el
Pacífico.
Mucha razón tenía el gran poeta argentino José Hernández, cuando
en el Martín Fierro decía:
«Ansí ninguno se agravie;
no
se trata de ofender;
a
todo se ha de poner
el nombre con que se llama,
y a naides le quita fama
lo que recibió al nacer».
|
|
Iglesia en México Independiente |
Desde la influencia de la masonería, hasta el gobierno y muerte de Juárez. |
|
|
Iglesia en México Independiente |
Aun en el México de nuestros días, la Iglesia Católica
continúa teniendo como enemigos a quienes, a lo largo de
casi 200 años, hicieron hasta lo imposible por sacarla del
corazón de la mayoría de los mexicanos. Las persecuciones a
la Iglesia fueron algo común durante un largo período de
nuestra Historia y, sólo terminaron, cuando la tolerancia y el
respeto al pueblo por parte del Estado fueron puestos en
práctica. No obstante el reconocimiento jurídico que el gobierno les
ha concedido, tanto a la Iglesia Católica como a las
demás confesiones religiosas; los anticlericales no dudarían, si pudieran, en
revertir dicha concesión, en su afán de hacer del pueblo
mexicano, un pueblo sin creencias.
El motivo de este trabajo es
narrar de una manera somera, las tribulaciones que la Iglesia
Católica ha tenido que sufrir durante casi dos centurias que,
es el período que abarca esta obra.
Fue en 1813, cuando
las logias masónicas del rito escocés empiezan a entrar a
la Nueva España con el propósito de introducir las ideas
de la Constitución de Cádiz y, no se disolvieron ni
siquiera cuando Fernando VII derogó aquella; sino que cambiaron sus
métodos de trabajo, divulgando extensamente los libelos burlescos de Voltaire
y Rousseau y folletos que ridiculizaban a los sacerdotes y
religiosos; comenzando así a minar el respeto que el pueblo
les profesaba, con lo que lograron al paso de los
años, desencadenar verdaderas persecuciones contra la Iglesia Católica.
A raíz de
la independencia y durante el imperio de Iturbide, aumentó la
influencia de la masonería y sus tendencias anticlericales.
Después de
la caída de Iturbide en 1823; el Congreso de la
república quedó dividido en dos partidos: el de los centralistas,
formado por masones del rito escocés a los que se
unieron los monarquistas, españoles, hacendados y algunos miembros del clero;
y el de los federalistas, en donde estaban casi todos
los antiguos insurgentes y representantes de clases sociales inferiores. En
1825 llegó a México el ministro plenipotenciario de los E.U.,
Joel Poinsett; quien ejercería un pernicioso influjo sobre los políticos
mexicanos; trayendo con él un nuevo rito masónico: el yorkino,
consiguiendo entre los federalistas a la mayoría de sus miembros.
Los
del grupo escocés eran moderados, en tanto los yorkinos eran
extremistas. El conflicto entre ambos grupos no se hizo esperar
con resultados desastrosos para nuestra patria. Los yorkinos llegaron a
tener gran influencia en el gobierno de aquella época y,
a pesar de sus promesas de mejoras sociales y educativas,
su administración degeneró en tumultos y demagogia. En vez de
poner en práctica un liberalismo político, se convirtió en descarado
liberalismo anticatólico. La persecución de españoles que habían simpatizado con
la Independencia se puso a la orden del día, siendo
desterrados incluso, los misioneros hispanos de Tejas, Nuevo México y
California, dejando que los indígenas de esas zonas recayeran en
la barbarie.
En 1829 Vicente Guerrero pidió al presidente de E.U.
Andrew Jackson el retiro de Poinsett; pero desgraciadamente, al irse,
el ministro plenipotenciario dejaba tras de sí 120 logias yorkinas,
que continuarían su mala obra. A fines de ese mismo
año cayó el gobierno de Guerrero, asumiendo el poder Anastacio
Bustamante. Las conspiraciones inspiradas por los masones brotaban por todos
lados y, en 1832, Antonio López de Santa Anna encabezó
una insurrección para echar a Bustamante quien renunció el 23
de diciembre de aquel año; ocupando su lugar Manuel Gómez
Pedraza quien gobernaría desde el 13 de enero de 1833
hasta el 30 de marzo del mismo año, cediéndole el
cargo a Santa Anna como presidente y a Valentín Gómez
Farías, como vicepresidente.
Gómez Pedraza había fundado las Logias Antifictiónicas (federales),
de las que eran miembros, yorkinos prominentes como Gómez Farías,
Lorenzo de Zavala, gobernador del Estado de México y Antonio
Mejía. De ellos era conocido su acendrado ánimo antirreligioso.
Zavala pronunció
un violento discurso anticatólico ante el Congreso mexiquense y, el
21 de febrero de 1833, confiscó los bienes raíces que
constituían el patrimonio que sostenía las misiones de Filipinas. Cuando
la Iglesia y el pueblo protestaron, Zavala, por decreto del
27 de febrero de ese año, ordenó la expulsión de
todos los religiosos y religiosas del Edo. de México. El
anticlericalismo, la intolerancia religiosa y las persecuciones que habría de
sufrir la Iglesia Católica a partir de entonces y hasta
bien entrado el siglo XX; se convirtieron en verdaderas convulsiones
humanas, en las que existieron terribles abusos y una perenne
tragedia para los practicantes del catolicismo.- C.A.S.B.-Mérida, Yucatán- 3 de
agosto de 2002.
Persecución de Valentín Gómez Farias El Plan de Ayutla y la caída de Santa
Anna El Gobierno interino de Ignacio Comonfort Comonfort,
Benito Juárez y las Leyes de Reforma La Intervención
Francesa El Efímero Imperio de Maximiliano y Carlota Juárez Establece la Republica Laica El Gobierno de Sebastián
Lerdo de Tejada Gobierno y Muerte de Juárez
La Cristiada y los mártires de México 1o. Parte |
Persecuciones religiosas de México en el siglo
XIX, y un balance del espíritu de los cristeros, la espiritualidad
bíblica y tradicional del México católico. |
|
|
La Cristiada y los mártires de México 1o. Parte |
PRIMERA PARTE
Es indudable que el siglo XX ha sido
el más acentuadamente martirial de toda la historia de la
Iglesia. Y conviene recordar en esto que el testimonio impresionante
de los mártires de México fue el modelo inmediato para
todos los católicos que más tarde habrían de verter su
sangre por Cristo. Y en primer lugar, poco después, los
mártires españoles, tan numerosos. Antonio Montero, en La historia de
la persecución religiosa en España (1936-1939), obra de 1961 recientemente
reeditada (BAC 204,19982, p. XIII-XIV) dice que «en toda la
historia de la universal Iglesia no hay un solo precedente,
ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio sangriento, en
poco más de un semestre, de doce obispos, cuatro mil
sacerdotes y más de dos mil religiosos».
Pero unos años antes
(1926-1929), también los mártires mexicanos fueron modelo para tantos otros
cientos de miles, millones de cristianos aplastados en nuestro siglo
por la Revolución en cualquiera de sus formas, liberal o
nazi, socialista o comunista. Nos interesa, pues, mucho conocer la
persecución religiosa en México, y entender bien la respuesta de
aquellos católicos admirables, que con su sangre siguieron escribiendo los
Hechos de los apóstoles en América.
Hallamos información sobre la Cristiada
en obras como la de Aquiles P. Moctezuma, El conflicto
religioso de 1926; sus orígenes, su desarrollo, su solución; Antonio
Ríus Facius, Méjico cristero; historia de la Asociación Católica de
la Juventud Mejicana, 1925-1931; Miguel Palomar y Vizcarra, El caso
ejemplar mexicano. Poseemos relatos impresionantes de los mismos cristeros, como
el de Luis Rivero del Val, Entre las patas de
los caballos, que viene a ser el diario del estudiante
cristero Manuel Bonilla, o el del campesino Ezequiel Mendoza Barragán,
Testimonio cristero; memorias del autor, a cual más admirable. Y
disponemos también de excelentes estudios modernos, como el de Jean
Meyer, La cristiada, I-III, y Lauro López Beltrán, La persecución
religiosa en México.
Convendrá, en todo caso, que comencemos nuestra crónica
por el principio: la persecución liberal que ocasionó la Cristiada
en el siglo XX no era sino la continuación de
la que se inició ya largamente en el siglo XIX.
Las
persecuciones religiosas de México en el siglo XIX
En 1810,
con el grito del cura Miguel Hidalgo: «¡Viva Fernando VII
y muera el mal gobierno!», se inicia el proceso que
culminaría con la independencia de México. Todavía en 1821 el
Plan de Iguala decide la independencia completa de México como
monarquía constitucional que, al ser ofrecida sin éxito a Fernando
VII, queda a la designación de las Cortes mexicanas. Tras
el breve gobierno del emperador Agustín de Itúrbide (1821-24), rechazado
por la masonería y fusilado en Padilla, se proclama la
República (1824), que camina vacilante hasta mediados de siglo, y
que pierde, en provecho de los Estados Unidos, la mitad
del territorio mexicano (1848).
Muy poco después de la independencia,
ya en 1855, se desata la revolución liberal con toda
su virulencia anticristiana, cuando se hace con el poder Benito
Juárez (1855-72), indio zapoteca, de Oaxaca, que a los 11
años, con ayuda del lego carmelita Salanueva, aprende castellano y
a leer y escribir, lo que le permite ingresar en
el Seminario. Abogado más tarde y político, impone, obligado por
la logia norteamericana de Nueva Orleans, la Constitución de 1857,
de orientación liberal, y las Leyes de Reforma de 1859,
una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia.
Por ellas, contra
todo derecho natural, se establecía la nacionalización de los bienes
eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de
cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Su gobierno dio también
apoyo a una Iglesia mexicana, precario intento de crear, en
torno a un pobre cura, una Iglesia cismática.
Todos estos atropellos
provocaron un alzamiento popular católico, semejante, como señala Jean Dumont,
al que habría de producirse en nuestro siglo. En efecto,
«la Cristiada [1926-1931] tuvo un precedente muy parecido en los
años 1858-1861. También entonces la catolicidad mejicana sostuvo una lucha
de tres años contra los Sin-Dios de la época, aquellos
laicistas de la Reforma, también jacobinos, que habían impuesto la
libertad para todos los cultos, excepto el culto católico, sometido
al control restrictivo del Estado, la puesta a la venta
de los bienes de la Iglesia, la prohibición de los
votos religiosos, la supresión de la Compañía de Jesús y,
por tanto, de sus colegios, el juramento de todos los
empleados del Estado a favor de estas medidas, la deportación
y el encarcelamiento de los obispos o sacerdotes que protestaran.
Pío IX condenó estas medidas, como Pío XI expresó su
admiración por los cristeros».
En aquella guerra civil, en la que
hubo «deportación y condena a muerte de sacerdotes, deportación y
encarcelamiento de obispos y de otros religiosos, represión sangrienta de
las manifestaciones de protesta, particularmente numerosas en los estados de
Jalisco, Michoacán, Puebla, Tlaxcala» (Hora de Dios en el Nuevo
Mundo 246), el gobierno liberal prevaleció gracias a la ayuda
de los Estados Unidos.
La Reforma liberal de Juárez no se
caracterizó sólamente por su sectarismo antirreligioso, sino también porque junto
a la desamortización de los bienes de la Iglesia, eliminó
los ejidos comunales de los indígenas. Estas medidas no evitaron
al Estado un grave colapso financiero, pero enriquecieron a la
clase privilegiada, aumentando el latifundismo. Con todo eso, según el
historiador mexicano Vasconcelos, también filósofo y político, «Juárez y su
Reforma, están condenados por nuestra historia», y él ha pasado,
como otros, «a la categoría de agentes del Imperialismo anglosajón»
(Breve hª 11).
Sobre esto último bastaría recordar las ofertas increíbles,
vergonzosas, del gobierno de Juárez a los Estados Unidos en
los tratados Mac Lane-Ocampo y Corwin-Doblado, o en los convenios
con los norteamericanos gestionados por el agente juarista José María
Carvajal...
El período de Juárez se vió interrumpido por un breve
período en el que, por imposición de Napoleón III, ocupó
el poder Maximiliano de Austria (1864-67), fusilado en Querétaro poco
más tarde. También en estos años la Iglesia fue sujeta
a leyes vejatorias, y los masones «le ofrecieron al Emperador
la presidencia del Supremo Consejo de las logias, que él
declinó, pero aceptó el título de protector de la Orden,
y nombró representantes suyos a dos individuos que inmediatamente recibieron
el grado 33» (Acevedo, Hª de México 292).
A Juárez le
sucedió en el poder Sebastián Lerdo de Tejada (1872-76). Éste,
que había estudiado en el Seminario de Puebla, acentuó la
persecución religiosa, llegando a expulsar hasta «las Hermanas de la
Caridad -a quienes el mismo Juárez respetó-, no obstante que
de las 410 que había, 355 eran mexicanas, que atendían
a cerca de 15 mil personas en sus hospitales, asilos
y escuelas. En cambio, se favoreció oficialmente la difusión del
protestantismo, con apoyo norteamericano. En el mismo año de 1873
se prohibió que hubiera fuera de los templos cualquier manifestación
o acto religioso» (Alvear Acevedo 310). Todo esto provocó la
guerra llamada de los Religioneros (1873-1876), un alzamiento armado católico,
precedente también de los cristeros (Meyer II,31-43).
La perduración de Juárez
en el poder ocasionó entre los mismos liberales una oposición
cada vez más fuerte. El general Porfirio Díaz -que era,
como Juárez, de Oaxaca y antiguo seminarista-, propugnando como ley
suprema la no-reelección del Presidente de la República (Plan de
la Noria 1871; Plan de Tuxtepec 1876), desencadenó una revolución
que le llevó al gobierno de México durante casi 30
años: fue reelegido ocho veces, en una farsa de elecciones,
entre 1877 y 1910.
En ese largo tiempo ejerció una dictadura
de orden y progreso, muy favorable para los inversores extranjeros
-petróleo, redes ferroviarias-, sobre todo norteamericanos, y para los estratos
nacionales más privilegiados. También en su tiempo aumentó el latifundismo,
y se mantuvieron injusticias sociales muy graves (+Kenneth Turner, México
bárbaro). Por lo demás, el liberalismo del Porfiriato fue más
tolerante con la Iglesia. Aunque dejó vigentes las leyes persecutorias
de la Reforma, normalmente no las aplicaba; pero mantuvo en
su gobierno, especialmente en la educación preparatoria y universitaria, el
espíritu laicista antirreligioso.
Las persecuciones de Carranza y Obregón (1916-20, 1920-24)
Los
últimos años del Porfiriato y los siguientes, en medio de
continuas ingerencias de los Estados Unidos, registran innumerables conspiraciones y
sublevaciones, movimientos indígenas de reivindicación agraria, y guerras marcadas por
crueldades atroces. La revolución liberal, que tan duramente perseguía a
los católicos, iba devorando también uno tras otro a sus
propios hijos: es el horror del «proceso histórico del liberalismo
capitalista, que durante el siglo XIX y la mitad del
XX, logró apoderarse de las conciencias de nuestros pueblos y
no sólo de sus riquezas» (Vasconcelos, Hª de México 10).
Surgen en ese período nombres como los del presidente Madero
(+1913, asesinado), Emiliano Zapata (+1919, asesinado), presidente Carranza (+1920, asesinado),
Pancho Villa (+1923, asesinado), ex presidente Alvaro de Obregón (+1928,
asesinado)...
La revolución del general Venustiano Carranza, que le llevó a
la presidencia (1916-20), se caracterizó por la dureza de su
persecución contra la Iglesia. En el camino hacia el poder,
sus tropas multiplicaban los incendios de templos, robos y violaciones,
atropellos a sacerdotes y religiosas. Todavía hoy en México carrancear
significa robar, y un atropellador es un carrancista.
Y ya en
el poder, cuando los jefes militares quedaban como gobernadores de
los Estados liberados, dictaban contra la Iglesia leyes tiránicas y
absurdas: que no hubiera Misa más que los domingos y
con determinadas condiciones; que no se celebraran Misas de difuntos;
que no se conservara el agua para los bautismos en
las pilas bautismales, sino que se diera el bautismo con
el agua que corre de las llaves; que no se
administrara el sacramento de la penitencia sino a los moribundos,
y «entonces en voz alta y delante de un empleado
del Gobierno» (López Beltrán 35).
La orientación anticristiana del Estado cristalizó
finalmente en la Constitución de 1917, realizada en Querétaro por
un Congreso constituyente formado únicamente por representantes carrancistas. En efecto,
en aquella Constitución esperpéntica el Estado liberal moderno, agravando las
persecuciones ya iniciadas con Juárez en las Leyes de Reforma,
establecía la educación laica obligatoria (art.3), prohibía los votos y
el establecimiento de órdenes religiosas (5), así como todo acto
de culto fuera de los templos o de las casas
particulares (24). Y no sólo perpetuaba la confiscación de los
bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de
colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas curales
(27). Todas estas y otras muchas barbaridades semejantes se imponían
en México sin que pestañease ningún liberal ortodoxo de Occidente.
El gobierno del general Obregón (1920-24), nuevo presidente, llevó adelante
el impulso perseguidor de la Constitución mexicana: se puso una
bomba frente al arzobispado de México; se izaron banderas de
la revolución bolchevique -lo más progresista, en aquellos años- sobre
las catedrales de México y Morelia; un empleado de la
secretaría del Presidente hizo estallar una bomba al pie del
altar de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen quedó ilesa;
fue expulsado Mons. Philippi, Delegado Apostólico, por haber bendecido la
primera piedra puesta en el Cerro del Cubilete para el
monumento a Cristo Rey...
La persecución de Calles (1924-29)
Después de la
presidencia de Juárez (1855-72), México fue gobernado casi siempre, como
hemos visto, por generales: general Porfirio Díaz (1877-1910), general Huerta
(13-14), general Carranza (16-20), general Obregón (20-24). Y ahora, en
forma aún más brutal, va a ser gobernado por el
general Plutarco Elías Calles (1924-29).
Reformando el Código Penal, la Ley
Calles de 1926, expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con
multas y prisiones a quienes den enseñanza religiosa o establezcan
escuelas primarias, o vistan como clérigo o religioso, o se
reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la
vida religiosa, o realicen actos de culto fuera de los
templos... Repitiendo el truco de los tiempos de Juárez, también
ahora desde una Secretaría del gobierno callista se hace el
ridículo intento de crear una Iglesia cismática mexicana, esta vez
en torno a un precario Patriarca Pérez, que finalmente murió
en comunión con la Iglesia.
Los gobernadores de los diversos Estados
rivalizan en celo persecutorio, y así el de Tabasco, general
Garrido Canabal, un déspota corporativista, al estilo mussoliniano, y mujeriego,
exige a los sacerdotes casarse, si quieren ejercer su ministerio
(+Meyer I,356). En Chiapas una Ley de Prevención Social «contra
locos, degenerados, toxicómanos, ebrios y vagos» dispone: «Podrán ser considerados
malvivientes y sometidos a medidas de seguridad, tales como reclusión
en sanatorios, prisiones, trabajos forzados, etc., los mendigos profesionales, las
prostitutas, los sacerdotes que ejerzan sin autorización legal, las personas
que celebren actos religiosos en lugares públicos o enseñen dogmas
religiosos a la niñez, los homosexuales, los fabricantes y expendedores
de fetiches y estampas religiosos, así como los expendedores de
libros, folletos o cualquier impreso por los que se pretenda
inculcar prejuicios religiosos» (+Rivero del Val 27).
Cesación del culto (31-7-1926)
Los
Obispos mexicanos, en una enérgica Carta pastoral (25-7-1926), protestan unánimes,
manifestando su decisión de trabajar para que «ese Decreto y
los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no
cejaremos hasta verlo conseguido». El presidente Calles responde fríamente: «Nos
hemos limitado a hacer cumplir las [leyes] que existen, una
desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio
siglo, y otra desde 1917... Naturalmente que mi Gobierno no
piensa siquiera suavizar las reformas y adiciones al código penal».
Era ésta la tolerancia de los liberales frente al fanatismo
de los católicos. Ellos pedían a los católicos sólamente que
obedecieran las leyes.
A los pocos días, el 31 de julio,
y previa consulta a la Santa Sede, el Episcopado ordena
la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente,
una docena de Obispos, entre ellos el Arzobispo de México,
son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo,
son expulsados del país.
Es de suponer que los callistas
habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad,
e incluso con una cierta satisfacción. Ellos no se esperaban,
como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del
pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de
los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los
sagrarios vacíos, con la puertecita abierta...
El cristero Cecilio Valtierra cuenta
aquella experiencia con la elocuencia ingenua del pueblo: «Se cerró
el templo, el sagrario quedó desierto, quedó vacío, ya no
está Dios ahí, se fue a ser huésped de quien
gustaba darle posada ya temiendo ser perjudicado por el gobierno;
ya no se oyó el tañir de las campanas que
llaman al pecador a que vaya a hacer oración. Sólo
nos quedaba un consuelo: que estaba la puerta del templo
abierta y los fieles por la tarde iban a rezar
el Rosario y a llorar sus culpas. El pueblo estaba
de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar
ni tranquilidad, el corazón se sentía oprimido y, para completar
todo esto, prohibió el gobierno la reunión en la calle
como suele suceder que se para una persona con otra,
pues esto era un delito grave» (Meyer I,96).
Alzamiento de
los cristeros (agosto 1926)
Ya a mediados de agosto, con ocasión
del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares
católicos con él, se alza en Zacatecas el primer foco
de movimiento armado. Y en seguida en Jalisco, en Huejuquilla,
donde el 29 de agosto el pueblo alzado da el
grito de la fidelidad: ¡Viva Cristo Rey!... Entre agosto y
diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados,
la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas.
Aquellos,
a quienes el Gobierno por burla llamaba cristeros, no tenían
armas a los comienzos, como no fuese un machete, o
en el mejor caso una escopeta; pero pronto las fueron
consiguiendo de los soldados federales, los juanes callistas, en las
guerrillas y ataques por sorpresa. Siempre fue problema para los
cristeros el aprovisionamiento de municiones; en realidad, «no tenían otra
fuente de municiones que el ejército, al cual se las
tomaban o se las compraban» (Meyer I,210)...
En Arandas, un pueblo
de Los Altos, según refiere J. J. Hernández, acudían de
todos los ranchos nuevos contingentes, «algunos armándose hasta con rosaderas,
hachas, y por los ranchos donde sabían que había armas
iban a pedirlas... Esta gente de verla daba lástima, unos
a más de traer malas armas, traían unas garras de
huaraches [sandalias], sus sombreros desgarrados, mochos, su vestido todos remendados,
otros iban en pelo de sus caballos, algunos no traían
ni freno, otros nomás a pie» (+Meyer I,133).
Al frente del
movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se
puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada
en marzo de 1925 con el fin que su nombre
expresa, y que se había extendido en poco tiempo por
toda la república.
El alzamiento viene expresado así en la carta
de un cristero campesino, como lo eran casi todos, Francisco
Campos, de Santiago Bayacora, en Durango:
«El 31 de julio de
1926, unos hombres hicieron por que Dios nuestro Señor se
ausentara de sus templos, de sus altares, de los hogares
de los católicos, pero otros hombres hicieron por que volviera
otra vez; esos hombres no vieron que el gobierno tenía
muchísimos soldados, muchísimo armamento, muchísimo dinero pa’hacerles la guerra; eso
no vieron ellos, lo que vieron fue defender a su
Dios, a su Religión, a su Madre que es la
Santa Iglesia; eso es lo que vieron ellos. A esos
hombres no les importó dejar sus casas, sus padres, sus
hijos, sus esposas y lo que tenían; se fueron a
los campos de batalla a buscar a Dios nuestro Señor.
Los arroyos, las montañas, los montes, las colinas, son testigos
de que aquellos hombres le hablaron a Dios Nuestro Señor
con el Santo Nombre de VIVA CRISTO REY, VIVA LA
SANTISIMA VIRGEN DE GUADALUPE, VIVA MÉXICO. Los mismos lugares son
testigos de que aquellos hombres regaron el suelo con su
sangre y, no contentos con eso, dieron sus mismas vidas
por que Dios Nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo
Dios nuestro Señor que aquellos hombres de veras lo buscaban,
se dignó venir otra vez a sus templos, a sus
altares, a los hogares de los católicos, como lo estamos
viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que
si en lo futuro se llega a ofrecer otra vez
que no olviden el ejemplo que nos dejaron nuestros antepasados»
(Meyer I,93).
Aprobaciones eclesiales de la lucha armada
Pero antes de hacer
la crónica de esta guerra martirial, hemos de detenernos a
analizar con cuidado, pues la cuestión es muy grave, la
actitud de la jerarquía eclesial contemporánea hacia los cristeros. Prestemos
atención a las fechas.
18 de octubre de 1926. -En Roma
Pío XI recibe una Comisión de Obispos mexicanos, que le
informa de la situación de persecución y de resistencia armada.
Pocos días después, habiéndose planteado al Cardenal Gasparri la cuestión
de si los prelados podían disponer de los bienes de
la Iglesia para la defensa armada, contesta que «él, el
secretario de Estado de Su Santidad, si fuera Obispo mexicano,
vendería sus alhajas para el caso» (Ríus 138).
18 de
noviembre de 1926. -Un mes más tarde publica el Papa
su encíclica Iniquis afflictisque, en la que denuncia los atropellos
sufridos por la Iglesia en México:
«Ya casi no queda
libertad ninguna a la Iglesia [en México], y el ejercicio
del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que
se castiga, como si fuera un delito capital, con penas
severísimas». El Papa alaba con entusiasmo la Liga Nacional Defensora
de la Libertad Religiosa, extendida «por toda la República, donde
sus socios trabajan concorde y asiduamente, con el fin de
ordenar e instruir a todos los católicos, para oponer a
los adversarios un frente único y solidísimo». Y se conmueve
ante el heroísmo de los católicos mexicanos: «Algunos de estos
adolescentes, de estos jóvenes -cómo contener las lágrimas al pensarlo-
se han lanzado a la muerte, con el rosario en
la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Inenarrable espectáculo
que se ofrece al mundo, a los ángeles y a
los hombres».
30 de noviembre de 1926. -Los dirigentes de la
Liga Nacional, antes de asumir a fondo la dirección del
movimiento cristero, quisieron asegurarse del apoyo del Episcopado, y para
ello dirigieron a los Obispos un Memorial en el que
solicitaban:
«1) Una acción negativa, que consista en no condenar el
movimiento. 2) Una acción positiva que consista en: a.-Sostener la
unidad de acción, por la conformidad de un mismo plan
y un mismo caudillo. b.-Formar la conciencia colectiva, en el
sentido de que se trata de una acción lícita, laudable,
meritoria, de legítima defensa armada. c.-Habilitar canónicamente vicarios castrenses. d.-Urgir
y patrocinar una cuestación desarrollada enérgicamente cerca de los ricos
católicos, para que suministren fondos que se destinen a la
lucha, y que, siquiera una vez en la vida, comprendan
la obligación en que están de contribuir».
El 30 de noviembre
los jefes de la Liga son recibidos por Mons. Ruiz
y Flores y por Mons. Díaz y Barreto. El primero
les comunica jovialmente que, «como de costumbre, se salieron con
la suya»; que estudiadas las propuestas por los Obispos reunidos
en la Comisión, «los diversos puntos del Memorial habían sido
aprobados por unanimidad», menos los dos últimos, el de los
vicarios castrenses y el de los ricos, no convenientes o
irrealizables.
15 de enero de 1927. -El Comité Episcopal, respondiendo a
unas declaraciones incriminatorias del Jefe del Estado Mayor callista, afirma
que el Episcopado es ajeno al alzamiento armado; pero declara
al mismo tiempo «que hay circunstancias en la vida de
los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender
por las armas los derechos legítimos que en vano han
procurado poner a salvo por medios pacíficos»; y hace recuerdo
de todos los medios pacíficos puestos por los Obispos y
por el pueblo, y despreciados por el Gobierno. «Fue así
como los prelados de la jerarquía católica dieron su plena
aprobación a los católicos mejicanos para que ejercitaran su derecho
a la defensa armada, que la Santa Sede pronosticó que
llegaría, como único camino que les quedaba para no tener
que sujetarse a la tiranía antirreligiosa» (Ríus 135).
16 de enero
de 1927. -A comienzos de 1927, sin embargo, llegan a
Roma noticias de prensa, en las que se comunica que
Monseñor Pascual Díaz y Barreto, jesuita, obispo de Tabasco, que
había sido desterrado de México, en diversas declaraciones hechas en
el exilio se muestra reservado sobre los cristeros: «Como Obispo
y como ciudadano reprueba Díaz la Revolución, cualquiera sea su
causa» (Lpz. Beltrán 108).
Inmediatamente, el 16 de enero, la Comisión
de Obispos mexicanos envía una dura carta a Mons. Díaz
y Barreto, entonces residente en Nueva York, lamentando con profunda
tristeza sus declaraciones públicas hechas «en contra de los generosos
defensores de la libertad religiosa y algunas favorables al perseguidor,
Calles».
Los combatientes «dan la sangre y la vida por
cumplir un santo deber, el de conquistar la libertad de
la Iglesia». Ante el abuso gravemente injusto del poder, «existe
el derecho de resistir y de defenderse, ya que habiendo
resultado vanos todos los medios pacíficos que se han puesto
en práctica, es justo y debido recurrir a la resistencia
y a la defensa armada». Le recuerdan también los Obispos
que éste «es el sentir de la mayoría de nuestros
Hermanos [Obispos] de México», y también el de «los Padres
de la Compañía, no sólo en México, sino en Europa
y especialmente aquí en Roma». A propósito le citan las
declaraciones hechas unos días antes (3-2-1927) por el famoso moralista
de la Gregoriana padre Vermeersch, jesuita: «Hacen muy mal aquellos
que, creyendo defender la doctrina cristiana, desaprueban los movimientos armados
de los católicos mexicanos. Para la defensa de la moral
cristiana no es necesario acudir a falsas doctrinas pacifistas. Los
católicos mexicanos están usando un derecho y cumpliendo un deber».
Poco después llega un cablegrama con la contestación de Mons.
Díaz y Barreto: «Autorizo honorable Comisión negar aquello que se
asegura dicho por mí, contrario lo determinado todos nosotros, aprobado,
Bendito Santa Sede. Autorizo honorable Comisión publicar este cable, si
conveniente» (Lpz. Beltrán 109-110).
22 de febrero de 1927. -En Roma,
el presidente de la Comisión de Obispos mexicanos declara a
la prensa: «¿Hacen bien o mal los católicos recurriendo a
las armas? Hasta ahora no habíamos querido hablar, por no
precipitar los acontecimientos. Mas una vez que Calles mismo empuja
a los ciudadanos a la defensa armada, debemos decir: que
los católicos de México, como todo ser humano, gozan en
toda su amplitud del derecho natural e inalienable de legítima
defensa» (107).
Pío XI bendice el grito: ¡Viva Cristo Rey!
17 de
mayo de 1927. -Unos años antes de los sucesos que
nos ocupan, en 1914, San Pío X, a petición de
los Obispos mexicanos, había autorizado, como «un proyecto para Nos
indeciblemente grato», consagrar a Cristo Rey la república de México,
y poner corona real en las imágenes del Sagrado Corazón
de Jesús, colocando también cetro en su mano, para significar
así su realeza.
La consagración de México a Cristo Rey, cosa
al parecer imposible -a semejanza de la realizada por García
Moreno en el Ecuador en 1873-, pudo sin embargo realizarse,
aprovechando la venia del general Victoriano Huerta, presidente (1913-14), indio
puro de Jalisco, que, por rara circunstancia, era católico y
no masón, sino odiado y calumniado por las logias. Fue
entonces, el 6 de enero de 1914, durante el solemnísimo
acto realizado en la Catedral, en presencia de todas las
primeras autoridades religiosas y civiles de la nación, cuando por
primera vez en México el pueblo cristiano alzó el grito
de ¡Viva Cristo Rey!
Pues bien, a los comienzos de la
Cristiada, con fecha 17 de mayo de 1927 se da
traslado a los Obispos mexicanos de algunas respuestas y licencias
llegadas de Roma. Y en el documento se lee: «Otro
rescripto que hemos recibido concede a los que están en
México, indulgencia plenaria in articulo mortis, si confesados y comulgados,
o por lo menos contritos, pronuncien con los labios, o
cuando menos con el corazón, la jaculatoria ¡Viva Cristo Rey!,
aceptando la muerte como enviada por el Señor en castigo
de nuestras culpas». Jean Meyer niega la existencia de este
insólito documento (II,344-345), pero posteriormente López Beltrán ha reproducido su
fotografía en la obra ya citada (73).
2 de octubre de
1927. -El Cardenal Gasparri, secretario de Estado, en unas declaraciones
al The New York Times (2-10-1927), cuenta los horrores de
la persecución sufrida en México por la Iglesia, y denuncia
el silencio de las naciones, al «tolerar tan salvaje persecución
en pleno siglo XX».
Reservas sobre el movimiento armado
A medida que
pasaban los meses, las reticencias de la Iglesia para apoyar
a los cristeros iban creciendo, también en Roma. Recordemos que
la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud de
la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones:
1, causa muy grave; 2, agotamiento de los medios pacíficos;
3, que la violencia empleada no produzca mayores males que
los que pretende remediar; 4, que haya probabilidad de éxito
(+Pío XI, Firmissimam constantiam 1937: Dz 3775-76).
Pues bien, la persecución
de Calles daba claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos
Obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues
pasaba largo tiempo en que el pueblo se veía sin
sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más
muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que
creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron
incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la
excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los
ayudaran.
Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez y Zárate, González
y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y
estuvieron muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima,
Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes,
con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a
su pueblo.
La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos,
entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que
siempre vió la Cristiada como «un sacrificio estéril», condenado al
fracaso. Y los más permanecieron indecisos. Pues bien, siendo discutibles
las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio
histórico cruel, que reparta entre aquellos Obispos los calificativos de
fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es
evidente que la falta de un apoyo más claro de
sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento...
18
enero 1928. -Por fin, a mediados de diciembre de 1927
el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados
Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en
México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité
Episcopal, a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario
Oficial entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del
Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse
de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera
y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó
a todos los prelados (18-1-1928) (Meyer I,18; Lpz. Beltrán 111,
150-52)...
Se echaron al campo, «para buscar a Dios»
Agosto de 1926.
Muchos campesinos, de la zona central de México sobre todo,
se echan al monte, como Francisco Campos, «a buscar a
Dios Nuestro Señor».
«En Cocula (Jalisco), desde el 1º de
agosto la iglesia estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en
el interior y 150 hombres en el atrio y en
el campanario, de noche y de día. Los cinco barrios
se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba
el bordón. Entonces, todo el mundo acudía al instante, como
refiere Porfiria Morales. El 5 de agosto tocó la campana
cuando ella estaba en su cocina; su criada María, exclamó:
"¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal, tomo su rebozo
y un garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde
iba, le contestó: "¡Qué pregunta de mi ama! ¿Qué no
oye la campana que nos llama a los católicos de
la Unión Popular? ¡Primero son las cosas de Dios!" Y
salió dejando las cacerolas en el fuego» (Meyer I,103).
No podrá
encarecerse suficientemente el valor de las mujeres católicas mexicanas en
la Cristiada, repartiendo propaganda, llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando
heridos, ayudando clandestinamente al aprovisionamiento de alimentos y armas. Las
Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas,
escribieron historias de leyenda... Pero, en fin, la guerra es
cosa de hombres, y a ella se fueron campesinos recios.
Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de Coalcomán, en Michoacán, cuya
voz patriarcal hemos de escuchar en otras ocasiones, lo cuenta
así:
«Centenares de personas firmamos los papeles, se enviaron a Calles
y a sus secuaces, pero todo fue inútil... Los Calles
se creyeron muy grandotes y más nos apretaron, matando gente
y confiscando bienes particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero
con brío, al saber los nuevos procedimientos de tal gobierno,
me exalté y quise tapar el sol con un dedo,
así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente armada
y dispuesta a la guerra en defensa de la libertad
de Dios y de los prójimos»
|
|
La Cristiada y los mártires de México 2o. Parte |
Persecuciones religiosas de México en el siglo
XIX, y un balance del espíritu de los cristeros, la espiritualidad
bíblica y tradicional del México católico. |
|
|
La Cristiada y los mártires de México 2o. Parte |
SEGUNDA
PARTE
El curso de la guerra
Jean Meyer, en el volumen I
de su obra, describe al detalle las vicisitudes que corrió
al paso de los años la guerra de la Cristiada,
que él divide en estas fases:
-incubación, de julio a diciembre
de 1926;
-explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927;
-consolidación
de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928,
es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía
de los cristeros hasta la muerte de Obregón.
-prolongación del
conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en
que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer
militarmente a los cristeros;
-apogeo del movimiento cristero, de marzo a
junio de 1929;
-licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando
se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y
el Estado.
El
ejército federal
El ejército «consustancial con el gobierno» en el México
de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal.
Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo
su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz
mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual
vió un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate
al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer I,146).
«Cada arma reclutaba por
su cuenta. El enganche debía ser voluntario y firmado al
menos por tres años», condición que muchas veces se incumplía,
tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para atar a
los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de derecho
común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del subproletariado
rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La
brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.
Al
no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento estaba a cargo
de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas, que
marchaban al lado del ejército y que, como la langosta,
caían sobre las granjas y los pueblos... La deserción, frecuente
en tiempo de paz, llegaba a ser masiva en tiempo
de guerra» (152). El general Amaro, jefe del ejército federal,
no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque
se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de
70.000 soldados!» (153). Este general famoso, el indio Amaro, hijo
de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario,
el que mandó a su aviación bombardear en el cerro
del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó a ser
muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años
antes de su muerte.
Los federales, malos jinetes, eran peores soldados,
que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas
con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde
andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha
eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso
sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión,
la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los
civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos
y de las cosechas, dejaban en la estela de los
federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I, 194).
La guerra
se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la
magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente.
Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una
campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden
al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos
los lugares que llevaban nombres de santos (I,178). Todos los
medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el
gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el
14», el cual respondió: «Que a mí ni me den
nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de
las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras
no lo arreglen que no piensen que con dinero me
van a comprar» (177).
La desesperación del gobierno se iba acrecentando
a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz
de vencer -en palabras del gobernador de Colima-«las hordas episcopales
de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han
lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de
los curas» (189).
Balance de la guerra
A mediados de 1928 los cristeros, unos
25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice
Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno,
sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de
caer» (I, 248). En realidad, la posición de los cristeros
era a mediados de 1929 mejor que la de los
federales, pues, combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral
y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y
huían -piquihuye-, sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas.
Después de tres años de guerra, se calcula que en
ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales.
En enero de 1929, el embajador norteamericano Morrow -que insistía
al gobierno y a la prensa para que no hablasen
de cristeros sino de «bandidos» (I,301)- estimaba improbable pacificar el
Estado «antes de que se solucione la cuestión religiosa». En
febrero los mismos políticos veían el panorama muy oscuro, y
un senador decía en un discurso a sus colegas: «¿Es
que nuestros soldados no saben combatir rancheros, o no se
quiere que se acabe la rebelión? Pues dígase de una
vez y no estemos echando más leña. No se olviden
ustedes de que con tres Estados más que se levanten
de veras, ¡cuidado con el Poder Público, señores!» (I,285).
A mediados
de 1929 se veía ya claramente que, al menos a
corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo,
en este empate había una gran diferencia: en tanto que
los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que
fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que
perseguían a la Iglesia, el gobierno, viéndose en bancarrota tanto
en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada
urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas
unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos
de la Iglesia...
Rumores de un posible arreglo
Desde mediados de 1927 estuvo al
mando supremo de los cristeros el general Gorostieta, militar de
carrera, a quien iban llegando de cuando en cuando rumores
de posibles arreglos entre la Iglesia y el Estado, a
espaldas de la Guardia Nacional cristera. Como estos rumores iban
en aumento, el 16 de mayo de 1929 escribió a
los Obispos mexicanos una larga carta, de la que citamos
algún fragmento:
«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de
ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de
posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado
del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que
tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha
que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces
que todos los peligros que se han decidido a arrostrar.
Cada vez que la prensa nos dice de un obispo
posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en
pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien
podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra
lucha; aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción
[Mons. Martínez y Zárate, obispo de Huejutla, 17 años desterrado]
de nadie hemos recibido...
«Si los obispos al presentarse a tratar
con el gobierno aprueban la actitud de la Guardia Nacional,
si están de acuerdo en que era ya la única
digna que nos dejaba el déspota, tendrán que consultar nuestro
modo de pensar y atender nuestras exigencias; nada tenemos que
decir en este caso...
«Si los obispos al tratar con el
gobierno desaprueban nuestra actitud, si no toman en cuenta a
la Guardia Nacional y tratan de dar solución al conflicto
independientemente de lo que nosotros anhelamos...; si se olvidan de
nuestros muertos, si no se toman en consideración nuestros miles
de viudas y huérfanos, entonces... rechazaremos tal actitud como indigna
y como traidora...
«Muchas y de muy diversa índole son las
razones que creemos tener para que la Guardia Nacional, y
no el Episcopado, sea quien resuelva esta situación. Desde luego
el problema no es puramente religioso, es éste un caso
integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha constituido
de hecho en defensora de todas las libertades y en
la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el
pueblo nos imparte es lo que nos ha hecho subsistir...
«Como
última razón creemos tener derecho a que se nos oiga,
si no por otra causa, por ser parte constitutiva de
la Iglesia católica de México, precisamente por ser parte importantísima
de la Institución que gobiernan los obispos mexicanos» (+Meyer I,316-320)
El
2 de junio de 1929 el general Gorostieta fue asesinado
en una emboscada por los callistas, y le sucedió al
frente de la Guardia Nacional el general Degollado.
Los «mal llamados Arreglos» (21-6-1929)
La
historia de los Arreglos alcanzados en junio de 1929 es
tan triste que haremos de ella una referencia muy breve,
ateniéndonos sobre todo a la documentada información que López Beltrán
ha dado recientemente del asunto. Mons. Ruiz y Flores, Delegado
Apostólico ad referendum, escogió como secretario para negociar a Mons.
Pascual Díaz y Barreto, el «único Obispo que había mostrado
decidido empeño en lograr una transacción con los callistas» (Lpz.
Beltrán 499).
Ambos fueron traídos de los Estados Unidos a
México, incomunicados en un vagón de tren, por el embajador
norteamericano Dwight Whitney Morrow, banquero y diplomático, protestante y masón,
cómplice de Calles y del presidente Portes Gil. Ya en
la ciudad de México continuaron incomunicados en la lujosa residencia
del banquero Agustín Legorreta. No recibieron ni a los Obispos
mexicanos ni a un enviado de la Liga. Tampoco quisieron
recibier al Obispo Miguel de la Mora, secretario del Subcomité
Episcopal, que mandó aviso a Mons. Flores de que «tenía
grandes y urgentes cosas que comunicarle, y que no fuera
a pactar nada sin antes oírlo». Las puertas de aquella
casa, en esos días, sólo estuvieron abiertas «para Morrow, para
los sacerdotes extranjeros: Wilfrid y Parsons y Edmundo Walsh, S.J.
[experto en política internacional de la universidad de Georgetown], para
Cruchaga Tocornal, el embajador de Chile, y para otros extranjeros.
Para los extraños. No para los mexicanos» (Lpz. Beltrán 516).
Puede
afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos con
Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI
les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio
de los Obispos, ni el de los cristeros o la
Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de
las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron
garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una
vez depuestas las armas.
Sólamente consiguieron del Presidente unas palabras de
conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las
que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de
aplicarlas «sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno». Así las
cosas, los dos Obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow
de que no era posible conseguir del Presidente más que
tales Declaraciones, y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh,
que las «creían suficientes», aceptaron este documento redactado personalmente en
inglés por el mismo Morrow:
«El Obispo Díaz y yo
hemos tenido varias conferencias con el C. Presidente de la
República... Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han
significado por un espíritu de mutua buena voluntad y respeto.
Como consecuencia de dichas Declaraciones hechas por el C. Presidente,
el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con
las leyes vigentes. Yo abrigo la esperanza de que la
reanudación de los servicios religiosos [expresión protestante, propia de Morrow,
su redactor] pueda conducir al Pueblo Mexicano, animado por un
espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos
morales que se hagan para beneficio de todos los de
la tierra de nuestros mayores. México, D.F. Junio 21 de
1929.-Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico» (Lpz. Beltrán
527).
Las leyes vigentes, por supuesto, eran aquéllas que habían desencadenado
la Cristiada. ¿Para derogar aquellas leyes vigentes habían muerto inútilmente
veinte o treinta mil cristeros?...
Frutos de la Cristiada
¿Inútilmente lucharon, con tan
grandes pérdidas y sufrimientos, los cristeros y sus familias? En
1929 el jesuita Eduardo Iglesias, bajo el pseudónimo Aquiles P.
Moctezuma, en El conflicto religioso de 1926, escribía relativamente satisfecho:
«Terminadas felizmente las conferencias entre el Estado y la Iglesia»...
(441). No es ésa la interpretación hoy más común. Pero
también hay actualmente quienes estiman que los Arreglos «fueron los
menos malos posibles dentro de las circunstancias». Así lo cree,
por ejemplo, Juan Landerreche Obregón, quien además insiste en que
los Arreglos.
«De ninguna manera significaron que el esfuerzo, el sacrificio
y la sangre de los cristeros hayan sido inútiles para
la libertad de la Iglesia Católica y el respeto a
la religión y a los fieles. Por el contrario, los
cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios, sus esfuerzos y
sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente
a la religión católica ni a la Iglesia... Y todo
esto se demostró en forma tan convincente a los tiranos,
que los obligó no sólo a desistir de la persecución
religiosa, sino los ha obligado también a respetar la religión
y la práctica y el desarrollo de la misma, a
pesar de todas las disposiciones de la Constitución [de 1917]
que se oponen a ello, y que no se cumplen,
porque no se pueden cumplir, porque el pueblo las rechaza...
Los frutos [de la Cristiada] se han recogido y se
siguen recogiendo sesenta años después de su lucha y seguramente
culminarán a su tiempo en la realización plena por la
que lucharon quienes dieron ese testimonio» (Prólogo a E. Mendoza,
Testimonio 4,7-8).
En 1993 el gobierno de México concedió a la
Iglesia un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y reestableció
sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Un triunfo de la masonería
Unos días
después de los Arreglos logrados sobre todo por los masones
Morrow y Portes Gil, el 27 de junio de 1929,
los masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil,
el cual a los postres habló «a sus reverendos hermanos»:
«Mientras
el clero fue rebelde a las Instituciones y a las
Leyes, el Gobierno de la República estuvo en el deber
de combatirlo... Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente
al Estado. Y ha declarado sin tapujos: que se somete
estrictamente a las Leyes (aplausos). Y yo no podía negar
a los católicos el derecho que tienen de someterse a
las Leyes... La lucha [sin embargo] es eterna. La lucha
se inició hace veinte siglos. Yo protesto ante la masonería
que, mientras yo esté en el Gobierno, se cumplirá estrictamente
con esa legislación (aplausos).
«En México, el Estado y la masonería,
en los últimos años, han sido una misma cosa: dos
entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los
últimos años han estado en el poder, han sabido siempre
solidarizarse con los principios revolucionarios de la masonería» (+Lpz. Beltrán
540-541).
Alude a la misma revolución que asesinó a García Moreno,
y que tantas victorias ha logrado en los siglos XIX
y XX en la América hispana con el apoyo de
la masonería local y norteamericana. Portes Gil más tarde, en
su libro La lucha entre el Poder Civil y el
Clero, dejó bien claro que «su aparente capitulación [de los
Obispos] a la que dieron el nombre de un arreglo
con el Gobierno, no fue otra cosa que someterse incondicionalmente
a la ley» (547). En 1958, ajeno a la Iglesia,
murió en Mixcoac, y en la esquela publicada por «la
Muy Respetable Gran Logia Valle de México» se le citaba
como «Miembro Activo y Gran Capitán de Guardias de este
Supremo Consejo del Grado 33» (546).
Licenciamiento de los cristeros
El Jefe supremo de
la Guardia Nacional, general Jesús Degollado Guízar, dirigió a todos
los cristeros, «a pesar de que se nos desgarra el
alma», un patético mensaje de licenciamiento, del que entresacamos el
último párrafo:
«La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos,
sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los
primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE,
CRISTO! Los que por Ti vamos a la humillación, al
destierro, tal vez a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros
enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos
y, una vez más, te aclamamos.
REY DE NUESTRA PATRIA.
¡VIVA CRISTO
REY!
¡VIVA SANTA MARIA DE GUADALUPE!
Dios, Patria y Libertad».
«Tal vez a
la muerte gloriosa...» En efecto, poco después de los Arreglos,
el Gobierno, mostrando «el espíritu de buena voluntad y respeto»
asegurado a los Obispos negociadores, comenzó a través de siniestros
agentes «el asesinato sistemático y premeditado» de los cristeros que
habían depuesto sus armas, «con el fin de impedir cualquier
reanudación del movimiento... La caza del hombre fue eficaz y
seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la
cifra de 1.500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde
el grado de teniente al de general».
También «hay que decir,
y esto honra a aquellos hombres, que más de un
general federal advirtió a los cristeros del peligro que los
amenazaba» (Meyer I, 344-346). De todos modos, aún con esto,
más jefes cristeros fueron muertos después de los Arreglos que
durante la guerra.
Esto supuso una larga y durísima prueba
para la fe de los cristeros, que sin embargo se
mantuvieron fieles a la Iglesia con la ayuda sobre todo
de los mismos sacerdotes que durante la guerra les habían
asistido.
Después de
los Arreglos
El capellán de los cristeros de Colima, padre Enrique
de Jesús Ochoa, en Los cristeros del volcán de Colima,
cuenta que «lloró de verdad el mismo Señor Ruiz y
Flores cuando se vió burlado, cuando miró el fracaso de
aquellos Arreglos, "si arreglos pueden llamarse", según él mismo dijo,
escribiendo de su puño y letra (el 1º de agosto
de 1929)».
Y añade: «Yo mismo he visto llorar al Papa
[Pío XI] cuando trata el asunto de los arreglos de
México: L’ho veduto piàngere, decía el Cardenal Boggiani al vicepresidente
de la Liga Nacional, don Miguel Palomar y Vizcarra; y
al que esto escribe, en Roma el año 1930» (+Lpz.
Beltrán 517).
La verdad es que los dos obispos de los
Arreglos, y especialmente Mons. Pascual Díaz, sufrieron mucho en los
años posteriores, y al menos por parte de algunos sectores,
padecieron un verdadero linchamiento moral.
Recientemente publicaba la revista «30 días»
(1993, n.66) una entrevista con la pintora mexicana Dolores Ortega,
de 85 años, que vivió de cerca la Cristiada con
su marido, Carlos Díez de Sollano, uno de los responsables
de la Liga Nacional. A la pregunta ¿por qué los
obispos firmaron los acuerdos?, responde: «Estaban confundidos y los engañaron.
Después de los arreglos, convidamos a cenar a monseñor Díaz,
arzobispo de México. Estábamos comiendo y mi esposo le dice:
"Oigame, Ilustrísima, ¿qué me dice usted de los arreglos?" Bajó
los ojos, casi se le saltaron las lágrimas y le
dice: "Mira Carlitos, ese asunto no me lo toques, me
causa mucho dolor. Nos engañaron"». Y continúa el periodista: También
ustedes cayeron en el engaño. A lo que contesta la
señora Ortega: "No, de ningún modo. Nosotros sabíamos que era
una trampa, que el Gobierno no respetaría nunca los arreglos.
Lo sabíamos todos, los de la Liga y los cristeros".
Sabían ustedes que era un engaño, que entregando las armas
y dejando la clandestinidad la muerte era segura. ¿Por qué
lo hicieron, entonces? "Porque lo mandaba la Iglesia. Por fidelidad,
por obediencia a la Iglesia"».
Crónica de los mártires y beatos en la
persecución
Así fue. Y aún hoy, pocos pueblos católicos, como el
mexicano, quieren tanto a sus Obispos y sacerdotes. Pero hagamos
crónica de los mártires, lo más importante de todo cuanto
ocurrió en torno a la Cristiada.
Los mártires cristeros -en el
sentido estricto de la palabra- fueron muchísimos, aunque como es
lógico sólo algunos serán reconocidos y canonizados por la Iglesia
como tales. No es fácil, pues, entre tantos héroes destacar
a algunos, pero vamos a hacerlo con Anacleto González Flores,
el que organizó la Unión Popular en Jalisco, impulsó la
Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y se distinguió como
profesor, orador y escritor católico. El Maestro Cleto, como solían
decirle con respeto y afecto, era un cristiano muy piadoso,
como lo muestra el siguiente dato:
«Al final del Rosario, los
cristeros de Jalisco añadían esta oración compuesta por Anacleto González
Flores: "¡Jesús misericordioso! Mis pecados son más que las gotas
de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al
ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que
lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado para que mi
vida fuera una ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de
mis iniquidades y límpiame de mis pecados. Por tu santa
Cruz, por mi Madre Santísima de Guadalupe, perdóname, no he
sabido hacer penitencia de mis pecados; por eso quiero recibir
la muerte como un castigo merecido por ellos. No quiero
pelear, ni vivir ni morir, sino por ti y por
tu Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!, acompaña en su agonía
a este pobre pecador. Concédeme que mi último grito en
la tierra y mi primer cántico en el cielo sea
¡Viva Cristo Rey!"» (Meyer III,280).
Pues bien, el 1 de abril
de 1927 fue apresado con tres muchachos colaboradores suyos, los
hermanos Vargas, Ramón, Jorge y Florentino. «Si me buscan, dijo,
aquí estoy; pero dejen en paz a los demás». Fue
inútil su petición, y los cuatro, con Luis Padilla Gómez,
presidente local de la A.C.J.M., fueron internados en un cuartel
de Guadalajara. Allá interrogaron sobre todo al Maestro Cleto, pidiéndole
nombres y datos de la Liga y de los cristeros,
así como el lugar donde se escondía el valiente arzobispo
de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Como nada obtenían de
él, lo desnudaron, lo suspendieron de los dedos pulgares, lo
flagelaron y le sangraron los pies y el cuerpo con
hojas de afeitar. Él les dijo:
«Una sola cosa diré y
es que he trabajado con todo desinterés por defender la
causa de Jesucristo y de su Iglesia. Ustedes me matarán,
pero sepan que conmigo no morirá la causa. Muchos están
detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me
voy, pero con la seguridad de que veré pronto, desde
el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi
Patria».
Atormentaron entonces frente a él a los hermanos Vargas, y
él protestó: «¡No se ensañen con niños; si quieren sangre
de hombre aquí estoy yo!». Y a Luis Padilla, que
pedía confesión: «No, hermano, ya no es tiempo de confesarse,
sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre, no
un Juez, el que nos espera. Tu misma sangre te
purificará». Le atravesaron entonces el costado de un bayonetazo, y
como sangraba mucho, el general que mandaba dispuso la ejecución,
pero los soldados elegidos se negaban a disparar, y hubo
que formar otro pelotón. Antes de recibir catorce balas, aún
alcanzó don Anacleto a decir: «¡Yo muero, pero Dios no
muere! ¡Viva Cristo Rey!».
Y en seguida fusilaron a Padilla y
los hermanos Vargas (+Rivero 131-133).
Una vez suspendido el culto en
México el 31 de julio de 1937, la inmensa mayoría
del clero, unos 3.500, obedeciendo a sus Obispos, se fue
recogiendo en las grandes ciudades, controladas por el gobierno, con
lo que los civiles y combatientes del campo quedaban sin
pastores. Estos sacerdotes, aunque sujetos a estricta vigilancia y en
ocasiones a vejaciones, no corrieron normalmente peligro de muerte.
Por el
contrario, los sacerdotes que permanecieron en el campo, lo hicieron
con gravísimo riesgo, conscientes de que si eran apresados, serían
ejecutados, muchas veces con sadismo, ya que el gobierno pensaba
que «fusilando sin compasión a todo sacerdote cogido en el
campo, obligaba a los demás, aterrorizados, a refugiarse en la
ciudad», y esperaba así que «dejando a los campesinos sin
sacerdotes, sofocaría rápidamente la rebelión» (Meyer I,40).
Se calcula que
cien o doscientos permanecieron en el campo, escondidos con la
protección de los fieles, que en muchos casos fueron también
ejecutados por darles cobijo. López Beltrán, considerando los años 1926-29,
da los nombres de 39 sacerdotes asesinados, más los de
1 diácono, 1 minorista y 6 religiosos (343-4). Guillermo Mª
Havers recoge los nombres de 46 sacerdotes diocesanos ejecutados en
el mismo período de tiempo (Testigos de Cristo en México
205-8). Muchos de estos curas pertenecían a la archidiócesis de
Guadalajara (Jalisco, Zacatecas, Guanajuato) o a la diócesis de Colima,
pues sus prelados, Mons. Orozco y Jiménez y Mons. Velasco,
permanecieron en sus puestos, con buena parte de su clero.
El 22 de noviembre de 1992, Juan Pablo II beatificó
a veintidós de estos sacerdotes diocesanos, destacando que «su entrega
al Señor y a la Iglesia era tan firme que,
aun teniendo la posibilidad de ausentarse de sus comunidades durante
el conflicto armado, decidieron, a ejemplo del Buen Pastor, permanecer
entre los suyos para no privarlos de la Eucaristía, de
la palabra de Dios y del cuidado pastoral.
Lejos de todos
ellos encender o avivar sentimientos que enfrentaran a hermanos contra
hermanos. Al contrario, en la medida de sus posibilidades procuraron
ser agentes de perdón y reconciliación». La Conferencia del Episcopado
Mexicano, en el libro ¡Viva Cristo Rey! (México 19912), nos
da breves reseñas biográficas de los 25 mártires que han
sido beatificados (otras reseñas de ellos y de otros muchos,
también de laicos y religiosos: +Lpz. Beltrán 243-487; Havers, Testigos
de Cristo en México). Aquí nos limitaremos a recordar sus
santos nombres, con las fechas de su martirio.
En 1915:
David Galván Bermúdez, en la persecución de Carranza (30-1).
En 1926:
Luis Batis Sainz, y con él tres feligreses de la
Acción Católica, Manuel Morales, casado, Salvador Lara Puente, y su
primo David Roldán Lara (15-8), también beatificados.
En 1927: Mateo
Correa Magallanes (6-2); Jenaro Sánchez (18-2); Julio Alvarez Mendoza (30-3);
David Uribe Velasco (12-4); Sabas Reyes Salazar (13-4); Cristóbal Magallanes,
con su coadjutor Agustín Sánchez Caloca (25-5); José Isabel Flores
(21-6); José María Robles (26-6); Miguel de la Mora (7-8);
Margarito Flores García (12-11); Pedro Esqueda Ramírez (22-11).
En 1928: Jesús
Méndez Montoya (5-2); Toribio Romo González (25-2); Justino Orona Madrigal
(1-7); Atilano Cruz Alvarado (1-7); Tranquilino Ubiarco (5-10);
En 1937:
Pedro de Jesús Maldonado (11-2), en una persecución desatada en
Chihuahua, en tiempo del presidente Lázaro Cárdenas, otro general (1934-40).
«La
solemnidad de hoy [Cristo Rey], destacaba Juan Pablo II en
la ceremonia de beatificación, instituida por el papa Pío XI
precisamente cuando más arreciaba la persecución religiosa de México, penetró
muy hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza
particular a estos mártires, de manera que al morir muchos
gritaban: ¡Viva Cristo Rey!»
A todos ellos ha de añadirse el
nombre del padre jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, beatificado por
el papa Juan Pablo II el 25 de setiembre de
1988. A diferencia de los sacerdotes antes recordados, él estaba
en la ciudad de México, por orden de sus superiores,
dedicándose ocultamente al apostolado. Con ocasión de un atentado contra
el presidente Obregón, fueron apresados y ejecutados los autores del
golpe, y con ellos fueron también eliminados el padre Pro
y su hermano Humberto, que eran inocentes (23-11-1927) (+Rafael Ramírez
Torres, Miguel Agustín Pro; y Luis Butera, Un mártir alegre.
Vida del P. Miguel Pro).
El espíritu de los cristeros
Pero volvamos a los
cristeros, a aquellos católicos que se alzaron en armas, echándose
al monte «para defender a su Dios, a su Religión,
a su Madre, que es la Santa Iglesia». Traeremos sobre
ellos algunos datos y observaciones, siguiendo principalmente a Jean Meyer,
que estudió largamente la Cristiada, y entrevistó durante cuatro años
a muchos antiguos cristeros. Dos avisos previos:
1.-Nótese que los
datos reflejan un tiempo, hacia 1970, en que el pueblo
mexicano llevaba siglo y medio independiente de España, y un
siglo sometido a persecución religiosa continua por parte de los
gobiernos liberales, a partir de Juárez.
Recordemos que en 1917
la Constitución establece la educación laica. En 1934 se impone
al pueblo la educación socialista, y Calles proclama indispensable que
la Revolución se apodere «de las conciencias de la niñez
y de la juventud», porque ambas «deben pertenecer» a la
Revolución (352) -a la revolución liberal o a la socialista,
viene a ser lo mismo-. Y en 1946 se vuelve
a la educación arreligiosa. Pero siempre y en todo caso
«ha sido constante la actitud que supone que es el
Estado el que tiene el derecho de educar, derecho negado
expresamente a la Iglesia y no reconocido a los padres
de familia» (Acevedo 357).
2.-Adviértase también que la inmensa mayoría
de los cristeros eran rancheros modestos, gente de pueblo, aunque
también se unieron a ella algunos estudiantes, licenciados o profesionales.
Los ricos católicos, dicho sea de paso, apenas les ayudaron
nunca, aunque lo necesitaban siempre, sobre todo para comprar armas
y parque. Pues bien, los cuestionarios muestran que entre los
cristeros «cerca del 60 % no habían ido jamás a
la escuela», aunque no todos ellos eran analfabetos, pues bastantes
habían aprendido a leer en su casa (III,272).
Muestran sin embargo
una sorprendente cultura, y más concretamente, una profunda cultura cristiana.
Ya conocemos, por ejemplo, la voz de Ezequiel Mendoza Barragán,
campesino michoacano de Coalcomán, que nunca fue a la escuela,
y que llegó a ser coronel famoso de cristeros. Jean
Meyer, que conoció a Mendoza cuando éste tenía ya 75
años, confiesa: «quedé deslumbrado, fascinado, por la misteriosa energía que
irradiaba de él» (pról. Testimonio). Y en otro lugar dice
que «todas las entrevistas confirman el carácter representativo de Ezequiel
Mendoza», aunque es cierto que su lengua era «especialmente clara
y bella» (III,289).
Espiritualidad católica. -En entrevistas, crónicas y cartas de
cristeros causa admiración comprobar la calidad doctrinal, bíblica y poética
de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente el menosprecio
de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo entre
los indígenas de América. Los cristeros, concretamente, tenían en sí
toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad
de Dios. «Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice
Meyer, los cristeros podían resistir todos los descalabros militares, todas
las desdichas espirituales y hasta la más terrible de todas:
los arreglos y el poco apoyo clerical» (289). Esa fidelidad
a la voluntad de Dios providente les hacía inquebrantables.
Ezequiel Mendoza,
por ejemplo, decía a su gente: «No, muchachos, acuérdense que
aquí pedimos a Dios lo que más nos conviniera y
por eso no digamos desatinados "ya ven que las cosas
cambian de un momento a otro"; "la hoja del árbol
no se mueve sin la gran voluntad de Dios", paciencia
y resignación» (289). En cierta ocasión, según él mismo refiere,
arengaba así a los suyos: «No queremos compañeros que traigan
fines torcidos, queremos hombres que de todo corazón quieran agradar
a Dios en todo, sin otro interés que defender a
su Iglesia nuestra Madre; ya que sus feroces enemigos la
quieren exterminar, aunque no lo conseguirán, porque fue dicho por
Nuestro Señor Jesucristo que "las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella"; y lo que Cristo ofreció lo cumple; también
dijo que "pasarán los cielos y la tierra, pero sus
palabras no pasarán". Además tenemos nuestra Reina y Madre la
Virgen de Guadalupe, ella nos recomendará con su Padre, con
su Hijo, y con su esposo, el Espíritu Santo. Todavía
más contamos con todos los santos y santas del Cielo
y de la tierra para que ellos rueguen a Dios
por nosotros en todo tiempo y lugar, y si Dios
está con nosotros no tengamos miedo de morir en defensa
de la Iglesia y de la Patria, seremos mártires e
iremos al cielo para siempre» (Testimonio 31).
Por su parte,
Aurelio Acevedo, un simple ranchero de Zacatecas, animaba así a
su tropa: «Vosotros, valientes sin tacha, siempre pensad que vais
en camino del Calvario; pensad que vais al martirio cumbre
donde se entra al Cielo de la Paz y eterno
regocijo. Todo redentor debe ser crucificado para fin de que
triunfe y sea glorificado. No olvidéis que esta lección es
más clara que el sol que nos alumbra: ¡recordad a
Jesús!» (Meyer III,275).
Y otro jefe, Pedro Quintanar, decía a sus
tropas: «Todo lo bueno que en vosotros hay es sólo
de Dios y... todo lo malo que en vuestro regimiento
hay es vuestro. A Dios hay que atribuir todo lo
bueno y toda la gloria y todo triunfo, pues vosotros
sois instrumentos viles» (289).
Prácticas religiosas. -La guerra fue para muchos
cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa sobre todo
era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros,
el centro de todo, cada día. Más aún, «en los
campamentos cristeros, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba
expuesto, y los soldados, por grupos de quince o veinte,
practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era la regla...
Los sacerdotes que permanecían con los cristeros se pasaban el
tiempo confesando, bautizando, casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones»
(III,278).
Pero «era frecuente que no hubiese ya sacerdote, y
entonces un seglar tomaba la dirección de la vida religiosa,
como Cecilio Valtierra, el cual todas las mañanas leía el
Oficio de la Iglesia, en presencia de los fieles, y
todas las tardes llevaba el Rosario. Estas misas blancas iban
acompañadas de otras innovaciones» (III,277). «Los cánticos y el Rosario
acompañaban todos los instantes de la vida, en la marcha
o en el campamento. Los cristeros oraban y cantaban a
altas horas de la noche, rezando colectivamente el Rosario, de
rodillas, y cantando los laudes a la Virgen o a
Cristo, entre las decenas» (III,279).
Es indudable que de su fe
cristiana sacaban los cristeros toda su abnegación y valor para
la guerra. No eran unos valientes a pesar de ser
unos hombres piadosos, sino que más bien porque eran piadosos
eran valientes.
Sólo un ejemplo: en cierta ocasión en que
los cristeros habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el
general «Degollado les hizo rezar el rosario, tras de lo
cual los arengó: "Porque Cristo Rey se llevó a los
nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se les olvidó que
al enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron
sus servicios y sus vidas?... Dios, sin necesidad de usar
de combates, dispone de nuestras vidas cuando a Él le
place... Dejen sus armas al pie del altar, que yo
nunca seré jefe de cobardes". Las tropas lloraban y gritaban:
"¡No, mi general! Seguiremos siendo los valientes de Cristo Rey,
y si no, pónganos a prueba"» (Meyer I,232).
Idea del gobierno
y de la guerra. -Los cristeros tenían de la guerra,
y de la persecución que la causó, una idea mucho
más teológica que política. En las entrevistas, algunas veces también,
se refleja una cierta visión política del conflicto. Por ejemplo,
«para los cristeros, el turco Calles, vendido a la masonería
internacional, representaba al extranjero yanki y protestante, deseoso de terminar
su obra destructora (la anexión de 1848 es conocida de
todos, y la situación de subhombres de los chicanos de
Texas y Nuevo México...), descatolizando el país» (III,285).
Sin embargo, prevalecía
con mucho la visión teológica de la guerra. Conocían bien,
en primer lugar, el deber moral de obedecer a las
autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero también
sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían
claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del
Maligno.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, consideraba a los gobernantes de
su patria «endiablados callistas, masones y protestantes malos, que sólo
buscan las comodidades del cuerpo y la satisfacción de sus
caprichos en este mundo engañador y no creen que los
espera un infierno de tormentos eternos, pobres murciélagos que se
creen aves y son ratones» (III,283). Y decía, «¡ay de
los tiranos que persiguen a Cristo Rey, bestias rumanas de
las que nos habla el Apocalipsis! Todos debemos tener muy
presentes las bienaventuranzas de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo:
pobreza de espíritu, lágrimas de contrición, justa mansedumbre, hambre y
sed de justicia, misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores,
los buenos cuando son perseguidos por los malos, como nos
aprietan los Calles ahora, dizque porque somos muy malos, que
andamos tercos queriendo defender la honra y gloria de Aquel
que murió desnudo en la cruz más alta y en
medio de dos ladrones, por ser Él el más malo
de todos los humanos, que no quiso someterse al supremo
de la tierra. Es lo que dicen ellos, porque les
falta un domingo y los redobles de tambor, pero nosotros
se los daremos con ayuda de quien resucitó de los
muertos el tercer día y que, porque nos ama, nos
dejó por Madre su propia Madre» (III,287).
Este tono profundamente
bíblico era el de la Cristiada. Es la visión del
Apocalipsis: Satán, el dragón infernal, la antigua serpiente, da su
fuerza a la Bestia, poder maligno intramundano, que hace la
guerra a los santos y a cuantos guardan el testimonio
de Jesús. En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más
cerca del Apocalipsis del apóstol San Juan que de la
teología de la liberación moderna.
Con toda razón el Cardenal
Ratzinger afirmaba que «la teología de la liberación, en sus
formas conexas con el marxismo, no es ciertamente un producto
autóctono, indígena, de América Latina o de otras zonas subdesarrolladas,
en las que habría nacido y crecido casi espontáneamente, por
obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en
su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales
nacidos o formados en el Occidente opulento» (Informe sobre la
fe, 207). La espiritualidad popular real es la de Ezequiel
Mendoza y sus compañeros, llena de resonancias de la Biblia
y del catecismo.
El martirio. -La teología del martirio en los
cristeros no es menos rica que la de las Passiones
de los primeros siglos, aunque muchas veces vaya en clave
de humor. «¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!», decía
el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado con su padre
(III,299). «Hay que ganar el cielo ahora que está barato»,
decía otro (298). Norberto López, que rechazó el perdón que
le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de
ser fusilado, dijo: «Desde que tomé las armas hice el
propósito de dar la vida por Cristo. No voy a
perder el ayuno al cuarto para las doce» (302).
En Sahuayo
asesinaron uno a uno a veintisiete cristeros, que uno a
uno murieron dando vivas a Cristo Rey, pero perdonaron la
vida a Claudio Becerra, por ser muy jovencito. Más tarde,
con gran tristeza, iba a pedir junto al sepulcro de
sus compañeros martirizados: «Compañeros, pídanle a Dios me vaya al
cielo a acompañarlos». Bebía entonces demasiado, y cuando el cura
le reprochó, él dijo: «Me emborracho, padre, porque me da
sentimiento que Dios no me quiso para mártir» (Lpz. Beltrán
66-70)...
Una vez más la voz del patriarca Mendoza: «Ustedes y
yo lamentamos de corazón el fallecimiento de esos hombres que
de buena fe ofrendaron sus vidas, familia y demás intereses
terrenales, derramaron su sangre por Dios y por nuestra querida
patria, como lo hacen los verdaderos mártires cristianos; pues su
sangre, unida con la de Nuestro Señor Jesucristo y con
la de todos los mártires del Espíritu Santo, nos alcanzará
de Dios Padre los bienes que esperamos en la tierra
y en el Cielo. Dichosos los que mueren por el
amor al Dios que hizo los cielos y la tierra,
y en todo está por esencia, presencia y potencia, no
como los dioses falsos de Plutarco Elías Calles y de
otros locos desviados por Satanás, que les ofrece los bueyes
y la carreta de esta vida y después los hace
birria caliente y gorda en el infierno de los tormentos»
(III,299).
La muerte tranquila de los cristeros, con frecuencia después de
terribles tormentos, impresionaba siempre a los federales. Morían perdonando y
gritando ¡Viva Cristo Rey! Y el pueblo guardaba sus palabras,
recogía su sangre, enterraba sus cuerpos, acudía en masa a
sus funerales, cuando eran posibles, en protesta silenciosa y confesión
de fe.
Alegría. -La alegría estaba también siempre presente, como es
lógico, en estos hombres que se estaban jugando la vida
por Cristo, pasando indecibles miserias y penalidades. En crónicas y
escritos siempre hay huellas de alegría y de humor. Cuenta
Ezequiel Mendoza que su papá, en una ocasión, jugándose la
vida, se quedó sosteniendo una puerta de campo, para que
escapara un grupo de cristeros. Los federales le disparaban una
y otra vez, sin atinarle. Así que él, sin soltar
la puerta, «como enojado volvió su cara y regañó al
enemigo, dijo: "Pendejos, tirar para acá, parece que no ven
gente"» (Testimonio 37). De éstas hay innumerables anécdotas cristeras.
Espiritualidad bíblica y tradicional
del México católico
Siendo la Biblia y la Tradición eclesial las
fuentes permanentes de la espiritualidad cristiana, el calificativo de tradicional,
en su sentido más genuino, es tan precioso como el
de bíblico. Pues bien, la espiritualidad de los cristeros es
netamente bíblica y tradicional. Jean Meyer subraya con fuerza ambas
notas: «Hemos quedado asombrados por el número y la exactitud
de las citas bíblicas. La idea de un pueblo católico
ignorante de la Biblia no es válida para el campesino
mexicano de esta época. En los caseríos lejanos de la
parroquia se la leía de pie, o más bien se
formaba círculo en torno de aquel que sabía leer» (307).
No
hay, tampoco, mariolatría en la devoción a la Virgen: «El
culto de la Virgen guadalupana no es distinto del que
recibe en Rusia (¡800 lugares de peregrinación marianos!), en Polonia
o en Francia» (309). Meyer afirma una y otra vez
«la indiscutible catolicidad de la fe mexicana» (309).
«La religión
de los cristeros era, salvo excepción, la religión católica romana
tradicional, fuertemente enraizada en la Edad Media hispánica. El catecismo
del P. Ripalda, sabido de memoria, y la práctica del
Rosario, notable pedagogía que enseña a meditar diariamente sobre todos
los misterios de la religión, de la cual suministra así
un conocimiento global, dotaron a ese pueblo de un conocimiento
teológico fundamental asombrosamente vivo. A Cristo conocido en su vida
humana y en sus dolores, con los cuales puede el
fiel identificarse con frecuencia, amado en el grupo humano que
lo rodea: la Virgen, el patriarca San José, patrono de
la Buena Muerte, y todos los santos que ocupan un
lugar muy grande, completamente ortodoxo, en la vida común, se
le adora en el misterio de la Trinidad. Esta religión
próxima al fiel la califican de superstición los misioneros norteamericanos
(protestantes y católicos) y los católicos europeos no la juzgan
de manera distinta» (307). Sin embargo, «el cristianismo mexicano, lejos
de estar deformado o ser superficial, está sólida y exactamente
fundamentado en Cristo, es mariológico a causa de Cristo, y
sacramental por consiguiente, orientado hacia la salvación, la vida eterna
y el Reino. Durante la guerra, los santos se retraen
notablemente hasta su propio lugar, mientras se manifiesta el deseo
ardiente del cielo» (310).
La profundidad de la evangelización realizada en
México durante siglos quedó absolutamente probada cuando, después de más
de un siglo de continuas persecuciones liberales, socialistas y revolucionarias,
los cristeros ofrecieron al mundo este testimonio formidable de espiritualidad
y de martirio.
Volvamos, pues, al principio, y oigamos la
voz franciscana de uno de los primeros evangelizadores, Fray Toribio
de Benavente, Motolinía. Lo que él dice de México, lo
diremos aquí, para terminar nuestra historia; y lo diremos pensando
en toda la América hispana:
«¡Oh, México que tales montes
te cercan y coronan! ¡Ahora con razón volará tu fama,
porque en ti resplandece la fe y evangelio de Jesucristo!
Tú que antes eras maestra de pecados, ahora eres enseñadora
de verdad; y tú que antes estabas en tinieblas y
oscuridad, ahora das resplandor de doctrina y cristiandad» (Hª de
los indios III,6, 339). «Pues concluyendo, digo: ¿quién no se
espantará viendo las nuevas maravillas y misericordias que Dios hace
con esta gente?... Estos conquistadores y todos los cristianos amigos
de Dios se deben mucho alegrar de ver una cristiandad
tan cumplida en tan poco tiempo, e inclinada a toda
virtud y bondad. Por tanto ruego a todos los que
esto leyeren que alaben y glorifiquen a Dios con lo
íntimo de sus entrañas; digan estas alabanzas que se siguen,
según San Buenaventura: "Alabanza y bendiciones, engrandecimientos y confesiones, gracias
y glorificaciones, sobrealzamientos, adoraciones y satisfacciones sean a vos, Altísimo
Señor Dios Nuestro, por las misericordias hechas con estos indios
nuevos convertidos a vuestra santa fe. Amén, Amén, Amén"» (II,
11, 283).
|
|
El Santo Juan Diego y Guadalupe |
Las maravillas de gracia sobre el indio Juan Diego (1474-1548) y sobre las apariciones de la Virgen en el Tepeyac (1531) |
|
|
El Santo Juan Diego y Guadalupe |
Fuentes documentales
Las maravillas de gracia que vamos a contar sobre
el indio Juan Diego (1474-1548) y sobre las apariciones de
la Virgen en el Tepeyac (1531) nos son conocidas por
los siguientes documentos principales:
El Nican Mopohua, texto náhuatl, la
lengua azteca, escrito hacia 1545 por Antonio Valeriano (1516-1605), ilustre
indio tepaneca, alumno y después profesor y rector del Colegio
de Santa Cruz de Tlatelolco, Gobernador de México durante treinta
y cinco años; publicado en 1649 por Luis Lasso de
la Vega, capellán de Guadalupe; y traducido al español por
Primo Feliciano Velázquez en 1925. Este documento precioso es probablemente
el primer texto literario náhuatl, pues antes de la conquista
los aztecas tenían sólo unos signos gráficos, como dibujos, en
los que conseguían fijar ciertos recuerdos históricos, el calendario, la
contabilidad, etc.
El Testamento de Juana Martín, del 11 de
marzo de 1559, vecina de Juan Diego. El original, en
náhuatl, se halla en la Catedral de Puebla.
El Inin Huey
Tlamahuizoltin, texto náhualt, compuesto hacia 1580, quizá por el P.
Juan González, intérprete del Obispo Zumárraga; traducido por Mario Rojas.
Es muy breve, y coincide en los sustancial con el
Nican Mopohua.
El Nican Motecpana, texto náhuatl, escrito hacia 1600 por
Fernando de Alba Ixtlilxóchitl (1570-1649), bisnieto del último emperador chichimeca,
alumno muy notable del Colegio de Santa Cruz, que fue
gobernador de Texcoco, escritor y heredero de los papeles y
documentos de Valeriano, entre los cuales recibió el Relato de
las Apariciones de la Virgen de Guadalupe. En este precioso
texto se nos refiere algunos datos importantes de la vida
santa de Juan Diego, así como ciertos milagros obrados por
la Virgen en su nuevo templo. El Testamento de Juan
Diego, manuscrito del XVI, conservado en el convento franciscano de
Cuautitlán, y recogido después por don Lorenzo Boturini.
Varios Anales, en
náhuatl, del siglo XVI, como los correspondientes a Tlaxcala, Chimalpain,
Cuetlaxcoapan, México y sus alrededores, hacen referencia a los sucesos
guadalupanos.
Las Informaciones de 1666, hechas a instancias de Roma, en
las que depusieron 20 testigos, 8 de ellos indios ancianos.
Entre los testigos se contó a Don Diego Cano Moctezuma,
de 61 años, nieto del emperador, Alcalde ordinario de la
ciudad de México.
En el XVII, hay varias Historias de las
Apariciones de Guadalupe, publicadas por el bachiller Don Miguel Sánchez
(1648), el bachiller Don Luis de Becerra Tanco (1675), el
P. Francisco de Florencia S.J. (1688) y el Pbro. Don
Carlos de Sigüenza y Góngora (1688).
El indio Cuauhtlatóhuac
En 1474,
en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca, próximo
a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el
que habla como águila), el futuro Juan Diego. En ese
año, más o menos, fue cuando el poder azteca de
México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía 13
años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali
o templo mayor de Tenochtitlán, reinando Ahuitzol, en la que
se sacrificaron unos 80.000 cautivos. En los años siguientes, las
guerras de vasallaje del insaciable poder mexicano envolvieron también al
señorío aliado de Cuautitlán, y es posible que Cuauhtlatóhuac tuviera
que dejar sus labores campesinas para participar en las campañas
bélicas.
Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de
Tenochtitlán otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y también
en Cuautitlán comenzó a reinar Aztatzontzin. Estos cambios políticos, que
implicaron redistribuciones de dominios, despojos y migraciones obligadas, afectaron también
a los cuautitecas.
El cristiano Juan Diego
En el año 1524
o poco después, que fue cuando llegaron los doce apóstoles
franciscanos, se bautizó Juan Diego, a los 50 años, con
su mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía.
En el Testamento de Juana Martín, de 1559, se lee:
«He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su barrio
de San José Milla, en donde se crió el mancebo
don Juan Diego y se fue a casar después a
Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la
joven doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan
Diego». Y alude a continuación al milagro del Tepeyac, donde
en 1531 se le apareció la Virgen.
Parte 2: El Nican Mopohua de don Antonio Valeriano. Sábado
9
Parte 3: El Nican Mopohua
de don Antonio Valeriano. Domingo 10
Parte
4: El Nican Mopohua de don Antonio Valeriano. Martes 12
Parte 5: El Nican Mopohua de don
Antonio Valeriano. Miercoles 13
Parte 6: El
Nican Mopohua de Según texto de Fernando Alba Ixtlaxóchitl
Parte 7: Comentarios a los textos escritios
Parte 8: Del terror a la confianza
Parte 9: Duda sobre la veracidad
de Guadalupe
Parte 10: Juan Diego,
el confidente
|
|
|
|
|
|
1 comentario:
vamos hacia adelante con la doble sacramentalidad que en realidad es una sola, el diácono con su esposa muestra la santificación de la familia que de evangelizada, se convierte en familia evangelizadora.
ese es un camino para Europa y otros continentes
Publicar un comentario