Historia del gnosticismo |
Tres puntos polarizan la gnosis tomada en sentido religioso: conocimiento, revelación y salvación. |
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Historia del gnosticismo |
Tres puntos polarizan la gnosis tomada en sentido religioso:
conocimiento, revelación y salvación, susceptibles de múltiples interpretaciones, tanto en
sí mismos, como en su interdependencia. La cuestión es eterna,
pero el abigarrado mundo sincretista de los primeros siglos en
los que se inició la historia de la Iglesia resultó
un especial caldo de cultivo para transposiciones y subproductos de
la gnosis ortodoxa. 1.Introducción y antecedentes Aunque se
habla de gnosis cristiana ortodoxa y así lo hace ya
S. Ireneo, es cierto que el gnosticismo en sentido estricto
significa una corriente de espiritualidad e incluso una religión extracristiana
o, cuando menos, heterodoxa. Está fuera de duda la existencia
de una corriente de espiritualidad semejante, con anterioridad a la
predicación del Evangelio y distinta también de las Religiones de
Misterios. El Poimandres, incluido en el s. III d. C.
en el Corpus Hermeticum es, según Reitzenstein (Studien zum Antiken
Synkretismus, Leipzig-Berlín 1926, 29-33), el primer documento estrictamente gnóstico no
cristiano anterior a la predicación apostólica. Hacia el s. I
a. C. pululan una serie de sectas influidas por la
religiosidad irania y fundadas por poetas de carácter profético, el
más tepresentativo de los cuales es Alejandro de Abotoneikos (cfr.
Filón, De spec. leg., I,315-323); los miembros de la secta
se denominan kátharoi (puros) y ágnoi (devotos) (cfr. Filón, De
emigr. Abrah. 89-90), y pretendían vivir como puros espíritus (pneumátikoi)
entregados a una devoción puramente personal e intimista con ideas
firmes y claras acerca de la inmortalidad personal, fundada en
la pre-existencia del alma predestinada, y en un Pléróma trascendente,
del cual se habría desprendido como una chispa (spínther) caída
e impurificada en el cosmos material.
Según su origen, distingue fundamentalmente
la antropología gnóstica tres razas de hombres: los espirituales por
naturaleza (que acabamos de citar), los materiales (hylikoi) que son
irredimibles, y los animales (psykhikoi) que a base de esfuerzo
ético pueden obtener una salvación incompleta, quedando en el tópos
(lugar intermedio) sin acceso al Pléroma propiamente dicho. Incluso los
espirituales no se salvan totalmente, sino sólo su spínther del
Pléróma puede volver a él, habiéndose despojado de su alma
psíquica (Ireneo, Adv. Haer., 1,7,1). Así estas tres razas de
hombres apenas tienen algo de común, e incluso las dos
inferiores tienen menos realidad, ya que ésta consiste en la
impronta (egmageion) de la esfera ideal sobre la sombra de
la vida animal y material; la idea arquetípica que mediante
el spínther se encarna en la materia es el Anthrópos,
el hombre primordial cósmico, o la Sophía, según las sectas.
En
consecuencia la perfección gnóstica consiste en tomar conciencia del origen
trascendente y arquetípico del alma pneumática, con lo cual desaparece
todo temor, ya que el spínther está predestinado por naturaleza
(no por gracia) a retornar tarde o temprano al Pléroma,
para celebrar allí la unión esponsalicia (syzygía) con su consorte
angélico, homologando así las nupcias eternas de Anthrópos y Ekklesía.
Para ser capaz de estas nupcias ha de ir madurando
el spínther que hay en el hombre; mas ello no
se logra mediante obras, sino mediante una toma de conciencia
cada vez más profunda (gnósis) de su verdadera naturaleza pneumática.
Algunos maestros gnósticos, como Satornil, declaraban impuros el matrimonio y
la procreación (rasgo común a los maniqueos, los cátaros, y
demás sectas espiritualistas medievales) por contribuir a encadenar almas puras
en la materia.
La gnósis propiamente dicha difería de la fe
o pístis; en las doctrinas de Valentín y de Basílides
se da una fe ciega o adhesión firme a las
enseñanzas de la secta, que es el punto de partida
indispensable para la gnosis, pero además existe otra fe ruda
(psilé) necesitada de pruebas y de milagros por carecer de
la connaturalidad con el Pléróma, y que es imperfecta y
propia de los psíquicos. La experiencia de la gnósis es
un conocimiento intuitivo e iluminativo (sophía) que descubre la verdadera
naturaleza trascendente del fiel y la hace madurar (mórphósis) para
el Pléroma, pues mediante esta sophía (sabiduría) se va asimilando
a la Sophía personal de arriba.
En las sectas de carácter
popular, como eran las de Roma del s. III: Barbeliotas,
Carpocratianos, Ofitas de Celso, Nicolaítas, Sethianos, Severianos, Arcónticos, etc. y
en el grupo copto, los ritos que existían ya en
la gnosis desde un principio (p. ej., bajo forma de
banquete, etc., pero que eran considerados de poca importancia para
la maduración gnóstica), van desplazando a la gnósis hasta convertirse
en una magia soteriológica de carácter esotérico.
Algunas concepciones de base,
la ascética y la jerarquía pueden conducir a una identificación
de la gnosis con el maniqueísmo y diversas sectas medievales,
sin embargo, en ningún caso sería exacta la identificación. El
maniqueísmo recoge ciertamente elementos de las sectas gnósticas dispersos por
el Asia anterior, así como del mitraísmo iranio; su doctrina
es esencialmente ecléctica, pero como fenómeno historicorreligioso constituye una unidad
histórica irreductible e idéntica a sí misma, que tampoco puede
considerarse prolongada por las sectas de los cátaros, bogomilas y
patarinos. Su rasgo más personal es el mimetismo que hace
de él un movimiento proteico perfectamente adaptable a cuantas áreas
culturales se extendía, desde la península Ibérica (se pretende que
Prisciliano, y su grupo han dependido del movimiento maniqueo) hasta
el Asia central y el Extremo Oriente (descubrimientos en Turfan)
pasando por el norte de África, los Balcanes y Armenia.
Su culto sencillo, su tendencia igualitaria, su moralidad no excesivamente
exigente, su teoría de las reencarnaciones y su dualismo para
explicar el problema del mal de modo convincente para la
mentalidad popular, hacían del maniqueísmo la religión ideal de zonas
religiosamente inestables y de pueblos vagamente cristianizados.
2. Primeros gnósticos A
causa de la escasez de datos y fuentes directas sobre
los primeros jefes de sectas gnósticas, y de la desconfianza
sembrada por De Faye (cfr. Gnostiques et gnosticisme, 2 ed.
París 1925) y por la escuela de Tubinga hacia los
informes procedentes de los Padres, resulta difícil concretar algo. Hegesipo
menciona en su catálogo las herejías de Cleobio, de Dositeo
relacionado con Simón en Palestina, de Gorfeo y de Masboteo
(cfr. Eusebio, Hist. Eccl. IV,22,5). Orígenes en Contra Celsum (1,57)
confirma la existencia de Dositeo. Pero de estos gnósticos no
son conocidas sus doctrinas o sistemas.
Justino (VI,19; 256,1) testifica la
existencia histórica de Menandro en Samaría relacionado también con Simón,
y conoce a otros gnósticos dependientes de él. También nos
informa de la existencia de Satornil, que habría fundado una
secta a mediados del s. II. Cerinto figura en el
Adversus Haereses de S. Ireneo, en los Philosophoneuma de Hipólito
y en el Dialogus de Cayo, a quien él atribuye
una concepción escatológica plagada de reminiscencias materialistas procedentes de las
apocalipsis judías. Finalmente, Cerdón habría vivido en tiempos de S.
Higinio, según una buena tradición romana recogida por Ireneo (o.
c. 1,27,1; III,4,2) y habría sido maestro de Marción; parece
ser que a él se debe por lo menos la
concepción del doble dios inspirador respectivamente del Antiguo y del
N. T., fundamento de la doctrina de Marción que no
fue un gnóstico sino un racionalista.
Los testimonios concordes de los
contemporáneos de Marción le hacen proceder de Sínope del Ponto
y de una familia de armadores. Harnack data su nacimiento
en el a. 85, hijo de un obispo cristiano. En
tiempos de Antonino Pío llega a Roma, no se sabe
si ya cristiano o si hubo de bautizarse en la
Urbe, como un pasaje del Adv. Marcionem (IV,4,3) de Tertuliano
parece darlo a entender. De todos modos los armadores de
Sínope debían de tener un conocimiento profundo del judaísmo que
florecía en los puertos del Ponto y que hubo de
influir negativamente en el ánimo de Marción desde antes de
su conversión. Es cuestión todavía controvertida la del influjo que
sobre él haya ejercido Cerdón, gnóstico de la línea de
Satornil. Según la tradición marcionita la ruptura entre Marción y
la Iglesia habría ocurrido el 21 jul. 144, poco después
del comienzo del año séptimo del emperador Antonio. La secta
nacida de esta ruptura todavía ofrecerá resistencia activa a la
ortodoxia en el imperio bizantino. Marción no fue ciertamente un
gnóstico, como se pensó en algún tiempo, cuando los gnósticos
no eran todavía bien conocidos; aunque pretendió integrar en la
fe de la Iglesia algunos elementos gnósticos y se halló
poderosamente influido por su clima ideológico, presenta un temperamento y
estilo moral diversos. El fundamento de toda la doctrina de
Marción está en dos principios: la malicia esencial de la
materia y la existencia de un verdadero Dios desconocido y
foráneo, el Dios revelado en el N. T., pura expresión
de la bondad sin mezcla y opuesto al Dios del
A. T.; es decir, dualismo seguido de un rigorismo ascético
enfocado al mínimo uso de las cosas creadas y materiales.
En
el curso del s. II las incertidumbres desaparecen, y repentinamente
nos hallamos ante un multiforme despliegue de sectas y de
sistemas, a la cabeza de los cuales figuran dos grandes
jefes, verdaderos pensadores de cierta altura: se trata de Basílides
y de Valentín. 3. Basílides Aparece como jefe de
secta en tiempos de los emperadores Adriano y Antonino Pío;
su doctrina es continuada por su hijo Isidoro en las
Ethiká. La mejor fuente para Basílides son los Stromata de
S. Clemente de Alejandría (v.; ed. Stáhlin en G.C.S., Leipzig
1905-09; vol. IV, 1934), sobre todo el II, III, IV,
V y VII. Parte Basílides de un problema de orden
moral y racional, el del sufrimiento de los inocentes; ninguna
perspectiva soteriológica o escatológica le ayuda a encajar el mal
físico (su racionalismo inmanentista es semejante al de La Peste
de Camus). A diferencia de Marción no busca la solución
en un desdoblamiento de la divinidad, sino en la localización
de un misterio de iniquidad en el fondo de cada
hombre, aun de los inocentes. Para explicarlo no recurre Basílides
al mito de una caída prenatal, sino a la concepción
más abstracta de una culpa virtual e interpretativa: el hecho
de que el hombre sea capaz de pecado, merece ya
por sí mismo castigo. Clemente le atribuye una moral rigorista
(cfr. Stromata, IV,24,153), según la cual Dios no perdona ninguna
falta deliberada.
El Dios de Basílides no es; según Apuleyo trasciende
todas las categorías del ser, como en los neoplatónicos, pero
entre sus atributos la bondad y la justicia, que eclipsan
a todos los demás, resultan demasiado semejantes a la bondad
y a la justicia terrenas, pues siempre que permiten un
mal han de obedecer a un motivo, y a un
motivo punitivo, que consiste en la disposición próxima al pecado
que cada hombre tiene: tò hamartematikón.
Pretendía superar a la vez
las limitaciones de la filosofía y de la fe cristiana
y obtener un conocimiento más cálido y sapiencial que el
de la filosofía estoica ,y más esotérico y misterioso que
el de la sobria fe cristiana (éste es un rasgo
común a todas las escuelas gnósticas); concibe una pístis physiké
o fe natural (cfr. Strom. 11, 3,10) que consiste en
la predisposición natural a las enseñanzas de la secta en
los predestinados, gracias a la cual éstas son admitidas sin
necesidad de demostración racional. Su doctrina estaba contenida literariamente en
las Exegetiká que eran unos comentarios a los Evangelios que
también Ireneo, Hipólito y Orígenes conocían a fondo.
En su hijo
Isidoro la culpabilidad se concreta, mas para ello ha de
abandonar el plano abstracto y concebir una entidad, procedente tal
vez de las concepciones religiosas de Siria y del Irán:
el alma adventicia (Perì prosphyoús phychés se titula precisamente otro
tratado de Isidoro extractado en los Stromata). El y Basílides
pretendían deducir de S. Pablo, y de S. Mateo (19,10-12),
que el matrimonio era un mal menor, falseando así la
doctrina evangélica. Sin embargo, Basílides e Isidoro, los más sensatos
entre los gnósticos, parecen haber observado que el temor excesivo
a las caídas resultaba perjudicial y que la lucha angustiosa
por la pureza sexual absorbía las energías y secaba la
esperanza. Por ello aconseja Isidoro el matrimonio en casos extremos,
y de no ser éste posible por excesiva juventud, enfermedad
o pobreza, recomienda evitar el aislamiento, buscar la compañía de
los hermanos y el consejo y la imposición de manos
de algún hermano cualificado (un rito semejante a la absolución
penitencial). Como fundamento de su moral sexual pone Isidoro esta
notable observación: lo sexual no es una necesidad absoluta (Stromata,
III,1,1-3).
Valentín parece haber llenado toda la primera mitad del s.
II; su discípulo Heracleón aparece ya citado en el Syntagma
de Hipólito a fines del siglo, y cuyo influjo debió
de comenzar en el 155. La Epístola a Flora, de
su otro discípulo Ptolomeo, parece datar según Harnack (que la
publica con aparato crítico en sus Kleine Texte, 1894) del
160; o sea que para estas fechas ya estaba formada
y madura la escuela de Valentín, del cual se conservan
cartas, sermones y fragmentos diversos en los Stromata, mientras que
de su escuela la carta de Ptolomeo a Flora la
ha conservado Epifanio, los fragmentos de Heracleón, Orígenes, y los
extractos de Teodoto, Clemente de Alejandría. Noticias de la secta
nos dan el Adversus Haereses de S. Ireneo (hacia el
180), los Philosophoumena de Hipólito (hacia el 225) y el
Adversus Valentinianum de Tertuliano (hacia el 210); también hay una
alusión en la Enéada IX de Plotino, en el Pseudotertuliano,
en Filastro y en Teodoreto.
También Valentín aparece obsesionado con el
problema del mal, bajo la forma exclusivamente de pecado, pero
es menos abstracto que Basílides y lo explica en forma
de mito como contaminación del espíritu por la materia. Aunque
de un modo estilizado, por el cual se libran Valentín
y su escuela de caer en el barroquismo mitológico y
ocultista de las demás sectas gnósticas, se diferencia su sistema
del racionalista de Basílides por la amplia acogida que hace
a las entidades intermedias y eónicas entre Dios y los
humanos. La secta se divide en dos ramas, la ítala
y la anatolia. Sus doctrinas son una mezcla del A.
T. y N. T. con categorías y leyendas indias, iranias,
alejandrinas y griegas. 4. Severianos A lo largo del s.
III se convierte Roma en el centro de confluencia y
de fusión sincrética de todas las sectas que van dando
cada vez mayor entrada a formas de culto aberrantes. Así,
p. ej., los Severianos influidos en sus orígenes por el
marcionismo y el encratismo de Taciano, maestro de su fundador
Severo, profesan en sus comienzos una moral rigorista y una
gran sobriedad doctrinal a base de una Biblia compuesta por
la Ley, los Profetas y los Evangelios, rechazando las narraciones
del A. T., los Hechos y las Epístolas; pero acaban
por centrarse en torno al culto de la Serpiente, en
un mundo constituido por potencias arcónticas; la Serpiente en una
unión (hierogamia) con la Tierra, engendra a la Mujer y
a la Vid, fuentes de todo mal. Podría tratarse sin
dificultad de la doctrina de las sectas Nicolaíta, Ophita, Barbeliota
o Perata.
En la segunda mitad del s. III el foco
de pensamiento gnóstico más creador no se halla en Roma
sino en Egipto y en lengua copta, pero notablemente barroquizado
y contagiado de magia; sus fuentes principales son los Libros
de Jeú y la Pístis Sophía. Después el movimiento se
extingue. 5. Concomitancias gnósticas Muy diversos movimientos son a veces
comparados con el gnosticismo, aunque no son gnósticos.
Ya se ha
mencionado el maniqueísmo, que tiene su origen en Manés, nacido
en Mardini, aldea cerca de Bagdad, entre el 215 y
el 216, de padre religiosamente ecléctico natural de Hamadán y
de madre de la familia real de los Arsácidas. En
Babilonia, donde se habían trasladado sus padres, se presenta en
público, cumplidos ya los 20 años, como profeta el día
de la coronación de Sapor I, el 20 mar. 242.
Su predicación parece haber gozado en un principio del favor
popular e incluso del oficial, hasta que el parsismo obtiene
su destierro, que iba a lanzar a Manés a una
serie de viajes durante 20 años por todo el Oriente
que le van a servir para difundir su doctrina y
asimilar al mismo tiempo elementos culturales y religiosos de la
India, Kurasan, Turquestán y Tibet. Muerto Sapor I goza en
su país de las simpatías de Hormisdas 1 (271-272) hasta
que, muerto éste, Baharam I decreta su pena capital por
instigación del clero zoroástrico.
Como ya se ha dicho, el maniqueísmo
no se puede confundir con el gnosticismo aunque presenta ciertas
semejanzas. Así, S. Efrén (m. 373), que conoció a fondo
la vida intelectual siria, afirma que la doctrina de Manés
es «una reproducción fantaseada de las ideas del filósofo herético
Bardesanes y el clérigo apóstata Marción». El mismo Manés reconoce
como sus precursores en la revelación de la verdad a
Zoroastro, Buda y Jesús, cuya obra habría venido él a
consumar. Su sistema está basado en un dualismo bastante estricto:
luz y tinieblas, igual a bien y mal, de cuya
mezcla nace el mundo presente, con una mitología complicada. Su
secta, que llegó a extenderse también por Occidente (S. Agustín,
fue durante un tiempo maniqueo), tenía dos clases distintas de
adeptos: los electos y los oyentes. Mediante el rigor ascético,
vivido institucionalmente, los electos se van purificando físicamente de la
materia y llenando de partículas de luz (abstención de todo
alimento animal, el vino, la propiedad, el matrimonio, con vida
itinerante sin más provisiones que las del día, etc.; rigorismo,
que según testimonios de la época, generalmente no vivían en
su vida privada); los electos se dividían en cuatro órdenes
jerárquicos según distintas funciones que son poco conocidas. Los oyentes
eran irredimibles, no están decididos a abstenerse de la contaminación
de la materia; han de esperar a otra existencia para
encarnarse en electos y ser incorporados al reino de la
luz; mientras, han de vivir algunos mandamientos. Hasta el s.
XVll constituyó esta secta una religiosidad popular extendida entre la
mentalidad de pastores y mercaderes del Asia Central, que unía
la superficialidad con intenso lirismo religioso y que producía la
ilusión de una teofanía de luz tras las manifestaciones más
cotidianas de la vida.
Respecto a Prisciliano, al que también ya
se ha mencionado, no se sabe de sus orígenes; fue
obispo de Ávila, y ejecutado por el emperador Máximo en
Tréveris en el 385. No es seguro si fue ganado
ya en su juventud a la secta de los electos
(muy probablemente maniquea) procedente del Oriente. Hartberger (Priscillianea, Friburgo 1916,
tesis inédita, 22,28,45) demuestra su dualismo y su astrología maniquea.
Düllinger, Schepss y Künstle han mantenido su dependencia del maniqueísmo;
mientras que Harnack Schaeder, Alphandéry y Lortz le consideran un
mero rigorista que, como Marción, interpreta libremente y con criterios
personales, racionalistas, las Escrituras, admitiendo más libros inspirados que los
que constan en el Canon. Sus prescripciones morales acerca de
la pureza y abstinencia de los elegidos son análogas a
las de Manés.
Ideas dualistas, y algunos elementos de gnosticismo, se
encuentran también, posteriormente, en diversos movimientos heréticos que se extienden
hasta la Edad Media. Ya se han mencionado algunos: BOGOMILAS;
CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; BEGUINAS Y BEGARDOS; POBRES LOMBARDOS). 6. ¿Gnosticismo
cristiano? Algunos pensadores y jefes de secta gnósticos que hemos
tratado se profesaban cristianos, por eso muchos autores le denominan
gnosis cristiana, distinguiéndola de la pagana, atestiguada por el Poimandres
del Corpus Hermeticum y por Filón de Alejandría (De specialibus
legibus, 1,315-323) que cita como jefe de secta a Alejandro
de Abotoneikos. De una gnósis judía parecen hallarse alusiones en
la segunda Epístola de S. Pablo a los tesalonicenses (2,7-8),
según Friedlánder que identifica el «misterio de iniquidad» con la
Minuth o doctrina esotérica de carácter gnóstico. La impresión de
haber existido en Palestina una fuerte corriente de este tipo
con abandono de la ortodoxia sacerdotal y con antropología dualista
se ha confirmado con los descubrimientos de Qumrán (cfr. Die
Texte aus Qumran, en hebreo y alemán, ed. Lohse, Darmstadt
1964).
San Ireneo, en el Adversus Haereses, no condena inapelablemente el
concepto mismo de gnósis, que puede ser entendida como una
verdadera ciencia de Dios (11,39) que trata de profundizar en
sus misterios, y el origen del mal lo explica a
partir de la libertad humana y de la variedad de
seres y de fuerzas cósmicas que, consideradas aisladamente, se oponen,
pero que conjuntamente contribuyen a la armonía del todo. En
esta concepción de gnosis ortodoxamente cristiana se halla ya el
germen de la reflexión filosófica acerca de la fe que
iba a desarrollar la escuela de Alejandría y, más tarde,
la Edad Media y los siglos posteriores; pero es claro
que esta reflexión de Ireneo no es una gnósis, en
el sentido propuesto por Basílides y Valentín, de superación de
la fe por la visión y la vivencia de ser
portadores de emanaciones de la sustancia divina o Pléroma.
También para
Clemente de Alejandría (n. en Atenas, el 150), hay una
gnosis cristiana, y el verdadero objeto de la fe es
precisamente la gnosis (Stromata, II,11), y ello le inspira tanto
su método de exégesis alegórica en las Hyptypóseis, como su
Protreptikós o exhortación a los paganos a aceptar y conocer
gnósticamente los misterios del Logos que llama a todos los
hombres, y su Paidagogós o introducción a la «verdadera filosofía
divina». Sólo que esta gnósis se reduce a una reflexión
científica, noética de los contenidos de la verdadera «filosofía» que
es el cristianismo. Más que gnosis debería llamarse noésis, pues
presenta un marcado carácter intelectual y moral que se despliega
en caridad (agapé) y en contemplación (theoria), bajo la acción
de la gracia (Camelot, Foi et gnosis, París 1945).
Orígenes (ca.
183-254) continúa la obra de Clemente y la supera. En
el prefacio del Peri Arkhon expone su método y su
intención científica: Se trata de constituir un cuerpo de doctrina
coherente y fundado a partir de los contenidos de la
Revelación pero sirviéndose de la razón cuanto sea necesario, ya
para establecer bases filosóficas, ya para examinar, analizar, deducir, probar
y descubrir analogías naturales. El fundamento de la doctrina mística
de Orígenes es la concepción de Filón en su Comentario
alegórico de las leyes santas (ed. Bréhier, 23-24) a los
dos primeros cap. del Génesis, según el cual hubo una
doble creación del hombre, uno celeste e inmaterial y otro
terrestre y corpóreo.
Orígenes estaba tan lejos de profesar el dualismo
antropológico de los gnósticos (verdadero fundamento del concepto de gnosis)
que aun aceptando la concepción filónica interioriza a estos «dos
hombres» y los unifica en el individuo humano: uno es
el hombre interior, que se renueva cada día y que
es capaz de gracia, de contemplación y de caridad y
el otro es el hombre psíquico y sensorial que se
debilita y se corrompe; a esta dualidad dentro del hombre
corresponden dos inteligencias, psihké y noús y dos clases de
amor, eros y agapé respectivamente (cfr. A. Nygren, Eros et
Agapé, París 1944). En la obra Homilías in Numeros (XXVII),
Orígenes establece la primera «escala» de grados de purificación mística
en la historia del pensamiento cristiano. En la última etapa,
el alma está en diálogo abierto con el Esposo (Dios),
le ve, le oye, le huele, le toca y le
habla, y esta vivencia constituye la verdadera gnosis (cfr. Homilías
sobre el Cantar de los Cantares).
No cabe duda que este
concepto de gnosis como experiencia mística, supera el concepto noético
de Clemente, en lo que tiene de vivencia y se
acerca algo al concepto de Valentín y del Poimandres; en
este caso sólo Orígenes podría ser conceptuado como verdadero gnóstico
cristiano, mas entonces también todos los místicos lo serían. La
discriminación entre gnosis y experiencia mística no ha de fundarse
tanto en el momento vivencial cuanto en el contenido de
la experiencia, y éste difiere radicalmente en Orígenes, y en
los místicos, del contenido de la gnosis propiamente dicha de
Basílides, de Valentín y de las más sectas, que implica
siempre un parentesco emanatístico y sustancial con el Pléróma divino.
Dadas
esas diferencia, radicales nos parece que la expresión «gnosis cristiana»
resulta equívoca, y que, sobre todo el término gnosticismo, debe
reservarse a las sectas antes mencionadas.
En tiempos recientes el gnosticismo
ha suscitado gran interés. Se han señalado diversas herejías o
errores modernos como nuevas formas de gnosticismo (p. ej., J.
Böhme, Hegel, el modernismo teológico, e incluso, en otro sentido,
el marxismo). De hecho, con frecuencia la no aceptación plena
de la Revelación por la fe, con los intentos de
«humanizarla» y dar una demostración racional de todas las verdades
o misterios que sólo se conocen por Revelación, produce, bajo
la guía de modas o gustos personales, la aparición de
unas «élites» intelectuales o dirigentes, más o menos cerradas, a
las que únicamente resultan accesibles ciertas elucubraciones especulativas que vienen
a ser como formas renovadas de un gnosticismo estéril.
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Hegel |
Síntesis de un filósofo de gran trascendencia en el pensamiento de Occidente, valorando las consecuencias de sus obras. |
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Hegel |
Georg Friedrich Wilhelm Hegel.
VIDA
Hegel nació en Stuttgart el 24
agosto 1770 y m. en. Berlín el 14 nov. 1831.
Realizados los primeros estudios en el «gimnasio» de su ciudad
natal, en 1788 ingresó en el Seminario teológico de Tubinga,
donde permaneció hasta 1793: es el periodo de la primera
elaboración de su pensamiento, en el estudio comparado de la
civilización greco-romana y de la religión revelada (judaísmo y cristianismo),
y de la amistad con Hölderlin y Schelling, cuya influencia
experimentó profundamente. No se puede dudar, según resulta de investigaciones
recientes (R. Schneider, E. Benz, Hegel O. Burgen), de que
la estancia en Tubinga puso a Hegel en contacto con
la célebre escuela suaba de la Theologia vitae, con la
que el Pietismo había intentado renovar interiormente la conciencia religiosa
enfriada por las controversias confesionales: de las doctrinas de J.
A. Bengel, P. M. Hahn y especialmente de F. C.
Oetinger y sus discípulos, recibieron Hölderlin, Schelling y Hegel aquel
entusiasmo épico y lírico por la Idea como plenitud de
vida y órgano supremo de la verdad que sostiene desde
lo íntimo la obra de Hegel y la libera de
las infinitas complicaciones y divagaciones que dividen y atormentan a
los críticos. De 1793 a 1796 se encuentra en Berna
como profesor particular, y con la misma ocupación marcha a
Francfort (1797-1800).
Su primera actividad académica tiene lugar en Jena de
1801 a 1807, periodo de maduración de su filosofía y
de un progresivo distanciamiento del naturalismo de Schelling: en este
tiempo funda, juntamente con Schelling, el «Kritisches Journal der Philosophie»,
en el que publica sus primeros ensayos de crítica filosófica.
Tras el breve paréntesis de Bamberg (1807-08) corno redactor de
Bamberger Zeitung, en 1809 es nombrado director del Nürenberger Gymnasium;
en 1816 logra la cátedra de filosofía de la Univ.
de Heidelberg, y finalmente en 1818 consigue la anhelada cátedra
de filosofía de la Univ. de Berlín, de la que
es rector en 1829-30. Su rápida muerte fue causada por
epidemia de cólera.
OBRAS
Se pueden dividir en cuatro grupos atendiendo
a la cronología y a su importancia doctrinal.
1) Obras
de juventud:
Quedaron inéditas; fueron ordenadas y descritas en su conjunto
por Dilthey a la Academia Prusiana de las Ciencias de
Berlín en 1905, y editadas íntegramente por H. Nohl en
1907 (cf. bibl.). Comprenden los siguientes ensayos: Religión popular y
cristianismo (p. 1-72): cinco fragmentos; La vida de Jesús (73-136);
Lo positivo de la religión cristiana (137-240); El espíritu del
cristianismo y su destino (241-342); Fragmento sistemático, llamado de Francfort,
de 1800 (345-351). Algunos fragmentos de menos importancia son recogidos
por Nohl en un Apéndice (p. 355-402).
Del periodo 1801-12, que pueden subdividirse en cuatro momentos:
a) Erste Druckschriften (los principales: Differenz des Fichte´schen und Schelling´schen
Systems der Philosophie, ed, aparte en 1801; Verhältnis des Skeptizismus
zur Philosophie, 1802; Glaube und Wissen, 1802. Estos dos vastos
ensayos fueron publicados como artículos en «Kritisches Journal der Philosophie»).
b) El importante acervo de los cursos de Jena (Jenenser
Logik, Metaphysik und Naturphilosophie, de 1802-03, y Jenenser Realphilosophie, de
1804-06).
c) Schriften zur Politik und Rechtsphilosophie (Die Verfassung Deutschlands,
1802; Verhandlungen in der Versammlung der Landstände des Königreichs Württemberg
im Jahre 1815 und 1816, 1817; Über die englische Reformbill,
1831; Über die wissenschaftlichen Behandlungsarten des Naturrechts, 1802; System der
Sittlichkeit, 1802).
d) Die Phänomenologie des Geistes (1807), que es
la primera exposición del sistema y significa la separación definitiva
de Schelling. En esta nueva perspectiva se orientan los cursos
de Nuremberg que llevan el título de Philosophische Propädeutik (1809
ss.).
3) Obras sistemáticas editadas por Hegel:
a) Wissenschaft der
Logik La obra más característica de la filosofía hegeliana; la
2ª ed. fue publicada por Hegel con nuevo prefacio en
1831.
b) Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse, de 1817,
dividida en tres libros (I, La ciencia de la lógica;
II, Filosofía de la naturaleza; III, Filosofía del espíritu) en
forma de texto académico. Obra feliz por su concisión y
por la fuerza de su estilo, que Hegel amplió en
dos ed. posteriores (1827 y 1830).
4) Cursos de Berlín.
a) Grundlinien der Philos. d. Rechts oder Naturrecht u. Staatwissenschaft
im Grundrisse, redactado por extenso en 1820 y publicado en
1821.
b) La masa impresionarte de Vorlesungen de los diversos
campos del espíritu (estética, filosofía de la religión, historia de
la filosofía y filosofía de la historia), recogidas y publicadas
después de la muerte de Hegel por sus discípulos valiéndose
de cursos, fragmentos y apuntes.
DOCTRINA.
1) El paso de
Kant a Hegel.
Este tiene lugar dentro del Ich denke
überhaupt entendido como libertad radical de tal forma que, eliminando
la distinción entre fenómeno y noúmeno, aquél se convierte en
noúmeno y única cosa en sí. Efectivamente, para Fichte «El
Yo se pone a sí mismo, simplemente porque es, y
el Yo es sólo en tanto en cuanto se pone.
Por tanto, la expresión definitiva es: Yo soy absolutamente, yo
soy porque soy, soy absolutamente lo que soy. Es decir:
el Yo originariamente pone absolutamente su propio ser» (Grundlage der
gesamte Wisenschaftslehre, 1794, Medicus I, 290 ss.). El cogito ergo
sum de Descartes se resuelve en la única fórmula posible:
cogitans sum, ergo sum. Y como el sum no es
ni puede ser, en la línea Descartes-Kant, otra cosa más
que el cogitare, en lugar de reduplicar el cogito, que
buenamente presupone, Fichte reduplica el sum: Sum ergo sum. Fichte
cita también la fórmula de Reinhold: repraesento (repraesentans sum), ergo
sum, y la prefiere a la de Descartes. Pero advierte
que cogito, repraesento... son fórmulas parciales, porque la conciencia pura
(sum) abarca todas sus actividades y no se agota en
el pensar, representar, etc.
Ya en el cogito ergo sum
de Descartes, observa el último Schelling, y aún más en
la doctrina del Yo de Fichte, es evidente que sólo
el Yo (Yo soy) es expresado y conocido, que sólo
lo que es puede ser sujeto-objeto. Pero éste no podemos
ponerlo inmediatamente. Inmediatamente y primo progressu sólo puede ser puesto
el Sujeto puro, y únicamente después de éste, secundo loco,
puede ser puesto el Objeto puro; ambos, como el uno
sólo puede ser lo que atrae al otro (das Anziehende),
y el otro lo que es atraído por el uno
(das Angezogene), ambos con esta mutua atracción ponen de manifiesto
al Ente, pues el verdadero Ente está allí donde Sujeto
y Objeto se encuentran en la autoconciencia (en el indivisible
Sujeto-Objeto). Queda sentado entonces que, para el idealismo, la reflexión
filosófica tiene valor solamente si existe relación al Absoluto, y
no como reflexión aislada. Pero el Absoluto, puesto que es
producido por la reflexión filosófica por medio de la conciencia,
resulta consiguientemente una totalidad objetiva, un todo de conocimiento, una
organización de conocimientos donde cada parte se pone en su
relación al Todo. Fichte se orienta hacia esa identidad, pero
no la alcanza; el principio de Identidad es, en cambio,
el principio absoluto de todo el sistema de Schelling, que
es a la vez, según la expresión de Hegel, un
sistema de libertad y de necesidad (Differenz des Fichte´schen -und
Schelling´schen System der Philosophie, Lasson I, 86). La ruptura de
Hegel con Schelling -que aparece en la famosa Vorrede a
la Phänomenologie des Geistes (1807)- se observa en la concepción
distinta del Absoluto, pues para Schelling el Absoluto constituye el
principio y, por el contrario, para Hegel el Absoluto es
la síntesis y conclusión suprema, el «resultado» de todo el
proceso dialéctico. Hegel no puede aceptar la «intuición intelectual» de
Fichte y Schelling como órgano de todo pensamiento trascendental: el
nuevo idealismo es el mecanismo del nacimiento del mundo objetivo
desde el principio interno de la actividad espiritual, cuyo primer
contenido es el Absoluto, Dios mismo.
2) Formación del pensamiento
hegeliano.
Es éste un problema extraordinariamente complejo, y la historiografía,
incluso por falta de una edición segura de sus obras,
no ha llegado aún a resultados definitivos. Podemos, sin embargo,
con la ayuda del mismo Hegel indicar un triple principio
fundamental de inspiración: teológico, metafísico, crítico.
a) El principio luterano
de la fe, con el que Hegel declara su plena
solidaridad considerando su filosofía como el desarrollo y maduración del
mismo: «Lo que Lutero inició como creencia en el sentimiento
y en el testimonio del espíritu, es lo mismo que
el Espíritu, madurado ulteriormente, se ha esforzado por comprender en
el concepto» (Philos. d. Rechts, Vorrede, E. Gans, Berlín 1840,
19). «Lutero -escribe Hegel-, quebrantando los votos religiosos en la
cristiandad y la estructura jerárquica de la Iglesia -con su
´¡todos somos pastores!´-, obtuvo la libertad y la autonomía del
espíritu que se despliega en sí y para sí, y
es, por tanto, la divinidad misma. Sólo con Lutero comenzó
en germen la libertad del espíritu... De esta forma, en
lo más íntimo del hombre se ha hecho un sitio
donde él está únicamente cabe sí y cabe Dios, y
cabe Dios él está únicamente en cuanto es él mismo:
en la conciencia debe encontrarse cabe sí como en su
propia casa» (Gesch. der Philosophie, C. L. Michelet, Berlín 1844,
227 ss., 230 ss.). Había que elevar la fe luterana
de su condición de subjetividad cerrada y de sentimiento inmediato
a la certeza absoluta que abraza todo su contenido, y
lo expresa «como absoluta objetividad»: ésta es la tarea del
idealismo objetivo.
b) El principio spinoziano de la unidad de
la sustancia, que el romanticismo y, sobre todo, el idealismo
de Fichte y de Schelling había redescubierto superando el dualismo
kantiano. Para Hegel «ser spinoziano es el principio del filosofar»:
el mérito de Spinoza está en haber afirmado, de una
manera más concreta que el cogito cartesiano, la identidad metafísica
de pensamiento y ser (unidad de atributos y modos en
la Sustancia) asegurando con ello la presencia esencial del absoluto
a sí mismo en sus manifestaciones. El progreso enorme de
Spinoza, según Hegel, consiste en su principio metódico omnis determinatio
est negatio, según el cual el ser se da únicamente
como Totalidad de todos sus modos y formas (Philos. der
Religion, I. Begriff der Religion, Lasson, Leipzig 1925, 288). Por
eso el punto de vista spinoziano es reconocido como esencial
y necesario, antes de pasar adelante y proceder a la
formación del sistema completo (Gesch. d. Philos., I, 460 ss.).
Reprocha Hegel a la Sustancia de Spinoza su concepción rígida,
intelectualista y panteísta de la divinidad, a la que identifica
sin más con las cosas («¡Dios es todo, es este
trozo de papel!»), recayendo con ello en la vaguedad de
la religión hindú y en el ón inmóvil de los
eléatas (Philos. de. Religion, I, 191 ss.): a la Sustancia
de Spinoza le falta «la vuelta a sí misma» desde
sus modos y atributos, y por esto no es concebida
como Sujeto absoluto que se diferencia a sí mismo (Wiss.
d. Logik, Lasson I, 337).
c) El principio especulativo y
auténticamente resolutivo que es el «Yo pienso» kantiano o, si
se quiere, la unidad trascendental de la conciencia, pero concebida
no como en Kant en forma gnoseológica e instrumental respecto
a la determinación del Ser y de la verdad, sino
productiva y constitutiva de ésta; a Kant se debe además
el haber aclarado la estructura antinómica de la «razón» (Vernunft);
en Kant aprendió también Hegel la crítica disolvente de la
religión positiva revelada.
Hegel reprocha a Kant el haber
preferido
el entendimiento (Verstand) a la razón (Vernunft) partiendo la verdad
en un sistema dualístico de oposiciones abstractas sin perspectiva de
conciliación (sujeto-objeto, entendimiento-razón, materia-forma, cosa en
sí-pensamiento, naturaleza-Dios, libertad-necesidad, etc.),
incapaz de elevarse a un punto de vista superior (cf.
Enz. d. philos. Wiss., especialmente §§ 56-60, L. von Henning,
Berlín 1840, 117-125). Pero Hegel alaba sin reservas la Crítica
del juicio, donde Kant, al exponer el «reino de los
fines» propio de la vida del espíritu, presenta las finalidades
como «vida», posición que es también la de Aristóteles (Philos.
d. Relig. I, 216): se trata de precisar cuál es
el principio motor del proceso que para Hegel es la
dialéctica, no en cuanto simple instrumento de pensamiento sino en
cuanto esencia del pensamiento mismo y, por tanto, de la
realidad como tal.
Una importante sugerencia en este sentido, y
en continuidad con el principio spinoziano omnis determinatio est negatio,
la recibió Hegel de Böhme: a él atribuye Hegel expresamente
la concepción de la dialéctica como proceso de síntesis de
los opuestos mediante la mediación de la negatividad, y el
considerar todo en función de la «sagrada triplicidad»: «En él
el principio del concepto es perfectamente vivo... todo consiste, efectivamente,
en concebir la negación como simple, pues ella es a
la vez lo opuesto: el "tormento" (Qual) es, pues, esta
escisión interna y la simplicidad a la vez». Y Hegel
mismo aproxima a Böhme con Proclo, el teórico de la
dialéctica triádica. Admira además Hegel en el místico de Görlitz
el descubrimiento de que Dios para ser Dios ha de
devenir, mediante un proceso de «vuelta a sí mismo» a
través de contrarios, y en esto tiene sentido y verdad
el misterio trinitario de la religión cristiana, la creación, la
redención, etc.; es lo que Hegel formula con expresión feliz:
«El dirimirse de Dios en sí mismo» (Gottes Diremption seiner
selbst, en Gesch. d. Philos., I, 297).
El influjo más
inmediato que en su pensamiento ejercieron los idealismos de Fichte
y de Schelling pudo hacer madurar su alejamiento de éstos
y la concepción de un idealismo metafísico objetivo.
3) La
esencia de la dialéctica (el Aufheben como «suprimir-conservar»).
La imponente
mole de la obra de Hegel constituye el intento de
describir el itinerario de la conciencia en sí misma desde
los diversos puntos de vista teoréticos y prácticos que se
pueden tomar en la reflexión filosófica. Está claro que la
«razón», de la que se ha hablado, es el espíritu
humano mismo entendido en la plenitud de sus actividades espirituales
y en la totalidad de sus «momentos» culturales y de
sus periodos históricos: el ser que constituye el contenido de
la verdad es precisamente el «devenir» de ese espíritu, y
la filosofía es la consideración de este devenir. En la
Fenomenología del espíritu se avanza desde el «saber aparente» (certeza
sensible, percepción, entendimiento) a la autoconciencia y, luego, a la
razón y a su actuación en la vida del espíritu
hasta el «saber absoluto». La Lógica estudia el lado formal
de este proceso: en el prólogo a la segunda ed.
de la Lógica (1831), al final ya de su carrera,
Hegel hace notar que es preciso llevar a sus últimas
consecuencias el principio de la autonomía del pensamiento, de modo
que el «comienzo» del filosofar sea «sin presupuestos, simplicísimo, la
simplicidad misma» (Wiss. d. Logik, Vorrede, I, 20 ss.). Por
este motivo la Fenomenología, que originariamente debía constituir la «primera
parte del sistema», parece ausente del edificio de la Lógica
hegeliana, tal vez el más suntuoso que el espíritu humano
haya levantado al pensamiento puro. En esta obra se presenta
sistemáticamente la dialéctica: ella es para Hegel el único método
de la filosofía.
a) El primer momento es el ser
puro («das reine Sein»), absolutamente indeterminado y vacío. Es éste
el único comienzo lógico válido por ser absolutamente sin presupuestos:
se produce «en el elemento del pensamiento que es libremente
por sí, es decir, en el saber puro» (Wiss. d.
Logik, 1,53): este saber puro -precisa Hegel- es «el ser
en general, el ser y nada más, sin determinación o
contenido alguno» (ib., 54). ¿Se trata de un inmediato o
de un mediato? Desde el punto de vista lógico el
ser puro es lo inmediato mismo, pues sólo el ser
puro puede ser el comienzo. Por otra parte -reconoce Hegel-,
este ser puro «ha surgido por vía de mediación, y
justamente por vía de una mediación que es al mismo
tiempo su propia negación» (l. c.). A lo que parece,
Hegel no se contradice, porque el comienzo de la Lógica
es lo inmediato de reflexión y, por tanto, un hacer
hacia atrás -con la reflexión- el camino o proceso que
lo real lleva a cabo hacia adelante en su devenir.
Por eso el ser puro del comienzo es ya el
«resultado» de la mediación, en cuanto que es preciso suprimir
del ser toda accidentalidad y particularidad mediante el momento de
la negación. Por ello puede afirmar Hegel que «en filosofía
avanzar es más bien retroceder y buscar los cimientos» (Wiss.
d. Logik, 1,55). A este ser puro vacío corresponde la
esfera del Dasein, del que se ocupa el libro I
de la Lógica.
b) El segundo momento es la nada,
pero no una nada total, sino la nada que está
ligada al ser. Si el ser puro del comienzo es
«lo inmediato indeterminado», de hecho es nada, concluye Hegel, en
cuanto está constituido por la ausencia de toda determinación de
aquel ser puro, por la imposibilidad de cualquier intuición: la
nada, por tanto, es inherente al ser, y el comienzo
los contiene a ambos, es la unidad de ellos (ib.,
67 y 58). Como buen discípulo de Spinoza y de
Böhme, Hegel afirma que esta unidad del ser con el
no-ser puede muy bien tomarse «como la primera y la
más pura definición del Absoluto». Pero lo que interesa poner
de relieve es que la nada se convierte en el
principio motor de la dialéctica: si todo ente particular, justamente
en cuanto que es determinado, es síntesis de ser y
no-ser, resulta que la auténtica posición de lo real se
obtiene por la negación que es la determinación: «Esta nada,
dice Hegel, no es la del entendimiento abstracto, sino que
es la nada de aquello de que resulta ella (woraus
es resultiert) y, por consiguiente, en realidad... el resultado auténtico»
(Phänom. d. Geistes, I. Hoffmeister, Leipzig 1937, 68); en este
sentido habla Hegel de la «enorme fuerza de lo negativo,
como energía del pensamiento, del Yo puro» (ib. 29). La
nada es el mal que es necesario al ser para
que el bien se manifieste y se afirme.
c) El
tercer momento es el devenir como unidad (dinámica) de ser
y no-ser. El devenir manifiesta exactamente que la realidad no
descansa jamás en lo finito, en lo particular como tal,
porque todo finito en cuanto está penetrado por el no-ser
(omnis determinatio est negatio) pasa a algo distinto; lo que
era, ya no es, y lo que no era, ahora
es. Por tanto, la oposición de ser y no-ser pone
a ambos juntos e inseparables, de modo que «inmediatamente cada
uno de ellos desaparece en su opuesto» (Wiss. d. Logik,
I, 68). Es esta recíproca pertenencia del ser y de
la nada la realidad del devenir, la realidad (Wirklichkeit) sin
más, pero no como un ir de finito en finito
hasta el infinito (infinidad viciosa), sino de tal manera que
el ser de lo finito se presenta como lo negativo
que pasa a lo positivo en cuanto tal que es
el Infinito (Infinidad positiva, es decir, verdadera: die wahre Unendlichkeit).
Se puede, por tanto, afirmar que la dialéctica como tal
es una tensión de polaridad binaria (apariencia y realidad, esencia
y existencia, partes y Todo, finito e Infinito...), porque los
tres momentos pertenecen a la reflexión lógica y, por lo
demás, es bien conocido que ser y nada son inseparables
en el devenir. La dialéctica real consiste en la continua
«nadificación» que uno de los miembros (lo finito) pone de
manifiesto en el devenir con que se revela la realidad
absoluta, el Infinito. ¿Es también el Infinito dialéctico? Hegel debería
negarlo si no quiere reabrir un nuevo proceso hasta el
infinito y quedar prisionero a su vez de la infinidad
viciosa: sin embargo, la fórmula del Infinito hegeliano es que
éste es unidad de finito e infinito, y de Dios
dice Hegel que no puede ser Dios sin el mundo
(Ohne Welt Gott ist nicht Gott: Philos. d. Relig., I,
148).
4) Las formas del Espíritu absoluto.
Al igual que
la Ciencia de la Lógica es la exposición analítica del
paso del Espíritu desde la indeterminación radical del ser vacío
inmediato (lib. I) hasta alcanzar mediante las determinaciones negativas de
la esencia (lib. II) la absoluta determinación del Concepto en
sí y para sí que es la Idea absoluta (lib.
III), de la misma manera la Enciclopedia de las ciencias
filosóficas comprende la exposición sintética y completa del «sistema» en
sus tres etapas, Lógica (lib. l), Filosofía de la naturaleza
(lib. II) y, finalmente, Filosofía del espíritu (lib. III). Mientras
en la Lógica se recogen más sucintamente las tres etapas
de la Ciencia de la Lógica, en la Filosofía de
la naturaleza Hegel expone de una manera sistemáticamente elaborada los
resultados de sus estudios y esbozos del periodo de Jena
sobre este asunto: es el aspecto más desatendido por la
tradición y por los estudios hegelianos, aunque sin razón, puesto
que en ella Hegel pone a prueba (con mejor o
peor éxito) su doctrina dialéctica por referencia a la realidad
de los fenómenos de la experiencia y de las ciencias
físicas, matemáticas y naturales. Naturalmente, la parte más original es
la exposición de las tres etapas o secciones de la
Filosofía del espíritu: el Espíritu subjetivo, es decir, el alma,
donde Hegel (en la sección B) inserta un compendio de
la Fenomenología del espíritu; el Espíritu objetivo, que trata de
los problemas jurídicos y políticos en los cuales queda absorbida
para Hegel la moralidad; por fin, el Espíritu absoluto en
sus tres formas: el arte, o sea, el Espíritu en
la forma de la belleza o, si se quiere, en
su inmediatez natural, es decir, intuitiva en cuanto que ésta
es únicamente signo de la Idea (§ 556); la religión
es la segunda forma del Espíritu, en la cual el
Espíritu absoluto se manifiesta a sí mismo como unificado y
recogido en sí, y en cuyo exposición Hegel establece la
necesidad de la «muerte de Dios» (Gottes Tod) consiguiente a
la venida de Dios al mundo (§ 569) y también
que Dios tiene su autoconciencia en el hombre (§ 564);
finalmente la filosofía tiene el mismo contenido que la religión,
pero se sitúa por encima de ella, es decir, la
supera eliminando la separación de finito e Infinito, de criatura
y Creador, y estableciendo la unidad e identidad de ambos
en la Idea como Todo (§ 573). De esta manera,
la filosofía tiene la forma de un círculo o mejor,
según dice expresamente Hegel, de un «círculo de círculos».
Significado
y valoración del hegelianismo.
En la especulación hegeliana se funden
en una unidad sistemática las preocupaciones críticas, metafísicas y teológicas
del pensamiento moderno en el intento -jamás antes ni después
ensayado en tales proporciones- de una síntesis de valor universal.
Su concepción unitaria de la vida del espíritu, la posición
central que, por su mediación entre el pensamiento griego fundamentalmente
cosmológico y el pensamiento moderno esencialmente antropológico, asume en el
sistema el pensamiento cristiano como descubridor del concepto de verdad
y de libertad radical, sitúan a Hegel en la cima
del pensamiento de Occidente, por referencia a la cual cobran
relieve en sentido positivo o negativo todas las demás formas
de pensamiento posteriores Una grandiosidad de temas y una riqueza
de desarrollos que se ha mantenido únicamente en Hegel para
resquebrajarse (selbst sich Risse bekommen) inmediatamente tras su desaparición: el
imponente edificio de la dialéctica hegeliana se ha resquebrajado por
sí solo. En efecto, no es difícil demostrar cómo la
dialéctica hegeliana, desde cualquier punto de vista que se la
considere, presenta una ambigüedad fundamental.
1) Se afirma que la
verdad es «resultado», que está en el Todo (das Wahre
ist das Ganze), para luego tener que afirmar que el
Absoluto está presente desde el principio y trabaja «a las
espaldas» (hinter den Rücken: Enzykl. § 25), que el Absoluto
es unidad de positivo y negativo, de finito e infinito.
Esto por no hablar de la ambigüedad metodológica de querer
eliminar todo contenido de experiencia inmediata, y después echar mano
de conceptos como «movimiento», «fuerza», «pasar», etc., que únicamente de
la experiencia inmediata cobran significación (objeción de Trendelenburg que ha
dado trabajo a todos los hegelianos desde Michelet a Spaventa,
a Gentile). Hegel, por tanto, no ha resuelto el problema
fundamental de la filosofía, el de la relación entre sensibilidad
y razón, entre particular y universal.
2) En la concepción
hegeliana de la vida del espíritu, la forma o vida
más alta de la conciencia no es la religión, sino
la política, tal como se realiza en la historia de
los pueblos y en las diversas civilizaciones: el Espíritu absoluto
es el Espíritu del mundo (Weltgeist), el único individuo de
la historia, al cual está subordinado el espíritu de cada
pueblo (Volkgeist) y a éste cada individuo. De este modo,
Dios, Espíritu del mundo, es el absoluto-humano que domina la
naturaleza: «Si la esencia divina no fuese la esencia del
hombre y de la naturaleza, sería una esencia que no
sería nada» (Philos. d. Gesch., I, 38). Hegel, en consecuencia,
defiende la subordinación de la religión a la política y
de la Iglesia al Estado; Por otra parte, el concepto
de inmortalidad individual no tiene contenido teórico alguno, sino que
deriva únicamente de la extrapolación de un deseo fantástico.
3)
Para Hegel -que lo aprendió en la teología de Böhme-
el esquema auténtico de la dialéctica es el dogma cristiano
de la Trinidad: el Padre, Potencia, un universal abstracto, se
desdobla en el Hijo y éste, contemplándose a sí mismo,
es el Espíritu Santo -tres momentos que constituyen una única
realidad- (Philos. d. Gesch., I, 35 ss.). Pero Hegel sitúa
la religión a mitad de camino entre la filosofía y
el arte, porque permanece aún ligada a la imagen y,
por tanto, inferior a la filosofía. De modo semejante, el
dogma de la Encarnación, despojado de su contenido específico, se
reduce en la dialéctica hegeliana al conocimiento que la autoconciencia
ha logrado de sí misma en Cristo acerca de la
identidad de lo humano y lo divino: por ello se
comprende el influjo enorme de Hegel en el liberalismo dogmático
y bíblico y en el laicismo en general, y el
que se le haya acusado incluso de ateísmo.
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Análisis de la crítica marxista de la religión |
La crítica sociológica, psicológica y dialéctica. |
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Análisis de la crítica marxista de la religión |
Que el marxismo se disuelve es evidente, por más que
los viejos intelectuales marxistas de Occidente se nieguen a cualquier
autocrítica y guarden sepulcral silencio. No obstante, quizá hayan de
pasar décadas antes de poder decir: «Marx ha muerto».
Porque
Marx es portador no sólo de un mensaje frustrado, sino
de una mentalidad compartida en buena parte por el «capitalismo
salvaje» y por cualquier materialismo militante. Marx recogió y recubrió
con aspecto científico –aunque muy poco resistente a la crítica-
la retórica del ateísmo de siempre. Por ello me ha
parecido útil sacar de nuevo a la luz unos pocos
folios que escribí hace bastantes años (*) después de estudiar
la crítica marxista de la religión. No quise escribir más
- aunque por aquel entonces el marxismo parecía, incluso a
muchos cristianos, el tren de la historia que no debía
perderse -, por una razón que conocen mis amigos: el
error me aburre. Hoy en los programas de Historia de
Filosofía de Bachillerato, en España, uno de los siete u
ocho autores de obligado estudio es Karl Marx. En algunas
comunidades –no todas-, no aparece ningún autor cristiano. No está
de más pues, una aproximación crítica a la crítica marxista
de la religión. Expondré, breve y sencillamente:
En coherencia con los
postulados rigurosamente materialistas de Karl Marx, su sistema ideológico rechaza
necesariamente cualquier valor que trascienda la dimensión espacio temporal en
que ha de situarse el ser humano. Pero -más allá
de Feuerbach- Marx no considera la religión como un mero
«error teórico», sino como tremenda «enajenación» del hombre, consecuencia de
la situación de miseria en que se encuentra y que
le hace buscar en un «más allá fantástico la esperanza
del remedio de sus males» (por supuesto, no serían otros
que los de orden material y, en el fondo, económicos).
«La religión -dice Marx en su Filosofía del Derecho- es
el suspiro de la criatura oprimida, la conciencia de un
mundo sin corazón, así como ella misma es el espíritu
de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo;
es decir, algo así como una droga, una evasión de
la realidad, un refugio del sentimiento que, por otra parte,
según Marx, impide al hombre lanzarse a la conquista del
bien temporal de la sociedad, mediante la lucha con las
fuerzas opresoras que no serían otras que las del capitalismo.
La lucha a muerte con el capitalismo para instaurar la
soñada sociedad comunista («último fin» marxista) es el motor de
la praxis marxista, su fuerza de arrastre, su mensaje mesiánico.
La
religión en el entorno del joven Marx
Pero antes de proceder
a una crítica a la crítica marxista de la religión,
quizá no sea superfluo referirnos a la vivencia de Karl
Marx tuvo de la religión en su infancia y juventud.
Marx
nace en una familia de rancio abolengo judío (su abuelo
había sido rabino en Tréveris), convertida al luteranismo más que
por convicción por la fuerza de las circunstancias. Las discriminaciones
y persecuciones de las leyes antisemitas que tenían lugar en
la Europa de entonces, hicieron que su padre -de buena
posición social, abogado y miembro del tribunal de apelación de
Tréveris- se alejara de la sinagoga y acabara por alistarse
a una religión vinculada al poder civil. No es de
maravillar que la religión se presente a los ojos del
joven Marx como un expediente social y fuerza opresora. Cuando
Marx era ya públicamente ateo y revolucionario comunista, quiso casarse
y tuvo que hacerlo «por la iglesia», debido esta vez
a las presiones familiares de la novia. Se le negará
más tarde una cátedra en la universidad de Bonn por
su profesión de ateísmo.
El escaso vigor metafísico de Marx le
impedía analizar con justeza su propia situación y entorno y
vio siempre la religión como indisoluble del trono, de la
monarquía, del Estado; es decir, unida a sus enemigos. Si
él, se encuentra al lado de acá, pone la religión
al lado de allá, en la acera de enfrente. De
modo que si Marx es comunista y su enemigo el
capitalismo, la religión habrá de ser por fuerza capitalista; si
él se considera progresista, la. religión será reaccionaria. Como veremos,
sus críticas a la religión proceden de simplificaciones casi inauditas.
Ya en su tesis de doctorado sobre la filosofía de
la naturaleza en Demócrito y Epicuro, presenta la religión como
alienación del hombre y una filosofía -la suya- que no
se esconde para decirlo: asume la profesión de Prometeo; «en
una palabra ¡tengo odio a todos los dioses!». Y Marx,
en su filosofía, será fiel a este principio tan poco
filosófico que es la visceralidad, el sentimiento; la voluntad, en
definitiva, pasará por encima de la razón y le impondrá
a ésta postulados que no resisten ni la crítica del
sentido común ni la de una filosofía rigurosamente fundada en
la realidad de las cosas y de la historia.
Se
hallan en Marx tres argumentos fundamentales con los que pretende
haber arruinado los cimientos racionales del fenómeno religioso, calificados respectivamente
de «crítica psicológica», «crítica sociológica», y «crítica dialéctica».
LA CRÍTICA SOCIOLÓGICA
Examinemos
en primer lugar la crítica más eficaz en las reuniones
públicas -la más débil también a la reflexión- que consiste
en determinar el papel social de la religión. Ya Feuerbach
había sostenido que la idea de Dios es una proyección
fantástica que el hombre hace de su propia esencia, esto
es, una alienación mental del individuo humano por la cual
atribuiría a un ilusorio Ser supremo lo que de «divino»
e «infinito» tiene en sí mismo. Marx refrenda, pero también
corrige la explicación de Feuerbach a quien reprocha el referir
la religión al individuo, cuando en rigor sería un «producto
social», reflejo del estado de una sociedad y no de
un individuo (como acontecía en Feuerbach).
Según Marx, la religión al
prometer el paraíso en la otra vida y predicar la
paciencia y la resignación en este mundo, aparta al hombre
del esfuerzo por mejorar su suerte en la tierra. Por
eso, dice, «la verdadera felicidad del pueblo exige la supresión
de la religión en cuanto felicidad ilusoria del pueblo»; «ilusoria»
por cuanto no cambiaría nada la situación del hombre. De
ahí que se tilde al creyente de desertor de esta
tierra y a la religión de «reaccionaria», «conservadora», «opuesta al
progreso de la humanidad».
Una vez puestas tales bases, Marx
se lanza a desprestigiar toda religión, aunque sus afirmaciones tengan
que chocar frontalmente con los datos históricos más verificables. «Los
principios sociales del cristianismo -afirma en La sagrada familia, con
toda gratuidad- han justificado la esclavitud antigua, glorificando la servidumbre
medieval, y cuando llega la ocasión, actualmente, saben justificar el
proletariado, aunque con un aire aparentemente contrito. Los principios sociales
del cristianismo predican la necesidad de una clase dominante y
de una clase dominada... Los principios sociales del cristianismo trasladan
al cielo la compensación de todas las infamias, y de
este modo justifican la perpetuación de estas infamias sobre la
Tierra... como justo castigo del pecado original... (como) tribulaciones impuestas
por el Señor. Los principios sociales del cristianismo predican la
cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión,
la humildad: es decir, las cualidades de la canalla. El
proletariado que se niega a dejarse tratar como canalla -continúa
Marx- necesita todo su coraje, de la propia estimación, de
su orgullo, y de su gusto por la independencia más
que de su pan. Los principios sociales del cristianismo son
cautelosos; el proletariado es revolucionario (K. Marx, La Sainte Famille,
trad. Molitor, Oeuv. phil. Costes, t. lll, pp. 84-85).
Cuando se
leen párrafos como éste, uno se pregunta si vale la
pena seguir ocupándose del marxismo. Sin embargo se siente obligado
a ello cuando piensa que el «duende» marxiano sigue subyugando
a tantos que todo lo someten a crítica excepto los
dogmas materialistas y anticristianos. Aún, ahora, después de la irreversible
disolución del marxismo, quedan en el aire acusaciones semejantes (Nietzsche,
si cabe, las aumentó). Ninguna afirmación de las que acabamos
de transcribir es sostenible si no es la de que
el cristianismo predica la humildad –que, por cierto, en cristiano,
se define como «andar en verdad»- y la prudencia. Al
cristianismo le debemos precisamente la condena de la esclavitud y
la progresiva liberación de los esclavos en Occidente. Es en
el cristianismo -y no en el marxismo- donde se ha-profundizado
en el concepto de libertad personal, individual, de la persona
concreta de carne y hueso; y se ha reconocido el
valor de la persona (singular) frente a los materialismos -también
el marxista- que la presentan como un mero producto de
la materia, no más que como un ilustre simio sometido
a las necesidades de la especie. En ningún documento cristiano
se encontrará la afirmación de que deban existir clases dominadas
y dominantes ni justificación alguna de las infamias. Lo que
enseña el cristianismo es que el hecho de sobrellevarlas sin
odio, por amor a Dios y al prójimo, hallará recompensa
en el cielo. El cristianismo enseña que el Señor tolera
las infamias que se infieren a los buenos, porque en
su omnipotencia sabrá sacar de ellas bienes para éstos; ni
las quiere Dios ni manda permanecer con los brazos cruzados:
lo que sí hace es prohibir aquellos medios intrínsecamente malos
y que, por consiguiente, no pueden justificarse aunque se pusieran
para conseguir un buen excelente. El cristianismo exige la valentía
de dar la vida -si fuera menester- confesando la verdadera
fe. El cristiano no desprecia más que el pecado; ni
se desprecia a sí mismo ni puede despreciar a pecador
alguno...
Pero a Marx no le parece importar la verdad, sino
su verdad. O tal vez no se ha preocupado de
mirar un poco más allá de una perspectiva doméstica o
«provinciana». Marx se desentiende de si la religión se justifica
racionalmente o no, o de la posibilidad de que haya
alguna religión revelada por el mismo Dios. Marx ha decretado
que Dios no existe; por lo tanto ha de buscarlas
raíces del universalísimo fenómeno religioso en las únicas condiciones que
reconoce, esto es, en las condiciones materiales de existencia y,
más concretamente; en las condiciones económicas.
Lo primero que cabe objetar
a Marx es, por consiguiente, que su argumentación tiene un
mal comienzo: el de presuponer -a priori, sin previa indagación-
que Dios no existe, sin atender tampoco a los argumentos
en favor de la existencia de Dios tal como han
sido desarrollados por los más destacados pensadores a lo largo
de más de veinte siglos (como veremos más adelante, Marx
aludirá a ellos, pero desfigurándolos previamente).
En segundo lugar, cabría señalar
que el criterio que guía a Marx en su crítica
a la religión es el de la utilidad social. En
rigor, Marx no se pregunta si hay Dios, sino si
es útil o perjudicial que los hombres crean en Dios;
y responde con la segunda alternativa: Marx comete pues varios
errores: reduce la religión a un fenómeno social y afirma
que es perjudicial para la sociedad.
Pero aun tomando como criterio
de certeza el de la utilidad, no es legítimo negársela
a la religión y mucho menos a la religión católica.
Cualquier historiador imparcial sabe del enorme influjo del cristianismo en
el orden de los más preciados valores que hoy son
estimados en la civilización occidental. Sin embargo, insisto, la cuestión
primera no es si la religión es útil o no,
sino más bien si es verdad o no que hay
Dios personal al que el hombre deba corresponder con amorosa
adoración. Al estar bien probado que esto es así queda
además claro que la religión no puede reducirse a una
forma social, puesto que, ante todo, impone una relación personal
entre el hombre y Dios. Reconocerse criatura –en dependencia esencial
al Creador-, no es humillación alienante, de esclavo que renuncia
a su dignidad de persona, sino reconocimiento agradecido de una
dignidad incomparable, muy superior a la que tendría si se
tratara solamente de un simio evolucionado. El cristiano sabe, además,
que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios,
de modo que su trato con el Creador no es
el de un siervo, sino el de un hijo amadísimo,
abierto a una «amistad» entrañable con el Amor infinito que
es Él. Esta relación de filiación gozosísima, le permite comprender,
con una profundidad insospechada para el incrédulo, que es en
verdad y con fundamento inquebrantable hermano de todos los hombres,
hijos de un mismo Padre. Así, toda persona merece un
respeto que se diría infinito, aunque se trate de un
enemigo, incluso si se llama Karl Marx. Éste, por lo
demás, es el único fundamento capaz de crear la conciencia
de una verdadera fraternidad universal (la existencia de un Padre
común), manifestada en el empeño por la consecución de un
orden social en el que impere no sólo la estricta
justicia, sino lo que va más allá de todo lo
estrictamente debido: el amor «con obras y de verdad». Un
cristiano puede dejar incumplidas las exigencias de su fe, pero
este hecho no autoriza a negar la «utilidad» de la
verdadera religión, su espíritu potenciador del progreso hacia formas sociales
cada vez más justas y dignas de la persona. Aun
desde este parcial punto de vista, debiera entenderse que si
se pretende un justo orden social, lejos de combatir la
religión, el mejor camino comienza con la invitación a los
cristianos a ser cada día más consecuentes con su fe.
Sólo
puede acusarse a la religión de «reaccionaria» cuando se pretende
que el progreso social no puede lograrse más que por
la revolución violenta y bajo la forma del comunismo materialista.
El cristianismo - frente al comunismo- defiende la propiedad privada
por muy sólidas razones que se fundan precisamente en algo
que desconoce el materialismo dialéctico: la dignidad de cada persona
humana en singular (no ya del «hombre genérico») y su
derecho a disponer en propiedad (no como un préstamo del
Estado o de la comunidad política) algo más que su
cepillo de dientes: aquellos bienes convenientes para llevar -con los
suyos-, una vida conforme a la dignidad que le es
propia.
La Iglesia no es «conservadora» ni «progresista»; trasciende estas categorías,
porque su fin esencial es sobrenatural: la salvación eterna de
los hombres, sin desentenderse, al contrario, de su modo de
existir en el mundo. Cumpliendo fielmente su fin hará indirectamente
la más eficaz labor en el orden social, despertará la
responsabilidad de los fieles con vistas al servicio que han
de prestar -desde muy diversas opciones temporales- a sus hermanos
del mundo entero.
LA CRÍTICA PSICOLÓGICA
Los «clásicos» del marxismo (Marx, Engels,
Lenin) han buscado también el modo de desprestigiar la religión
basándose en argumentos de tipo psicológico. Pretenden haber hallado el
origen de la idea de Dios en determinados condicionamientos sociales.
Engels se explica de la siguiente manera:
«Toda religión no es
más que el reflejo fantástico en el cerebro de los
hombres de las potencias externas que dominan su existencia cotidiana,
reflejo en el que las potencias terrestres adoptan la forma
de potencia supraterrestres. Al comienzo de la historia son primeramente
las potencias de la naturaleza las que están sujetas a
ese reflejo y las que, al continuarse el desarrollo, adquieren
en los diferentes pueblos las personificaciones más diversas y variadas..:
Pero ocurre que, enseguida, junto a las potencias naturales, entran
en acción asimismo las potencias sociales, potencias que se alzan
frente a los hombres y que les son igualmente extrañas
y, al principio, igualmente inexplicables, dominándoles con la misma apariencia
de necesidad natural que las fuerzas de la naturaleza.,. En
una fase más avanzada de la evolución, el conjunto de
los atributos naturales y sociales de los numerosos dioses se
deposita en un solo Dios todopoderoso y que no es
en sí una vez más, otra cosa que el reflejo
del hombre abstracto. Así es como nació el monoteísmo que,
en la historia, fue el último producto de la filosofía
griega vulgar y ya en su ocaso y que halló
su encarnación, ya de antes preparada, en el Dios nacional
exclusivo de los judíos, Yavé. Bajo esta forma cómoda -continúa
Engels-, manejable y susceptible de adaptarse a todo, la religión
puede subsistir como forma inmediata, es decir, sentimental, de la
actitud de los hombres respecto a las potencias extrañas, naturales
y sociales que les dominan, mientras los hombres están bajo
la dominación de estas potencias» (Engels, en Anti Dühring, pp.
355-356) .
Engels incurre en el error extendido en su tiempo,
de admitir sin crítica la hipótesis que establece el politeísmo
como anterior o previo al monoteísmo. Una hipótesis que nunca
ha sido probada, antes bien parece definitivamente desmentida por las
investigaciones iniciadas por el etnólogo y lingüista Wilhelm Schmidt (1864-1954)
que han puesto de manifiesto la existencia de un monoteísmo
primordial en el conocimiento y veneración de un Ser supremo,
fácil de hallar en numerosos pueblos primitivos. Pero la crítica
radical que merece la hipótesis sostenida por Engels la haremos
un poco más adelante. Veamos antes los matices y las
intenciones que cobra el argumento en los textos marxistas.
Cuando la
mente humana cae en la trampa del materialismo, se ciega
para toda realidad de rango superior a la materia y
todo habrá de explicarlo a partir de realidades materiales, aun
lo irreductible a ellas, como la mente, que el marxismo
considera como una mera secreción del cerebro. Toda realidad superior
habrá de ser negada a priori, pero al mismo tiempo
se pretende presentar esa negación como «científica», aunque para ello
haya que forzar las experiencias más claras e inmediatas. Es
claro que el conocimiento más o menos razonado -según los
tiempos y los pueblos- de la existencia de un Ser
supremo, de una ley natural, de una dignidad inherente a
la persona humana, etcétera, son cosas todas ellas sin sentido
en una concepción materialista del universo (y por lo tanto,
en el marxismo). La religión entonces -sobre todo si contiene
la plenitud de la Verdad- se presenta como principal enemigo.
La religión, por el mero hecho de afirmar el respeto
debido a la persona en sí -y, en consecuencia, por
ejemplo, la defensa de la vida del inocente por encima
de la utilidad social, la defensa del derecho a la
propiedad privada y la condenación del odio negador de tal
dignidad- habrá de ser necesariamente combatida; habrá que luchar ante
todo por barrer de la conciencia de los hombres la
idea de Dios, de la fraternidad universal (sustituyéndola por la
idea de una camaradería vinculante tan sólo con los miembros
del Partido), la idea de un más allá de la
historia temporal y la vida eterna. Todas estas cosas deben
ser negadas -no hay alternativa- si se quiere poner en
marcha una revolución que significa lucha de clases -odio a
muerte a ciertos hombres-; obediencia incondicional al Partido que, para
ser eficaz en la práctica -la utilidad es el único
criterio de verdad y bondad-, ha de tener en su
poder la posibilidad de disponer de la vida de las
personas. Puesto que éste es el camino obligado y proclamado
en el marxismo, es también obligado combatir la religión. Esta
obligación no es accidental sino sustancial a esa doctrina, aunque
bastantes creyentes -ingenuamente- estuvieron persuadidos de que se podía aprovechar
«lo positivo» del marxismo y unirse a él para conseguir
una sociedad más justa. Ahora bien, la doctrina y la
praxis marxista, lo que ha conseguido –también cuando se ha
unido a cristianos- ha sido la progresiva desaparición del sentido
religioso; ha favorecido siempre la lucha contra la religión; ha
introducido donde no la había la lucha de clases, empobreciendo
a todos (salvo unos pocos de la clase marxista dominante),
impidiendo el desarrollo de los pueblos, anulando el sentido de
responsabilidad personal (consecuencia inevitable del colectivismo), eliminando el sentido positivo
del trabajo (tratado también como «alineación), en fin, arrasando los
valores más preciados de la cultura occidental: el valor de
la verdad y –solidario- el valor de la libertad. La
caída del muro de Berlín en 1989, ha sido la
gran revelación al mundo de lo que es capaz de
arrasar un régimen marxista de ochenta años de duración.
Para que
el materialismo dialéctico tuviera aceptación, también entre los intelectuales, ha
debido presentarse con un ropaje científico. Le era necesario hallar
alguna explicación de la constante histórica de la religión en
la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos.
La razón había de hallarse en los mismos axiomas marxistas.
La «luminosa idea» marxista concibió la identificación de la raíz
del sentido religioso con la raíz de la miseria material,
económica, que se debería sobre todo al capitalismo. Por eso
dice Marx: «Luchar contra la religión es, en consecuencia, luchar
indirectamente contra el mundo del cual la religión es arma
espiritual» (en Crítica a la filosofía de Derecho de Hegel).
Una vez más, Marx vincula intrínsecamente la religión al capitalismo,
como aliados incondicionales. Marx no tiene en cuenta que la
verdadera religión predica el desprendimiento –que es libertad y señorío-
de las cosas de la tierra y que, por otro
lado, hay bastantes capitalistas ateos y, por consiguiente, materialistas. Pero
Marx nos dice que «la miseria religiosa es, al mismo
tiempo, expresión de la miseria real y de la protesta
contra esta miseria» (Ibid.). «Expresión» (de la miseria real), porque
-según Marx- el hombre que se encuentra en una situación
dependiente hipostasía instintivamente el poder material del que depende bajo
la forma de divinidad trascendente, y «protesta». Así, el hombre
que es desgraciado en esta tierra proyecta su sed de
felicidad al otro mundo, y se esfuerza en atenuar su
sufrimiento presente imaginándose una felicidad futura. Esta es la interpretación
marxista que permite aseverar que una vez suprimida la miseria
quedaría suprimido todo poder superior al hombre y su «reflejo
fantástico» se desvanecería por sí mismo: el hombre sería para
sí mismo, Dios. Engels añade con optimismo: «Este proceso está
ya tan adelantado que puede considerarse como terminado» (en Anti-Dühring,
p. 380). Pero los datos, como es bien sabido, son
tercos.
Cosa curiosa es que el marxismo creyendo que infaliblemente la
religión desaparecerá por sí sola al cumplirse las condiciones económico-sociales
de la sociedad comunista, hasta el punto de esfumarse del
planeta la misma idea de Dios, a pesar de ello,
se presenta como activo combatiente contra la religión, tanto en
la teoría como en la práctica. En la teoría, puesto
que -según Marx- «la crítica de la religión es virtualmente
la crítica del valle de lágrimas del que la religión
es aureola... La crítica de la religión, por tanto, hace
que el hombre piense, actúe, cree su realidad, como un
hombre desengañado, dueño de su razón, con el fin de
que se mueva a su alrededor, alrededor de sí mismo,
su verdadero sol» (en Crítica a la Filosofía del Derecho).
La
actitud ante la religión en el mundo marxista es inequívoca,
inalterable en la teoría y de hecho inalterada: «El marxismo
es el materialismo, dice Lenin. Por este mismo título, es
implacablemente hostil a la religión, como lo era el materialismo
de los enciclopedistas del siglo XVIII o el materialismo de
Feuerbach... Pero el materialismo dialéctico va más lejos que los
enciclopedistas o que Feuerbach... Debemos combatir la religión. Esto es
el abecé de todo materialismo; por tanto, del marxismo. Pero
el marxismo va más lejos. Dice: es necesario saber luchar
contra la religión, y para esto es necesario explicar, en
el sentido materialista, las fuentes de la fe y de
la religión de las masas». La actitud está clara, la
intención también; y los métodos, para el que conozca la
moral marxista son muy previsibles.
Lenin insiste en hacer crítica
de la religión apoyándose en razones de tipo psicológico: «La
religión es un aspecto de la opresión espiritual que siempre
y en cualquier parte pesa sobre las masas agobiadas por
el trabajo perpetuo en provecho de los demás, por la
miseria y la soledad. La fe en una vida mejor
en el más allá nace asimismo de la impotencia de
las clases explotadas en lucha contra los explotadores y tan
inevitablemente como -de la impotencia del salvaje en lucha contra
la naturaleza, nace la creencia en las divinidades, en los
diablos, en los milagros, etc. Olvidar que la opresión religiosa
de la humanidad sólo es reflejo de la opresión económica
en el seno de la sociedad sería dar prueba de
mediocridad burguesa» (Lenin, De la religión). Podría replicarse: ¿y qué
prueba esa calificación -mediocridad burguesa- sobre la verdad o falsedad
del discurso precedente?
En resumen, según el marxismo, la idea
de Dios es la proyección en un ser fantástico de
las fuerzas físicas y sociales que dominan al hombre, de
modo que la idea desaparecerá en el momento en que
se llegue a un dominio tal de la naturaleza -
la ensoñada sociedad comunista - que ya sea inútil la
idea de Dios.
La primera observación que cabe hacer a esta
hipótesis indemostrable es que el origen psicológico de una idea
no permite emitir el menor juicio sobre su objetividad, es
decir, sobre su correspondencia a la realidad que pretende representar.
El origen y la objetividad de una idea constituyen dos
problemas diferentes y deben tratarse por separado. Cuando en la
mente surge una idea, poco importa saber cómo se formó
para calificarla de verdadera o falsa. Sólo hay una especie
de ideas cuyo origen tiene valor de comprobación; son las
ideas puramente empíricas, es decir, las que se obtienen directamente
de la experiencia sensible. Al reflexionar sobre lo que se
ha percibido, la experiencia es simultáneamente fuente y garantía de
la autenticidad de la idea. En los demás casos no
hay relación necesaria entre su génesis y su verdad. Por
tanto, el origen de la idea de Dios -Ser que
no se encuentra en el ámbito de nuestra experiencia sensible-
no es un dato relevante en vistas a probar su
objetividad. De hecho se sabe que la idea de Dios
se halla en hombres de todo tiempo, de toda cultura,
de toda condición social, económica, etc. A unos les llega
por tradición, a otros por intuición, a otros, por vía
de rigurosa demostración racional. Cierto que puede influir en la
génesis de la idea de Dios el sentimiento de dependencia
y también el miedo. En rigor todo «lo que es»
puede ser punto de partida para concluir en la existencia
del Creador de todas las cosas. También, por supuesto, la
experiencia del amor y de la bondad, el espectáculo de
la naturaleza; también la materia, con su evidente insuficiencia para
fundar toda la realidad conocida. Pero lo decisivo, insistimos, no
es escudriñar las raíces vitales de la idea de Dios,
sino averiguar si esta idea puede y debe ser admitida
en el orden de la razón y servir al juicio
afirmativo «Dios es».
Por otra parte cabe subrayar -como hace Ocáriz-
que «es universalmente experimentable que la religión no es sólo
ni principalmente un "consuelo" ante las miserias terrenas; hasta el
punto que, por fidelidad a la religión, millones de hombres
han aceptado libremente muchas "miserias", incluida la muerte, que se
habrían ahorrado con sólo renunciar a la religión» (Ocáriz, F,
Marxismo, ed. Palabra, p. 58) . Y tampoco faltan abundantes
ejemplos de «víctimas de la opresión capitalista» que lejos de
buscar refugio en la religión como consuelo de sus desdichas,
se alejan de ella tristemente. El marxismo, con Marx, violenta
las experiencias más claras con tal de que cuadren en
sus postulados materialistas y revolucionarios.
Finalmente, baste referirnos al hecho, históricamente
comprobable, de que el cristiano tiene su origen en una
Persona, Jesucristo, que probó con milagros sin cuento que verdaderamente
era el Hijo de Dios. Con su Vida, Pasión, Muerte
y Resurrección ha venido a ser fundamento inconmovible de la
fe en el único Dios.
Digamos en descargo de Marx que
no conoció de hecho más que superficialmente el fenómeno religioso,
a través de las deformaciones que presentaba la sociedad luterana
de la Alemania del siglo XIX.
Hegel se consideró a sí
mismo el momento culminante de la Filosofía, su acabamiento. En
Hegel, Dios era más un mito que otra cosa; lo
que él llamaba Absoluto era algo en continuo devenir, que
contenía en sí el ser y la nada, la eternidad
y el tiempo. El Absoluto de Hegel no tenía nada
que ver con el Dios cristiano –a pesar de algunas
apariencias- y ya es lugar común que el «secreto» del
sistema hegeliano es el ateísmo. Marx cometió la enorme equivocación
de pensar que haciendo la crítica de la religión lutero-hegeliana
criticaba la religión en sí. Desconocía toda la cultura religiosa
anterior a Hegel y su ignorancia del tema explica la
puerilidad de sus argumentaciones antirreligiosas. «Descubrir que el Dios de
Hegel es una proyección fantástica del ser humano, no es
en absoluto una crítica al verdadero Dios, al que puede
llegar la razón humana bien empleada, precisamente a partir de
la realidad del mundo, y conocido más perfectamente por la
fe sobrenatural» (Ocáriz, F., El marxismo, p. 56).
Sus alusiones a
los argumentos tradicionales demostrativos de la existencia de Dios, muestran
que ni siquiera roza el fondo de la cuestión, al
mismo tiempo que manifiesta la ignorancia y errores científicos difundidos
en su tiempo. Marx piensa, por ejemplo, que «un duro
golpe ha sido dado a la creación por la geognosia,
es decir, por la ciencia que ha presentado la formación
de la tierra, el devenir de la tierra como un
fenómeno de generación espontánea. La generación espontánea es –dice -
la única refutación práctica de la teoría de la creación».
Si esto fuera así, podríamos estar bien tranquilos los creyentes.
Marx no sabía seguramente que insignes pensadores cristianos habían considerado,
muchos siglos atrás, la posibilidad de que la hipótesis de
la generación espontánea -creencia antigua de la India, Babilonia y
Egipto- fuera cierta. Y sin embargo, no vieron en ella
una dificultad para admitir y demostrar la existencia de Dios,
pues bien hubiera podido ser que la generación espontánea fuera
un querer divino.
Marx, Engels, y en general los que no
han estudiado el tema, piensan que las pruebas tradicionales de
la existencia de Dios se basan en la presunta necesidad
de explicar el comienzo del universo; que el punto de
partida de la demostración está en el «comienzo» del universo,
como si el dilema fuera: «¿ha sido creado el mundo
por Dios o existe desde la eternidad?». Sin embargo, Tomás
de Aquino, el que –en la línea de la mejor
tradición de los clásicos- ha mostrado con mayor rigor los
caminos para llegar a la demostración racional de la existencia
de Dios, no tuvo inconveniente en afirmar que racionalmente no
se puede demostrar que el mundo no sea eterno. Para
Santo Tomás, sabemos que el universo no es eterno sólo
por la fe, no por la filosofía racional. Sin embargo,
el santo de Aquino, demuestra rigurosamente la existencia de Dios
partiendo de la insuficiencia actual del mundo para justificar su
propia existencia, prescindiendo del tema del comienzo. Es decir, la
prueba remonta directamente a las causas que actualmente se requieren
-no a las que en el comienzo fueron requeridas- para
fundar su existencia. Porque no ya el comienzo del universo,
sino el comienzo y la conservación de cada uno de
los entes, por insignificante que sea, postulan la existencia de
una Causa primera, trascendente al mundo, omnipotente, creadora y conservadora
de todas las cosas que de algún modo son.
El marxismo,
se declara antimetafísico; huye, en consecuencia, del uso de la
razón para continuar con un discurso riguroso la experiencia sensible,
se ciega a sí mismo para comprender tales cosas, y
al tiempo se desautoriza para una crítica válida de lo
que acríticamente -a priori- ha querido negar.
LA CRÍTICA DIALÉCTICA A
LA RELIGIÓN
Finalmente, veamos una tercera vía que recorre el marxismo
para concluir en la negación de Dios y de la
religión; se ha denominado «crítica dialéctica», quizá la más necesaria
para el marxista desde el punto de vista lógico, dados
los presupuestos ideológicos de los que parte en la construcción
de su sistema.
El marxismo cree que la religión debe ser
suprimida atendiendo a la naturaleza misma de la religión, que
viene calificada de «alienación». Palabra ambigua, ciertamente, en los diversos
textos y contextos marxistas, pero, para lo que hace al
caso, quiere significar lo opuesto a autonomía, libertad, independencia. Se
presume que el hombre religioso renuncia al dominio de los
propios actos y pone en manos de un ser «otro»,
ajeno, extraño, el dominio absoluto de la propia vida. En
otras palabras, la «alienación religiosa» consiste -según Marx- en poner
en Dios -un ser «fantástico y extraño» forjado por el
hombre- el fundamento y la razón de la propia vida.
De esta manera -entiende el marxismo- el hombre pierde su
independencia, porque «un ser no se considera independiente más que
cuando es su propio amo y no es su propio
amo más que cuando a sí mismo debe su existencia.
Un hombre que vive por la gracia de otro se
considera dependiente [nada más cierto y obvio, podríamos añadir]. Pero
yo vivo -continúa el marxista- completamente por la gracia de
otro cuando no solamente le debo el sostenimiento de mi
vida sino que, además, es él quien ha creado mi
vida, quien es la fuente de mi vida y mi
vida tiene necesariamente una razón fuera de ella ya que
no es mi propia creación». A todo esto añade Engels:
«La religión es el acto por el cual el hombre
se vacía a sí mismo; por esencia, la religión vacía
al hombre y a la naturaleza de todo su contenido,
transfiere este contenido al fantasma de un Dios en el
más allá...». Esta es la afirmación más grave del marxismo,
la que presenta mayor alcance; es la crítica a la
esencia misma de la religión, presentada como negadora de la
esencia humana. La negación de Dios es, en el marxismo
condición necesaria de la afirmación del hombre [coincidencia plena con
el existencialismo de J. P. Sartre].
Una vez más vemos
hasta qué punto llega la oposición marxismo-cristianismo. El marxismo se
presenta como un «humanismo» (en el fondo, como una mística
de salvación), con un sí incondicional al hombre. Es preciso
recordar ahora que el «hombre» que cuenta en el mundo
marxista no es el hombre singular, sino «el hombre genérico»,
es decir, en fin de cuentas, ese ente tan difícil
de señalar con el dedo que es la «colectividad», a
la que el hombre singular ha de someter y sacrificar
su vida hasta el holocusto. El marxismo -no se olvide--
no viene a afirmarme a mí al otro, ni a
éste ni a aquel «proletario» en concreto, sino, en rigor,
a una abstracción, al hombre en general (que poco tiene
que ver con el de carne y hueso), puesto que
el hombre soñado por el marxismo es un hombre sin
alma (sin alma inmortal y estrictamente espiritual y por lo
tanto portadora de valores eternos, de derechos inalienables).
En su crítica
dialéctica, Marx y Engels son deudores de los materialistas de
su época. «La cuestión de saber si hay o no
un Dios -había escrito A. Lévy, traduciendo él pensamiento de
Feuerbach-, la oposición entre el deísmo y el ateísmo, pertenecen
al siglo XVIII y XVII no al XIX». Se niega
por tanto el mismo planteamiento de la cuestión; se rechaza
la misma pregunta. Marx asegurará, por su parte, que, en
efecto, en el soñado mundo comunista las condiciones (socio-económicas) serán
tales que ni siquiera se planteará la cuestión de la
existencia de Dios. De ahí, seguramente, el poco interés que
tuvieron él y los materialistas de su tiempo, en examinar
las pruebas que han ido surgiendo a lo largo de
la historia sobre la existencia de Dios. No las pudieron
entender porque no les prestaron atención alguna; no las tomaron
en serio.
«Niego a Dios -continuaba A. Lévy- quiere decir para
mí: niego la negación del hombre; a la posición fantástica,
ilusoria del hombre, sustituye la posición sensible, real, cuya consecuencia
obligada es la posición política y social del hombre. La
cuestión de la existencia o de la no-existencia de Dios
es precisamente en mí la cuestión de la no-existencia o
de la existencia del hombre». También el contemporáneo de Marx
-sociólogo francés- P. J. Proudhon, se expresa en términos semejantes:
«yo digo: el primer deber del hombre inteligente y libre
consiste en expulsar constantemente de su espíritu y de su
conciencia la idea de Dios. Ya que Dios, si existe,
es esencialmente hostil a nuestra naturaleza... Alcanzaremos la ciencia a
pesar suyo; la sociedad, a pesar suyo: cada progreso nuestro
es una victoria en la que aplastamos a la divinidad».
Marx concluirá que la fe en Dios priva al hombre
de la conciencia de su grandeza y le esclaviza; que
la liberación exige la muerte de Dios. Dios o el
hombre, he aquí el dilema que pone también el existencialismo
ateo; hay que escoger entre los dos. «El ateísmo -dice
Marx- es la negación de Dios y, mediante esta negación
de Dios, plantea la existencia del hombre». Y así Marx
ya puede decir que el hombre es para sí mismo
«el verdadero sol», y hacerse eco de la tremenda afirmación
de Feuerbach: «homo homini Deus», el hombre es Dios para
el hombre; el hombre es el Ser supremo.
No es difícil
descubrir la debilidad de la más «profunda» de las críticas
marxistas a la religión. El ateísmo marxista ha sido construido
sobre la base de considerar resuelto el problema de entrada.
El marxismo cree que no hay Dios. El cristiano, en
cambio, puede encontrarse poseyendo la fe como un don, pero
luego se preguntará: ¿es posible demostrar racionalmente la existencia de
Dios? Y comprobará que sí. El marxismo, en cambio, partirá
de que «Dios no existe» y, cuando pretenda convencer a
los demás de la hipótesis construirá una caricatura de la
religión y dirá: eso que veis ahí no puede ser
verdad. Toda la fuerza psicológica del argumento dialéctico está en
presentar un falso dilema: o Dios o el hombre, sobre
la base de una caricatura de Dios en la que
resulta de todo punto irreconocible: un Dios hostil, negador del
hombre, nunca afirmado, al menos en la tradición judeo-cristiana. Es
evidente que si Dios existe el hombre depende enteramente de
Dios y le debe su vida entera. El marxismo supone
que la condición creatural atenta a la dignidad, libertad y
autonomía humanas; son origen de inevitable alienación o enajenamiento.
Mucho cabría
oponer a esa crítica que se nos ofrece de la
religión. En primer lugar cabría decir que ningún hombre de
fe cristiana se siente enajenado cuando se dirige a Dios.
Vivir en Dios y para Dios no es vivir «fuera
de sí», en o para un ser extraño que trata
de anularme. Dios es justamente el Ser que me permite
ser, que me hace ser, que crea y conserva –por
tanto ¡defiende!- mi personalidad y mi libertad; es el Ser
que me es más cercano, el que me es «más
íntimo a mí que yo mismo». Huir de él sería
-entonces sí- huir de mí mismo, puesto que si Dios
no es yo, es en efecto fundamento y «fuente» de
mi ser. Y si Él me ha creado, Él es
el primer interesado -el primero, antes que yo mismo- en
mi realización, en que yo alcance la plenitud de mis
posibilidades humanas, el primer defensor de mis derechos irrenunciables ante
los demás. Todas estas certezas están incluidas en la noción
de hombre como criatura de Dios. La Sagrada Escritura se
goza afirmando el respeto con que Dios trata a la
criatura: «cum magna reverencia disponis nos» (Sab., 12, 18), Dios
nos gobierna con un respeto infinito. Cierto que Dios ha
de «juzgar» a todos los hombres, premiar a los buenos,
castigar a los malos. Pero no sería «justo» juzgar a
Dios como si no tuviera derecho a ser Él mismo
infinitamente «justo», cuando se está hablando en el contexto, de
instaurar en la tierra la « justicia» social. Lo que
sucede, sin embargo, es que en el «sistema» marxista la
virtud no tiene cabida. En consecuencia tampoco se contempla la
justicia como necesaria virtud perfectiva de la persona singular, sino
como bandera.
El gran dilema marxista –Dios o yo- sólo tendría
sentido en la absurda hipótesis del «homo homini Deus», que
el hombre hubiera de ser Dios para el hombre. Pero
si al margen del «hombre genérico» o clectivo, atendemos al
hombre singular y concreto, ¿a qué hombre divinizamos? ¿A César,
a Hitler, a Stalin...? ¿a todos? El problema se embrolla
solo, nos encontraríamos en una pluralidad inconmensurable de dioses. Serían
demasiados. Afortunadamente sólo cabe -por definición- un «Ser supremo». ¿Quién
va a ser el sujeto de esa soberanía? Es fácil
decir «el proletariado». Pero ¿quién es el «proletariado»?, ¿tiene nombre
y apellidos?, ¿tiene conciencia?, ¿tiene sabiduría infinita?, ¿tiene el arte
de la justicia perfecta? Muchos otros interrogantes --infinitos interrogantes- se
abrirían en tal hipótesis.
Por lo demás, si el hombre no
es criatura de Dios, ¿de quién es criatura? El marxismo
responde: el hombre se crea a sí mismo mediante el
trabajo. Pero ahí hay un círculo vicioso evidente. Nadie da
lo que no tiene. Un «ser» que todavía «no es»
no puede «darse el ser». Sólo cabe acudir a una
serie indefinida de padres hasta llegar al simio o cosa
parecida. Este sería el fundamento de la «dignidad» humana. Frente
a la dignidad de los hijos de Dios se pretende
alzar la dignidad de los hijos de la materia. Pero
¿a qué puede obligar tal dignidad? El respeto que puede
merecer la persona humana no es mucho mayor que el
respeto que merece un simio, en el supuesto materialista. La
única función del simio es servir a la especie; carece
de valor y dignidad singulares; sólo puede valer en función
de la especie. Exactamente es lo que ha acontecido y
acontece en el mundo comunista. La persona singular, en rigor,
no cuenta; por ello puede ser torturada, eliminada o enclaustrada
en un hospital psiquiátrico para disidentes, por inocente que sea,
en beneficio del «hombre genérico», es decir, de la colectividad
que, en la sociedad comunista, no tendría otra misión que
satisfacer sus necesidades materiales (vivir, pues, como perfectos burgueses) y
perpetuarse en la historia. Eso es todo, en la soñada
sociedad comunista. No convence el comunista cuando habla de «dignidad»
para decretar que Dios no debe existir. Como tampoco ha
de concedérsele el derecho de invocar la «libertad», cuando profesa
una fe ciega en el «materialismo dialéctico», que incluye la
fe en el determinismo universal, es decir, la negación de
la libertad tanto en el sentido llano como en el
filosófico de la palabra.
En resumen, las interpretaciones que el marxismo
nos ofrece de la religión -esta es la ventaja y
la debilidad de las mismas- permiten soslayar el valor de
las pruebas de la existencia de Dios, es decir, de
los argumentos y testimonios aducidos por los creyentes, a los
cuales el marxismo desacredita por adelantado y, por así decir,
le anula definiéndole peyorativamente como «reaccionario». Lenin se expresa de
este modo: «Religión, iglesias modernas, organizaciones religiosas de todas clases,
el marxismo las considera como órganos de la reacción burguesa
al servicio de la explotación y del embrutecimiento de la
clase obrera... Cualquier defensa, aun la más refinada, la de
mejor intención, toda justificación de la idea de Dios, se
reduce a justificar la reacción. Es significativo lo que dice
Roger Verneaux, después de estudiar las críticas a la religión
formuladas por el marxismo: «Observemos solamente que en ningún sitio
se ve en los escritores ateos el más mínimo estudio
sobre el sentido del Evangelio ni la menor crítica del
testimonio (del verdadero testimonio cristiano). Como consecuencia, estimamos que las
bases de nuestra fe no están ni mucho menos quebrantadas,
puesto que ni siquiera han sido atacadas» (R. Verneaux Lecciones
sobre ateismo contemporáneo, Gredos, Madrid, 1971, p. 106).
Epílogo
El marxismo –tributario
de Hegel, su «Izquierda hegeliana»- se ha presentado con las
atribuciones de un mesianismo profético. Éste ha sido uno de
sus grandes errores y causa de su disolución como ideología
omnicomprensiva. Hegel creyó que su sistema filosófico era tan perfecto
que con él había llegado el fin de la Historia.
Su prestigio era inmenso; fue un genio de la época
romántica. «A veces se reunían trescientas personas venidas de toda
Alemania para escuchar sus improvisadas respuestas. Sus discípulos le preguntaban:
«¿Maestro, y después de usted, qué?». «Después de mí –sentenció
el maestro- ¡la locura!». En Hegel la modernidad llegó a
su cumbre, pero a la vez comenzó su crisis. El
hegelismo como tal, pronto se disolvió. Sucede que la historia
no está escrita, nunca estará realmente escrita, cerrada, porque existe
un factor de novedad imprevisible: la libertad, con el que
no puede contar ningún determinismo, sea idealista de la Derecha,
sea de la Izquierda (materialista) hegeliana, como Karl Marx. La
vida sigue y la verdad como la libertad no se
dejan apresar por sistema alguno, por ninguna ideología. La libertad
y la verdad –estrechamente solidarias- no son una producción del
hombre sino el gran don del Creador y -más tarde
o más temprano-, la mente humana se da cuenta de
que todo lo valioso que posee o puede poseer tiene
su origen en un don que no puede haberse dado
a sí mismo. Por lo mismo se ha dicho que
el hombre no es que «tenga» religión, sino que «es»
religión. Y siendo así, sucede como cuando se aplasta con
el pie una cámara de aire o se aprieta un
globo con la mano: la cubierta puede ceder en un
punto más o menos grueso, pero la cámara se ensancha
por otro lado. Se puede aplastar la religión en la
Unión Soviética. Parece que se ha terminado, no se oye
su clamor. Se cae el muro y el sentido religioso
resurge de forma insospechada. Europa se descristianiza (aunque vive a
expensas de los valores cristianos), y a la vez países
de África, de América, de Asía, de Oceanía, manifiestan una
vitalidad religiosa inesperada. Un Papa achacoso, cuya voz apenas es
audible con un gran megafonía, cuyo pulso tiembla de Parkinson
y con la cadera machacada, es el líder mundial con
mayor capacidad de convocatoria entre la gente joven...
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Nietzsche y la supuesta muerte de Dios |
Nadie mejor que él sabía las consecuencias de la supuesta muerte de Dios, que consideraba verdadera e irreversible. |
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Nietzsche y la supuesta muerte de Dios |
En el centenario de la muerte de Nietzsche puede ser
oportuno el recuerdo de lo que cierto día apareció en
la prensa: «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche». Al día siguiente
en el mismo periódico, apareció esta otra esquela: «Nietzsche ha
muerto. Firmado: Dios».
¿Sarcasmo excesivo? Quizá. Ahora bien, es preciso reconocer
que la pretensión de haber matado a Dios no es
humo de pajas.
Nadie mejor que Nietzsche sabía las consecuencias
de la supuesta muerte de Dios, que consideraba verdadera e
irreversible:
«¿Adónde se ha ido Dios? Nosotros le hemos matado.
Todos nosotros somos sus asesinos... ¿Cómo hemos sido capaces de
beber el mar entero? ¿Quién nos ha dado la esponja
con que hemos podido borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos
hecho cuando desprendimos la Tierra del Sol? ¿Hacia dónde se
mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros, ¿Nos estamos alejando
de todos los soles? ¿Es que nos estamos cayendo, incesantemente?
¿Hacia detrás y hacia todos los lados? ¿Hay además un
arriba y un abajo? ¿No vagamos perdidos en la infinitud
de la nada? ¿No sentimos en nuestro rostro el vaho
del espacio vacío? ¿No sentimos que va aumentando el frío?
¿No se va acercando la noche, continuamente, una noche cada
vez más densa?...» (Die Fröhliche Wissenschaft, número 125)
Pero enseguida
presenta su plan de "reconversión" de la humanidad. Se trata
de colocarse en lugar del Creador y convertirse en "superhombre",
capaz de recrearse con la "voluntad de poder", enfrentarse con
el vacío inmenso de la nada que la muerte de
Dios deja y atreverse crear valores inéditos, más allá del
bien y del mal.
«¡Dios ha muerto! ¡Y somos nosotros
los que le hemos matado!... ¿No son demasiado grandes para
nosotros las proporciones de esta acción? ¿No deberemos convertirnos en
dioses para hacernos dignos de ella? Nunca hubo acción alguna
más grande y todos los que nazcan después de nosotros
pertenecerán a una época histórica superior a todas las que
ha habido hasta ahora, gracias a esta acción... Este terrible
acontecimiento está todavía en camino y marcha hacia adelante» (Die
Fröhliche Wissenschaft, número 125).
Ahora bien, la historia demuestra que
no ha sido Dios el muerto, sino Nietzsche. Sin Dios
no hay Absoluto. Todo es relativo. Bien y mal son
palabras huecas. «Haz el mal, verás como te sientes libre»,
dice uno de los héroes de Le Diable et le
bon Dieu. J. P Sartre se propuso la aventura de
"inventar valores", puesto que el principio absoluto de su discurso
es la dogmática negación de Dios con el fin de
afirmar una libertad humana absoluta.
Jean Paul Sartre reconoce que
si Dios no existe, los valores no están fijados de
antemano. Hay que inventarlos. ¿Quién será el inventor? «Puesto que
yo he eliminado a Dios Padre, alguien ha haber que
fije los valores. Pero al ser nosotros quienes fijamos los
valores, esto quiere decir llanamente que la vida no tiene
sentido a priori. Y añade Sartre: «no tiene sentido que
hayamos nacido, ni tiene sentido que hayamos de morir. Que
uno se embriague o que llegue a acaudillar pueblos, viene
a ser lo mismo. El hombre es una pasión inútil»,
y «el niño es un ser vomitado al mundo», «la
libertad es una condena».
La muerte de Dios es la
muerte del hombre. Sólo cabrían valores inventados, sin realidad, sin
eficacia. Entre los valores inventados y los valores reales habría
la misma diferencia que entre una piedra pensada y una
piedra real. Con una piedra real se puede construir un
enorme edificio; con una piedra pensada nada puede romperse, ni
edificarse en la realidad. Es el absurdo, lo impensable, lo
que no puede ser en absoluto.
José Ortega y Gasset |
Con un estilo literario, lleno de metáforas y frases ingeniosas, pretendió hacer filosofía al público en general. |
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José Ortega y Gasset |
Con un estilo literario, lleno de metáforas y frases ingeniosas,
pretendió hacer filosofía en un lenguaje próximo al del Quijote,
lo que le permitió llegar al público en general (a
un «público culto», suele decirse).
Nació en Madrid en 1883
en el seno de una familia acomodada de la alta
burguesía madrileña vinculada al periodismo y a la política (un
burgués, no obstante, con afanes y tendencias aristocráticas, como puede
comprobarse a lo largo de su vida y obra). Su
padre, José Ortega Munilla, fue director de El Imparcial, periódico
fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime, y
en el que Ortega colaboró intensamente. Su vida está profundamente
ligada al periodismo, a la política, a las actividades editoriales,
y ocupó un lugar muy destacado en la vida intelectual
española durante la primera mitad del siglo XX. Estudió en
el Colegio Jesuita de San Estanislao en Miraflores del Palo
(Málaga); inició sus estudios universitarios en Deusto, y los continuó
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Central, en Madrid, donde se licenció en 1902.
Doctor
en Filosofía en 1904 por la Universidad de Madrid, con
la tesis Los terrores del año mil. Crítica de una
leyenda (58 págs.)
Entre 1905 y hasta 1907 estudia en
Alemania: Leipzig, Nuremberg, Colonia, Berlín y, sobre todo, en Marburgo,
en donde tomó contacto con las «musas alemanas» (el neokantismo
de Herman Cohen y de Paul Natorp, entre otros) que
tanto impresionaron a Ortega (ávido lector de Nietzsche en su
juventud), hasta el punto de que llegó a estar toda
su vida obsesionado por la grandeza de la filosofía, la
ciencia y la técnica alemanas (su hijo Miguel Germán recibió
este nombre en recuerdo de su estancia en Alemania a
la que consideraba su «segunda patria»).
Defendió un europeísmo (que
Unamuno llegó a considerar propio de «papanatas») de corte germanizante
que le condujo a dudar de la existencia de una
filosofía española e incluso a considerarse la encarnación de esa
filosofía, así como a postularse como iniciador de la «verdadera
filosofía» (la Biognosis), concebida como «Crítica de la Razón histórica»
y entendida como «ciencia de lo humano» («ciencia de la
vida» en sentido estricto), en tanto que distinta e irreductible
a la razón física y de la razón abstracta. Ortega,
en efecto, estaba convencido de que la «raza», la «sustancia»
españolas estaban enfermas y proponía –envuelto como estaba por el
«mito de la cultura»– como «medicina» la ingestión de grandes
dosis de «cultura» (alemana, desde luego). En 1909 es nombrado
profesor numerario de Psicología, Lógica y Ética de la Escuela
Superior del Magisterio de Madrid (ver Gaceta de Madrid de
4 de agosto) y en octubre de 1910 gana por
oposición la Cátedra de Metafísica de la Universidad Central, vacante
tras el fallecimiento de Nicolás Salmerón. El tribunal estaba presidido
por Eduardo Sanz Escartín, y formado por Francisco Fernández y
González, José de Castro y Castro, Luis Simarro, Adolfo Bonilla
y San Martín, José Caso y Blanco y el presbítero
Alberto Gómez Izquierdo, el único voto en contra de la
propuesta. Ese año también contrae matrimonio con Rosa Spottorno y
Topete.
El 23 de Marzo de 1914 pronuncia un discurso
en el Teatro de la Comedia de Madrid titulado «Vieja
y Nueva política» que se considera el acto fundacional de
la Liga de Educación Política Española. En él, tomando como
principios el liberalismo y la nacionalización, se postulaba como la
vanguardia de la «España vital» frente a la «España oficial».
En 1917 se ve obligado a interrumpir su colaboración con
El Imparcial, pero rápidamente se incorpora a la nómina de
colaboradores El Sol, diario fundado por el empresario vasco Nicolás
de Urgoiti pero inspirado por Ortega. En este diario se
publicaron los «folletones» que anticiparon dos de sus obras más
importantes: España invertebrada y La rebelión de las masas. El
propio Urgoiti funda, en 1920, la Editorial Calpe (que se
unirá más tarde con Espasa) una de cuyas colecciones será
dirigida por Ortega: la «Biblioteca de Ideas del Siglo XX».
La empresa editorial más importante de Ortega será, no obstante,
la Revista de Occidente, fundada en 1923. Desde ella, asimismo,
promovió la traducción de las más importantes tendencias filosóficas y
científicas de la época: Spengler, Huizinga, Husserl, Simmel, Uexküll, Heimoseth,
Brentano, Driesch, Müller, Pfänder, Russell, &c., son algunos de los
autores más representativos. Como actividad complementaria de la revista, destaca
la tertulia diaria, presidida por el propio Ortega, a la
que asistían colaboradores, amigos y estudiantes. Dirigió la revista hasta
1936 y en 1962 su publicación fue reemprendida por su
hijo José Ortega Spottorno, y más adelante fue dirigida por
su hija Soledad Ortega Spottorno.
Entre 1931 y 1932 fue
diputado de las Cortes Constituyentes de la Segunda República en
calidad de representante de la Agrupación al Servicio de la
República, fundada en febrero de 1931 por Gregorio Marañón, Ramón
Pérez de Ayala y él mismo. Al agitado período de
la vida política española comprendido entre 1923 y 1936 pertenecen
algunos de sus más famosos escritos políticos, entre ellos: La
redención de las provincias y la decencia nacional (recopilación de
artículos publicados entre 1927 y 1930), Rectificación de la República
(que reúne artículos periodísticos, discursos parlamentarios y la conferencia dada
en el Cinema de la Opera de Madrid el 6
de diciembre de1931 titulada «Rectificación de la República») y los
discursos sobre El Estatuto de Cataluña (publicados por la Revista
de Occidente en 1932 dentro del libro titulado La reforma
agraria y el Estatuto catalán). Desencantado de su actividad parlamentaria,
abandona su participación activa en la República, aunque nunca renunció
del todo a la posibilidad de ejercer su influencia en
asuntos de Estado, ahora ya en plena guerra civil y
durante los primeros años del franquismo, como ha demostrado Gregorio
Morán. En 1936 se va de España iniciando un periplo
(París, Holanda, Argentina, Portugal) que no terminará hasta su muerte,
aunque, a partir de 1945, pasará temporadas en España. En
1948 funda, junto a su discípulo Julián Marías, el Instituto
de Humanidades, pronuncia varias conferencias en EEUU, Alemania y Suiza,
y el 18 de octubre de 1955 fallece en su
domicilio madrileño, Monte Esquinza 28.
Ortega ha ejercido una notable
influencia no sólo en España e Hispanoamérica, sino también en
otros países, por ejemplo, en Alemania. Entre los hispanos más
o menos influidos directamente por él destacan: Manuel García Morente
(1886-1942), Joaquín Xirau (1895-1946), Xaxier Zubiri (1898-1983), José Gaos (1900-1969),
Luis Recaséns Siches (1903-1977), Manuel Granell (1906-1993), Francisco Ayala (1906),
María Zambrano (1907-1991), Pedro Laín Entralgo (1908-2001); José Luis López-Aranguren
(1909-1996), Julián Marías (1914), Paulino Garagorri (1916).
Las líneas maestras
de la filosofía orteguiana pueden trazarse a partir de la
crítica de una serie de Ideas o pares de Ideas
que giran todas ellas en torno a la oposición Realismo/Idealismo
en sus diferentes variantes y en un intento por superar
su mutua reducción –practicada, según Ortega, en la Antigüedad («que
ponía como realidad radical la cosa corporal») y en la
Edad Moderna («que afirma como realidad radical el pensamiento, la
conciencia»– mediante su yuxtaposición (las Cosas y Yo; Circunstancia y
Yo) o mediante su fusión en una única idea: la
Idea de Vida. La vida (la vida por antonomasia, es
decir, la realidad radical) concebida como principio ontológico fundamental, implica,
por un lado, la negación de la independencia absoluta del
mundo respecto del pensamiento (y viceversa) y, por otro lado,
la afirmación de su conjugación: «lo que hay pura y
primariamente es la coexistencia del hombre y el mundo...; lo
que hay es el mutuo existir del hombre y el
mundo... mutuo serse.» La realidad radical es, en consecuencia, la
suma de la existencia humana individual (biográfica) y la circunstancia
(que es un espacio antropológico bidimensional constituido por los ejes
circular y radial), concebida como el ámbito de los problemas
a los que tiene que enfrentarse el Yo (que no
se identifica ni con el cuerpo ni con el alma
ni con su composición). Por ejemplo: La esencia de la
Tierra –dice Ortega– no nos viene dada ni a través
de la Astronomía (tierra-astro), ni de la mitología (diosa-madre), sino
sencillamente consiste en una serie de dificultades y facilidades para
los individuos: es lo que nos sostiene porque hacemos pie
en ella, es aquello que a veces tiembla y nos
aterra, aquello que nos aparta de nuestros seres queridos, lo
que nos permite huir, &c.
Los primeros escritos orteguianos, digamos
hasta 1913, están profundamente marcados por el par de conceptos
Subjetivismo/Objetismo. El objetivismo (el racionalismo) caracterizaría a esta primera fase
o etapa de su pensamiento que se articula en torno
a dos grandes Ideas: las Ideas de Ciencia y de
Cultura. Una etapa que Ortega quiso dar por terminada en
1916 con la publicación de Personas, Obras, Cosas (volumen que
recoge muchos de los artículos y escritos de juventud hasta
1912) y en cuyo prólogo puede leerse: «Para mover guerra
al subjetivismo negaba al sujeto, a lo personal, a lo
individual todos sus derechos. Hoy me parecería más ajustado a
la verdad... dotar a lo subjetivo de un puesto y
una tarea en la colmena universal.» Un puesto que ya
empezó a ocupar en su primer gran libro: Meditaciones del
Quijote (1914). El objetivismo inicial, por tanto, se matiza y
corrige a partir de esta fecha con el par de
conceptos Yo-Circunstancia y, sobre todo, con el concepto de «perspectivismo»,
introducido a partir de 1913 y formulado explícitamente en el
ilustrativo título de una de sus publicaciones más emblemáticas: El
Espectador. (Perspectivismo no muy alejado de algunas categorías tomadas de
la biología, en particular las desarrolladas por el biólogo Jacob
von Uexkül, como puede apreciarse en muchas de sus formulaciones:
«Cada individuo –persona, pueblo, época– es un órgano insustituible para
la conquista de la verdad».) El par de conceptos Yo-Circunstancia
se convierten en El tema de nuestro tiempo (1923) en
los de Relativismo(Vida)/Racionalismo o en los de Cultura (vida espiritual)/Vida
(vida biológica, vida espontánea), cuya oposición pretende soslayarse introduciendo la
consabida yuxtaposición de conceptos con la que define su propia
filosofía: el racio-vitalismo. Racio-vitalismo con perspectivismo al fondo, podríamos decir:
«ni el absolutismo racionalista –que salva la razón y nulifica
la vida– ni el relativismo, que salva la vida evaporando
la razón». «No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad
sin vitalidad». Sin embargo, esta yuxtaposición acabará siendo reabsorbida en
la «vida biológica», cuando ésta adquiere el valor de vida
por antonomasia («las actividades espirituales –advierte Ortega– son también primariamente
vida espontánea. El concepto puro de la ciencia nace como
una emanación espontánea del sujeto, lo mismo que la lágrima»).
Y en eso precisamente consiste el Tema de nuestro tiempo:
«en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de
lo biológico, supeditarla a lo espontáneo». «La razón pura tiene
que ceder su imperio a la razón vital». Pero hay
un momento en el que Vida y Cultura aparecen plenamente
integrados (fusionados), a saber: el momento de la creación de
nuevos valores culturales; el momento de la cultura germinal (que
es momento de los genios que marcan el inicio las
nuevas épocas) frente a la cultura ya hecha (desvitalizada, esto
es, anquilosada, hieratizada). En este momento (el del cambio de
valores) es cuando la vida espontánea recupera su valor preeminente:
«Contra cultura, lealtad, espontaneidad, vitalidad» (fase contracultural en la concepción
orteguiana de la cultura que no supone una vuelta al
primitivismo).
En resolución: La doctrina de la razón vital es
la propuesta orteguiana para superar la oposición racionalismo/vitalismo, en un
doble sentido: en primer lugar, vitalizando a la razón, es
decir, insertándola en el contexto de la existencia humana, haciendo
de la racionalidad una respuesta a las necesidades vitales previas;
en segundo lugar, renegando del sustancialismo de la res cogitans.
Así proclamó Ortega su «cartesianismo de la vida» utilizando una
fórmula («pienso porque existo») que Unamuno ya había hecho suya
en Del sentimiento trágico de la vida, aunque éste prefiera,
no obstante, esta otra: «Siento, luego soy». Como consecuencia inmediata,
Ortega arroja por la ventana de la vida toda la
Ontología tradicional: Las Ideas de sustancia, esencia, existencia, ser, cuerpo,
alma, materia, forma, &c., resultan insuficientes, y proclama como fundamento
de la verdadera filosofía –la filosofía llamada, por tanto, a
inaugurar una nueva época– un principio dinámico: la vida entendida
como acontecer, como aquello que nos pasa («la vida no
tiene un ser fijo y dado de una vez para
siempre, sino que está pasando y aconteciendo»). Y esto tanto
vale para la vida biográfica (la vida como empresa, como
quehacer, la vida, en suma, como actividad proléptica), como para
la vida cultural (crisis y cambio de las épocas). Su
doctrina adquiere, de este modo, una coloración historicista presidida por
la teoría de las generaciones, que desarrolla en En torno
a Galileo (1933) sentando las bases de la razón histórica,
cuyos principios fundamentales se exponen en Historia como sistema (1935).
La razón histórica –término puesto en circulación por Dilthey y
que Windelband y Rickert recogen, respectivamente, en Historia y Ciencia
natural (1894) y Ciencia cultural y Ciencia natural (1899)– es
la razón vital puesta en movimiento, es decir, es la
alternativa metodológica ofrecida por Ortega para el análisis de la
vida tanto biográfica como histórica (análisis del cambio de categorías
culturales, lo que Ortega llama las creencias, en las grandes
épocas: Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Edad Moderna). Esta concepción puede
considerarse el resultado de la operación de integración de su
perspectivismo vital (antropológico, cultural) al ámbito de la realidad histórica,
a través de la definición del ser del hombre (de
su sustancia) como ser histórico; el ser del hombre es
innumerable y multiforme: en cada tiempo, en cada lugar, es
otro. ¿Y cuál es el ser principal de la existencia
humana –entiéndase de un hombre, de un pueblo o de
una época? El sistema de creencias en el que vive.
La metodología propuesta por Ortega consiste en desentrañar el sistema
de convicciones de una determinada época tratando de averiguar, en
primer término, la creencia fundamental, de la que se derivarían
todas las demás. ¿Pero cómo se averigua el sistema de
creencias de una época? Utilizando el método comparativo, esto es,
comparando unas épocas con otras.
En este contexto, Ortega proclamará
el inicio de un nuevo tiempo, la «aurora de la
razón histórica», firmemente convencido de que la cultura moderna (cartesiana)
había llegado a su fin: «El hombre, no tiene naturaleza,
lo que tiene es historia; porque historia es el modo
de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente, movilidad
y cambio. Y por eso no es la razón pura,
eleática y naturalista, quien podrá jamás entender al hombre. Por
eso, hasta ahora, el hombre ha sido un desconocido... ¡Ha
empezado la hora de las ciencias históricas! La razón pura
tiene que ser sustituida por la razón narrativa... Y esa
razón narrativa es la razón histórica». Pero, ¿cuál es el
síntoma en el que funda esta proclamación? El siguiente: la
crisis de los fundamentos de las ciencias ejemplares (la crisis
de la razón teórica), a saber, la física, la lógica
y las matemáticas y la crisis de los fundamentos de
las ciencias prácticas (la razón práctica: moral, derecho, política, costumbres...).
En suma: la crisis de la fe propia de la
Edad Moderna; la crisis de la razón pura y de
sus temas fundamentales: Verdad, Conocimiento y Ser. Y ahora preguntamos
nosotros: ¿Qué queda de este anuncio, al margen del propio
anuncio?
Postmodernidad y cristianismo |
La caída de la Razón y de sus grandes mitos, en el movimiento postmodernista, se suma a la labor del cristianismo |
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Los contornos del postmodernismo se desdibujan fácilmente sobre la pantalla
de la cultura actual. El torrente cultural desborda todo límite
y ribera, y fluye sin diques ni espigones por la
llanura de la mentalidad común, al socaire de pensadores y
"opinionmakers" de la ambigüa sociedad en que vivimos. Capaz de
increíbles metamorfosis, el postmodernismo se adapta al relieve por donde
pasa y adopta su fisonomía y sus accidentes. Convierte en
postmoderno todo lo que toca, metamorfosea la superficie de las
cosas sin transustanciarlas ni hacerlas fecundas. Convive alegremente con otros
ismos de talante bastante parecido: postindustrialismo, postcristianismo, postmarxismo, postracionalismo....... Es
como una anguila del pensamiento que, cuando crees tenerla bien
cogida, en un instante se te escurre de las manos.
Cuando la vuelves a encontrar, pasado un tiempo, cuesta reconocerla
por ciertas mutaciones que ha sufrido.
En este ensayo pretendo dos cosas: mostrar,
primeramente, cómo el postmodernismo, al descalificar los ´éxitos´ y los
dogmas de la modernidad, desbroza el camino a lo religioso
y a lo sagrado; en un segundo punto, a partir
de la ambigüedad de los signos, que en cierta manera,
aunque malamente, lo definen, intentar descubrir las posibilidades de lectura
cristiana de los mismos. Ulteriores aspectos de la relación entre
postmodernismo y cristianismo, merecedores de atenta consideración, quedan a la
espera de un próximo futuro.
De la crítica a la modernidad,
una vía de salvación
Los estudiosos no se ponen de acuerdo
sobre si el postmodernismo ha guillotinado la modernidad o es
más bien su última y más bella figura. Sin entrar
en discusión, asumo la coexistencia de ambas posturas, aunque la
primera resulta a ojos vistas con apoyaturas más evidentes. No
sin razón se habla de crisis de la modernidad occidental,
pero la crisis puede ser pensada como crisis de desarrollo
o de muerte por agotamiento. ¿Qué es lo que ha
entrado en crisis? Por un lado, el cuadro tradicional de
la vida en la sociedad, junto con los instrumentos de
análisis con los que el hombre resolvía los problemas que
se le presentaban, y por otro, los grandes ´dogmas´ de
la modernidad, originaria y abiertamente opuestos y contrapuestos, en la
historia, a los dogmas del cristianismo. Porque con la modernidad
no murió ni la religión ni la fe, sólo abandonaron
el Regnum Dei para acampar en el Regnum hominis.
Cambio en
los puntos de referencia
Según Joblin, en el pasado tres eran
los puntos de referencia del hombre en el mundo que,
a la vez que limitaban su poder, daban cierta seguridad
a su vida: El cuadro espaciotemporal de límites precisos, en
que se desenvolvía su existencia; la sacralidad de la vida
en cuanto fuera del alcance del hombre; la institución familiar
como célula natural, base necesaria de toda sociedad y custodia
de la vida. Los descubrimientos científicos, sobre todo los habidos
desde mediados de nuestro siglo, han descompuesto el cuadro de
referencia, creando en el hombre confusión y desconcierto.
En relación
al espacio y al tiempo, se descubre que el espacio
es ´infinito´ y puede explorarse, y que el mundo cuenta
en su haber con millones de años. La antigua convicción
cede ante la nueva de que "exista o no el
hombre, todo funciona" y de que éste tiene el derecho
de explorar sin ningún a priori cultural o religioso las
fuerzas que lo circundan y que gobiernan el universo.
En cuanto a la vida, se desvelan paso a paso
las leyes biológicas, con la esperanza de llegar algún día
a dominar totalmente sus mismas fuentes. En la familia, el
fragmentarismo tiende a imponerse, desligando sexualidad, familia e infancia en
la sociedad del futuro. Se habla de familia monoparental o
de pareja monosexual, porque prima la libre elección de los
individuos, y el fragmento sobre el todo de la existencia.
La
crisis provocada por la pérdida de referente sería, en este
caso, crisis de crecimiento de la modernidad en espera de
lograr su plena madurez. El progreso de la ciencia, el
poder y dominio sobre la naturaleza, la libertad encuentran exploraciones
nuevas con posibilidades inimaginables en el futuro. La modernidad dio
el paso del Regnum Dei al Regnum hominis; la tardomodernidad,
como se usa decir, está haciendo los primeros intentos para
saltar del Regnum hominis al Regnum mundi. La ambigüedad del
paso reside en que tal exploración puede convertirse en bien
del hombre o puede ser el inicio de su ruina
y de una catástrofe general. Da la impresión de que
el hombre, con su ciencia y su libertad al hombro,
es un malabarista que cruza sobre una cuerda de un
rascacielo a otro, a 140 metros de altura. Estas "peligrosas"
piruetas de la tardomodernidad, a primera vista desprecian la fe
y la moral religiosas como opuestas al progreso y a
la libertad. En última instancia replantean la urgencia del Regnum
Dei, porque sin Dios como referente el hombre mismo se
desvanece y sucumbe. Si se quiere ´salvar´ al hombre, habrá
primero que ´salvar´ a Dios. ¡A no ser que un
nihilismo absoluto y destructor invada la faz de la tierra!
¿Cómo ve todo este asunto la corriente postmoderna? No parece
interesarse mucho por ´cómo va el cielo´, sino más bien
sobre cómo está la tierra. Tampoco parece mostrar interés por
el ´Proyecto Genoma Humano´, mientras que su intención es lograr
que el hombre concreto se divierta y sea feliz en
el instante fugaz. Prefiere un ´pedacito´ de felicidad ahora,
a una felicidad más plena, pero futura. Se ha dicho
que el postmoderno es individualista e insolidario, pero quizá habría
que decir que ha cambiado el objeto de su solidaridad
del macro al microgrupo y del hombre a la naturaleza
y al cosmos. La crisis de crecimiento de la tardomodernidad,
si de esto se trata, le importa un bledo al
hombre postmoderno, que busca satisfactores inmediatos y siente un rechazo
visceral por los grandes proyectos en vistas al futuro. Desde
esta perspectiva, quizá se pueda hablar del postmodernismo como un
aliado del creyente para quien el futuro ya está presente
en el hoy de la historia, para quien el fragmento
no es despreciable en la recomposición del mosaico cristiano, y
para quien el progreso indefinido está pidiendo a gritos diques
éticos a la ´omnipotencia´ del hombre contra sí mismo.
Los grandes
´dogmas´ de la modernidad
Simplificando realidades en sí bastante complejas, presentaré
unos cuantos ´dogmas´ de la modernidad, socavados y demolidos por
la piqueta del postmodernismo. Advierto que tales ´dogmas´ sobreviven en
otras corrientes de pensamiento que se codean con el postmodernismo.
Sin embargo, la ´infalibilidad´ de estos ´dogmas´ modernos se está
volviendo falible, incluso para sus mismos secuaces.
1. El primado
del hombre:
La modernidad efectuó un giro copernicano al pasar de
la visión teocéntrica, propia de la cultura medieval, a la
antropocéntrica. Al centro de todo, el hombre, autosuficiente, creador de
sí mismo y del futuro, cuyo destino no trasciende el
horizonte de la historia ni de la sociedad política y
económica. La tierra es la residencia única del hombre y
la vida no es una peregrinación hacia Dios, sino un
aterrizaje sin retorno y una circunscripción a la aquendidad. Desaparece
el homo viator y emerge el homo oeconomicus, aherrojado a
la tierra y destinado a alimentar el polvo de los
siglos. Se apaga la moral ´política´ y se alumbra la
política sin moral, por obra y gracia de Maquiavelo. El
hombre, visto por L. Feuerbach, arrebata a Dios el título
de Ser Supremo, llegando así el ´antropoteísmo´. El humanismo trascendente
cede el paso al humanismo inmanentista de las grandes preguntas
kantianas: "¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?"
. Ruiz de la Peña habla de un "humanismo vibrante
y ardientemente militante: La esperanza en la historia descansa sobre
la fe en la humanidad. Una fe acreditada por las
conquistas logradas hasta ahora, que funcionan como credencial de las
que se alcanzarán en adelante".
El postmoderno halla muy deficiente
el modelo ´económico´ moderno, aunque el homo viator tampoco le
queda. Advierte que en siglos pasados se han realizado imponentes
estructuras económicas, técnicas y sociales, pero que el hombre sigue
siendo muy infeliz, en una tierra cada vez más devastada;
no niega que el hombre de hoy es más rico
e instruido, pero también más marginado y solitario; hay más
libertad y democracia, pero también más guerras destructoras, más estructuras
de muerte, más mentira, más injusticia. Aterrorizado por el primado
del hombre circula por la vida como un ciego sin
lazarillo, que espera en cualquier momento ser víctima de un
atropello y pasar de la vida sin sentido al sentido
de la nada. O, a lo más, a ser una
partícula perdida y anónima en el cosmos impersonal, infinito y
divino. ¿No está señalando todo esto que el hombre prometeico
moderno no puede ser el centro de la historia? ¿Que
hay que reafirmar de nuevo el primado de Dios, porque
la "muerte de Dios" trae consigo inexorablemente la muerte del
hombre? ¿Estamos los cristianos a la altura de las circunstancias
para que la nueva oportunidad del primado de Dios no
caiga en el vacío?
2. El primado de la Razón o
la revolución cultural
El hombre ocupa el centro del universo
y la Razón el centro del hombre. Con el Iluminismo
la Razón humana constituye la norma única y suprema de
la verdad y de la rectitud. No hay alternativa: o
se está con la Razón o se está contra ella.
Nada existe por encima de la Razón, y el misterio
es signo de ignorancia y oscurantismo. El tiempo, con el
progreso que comporta, se encargará de que la humanidad madura
se libre definitivamente del sarampión del misterio. Por tanto, todo,
hasta la misma religión, debe quedar dentro de los límites
de la pura Razón. El fundamento de la existencia y
de la moral no hay que buscarlo ni ´fuera´ ni
´arriba´, sino ´dentro´ de la misma Razón . Esta Razón
suprema ha alimentado las ideologías más diversas, desde el absolutismo
ilustrado hasta los totalitarismos de nuestra historia reciente.
Con el postmodernismo
llega a su cima el proceso secular de desconfianza en
la Razón, en el que han desempeñado el importante papel
de iniciadores hombres como Kierkegaard, Schleiermacher y Nietsche. Este último,
por ejemplo, afirma que "las verdades del hombre son los
irrefutables errores del hombre" y que "los valores supremos se
degradan. No existe el fin, ni la respuesta a la
pregunta sobre para qué...". La Razón yace destronada y
rota en el ángulo de los recuerdos, como un resto
arqueológico con el que ilustrar las ´imbecilidades´ del pasado. Las
certezas absolutas de la razón humana se han deshecho, como
un monumento de nieve, ante el calor de la evidencia
de las ´verdades relativas´ en el ámbito intrahistórico. Las grandes
ideologías totalitarias se han derrumbado como un castillo de naipes,
casi con un simple balanceo de la historia. Ha venido
a menos la bondad de la Razón que ha creado
los ´monstruos´ de las armas y de las guerras. Se
ha desmoronado la confianza iluminística en la capacidad de la
razón de eliminar el mal de la historia con la
ampliación de la cultura, en la suposición de que los
hombres eran malos por ser ignorantes; pues, en realidad, el
aumento de conocimientos ha traído consigo, aunque no sólo, el
aumento de los males del hombre.
La caída de la Razón
y de sus grandes ´mitos´, en el movimiento postmodernista, se
suma a la labor del cristianismo que luchó contra
tal endiosamiento, aunque no siempre quizá de la forma más
adecuada y pertinente. Al ceder, ante el peso de la
historia y de la nueva cultura postmoderna, las estructuras levantadas
por la Razón, aparece un vacío por llenar. Esta oquedad
no la llena el postmodernismo, porque carece de peso y
sustancia. En todo caso, la llenará de frivolidad e intrascendencia,
con lo que el vacío en lugar de disminuir aumentará.
La alianza parcial del postmodernismo con el cristianismo en la
demolición de la Razón, oferta a éste último la posibilidad
inestimable de que Alguien llame al corazón de los hombres
para llenar un vacío que jamás debería estar o haber
estado vacío.
3. Ciencia-Técnica-Progreso:
Esta ´tríada sagrada´ ha revelado al hombre su
poder indefinido y le ha producido las mayores satisfacciones en
su inmenso esfuerzo por hacer de sí mismo un ser
feliz intramundano. La Ciencia es poder. Poder de conocimiento del
universo, desde la partícula más ínfima a la mayor de
las galaxias, mediante complejas teorías matemáticas inteligibles sólo para los
´sumos sacerdotes´ de la Gran Diosa. Poder de manipulación sobre
la materia y sobre las fuentes de la vida, gracias
a la tecnología superavanzada, que cada día nos sorprende con
nuevas conquistas, hasta que se llegue a una era de
bienestar y felicidad, en que desaparezcan los males que todavía
afligen al mundo: Pobreza, enfermedad, ignorancia, opresión. Poder ilimitado
del Progreso, que la gente común formula en estos términos:
"No existe lo desconocido ni el misterio; es cuestión de
tiempo". De todo esto se deduce la absoluta confianza en
la "racionaldiad científica", verdadera ´cornucopia´ de la humanidad en la
era moderna. La modernidad es por esencia optimista, fundándose en
las inmensas posibilidades del progreso ofrecidas por la racionalidad científica.
Se sostiene como axiomas incontrovertibles primeramente que "sólo lo científico
es racional, pues sólo la ciencia produce verdad" y ,
en segundo lugar, que "la sola realidad genuina es la
realidad física y, por tanto, todo lo cognoscible puede y
debe ser explanado en términos de leyes físicas".
El hombre
postmoderno mira la ciencia y la técnica desde otro ángulo,
sin la euforia ´idealista´ del pasado, con la experiencia terrificante
de los últimos decenios. ¿No se está comenzando a convertir
el planeta tierra, en nombre de la ciencia, en un
gran ´basurero´, con consecuencias todavía imprevisibles? ¿No se corre el
riesgo, a impulsos de la técnica más sofisticada, de hacer
del hombre un robot computarizado y del robot computarizado un
ser humano? ¿Pueden recibir el nombre de progreso los campos
de concentración, las cámaras de gas, los ´gulags´ inhumanos, aunque
se hayan construido en beneficio de una raza o de
una ideología? El postmodernismo no pone en entredicho el progreso,
la técnica o la ciencia, que tantos bienes han aportado
al hombre, sino su endiosamiento y su carencia de sentido.
La verdadera cuestión es ésta: ¿qué es el progreso? ¿cuál
es el para qué y por qué de la ciencia
y de la técnica? A estos planteamientos el postmoderno responde
en una tesitura diferente a la cristiana, y el cristiano
no lo puede ignorar ni puede actuar como si tal
diferencia no existiera. Pero el hecho mismo de zapar el
carácter absoluto de la "tríada sagrada" es una rendija abierta
en la mentalidad al soplo del Espíritu. Por otra parte,
el postmodernismo está contribuyendo a trasvasar tales conceptos del nivel
"puramente científico", para resituarlos en el nivel ético y espiritual.
4. Libertad-Democracia:
¡Dos grandes conquistas de la modernidad! No que en
tantos siglos pasados jamás hubiese habido democracia o libertad, mas
no habían sido utilizadas programáticamente en banderías políticas o socioeconómicas.
Al grito de "¡Libertad, fraternidad, igualdad!", a finales del siglo
XVIII, se armó la revolución francesa, y todas las revoluciones
posteriores hasta el presente han gritado el mismo eslogan, con
el deseo de aterrizar definitivamente en el anhelado país de
la utopía. Después de dos siglos de revolución moderna, ese
país soñado todavía no se divisa en el horizonte; más
bien parece que se aleja. ¿No ha desenmascarado el postmodernismo
el nominalismo puro y duro de tales términos, símbolo enhiesto
de un mundo mejor? En lugar de utópicas, ¿no se
han reducido a simples palabras tópicas?
Mi propósito no es denigrar
la modernidad, como tampoco ensalzarla. Como observador, veo desde la
barrera los toros de la libertad y la democracia y
los toreros ´modernos´ con sus cuadrillas al quite con ellos.
Hay toreros del pasado que han hecho faenas brillantes y
han sido galardonados por sus contemporáneos con ´orejas y rabo´;
hoy, sin embargo, han quedado ´desfasados´, se les ha tirado
del pedestal de la historia y sirven a lo más
de cascajo para las nuevas construcciones. ¿No es éste el
destino de todas las ideologías y de todos los mitos,
incluidos el de la libertad y la democracia?
El mundo
es más libre, más tolerante. Admitámoslo. El mundo está en
posibilidades reales de librarse de la esclavitud del hambre y
de la ignorancia. Se han generalizado libertades fundamentales como la
libertad política, cultural, económica, religiosa. En cierta manera, el hombre
se está liberando de los límites del espacio y del
tiempo. La mentalidad común es más tolerante para quienes piensan
de distinta manera o pertenecen a otro país o a
otra raza. Todo esto hay que ponerlo en el haber
de la modernidad.
El postmodernismo no niega estos resultados, pero
tampoco se deja encantar por las sirenas. La libertad y
la democracia, ¿no están preñadas de ambigüedad? ¿Es más libre
una sociedad en que el imperialismo de los ´mass-media´ no
ha ahorrado ningún rincón del planeta? ¿Es más democrática una
sociedad en que la corrupción, en beneficio de unos cuantos
y en perjuicio de la mayoría, campa por sus fueros?
¿Es más libre una sociedad en la que el Estado
se siente casi impotente ante el crimen, dejando desprotegida a
una buena parte de los ciudadanos? ¿Es más libre una
sociedad en que unos se hacen más ricos y la
grande mayoría más pobre? ¿Es más democrático un mundo en
que las superpotencias se imponen o condicionan, en fuerza de
intereses geopolíticos o económicos, a las demás naciones? ¿Es más
democrático un país en el que los votos de los
ciudadanos son ´comprados´? ¿Es más libre y democrática una sociedad
en que la privacy y la intimidad de las personas
es fácilmente violada y ´vendida´? ¿Es más libre y democrática
una sociedad en que la libertad se convierte en libertinaje
y la tolerancia en indiferencia? ¿No habrá que pensar con
los postmodernos que hoy por hoy términos sacros como libertad
y democracia están vacíos y son insignificantes? La pérdida del
sentido y el nihilismo postmodernos, ¿no son una reacción, aunque
equivocada, ane una libertad prostituida y una democracia cada vez
más apariencial y de fachada? . Entre más se divinizan
los logros humanos, más fuerte es el descalabro que sufren
en la marcha de la historia y más evidentes sus
terribles manipulaciones. Los postmodernos no cuentan con una oferta a
la demanda de la sociedad, pero poseen un fascinante poder
de demolición de las grandes divinidades modernas.
Se ha de conceder
que el postmodernismo no ha nacido cristiano, como tampoco ateo.
Es innegable, sin embargo, que, al destruir ciertos ídolos de
la modernidad, ha removido o hasta eliminado, sin pretenderlo, algunos
obstáculos a la fe y a la existencia cristianas, y
ha posibilitado una nueva vía de acceso y de diálogo,
no fácil ni exenta de peligros, entre cristianismo y sociedad.
El postmodernista, en cuanto tal, no es cristiano, pero puede
llegar a serlo. ¿No es ésta una de las tareas
más urgentes de los cristianos?
Lectura cristiana de los rasgos postmodernos
No
es mi intención caracterizar lo hasta ahora incaracterizable. Se requiere
tiempo para que los rasgos postmodernos adquieran perfil y figura.
En este ensayo me limito a establecer cinco relaciones de
la razón, observando los aspectos positivos y negativos con que
el postmoderno considera tales relaciones. Luego, intentaré una lectura cristiana
elemental de los aspectos positivos . Es necesario también leer
cristianamente los aspectos negativos mediante una justa y acertada corrección
de los mismos. Queda como tarea pendiente.
Algunos rasgos postmodernos
La
primera relación es entre razón y voluntad. En esta bipolaridad
el postmoderno valora el amor y la dimensión afectiva-sensible del
ser humano; presta mucha atención a la dimensión ´pequeña´, intrahistórica
de la existencia personal e irrepetible; le importa más el
fragmento con su peculiaridad que el todo, con su volumen
y grandiosidad. Negativamente se advierte una fuerte tendencia al irracionalismo
e instintivismo, un acentuado subjetivismo con sacrificio de la objetividad,
una marcada decadencia del heroísmo y de los nobles ideales.
En
la relación razón-filosofía se perciben como positivos el abandono de
la certeza absoluta, que se funda en la ideología o
en la verdad científica, el valor dado al diálogo y
al consenso, la urgencia sentida de una filosofía más ´popular´
y cercana a la gente común, una filosofía más para
andar por casa. Desde un punto de vista negativo, el
postmoderno sufre filosóficamente de relativismo intelectual, de ´democratismo´ epistemológico y
de abandono de los grandes y eternos temas del pensamiento.
Dionisos amaestra en la academia postmoderna.
Pasando a la relación razón-religión,
se advierte esperanzadamente una apertura y revival del valor religioso,
un amplio sentido del respeto y de la tolerancia, un
pluralismo enriquecedor y generalizado. Entre las notas negativas cabe indicar
el eclecticismo religioso, en una suerte de "melting pot", en
busca del placer religioso o estético; y un nihilismo escatológico,
ya que el futuro ha perdido consistencia y sustancia generadora
y vital.
Considero positivos, al relacionar la razón con la
sociedad, la afirmación de la centralidad del individuo, el sentido
intenso de la diferencia, el valor dado al microgrupo en
general, la fuerza de la imagen (homo mediaticus) y consiguientemente
la valoración de los símbolos en la comunicación social. En
el lado negativo encontramos aspectos como un exacerbado individualismo insolidario,
el racismo creciente y poliédrico, el pasivismo intelectual ante los
retos sociales del mundo presente.
Finalmente, si pensamos en la relación
razón-tiempo, advertimos el valor que se concede al hoy, al
presente; advertimos también el ansia de felicidad con que se
vive, y el deseo de exprimir al máximo el tiempo
que con tanta rapidez se escapa de las manos. Entre
los puntos negativos, cabe mencionar la enorme voluntad de placer,
el consumismo tan ampliamente extendido, y el no pequeño peligro
de perder el sentido ético de la existencia.
Lectura cristiana
de los rasgos postmodernos
1. Una lectura que no sea parcial
La
lectura cristiana de los rasgos postmodernos no puede ser parcial.
Ha de tener en cuenta los aspectos negativos para corregirlos
y los positivos para aprovecharlos en la realización de la
vocación y misión cristianas en el mundo. A mi parecer,
no está libre de lectura parcial, unidimensional, un editorial de
la Civiltà Cattolica , cuando subraya algunos caracteres de la
fe cristiana en contraste con el espíritu postmoderno. Escribe el
editorial de la revista:
1. "La fe cristiana, fundada en la
revelación de Dios en la persona y obra de Jesucristo,
tiene el carácter de certeza absoluta. El espíritu postmoderno es
radicalmente escéptico y poco dispuesto a aceptar que la fe
cristiana pretenda tener una certeza absoluta".
Esta afirmación es verdadera,
pero no deja de ser igualmente verdad que la comprensión
y la formulación de las certezas absolutas están en estrecha
relación con la historia y con la cultura, y, por
tanto, sometidas a cierta relatividad. Como cristianos hemos de valorar
las certezas absolutas, y a la vez la relatividad de
su expresión, abierta siempre a mejoras y perfeccionamientos. Esta relatividad
´histórica´ dará al cristianismo más credibilidad en el núcleo absoluto
de sus certezas y le librará del peligro, no raramente
en acecho, de absolutizar lo relativo.
2. "La fe cristiana es
objetiva, en cuanto fundada sobre la revelación de Dios, y
en cuanto que la salvación que trae consigo no es
obra humana sino obra de Dios realizada por medio de
Jesucristo. Esto está en contraste con el subjetivismo propio del
espíritu postmoderno y con la libertad absoluta propugnada por él".
No podemos poner en duda la objetividad de la fe
cristiana, la fides quae de los antiguos manuales. Pero, ¿no
es la fe igualmente subjetiva y personal? ¿No es la
fides qua del mismo rango y categoría que la fides
quae, aunque de diversa índole, en la visión global de
la fe cristiana? ¿No deben ambos aspectos entrecruzarse y mutuamente
influirse y completarse en el pensamiento y en la existencia
cristianas? La subjetividad de la fe tiene iguales derechos que
la objetividad en una auténtica concepción de la fe de
la Iglesia. Es legítima la acentuación de una o de
otra, pero no la separación y mucho menos la absorción
de una por otra.
3. "La fe cristiana es global, en
cuanto presenta un conjunto orgánico de verdades doctrinales, de comportamientos
morales y de prácticas religiosas, que forman un único indivisible.
El espíritu postmoderno desconfía de los sistemas globales y tiende
al sincretismo religioso".
De ningún modo es posible negar el
carácter global y orgánico de la fe y de la
moral católicas. Ahora bien, dentro de esta concepción orgánica y
global, ¿no se acentúan acaso unas verdades sobre otras, de
modo legítimo, en razón de las circunstancias históricas y, en
sí mismas parciales? ¿No está el patrimonio cristiano en un
permanente proceso de adaptación e integración de aspectos parciales nuevos
o revalorizados? La visión orgánica y global, ¿elimina por sí
misma el ímpetu vital de ciertos aspectos parciales de la
fe y de la vida cristianas? El equilibrio entre el
carácter orgánico de la fe y la moral por un
lado y la profunda experiencia religiosa, por otro, de ciertos
aspectos parciales en el pueblo de Dios debe caracterizar el
modo de vivir cristianamente en nuestro tiempo.
4. "La fe
cristiana es razonable, en cuanto tiene motivos racionales para ser
libremente acogida, busca el auxilio de la razón para ser
aceptada por el hombre, no se pone en contra de
la razón sino sobre la razón. En el espíritu postmoderno
hay escasa confianza en la razón y en su capacidad
de llegar a la verdad".
Siendo como es razonable, la
fe cristiana no deja de ser también cordial y afectiva;
se expresa en toda la persona y con toda la
persona. Es todo el hombre quien vive y expresa la
fe, no sólo el ens rationale. ¿No será el corazón
un camino del hombre actual para llegar a la verdad
y dejarse conquistar por ella, al presentarle un rostro más
amable y bello? Los caminos de Dios en la manifestación
al hombre son numerosos y no hay que excluir ninguno.
5.
"La fe cristiana es eclesial y comunitaria, en cuanto fe
de la Iglesia y vivida en la Iglesia. El espíritu
postmoderno privilegia el individualismo y la elección libre y la
espontaneidad en las agregaciones religiosas".
La fe cristiana no deja
tampoco de ser individual. Es el individuo el que cree
en la Iglesia y con la Iglesia; es el individuo
el que se salva en la Iglesia y con la
Iglesia. Por otra parte, respetando las normas litúrgicas y disciplinares,
¿no se considera muy positiva, en la Iglesia de hoy,
la espontaneidad de la fe confesada, celebrada, vivida y orada?
Los pequeños grupos existentes en la Iglesia, con los lazos
intensos y espontáneos que crean, ¿no están siendo un medio
del Espíritu para la vitalidad de la Iglesia y para
la nueva evangelización?
2. Una lectura desde los valores
En orden a
una visión cristiana del postmodernismo, no basta señalar los elementos
no cristianos o incluso acristianos de este movimiento cultural. Tampoco
es suficiente quedarse en la ambigüedad de muchos de sus
rasgos, incluso cuando se destaca su positividad. Habrá que contemplar
además, desde el cristianismo, los valores que dicho movimiento comporta.
Recordemos
cosas sencillas, de todos conocidas. El Dios cristiano no se
define por la Razón, sino por el Amor: "Dios es
Amor". La afectividad, incluida su dimensión sensible, es una componente
imprescindible de la visión cristiana del hombre. Jesús vivió 30
años la intrahistoria de un pequeño pueblo de la Galilea,
sin contar para nada en las grandes gestas de la
historia universal. No olvidemos que Jesús se dedicó a socavar
ciertas verdades ´absolutas´ de los escribas y fariseos para que
brillara el carácter absoluto único de Dios y de su
Mesías. Jesús en su predicación y actuación se mostró respetuoso
y tolerante con sus interlocutores, apelando a su libertad y
responsabilidad, sin que esto fuera óbice, en alguna ocasión, para
expresiones audaces y vehementes. La Iglesia desde el primer siglo
aceptó la presentación ´pluralista´ de la persona de Jesús en
cuatro evangelios, o quizá mejor en un Evangelio ´cuadriforme´. Junto
al universalismo de la salvación: "Dios quiere que todos se
salven", nunca ha cesado la Iglesia de afirmar el individualismo
de la misma: "Me amó y se entregó por mí".
Si bien la Iglesia es católica y debe llegar a
todos los rincones de la tierra, no sólo en los
inicios sino también a lo largo de estos veinte siglos
ha valorizado el microgrupo: iglesias domésticas, cenobios, conventos, parroquias, movimientos,
comunidades de base...y consiguientemente las relaciones interpersonales intensas. La valoración
del "hoy" aparece con frecuencia en la Biblia, con matices
de presencia y de actualización. El ansia de felicidad no
sólo pertenece a la naturaleza humana, sino que es profundamente
cristiana y sobrepasa las fronteras del tiempo. San Pablo nos
exhorta a redimir el tiempo porque es breve y, por
tanto, a aprovecharlo con ahínco y avaricia. La Sagrada Escritura
es una galería de imágenes y símbolos que forman parte
de nuestra cultura y de nuestra fe, y que poseen
una riqueza doctrinal extraordinaria. El sentido de la diferencia, para
definir la propia identidad, es fuertemente señalado por el cristianismo:
"estáis en el mundo, pero no sois del mundo"; "el
que no está conmigo, está contra mí"; "no seáis como
los gentiles..."; "¡cuidado con los falsos profetas!"...
Los valores son valores,
aunque se puedan ´desvalorizar´ por el modo como se usan
o por conjugarlos con extremismos que los convierten en moneda
sin valor. El postmodernismo tiene sus valores, que son por
igual valores entrañablemente cristianos. Algunos o muchos de estos valores
son mal utilizados por los postmodernos. La cuestión no está
en negar los valores, que sería reprobable y perjudicial para
el cristianismo (la modernidad con sus valores y la postura
cristiana ante ellos durante mucho tiempo deben alertarnos y hacernos
aprender la lección), sino en ingeniárselas para que sean utilizados
de un modo que beneficie al hombre y que configure
la vivencia concreta de la fe y de la moral
cristianas en un postmodernismo invasor.
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Pensamiento filosófico |
Filosofía moderna de Fernando Gónzalez. |
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El mundo de Sofía |
Comentario sobre El mundo de Sofía, novela sobre la historia de la filosofía. |
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El mundo de Sofía |
Jostein Gaarder (nacido en Oslo en 1952), además de docente
de historia de la filosofía durante once años, se ha
distinguido como escritor fecundo de literatura juvenil. El mundo de
Sofía reune las dos vertientes de su autor. El éxito
de esta novela sobre la historia de la filosofía (una
materia en sí difícil, aunque siempre apasionante) muestra que es
posible llevar al campo de la divulgación lo que es
propio de una ciencia más rigurosa.
El sentido de la obra,
que se descubre desde las primeras páginas, se hace manifiesto
al final. Albert Moller, mayor del contingente noruego de la
ONU en el Líbano, quiso comprar un libro de filosofía
para su hija Hilde, pero, al no encontrar nada adaptado
a los jóvenes, “escribió” El mundo de Sofía, para cubrir
el vacío que había encontrado en el mercado (p. 633).
¿Cómo está construida esta novela, que está teniendo un enorme
éxito en los distintos países de Europa, y que ya
ha sido traducida a más de 15 lenguas?
Sofía Amundsen llega
a su casa, y encuentra un sobre blanco, sin sellos,
con una única pregunta “¿Quién eres?” (p. 2). Luego, un
segundo sobre la sobresalta, y la coloca ante un nuevo
interrogante: “¿De dónde viene el mundo?” (p. 6). El corazón
de la joven, que pronto cumplirá los 15 años, inicia
así una serie de pensamientos y reflexiones que la abren
al pensar filosófico, precisamente desde el fenómeno de la pregunta
y la maravilla. Luego, una postal, dirigida a Hilde Moller
Knag, llega al buzón de Sofía, y la llena de
interrogantes. Sólo en el momento central de esta obra descubriremos
que El mundo de Sofía es un “libro” escrito por
Albert Moller para su hija Hilde (pp. 346-351), y que
los protagonistas de esta novela, Sofía y su maestro Albert
Knox, luchan por salir de la misma para poder entrar
en contacto con quien la escribe y quien la va
a leer el día de su cumpleaños...
Desde el marco de
esta trama, Gaarder (que se oculta bajo la figura de
Alberto Moller) da el salto que desea. Lo mejor para
iniciarse a la filosofía es conocer lo que han dicho
los filósofos, es decir, hacer una historia. El “curso” va
llegando a Sofía en amplios sobres amarillos, como pequeñas dosis
que despiertan el creciente interés de la joven, así como
su curiosidad por conocer quién es el que se los
hace llegar. Las dos primeras “lecciones” (pp. 13-16, 17-22) invitan
a superar el nivel de lo cotidiano para aventurarse en
aquellas preguntas más decisivas, que dan el inicio de la
aventura intelectual de los hombres que han llegado a ser
filósofos. Los latidos del corazón de Sofía, cada vez más
acelerados, reflejan su “sintonía” con el misterioso curso que está
recibiendo, y que no es comprendido por su madre, con
la que inicia una sórdida batalla de reproches recíprocos.
A partir
de la p. 25 se suceden las distintas “escuelas” que
han dado vida a toda la tradición filosófica occidental. Su
presentación no es la propia de un “manual” frío. Gaarder
intenta penetrar en cada pensador (con una cierta competencia en
la materia, aunque con algunos errores propios de quien quiere
hacer divulgativo lo que es objeto de estudio por parte
de cada especialista) y hacerlo cercano y asequible a Sofía,
a sus problemas, al mundo de su experiencia cotidiana. El
mito, el inicio de la filosofía con las distintas escuelas
presocráticas (aunque no todas, pues la escuela pitagórica no es
tratada en absoluto, lo cual constituye una deficiencia importante del
libro), Sócrates, Platón y Aristóteles, las escuelas del helenismo y
del imperio romano, reciben una amplia y atractiva presentación. Quizá
el logro pedagógico mayor de esta primera parte del libro
(pp. 25-170) sea el ir introduciendo a cada autor o
corriente con una serie de preguntas que llegan a Sofía
en un pequeño sobre. Por ejemplo, antes de que le
llegue la explicación de Aristóteles, Sofía debe afrontar su “tarea”,
que consiste en contestar a las siguientes cuestiones: ¿Qué fue primero?
¿La gallina o la idea de gallina? ¿Nace el ser
humano ya con alguna idea? ¿Cuál es la diferencia entre
una planta, un animal y un ser humano? ¿Por qué
llueve? ¿Qué hace falta para que un ser humano viva
feliz? (p. 119).
Como pórtico a la Edad Media, Gaarder introduce
una presentación del cristianismo, desde el contraste entre el mundo
grecorromano y la religión judía (pp. 181-200). A pesar de
la corrección general con la que se trata la fe
cristiana y el personaje Jesús, alguna afirmación muestra escasa competencia
en temas fundamentales, como el de la inmortalidad del alma
(según Gaarder, en el cristianismo ni siquiera el alma humana
es inmortal, p. 195, lo cual contradice toda la tradición
de casi dos mil años de reflexión teológica y filosófica
en el ámbito cristiano), y una difusa idea de que
conviene separar al Jesús histórico del Jesús en el que
creen los cristianos (p. 77). Tal exposición, en general, parece
omitir completamente temas como el de la fe y la
gracia, que resultan fundamentales para comprender el cristianismo. De todos
modos, Gaarder es consciente de que el tema no puede
quedar suficientemente aclarado en el ámbito filosófico, por lo que
el maestro de filosofía recuerda a su alumna que debe
ser su profesor de religión quien profundice en estos temas
(p. 194).
La Edad Media (10 siglos) ocupa sólo las pp.
205-228. En esto Gaarder no escapa al error de tantos
históricos que no prestan la atención debida a las contribuciones
filosóficas de este periodo, a pesar de los esfuerzos de
pensadores como Gilson por dar a entender la importancia del
pensamiento medieval. Pero, a pesar de la brevedad, la novela
respira cierto respeto a esta época, que es expuesta no
ya por medio de cartas, sino en el diálogo directo
entre Sofía y su misterioso maestro, Alberto Knox. La explicación
de la doctrina agustiniana sobre la predestinación (pp. 216-218) deja
que desear, por carecer de la necesaria contextualización polémica en
la que se origina. Santo Tomás es visto con respeto,
aunque su antropología queda caricaturizada por la idea que tenía
de la mujer, lo que muestra escasa competencia en el
estudio de la filosofía tomista sobre el hombre. Se podría
justificar la total ausencia de una presentación de Buenaventura, Duns
Scoto o Ramón Llull por razones de brevedad. Pero el
que no se dedique ninguna línea a Guillermo de Ockham,
que influyó decisivamente en la mentalidad de los siglos XIV
y XV (y, de modo más o menos directo, en
Lutero y en la Reforma) sólo puede quedar explicado por
una muy pobre visión científica de la evolución del pensamiento
en este periodo de la historia occidental.
Tras una atractiva presentación
del Renacimiento y de la nueva ciencia (pp. 239-261), se
inicia la exposición de la Edad Moderna (pp. 274-409), en
la que se intenta llegar al fondo del pensamiento de
cada autor, dentro de un gran respeto general por sus
distintas concepciones. Quizá extraña el papel central que se da
a Berkeley en la novela, y que sirve para desvelar
el misterio de El mundo de Sofía: sólo después de
la tensión dramática que rodea la presentación de este autor,
Gaarder “encierra su novela” en el regalo que hace Albert
Moller a su hija Hilde...
Con el Romanticismo se inicia la
exposición de los grandes pensadores alemanes (Fitche, Schelling, Hegel), así
como del principal antagonista de Hegel, el danés Kierkegaard, y
luego el pensamiento de Marx, Darwin y Freud. Todos ellos
cubren las pp. 418-549. Extraña el amplio espacio que se
da al padre de la teoría evolucionística, aunque la difusión
de la misma, en su forma neodarwinista, quizá da pie
para ello. Sin embargo, en estos momentos de la exposición
aparecen afirmaciones siniestras (es Sofía quien lo nota y levanta
su voz de protesta) que abren un espacio a las
ideas eugenésicas, camufladas bajo la expresión “higiene de la herencia”
(p. 517). Gaarder debería recordar que sus páginas influirán en
los lectores, como dejaron una huella en su personaje Sofía
y su extraña interpretación (muy poco bíblica) de la Torre
de Babel en un examen de su colegio (p. 151),
y que de ello tiene una responsabilidad no pequeña.
Del todo
insatisfactoria resulta la ilustración del siglo XX (pp. 559-580). Gaarder
se limita a una presentación (que privilegia sólo los puntos
positivos) de Sartre; a dos ideas sobre Simone de Beauvoir;
y a algunas fenómenos “culturales” de nuestra época. Las demás
corrientes filosóficas son sólo nombradas (neotomismo, filosofía analítica, neormarxismo). Heidegger
sólo aparece en dos líneas (cuando resulta ser el autor
más estudiado del siglo XX, muy por encima de Sartre),
y Jaspers y Marcel (que tanto han contribuido en sus
reflexiones sobre el hombre y sus problemas más vitales y
concretos) parecen no haber existido. Las escuelas psicológicas que han
nacido después de Freud (autor al que El mundo de
Sofía valora enormemente) parecen no ser conocidas. Gaarder ofrece un
severo juicio sobre el New Age y sobre el resurgir
de grupos pseudoespirituales o místicos (pp. 574-580), dentro del marco
de la consigna general de la obra: hay que tener
los ojos bien abiertos y examinar con la razón todo
lo que vemos, lejos de cualquier dogmatismo (p. 580).
La novela
termina con la fiesta en el jardín de la casa
de Sofía. En ella los “protagonistas” de la historia de
la filosofía escrita por Albert Moller (es decir, Sofía Amundsen
y Alberto Knox) consiguen “escapar” de las manos del “Mayor”
y entrar en el reino de la fantasía, desde el
cual pueden llegar a tramar contacto con la hija de
Albert Moller, Hilde. Por desgracia, la escena de la fiesta
del jardín incluye una escena en la que dos amigos
de Sofía se entregan, como si se tratasen de animales,
a la relación sexual. Gaarder podría haberse ahorrado este elemento
“comercial” en su novela, que, sin necesidad de recurrir a
este “cliché” de ventas, conserva su atractivo y misterio. Si
la filosofía es la independencia que tanto defiende el libro,
¿por qué tuvo que ceder a la idea dominante en
algunos ambientes del salvajismo sexual?
Aunque ya hemos ido señalando algunos
puntos de reserva en distintos momentos de este análisis, conviene
ofrecer una valoración global. Creo que el objetivo fundamental de
la obra, iniciar al pensamiento filosófico a quien vive ajeno
al mismo (se trate de adolescentes o de personas en
edad adulta) es conseguido sólo en parte. Si bien es
cierto que se suscita la “maravilla” desde la cual nace
el filosofar, así como las preguntas que lo inician, la
obra, al limitarse a caminar sólo con la historia, no
llega a ofrecer un cuadro de referencias desde las cuales
poder enjuiciar la mayor o menor verdad de cada pensador.
El hecho de que Sofía (y Hilde, y el mismo
lector) vaya oscilando según la “música” que interpreta Gaarder con
la ayuda de las partituras de cada pensador, es la
simple consecuencia de este defecto de fondo. De una obra
como esta puede salir un maniático del orden (desde la
lógica de Aristóteles), un cristiano más o menos convencido (quizá,
en el fondo, sin la verdadera fe teologal, que está
a la base de nuestra religión), un moralista cerrado “a
la Kant”, un nuevo “Hitler” defensor de la eugenesia, o
un hombre que se sumerge, feliz y anonadado, en el
todo de un Yo superior (como le ocurre a Sofía
en las pp. 169-170 o en las pp. 457-458). Cada
uno podrá escoger, al final de la lectura, qué idea
de fondo le satisface más, y entonces no se habrá
conseguido el objetivo global de la obra: iniciar al pensamiento
filosófico, que es la búsqueda de la verdad.
Tampoco se aprecia
un “razonable” amor a la “razón”, en el sentido de
revelar los límites de la misma. El racionalista quiere justificarlo
todo, y queda desconcertado ante el misterio (que no queda
excluido en la obra, dicho sea en honor de la
verdad). La apertura a la revelación (algo que quiso probar
Blondel, otro gran ausente en el libro de Gaarder) no
es irracional, sino fruto del movimiento de la mente y
del corazón del hombre que parte de la filosofía y
llega, desde ella y más allá de ella, a la
religión.
Igualmente deja que desear la imagen fría y distanciada de
la madre de Sofía (una pobre mujer que no ha
llegado al estado filosófico y es así colocada como “enemiga”
del uso “adulto” de la razón), y el sabor “feminista”
(si es que la defensa de la mujer implica seguir
las ideas que propugnan ciertos grupos, no siempre con intenciones
leales) que se respira en toda la obra. Al hablar
de Aristóteles y su “desprecio” hacia la mujer, Alberto afirma
que ello “nos muestra dos cosas: en primer lugar que
Aristóteles seguramente no tuvo mucha experiencia práctica con mujeres ni
con niños. En segundo lugar muestra lo negativo que puede
resultar que los hombres hayan imperado siempre en la filosofía
y en las ciencias” (p. 142). Gaarder haría bien en
leer la Investigación sobre los animales para ver que Aristóteles
sí conocía “experimentalmente” mucho en lo que se refiere a
los sexos. Y es un error afirmar que resulte perjudicial
para la mujer el “dominio” masculino en el campo científico,
pues, como dice el mismo Gaarder en la p. 226,
los datos biológicos necesarios para superar ciertas ideas sobre la
reproducción que dominaban en la Antigüedad y en la Edad
media sólo se corrigieron a partir del siglo XIX (y,
precisamente, por científicos en su mayoría “varones”). Poner como ejemplo
de “filósofa” a Simone de Beauvoir no creo que honre
mucho a las mujeres, cuando podría haberse recordado a una
pensadora mucho más profunda y rica, como lo fue Edith
Stein...
Otro aspecto que conviene señalar es la visión de la
historia que va dibujando aquí y allá Gaarder. La frase
de Goethe que abre el libro (“El que no sabe
llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se
queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive
al día”) indica el deseo de conectar con la experiencia
humana global, para, desde ella, zambullirse en el filosofar. Pero
el hacerlo implica seleccionar, y toda selección es, en el
fondo, subjetiva. Si se habla del año 529 como el
momento en el que la Iglesia clausura la Academia y
pone una tapadera al pensamiento griego (p. 208: Gaarder hubiera
sido más “histórico” si hubiese señalado que tal cierre fue
obra de Justiniano y no “de la Iglesia”, y que
la Academia de Platón no existía, en su forma original,
desde el siglo I a.C.), o de la muerte de
Giordano Bruno como si se tratase del acto tonto de
un grupo de malos y antihumanistas (p. 245), no se
dice nada de las persecuciones contra los cristianos incluso por
parte de un emperador filósofo (Marco Aurelio), ni del asesinato
de Miguel Servet por parte de los calvinistas, por poner
otros datos de la historia. La ausencia explícita del tema
de las crueldades y locuras de nuestro siglo (las dos
guerras mundiales, las cientos de “pequeñas guerras”, las persecuciones sistemáticas
de grupos raciales o religiosos en nombre de las ideologías)
parece una extraña omisión que debería dar que pensar a
toda persona que no sea “un ignorante”, según el propósito
del libro. Y Gaarder seguro que lo tiene presente.
El mundo
de Sofía supone, para quienes se dedican a enseñar filosofía
a los jóvenes, un reto no pequeño. Desde ahora serán
muchos los lectores que habrán recibido una iniciación no despreciable
al pensamiento racional. Quizá no pocos habrán quedado con más
dudas que con respuestas. Y los más pedirán que la
filosofía sea explicada, de una vez por todas (como nos
lo ha recordado el recientemente desaparecido Popper, otro “desconocido” en
nuestra novela) desde la claridad y la cercanía de la
lengua corriente, y no desde una jerga que impide el
acceso a la misma. Gaarder, a pesar de sus defectos,
lo ha conseguido. Nos queda a los demás seguir, en
lo bueno, sus pasos.
Novela sobre la historia de la filosofía,
trad. de Kirski Baggethun y Asunción Lorenzo, Siruela, Madrid 1995,
9ª ed. (título original: Sofies verden, Oslo 1991), pp. 638
(en 2004 se llegó a la impresión n. 47).
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