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¿Por qué existe el mal? |
¿Quisieramos que no existiese el mal? Esto puede ser
posible, sí, pero no depende de Dios. Dios es bueno,
y perfecto, y hace todo así. Estas son las palabras
del Génesis: “Y vio Dios que todo era bueno”. Dios
creo al hombre libre, es decir, con el poder de
decidir lo que hacemos, con el poder de hacer el
bien o hacer el mal. Porque nos creó con una
alma, nos da la libertad de hacer el bien o
el mal. Tan grande es su amor que no interrumpe
nuestra libertad. Quiere que nuestras buenas acciones y nuestro amor
sean puros, auténticos y reales, y que vengan de nosotros
mismos libremente. Hay que distinguir entre el mal físico y
el mal moral. El primero se origina cuando se cruzan
y "chocan" fuerzas físicas y químicas que existen independientemente de
nuestro querer. Si conociésemos todas esas leyes se podrían evitar
muchas catástrofes, pero es claro que no siempre controlamos todo
lo que va a ocurrir (el rayo que caerá cerca
de casa, la bacteria que se difunde por todos lados,
el mosquito que transmite la malaria, el terremoto que derrumba
cientos de casas). Existe otro mal que depende de cada uno:
el mal moral. Este mal nace cuando usamos nuestra libertad
no para hacer el bien, sino para buscar un fin
egoísta que implica dañar a otros. Este mal es la
fuente de muchos dolores y angustias de la humanidad. Dios,
sin embargo, no puede impedirlo, pues, de lo contrario, tendría
que quitarnos la libertad. Desde luego, es muy alto el riesgo
que nace de esa libertad, pues permite que puedan existir
hombres como Hitler, Stalin o Mao. Pero no hemos de
olvidar que esa misma libertad es la que hace que
puedan existir también un Francisco de Asís, una Madre Teresa
de Calcuta, un Papa Juan Pablo II. A cada uno
le toca decidir de qué lado se va a colocar
en la historia de la lucha entre el bien y
el mal. Desde que Cristo vino al mundo, la opción
por el bien es posible para todos: basta con dejarnos
tocar por su amor redentor. Pero... ¿Por qué un
Dios bueno permite el sufrimiento de los niños y de
los inocentes? Un niño, un inocente, sufre como consecuencia
del pecado original. Antes del pecado original, el mal no
existía en el mundo. Todo era perfecto y armonioso, pero
Adán rompió esta armonía con su desobediencia en el Jardín.
Somos el culmen de la creación. Cuando pecamos, la creación
perdió su orden. Por ello el mal y el sufrimiento
entraron el mundo y existen hasta hoy. Cuando pecamos nos
elegimos a nosotros mismos sobre Dios, con un amor egoísta.
Si queremos luchar contra el mal y desterrarlo del mundo,
debemos comenzar por nosotros mismos. Somos los responsables de quitarlo
del mundo, y lo haremos contraponiéndole el bien. Cristo, con
su amor a nosotros hasta la muerte a la cruz,
nos muestra que el sufrimiento es inevitable en esta vida,
pero que puede ser una cosa buena, y hasta causa
de redención eterna. Si queremos el bien, tenemos que hacerlo
libremente. Dios no nos fuerza a hacerlo. Quiere nuestro amor
libre. ¿De qué le sirve un amor obligado?
Para profundizar: Salvifici Doloris por el Juan Pablo II Catecismo
de la Iglesia Católica nn° 302-324; 385-421
El mal intrínseco |
Fragmento de la Encíclica Veritatis Splendor de SSJuan Pablo II.
Son los actos intrínsecamente malos independientemente de las intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. |
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El mal intrínseco |
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para
lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
79. Así pues, hay
que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y
proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala
según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos
comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la
que la elección es hecha o de la totalidad de
las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas
interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es
el objeto del acto humano, el cual decide sobre su
«ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios.
Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo
ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por
tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus
finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son
exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente,
el conjunto ordenado de los bienes para la persona que
se ponen al servicio del bien de la persona ,
del bien que es ella misma y su perfección. Estos
son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según
Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del
acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque
contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su
imagen. Son los actos que, en la tradición moral de
la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo
son siempre y por sí mismos, es decir, por su
objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y
de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el
influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre
todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que,
por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias,
son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en
el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece
una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se
opone a la vida, como los homicidios de cualquier género,
los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio
voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona
humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso
los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata
de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas
estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al
corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios
al honor debido al Creador» 132.
Sobre
los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas
mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo,
Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez
tolerar un mal menor a fin de evitar un mal
mayor o de promover un bien más grande, no es
lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para
conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer
objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona
humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el
bien individual, familiar o social» 133.
81.
La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos,
acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo
afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros,
ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni
los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los
borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino
de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente
malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar
su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos,
por sí y en sí mismos no son ordenables a
Dios y al bien de la persona: «En cuanto a
los actos que son por sí mismos pecados (cum iam
opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo,
la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará
afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no
serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados
justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o
las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por
su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como
elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta
al verdadero bien de la persona con relación a su
fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a
Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre
y en todos los casos a este bien. En este
sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos
y que obligan «semper et pro semper», o sea sin
excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino
que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como
fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la
moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de
la caridad y de las virtudes. La calidad moral del
obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión
de obediencia y de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—,
hay que rechazar como errónea la opinión que considera imposible
calificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada
de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención
por la cual se hace la elección o por la
totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas
las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad
del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo
135 y establecer cualquier norma determinada,
desde el punto de vista del contenido, que obligue sin
excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana
y de la verdad sobre el bien, así como en
detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la
cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente
en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos,
se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre,
de su verdad y de las consecuencias morales que se
derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal
intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a
la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo
respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia,
debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan con
esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el
episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles
sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante
todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que
es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf.
Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos,
comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad
en la obediencia a la ley divina, que se compendia
en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu
de verdad, de libertad y amor: en él nos es
dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el
dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de
la libertad» (St 1, 25).
Documento completo Encíclica Veritatis splendor
130. Cf. Summa Theologiae, I-II, q.
100, a.1. regresar
131. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio
et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221;
cf. pablo VI, Alocución a los miembros de la Congregación
del Santísimo Redentor (septiembre 1967): AAS 59 (1967), 962: «Se
debe evitar el inducir a los fieles a que piensen
diferentemente, como si después del Concilio ya estuvieran permitidos algunos
comportamientos, que precedentemente la Iglesia había declarado intrínsecamente malos. ¿Quién
no ve que de ello se derivaría un deplorable relativismo
moral, que llevaría fácilmente a discutir todo el pátrimonio de
la doctrina de la Iglesia?». regresar
132. Const.
past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 27. regresar
133. Carta enc. Humanae vitae
(25 julio 1968), 14: AAS 60 (1968), 490-491. regresar
134. Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; cf.
S. Tomás de Aquino, Quaestiones quodlibetales, IX, q. 7, a.
2; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1753-1755. regresar
135. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad
religiosa Dignitatis humanae, 7. regresar
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¿Por qué Dios permite el mal? |
La realidad del mal y del sufrimiento presentes
bajo tantas formas en la vida humana, constituye para muchos la
dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina. |
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¿Por qué Dios permite el mal? |
Dificultades para aceptar la providencia
1. La realidad del mal
y del sufrimiento presentes bajo tantas formas en la vida
humana, constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la
verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta dificultad
asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios
del mal y del sufrimiento presentes en el mundo llegando
hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su
existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos
radical y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en
tantos interrogantes críticos que el hombre plantea a Dios. La
duda, la pregunta e incluso la protesta nacen de la
dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia
Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo
creado, y la realidad del mal y del sufrimiento experimentado
en formas diversas por los hombres.
Pues bien, el sufrimiento entra
de lleno en el ámbito de las cosas que Dios
quiere decir a la humanidad. Ha habldo de ello «muchas
veces... por ministerio de los profetas... últimamente... nos habló por
su Hijo» (Heb, 1, 1). Podemos decir que la visión
de la realidad del mal y del sufrimiento está presente
con toda su plenitud en las páginas de la Sagrada
Escritura. Podemos afirmar que la Biblia es, ante todo, un
gran libro sobre el sufrimiento, que lo presenta en el
contexto de la autorrevelación de Dios y en el contexto
del Evangelio; o sea, de la Buena Nueva de la
salvación. Por eso el único método adecuado para encontrar una
respuesta al interrogante sobre el mal y el sufrimiento en
el mundo es buscar en el contexto de la revelación
que nos ofrece la Palabra de Dios.
Mal físico y mal
moral
2. El mal es en sí mismo multiforme. Generalmente se
distinguen el mal en sentido físico del mal en sentido
moral. El mal moral se distingue del físico sobre todo
por comportar culpabilidad, por depender de la libre voluntad del
hombre y es siempre un mal de naturaleza espiritual. Se
distingue del mal físico, porque este último no incluye necesariamente
y de modo directo la voluntad del hombre, aunque esto
no significa que no pueda estar causado también por el
hombre y ser efecto de su culpa. El mal físico
causado por el hombre, a veces sólo por ignorancia o
falta de cautela, a veces por descuido de las precauciones
oportunas o incluso por acciones inoportunas y dañosas, presenta muchas
formas. Pero existen en el mundo muchos casos de mal
físico que suceden independientemente del hombre. Baste recordar, por ejemplo,
los desastres o calamidades naturales, al igual que todas las
formas de disminución física o de enfermedades somáticas o psíquicas,
de las que el hombre no es culpable.
3. El sufrimiento
nace en el hombre de la experiencia de estas múltiples
formas del mal. En cierto modo, el sufrimiento puede darse
también en los animales, en cuanto que son seres dotados
de sentidos y de relativa sensibilidad, pero en el hombre
el sufrimiento alcanza la dimensión propia de las facultades espirituales
que posee. Puede decirse que en el hombre se interioriza
el sufrimiento, se hace consciente y se experimenta en toda
la dimensión de su ser y de sus capacidades de
acción y reacción, de receptividad y rechazo; es una experiencia
terrible, ante la cual, especialmente cuando es sin culpa, el
hombre plantea aquellos difíciles, atormentados y dramáticos interrogantes, que constituyen
a veces una denuncia, otras un desafío, o un grito
de rechazo de Dios y de su Providencia. Son preguntas
y problemas que se pueden resumir así: ¿cómo conciliar el
mal y el sufrimiento con la solicitud paterna, llena de
amor, que Jesucristo atribuye a Dios en el Evangelio? ¿Cómo
conciliarlo con la trascendente sabiduría del Creador? Y de una
manera aún más dialéctica: ¿podemos de cara a toda la
experiencia del mal que hay en el mundo, especialmente de
cara al sufrimiento de los inocentes, decir que Dios no
quiere el mal? Y si lo quiere, ¿cómo podemos creer
que «Dios es amor», siendo así, además, que este amor
no puede no ser omnipotente?
Certeza de que Dios es bueno
4.
Ante estas preguntas, nosotros también como Job, sentimos qué difícil
es dar una respuesta. La buscamos no en nosotros, sino,
con humildad y confianza, en la Palabra de Dios. En
el Antiguo Testamento encontramos ya la afirmación vibrante y significativa:
«... pero la maldad no triunfa de la sabiduría. Se
extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna
todo con suavidad» (Sab 7, 30-8, l). Frente a las
multiformes experiencias del mal y del sufrimiento en el mundo,
ya el Antiguo Testamento testimoniaba el primado de la Sabiduría
y de la bondad de Dios, de su Providencia Divina.
Esta actitud se perfila y desarrolla en el Libro de
Job, que se dedica enteramente al tema del mal y
del dolor vistos como una prueba a veces tremenda para
el gusto, pero superada con la certeza, laboriosamente alcanzada, de
que Dios es bueno.
En este texto captamos la conciencia del
límite y de la caducidad de las cosas creadas, por
la cual algunas formas de «mal» físico (debidas a falta
o limitación del bien) pertenecen a la propia estructura de
los seres creados, que, por su misma naturaleza, son contingentes
y pasajeros, y por tanto corruptibles. Sabemos además que los
seres materiales están en estrecha relación de interdependencia, según lo
expresa el antiguo axioma: «La muerte de uno es la
vida del otro» («corruptio unius est generatio alterius»). Así pues,
en cierta medida, también la muerte sirve a la vida.
Esta ley concierne también al hombre como ser animal al
mismo tiempo que espiritual, mortal e inmortal. A este propósito,
las palabras de San Pablo descubren, sin embargo, horizontes muy
amplios: «... mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre
interior se renueva de día en día» (2 Cor 4,
16). Y también: «Pues por la momentánea y ligera tribulación
nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2 Cor
4, 17).
5. La afirmación de la Sagrada Escritura: «la maldad
no triunfa de la Sabiduría» (Sab 7, 30) refuerza nuestra
convicción de que, en el plano providencial del Creador respecto
al mundo, el mal en definitiva está subordinado al bien.
Además, en el contexto de la verdad integral sobre la
Providencia Divina, nos ayuda a comprender mejor las dos afirmaciones:
«Dios no quiere el mal como tal» y «Dios permite
el mal». A propósito de la primera es oportuno recordar
las palabras del Libro de la Sabiduría: «... Dios no
hizo la muerte ni se goza en la pérdida de
los vivientes. Pues El creó todas las cosas para la
existencia» (Sab 1, 13-14). En cuanto a la permisión del
mal en el orden físico, por ejemplo, de cara al
hecho de que los seres materiales (entre ellos también el
cuerpo humano) sean corruptibles y sufran la muerte, es necesario
decir que ello pertenece a la estructura misma de estas
criaturas. Por otra parte, sería difícilmente pensable, en el estado
actual del mundo material, el ilimitado subsistir de todo ser
corporal individual. Podemos, pues, comprender que, si «Dios no ha
creado la muerte», según afirma el Libro de la Sabiduría,
sin embargo la permite con miras al bien global del
cosmos material.
El gran valor de la libertad
7. Pero si se
trata del mal moral, esto es, del pecado y de
la culpa en sus diversas formas y consecuencias, incluso en
el orden físico, este mal decidida y absolutamente Dios no
lo quiere. El mal moral es radicalmente contrario a la
voluntad de Dios. Si este mal está presente en la
historia del hombre y del mundo, y a veces de
forma totalmente opresiva, si en cierto sentido tiene su propia
historia, esto sólo está permitido por la Divina Providencia, porque
Dios quiere que en el mundo creado haya libertad. La
existencia de la libertad creada (y por consiguiente del hombre,
e incluso la existencia de los espíritus puros como los
ángeles, de los que hablaremos en otra ocasión) es indispensable
para aquella plenitud de la creación, que responde al plan
eterno de Dios (como hemos dicho ya en una de
las anteriores catequesis).
La Providencia es una presencia eterna en la
historia del hombre: de cada uno y de las comunidades.
La historia de las naciones y de todo el género
humano se desarrolla bajo el «ojo» de Dios y bajo
su omnipotente acción. Si todo lo creado es «custodiado» y
gobernado por la Providencia, la autoridad de Dios, llena de
paternal solicitud, comporta, en relación a los seres racionales y
libres, el pleno respeto a la libertad, que es expresión
en el mundo creado de la imagen y semejanza con
el mismo Ser divino, con la misma Libertad divina.
El respeto
de la libertad creada es tan esencial que Dios permite
en su Providencia incluso el pecado del hombre (y del
ángel). La criatura racional, excelsa entre todas, pero siempre limitada
e imperfecta, puede hacer mal uso de la libertad, la
puede emplear contra Dios, su Creador. Es un tema que
turba la mente humana, sobre el cual el libro del
Sirácida reflexionó ya con palabras muy profundas» (Audiencia general, 21-V-1986,
7 y 8)].
Hacia la luz definitiva
A causa de aquella plenitud
del bien que Dios quiere realizar en la creación, la
existencia de los seres libres es para él un valor
más importante y fundamental que el hecho de que aquellos
seres abusen de la propia libertad contra el Creador y
que, por eso, la libertad pueda llevar al mal moral.
Indudablemente es grande la luz que recibimos de la razón
y de la revelación en relación con el misterio de
la Divina Providencia que, aun no queriendo el mal, lo
tolera en vista de un bien mayor. La luz definitiva,
sin embargo, sólo nos puede venir de la cruz victoriosa
de Cristo. A ella dedicaremos nuestra atención en la siguiente
catequesis.
Audiencia general (4-VI-1986)
Jesús: respuesta al problema del mal |
La Palabra de Dios afirma de forma clara y perentoria que "la maldad no triunfa contra la sabiduría de Dios" |
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Jesús: respuesta al problema del mal |
"Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para
el bien de tos que le aman" (Rom 8, 28).
1.La Palabra de Dios afirma de forma clara y perentoria
que «la maldad no triunfa contra la sabiduría (de Dios)»
(Sab 7, 30) y que Dios permite el mal en
el mundo con fines más elevados, pero no quiere ese
mal. Hoy deseamos ponernos en actitud de escuchar a Jesucristo,
quien en el contexto del misterio pascual, ofrece la respuesta
plena y completa a ese atormentador interrogante.
Reflexionemos antes de nada
sobre el hecho que San Pablo anuncia: Cristo crucificado como
«poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,
24), en quien se ofrece la salvación a los creyentes.
Ciertamente el suyo es un poder admirable, pues se manifiesta
en la debilidad y el anonadamiento de la pasión y
de la muerte en cruz. Y es además una sabiduría
excelsa, desconocida fuera de la Revelación divina. En el plano
eterno de Dios y en su acción providencial en la
historia del hombre, todo mal, y de forma especial el
mal moral --el pecado-- es sometido al bien de la
redención y de la salvación precisamente mediante la cruz y
la resurrección de Cristo. Se puede afirmar que, en El,
Dios saca bien del mal. Lo saca, en cierto sentido,
del mismo mal que supone el pecado, que fue la
causa del sufrimiento del Cordero inmaculado y de su terrible
muerte en la cruz como víctima inocente por los pecados
del mundo. La liturgia de la Iglesia no duda siquiera
en hablar, en este sentido, de la «felix culpa» (cfr.
Exsultet de la Liturgia de la Vigilia Pascual).
2. Así pues,
a la pregunta sobre, cómo conciliar el mal y el
sufrimiento en el mundo con la verdad de la Providencia
Divina, no se puede ofrecer una respuesta definitiva sin hacer
referencia a Cristo. Efectivamente: por una parte, Cristo -el Verbo
encarnado- confirma con su propia vida -en la pobreza, la
humillación y la fatiga- y especialmente con su pasión y
muerte, que Dios está al lado del hombre en su
sufrimiento; más aún, que El mismo toma sobre Sí el
sufrimiento multiforme de la existencia terrena del hombre. Jesús revela
al tiempo que este sufrimiento posee un valor y un
poder redentor y salvífico, que en él se prepara esa
«herencia que no se corrompe», de la que habla San
Pedro en su primera Carta: «la herencia que está reservada
para nosotros en los cielos» (cfr. 2 Pe 1, 4).
La verdad de la Providencia adquiere así mediante «el poder
y la sabiduría» de la cruz de Cristo su sentido
escatológico definitivo. La respuesta definitiva a la pregunta sobre la
presencia del mal y del sufrimiento en la existencia terrena
del hombre es la que ofrece la Revelación divina en
la perspectiva de la «predestinación de Cristo», es decir, en
la perspectiva de la vocación del hombre y la vida
eterna, a la participación en la vida del mismo Dios.
Esta es precisamente la respuesta que ha ofrecido Cristo, confirmándola
con su cruz y con su resurrección.
3. De este modo,
todo, incluso el mal y el sufrimiento presentes en el
mundo creado, y especialmente en la historia del hombre, se
someten a esa sabiduría inescrutable, sobre la cual exclama San
Pablo, como transfigurado: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la
sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son
sus juicios e insondables sus caminos ...! (Rom 11, 33).
En todo el contexto salvífico, ella es de hecho la
«sabiduría contra la cual no puede triunfar la maldad» (cfr.
Sab, 7, 30). Es una sabiduría llena de amor, pues
«tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito
Hijo ... » (Jn 3, 16).
Audiencia general (11-VI-1986)
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La existencia del mal en el mundo |
Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar
con la sola razón, resulta comprensible desde el punto de vista que
ofrece la revelación cristiana... |
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La existencia del mal en el mundo |
Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar con
la sola razón, resulta comprensible desde el punto de vista
que ofrece la revelación cristiana. Hay unas palabras de San
Pedro en su segunda Carta que quizá no han sido
suficientemente meditadas: «¿Dónde queda la promesa de su venida (la
anunciada segunda venida triunfante del Mesías)? Pues desde que los
padres murieron, todo continúa como desde el principio de la
creación».
San Pedro recoge así la protesta de quienes se
sienten defraudados por las promesas cristianas sobre el Reino de
Dios que habría de haber triunfado ya sobre toda especie
de injusticia, de sufrimiento, de conflictos sangrantes: ¿no debería estar
ya implantado en todo el mundo el Reino de la
justicia, del amor y de la paz?
«Los padres» podían ser
primeros cristianos, muchos de los cuales ya habían muerto y,
sin embargo, «todo continúa como desde el principio de la
creación». Lo cual puede ser una evocación de las múltiples
luchas cainítas que siguen flagelando a la humanidad. ¿Cómo seguir
creyendo en las promesas predicadas por los Apóstoles? Las cosas
no han mejorado.
«Pero —replica san Pedro— hay algo, queridísimos, que
no debéis olvidar: que para el Señor un día es
como mil años, y mil años como un día». Mil
años nos puede parecer mucho tiempo, desde el punto de
vista de los que estamos inmersos en el tiempo. Pero
la mirada de Dios y sus designios son eternos, y
la eternidad tiene en presente pasado, presente y futuro. Si
Jesús nos dice que «el Reino de Dios está cerca»,
«que está ya en medio de nosotros», nos habla desde
el punto de vista de la eternidad y de los
designios divinos sobre toda la historia de la humanidad.
Nosotros somos
a menudo como niños que lo quieren todo y, además,
ya. Pero el hombre adulto ha de comprender que para
alcanzar los fines se necesita tiempo; y todo lo que
llega, llega pronto, casi enseguida, porque la vida humana sobre
la tierra es siempre muy corta, acaba, y, como dice
san Agustín, todo lo que acaba es breve. Para Dios
mil años son como un día.
¿Por qué permite Dios que
los «malvados» sigan haciendo el mal? La respuesta de quien
pasó muchas horas, muchos días, años, conversando con Jesucristo y
meditando tanto sus palabras como sus silencios, es ésta: «No
tarda el Señor en cumplir sus promesas, como algunos piensan;
más bien usa de paciencia con vosotos, porque no quiere
que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 Pe
3, 8-9).
Una vez más, el Espíritu Santo, por medio de
sus hagiógrafos, nos revela que el mal es una permisión
de la misericordia de Dios, que quiere que todos los
hombres se salven (cfr. 1 Tim 2, 4; Rom 11,
22) y usa con ellos de una paciencia infinita, que
implica una misericordia tan grande que nos resulta difícil de
comprender.
Desde un punto de vista objetivo la injusticia hace mayor
mal al injusto que al justo que sufre la injusticia.
En el justo, el sufrimiento es un vínculo de unión
con la Cruz redentora de Cristo; para el injusto, las
consecuencias del mal que se derivan de su injusticia han
de ser un revulsivo que le ayude a la conversión
y alcance, al fin, la salvación eterna.
El justo, es decir,
el santo —en términos bíblicos— no pierde la paz ni
la felicidad profunda, al sufrir la injusticia; es más, la
ofrece por el causante de la injusticia.
En todo caso, la
permisión del mal redunda en el bien de los que
aman a Dios y constituye una llamada a la conversión
de los que no le aman. Es un aspecto del
«escándalo de la Cruz».
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