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Martín de Porres, Santo |
Religioso dominico, peruano
El racismo, esa distinción que hacemos los hombres distinguiendo
a nuestros semejantes por el color de la piel es
algo tan sinsentido como distinguirlos por la estatura o por
el volumen de la masa muscular. Y lo peor no
es la distinción que está ahí sino que ésta lleve
consigo una minusvaloración de las personas -necesariamente distintas- para el
desempeño de oficios, trabajos, remuneraciones y estima en la sociedad.
Un mulato hizo mayor bien que todos los blancos juntos
a la sociedad limeña de la primera mitad del siglo
XVII.
Fue hijo bastardo del ilustre hidalgo -hábito de Alcántara- don
Juan de Porres, que estuvo breve tiempo en la ciudad
de Lima. Bien se aprecia que los españoles allá no
hicieron muchos feos a la población autóctona y confiemos que
el Buen Dios haga rebaja al juzgar algunos aspectos morales
cuando llegue el día del juicio, aunque en este caso
sólo sea por haber sacado del mal mucho bien. Tuvo
don Juan dos hijos, Martín y Juana, con la mulata
Ana Vázquez. Martín nació mulato y con cuerpo de atleta
el 9 de diciembre de 1579 y lo bautizaron, en
la parroquia de San Sebastián, en la misma pila que
Rosa de Lima.
La madre lo educó como pudo, más bien
con estrecheces, porque los importantes trabajos de su padre le
impedían atenderlo como debía. De hecho, reconoció a sus hijos
sólo tardíamente; los llevó a Guayaquil, dejando a su madre
acomodada en Lima, con buena familia, y les puso maestro
particular.
Martín regresó a Lima, cuando a su padre lo nombraron
gobernador de Panamá. Comenzó a familiarizarse con el bien retribuido
oficio de barbero, que en aquella época era bastante más
que sacar dientes, extraer muelas o hacer sangrías; también comprendía
el oficio disponer de yerbas para hacer emplastos y poder
curar dolores y neuralgias; además, era preciso un determinado uso
del bisturí para abrir hinchazones y tumores. Martín supo hacerse
un experto por pasar como ayudante de un excelente médico
español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le
permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no
podían pagarle. Por su barbería pasarán igual labriegos que soldados,
irán a buscar alivio tanto caballeros como corregidores.
Pero lo que
hace ejemplar a su vida no es sólo la repercusión
social de un trabajo humanitario bien hecho. Más es el
ejercicio heroico y continuado de la caridad que dimana del
amor a Jesucristo, a Santa María. Como su persona y
nombre imponía respeto, tuvo que intervenir en arreglos de matrimonios
irregulares, en dirimir contiendas, fallar en pleitos y reconciliar familias.
Con clarísimo criterio aconsejó en más de una ocasión al
Virrey y al arzobispo en cuestiones delicadas.
Alguna vez, quienes espiaban
sus costumbres por considerarlas extrañas, lo pudieron ver en éxtasis,
elevado sobre el suelo, durante sus largas oraciones nocturnas ante
el santo Cristo, despreciando la natural necesidad del sueño. Llamaba
profundamente la atención su devoción permanente por la Eucaristía, donde
está el verdadero Cristo, sin perdonarse la asistencia diaria a
la Misa al rayar el alba.
Por el ejercicio de su
trabajo y por su sensibilidad hacia la religión tuvo contacto
con los monjes del convento dominico del Rosario donde pidió
la admisión como donado, ocupando la ínfima escala entre los
frailes. Allí vivían en extrema pobreza hasta el punto de
tener que vender cuadros de algún valor artístico para sobrevivir.
Pero a él no le asusta la pobreza, la ama.
A pesar de tener en su celda un armario bien
dotado de yerbas, vendas y el instrumental de su trabajo,
sólo dispone de tablas y jergón como cama.
Llenó de pobres
el convento, la casa de su hermana y el hospital.
Todos le buscan porque les cura aplicando los remedios conocidos
por su trabajo profesional; en otras ocasiones, se corren las
voces de que la oración logró lo improbable y hay
enfermos que consiguieron recuperar la salud sólo con el toque
de su mano y de un modo instantáneo.
Revolvió la tranquila
y ordenada vida de los buenos frailes, porque en alguna
ocasión resolvió la necesidad de un pobre enfermo entrándolo en
su misma celda y, al corregirlo alguno de los conventuales
por motivos de clausura, se le ocurrió exponer en voz
alta su pensamiento anteponiendo a la disciplina los motivos dimanantes
de la caridad, porque "la caridad tiene siempre las puertas
abiertas, y los enfermos no tienen clausura".
Pero entendió que no
era prudente dejar las cosas a la improvisación de momento.
La vista de golfos y desatendidos le come el alma
por ver la figura del Maestro en cada uno de
ellos. ¡Hay que hacer algo! Con la ayuda del arzobispo
y del Virrey funda un Asilo donde poder atenderles, curarles
y enseñarles la doctrina cristiana, como hizo con los indios
dedicados a cultivar la tierra en Limatombo. También los dineros
de don Mateo Pastor y Francisca Vélez sirvieron para abrir
las Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz, donde los niños
recibían atención y conocían a Jesucristo.
No se sabe cómo, pero
varias veces estuvo curando en distintos sitios y a diversos
enfermos al mismo tiempo, con una bilocación sobrenatural.
El contemplativo Porres
recibía disciplinas hasta derramar sangre haciéndose azotar por el indio
inca por sus muchos pecados. Como otro pobre de Asís,
se mostró también amigo de perros cojos abandonados que curaba,
de mulos dispuestos para el matadero y hasta lo vieron
reñir a los ratones que se comían los lienzos de
la sacristía. Se ve que no puso límite en la
creación al ejercicio de la caridad y la transportó al
orden cósmico.
Murió el día previsto para su muerte que había
conocido con anticipación. Fue el 3 de noviembre de 1639
y causada por una simple fiebre; pidiendo perdón a los
religiosos reunidos por sus malos ejemplos, se marchó. El Virrey,
Conde de Chinchón, Feliciano de la Vega -arzobispo- y más
personajes limeños se mezclaron con los incontables mulatos y con
los indios pobres que recortaban tantos trozos de su hábito
que hubo de cambiarse varias veces.
Lo canonizó en papa Juan
XXIII en 1962.
Desde luego, está claro que la santidad no
entiende de colores de piel; sólo hace falta querer sin
límite.
¿Qué nos enseña su vida?
La vida de San Martín
nos enseña:
A servir a los demás, a los necesitados. San
Martín no se cansó de atender a los pobres y
enfermos y lo hacía prontamente. Demos un buen servicio a
los que nos rodean, en el momento que lo necesitan.
Hagamos ese servicio por amor a Dios y viendo a
Dios en las demás personas.
A ser humildes. San Martín fue
una persona que vivió esta virtud. Siempre se preocupó
por los demás antes que por él mismo. Veía las
necesidades de los demás y no las propias. Se ponía
en el último lugar. A llevar una vida de oración profunda.
La oración debe ser el cimiento de nuestra vida. Para
poder servir a los demás y ser humildes, necesitamos de
la oración. Debemos tener una relación intima con Dios
A ser
sencillos. San Martín vivió la virtud de la sencillez. Vivió
la vida de cara a Dios, sin complicaciones. Vivamos la
vida con espíritu sencillo.
A tratar con amabilidad a los
que nos rodean. Los detalles y el trato amable y
cariñoso es muy importante en nuestra vida. Los demás se
lo merecen por ser hijos amados por Dios.
A alcanzar la
santidad en nuestra vidas. Por alcanzar esta santidad, luchemos...
A
llevar una vida de penitencia por amor a Dios. Ofrezcamos
sacrificios a Dios.
San Martín de Porres se distinguió por
su humildad y espíritu de servicio, valores que en nuestra
sociedad actual no se les considera importantes. Se les da
mayor importancia a valores de tipo material que no alcanzan
en el hombre la felicidad y paz de espíritu. La
humildad y el espíritu de servicio producen en el hombre
paz y felicidad.
Oración Virgen María y San Martín de Porres, ayúdenme
este día a ser más servicial con las personas que
me rodean y así crecer en la verdadera santidad.
SAN MARTIN DE PORRES Religioso dominico, peruano. Fiesta: 3 de noviembre
San Martín de Porres-Vida de los Santos de BUTLER. Adaptada por el Padre Jordi Rivero
SAN
MARTIN DE PORRES fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en el
9 de diciembre de 1579. En el libro de bautismo fue inscrito como "hijo
de padre desconocido". Era hijo natural del caballero español Juan de
Porres (o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada
Ana Velásquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su
madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación
Vivió
pobremente hasta los ocho años en compañía de la madre y de una
hermanita que nació dos años después. Estuvo un breve tiempo con su
padre en el Ecuador ya que este llegó a reconocerlo y también a la
hermanita. Nuevamente quedó separado del padre le mandaba lo necesario
para hacerle terminar los estudios.
Martín
era inteligente y tenía inclinación por la medicina. Había aprendido
las primeras nociones en la droguería-ambulatorio de dos vecinos de
casa. La profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la
medicina. Así adquirió conocimientos de medicina y durante algún
tiempo, ejerció esta doble carrera.
Sintiendo
grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el
convento de los dominicos del Rosario en Lima. Su misma madre apoyó la
petición del santo y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos
quince años de edad.
En el
convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos. Fue
admitido sólo como "donado", es decir, como terciario y le confiaron los
trabajos más humildes de la comunidad. Martín es recordado con la
escoba, símbolo de su humilde servicio. Su humildad era tan ejemplar,
que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte
de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo
trató de perro mulato. En una ocasión, cuando el convento estaba en
situación económica muy apurada, Fray Martín, espontáneamente se ofreció
al Padre Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin
de remediar la situación.
Advirtiendo
los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le
confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad
que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en consideración a
los criados del convento ni a los religiosos de otras casas que,
informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima.
Bastante
trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a
los de su orden, sino que atendía a muchos enfermos pobres de la
ciudad. El día 2 de junio de 1603, después de nueve años de servir a la
orden como donado, le fue concedida la profesión religiosa y pronunció
los votos de pobreza, obediencia y castidad.
Juntaba
a su abnegada vida una penitencia austerísima, se maltrataba con dormir
debajo de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo
indispensable. Pasaba la mitad de la noche rezando a un crucifijo grande
que había en su convento iba y le contaba sus penas y sus problemas, y
ante el Santísimo Sacramento y arrodillado ante la imagen de la Virgen
María pasaba largos tiempos rezando con fervor. Añadía a esto un
espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes
contemplativos.
Dios
quiso que su santidad se conociera fuera de las paredes del monasterio,
por los extraordinarios carismas con que lo había enriquecido, entre
ellos, la profecía, éxtasis y la bilocación. Sin salir de Lima, fue
visto en África, en China y en Japón, animando a los misioneros que se
encontraban en dificultad. Mientras permanecía encerrado en su celda lo
veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos. En
ocasiones salía del convento a atender a un enfermo grave, y volvía
luego a entrar sin tener llave de la puerta y sin que nadie le abriera.
Preguntado cómo lo hacía, respondía: "Yo tengo mis modos de entrar y
salir".
Se le vio repetidas
veces en éxtasis y, algunas levantado en el aire muy cerca de un gran
crucifijo que había en el convento. A el acudían teólogos, obispos y
autoridades civiles en busca de consejo. Más de una vez el mismo virrey
tuvo que esperar ante su celda porque Martín estaba en éxtasis.
Llegaron los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no lo vieron.
Durante
la epidemia de peste, curó a cuantos acudían a él, y curó
milagrosamente a los sesenta cohermanos. Los frailes se quejaban de que
Fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo
que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y
pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se
los recibieran.
Con la ayuda
de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir a
todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su
penosa situación.
Sorprendió a
muchos con sus curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis
Gutiérrez que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los
tres días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al
hermano Martín, quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al
día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el brazo enteramente
sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar
posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido
pulmonía y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del
prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: "levántese y ponga su
mano aquí, donde me duele". ¿Para qué quiere un príncipe la mano de un
pobre mulato?, preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso
la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba
curado.
Otras veces, a la
curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues bastaba que
éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se presentase
a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con
llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente
guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín
atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir
las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente
cerradas. Alguien le preguntó: "¿Cómo ha podido entrar?" El santo
respondió: "Yo tengo modo de entrar y salir".
El
enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las
plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también
desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces
recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios
hermanos en religión y parte para los menesterosos de toda clase que
había en la ciudad.
Su
amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas
semejantes a las que se narran de San Francisco y de San Antonio de
Padua. Por ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo
atormentaban con sus picaduras e iba a que Juan Vázquez lo curase, éste
le decía: "Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos". Y
Fray Martín respondía: "¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al
hambriento?" __"¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gente!__ "Sin
embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios", respondió
el humilde fraile.
Es típico
el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el
vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: "Hermanos,
idos a la huerta, que allí hallaréis comida". Los ratones obedecieron
puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la
comida. Y si alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y
lo echaba a la huerta, diciendo: "Vete adonde no hagas mal". Loa
animales le seguían en fila muy obedientes. En una misma cacerola hacía
comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.
Sus
conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los
enfermos, solía decirles: "Yo te curo y Dios te sana". Todas las
maravillas en la vida del santo hay que entenderlas asociadas con el
profundo amor a Dios y al prójimo que lo caracterizaban.
Se sabe que Fray Martín y Santa Rosa de Lima,
terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces, aunque no
se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas.
A
los sesenta años, después de haber pasado 45 en religión, Fray Martín
se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La
conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chichón, se
acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí
mismo perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír
las palabras "Et homo factus est", besando el crucifijo expiró
plácidamente.
Murió el 3 de noviembre de 1639. Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros por su intercesión se multiplicaron.
Fue
beatificado en 1837 por Gregorio XVI y canonizado el 6 de mayo de 1962
por el Papa Juan XXIII. En 1966 Pablo VI lo proclamó patrono de los
peluqueros de Italia, porque en su juventud aprendió el oficio de
barbero-cirujano, que luego, al ingresar en la Orden de Predicadores,
ejerció ampliamente en favor de los pobres.
En la actualidad todavía se lo invoca contra la invasión de los ratones.
Notas:
……….El Beato Martín es, en los Estados Unidos y en otros países, el
patrono de las obras que promueven la armonía entre las razas y la
justicia interracial; por ello existen varias biografías de tipo
popular,……….
BIBLIOGRAFÍAButler; Vida de los SantosSálesman, Eliecer, Vidas de Santos 4 Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini; Un Santo Para Cada Día
TODO EL QUE SE HUMILLA SERA ENALTECIDO
San Martín de Porres
Año 1639
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Dijo
Jesús: Todo el que se
humilla será enaltecido.
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En
Sudamérica es muy popular San Martín de Porres y hasta se han filmado
hermosas películas acerca de su vida y milagros. Es un santo muy simpático
y milagroso.
Nació
en Lima, Perú, hijo de un blanco español y de una negra africana. Por el
color de su piel, su padre no lo quiso reconocer y en la partida de bautismo
figura como "de padre desconocido". Su infancia no fue demasiado
feliz, pues por ser mulato (mitad blanco y mitad negro, pero más negro que
blanco) era despreciado en la sociedad.
Aprendió
muy bien los oficios de peluquero y de enfermero, y aprovechaba sus dos
profesiones para hacer muchos favores gratuitamente a los más pobres.
A
los 15 años pidió ser admitido en la comunidad de Padres Dominicos. Como a
los mulatos les tenían mucha desconfianza, fue admitido solamente como
"donado", o sea un servicial de la comunidad. Así vivió 9 años,
practicando los oficios más humildes y siendo el último de todos.
Al
fin fue admitido como hermano religioso en la comunidad y le dieron el
oficio de peluquero y de enfermero. Y entonces sí que empezó a hacer obras
de caridad a manos llenas. Los frailes se quejaban de que Fray Martín
quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba
lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a
recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se los recibieran.
Con
la ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para
reunir a todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su
penosa situación.
Aunque
él trataba de ocultarse, sin embargo su fama de santo crecía día por
día. Lo consultaban hasta altas personalidades. Muchos enfermos lo primero
que pedían cuando se sentían graves era: "Que venga el santo hermano
Martín". Y él nunca negaba un favor a quien podía hacerlo. Pasaba la
mitad de la noche rezando. A un crucifijo grande que había en su convento
iba y le contaba sus penas y sus problemas, y ante el Santísimo Sacramento
y arrodillado ante la imagen de la Virgen María pasaba largos tiempos
rezando con fervor.
Sin
moverse de Lima, fue visto sin embargo en China y en Japón animando a los
misioneros que estaban desanimados. Sin que saliera del convento lo veían
llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos. A los ratones
que invadían la sacristía los invitaba a irse a la huerta y lo seguían en
fila muy obedientes. En una misma cacerola hacía comer al mismo tiempo a un
gato, un perro y varios ratones. Llegaron los enemigos a su habitación a
hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no
lo vieron.
Cuando
oraba con mucha devoción se levantaba por los aires y no veía ni escuchaba
a la gente. A veces el mismo virrey que iba a consultarle (siendo Martín
tan de pocos estudios) tenía que aguardar un buen rato en la puerta de su
habitación, esperando a que terminara su éxtasis. En ocasiones salía del
convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener
llave de la puerta y sin que nadie le abriera. Preguntado cómo lo hacía,
respondía: "Yo tengo mis modos de entrar y salir".
El
Arzobispo se enfermó gravemente y mandó llamar al hermano Martín para que
le consiguiera la curación para sus graves dolores. Él le dijo: ¿Cómo se
le ocurre a su excelencia invitar a un pobre mulato? Pero luego le colocó
la mano sobre el sitio donde sufría los fuertes dolores, rezó con fe, y el
arzobispo se mejoró en seguida.
Recogía
limosnas en cantidades asombrosas y repartía todo lo que recogía. Miles de
menesterosos llegaban a pedirle ayuda.
A
los 60 años, después de haber pasado 45 años en la comunidad, mientras le
rezaban el Credo y besando un crucifijo, murió el 3 de noviembre de 1639.
Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros empezaron a obtenerse a
montones por su intercesión.
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