«Quédate aquí —dijo la mujer aparentando afecto—.
Aquí vas a estar bien. Verás correr a los perritos y te vas a
entretener.» Luego puso una bolsa con pañales a su lado y una nota
escrita que decía: «Me llamo John King; padezco la enfermedad de
Alzheimer», y desapareció, abandonando al anciano en una pista de
carreras de perros.
La que abandonó al anciano era Sue Gifford, mujer de
cuarenta y un años de edad. El anciano abandonado era su propio padre,
de ochenta y dos años, víctima de Alzheimer. Para librarse de la carga
que significa esa enfermedad, la hija lo llevó a una pista de carreras
de perros y lo abandonó en su silla de ruedas. El juez la condenó a seis
años de prisión.
Este caso, que apareció en uno de los periódicos de
Estados Unidos, conmovió a toda la comunidad. Se sabe que la enfermedad
de Alzheimer es dolorosa. Deja a la persona totalmente inhabilitada. Ya
no puede valerse por sí misma. Es un caso patético del ser humano que ha
perdido lo mejor que tiene: la chispa de la inteligencia. Esa es la
condición de la víctima de Alzheimer. Es una muerte en vida.
No obstante, hay una ley universal que descansa sobre
el ser humano: «Honra a tu padre y a tu madre, para que disfrutes de
una larga vida en la tierra que te da el Señor tu Dios» (Éxodo 20, 12).
Es el cuarto mandamiento del decálogo de Moisés. Abandonar a los padres
ancianos por cualquier causa que sea, y especialmente si es sólo por
quitarnos de encima el estorbo que ellos nos resultan, es el colmo de la
ingratitud y el desprecio.
En muchos lugares hay establecimientos excelentes que
se especializan en prestar la atención debida a los ancianos. Y muchos
hijos, con sabiduría y cariño, internan allí a sus progenitores
inhabilitados. Pero no los abandonan. Los visitan. Y los hijos se toman
el tiempo de estar con ellos, mostrando preocupación y ternura.
Sin embargo, cuando los hijos no tienen la facilidad
de internar a sus padres en lugares como esos, tienen que ponerse en
juego otros recursos. En tales casos hace falta un amor muy especial y
un cariño único.
El mandamiento de honrar a nuestros padres viene de
Dios. También vienen de Dios, para quien los desee, la inspiración, la
paciencia y la determinación de proceder conforme a los eternos y justos
mandamientos divinos. Honremos a nuestro padre y a nuestra madre. Algún
día seremos nosotros los que recibamos esa honra.
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