El Pueblo elegido
Todas las
vocaciones individuales que narra la Biblia tienen lugar en el marco de
la elección del pueblo judío y la misión que este debe desempeñar en el
seno de la humanidad.
De hecho Dios
habla a su Pueblo como si se tratara de un único hombre, lo que hace
posible que las vocaciones singulares se vean reflejadas en esta
vocación comunitaria.
Esta vocación-elección colectiva presenta algunas características:
● Es un acto de misericordia y amor, que no es proporcionado a los méritos y cualidades de Israel.
● Por dirigirse a un único pueblo refleja la unicidad de Dios, expresa por tanto la fe monoteísta.
● Se concreta y expresa en la Alianza: Noé, Abraham, Moisés.
● Es un eco de la creación del mundo: si Yahvé puede llamar es porque el Creador. Esto lo subraya especialmente Isaías.
● Supone una invitación de vida más plena junto a Dios y en Dios.
Llamadas ejemplares
Como hemos dicho,
en el marco de esta elección comunitaria se inscriben las elecciones
singulares. Entre estas hay algunas que presentan un carácter
paradigmático, forman el prototipo de las que vendrán después, las
cuales contienen en distinta medida elementos de estas cuatro. Las
enunciamos poniendo entre paréntesis su rasgo distintivo:
● Adán (la
Creación).— En Adán, en efecto, queda claro el carácter específicamente
dialógico de la creación del hombre, que lo distingue de los animales y
plantas. Dios crea al hombre llamándolo personalmente. En esta
creación-vocación se inscribe toda relación con Dios, empezando por la
oración. La vida misma del hombre es fundamentalmente una respuesta a
Dios. En esta perspectiva toda vocación singular aparece como un
refrendo de la creación de esa persona y como una llamada a ser aquello
para lo que ha sido llamado: sé aquello para lo que has nacido, dice
Tolkien, o expresado con un aforismo clásico: sursum vocant illos initia
sua.
● Abraham (la
Promesa).— Aquí la vocación se manifiesta como voz, es decir, como
intervención concreta en el espacio y el tiempo. Su carácter inesperado,
imprevisible, sorprendente, es reflejo de la absoluta trascendencia e
iniciativa de Dios, y eco de la creación ex nihilo. En Abraham aparece
también la obediencia como la actitud adecuada por parte del hombre.
Responder a Dios es ante todo escucharlo a fondo (ob-audire). Su
resultado es una transformación de la persona expresada por el cambio de
nombre: Abram-Abraham.
● Moisés (la
Alianza).— En la teofanía de la zarza, y sobre todo en la revelación del
Nombre se pone de manifiesto que siempre que Dios llama al hombre, se
revela de algún modo, a Sí mismo. Llama para revelarse y llama
revelándose. En Moisés destaca la misión que lleva implícita la
vocación: guiar al Pueblo. Aunque es una vocación singular tiene una
proyección comunitaria, en otras palabras, está al servicio de la
Alianza. En este sentido hay dos textos clave que hay que poner en
relación, y que transcribo:
Éx 19, 5 s: Si de
veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza seréis mi propiedad
personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. y 1 Pe
2, 9: Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado
de las tinieblas a su admirable luz.
● David (la
unción).— La elección de David tuvo lugar, como es sabido, mediante la
unción por parte de Samuel. Teniendo en cuenta que ser Rey de Israel era
propio y exclusivo de Yahveh, este gesto indica que el hombre es
revestido de una majestad que proviene de Dios: Dios elige divinizando
al que elige, volcando sobre él su intimidad. Por otro lado en David la
vocación se plantea como introspección de Dios en el corazón del hombre,
como ahondamiento en su intimidad: Homines vident ea quae parent,
Dominus autem intuetur cor. Paralelamente la conciencia de vocación es
en David más viva que en los anteriores personajes, hasta el punto de
vivirla como fiesta y gozo; recordemos a este propósito el episodio de
la danza en el traslado del Arca (2 Samuel 6, 21).
La vocación de los profetas
La palabra
vocación casi nunca se aplica en la Biblia a jueces, reyes y sacerdotes
sino a profetas. La etimología de esta palabra castellana (de
pro-fateor) da una idea aproximada de lo que era un profeta del Antiguo
Testamento: portavoz, el que habla en-nombre-de, y también altavoz, el
instrumento que hace resonar públicamente una voz ajena, hasta el punto
de hacerse él mismo pronunciación viva de ella.
A diferencia de
los anteriores personajes, la vocación de los profetas se narra en
primera persona, con un fuerte carácter autobiográfico. Se diría que la
misma vida del profeta, con todo su dramatismo, es asumida por la
Palabra que debe anunciar.
Clave de la
vocación profética es, por tanto, la Palabra de Dios, lo que implica una
especial configuración con Cristo, el Verbo encarnado. Para ellos la
Palabra nunca es una mera información que deben transmitir, sino una
fuerza misteriosa que los envuelve y arrastra. No pierden por ello, sin
embargo, su libertad frente a ella, ni quedan convertidos en marionetas
de Dios. Al contrario, en algunos episodios aparecen como forcejeando
con la misión encomendada, por rebasar totalmente sus fuerzas:
Me has seducido,
Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la
irrisión cotidiana: todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para
clamar: «¡Atropello!», y para gritar: «¡Expolio!». La palabra de
Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: «No volveré a
recordarlo, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo
así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada
por ahogarlo, no podía. (Jer 20, 7-9)
Los Evangelios
En el Nuevo
Testamento la llamada de Dios cobra rostro y se hace visible, tiene un
Nombre y una historia humana: Cristo mismo es Dios que llama.
En Cristo las
diversas formas de vocación del Antiguo Testamento convergen y alcanzan
plenitud. Todo lo dicho sobre patriarcas y profetas se recapitula en su
“sígueme” a los apóstoles, pero también superado con algunos rasgos
inéditos:
● En el
Evangelio la vocación se configura como un encuentro humano, en el cual
los ingredientes propios de toda relación interpersonal adquieren
significado divino: los diversos escenarios y circunstancias, el
trabajo, la comida, el descanso, etc.
● De lo
anterior se deduce que la llamada de Cristo es vivida por el hombre como
una experiencia de amistad: admiración, entusiasmo, ternura, etc.
Reconocerse llamado equivale aquí a reconocerse querido personalmente.
● No es sólo
una llamada a algo sino a Alguien. Es más, la misión a que llama,
anunciar el Reino, es indisociable de la unión con su Persona: Et fecit
Duódecim, ut essent cum illo, et ut mítteret eos praedicare (Mt 3, 14).
Eso significa que el diálogo que Dios entabla con el hombre no sólo es
medio sino fin mismo de la llamada. En Cristo, Dios nos llama a su
amistad, a su intimidad. Podemos distinguir, por consiguiente, un doble
impulso en esta llamada, como el movimiento de sístole y diástole del
corazón: enviar a los apóstoles a todo el mundo significa, al mismo
tiempo, unirlos estrechamente a su Persona.
● La misión
recibida por los apóstoles participa de este dinamismo: nace de la
amistad de Cristo y tiende a ella. No consiste tanto en decir algo, como
ocurría con los profetas, sino llevar a Alguien. Recordemos la frase de
Felipe: ven y verás.
● El apóstol es
constituido como un alter-ego de Cristo, y en esa medida queda envuelto
de modo especial en el misterio trinitario: Como el Padre me envió así
os envío yo (Jn 20, 20). La misión del apóstol está en continuidad con
lo que la Teología llama misiones divinas: la del Hijo y el Espíritu.
● Esta
vocación-misión introduce al apóstol en el tiempo nuevo inaugurado por
Cristo, en el ya-pero-aún-no de la Iglesia. El apóstol por tanto, no
sólo anuncia el eón futuro, sino que lo anticipa en su vida: Pero no os
alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que
vuestros nombres están escritos en el Cielo (Lc 10, 20).
● Precisamente
por lo anterior, la vocación en el Nuevo Testamento posee una dimensión
festiva que no tiene el Antiguo (a pesar de lo dicho más arriba sobre
David). Seguir a Cristo es entrar en la fiesta de bodas del Hijo (Mt 22,
1) y ser por tanto Amigo del esposo (Mt 9, 15). Recordemos a este
propósito las bodas de Caná, milagro que marca el comienzo de los
primeros discípulos, y también el episodio de la vocación de Mateo,
seguido inmediatamente por una fiesta.
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