|
Carlos Borromeo, Santo |
Cardenal Arzobispo de Milán
Martirologio Romano: Memoria de san Carlos Borromeo,
obispo, que nombrado cardenal por su tío materno, el papa
Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en esta
sede un verdadero pastor fiel, preocupado por las necesidades de
la Iglesia de su tiempo, y para la formación del
clero convocó sínodos y erigió seminarios, visitó muchas veces toda
su diócesis con el fin de fomentar las costumbres cristianas
y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó
a la patria celeste en la fecha de ayer (1584)
Etimología:
Carlos = Aquel que es dotado de noble inteligencia, es
de origen germánico
La gigantesca estatua que sus conciudadanos le dedicaron
en Arona, sobre el Lago Mayor en el norte de
Italia, expresa muy bien la gran estatura humana y espiritual
de este santo activo, bienhechor y comprometido en todos los
campos del apostolado cristiano. Había nacido en 1538. Sobrino del
Papa Pío IV, fue creado cardenal diácono cuando sólo tenía
21 años. El mismo Papa lo nombró secretario de Estado,
siendo el primero que desempeñó este cargo en el sentido
moderno. Aún permaneciendo en Roma para dirigir los asuntos, tuvo
el privilegio de poder administrar desde lejos la arquidiócesis de
Milán.
Cuando murió su hermano mayor, renunció definitivamente al título de
conde y a la sucesión, y prefirió ser ordenado sacerdote
y obispo a los 24 años de edad. Dos años
después, muerto el Papa Pío IV, Carlos Borromeo dejó definitivamente
Roma y fue recibido triunfalmente en la sede episcopal de
Milán, en donde permaneció hasta la muerte, cuando tenía sólo
46 años.
En una diócesis que reunía a los pueblos
de Lombardía, Venecia, Suiza, Piamonte y Liguria, Carlos estaba presente
en todas partes. Su escudo llevaba un lema de una
sola palabra: “Humilitas”, humildad. No era una simple curiosidad heráldica,
sino una elección precisa: él, noble y riquisimo, se privaba
de todo y vivía en contacto con el pueblo para
escuchar sus necesidades y confidencias. Fue llamado “padre de los
pobres”, y lo fue en el pleno sentido de la
palabra. Empleó todos sus bienes en la construcción de hospitales,
hospicios y casas de formación para el clero.
Se comprometió en
llevar adelante las reformas sugeridas por el concilio de Trento,
del que fue uno de los principales actores. Animado por
un sincero espíritu de reforma, impuso una rígida disciplina al
clero y a los religiosos, sin preocuparse por las hostilidades
que se iban formando en los que no querían renunciar
a ciertos privilegios que brindaba la vida eclesiástica y religiosa.
Fue blanco de un atentado mientras rezaba en la capilla,
pero salió ileso, perdonando generosamente a su atacante.
Durante la larga
y terrible epidemia que estalló en 1576, viajó a todos
los rincones de su diócesis. Empleó todas las energías y
su caridad no conoció límites. Pero su robusta naturaleza tuvo
que ceder ante el peso de tanta fatiga. Murió el
3 de noviembre de 1584. Fue canonizado en 1610 por
el Papa Pablo V.
San Carlos Borromeo Arzobispo de Milán y Cardenal Fiesta: 4 de noviembre Patrón de: Catequistas, Seminaristas
"Carlos" significa "hombre prudente"
Vida de San Carlos Borromeo
San
Carlos Borromeo, un santo que tomó muy en serio las palabras de Jesús;
"Quien ahorra su vida, la pierde, pero el que gasta su vida por Mí, la
ganará".
Era
de familia muy rica. Su hermano mayor, a quien correspondía la mayor
parte de la herencia, murió repentinamente al caer de un caballo. El
consideró la muerte de su hermano como un aviso enviado por el cielo,
para estar preparado porque el día menos pensado llega Dios por medio de
la muerte a pedirnos cuentas. Renunció a sus riquezas y fue ordenado
sacerdote y mas tarde Arzobispo de Milán. Aunque no faltan las
acusaciones de que su elección fue por nepostismo (era sobrino del
Papa), sus enormes frutos de santidad demuestran que fue una elección
del Espíritu Santo.
Como
obispo, su diócesis que reunía a los pueblos de Lombardía, Venecia,
Suiza, Piamonte y Liguria. Los atendía a todos. Su escudo llevaba una
sola palabra: "Humilitas", humildad. El, siendo noble y riquísimo,
vivía cerca del pueblo, prívandose de lujos. Fue llamado con razón
"padre de los pobres"
Decía
que un obispo demasiado cuidadoso de su salud no consigue llegar a ser
santo y que a todo sacerdote y a todo apóstol deben sobrarle trabajos
para hacer, en vez de tener tiempo de sobra para perder.
Para
con los necesitados era supremamente comprensivo. Para con sus
colaboradores era muy amigable y atento, pero exigente. Y para consigo
mismo era exigentísimo y severo.
Fue el primer secretario de Estado del Vaticano (en el sentido moderno).
Fue blanco de un vil atentado, mientras rezaba en su capilla, pero salió ileso, perdonando generosamente al agresor.
Fundó
seminarios para formar sacerdotes bien preparados, y redactó para esos
institutos unos reglamentos tan sabios, que muchos obispos los copiaron
para organizar según ellos sus propios seminarios.
Fue
amigo de San Pío V, San Francisco de Borja, San Felipe Neri, San Félix
de Cantalicio y San Andrés Avelino y de varios santos más.
Murió
joven y pobre, habiéndo enriquecido enormemente a muchos con la gracia.
……murió diciendo: "Ya voy, Señor, ya voy". En Milán casi nadie durmió
esa noche, ante la tremenda noticia de que su queridísimo Cardenal
arzobispo, estaba agonizando.
Vida de San Carlos Borromeo-Fuente: Vidas de los Santos, de Butler, IV
Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI,
lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la
Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y
malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los
promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni
más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con San Pío V, San
Felipe Neri y San Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más
grandes de la contrareforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el
conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes.
Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis.
Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el
nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los varones entre los seis
hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago
Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dió muestras
de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su
tío, Julio Cesar Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San
Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos
de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su
padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no
podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en
educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia.
Despúes de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la
Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco
Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del
santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no
era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un
poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus
estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo
de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy
dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte
mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que
atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su
posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los
veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de
doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su
tío el cardenal de Médicism había sido elegido Papa en el cónclave de
1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
A
principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y,
el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede vacante de Milán,
pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos
cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de
Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de
Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y
además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros
de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y
responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún
veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es
increíble la cantidad de trabajo que san carlos podía despachar sin
apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además,
encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia,
para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo
promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el
objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia
literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y
trabajos fueron publicados entre las obras de San Carlos con el título
de Noctes Vaticanae. Por entonces, juzgó necesario atenerse a la
costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio
magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los
personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las
circunstancias. Pero en su corazón, estaba profundamente desprendido de
todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y
su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en
la adversidad; San Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad
de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se
despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible
por preveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los
desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del Papa de
que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El Venerable Bartolomé de
Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y
San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel
siervo de Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya
sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no
ignorais lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmenso.
¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor
que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un
monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos". El arzobispo
disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado
que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia,
sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis
en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San Carlos se enteró de
que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente con el objeto
de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo
que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal
circunstancia.
Pío IV había
anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a
reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó
toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su
proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesásticas
eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el
Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que
duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y
vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias
veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra
incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que
prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante.
Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas
reuniones particulares se aprobaron muchísimo de los decretos dogmáticos
y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a San Carlos
más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la
asamblea, de suerte que puede decirse que él fue director intelectual y
el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento.
En
el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo
cual, San Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se
hizo más dificil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el
estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello.
Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote
en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque
no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos,
se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del
Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música
sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli.
Milán que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se
hallaba en un estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho
todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos
jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso
para reunir un concilio provicional y visitar su diócesis. Antes de que
partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El
pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la
catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con
vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas
decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento,
sobre la diciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los
divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la
enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron
tan atinados que el Papa escribió a San Carlos para felicitarle. Cuando
el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de
Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de
muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V,
pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar
los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó
la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo
hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San
Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en seguida empezó a trabajar
enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la
organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado
como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo.
Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no
desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber,
de suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las
rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte de
las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al
lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el
lecho, el santo dijo, sonriendo: "La mejor manera de no encontrar el
lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar".
Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por
San Carlos: "De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo
absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una
visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por
la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja.
Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse
mejor y él sonrió al responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día
estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única
sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el
invierno' ". Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla
de plata y otros objetos preciosos en 30,000 coronas, suma que consagró
íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía
orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las
limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de San
Carlos dejó un recuerdo inperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan
liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía
llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el
santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios
Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los
días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr.
Griffith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática
galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen, quien más tarde
llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y
llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el mayor
respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni
administraba ningun sacramento apresuradamente, por grande que fuese su
prisa o por larga que resultase la función.
Su
espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo
espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de
perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que
San Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la
organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de cien
personas; la mayor parte eran clérigos, a lo que el santo pagaba
generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la
diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las
prácticas religiosas estaban desfiguradas por la supertición y
profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono,
porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran
indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el
mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos
y múltiples instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente
las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas
medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las
consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San
Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que
Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la
decadencia espiritual de la Edad Media y por los exesos de los
reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y
las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por
la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni
clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a
vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes. San
Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de
paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este
propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: "Muchas veces me he
maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener
ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales
cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma
seriedad y apenas se poda oir su voz; sin embargo, sus palabras
producían siempre efecto". San Carlos ordenó que se atendiese
especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con
imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el
catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de
la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740
escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó
las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las
introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San Carlos se
valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo
("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y,
en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados
Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su
obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto
en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde
de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San
Ambrosio y de San Carlos.
Pero
en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en
ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin
escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos
que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a
prestar oídos a las exortaciones del santo, fueron aprisionados por
orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los funcionarios de la
curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de
España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de
la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente,
excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el
fallo sobre este conflicto de juridicción favoreció a San Carlos, ya que
en la antigua ley un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero
el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió
por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de
Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado
completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía
mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El
santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos
indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las
costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes
zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en
paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de
Santa María della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción
del ordinario) no correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a
San Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y
a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San
Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica;
pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo
un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante
el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a
Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo,
diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata
estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán
escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por
traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al
arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero
acabaron por doblegarse.
Antes
de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos corrió un
peligro todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que contaba
ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras,
se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los
humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido
aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el
Papa anulase las disposiciones de San Carlos y, al fracasar sus
intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a
San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina,
aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se
obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de
octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa
de San Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con
los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y,
precisamente en el momento en que entonaban las palabras, "Ya es tiempo
de que vuelva a Aquél que me envió", el asesino descargó su pistola
contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo,
en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte,
encomendaba su vida a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus
ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba
ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San
Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar
nuevamente su vida a Dios.
Al
salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y
aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos
católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la
disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al
siguiente, Milán atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió
ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses,
dió de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como
había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que
modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna
mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio
XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al
poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues
el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la
juridicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el
rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para
vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del
palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no
estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al
gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte
más importante del "cuidado pastoral" que ensalza el oficio de la fiesta
de San Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso
y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se
hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se
preocupaba demasiado por él. El santo respondió: "¡Bien se ve que no
sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!" Ya mencionamos arriba
la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron.
Por otra parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once
diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de
sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó
una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de
cada punto: "¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?"
El santo fundó tres seminarios en la arqudiócesis de Milán, para otros
tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en
todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino
acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la
indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán.
Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos
de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la
epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El
gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se
consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese
suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los
superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda.
Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien
San Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador,
Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que
volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner
coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado
pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a
quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a
San Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles
alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital.
La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San
Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y
contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos
para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse
desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las precesiones.
Se colocó a los enfermos en las casas vacias de las afueras de la ciudad
y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de
ayudantes laicos, y se erigieron altares en las en las calles para que
los enfermos pudiesen asistir a misa desde las ventanas. Pero el
arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y
distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los
moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la
peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni
siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer
intentos para poner en mal a San Carlos con el Papa. Tal vez algunas de
sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en
el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando
terminó la epidemia, San Carlos decidió reorganizar el capítulo de la
catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el
santo determinó entonces fundar sus oblatos.
En
la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de
jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de
ellos predicó ante él: era el Beato Rodolfo Sherwin, quien un año y
medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, San
Carlos le dio la primera comunión a Luis Gonzaga, que tenía entonces
doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a
afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa
hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A
fines de 1583, San Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico
y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino
también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el
pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado
a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de
discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas
protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su
comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el
Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiendose enterado de que el duque
Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle
inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la
habitación del duque, éste exclamó: "¡Estoy curado!" El santo le dió la
comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había
recobrado la salud gracias a las oraciones de San Carlos y, después de
la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.
En
el año de 1584, decayó más la salud del santo. Después de fundar en
Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió en octubre, a Monte
Varallo para hacer su retiro annual, acompañado por el P. Adorno, S. J.
Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco
tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29
del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los
fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su
ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos
"inmediatamente" y los recibió de manos del arcipreste de su catedral.
Al
principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente,
mientras pronunciaba las palabras "Ecce venio". No tenía más que
cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó
rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo
Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que,
en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de
requiem, sino una misa solemne.
San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1ro de noviembre de 1610.
BIBLIOGRAFIAButler, Vida de los Santos, Vol IV Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos, Vol. 4
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario