miércoles, 16 de mayo de 2012

La lectio divina como escuela de oración



La lectio divina como escuela de oración
en los Padres del desierto.
La Escritura, escuela de vida.
La vocación de Antonio, como ha sido descrita por Atanasio en su Vita Antonii, es muy conocida. Un día el joven Antonio, formado en una familia cristiana de la Iglesia de Alejandría (o en todo caso de la región de Alejandría), y que había escuchado leer las Escrituras desde su infancia, entra en la iglesia y se siente especialmente “tocado” por el pasaje evangélico que escucha leer: se trata del relato de la vocación del joven rico: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Tú ven y sígueme.” (Mt. 19, 21; Vit. Ant. 2)
Sin duda Antonio ha escuchado antes muchas veces este texto; pero este día el mensaje lo toca de lleno y él lo recibe como una llamada personal. Lo pone en práctica, pues, vende la propiedad familiar -bastante importante – y reparte a los pobres el resultado de la venta, reservando justamente lo que necesita para ocuparse de su joven hermana cuya responsabilidad le compete.
Un poco más tarde, entrando de nuevo en la iglesia, escucha otro texto del Evangelio que le impresiona tanto como el primero: “No os preocupéis por el mañana” (Mt. s, 34; Vit. Ant. 3). Este texto también lo alcanza en pleno corazón, como una llamada personal. Confía entonces su hermana a una comunidad de vírgenes, (tales comunidades existían desde hacía mucho tiempo), se desprende de todo lo que le queda y emprende la vida ascética cerca de su pueblo, haciéndose guiar por los ascetas de la región.
Este relato es una muestra elocuente del sentido que tenía la Escritura para los Padres del Desierto. Era desde el principio escuela de vida. Y porque era escuela de vida era igualmente escuela de oración entre hombres y mujeres que aspiraban a hacer de su vida una oración continua como pretende la Escritura.
Los Padres del Desierto deseaban vivir fielmente todos los preceptos de la Escritura. Y, en la Escritura, el único precepto concreto que encontraban sobre la frecuencia de la oración no era que se debía orar a tal o tal ora del día o de la noche, sino que era necesario orar sin cesar.
Atanasio escribe de Antonio: (Vit. Ant. 3): “Trabajaba con sus manos, pues había escuchado: El que no trabaja, que no coma (2 Tes. 3, 10). Con una parte de su ganancia compraba pan, y distribuía el resto entre los necesitados. Oraba continuamente, habiendo aprendido que es necesario orar sin cesar en la intimidad. Antonio estaba tan atento a la lectura que nada se le escapaba de las Escrituras, tanto que la memoria le hacía las veces de los libros”.
Se debe subrayar seguidamente en el texto de Atanasio, que la oración continua se acompaña de otras actividades, en particular del trabajo. He citado ese texto según la traducción de Benoit Lavaud, pero la traducción “estaba tan atento a la lectura que nada se le escapaba de Las Escrituras” es ambigua. Se puede entender fácilmente que quiere decir “estaba tan atento a hacer su lectura”… cuando el sentido del original griego es: “escuchaba la lectura con una atención tal…” como por su parte lo había entendido Evagrio en su traducción latina: “auditioni Scriptuarum ita studium commodabat…” (escuchaba las Escrituras con un cuidado tal).
Evidentemente, no se puede hablar de la Escritura como escuela de oración en los Padres del Desierto, sin referirse a las dos admirables Conferencias que Casiano ha dedicado explícitamente a la oración, las dos atribuidas a Abba Isaac, la 9na y la 10ma.
El principio fundamental está dado de entrada al principio de la Conf.9: “El fin único del monje y la perfección del corazón consisten en la perseverancia ininterrumpida en la oración. E Isaac explica que todo el resto de la vida monástica, la ascesis y la práctica de las virtudes no tienen otro sentido ni más razón de ser que conducir a este fin.
Qué significa “lectio divina” ?
Antes de pasar adelante, quiero precisar rápidamente que cuando hable de la lectio divinaen los Padres del Desierto en esta conferencia, no entenderé la expresión lectio divina en el sentido técnico (y reductor) que se le ha dado en la literatura espiritual y monástica de las últimas décadas.
La palabra latina lectio en su acepción primaria, significa enseñanza, lección. En sentido secundario y derivado, lectio
puede designar también el texto o el conjunto de textos que transmiten esta enseñanza. Así, se habla de lecciones (lectiones) de la Escritura leídas durante la liturgia. En fin, en un sentido más derivado todavía, y más tardío, lectio puede querer decir también “lectura”.
Es en este último sentido en el que se entiende esta expresión hoy. En nuestros días, en efecto, se habla de lectio divina como de una observancia determinada, y se nos dice que se trata de una forma de lectura diferente de todas las demás y que, por encima de todo, es preciso no confundir la verdadera lectio divina con otras formas de simple “lectura espiritual”. Es una visión completamente moderna que, como tal, representa una concepción extraña a los Padres del Desierto, y sobre la que volveré en breve.
Si se consulta el conjunto de la literatura latina primitiva (se puede hacer fácilmente en nuestros días, sea mediante buenas concordancias, sea con el CDRom del CETEDOC), se constata que cada vez que se encuentra la expresión lectio divina entre los escritores latinos anteriores a la Edad Media, esta expresión designa la Sagrada Escritura misma, y no una actividad humana sobre ella. Lectio divina es sinónimo de sacra pagina. Así se dice que la lectio divina nos enseña tal o cual cosa; que debemos leer atentamente la lectio divina, que el Divino Maestro, en la lectio divina nos recuerda tal o cual exigencia, etc.
Ejemplos:
    Cipriano: “Sit in manibus divina lectio”, (De zelo et livore, cap 16)
    Ambrosio: “ut divinae lectionis exemplo utamur”, (De bono mortis, cap.1, par.2)
    Agustín: “aliter invenerit in lectione divina”,(Enarr. in psalmos, ps.36, serm. 3, par.1)
Este es el único sentido que tenía la expresión lectio divina en la época de los Padres del Desierto. Este es, pues, el sentido en el que yo la emplearé en esta conferencia, excepto cuando haga alusión al enfoque contemporáneo. No hablaré de una observancia particular que tiene por objeto la Escritura, sino de la Escritura misma como Escuela de vida y, por tanto, Escuela de oración de los primeros monjes.
Lectura?
Hablar de “lectura” de la Escritura en los Padres lleva, sin embargo, a confusión. La lectura propiamente dicha, como se entiende hoy, debía ser en resumidas cuentas bastante rara. Los monjes pacomianos, por ejemplo, que venían en su mayor parte del paganismo, debían, desde su llegada al monasterio, aprender a leer si no sabían, a fin de poder aprender la Escritura. Un texto de la Regla dice que no debe haber nadie en el monasterio que no sepa de memoria al menos el Nuevo Testamento y los Salmos. Pero, una vez memorizados, estos textos se convierten en objeto de una “meleté”, de unaneditatioruminatio continua a lo largo de toda la jornada y de una gran parte de la noche, tanto en privado como en la synaxis. Esta ruminatio de la Escritura es concebida no como una oración vocal, sino más bien como un contacto constante con Dios a través de su Palabra. Una atención constante que llega a convertirse en oración constante.
Un relato de los apotegmas expresa bien esta importancia relativa de la lectura con relación a la importancia absoluta del contenido de la Escritura.
Un día de frío intenso, Serapión encuentra en Alejandría un pobre completamente desnudo. Piensa: ‘Este es Cristo, y yo soy un homicida si muere antes de que haya intentado ayudarle’. Serapión se quita entonces todos sus vestidos y los da al pobre, quedándose desnudo en la calle, con solo un Evangelio bajo el brazo, único objeto conservado… Un viandante que lo conocía, le pregunta: ‘Abba Serapión, quién te ha quitado tus vestidos?’ Y Serapión, mostrando su Evangelio responde: ‘He aquí el que me ha quitado mis vestidos’. Serapión sigue su camino y ve un hombre conducido a la cárcel porque no puede pagar una deuda. Lleno de compasión le da su Evangelio, a fin de que, vendiéndolo, pueda saldar lo que debe. Cuando, sin duda tiritando, Serapión vuelve a su celda, su discípulo le pregunta dónde está su túnica, le responde que la ha enviado allí donde era más necesaria que sobre su cuerpo. A la segunda demanda de su discípulo: ‘Y dónde está tu Evangelio?’, Serapión responde: “He vendido al que me decía continuamente: Vende tus bienes y dalos a los pobres (Lc.12, 33); lo he dado a los pobres, a fin de lograr una confianza mayor el día del juicio (Pat. Arm. 13,8, R:III, 189).
Como hemos visto al principio, Antonio, cristiano de nacimiento, ha sido convertido a la vida ascética por la lectio divina, o la sacra pagina, proclamada en la comunidad eclesial local, en el curso de la celebración litúrgica.
Pacomio, que procedía de una familia pagana del Alto Egipto, también fue convertido por la Escritura, pero por la Escritura interpretada y encarnada en la vida concreta de una comunidad cristiana que vivía del Evangelio, la de Latópolis. Conocéis la historia: El joven Pacomio ha sido reclutado por la armada romana y con los demás reclutas es conducido en barco hacia Alejandría. Una tarde el navío se detiene en Latópolis y los reclutas son custodiados en la cárcel: los cristianos del lugar les llevan entonces víveres y bebidas. Es el primer encuentro de Pacomio con el cristianismo.
Para Antonio, representante por excelencia del anacoretismo, como para Pacomio, representante del cenobitismo, la Escritura es, ante todo Regla de vida. Es también la única verdadera Regla del monje. Ni Antonio ni Pacomio han escrito una Regla en el sentido que se entenderá en la tradición monástica después de ellos, aunque cierto número de reglamentos prácticos de Pacomio y de sus sucesores hayan sido reunidos con el nombre de “Regla de Pacomio”.
La Escritura como única “regla” del monje
A un grupo de hermanos que querían una “palabra” de Antonio, este les respondió: Habéis escuchado la Escritura? esta os es muy conveniente”. (Reparad en la palabra: “escuchado” –èkousate)(Ant. 19).
Alguien pregunta a Antonio: “Qué debo hacer para agradar a Dios?”. El Anciano responde: “Observa lo que te voy a recomendar: donde quiera que te encuentres, ten siempre a Dios ante tus ojos; hagas lo que hagas, actúa según el testimonio de las Escrituras”. (Ant. 3).
Subrayemos, en primer lugar, tres cosas en este breve apotegma. Primeramente, el monje que interroga a Antonio no busca una enseñanza teórica y abstracta. Su pregunta, como la del joven rico del Evangelio, es muy concreta. “Qué debo hacer? — “Qué debo hacer para agradar a Dios?” (Esta es, por otra parte, una actitud que se encuentra constantemente en los apotegmas). La respuesta de Antonio es doble: Se agrada a Dios si se le tiene siempre ante los ojos, es decir, si se vive constantemente en su presencia — lo cual es propiamente la idea que tienen los Padres del Desierto de la oración continua; y esto es posible si se deja guiar por las Escrituras. Antonio no habla aquí de lectura o de meditación de la Escritura, sino de hacer todo según el testimonio de las Escrituras.
Un día, Teodoro, el discípulo preferido de Pacomio, pregunta a este con fervor de neófito, cuántos días se debe ayunar durante la Pascua, es decir, durante la Semana Santa. (La regla de la Iglesia y la costumbre generalizada era hacer un ayuno total durante el Viernes y el Sábado Santos; pero algunos pasaban tres o cuatro días sin comer nada). Pacomio le recomienda atenerse a la Regla de la Iglesia, que exige guardar un ayuno absoluto sólo durante los dos últimos días, a fin, dice él, de tener fuerzas para cumplir sin desfallecer las cosas que nos mandan las Escrituras: la oración continua, las vigilias, las recitaciones de la ley de Dios y el trabajo manual.
Lo verdaderamente importante para los Padres del Desierto, no es leer la Biblia, sino vivirla. Evidentemente, para vivirla es preciso conocerla. Y, como todo cristiano, el monje aprendía la
Escritura, en primer lugar, escuchando su proclamación en la asamblea litúrgica. Así aprendía de memoria partes importantes de la Escritura a fin de poderla rumiar a lo largo de la jornada. En fin, algunos tenían acceso a los manuscritos de la Escritura y podían hacer una lectura privada. Esta lectura privada no era más que una forma entre otras, y no necesariamente la más importante, de dejarse interpelar constantemente por la Palabra de Dios.
La hermenéutica del desierto
Algunos de los relatos que he mencionado nos dejan entrever las lineas-fuerza de lo que se podría llamar la hermenéutica de los Padres del Desierto — una hermenéutica que, bien seguro, jamás será formulada en forma de principios abstractos, pero que no por ello deja de serlo. Los grandes maestros de la hermenéutica moderna, que consideran toda interpretación como un diálogo entre el texto y el lector o el auditor, y para quien toda interpretación debe llevar a una transformación o a una conversión, no han inventado nada. Han formulado una realidad que los Padres del Desierto han vivido, sin poder formularla, cierto, — o en todo caso sin preocuparse de formularla.
En el desierto, la Escritura es constantemente interpretada. Esta interpretación no se expresa en forma de comentarios y homilías, sino en acciones y gestos, en una vida de santidad transformada por el diálogo constante del monje con la Escritura. Los textos no dejan de ser cada vez más significativos, no solamente para los que los leen o los escuchan, sino también para quienes encuentran a esos monjes que han encarnado esos textos en su vida. El hombre de Dios que ha asimilado Su palabra ha llegado a ser un nuevo “texto”, y un nuevo objeto de interpretación. Es, por otra parte, en este contexto donde hay que entender el hecho de que en el desierto la palabra del Anciano es considerada con el mismo poder que la Palabra de la Escritura.
He citado ya el apotegma de Antonio en el que responde a los hermanos: “Habéis escuchado la Escritura? esta os es muy conveniente”. De hecho, los hermanos no quedaron muy satisfechos con esta respuesta y le dijeron: “Padre, queremos también una palabra tuya”. Entonces Antonio les dijo: “El Evangelio dice: si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra”. Ellos replicaron: “Nosotros no podemos hacer eso”. El Anciano le dijo: “Si no podéis presentar la otra, soportad al menos que se os pegue sobre una mejilla” — “No podemos tampoco eso” — “Si no podéis eso, respondió Antonio, no devolváis el mal que habéis recibido”. Ellos dijeron: “No podemos”. Entonces, el Anciano dijo a su discípulo: “Prepárales una pequeña papilla de harina pues están enfermos. Si no podéis con esto y no queréis hacer esto, qué puedo hacer yo por vosotros? Tenéis necesidad de oraciones”.
Hijos de la Iglesia de Egipto y de Alejandría
Por otra parte, esta manera de concebir la Escritura como Regla de vida no era exclusiva de los monjes. No debemos olvidar que los Padres del Desierto que nos son conocidos a través de los Apotegmas, la literatura pacomiana, Palladio y Casiano, etc. son ante todo los monjes egipcios de finales del siglo III y de principios del IV. Estos monjes son hijos de la Iglesia. Pertenecían a una Iglesia muy concreta, la de Egipto, formada en la tradición espiritual de Alejandría.
El mito según el cual la mayor parte de los primeros monjes, comenzando por Antonio, eran analfabetos e ignorantes, no resiste ya a la crítica. Muchos estudios recientes, en particular los de Samuel Rubenson sobre las Cartas de Antonio, han demostrado que Antonio y la mayor parte de los monjes del desierto de Egipto habían asimilado la enseñanza espiritual de la Iglesia de Alejandría, que estaba marcada todavía por la enseñanza de los grandes maestros de la Escuela de Alejandría, y en particular por el impulso místico que le había dado su maestro más ilustre, el gran Orígenes.
La Iglesia de Alejandría, había nacido desde la primera generación cristiana en el seno de una diáspora judía muy cultivada, contaba, según Plinio, alrededor del millón de miembros; esto explica que esta Iglesia de Alejandría y de Egipto tuviera desde su origen una orientación judío-cristiana muy marcada. Explica a la vez igualmente su apertura a la tradición escrituraria y mística que había marcado las Iglesias Judío-cristianas desde las primeras generaciones de cristianos .
La Escuela del Desierto es, desde muchos puntos de vista, la réplica en la soledad de la Escuela de Alejandría en la que se sabía que Orígenes había vivido con sus discípulos una existencia monástica anticipada, completamente centrada sobre la Palabra de Dios. Según una hermosa descripción perteneciente a Jerónimo, esta existencia era una alternancia continua que iba de la oración a la lectura y de la lectura a la oración, tanto de noche como de día. (Carta a Marcela 43,1; PL 22:478: Hoc diebus egisse et noctibus, ut et lectio orationem exciperet, et oratio lectionem)
Por lo demás, esto no era exclusivo de Egipto. Casi en la misma época, Cipriano de Cartago formulaba una regla que sería citada después por casi todos los Padres latinos: “Ora asiduamente o lee; en algunos momentos habla a Dios, en otros escucha lo que Dios te dice” (Carta 1,15; PL 4:221 B: Sit tibi vel oratio assidua vel lectio: nunc cum Deo loquere, nunc Deus tecum — que se convertirá en la fórmula clásica: “cuando oras, hablas a Dios, cuando lees, Dios te habla”).
Si no todos los monjes de Egipto eran Evagrio y si pocos de ellos han debido leer a Orígenes en sus textos, no es menos verdad que han sido formados en la espiritualidad cristiana por la enseñanza de pastores que permanecían fuertemente influenciados por la orientación que Orígenes había dado a la Iglesia de Alejandría a través de la Escuela que había dirigido durante muchos años.
Esto explica la sólida espiritualidad bíblica del monaquismo primitivo. Se podría objetar, sin embargo, que las citas bíblicas son, en suma, bastante escasas en los Apotegmas, aunque sean mucho más numerosas en la literatura pacomiana. La respuesta es que la Escritura estaba tan impresa en la forma de vida de los ascetas, que era superfluo citarla en pasajes. Monje pneumatóforo era el que vivía según las Escrituras, el que estaba lleno del mismo Espíritu que había inspirado las Escrituras. (Se estaba lejos entonces de la costumbre moderna que pretende que una afirmación, una enseñanza no sea tomada en serio, si no va arropada por una nota al pie de página, indicando todas las personas que han dicho lo mismo antes que nosotros).
La tradición de lo que ahora se llama lectio divina, es decir, el cuidado de dejarse interpelar y transformar por el fuego de la Palabra de Dios, no se comprendería sin su conexión, más allá del monaquismo primitivo, con la tradición de la ascesis cristiana de los tres primeros siglos y también con su raigambre en la tradición de Israel.
En la catequesis recibida en su Iglesia local, el monje ha aprendido que ha sido creado a imagen de Dios, que esta imagen ha sido deformada por el pecado y que debe ser restaurada. Por eso debe dejarse transformar y reconfigurar a imagen de Cristo. Por la acción del Espíritu Santo y por su vivir según el Evangelio, su semejanza con Dios es gradualmente restaurada y puede conocer a Dios.
El objetivo de la vida del monje, tal como lo ha expresado Casiano, es la oración continua, que él describe como una atención constante a la presencia de Dios, que se realiza a través de la pureza de corazón. A esta se llega, no a través de tal o cual observancia, tampoco a través de la lectura o la meditación de la Escritura, sino dejándose transformar por ella.
El contacto con la Palabra de Dios – poco importa que ese contacto sea a través de la lectura litúrgica, la enseñanza de un padre espiritual, la lectura privada del texto, o la simple “rumia” de un versículo o de algunas palabras aprendidas de memoria – es el punto de partida de un diálogo con Dios. Este diálogo se establece y se prosigue en la medida en que el monje ha alcanzado una cierta pureza de corazón, una simplicidad de corazón y de intención, y también en la medida en que ha puesto en práctica los medios para llegar a esta pureza de corazón y para mantenerla. Ese diálogo, en el curso del cual la Palabra interpela sin cesar al monje a la conversión, mantiene esa atención continua a Dios que los Padres consideran como una oración continua y que es el objetivo de su vida.
Para los monjes del desierto, la lectura de la Palabra de Dios no es simplemente un religioso ejercicio de lectio que prepara gradualmente el espíritu y el corazón a la meditatioy después a la oratio, en la esperanza de poder alcanzar también la contemplatio (…si es posible antes que haya terminado la media hora o la hora de lectio). Para los monjes del desierto el contacto con la Palabra es el contacto con el fuego que arde, que perturba y que llama violentamente a la conversión. El contacto con la Escritura no es para ellos un método de oración; es un encuentro místico. Y a menudo este encuentro les da miedo, tan conscientes son de sus exigencias!
Círculo hermenéutico
La Escritura adquiere constantemente un sentido nuevo cada vez que se la lee. También en esto la hermenéutica moderna recoge las intuiciones de los Padres del Desierto: Estos se encontrarían bastante de acuerdo con la afirmación de San Agustín: “Ayer has comprendido un poco; hoy comprendes más; mañana comprenderás más todavía: la luz misma de Dios se hace más fuerte en ti (In Ioh. tract. 14,5, CCL 36, p.144, lineas 34-36)
Para los monjes del desierto, las palabras de la Escritura (como, por lo demás, igualmente las de los Ancianos), trascienden la dimensión limitada del “acontecimiento” en el que eran primeramente encontradas y del que recibían su significado. Estas “palabras” proyectan un “mundo de sentidos” en el que intentan penetrar. La llamada a vender todo, a dar el fruto de la venta a los pobres, a seguir el Evangelio (Mt 12, 91), la exhortación a no dejar jamás que el sol se ponga sobre su cólera (Ef.4,25), el mandamiento de amar; todos estos textos han formado la vida de los Padres del Desierto de una manera particular y han proyectado un “mundo de sentidos” al que ellos se han esforzado por entrar, por aproximarse. La santidad en el desierto consistía en dar una forma concreta a ese mundo de posibilidades que brotaba de los textos sagrados, interpretándolos y apropiándoselos en la vida concreta.
Abba Nesteros (en la Conf. 14 de Casiano), nos dice que “debemos tener el celo de aprender de memoria una serie de textos sagrados y rememorarlos sin cesar. Esta meditación continua, dice Nesteros nos procura un doble fruto”. Primero nos preserva de malos pensamientos. Después, esta recitación o meditación continua nos llevará a una comprensión que se renueva continuamente. Y Nesteros tiene esta frase admirable: “A medida que, por este estudio, nuestro espíritu se renueva, las Escrituras comienzan también a cambiar de rostro (sriptuarum facies incipiet innovari)”. Una comprensión más misteriosa nos es dada, cuya belleza crece con nuestro progreso. (Una vez más nos encontramos con el lazo indisoluble entre la puesta en práctica de las Escrituras y la capacidad de comprenderlas a nivel más profundo).
(Se podría comparar una vez más esta visión a la aproximación moderna de un Ricoeur, por ejemplo, que dice que un texto , una vez salido de la mano de su autor, adquiere una existencia autónoma, y asume una nueva significación cada vez que es leído – siendo cada lectura una interpretación, que es la revelación de una de las posibilidades casi infinitas contenidas en el texto).
Según el método moderno de lectio divina, se debe leer lentamente y se debe parar en un versículo mientras este alimenta el corazón, o el espíritu, si no las emociones, y se pasa al versículo siguiente cuando los sentimientos se enfrían o la atención se disipa. Los primeros monjes se quedaban en un versículo hasta que lo habían puesto en práctica.
Un hermano vino al encuentro de Abba Pambo y le pidió que le enseñara un salmo. Pambo se puso a enseñarle el salmo 38: pero apenas pronunció el primer versículo: “Yo dije: vigilaré mi proceder, para que no se me vaya la lengua…”, el hermano no quiso escuchar más. Dijo a Pambo: “Este versículo me basta; ruega a Dios que yo tenga la fuerza de aprenderlo y de ponerlo en práctica. Diecinueve años más tarde se empeñaba en ello todavía… (Arm 19, 23 Aa: IV 163).
También a Abba Abraham, que era un escritor excelente, además de ser un hombre de oración, un hermano pidió le copiara el salmo 33. Se conformó con copiarle el versículo 15 : “apártate del mal, obra el bien; busca la paz y corre tras ella”, diciendo al hermano: “Empieza por practicar esto y después te copiaré el resto…” (Arm 10,67: III, 41).
La Biblia para los Padres no es algo que se conoce con la inteligencia, ni tampoco con el corazón, como gusta repetir en nuestros días, (confundiendo, por lo demás, bastante a menudo el concepto bíblico de corazón con una noción de “corazón” más reciente y un poco sentimental). Para los Padres se conoce la Biblia cuando se la asimila hasta el punto de traducirla en vida. Cualquier otro conocimiento que no lleve a esto es vano.
Comprensión de la Escritura
Pero todo esto no quiere decir que no sea necesario abordar la Escritura también con la inteligencia. Los monjes ponen gran cuidado en conocer el sentido literal de la Escritura antes de aplicársela. En los monasterios pacomianos, por ejemplo, había cada semana tres catequesis en el curso de las cuales, sea el superior del monasterio, sea el superior de la casa interpretaba la Escritura durante la synaxis, después de lo cual los hermanos intercambiaban entre ellos lo que habían entendido, a fin de asegurarse que todos habían comprendido bien.
La interpretación de un texto difícil exige un esfuerzo de la inteligencia; pero este esfuerzo sería inútil sin la luz divina, que se debe pedir en la oración. En este sentido la oración debe preceder a la lectio aunque también puede ser su fruto. A dos hermanos que interrogaban a Antonio sobre el sentido de un texto difícil del Levítico, Antonio pide esperar un tiempo, mientras se ponía en oración, para pedir a Dios que le envíe a Moisés para enseñarle el sentido de esta palabra. (Arm. 12,1B:III,148). Antes que él, Orígenes hacía lo mismo, pidiendo a sus discípulos que orasen con él para alcanzar la comprensión de un texto sagrado particularmente difícil, a fin, decía él, de encontrar la “edificación espiritual” contenida en ese texto. (Orígenes, Homilías sobre el Génesis. Trad. y notas: L. Doutreleau, SD 7, París 1943, Hom. 2,3, p.96). Subrayemos la expresión “contenida en el texto”. El sentido espiritual de la Escritura no es algo que le sea artificialmente añadido: es algo que el texto contiene, y que es preciso descubrir.
De la misma manera, un gran monje, Isaac de Nínive, escribía: “No te acerques a las palabras llenas de misterio de la Escritura sin oración… Dí a Dios: “Señor, concédeme entender el poder que se encuentra aquí” (Ver J. WENSINGK, Mystic Treatises bu Isaac of Nineve, Amsterdam 1923, par. 329, ch. XLV, p.220). Lo que se busca en un texto no es una significación abstracta, intemporal, es un poder capaz de transformar al lector.
Las teorías modernas sobre la lectio divina insisten generalmente sobre el hecho de que lalectio es algo completamente distinto del estudio. Los Padres, ciertamente, no habrían entendido esta distinción y esta división en compartimientos separados. Su aproximación a la Escritura estaba unificada. Todo esfuerzo para aprender la Escritura, para comprenderla, para ponerla en práctica era un único esfuerzo para entrar en diálogo con Dios y para dejarse transformar por Él en ese diálogo que se convertía en oración continua. Ni ellos, ni Orígenes – el hombre por excelencia de la Escritura -, ni sobre todo un Jerónimo, para quien la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo, (In Esaiam. Prol. CCL 73,2, CCL 78,66) habrían comprendido un estudio de la Escritura que no fuese un encuentro personal con el Dios viviente.
Para Jerónimo, la oración no reside primeramente en el corazón sino en la inteligencia (de donde pasa al corazón). Hay que conocer primero a Dios para amarlo. El que conoce verdaderamente ama necesariamente. De aquí la importancia de estudiar a fondo y de comprender las Escrituras con la inteligencia.
De Marcela que, más que las demás discípulas que Jerónimo había estudiado a fondo las Escrituras y las leía asiduamente, este decía: “Ella comprendía que la meditación no consiste en repetir los textos de la Escritura… pues sabía que no merecía su comprensión sino después de haber traducido a vida sus mandamientos” (Ep. 127,4, CSEL 56,148).
En su Conferencia 14, Casiano, un excelente transmisor de la espiritualidad del desierto egipcio en el que ha vivido durante muchos años, en la misma época que Evagrio, distingue dos formas de ciencia, la práctica y la teorética, siendo esta última la contemplación de las cosas divinas y el conocimiento de los significados más sagrados. A esta teorética o contemplación de las cosas divinas, la llama también “ciencia verdadera de las Escrituras”, y la divide en dos partes, la interpretación histórica y la inteligencia espiritual. Una y otra pertenecen a la contemplación.
Casiano añade: “Si queréis llegar a la verdadera ciencia de la Escritura, tratad primeramente de conseguir una inquebrantable humildad de corazón. Es esta quien os conducirá, no a la ciencia que infla, sino a la que ilumina, por la consumación de la caridad”. Entonces, lo que hace que el estudio de la Escritura sea o no una actividad contemplativa, no es el método de lectura o de interpretación utilizado, sino la actitud del corazón.
Pre-comprensión
La hermenéutica de Ricoeur nos enseña que cuando se lee un autor antiguo no se entra propiamente en relación con el pensamiento del autor, sino con la realidad misma de la que este habla. Es por esto que no es posible la comprensión de un texto, sin una pre-comprensión que consiste en una cierta relación ya existente entre el lector y la realidad de la que habla el texto. Ahora bien, se encuentra ya una intuición semejante en Casiano, en el final de la décima Conferencia. Isaac, después de haber explicado los medios para llegar a la oración pura añade: “Vivificado por este alimento (el de las Escrituras) del cual él no cesa de nutrirse, se impregna hasta tal punto de todos los sentimientos expresados en los salmos que, en adelante, los recita no como compuestos por el profeta, sino como si él mismo fuera su autor, y como una oración personal…” Y añade: “En efecto, las divinas Escrituras se nos revelan más claramente, y nos manifiestan su corazón y su meollo, cuando nuestra experiencia, no solamente nos permite entrar en su conocimiento, sino también anticipar el conocimiento mismo, tanto que el sentido de las palabras no se nos revela por explicación alguna, sino por la experiencia que hemos hecho” (Conf. X,11)… “Instruidos por lo que nosotros mismos sentimos, no los percibimos como cosa meramente oída, sino experimentada y palpada con nuestras manos; como algo que damos a luz desde lo profundo de nuestro corazón, como si fueran sentimientos que forman parte de nuestro propio ser. No es la lectura la que nos hace penetrar en el sentido de las palabras, sino la propia experiencia adquirida.” (ibid)
No existe comprensión e interpretación sin una pre-comprensión. Bajo este punto de vista es claro que la vida que llevan los monjes en el desierto, hecha de silencio, de soledad y de ascesis, constituía una precomprensión que condicionaba ampliamente su comprensión de la Escritura. El silencio y la pureza de corazón eran vistos como precondiciones para entender e interpretar las Escrituras en su pleno sentido.
No se comprende sino lo que se ha vivido ya, al menos en una cierta medida. Por esto san Jerónimo indica un orden en el que aprender la Escritura: primero el Salterio, después los Proverbios de Salomón y Qohelet, después el Nuevo Testamento. Y sólo cuando el alma está ampliamente preparada a través de una larga relación de intimidad amorosa con Cristo, puede abordar con provecho el Cantar de los Cantares.
Palabra de los Ancianos
Los Padres del Desierto respondían a veces a la pregunta que se les proponía con una palabra de las Escrituras; pero respondían también con otras palabras a las que se concedía la misma importancia. Se estaba convencido de que el poder de esas palabras procedía de la gran pureza de vida del santo Anciano que las pronunciaba, pues él mismo había sido transformado por la Escritura.
La noción moderna de lectio divina
Me gustaría ahora hacer unas reflexiones sobre la concepción que se tiene hoy de la lectio divina, a la luz de las enseñanzas de los Padres del Desierto que acabo de presentar.
Lo que hoy se llama lectio divina es presentado como un método de lectura de la Escritura y también de los Padres de la Iglesia y de los Padres del monaquismo. El método consiste en una lectura lenta y meditativa del texto, una lectura hecha más con el corazón que con la inteligencia, se dice, sin una finalidad práctica, sino simplemente para dejarse impregnar por la Palabra de Dios
Este método, en tanto que método, tiene sus orígenes en el siglo XII y no deja de tener relación con lo que se ha llamado “teología monástica”. En esta época la pre-escolástica había desarrollado su método que iba de la lectio a la quaestio, seguía la disputatio. La reacción de los monjes fue entonces desarrollar su propio método: la lectio conducía a la meditatio, después a la oratio… y un poco más adelante se añadirá la contemplatio, que se distinguirá de la oratio.
Mientras el enfoque de la Escritura que he descrito como propio de los Padres del Desierto era en realidad un enfoque que ellos tenían en común con el conjunto del pueblo de Dios, el nuevo enfoque o “nuevo método”, pues se trata ahora de un ejercicio, de una observancia importante de la existencia monástica, se ha refugiado en los monasterios.
Mucho más tarde, en la época de la devotio moderna se generaliza la “lectura espiritual”, que se toma especial cuidado en diferenciarse netamente de la lectio divina monástica. Siguiendo la corriente general, la vida espiritual se especializa, se divide en compartimientos estancos.
Sería extraño al tema de la presente conferencia analizar esta larga evolución. Me permito al menos algunas observaciones. La primera es que cabe preguntarse cómo habría evolucionado la teología si los monjes no hubieran rechazado el método naciente. En efecto, lo que se llama “teología monástica” no tenía, hasta el siglo XII, nada de específicamente monástico. Era la manera en que se hacía teología en todo el pueblo de Dios, bien seguro, con un gran pluralismo tanto en los monasterios como fuera de ellos. Esta forma sapiencial y contemplativa de hacer teología había sabido hasta entonces asumir, y transformar (inculturar, se diría hoy) las aportaciones de los distintos métodos y de las diversas corrientes de pensamiento. Cabe legítimamente preguntarse cómo habría evolucionado la teología de los siglos siguientes si los monjes no hubieran rechazado el método naciente y lo hubieran asimilado como habían sabido asimilar tantos otros antes. Es verdad que para bien o para mal, una manera llamada monástica de hacer teología se mantuvo en los monasterios y la teología escolástica se desarrolló en las escuelas fuera de los monasterios. En un Tomás de Aquino, el nuevo método es utilizado todavía en una perspectiva profundamente contemplativa. En los comentaristas -y los comentaristas de los comentaristas,se irá resecando cada vez más.
Lo mismo ocurrió con el estudio de la Escritura. Los monjes habían jugado hasta este momento un papel preponderante en la interpretación y uso de la Escritura, aunque su enfoque no fue esncialmente diferente del que tenía el conjunto del pueblo de Dios. A partir del momento en que, sufriendo (sin darse cuenta de ello) la influencia del nuevo pensamiento, elaboran su propio método de lectura paralelo al de la escolástica, y así existen en la Iglesia dos enfoques de la Escritura completamente distintos: uno que quiere una lectura con el corazón (y que en algunas épocas olvidará a menudo hacer seguir a la inteligencia) y una orientación científica que se desecará cada vez más.
Por otra parte, se debe reconocer que al precisar su propio método de lectio, los monjes eran ya dependientes de la nueva mentalidad, pre-escolástica, que había creado la necesidad de un método. Los primeros monjes no tenían método, tenían una actitud respecto a la lectura.
Con frecuencia, en el curso de los últimos siglos, los monjes olvidaron su manera propia de leer la Escritura y los Padres y de hacer teología y adoptaron la de todo el mundo. Ha sido, pues, necesario para los monjes de nuestra época, volver a una forma de hacer teología distinta de la de los manuales escolásticos y volver a una manera de leer la Escritura y los Padres distinta de la de la exégesis científica moderna. Se debe un gran reconocimiento a Dom Jean Leclerq por haber orientado el monaquismo contemporáneo en esta dirección. Por lo demás, se podría decir con un poco de humor, que los conceptos deteología monástica y de lectio divina, tal como son entendidas hoy, son las dos creaciones más bellas de Dom Leclerq.
Era importante, digo, que el monaquismo redescubriera esta manera de leer la Escritura y esta manera de hacer teología. Pero es preciso ir más lejos: es preciso reconocer que esta manera de leer la Escritura y de hacer teología no tiene nada de específicamente monástico. Es todo el pueblo de Dios quien debe redescubrirla, porque ese fue, en una época, el modo en que todo el pueblo de Dios leía la Escritura y hacía teología.
Falta, sin embargo, dar un paso más. Falta superar la fragmentación de la vida del monje y de los demás cristianos. Falta redescubrir la unidad primitiva perdida a lo largo del camino.
En efecto, si es verdad que se debe celebrar el lugar que ha conquistado la lectio divina en la vida de los monjes y también en la de muchos cristianos fuera de los monasterios desde hace unos cuarenta años, no es menos verdad que la actitud presente a propósito de esta realidad no está exenta de peligro.
El peligro está en que, frecuentemente, aunque a veces de manera imperceptible, se ha transformado la lectio en un ejercicio – un ejercicio entre otros, a pesar de que se le considere el más importante de todos. El monje fiel hace una media hora o una hora o incluso más de lectio al día, y pasa a su lectura espiritual, a sus estudios y a sus demás actividades. Adopta una actitud gratuita de escucha de Dios durante esta nedia hora y con frecuencia se entrega a las otras actividades durante el resto de la jornada con la misma intensidad, el mismo espíritu de competición, la misma disipación que si no hubiera optado por una vida de oración continua y de búsqueda constante de la presencia de Dios.
No sólamente todo eso es totalmente extraño al espíritu de los Padres del Desierto, sino que esta actitud está en contradicción con la naturaleza misma de la lectio divina. Lo esencial en esta, tal como ha sido descrito por sus mejores teóricos, es la actitud interior. Ahora bien, esta actitud no es algo de lo que uno se puede revestir durante media o una hora del día. Se tiene permanentemente o no se tiene. Impregna toda nuestra jornada o el ejercicio que se llama lectio es un juego vacío.
Dejarse interrogar por Dios, dejarse interpelar, formar, a través de todos los elementos de la jornada, tanto a través del trabajo como a través de los encuentros con los hermanos; tanto a través de la dura ascesis de un trabajo intelectual serio como a través de la celebración litúrgica y de las tensiones normales de la vida comunitaria – todo esto es terriblemente exigente. Relegar esta actitud de total apertura a un ejercicio privilegiado cuyo sentido mismo es impregnar el resto de nuestra jornada es quizás una manera demasiado fácil de desentenderse de esta exigencia.
Para los Padres del Desierto, leer, meditar, orar, analizar, interpretar, escudriñar, traducir la Escritura – todo esto formaba un bloque inseparable. Habría sido impensable para un Jerónimo considerar que su profundo análisis sobre el texto hebreo de la Escritura para extraerle todos sus matices, no merecía el nombre de lectio divina.
Es, ciertamente, afortunado que se haya redescubierto la importancia de leer la Palabra de Dios con el corazón, leerla para dejarse transformar. Pero yo creo que es un error hacer de ello un ejercicio, en vez de impregnar de esta actitud los mil y un enfoques que la Escritura.
Más aún, creer que el texto de la Escritura puede alcanzarme en mi vida profunda, interpelarme y transformarme solamente cuando me sitúo ante él totalmente desnudo, sin recurrir a todos los instrumentos que pueden permitirme captarlo en su significación primera, corre el gran riesgo de conducir a una actitud fundamentalista – no rara en nuestros días – o incluso a una falsa mística, también bastante frecuente.
Puesto que es generalmente admitido en nuestros días, que la lectio divina puede tener como objeto no sólamente la Escritura sino también los Padres de la Iglesia, y, para monjes y monjas, particularmente los Padres del monacato, me permito también una reflexión.
Siendo la tradición monástica una interpretación vivida de la Palabra de Dios, tiene una importancia semejante a la suya, aunque secundaria con relación a ella. (Hemos visto además cómo los Padres del Desierto tendían a conceder el mismo poder a la Palabra o el ejemplo de un Anciano transformado por el Espíritu, que a la Palabra de Dios o a unjemplo bíblico. Pero esta palabra vivida que es la tradición monástica tiene necesidad de ser interpretada y continuamente reinterpretada ella también.
En nuestros días, en las comunidades monásticas se ha redescubierto a los Padres. Hay que aplaudir este redescubrimiento. Pero su mensaje, aún más que el de las Escrituras, está envuelto en un contexto cultural que no es, como se acepta demasiado a menudo, lacultura monástica – como si no hubiera más que una – sino el contexto cultural de tal o cual época particular en la que los monjes antiguos han vivido su vocación monástica. El lector moderno debe exponerse, sin ningún espíritu crítico, a la gracia transformante que ellos han vivido y que ellos transmiten; pero no puede hacerlo más que después de haber desbrozado con un sentido crítico refinado, la cáscara cultural que oculta este alimento sustancioso.
Así como no existe una cultura cristiana, paralela a todas las culturas profanas, más precisamente culturas locales cristianizadas – por lo demás en diversos grados; así tampoco existe una cultura monástica, sino diversas culturas transformadas por su encuentro con el carisma monástico. El uso de los Padres como materia de lectio divinarequiere un serio trabajo de exégesis y de estudio para alcanzar la realidad que ellos han vivido, más allá del ropaje cultural que los envuelve. Además, uno se lee a si mismo en los textos que admira; y, evidentemente, se encuentra más a si mismo cuanto más se los admira.
El monje de hoy será interpelado, llamado a la conversión, transfformado por la lectura de los Padres del monacato, únicamente a condición de que se deje “tocar” por ellos en todos los aspectos de su experiencia monástica. Y esto no se producirá más que en la medida en que él los capte en el conjunto de su experiencia: lo que supone un análisis profundo de su lengua y de su lenguaje, de su pensamiento filosófico y teológico, del contexto cultural en el que ellos han vivido. Me parece artificial e incluso peligroso distinguir este estudio de la lectio propiamente dicha, como si no fuera más que una cuestión previa…
El monje de hoy pertenece necesariamente a una cultura determinada, y a una Iglesia local, por tanto, a una cultura cristiana determinada. Es esta cultura la que, en él, reencuentra la tradición monástica y debe dejarse intepelar y transformar por ella. Yo me temo que, demasiado frecuentemente, en nuestro enfoque de los Padres, presionemos sobre todo los jóvenes a asumir como un ropaje la cultura monástica de una época pasada con riesgo de convertir nuestros monasterios en campos de refugiados culturales.
Conclusión
Los Padres del Desierto nos recuerdan la importancia primordial de la Escritura en la vida del cristiano y la necesidad de dejarse transformar constantemente en el crisol de la Palabra de Dios.
Sin embargo, incluso un estudio rápido como este que hemos hecho de la manera en que los monjes abordaban la Escritura, nos lleva a poner en cuestión algunos aspectos de la concepción moderna de la lectio divina o, más precisamente, nos llama a sobrepasarlos para volver a un sentido más profundo de la unidad de lo vivido. El monje, menos que nadie, puede permitirse estar dividido. Su mismo nombre, monachos, le recuerda sin cesar la unidad de preocupación, de aspiración y de actitud que corresponde al que o a la que ha elegido vivir un solo amor con corazón indiviso.

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