martes, 16 de octubre de 2012

Sacramento de la Reconciliación.

Confesarse, ¿por qué? La reconciliación es la belleza de Dios
Si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón, sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro.
 
Confesarse, ¿por qué? La reconciliación es la belleza de Dios
Confesarse, ¿por qué? La reconciliación es la belleza de Dios



Confesarse, ¿por qué?

Tratemos de comprender juntos qué es la confesión: si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón, sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro, en el que Dios, dándote su perdón mediante el ministro de la Iglesia, crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo, para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él, contigo mismo y con los demás, llegando a ser tú también capaz de perdonar y amar, más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.



1. ¿Por qué confesarse?

Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me hacen a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una pregunta que vuelve a plantearse de muchas formas: ¿por qué ir a un sacerdote a decir los propios pecados y no se puede hacer directamente con Dios, que nos conoce y comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y, de manera más radical: ¿por qué hablar de mis cosas, especialmente de aquellas de las que me avergüenzo incluso conmigo mismo, a alguien que es pecador como yo, y que quizá valora de modo completamente diferente al mío mi experiencia, o no la comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de lo que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de los sacerdotes para que nos portemos bien?

A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a que se me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal sino que hace mal. Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se derrochan violencia, guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas (un ejemplo de este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en los periódicos, radio, televisión e Internet). Quien cree en el amor de Dios, además, percibe que el pecado es amor replegado sobre sí mismo («amor curvus», «amor cerrado», decían los medievales), ingratitud de quien responde al amor con la indiferencia y el rechazo. Este rechazo tiene consecuencias no sólo en quien lo vive, sino también en toda la sociedad, hasta producir condicionamientos y entrelazamientos de egoísmos y de violencias que se constituyen en auténticas «estructuras de pecado» (pensemos en las injusticias sociales, en la desigualdad entre países ricos y pobres, en el escándalo del hambre en el mundo...). Justo por esto no se debe dudar en subrayar lo enorme que es la tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido del pecado --muy diversa de esa enfermedad del alma que llamamos «sentimiento de culpa»-- debilita el corazón ante el espectáculo del mal y las seducciones de Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.


2. La experiencia del perdón

A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es malo y que hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido de que el bien existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es hermosa y que vivir rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la pena. La razón profunda que me lleva a pensar así es la experiencia de la misericordia de Dios que hago en mí mismo y que veo resplandecer en tantas personas humildes: es una experiencia que he vivido muchas veces, tanto dando el perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo. Hace años que me confieso con regularidad, varias veces al mes y con la alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme amado de modo nuevo por Dios, cada vez que su perdón me alcanza a través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es la alegría que he visto muy a menudo en el rostro de quien venía a confesarse: no el fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado el saco» (la confesión no es un desahogo psicológico ni un encuentro consolador, o no lo es principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro», tocados en el corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos transforma. Pedir con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad es fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso confesarse. Querría compartir las razones de esta alegría a todos aquellos a los que logre llegar con esta carta.


3. ¿Confesarse con un sacerdote?

Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a un sacerdote los propios pecados y no se puede hacer directamente a Dios? Ciertamente, uno se dirige siempre a Dios cuando confiesa los propios pecados. Que sea, sin embargo, necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo hace comprender el mismo Dios: al enviar a su Hijo con nuestra carne, demuestra querer encontrarse con nosotros mediante un contacto directo, que pasa a través de los signos y los lenguajes de nuestra condición humana. Así como Él ha salido de sí mismo por amor nuestro y ha venido a «tocarnos» con su carne, también nosotros estamos llamados a salir de nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad y fe a quien puede darnos el perdón en su nombre con la palabra y con el gesto. Sólo la absolución de los pecados que el sacerdote te da en el sacramento puede comunicarte la certeza interior de haber sido verdaderamente perdonado y acogido por el Padre que está en los cielos, porque Cristo ha confiado al ministerio de la Iglesia el poder de atar y desatar, de excluir y de admitir en la comunidad de la alianza (Cf. Mateo 18,17). Es Él quien, resucitado de la muerte, ha dicho a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan 20,22-23). Por lo tanto, confesarse con un sacerdote es muy diferente de hacerlo en el secreto del corazón, expuesto a tantas inseguridades y ambigüedades que llenan la vida y la historia. Tu solo no sabrás nunca verdaderamente si quien te ha tocado es la gracia de Dios o tu emoción, si quien te ha perdonado has sido tú o ha sido Él por la vía que Él ha elegido. Absuelto por quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón, podrás experimentar la libertad que sólo Dios da y comprenderás por qué confesarse es fuente de paz.


4. Un Dios cercano a nuestra debilidad

La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que se nos ofrece en Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la Iglesia. En este signo eficaz de la gracia, cita con la misericordia sin fin, se nos ofrece el rostro de un Dios que conoce como nadie nuestra condición humana y se le hace cercano con tiernísimo amor. Nos lo demuestran innumerables episodios de la vida de Jesús, desde el encuentro con la Samaritana a la curación del paralítico, desde el perdón a la adúltera a las lágrimas ante la muerte del amigo Lázaro... De esta cercanía tierna y compasiva de Dios tenemos inmensa necesidad, como lo demuestra también una simple mirada a nuestra existencia: cada uno de nosotros convive con la propia debilidad, atraviesa la enfermedad, se asoma a la muerte, advierte el desafío de las preguntas que todo esto plantea el corazón. Por mucho que luego podamos desear hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone continuamente al riesgo de caer en la tentación.

El Apóstol Pablo describió con precisión esta experiencia: «Hay en mí el deseo del bien, pero no la capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos 7,18s). Es el conflicto interior del que nace la invocación: «Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Romanos 7, 24). A ella responde de modo especial el sacramento del perdón, que viene a socorrernos siempre de nuevo en nuestra condición de pecado, alcanzándonos con la potencia sanadora de la gracia divina y transformando nuestro corazón y nuestros comportamientos. Por ello, la Iglesia no se cansa de proponernos la gracia de este sacramento durante todo el camino de nuestra vida: a través de ella Jesús, verdadero médico celestial, se hace cargo de nuestros pecados y nos acompaña, continuando su obra de curación y de salvación. Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con el Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad y el empeño siempre nuevo del corazón que se entrega y acoge el amor que se le ofrece, hasta el día en que Dios será todo en todos.


5. Las etapas del encuentro con el perdón.

Justo porque fue deseado por un Dios profundamente «humano», el encuentro con la misericordia que nos ofrece Jesús se produce en varias etapas, que respetan los tiempos de la vida y del corazón. Al inicio, está la escucha de la buena noticia, en la que te alcanza la llamada del Amado: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1,15). A través de esta voz el Espíritu Santo actúa en ti, dándote dulzura para consentir y creer en la Verdad. Cuando te vuelves dócil a esta voz y decides responder con todo el corazón a Quien te llama, emprendes el camino que te lleva al regalo más grande, un don tan valioso que le lleva a Pablo a decir: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios! » (2 Corintios 5, 20).

La reconciliación es precisamente el sacramento del encuentro con Cristo que, mediante el ministerio de la Iglesia, viene a socorrer la debilidad de quien ha traicionado o rechazado la alianza con Dios, lo reconcilia con el Padre y con la Iglesia, lo recrea como criatura nueva en la fuerza del Espíritu Santo. Este sacramento es llamado también de la penitencia, porque en él se expresa la conversión del hombre, el camino del corazón que se arrepiente y viene a invocar el perdón de Dios. El término confesión --usado normalmente-- se refiere en cambio al acto de confesar las propias culpas ante el sacerdote pero recuerda también la triple confesión que hay que hacer para vivir en plenitud la celebración de la reconciliación: la confesión de alabanza («confessio laudis»), con la que hacemos memoria del amor divino que nos precede y nos acompaña, reconociendo sus signos en nuestra vida y comprendiendo mejor así la gravedad de nuestra culpa; la confesión del pecado, con la que presentamos al Padre nuestro corazón humilde y arrepentido, reconociendo nuestros pecados («confessio peccati»); la confesión de fe, por último, con la que nos abrimos al perdón que libera y salva, que se nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A su vez, los gestos y las palabras en las que expresaremos el don que hemos recibido confesarán en la vida las maravillas realizadas en nosotros por la misericordia de Dios.


6. La fiesta del encuentro

En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran variedad de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han mantenido todas la estructura fundamental del encuentro personal entre el pecador arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del ministerio del obispo o del sacerdote. A través de las palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre pecador que, sin embargo, ha sido elegido y consagrado para el ministerio, es Cristo mismo el que acoge al pecador arrepentido y lo reconcilia con el Padre y en el don del Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia. Reconciliados con Dios, somos acogidos en la comunión vivificante de la Trinidad y recibimos en nosotros la vida nueva de la gracia, el amor que sólo Dios puede infundir en nuestros corazones: el sacramento del perdón renueva, así, nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en cuyo nombre se nos da la absolución de las culpas. Como muestra la parábola del Padre y los dos hijos, el encuentro de la reconciliación culmina en un banquete de platos sabrosos, en el que se participa con el traje nuevo, el anillo y los pies bien calzados (Cf. Lucas15,22s): imágenes que expresan todas la alegría y la belleza del regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las palabras del padre de la parábola, «comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar que aquél hijo podemos ser cada uno de nosotros!


7. La vuelta a la casa del Padre

En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a casa» (este es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá», que el hebreo usa para decir «conversión»). Mediante la toma de conciencia de tus culpas, te das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria del amor: adviertes malestar, dolor, porque comprendes que la culpa es una ruptura de la alianza con el Señor, un rechazo de su amor, es «amor no amado», y por ello es también fuente de alienación, porque el pecado nos desarraiga de nuestra verdadera morada, el corazón del Padre. Es entonces cuando hace falta recordar la casa en la que nos esperan: sin esta memoria del amor no podríamos nunca tener la confianza y la esperanza necesarias para tomar la decisión de volver a Dios. Con la humildad de quien sabe que no es digno de ser llamado «hijo», podemos decidirnos a ir a llamar a la puerta de la casa del Padre: ¡qué sorpresa descubrir que está en la ventana escrutando el horizonte porque espera desde hace mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras manos abiertas, al corazón humilde y arrepentido responde la oferta gratuita del perdón con el que el Padre nos reconcilia consigo, «convirtiéndonos» de alguna manera a nosotros mismos: « Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lucas 15,20). Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce de modo renovado en la condición de hijos, ofrecida por la alianza establecida en Jesús.


8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros

En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en nuestros corazones. Este encuentro se realiza mediante el itinerario que lleva a cada uno de nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y dolor de los pecados y a recibir con gratitud plena de estupor el perdón. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz, morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado. Su sangre, derramada por nosotros nos reconcilia con Dios y con los demás, abatiendo el muro de la enemistad que nos mantenía prisioneros de nuestra soledad sin esperanza y sin amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la potencia de su Amor victorioso. Liberados por el Señor Jesús, estamos llamados a vivir como Él libres del miedo, de la culpa y de las seducciones del mal, para realizar obras de verdad, de justicia y de paz.


9. La vida nueva del Espíritu

Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf. Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva, comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al pecador perdonado a expresar en la vida la paz recibida, aceptando sobre todo las consecuencias de la culpa cometida, la llamada «pena», que es como el efecto de la enfermedad representada por el pecado, y que hay que considerarla como una herida que curar con el óleo de la gracia y la paciencia del amor que hemos de tener hacia nosotros mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a madurar el firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de empeños concretos de caridad y de oración: el signo penitencial requerido por el confesor sirve justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la que así renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y la fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón» quiere decir justamente don renovado: ¡perdonar es dar infinitamente!) Te pregunto entonces: ¿por qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate a la confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe: te cambiará la vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos se abrirán para reconocer los signos de la belleza de Dios presentes en la creación y en la historia y te surgirá del alma el canto de alabanza.

Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del perdón, querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está siempre pronto --a tiempo y a destiempo--, a anunciar a todos la misericordia y a dar a quien te lo pide el perdón que necesita para vivir y morir. Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios en su vida!


10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!

La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía: lo expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de Friedrich Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras apasionadas, signo de la necesidad de misericordia divina que todos llevamos dentro: «Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como tempestad sacudas mi vida, tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte y también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se atribuye a san Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada por la gracia del perdón:

Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar.

Son éstos los frutos de la reconciliación, invocada y acogida por Dios, que auguro a todos vosotros que me leéis. Con este augurio, que se hace oración, os abrazo y bendigo uno a uno.


PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA

Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y no demasiado lejanos en el tiempo, en un clima de oración, respondiendo a estas preguntas bajo la mirada de Dios, eventualmente verificándolo con quien pueda ayudarte a caminar más rápido en la vía del Señor:

1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37). ¿Amo así al Señor? ¿Le doy el primer lugar en mi vida? Me empeño en rechazar todo ídolo que puede interponerse entre El y yo, ya sea el dinero, el placer, la superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy perseverante en la oración?

2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt 5,11). ¿Respeto el nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme a Él ofendiéndole o sirviéndome de Él en lugar de servirlo? ¿Bendigo a Dios en cada uno de mis actos? ¿Me remito sin reservas a su voluntad sobre mí, confiando totalmente en Él? ¿Me confío con humildad y confianza a la guía y a la enseñanza de los pastores que el Señor ha dado a su Iglesia? ¿Me empeño en profundizar y nutrir mi vida de fe?

3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo la centralidad del domingo, empezando por su centro que es la celebración de la eucaristía, y los otros días consagrados al Señor para alabarlo y darle gracias para confiarme a Él y reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y empeño en la liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y esforzándome en obtener fruto durante toda la semana? ¿Santifico el día de fiesta con algún gesto de amor hacia quien lo necesita?

4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo y respeto a quienes me han dado la vida? ¿Me esfuerzo por comprenderles y ayudarles, sobre todo en su debilidad y sus límites?

5. «No matar» (Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y promover la vida en todas sus etapas y en todos sus aspectos? ¿Hago todo lo que está en mi poder por el bien de los demás? ¿He hecho mal a alguien con la intención explícita de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). ¿Cómo vivo la caridad hacia el prójimo? ¿Estoy atento y disponible, sobre todo hacia los más pobres y los más débiles? ¿Me amo a mí mismo, sabiendo aceptar mis límites bajo la mirada de Dios?

6. «No cometerás actos impuros» (cf. Dt 5,18). «No desearás la mujer de tu prójimo» (Dt 5,21). ¿Soy casto en pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo en amar con gratuidad, libre de la tentación de la posesión y de los celos? ¿Respeto siempre y en todo la dignidad de la persona humana? ¿Trato mi cuerpo y el cuerpo de los demás como templo del Espíritu Santo?

7. «No robar» (Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt 5,21). ¿Respeto los bienes de la creación? ¿Soy honesto en el trabajo y en mis relaciones con los demás? ¿Respeto el fruto de trabajo de los demás? ¿Soy envidioso del bien de los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros felices o pienso sólo en mi felicidad?

8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt 5,20). ¿Soy sincero y leal en cada palabra y acción? ¿Testimonio siempre y sólo la verdad? ¿Trato de dar confianza y actúo en modo de merecerla?

9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a Dios y a los demás? ¿Trato de ser como Él humilde, pobre y casto?

10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la comunión fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo la esperanza en la vida eterna, mirando cada cosa a la luz del Dios que llega y confiando siempre en sus promesas.


Naturaleza, virtud, sacramento, institución
Información detallada de este sacramento.
 
Naturaleza, virtud, sacramento, institución
Naturaleza, virtud, sacramento, institución


Naturaleza

Penitencia en su sentido etimológico, viene del latín “poenitere” que significa: tener pena, arrepentirse.

Cuando hablamos teológicamente, este término se utiliza tanto para hablar de una virtud, como de un sacramento.


Como virtud moral:

Esta virtud moral, hace que el pecador se sienta arrepentido de los pecados cometidos, tener el propósito de no volver a caer y hacer algo en satisfacción por haberlos cometidos.

Cristo nos llama a la conversión y a la penitencia, pero no con obras exteriores, sino a la conversión del corazón, a la penitencia interior. De otro modo, sin esta disposición interior todo sería inútil. (Cfr. Is. 1, 16-17; Mt. 6, 1-6; 16-18)

Cuando hablamos teológicamente de esta virtud, no nos referimos únicamente a la penitencia exterior, sino que esta reparación tiene que ir acompañada del dolor de corazón por haber ofendido a Dios. No sería válido pedirle perdón por una ofensa a un jefe por miedo de perder el trabajo, sino que hay que hacerlo porque al faltar a la caridad, hemos ofendido a Dios. (Cfr. Catec. no. 1430 –1432)

Todos debemos de cultivar esta virtud, que nos lleva a la conversión. Los medios para cultivar esta virtud son: la oración, confesarse con frecuencia, asistir a la Eucaristía – fuente de las mayores gracias -, la práctica del sacrificio voluntario, dándole un sentido de unión con Cristo y acercándose a María.


Como sacramento:

La virtud nos lleva a la conversión, como sacramento es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo, que perdona los pecados cometidos contra Dios - después de haberse bautizado -, obtiene la reconciliación con la Iglesia, a quien también se ha ofendido con el pecado, al pedir perdón por los pecados ante un sacerdote. Esto fue definido por el Concilio de Trento como verdad de fe. (Cfr. L.G. 11).

A este sacramento se le llama sacramento de “conversión”, porque responde a la llamada de Cristo a convertirse, de volver al Padre y la lleva a cabo sacramentalmente. Se llama de “penitencia” por el proceso de conversión personal y de arrepentimiento y de reparación que tiene el cristiano. También es una “confesión”, porque la persona confiesa sus pecados ante el sacerdote, requisito indispensable para recibir la absolución y el perdón de los pecados graves.

El nombre de “Reconciliación” se debe a que reconcilia al pecador con el amor del Padre. Él mismo nos habla de la necesidad de la reconciliación. “Ve primero a reconciliarte con tu hermano”. (Mt. 5,24) (Cfr. Catec. nos. 1423 –1424).

El sacramento de la Reconciliación o Penitencia y la virtud de la penitencia están estrechamente ligados, para acudir al sacramento es necesaria la virtud de la penitencia que nos lleva a tener ese sincero dolor de corazón.

La Reconciliación es un verdadero sacramento porque en él están presente los elementos esenciales de todo sacramento, es decir el signo sensible, el haber sido instituido por Cristo y porque confiere la gracia.

Este sacramento es uno de los dos sacramentos llamados de “curación” porque sana el espíritu. Cuando el alma está enferma debido al pecado grave, se necesita el sacramento que le devuelva la salud, para que la cure. Jesús perdonó los pecados del paralítico y le devolvió la salud del cuerpo. (Cfr. Mc. 2, 1-12).

Cristo instituyó los sacramentos y se los confió a la Iglesia – fundada por Él – por lo tanto la Iglesia es la depositaria de este poder, ningún hombre por sí mismo, puede perdonar los pecados. Como en todos los sacramentos, la gracia de Dios se recibe en la Reconciliación "ex opere operato" – obran por la obra realizada – siendo el ministro el intermediario. La Iglesia tiene el poder de perdonar todos los pecados.

En los primeros tiempos del cristianismo, se suscitaron muchas herejías respecto a los pecados. Algunos decían que ciertos pecados no podían perdonarse, otros que cualquier cristiano bueno y piadoso lo podía perdonar, etc. Los protestantes fueron unos de los que más atacaron la doctrina de la Iglesia sobre este sacramento. Por ello, El Concilio de Trento declaró que Cristo comunicó a los apóstoles y sus legítimos sucesores la potestad de perdonar realmente todos los pecados. (Dz. 894 y 913)

La Iglesia, por este motivo, ha tenido la necesidad, a través de los siglos, de manifestar su doctrina sobre la institución de este sacramento por Cristo, basándose en Sus obras. Preparando a los apóstoles y discípulos durante su vida terrena, perdonando los pecados al paralítico en Cafarnaúm (Lc. 5, 18-26), a la mujer pecadora (Lc. 7, 37-50)…. Cristo perdonaba los pecados, y además los volvía a incorporar a la comunidad del pueblo de Dios.

El poder que Cristo le otorgó a los apóstoles de perdonar los pecados, implica un acto judicial (Concilio de Trento), pues el sacerdote actúa como juez, imponiendo una sentencia y un castigo. Sólo que en este caso, la sentencia es siempre el perdón, sí es que el penitente ha cumplido con todos los requisitos y tiene las debidas disposiciones. Todo lo que ahí se lleva a cabo es en nombre y con la autoridad de Cristo.

Solamente si alguien se niega – deliberadamente - a acogerse la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento estará rechazando el perdón de los pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo y no será perdonado. “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc. 3, 29. Esto es lo que llamamos el pecado contra el Espíritu Santo. Esta actitud tan dura nos puede llevar a la condenación eterna. (Cfr. Catec no. 1864)


Institución

Después de la Resurrección estaban reunidos los apóstoles – con las puertas cerradas por miedo a los judíos – se les aparece Jesús y les dice: “La paz con vosotros. Como el Padre me envío, también yo los envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedaran perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn. 20, 21-23) Este es el momento exacto en que Cristo instituye este sacramento. Cristo - que nos ama inmensamente - en su infinita misericordia le otorga a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Jesús les da el mandato - a los apóstoles - de continuar la misión para la que fue enviado; el perdonar los pecados. No pudo hacernos un mejor regalo que darnos la posibilidad de liberarnos del mal del pecado.

Dios le tiene a los hombres un amor infinito, Él siempre está dispuesto a perdonar nuestras faltas. Vemos a través de diferentes pasajes del Evangelio como se manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores. (Cfr. Lc. 15, 4-7; Lc.15, 11-31). Cristo, conociendo la debilidad humana, sabía que muchas veces nos alejaríamos de Él por causa del pecado. Por ello, nos dejó un sacramento muy especial que nos permite la reconciliación con Dios. Este regalo maravilloso que nos deja Jesús, es otra prueba más de su infinito amor.


Signo, rito, ministro y sujeto de la Confesión
Información detallada de éste sacramento.
 


Signo: Materia y Forma

El Concilio de Trento, siguiendo la idea de Sto. Tomás de Aquino reafirmó que el signo sensible de este sacramento era la absolución de los pecados por parte del sacerdote y los actos del penitente. (Cfr. Dz. 699, 896, 914; Catec. no. 1448).

Como en todo sacramento este signo sensible está compuesto por la materia y la forma. En este caso son:

La materia es: el dolor de corazón o contrición, los pecados dichos al confesor de manera sincera e íntegra y el cumplimiento de la penitencia o satisfacción. Los pecados graves hay obligación de confesarlos todos.

La forma son las palabras que pronuncia el sacerdote después de escuchar los pecados - y de haber emitido un juicio - cuando da la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.


Rito y celebración

La celebración de este sacramento, al igual que la de todos los sacramentos, es una acción litúrgica. A pesar de haber habido muchos cambios en la celebración de este sacramento, a través de los siglos, encontramos dos elementos fundamentales en su celebración. Uno de los elementos son los actos que hace el penitente que quiere convertirse, gracias a la acción del Espíritu Santo, como son el arrepentimiento o contrición, la confesión de los pecados y el cumplimiento de la penitencia. El otro elemento es la acción de Dios, por medio de los Obispos y los sacerdotes, la Iglesia perdona los pecados en nombre de Cristo, decide cual debe ser la penitencia, ora con el penitente y hace penitencia con él. (Cfr. CIC no.1148).

Normalmente, el sacramento se recibe de manera individual, acudiendo al confesionario, diciendo sus pecados y recibiendo la absolución en forma particular o individual.

Existen casos excepcionales en los cuales los sacerdote pueden impartir la absolución general o colectiva, tales como aquellas situaciones en las que, de no impartirse, las personas se quedarían sin poder recibir la gracia sacramental por largo tiempo, sin ser por culpa suya. De todos modos, esto no les excluye de tener que acudir a la confesión individual en la primera ocasión que se les presente y confesar los pecados que fueron perdonados a través de la absolución general. Si se llegase a impartir, el ministro tiene la obligación de recordarle a los fieles la necesidad de acudir a la confesión individual en la primera oportunidad que se tenga. Ejemplos de esto serían un estado de guerra, peligro de muerte ante una catástrofe, en tierra de misiones, o en lugares con una escasez tremenda de sacerdotes. Si no existen estas condiciones queda totalmente prohibido hacerlo. (CIC c. 961, 1; c. 962, 1).

Cuando una persona hace una confesión de todos los pecados cometidos durante toda la vida, o durante un período de la vida, incluyendo los ya confesados con la intención de obtener una mayor contrición, se le llama confesión general. Se le debe de advertir al confesor de que se trata de una confesión general.

Cuando una persona está en peligro de muerte - no pudiendo expresarse verbalmente por algún motivo - se le otorga el perdón de los pecados de manera condicionada. Esto quiere decir que está condicionada a las disposiciones que tenga el enfermo o que tuviese de estar consciente.


El Ministro y el Sujeto

Como ya se mencionó, Cristo le dio el poder de perdonar a los apóstoles, los obispos como sucesores de ellos y los sacerdotes que colaboran con los obispos son los ministros del sacramento (Cfr. CIC 965). Los obispos, quienes poseen en plenitud el sacramento del Orden y tienen todos los poderes que Cristo le dio a los apóstoles, delegan en los presbíteros (sacerdotes) su misión ministerial, siendo parte de este ministerio, la capacidad de poder perdonar los pecados. Esto fue definido por el Concilio de Trento como verdad de fe en contra de la postura de Lutero que decía que cualquier bautizado tenía la potestad para perdonar los pecados. Cristo sólo le dio este poder a los apóstoles (Cfr. Mt.18, 18; Jn. 20, 23).

El sacerdote es muy importante, porque aunque es Jesucristo el que perdona los pecados, él es su representante y posee la autoridad de Cristo.

El sacerdote debe de tener la facultad de perdonar los pecados, es decir, por oficio y porque se le ha autorizado por la autoridad competente el hacerlo. No todos los sacerdotes tienen la facultad de ejercerla, para poderla ejercer tiene que estar capacitado para emitir un juicio sobre el pecador.

El lugar adecuado para administrar el sacramento es la iglesia (Cfr. 964). Siempre se trata de que se lleve a cabo en un lugar sagrado, de ser posible.

Los confesores deben de tener la intención de Cristo, debe ser instrumento de la misericordia de Dios. Para ello, es necesario que se prepare para ser capaz de resolver todo tipo de casos – comunes y corrientes o difíciles y complicados - tener un conocimiento del comportamiento cristiano, de las cosas humanas, demostrar respeto y delicadeza, haciendo uso de la prudencia. El amor a la verdad, la fidelidad a la doctrina de la Iglesia son requisitos para el ministro de este sacramento. Los sacerdotes deben estar disponibles a celebrar este sacramento cada vez que un cristiano lo solicite de una manera razonable y lógica.

Al administrar el sacramento, los sacerdotes deben de enseñar sobre los actos del penitente, sobre los deberes de estado y aclarar cualquier duda que el penitente tenga. También debe de motivar a una conversión, a un cambio de vida. Debe de dar consejo sobre la manera de remediar cada situación.

En ocasiones el sacerdote puede rehusarse a otorgar la absolución. Esto puede suceder cuando está consciente que no hay las debidas disposiciones por parte del sujeto. Puede ser que sea por falta de arrepentimiento, o por no tener propósito de enmienda. También se da el caso de algunos pecados que son tan graves que están sancionados con la excomunión, que es la pena eclesiástica más severa, que impide recibir los sacramentos. La absolución de estos pecados, llamados “pecados reservados”, según el Derecho Canónico, sólo puede ser otorgada por el Obispo del lugar o por sacerdotes autorizados por él. En caso de peligro de muerte, todo sacerdote puede perdonar los pecados y de toda excomunión. Ej: quienes practican un aborto o participan de cualquier modo en su realización

En virtud de la delicadeza y el respeto debido a las personas, los sacerdotes no pueden hacer público lo que han escuchado en la confesión. Quedan obligados a guardar absoluto silencio sobre los pecados escuchados, ni pueden utilizar el conocimiento sobre la vida de la persona que han obtenido en el sacramento. En ello no hay excepciones, quienes lo rompan son acreedores a penas muy severas. Este sigilo es lo que comúnmente llamamos “secreto de confesión”.

El sujeto de la Reconciliación es toda persona que, habiendo cometido algún pecado grave o venial, acuda a confesarse con las debidas disposiciones, y no tenga ningún impedimento para recibir la absolución.

Las personas que viven en un estado de pecado habitual, como son los divorciados vueltos a casar, que no dejan esta condición de vida, no pueden recibir la absolución. El motivo de ello es que viven en una situación que contradice la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio. Pero, la Iglesia no olvida en su pastoral a estas personas, exhortándolos a participar en la vida de la Iglesia y que no se sientan rechazados. Únicamente en el caso, de estar arrepentidos de haber violado el vínculo de la alianza sacramental del matrimonio y la fidelidad a Cristo y no puedan separarse – por tener hijos – teniendo el firme propósito de vivir en plena continencia, se les puede otorgar la absolución. En esta situación se les indica que para acercarse a la Eucaristía, lo deben hacer en un lugar donde no sean conocidos, pues podría ser causa de “pecado de escándalo”, dado que la pareja y el confesor son los únicos que conocen la situación.

Diversos nombres y evolución del Sacramento
Penitencia pública, tarifada y privada.
 
Por los sacramentos de iniciación hemos recibido la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevaremos en “vasos de barro” (2 Cor 4, 7). Y esta vida nueva puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.

Por eso, Jesús, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación. Y nos regaló dos sacramentos de curación: la penitencia y la Unción de enfermos.

Lo que es la enfermedad al cuerpo, es el pecado al alma y a la vida de amistad con Dios y con los hermanos: una anomalía que hay que curar, si es que queremos ser sanos y “normales”

Sí, con el bautismo Dios imprimió en nuestra alma su imagen y semejanza, pero con cada pecado nosotros borroneamos esa imagen. Cada pecado es un ir rompiendo pedazo a pedazo esa imagen de Dios, esa amistad a la que Dios nos llama.

Por eso, Cristo “inventó” un nuevo signo de su amor: la penitencia o confesión o reconciliación, para que pudiéramos ponernos de pie después de las caídas y, así, retomar el camino que nos lleva al Reino de Dios.

“Llevamos un tesoro en vasijas de barro”. El tesoro es Cristo y su gracia; la vasija de barro somos cada uno de nosotros.


A lo largo de la historia se le han dado diversos nombres a este sacramento:

Sacramento de conversión: pues Cristo nos llama a la conversión y vuelta al Padre.

Sacramento de la penitencia: porque se sigue todo un proceso de conversión, arrepentimiento y de reparación.

Sacramento de la confesión: porque declaramos y confesamos los pecados ante el sacerdote.

Sacramento del perdón: porque quedamos absueltos.

Sacramento de la reconciliación: porque hay una verdadera reconciliación con Dios, con la Iglesia, con los hermanos y con nosotros mismos.

Lo importante de este sacramento es lo siguiente: Cristo ofrece a todo bautizado la oportunidad de volver a Dios de reconciliarse con Dios, si se hubiera extraviado. Es como la segunda tabla de salvación después del naufragio al perder la gracia. La primera tabla fue el bautismo.


Evolución de este sacramento

Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después del bautismo (por ejemplo: idolatría, homicidio, adulterio) estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo durante largos años, antes de recibir la reconciliación o perdón de los pecados. Y se admitía raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida.

Durante el siglo VII, los monjes irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa la práctica “privada” de la penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento desde entonces es de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y veniales.


Hasta hoy sigue la Iglesia esta segunda forma: en privado y en secreto.

A pesar de este proceso, sin embargo la estructura fundamental del sacramento sigue siendo la misma:

Primero: el penitente viene arrepentido, contrito y con el propósito de cambiar.

Segundo: Dios le perdona, mediante el sacerdote, es decir, mediante el ministerio de la Iglesia, en nombre de Cristo, que concede el perdón de los pecados, determina la satisfacción, ora por el pecador y hace penitencia con él.

Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial, además de renovar la paz del alma.


En resumen:

Al inicio era penitencia pública y tenía estos pasos: el pecador confesaba sus pecados, el confesor le amonestaba y le imponía la penitencia durante meses o años.

Más tarde vino la penitencia tarifada, fines del siglo VI, cuyos pasos eran: el pecador confesaba sus pecados, el confesor le corregía, le daba una penitencia tarifada, es decir, “para tal pecado, tal penitencia”, y al final le daba la absolución.

Finalmente, penitencia privada, desde el siglo XI hasta nuestros días donde el pecador confiesa sus pecados, el confesor le da los consejos, le impone la penitencia, le da inmediatamente la absolución. Y el pecador ya absuelto cumple la penitencia.

Fundamento Escriturístico y Magisterio de la Iglesia
¿La confesión es invención de la Iglesia o es un sacramento instituido por Cristo?
 
FUNDAMENTO ESCRITURÍSTICO DE LA CONFESIÓN

¿La confesión es invención de la Iglesia o es un sacramento instituido por Cristo?

Tenemos que abrir los Evangelios y escritos de la Biblia para fundamentar este sacramento. Está claro que no lo inventó la Iglesia, sino el mismo Cristo.

Si abrimos la Biblia y consultamos Mt 16,19; 18,18; Jn 20. 19-23, veremos que estos textos son claves para probar que este sacramento lo quiso Cristo, fue invención del Corazón misericordioso de Cristo.

Cristo otorga al apóstol Pedro el poder de atar y desatar en la tierra, para que quede eso mismo atado y desatado en el cielo.

Pero este poder no está reservado sólo a Pedro, sino que lo trasmite a los demás apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo a quienes perdonéis…”

Les está concediendo el ministerio de la misericordia. Lo ejercerán en nombre de Cristo y con la autoridad de Cristo.

Es verdad que sólo Cristo es el autor del perdón. Podemos consultar Mt 9,1-8; Lc 7,36-50; 15,11-32; 19,1-10; Jn 8,3-11. Nada ni nadie escapa a su misericordia. El pone en el pecador el deseo de pedir perdón, y al mismo tiempo mueve a los corazones a aceptar ese perdón ofrecido misericordiosamente.

Tanto la mujer pecadora con sus lágrimas, como la adúltera que iba a ser apedreada, como Zaqueo que de ladrón se convierte en justo, como el hijo pródigo… todos fueron perdonados por Cristo.

Es más, si abrimos las cartas de San Pablo veremos cómo los apóstoles ejercieron el poder que Cristo les había dado de “atar o retener” los pecados. Podemos consultar Rm 6, 8-10; 2Cor 5,17-21; Ef 4, 22-23; Rm 5,20.

Los apóstoles saben que el ministerio de la reconciliación proviene de Dios y que han recibido la palabra de la reconciliación para exhortar a los hombres a la conversión y a cambiar de vida, revistiéndose del hombre nuevo, que es Cristo.

La constante suplica de los apóstoles a nosotros, sus discípulos, es que debemos morir al pecado para vivir la Vida que Cristo Jesús nos ha legado como herencia.

Pedro, en su primer discurso después de Pentecostés, nos dijo: “Convertíos… para que se os perdonen los pecados” (Hechos 2,38) y Pablo a los gentiles de Listra les dijo: “Convertíos al Dios vivo” (Hechos 14,14).


MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Hasta aquí visto la autoridad de la Biblia, que es Palabra de Dios. Pero también el Magisterio de la Iglesia, a través de los Papas, ha hablado sobre este sacramento de la confesión o reconciliación.

Estos son los documentos más importantes:

  • Constitución apostólica, “Poenitemini” (Convertíos) del 17 de febrero de 1966, sobre doctrina y moral de la Penitencia del Papa Pablo VI.
  • También de Pablo VI está la constitución “Indulgentiarum doctrina” sobre la doctrina de las indulgencias, del 1 de enero de 1967
  • De Juan Pablo II, tenemos la exhortación apostólica “Reconciliatio et Poenitentia” del 2 de diciembre de 1984.
  • Están, por supuesto, otros documentos, por ejemplo el ritual de la Penitencia del 2 de diciembre de 1973; el Código de Derecho Canónico del 25 de enero de 1983; en los cánones 959-997.


    VALORANDO EL SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN


    Un autor contemporáneo ha definido los sacramentos como “las caricias de Dios”, porque son realidades que expresan el amor de Dios. Un amor fuerte y firme, pero no menos delicado y tierno.

    Una caricia no puede nacer sino de la ternura de Dios. Los sacramentos expresan esa ternura de Dios. Como las caricias nacen del amor y fomentan el amor, así los sacramentos brotan del amor de Dios y hacen crecer el amor a Dios.

    Además, hablar de los sacramentos como “caricias” de Dios significa situarlos en un contexto de cercanía mutua y de contacto sensible. Los sacramentos están gritando la cercanía de Dios y reclamando la cercanía del hombre. Por eso en los sacramentos hay contacto físico: acciones, palabras, gestos visibles, audibles…
  • En el Bautismo, unción con el óleo en el pecho, con el crisma en la cabeza; la imposición de la mano.
  • En la confirmación, la imposición de las manos del obispo sobre la cabeza, y la unción en la frente.
  • En la comunión viene Dios y toma contacto con nuestra boca y entra al corazón.
  • En el Orden Sagrado, unción en las manos e imposición en la cabeza, y el abrazo del ordenante.

    Y así en los demás sacramentos.

    San Bernardo decía que el Espíritu Santo es beso, caricia, ternura, tanto en la vida íntima de la Santísima Trinidad, como en su actividad exterior, es decir, en los sacramentos, pues es el Espíritu Santo el que está siempre presente en cada sacramento, dándonos la gracia de Dios que cura, fortalece, anima, perdona, santifica, purifica.

    Es el Espíritu Santo quién fecunda las aguas del bautismo, quien perfuma el crisma de la confirmación, quien trasforma el pan y el vino de la Eucaristía en el Cuerpo y Sangre del Señor; es el Espíritu Santo quien confiere fuerza al óleo de los enfermos y da al confesor la potestad de perdonar los pecados. Y es el Espíritu Santo el que santifica el matrimonio e imprime en las manos extendidas del obispo la fuerza transmisora del sacramento del Orden.

    El sacramento es la señal visible de una gracia invisible. Mejor todavía, una señal visible a través de la cual se comunica una gracia invisible.

    Dios para el cristiano pecador tiene sus caricias; caricias curativas y fortalecedoras.

    Para valorar este sacramento me serviré de dos documentos del Magisterio: “Poenitemini” del Papa Pablo VI y “Reconciliatio et poenitentia” del Papa Juan Pablo II.

    Comencemos con “Poenitemini”.

    Abramos el Antiguo Testamento para descubrir el valor de la culpa y la misericordia de Dios, y la necesidad de hacer penitencia.

    Se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurre el hombre después del pecado para aplacar la ira divina (1Sam 7, 6; 1R 21, 20. 27; Jr 36, 9; Jon 3, 4-5), o con motivo de graves calamidades (1Sam 31, 13; 2Sam 1, 12; 3, 35; Ba 1, 3-5; Jdt 20, 26), o ante la inminencia de especiales peligros (Jdt 4, 8; Est 4, 15-16; Sal 34, 13; 2Cor 20, 3), o más frecuentemente para obtener beneficios del Señor (1Sam 14, 24; 2Sam 12, 16; Esd 8, 21)…, sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de “conversión”, es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios (1Sam 7, 3; Jr. 36, 6-7; Ba 1, 17-18; Jdt 8, 16-17; Jon 3, 3; Za 8, 19-21).

    El penitente se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes, aún después que el pecado ha sido perdonado; e independientemente de la petición de gracias y de ayuda, se emplean vestiduras penitenciales para someter a aflicción el alma (cfr. Lv 16, 31), para humillarse ante el rostro de Dios, o para prepararse al encuentro con Dios.

    Por tanto, la penitencia es ya en el Antiguo Testamento un acto religioso, personal que tiene como término al amor y el abandono en el Señor: ayunar para Dios, no para sí mismo.

    No falta también en el Antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la Antigua Alianza (cf Lv 23,29).

    También la penitencia en el Antiguo Testamento se presenta ya como medio y prueba de perfección y santidad: Judit, Daniel, la profetisa Ana y otros, servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones, con gozo y alegría.

    Hay quienes se ofrecían a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad. Así lo hizo Moisés en los 40 días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel. O la figura del Siervo de Yahvé.

    Sin embargo, todo esto no era más que sombra de lo que había de venir. En Cristo y en la Iglesia adquieren dimensiones nuevas, profundas, como veremos.

    La confesión debe ser una fiesta de reconciliación. En la confesión se encuentran la misericordia y la miseria. La misericordia de Dios y la miseria del hombre.

    Quién dude del amor misericordioso de Dios, que se acerque a la confesión y verá.

    ¿Qué añade el Nuevo Testamento en esta valoración de la confesión?

    Cristo comenzó su misión pública con este mensaje gozoso: “Está cerca el Reino de Dios”, al que sumó este mandato comprometedor: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda la vida cristiana.

    “Convertios y creed en el Evangelio”

    Al cielo sólo se llega por la conversión, por la trasformación y renovación de todo el hombre –de todo su sentir, juzgar y disponer- y esto se lleva a cabo con la ayuda de Dios tres veces Santo. Y esta ayuda brota a través de los sacramentos, especialmente de la confesión y de la Eucaristía.

    Cristo no sólo pidió la conversión, sino que instituyó este maravilloso medio de la confesión, cuando en su Pascua les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados le serán perdonados, y a quienes se los retengáis les serán retenidos” (Jn 20, 23).

    Por eso, para un cristiano no hay otro medio ordinario para recibir el perdón de los pecados que a través del sacramento de la confesión, que ofrece la Iglesia con tanto amor y generosidad.


    El otro documento papal, esta vez de Juan Pablo II, es la exhortación apostólica “Reconciliatio et Poenitentia” de 2 de diciembre de 1984.

    ¿Cuáles son los puntos más importantes de este documento?

    Nadie se acercará a la confesión si primero no se reconoce pecador. Es la experiencia ejemplar de David, quién después de haber hecho lo que al Señor le parece mal, al ser reprendido por el profeta Natán, exclama: “Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50, 5ss).
    También fue así la experiencia del hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 21).
    Mientras el hombre no se reconozca pecador, no irá a la confesión. Somos pecadores. No perder nunca la conciencia del pecado. No deformar la conciencia, no anestesiarla, pues perdería la sensibilidad y el sentido del pecado. ¿Cómo se deforma y se anestesia? A través de trampejas, sofismas, dejarse llevar por vicios, por el ambiente, libertad relativista, relajado y ligero, abandonar la oración.

    Después de reconocerse pecador, el hombre debe acercarse al Dios de la misericordia, con humildad, sinceridad, arrepentimiento, que le perdonará a través del ministerio de la Iglesia. Acercarse confiado, consciente de que el “mysterium pietatis” (misterio de la piedad y amor misericordioso de Dios) es más grande que el “mysterium iniquitatis” (misterio de iniquidad o pecado). Este misterio del amor misericordioso de Dios se hace visible en Cristo, que suscita en el alma el movimiento de conversión, de vuelta a Dios en el sacramento de la confesión, que la Iglesia ofrece a manos llenas.

    Cristo ha confiado a la Iglesia el ministerio de la reconciliación. Es un servicio que debe hacer la Iglesia. La Iglesia, a través de los sacerdotes, debe darse tiempo para ofrecer este servicio: confesar, confesar, confesar. Todas las demás actividades que hace la Iglesia no valdrían nada, si no diera prioridad a este servicio de ofrecer a los hombres el perdón de Dios, siempre, a todas horas.

    El sacerdote confesor actúa “in persona Christi”, en la persona de Cristo. Cristo, a quien el sacerdote confesor hace presente, y que por su medio realiza el ministerio del perdón de lo pecados, es el que aparece como “hermano” del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo pastor, decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzgan según la verdad y no según las apariencias.
    Este servicio y ministerio, dice Juan Pablo II es el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote (n. 29).

    Con la confesión, el pecador se reconcilia con el Padre, se reintegra a la comunión eclesial con los hermanos que había roto con el pecado, recobra la paz consigo mismo, y escucha del confesor “firme, alentador y amigable”: “Anda, y en adelante no peques más”.

    El Papa Juan Pablo II en este documento “Reconciliación y Penitencia” nos dice: “Es necesario hacer a los fieles una catequesis lo más esmerada posible acerca del sacramento de la Penitencia”.
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    Sofismas y excusas que se lanzan contra este sacramento.
    Contestación de manera sencilla, como si tuviera delante a quien lanza estas objeciones.
     

    Hoy corren por ahí estos sofismas y excusas para no confesarse. Iré dando la contestación de manera sencilla, como si tuviera delante a quien lanza estas objeciones.


    1° ¿En qué se basan los católicos para decir que los sacerdotes sí pueden perdonar los pecados?

    Jesús dijo a sus apóstoles el día de la Resurrección “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis, serán perdonados…”(Jn 20, 23). Los apóstoles murieron y como Cristo quería que ese gran don de su perdón llegara a todas las personas de todos los siglos, les dio ese poder de manera que fuera transmisible. Y así lo hicieron. Por medio de la imposición de sus manos ellos dejaron en cada lugar presbíteros, o sea sacerdotes, y al frente de ellos un obispo.


    2° Pero la confesión la inventaron los curas en el año 1215

    Quien dice esto, no sabe lo que dice. Pasar horas y horas, en un confesonario, con calor agobiante en verano, con frío estremecedor en invierno, oyendo miserias, sin pago ni sueldo ninguno por hacer esto, escuchando lo que no tiene ningún atractivo… ¡Bien poco inteligentes tenían que haber sido los curas para inventarlo esto que tanto les iba a hacer sufrir y agotar! Como le pasó al cura de Ars, en el siglo XIX en Francia, que pasaba quince horas confesando diariamente.

    Lo que pasó en 1215 fue que se reunieron los obispos de todo el mundo en el Concilio de Letrán en Roma, y decretaron que todo católico debe confesarse al menos una vez al año. Ellos no inventaron la confesión. La confesión ya existía desde el inicio de la Iglesia. Imagínense el alboroto tan terrible que se hubiera producido si a esas alturas de la vida a los obispos se les hubiera ocurrido inventar una cosa tan dura y tan difícil como es tener que ir a decirle los pecados a otro hombre.


    3° ¿Cómo se le ocurre confesarse con un hombre pecador como usted?

    Es como si dijéramos: “Un médico que está enfermo no puede recetar a nadie. Sus recetas no valen”. ¡Qué idiotez!

    Claro que el sacerdote es pecador como todos, porque es humano. La Biblia dice: “Si alguno dice que no ha pecado, es un mentiroso” ( Jn 1, 8 ).

    El sacerdote es probablemente mucho menos pecador de lo que la gente se imagina porque tiene más defensas para librarse del pecado. Por ejemplo, tiene una formación religiosa muy sería; tiene desde el seminario un gran respeto a Dios y un gran cuidado de no disgustarlo, porque lo ama mucho y porque sabe las terribles consecuencias que traen los pecados.

    Tiene menos ocasiones de pecar, porque la Iglesia (su obispo o su superior) lo vigilan paternalmente con mucho esmero para no permitir que el demonio venga a hacerle mal (retiros, dirección espiritual, consejos, convivencias…) ¿Es que el cura es un pecador? También los doce apóstoles eran pecadores y sin embargo Jesús les dio el poder de perdonar pecados. Es que el sacerdote no dice al pecador: “Te perdono porque yo no he cometido eso que tú confiesas”. No. No dice eso. Lo que dice es: “Te perdono por el poder que para ello recibí de Nuestro Señor Jesucristo”.


    4° Yo me confieso directamente con Dios

    Así dicen los protestantes y los judíos. Un judío dijo en cierta ocasión: “yo envidio a los católicos. Yo cuando peco, pido perdón a Dios, pero no estoy muy seguro de si he sido perdonado o no, en cambio, el católico, cuando se confiesa con su sacerdote, queda tan seguro del perdón, que esa paz no la he visto en ninguna otra religión de la tierra”.

    ¡Qué fácil sería: pecar, rezar y ya! No; aquí no es así: he pecado, siento vergüenza y tengo que buscar al confesor y confesarme, y recibir unos consejos y unas advertencias que despiertan al pecador y le animan al cambio de vida. Como esas sacudidas que le damos a un chofer que en una recta grande se duerme. Lo despertamos, aunque se disguste un poco para que no se vaya al abismo.

    En el confesonario nos encontramos con alguien que en nombre de Dios nos hace reflexionar, nos llama la atención, nos perdona, nos anima y nos ayuda a cambiar de vida.

    ¡Cuántas miles de personas mejoraron su vida sólo con hacer una buena confesión!


    5° ¿Para qué confesarme, si voy a caer de nuevo?

    Pues, te levantas y ya. Pensar esto es como pensar, ¿para qué comes, si luego dentro de unas horas vas a volver a tener hambre? ¿Para que te lavas, si luego al final del día te vas a manchar?


    6° Yo no tengo pecados

    ¿Qué no? Examínate bien. Porque todos pecamos al día más de siete veces. De pensamiento, de palabras, de obras, de omisión.

    Solo los niños pequeñitos y los que sufren alguna incapacidad mental no tienen pecados. Pero tú no eres un niño, ni sufres deficiencia mental alguna. Por tanto eres pecador como todo el mundo. Y por lo mismo necesitas del perdón de Dios.


    7° Yo no tengo pecados grandes

    Pero es que la confesión no es sólo para pecados graves. Es también para purificarse cada día más, y lograr mayor perfección y fuerza para no caer.


    8° Es que el sacerdote va a contar mis pecados a los demás

    ¡Eso nunca! El sacerdote tiene el sigilo sacramental y está dispuesto a cumplirlo, aunque tenga que dar la vida.

    El obispo Juan Nepomuceno en 1393 fue matado por conservar el secreto de la confesión.

    El rey Wenceslao, rey de Bohemia, nombró a Juan Nepomuceno confesor de la Reina.

    -Dime los pecados de la Reina…-le dijo el rey al sacerdote.
    -Nunca, majestad. Es un pecado gravísimo. Prefiero morir antes que revelarlo.

    Ante esto mandó el Rey molerle a palos, castigarlo. Y como no hablaba, fue atado de pies y manos, y tirado al río Moldava, en el corazón de Praga.

    ¡Fidelidad al secreto de la confesión!


    9° Es que me da vergüenza

    ¡Claro! Pues a la confesión no vamos a contar hazañas heroicas, sino miserias. Y esto a nadie gusta contar. Pero más vergüenza te debería dar tener el alma sucia.

    Se necesita mucha humildad. No te dé vergüenza. Acércate. Dios no tiene vergüenza de tus pecados.
     
     
    Los pasos de la confesión
    Las cinco cosas necesarias para hacer una buena y fructífera confesión.
     

    Para explicar las cinco cosas necesarias para hacer una buena y fructífera confesión,

    Y lo haremos desde la parábola del hijo pródigo, narrada por San Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio.

    Cinco pasos son necesarios:

    1° El hijo pródigo examina su conciencia.
    2° Se arrepiente.
    3° Hace propósito de volver al padre.
    4° Vuelve y pide perdón.
    5° Paga con buenas obras sus pecados

    Es decir, reflexiona, se arrepiente, se corrige, se acusa y expía.


    1° EXAMEN DE CONCIENCIA

    La confesión no tendrá efecto y fruto si entramos en la Iglesia y rápido nos confesamos, sin haber hecho primero un buen examen de conciencia sereno, tranquilo, pausado, y si es por escrito mejor, para que así, no nos olvidemos ni un pecado.

    ¿Cómo hacer este examen de conciencia?

    El examen de conciencia consiste en recordar los pecados que hemos cometido y las causas o razones por las cuales estamos cometiendo esas faltas.

    Deberíamos, como buenos cristianos, hacer examen de conciencia todos los días en la noche, antes de acostarnos.

    Así iríamos formando bien nuestra conciencia, haciéndola más sensible y recta, más pura y delicada. Los grandes Santos nos han recomendado este medio del examen de conciencia diario

    ¿Cómo se hace?

    Pedimos al Espíritu Santo que nos ilumine y nos recuerde cuáles son los pecados nuestros que más le están disgustando a Dios.

    Vamos repasando:

  • Los diez mandamientos.
  • Los cinco mandamientos de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica.
  • Los siete pecados capitales.
  • Las obras de misericordia.
  • Las bienaventuranzas.
  • El mandamiento de la caridad.
  • Los pecados de omisión: el bien que dejamos de hacer: no ayudar, no hacer apostolado, no compartir los bienes, no hacer visitas a Cristo Eucaristía, no dar un buen consejo.

    También es bueno confesarse de la siguiente manera:
  • Deberes para con Dios: mi relación con la voluntad de Dios.
  • Deberes para con el prójimo: caridad, respeto.
  • Deberes para conmigo: estudios, trabajo, honestidad, pureza, veracidad.
  • Deberes para con ese Movimiento o Institución eclesial a la que pertenezco: fidelidad a los compromisos, apostolado.


    2º DOLOR DE LOS PECADOS Y LA CONTRICIÓN DEL CORAZÓN

    No basta sólo hacer un buen examen de conciencia para una buena confesión: es necesario un segundo paso: dolerme interiormente por haber cometido esos pecados, porque ofendí a Dios, mi Padre. Es lo que llamamos dolor de los pecados o contrición del corazón

    Contrición de corazón o arrepentimiento es sentir tristeza y pesar de haber ofendido a Dios con nuestros pecados.

    No es tanto “me siento mal… no me ha gustado lo que he hecho… siento un peso encima…” ¡No! Este dolor de contrición es otra cosa: “Estoy muy apenado porque ofendí a Dios, que es mi Padre, le puse triste”.

    El Salmo 50 dice: “Un corazón arrepentido, Dios nunca lo desprecia”.

    Jesús cuenta, que un publicano fue a orar, y arrodillado decía: “Misericordia, Señor, que soy un gran pecador” y a Dios le gustó tanto esta oración de arrepentimiento que le perdonó (cfr Lucas 18).

    ¿Cuántas clases de arrepentimiento hay?

    Hay tres:

    Contrición perfecta,
    Contrición imperfecta o atrición,
    Arrepentimiento.

    La contrición perfecta: es una tristeza o pesar por haber ofendido a Dios, por ser Él quien es, esto es, por ser infinitamente bueno y digno de ser amado, teniendo al mismo tiempo el propósito de confesarse y de evitar el pecado. Es el ejemplo del rey David, o de Pedro.

    La atrición: es una tristeza o pesar de haber ofendido a Dios, pero sólo por la fealdad y repugnancia del pecado, o por temor de los castigos que Dios puede enviarnos por haberlo ofendido. Para que esta atrición obtenga el perdón de los pecados necesita ir acompañada de propósito de enmendarse y obtener la absolución del sacerdote en la confesión.

    El remordimiento: (morder doblemente) es una rabia o disgusto por haber hecho algo malo que no quisiéramos haber hecho. Es la conciencia la que nos muerde. No nos da tristeza por haber ofendido a Dios, sino porque hicimos algo que no nos gusta haber hecho. Ejemplo de Judas. El remordimiento no borra el pecado.

    ¿Cuándo debemos tener este dolor de contrición y arrepentimiento de los pecados?

    Sobre todo cuando nos vamos a confesar, pues si no estamos arrepentidos, no quedamos perdonados. Pero es bueno también arrepentirnos de nuestras faltas cada noche antes de acostarnos. A Dios le gusta un corazón arrepentido.

    ¿Qué cualidades debe tener nuestro arrepentimiento?

    Tres son las cualidades:
  • Arrepentirse de todo los pecados sin excluir ninguno (a no ser por olvido).
  • Que el arrepentimiento no sea sólo exterior sino que se sienta en el alma.
  • Que sea sobrenatural, o sea no sólo por los males materiales que nos trae el pecado, sino porque con él causamos un disgusto a Dios y nos vienen males para el alma y para la eternidad.

    ¿Qué ayuda para conseguir el dolor de contrición o arrepentimiento perfecto?
  • Recordar el Calvario y todo lo que Jesús sufrió por nosotros en su Pasión.
  • Recordar el Cielo y pensar en las alegrías y felicidades que allá nos esperan. ¡Todo esto lo perderé, si peco!
  • Ir con la imaginación a los castigos eternos y pensar que allá podemos ir también nosotros si no abandonamos nuestros pecados y malas costumbres.

    ¡A cuantos les ha salvado esto, y les ha alejado de sus pecados!

    Una poesía resume este arrepentimiento sincero: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por ello de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afectas y tu muerte. Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera” (Anónimo).


    3º CONFESAR TODOS LOS PECADOS

    El sacramento de la penitencia o confesión está en crisis en algunas partes porque, como dijo el Papa Juan Pablo II, “al hombre contemporáneo parece que le cuesta más que nunca reconocer los propios errores… parece muy reacio a decir ‘me arrepiento’ o ‘lo siento’; parece rechazar instintivamente y con frecuencia irresistiblemente, todo lo que es penitencia, en el sentido del sacrificio aceptado y practicado para la corrección del pecado” (Reconciliación y Penitencia n. 26).

    Pío XII manifestó en un radiomensaje del Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos, en Boston (26 de octubre de 1946): “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”.

    El tercer paso para hacer una buena confesión es confesar todos los pecados mortales y graves al confesor.

    ¿Qué es la confesión de boca? Es manifestar al confesor sin engaño, ni mentira los pecados cometidos, con intención de recibir la absolución. Dice la Biblia: “No te avergüences de confesar tus pecados” (Eclesiástico 4,26)

    Para que Dios perdone, por medio del confesor, es necesario decir los pecados. Así lo dispuso el mismo Cristo al instituir el sacramento del la Penitencia. “A quienes se los perdonéis, quedarán perdonados; a quienes se los retuviereis les quedarán retenidos” (Jn. 20, 23).

    Los apóstoles, y sus sucesores, los obispos y los colaboradores, los sacerdotes, para poder absolver, necesitan conocer lo que perdonan, es decir, necesitan escuchar los pecados del penitente.

    ¿Cuáles son las cualidades para una buena confesión de boca?
  • Sinceridad: no debo ocultar lo que en conciencia es grave.
  • Verdadera: sin ocultar o disimular lo que debo manifestar, ni dar vueltas, tratando de justificarme.
  • Completa: todos los pecados graves, según su especie, número y circunstancias que cambian la especie.
  • Sencilla y humilde: con pocas palabras y sin rodeos.

    Omitir voluntariamente la confesión de pecados graves o circunstancias que cambian la especie o callar voluntariamente algún pecado grave hace que la confesión sea inválida y sacrílega.

    El pecado varía en su gravedad según quién lo comete, con quién se comete y dónde se comete.

    -Una cosa es robar a un rico y otra a un pobre.
    -Una cosa es robar por hambre y otra para vender.
    -Una cosa es robar en el supermercado y otra en una iglesia.
    -Una cosa es insultar a un compañero de clase y otra, a mamá o a un sacerdote o al Papa.
    -Una cosa es cometer un acto impuro con un soltero/a y otra con un casado/a.
    -Una cosa es mentir en casa y otra en la confesión.

    ¿Qué pecados estamos obligados a confesar?

    Solamente los pecados mortales, pero es bueno y provechoso confesar también los veniales, así iremos fomentando mejor nuestra conciencia; así también el sacerdote nos podrá guiar con toda seguridad y sabiduría hacia la santidad.

    ¿Qué hacer cuando sólo tenemos pecados veniales para confesar?

    Conviene recordar también algún pecado mortal ya confesado. Así el recuerdo de un pecado grave hace más fuerte el arrepentimiento y más serio el propósito. Esto si lo considera oportuno el confesor, porque hay almas con escrúpulos a quienes no conviene que revuelvan el pasado ya confesado.

    ¿Qué sucede cuando uno olvida algún pecado grave en la confesión, sin querer?

    Obtiene el perdón de los pecados y puede comulgar, pero en la próxima confesión debe confesarse de ese pecado que olvidó sin querer.

    Una norma muy útil: cuando uno termina de decirle al sacerdote los pecados conviene añadir: “Pido perdón también de todos los pecados que se me hayan olvidado”. Así queda el alma mucho más tranquila.

    ¿Cómo es el rito de la confesión?
  • En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo.
  • Se lee una frase del evangelio.
  • Padre hace X días que me confesé, aclaro si cumplí la penitencia o no.
  • Mis pecados son éstos… y me acuso de todos aquellos que en este momento no recuerdo, y de los pecados de omisión.
  • Después escucho los consejos.
  • Rezo el pésame u acto de contrición lentamente y con dolor.
  • Recibo la absolución del sacerdote.
  • Le agradezco… y voy a cumplir rápido la penitencia.


    4º PROPÓSITO DE ENMIENDA

    Antes de explicar el cuarto paso, quisiera resumir, de la Institución Pastoral del Episcopado español del 15 de abril de 1989, los síntomas y raíces de la disminución de la práctica de la confesión en algunas partes:
  • Por el ateísmo e indiferencia religiosa de nuestros tiempos.
  • La pérdida del sentido del pecado.
  • Las interpretaciones inadecuadas del pecado. Hoy se nos quiere hacer creer que el pecado es algo superado, es un vago sentimiento de culpabilidad, es como una fuerza oscura del inconsciente, es como expresión y reflejo de las condicionantes ambientales, se les identifican con el pecado social y estructural. Algunos ya no ven pecado en casi nada, salvo en lo social, estructural.
  • Crisis generalizada de la conciencia moral y su oscurecimiento en algunos hombres. Esto debido a la amoralidad sistemática, cuando no inmoralidad.
  • Otra causa que ven los obispos españoles es ésta: indecisión de predicadores y confesores en materia moral, económica y sexual. Algunos fieles se desconciertan al oír diversas opiniones de confesores sobre el mismo tema moral. Y claro, muchos optan por hacer caso al más laxo y fácil. Y al final optan por dejar sus conciencias al juicio de Dios y abandonan la confesión.

    Expliquemos ahora sí el propósito de enmienda, que brota espontáneamente del dolor.

    ¿Qué es el propósito de enmienda?

    Es una firme resolución de nunca más ofender a Dios. Y hay que hacerlo ya antes de confesarse. Jesús a la pecadora le dijo: “Vete y no peques más” (Jn. 8,11). Esto es lo que se propone el pecador al hacer el propósito de enmienda: “no quiero pecar más, con la ayuda de Dios”. Si no hay verdadero propósito, la confesión es inválida.

    No significa que el pecador ya no volverá a pecar, pero sí quiere decir que está resuelto a hacer lo que le sea posible para evitar sus pecados que tanto ofenden a Dios. No se trata de la certeza absoluta de no volver a cometer pecado, sino de la voluntad de no volver a caer, con la gracia de Dios. Basta estar ciertos de que ahora no quiere volver a caer. Lo mismo que al salir de casa no sabes si tropezarás, pero sí sabes que no quieres tropezar.

    Estos propósitos no deben ser solamente negativos: no hacer esto, no decir aquello… También hay que hacer propósitos positivos: rezaré con más atención, seré más amable con todos, hablaré bien de los demás, haré un pequeño sacrificio en la mesa o en el fútbol, callaré cuando esté con ira, seré agradecido, veré solo buenos programas en la televisión, hablaré con aquella persona que tanto me cuesta, etc.

    ¿Y si volvemos a caer?

    Pues, nos levantamos con humildad. La conversión y renovación es progresiva, lenta. Por eso es necesaria la confesión frecuente, no sólo cuando hemos caído, sino para no caer. Allí Dios nos robustece la voluntad, no sólo para no caer, sino también para lograr las virtudes.

    ¿Por qué algunos se confiesan siempre de las mismas faltas?

    Es muy sencillo: porque no evitan las ocasiones de pecado. Por eso, el propósito de enmienda implica dos cosas: evitar el pecado y las ocasiones que llevan a él.

    Debemos pedir siempre lo que San Ignacio de Loyola pide en los Ejercicios Espirituales cuando habla de las meditaciones sobre el pecado: “Dame vergüenza y confusión, dolor y lágrimas, aborrecimiento del pecado y del desorden que lleva al pecado”.

    Debemos apartarnos seriamente de las ocasiones de pecar, porque “quien ama el peligro perecerá en él” (Eclesiástico 3, 27). Si te metes en malas ocasiones, serás malo.

    Hay batallas que el modo de ganarlas es evitándolas. Combatir siempre que sea necesario es de valientes; pero combatir sin necesidad es de estúpidos fanfarrones.

    Si no quieres quemarte, no te acerques demasiado al fuego. Si no quieres cortarte, no juegues con una navaja bien afilada. Sobre todo esto vale para la concupiscencia de la carne o impureza. La impureza es una fiera insaciable. Aunque se le dé lo que pide, siempre quiere más. Y cuanto más le des, más te pedirá y con más fuerza. La fiera de la concupiscencia hay que matarla de hambre. Si la tienes castigada, te será más fácil dominarla.

    Por tanto, si el propósito no se extendiese también a poner todos los medios necesarios para evitar las ocasiones próximas de pecar, la confesión no sería eficaz; mostraría una voluntad apegada al pecado, y, por lo tanto, indigna de perdón.

    Quién, pudiendo, no quiere dejar una ocasión próxima de pecado grave, no puede recibir la absolución. Y si la recibe, esta absolución es inválida.

    Ocasión de pecado es toda persona, cosa, circunstancia, lugar, que nos da oportunidad de pecar, que nos facilita el pecado, que nos atrae hacía él y constituye un peligro de pecar.

    Jesucristo tiene palabras muy duras sobre la obligación de huir de las ocasiones de pecar: “Si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo… si tu mano es ocasión de pecado, córtala… más te vale entrar en el Reino de los cielos, manco o tuerto, que ser arrojado con las dos manos, los dos ojos, en el fuego del infierno” (Mt 18, 8ss).

    Una persona que tiene una pierna gangrenada, se la corta para salvar su vida humana, y tú ¿no eres capaz de cortar esa cosa… para salvar tu alma?

    Evitar un pecado cuesta menos que desarraigar un vicio. Es mucho más fácil no plantar una bellota que arrancar una encina.

    Para apartarse con energía de las ocasiones de pecar, es necesario rezar y orar: pedirlo mucho al Señor y a la Virgen, y fortificar nuestra alma comulgando a menudo.


    5º CUMPLIR LA PENITENCIA

    Expliquemos el último paso para hacer una buena confesión: cumplir la penitencia.

    Pero antes recuerda esto:
  • La confesión es el medio ordinario que ha puesto Dios para perdonar los pecados cometidos después del bautismo en el día a día. Es un medio maravilloso que renueva, santifica, forma conciencia y, sobre todo, da mucha paz al alma.
  • Cuesta, o puede costar, porque a la confesión no vamos a decir hazañas, sino pecados y miserias. Y esto nos cuesta a todos. Es curioso que algunos que ponen dificultades en decir los pecados al sacerdote confesor los propagan entre sus amigos con risotadas y chascarrillos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor son pecados, y esto es humillante. Y lo que no tienen tus amigos, secreto, lo tiene el confesor: él no puede contar ni un pecado tuyo a nadie. A esto se le llama el sigilo sacramental; ha habido sacerdotes que han dado su vida antes que faltar a este secreto de la confesión.
  • Para confesarse hay que ser muy sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien. El que calla voluntariamente en la confesión un pecado grave, hace una mala confesión, no se le perdona ningún pecado, y, además, añade otro pecado terrible que se llama sacrilegio.
  • Si tienes un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero. Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión.
  • El confesor será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio y much comprensión. Además de perdonarte los pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte. Pregúntale las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Él guardará el secreto más riguroso.


    ¿Qué es cumplir la penitencia?

    Es rezar o hace lo que el confesor me diga. Esta penitencia, ya sea una oración, una obra de caridad, un sacrificio, un servicio, la aceptación de la cruz, una lectura bíblica, es para expiar, reparar el daño que hemos hecho a Dios al pecar. Es expresión de nuestra voluntad de conversión cristiana.

    El pecado, sobre todo si es grave, es ofensa grave a Dios. Mereceríamos las penas eternas del infierno. Esta penitencia que me da el sacerdote en parte desagravia la ofensa a Dios y expía las penas merecidas.

    La confesión perdona las penas eternas, pero no perdona la pena temporal. Esta penitencia que hago va satisfaciendo, en parte, o disminuyendo la pena temporal debida por los pecados.

    Dado que siempre será pequeña esta penitencia que me da el sacerdote, es aconsejable que luego cada quien elija otras penitencias que están a su alcance: el deber de estado bien cumplido y con amor; la paciencia en las adversidades, sin quejarse; refrenar y encauzar los sentidos corporales y espirituales, la imaginación, los deseos o apetencias caprichosas; poner un orden y horario en la jornada, desde el momento en que está prevista la hora de levantarse; la caridad ejercida por las obras de misericordia corporales o espirituales; el control de los pasatiempos y diversiones inútiles y nocivas; la perseverancia en las cosas pequeñas, con alegría (Consultar el Catecismo 1468-1473).

    Todos los viernes del año, que el Derecho Canónico llama penitenciales (Cánones 1250-1253) son ocasión para hacer penitencia, como así también especialmente la Cuaresma, por el ayuno, la abstinencia de carne o la práctica de obras de misericordia, o a privación de algo que nos cueste (cigarrillos, dulces, bebidas alcohólicas u otros gustos).

    Esta satisfacción que hacemos no es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido, porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo. Pero quiere significar nuestro compromiso personal de conversión y de amor a Cristo.
  • Al terminar la confesión diga: "Yo me acuso de todos mis pecados ignorados, olvidados y mal confesados amen" 
     
     
    Efectos , frutos y necesidad del Sacramento
    Se vuelve a la amistad con Dios y aumenta la gracia santificante.
     


    Efectos

    El efecto principal de este sacramento es la reconciliación con Dios. Este volver a la amistad con Él es una “resurrección espiritual”, alcanzando, nuevamente, la dignidad de Hijos de Dios. Esto se logra porque se recupera la gracia santificante perdida por el pecado grave.

    Aumenta la gracia santificante cuando los pecados son veniales.

    Reconcilia al pecador con la Iglesia. Por medio del pecado se rompe la unión entre todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y el sacramento repara o robustece la comunión entre todos. Cada vez que se comete un pecado, la Iglesia sufre, por lo tanto, cuando alguien acude al sacramento, se produce un efecto vivificador en la Iglesia. (Cfr. CIC nos. 1468 – 1469).

    Se recuperan las virtudes y los méritos perdidos por el pecado grave.

    Otorga la gracia sacramental específica, que es curativa porque le devuelve la salud al alma y además la fortalece para combatir las tentaciones.



    Necesidad

    En la actualidad hay una tendencia a negar que la Reconciliación sea el único medio para el perdón de los pecados. Muchos piensan y afirman que se puede pedir perdón y recibirlo sin acudir al confesionario. Esto es fruto de una mentalidad individualista y del secularismo. La enseñanza de la Iglesia es muy clara: Todas las personas que hayan cometido algún pecado grave después de haber sido bautizados, necesitan de este sacramento, pues es la única manera de recibir el perdón de Dios. (Concilio de Trento, cfr. Dz.895).

    Debido a esto, la Iglesia dentro de sus Mandamientos establece la obligación de confesarse cuando menos una vez al año con el fin de facilitar el acercamiento a Dios. (Cfr. CIC 989).

    Los pecados graves cometidos después del Bautismo, como se ha dicho, hay necesidad de confesarlos. Esta necesidad fue impuesta por Dios mismo (Jn. 20, 23). Por lo tanto, no es posible acercarse a la Eucaristía estando en pecado grave. (Cfr. Juan Pablo II, Reconciliatio e Paenitentia, n. 27).

    Estrictamente no hay necesidad de confesar los pecados veniales, pero es muy útil hacerlo, por las tantas gracias que se reciben. El acudir a la confesión con frecuencia es recomendada por la Iglesia, con el fin de ganar mayores gracias que ayuden a no reincidir en ellos. No debemos reducir la Reconciliación a los pecados graves únicamente.



    Frutos

    Los frutos de este sacramento son muchos:

    • Por este medio se perdonan todos los pecados mortales y veniales. De esta manera a los que tenían pecados graves, se puede decir que se les abren las puertas del cielo.


    • Se recuperan todos los méritos adquiridos por las buenas obras, perdidos al cometer un pecado grave o se aumentan si los pecados eran veniales.


    • Robustece la vida espiritual, por medio de la gracia sacramental, fortaleciendo el alma para la lucha interior contra el pecado, así evitando el volver a caer en lo mismo. Por ello, es tan importante la confesión frecuente.


    • Se obtiene la remisión parcial de las penas temporales como consecuencias del pecado. La Reconciliación perdona la culpa, pero queda la pena. En caso de los pecados mortales esta pena se convierte en temporal, en lugar de eterna y en el caso de los pecados veniales, según las disposiciones que se tengan se disminuyen.


    • Se logra paz y serenidad de la conciencia que se encontraba inquieta por el dolor de los pecados. Se obtiene un consuelo espiritual.



    Obligaciones

    Una vez confesados los pecados hay que cumplir la penitencia. Dado que hay que tener un propósito de enmienda, se deben hacer los esfuerzos necesarios para no reincidir en los pecados.


    Las Indulgencias

    Sabemos que todo pecado lleva una culpa y una pena. Dijimos que la confesión perdona la culpa, pero queda la pena que hay que expiarla de alguna manera, ya sea en esta vida o en la otra. Las indulgencias son un medio para la remisión de la pena temporal debida por los pecados y que la Iglesia otorga, siempre y cuando se cumplan unas condiciones.

    Todo pecado necesita de una purificación, ya sea aquí o después de la muerte, en cuyo caso la purificación se lleva a cabo en el Purgatorio.

    Hay dos tipos de indulgencias: parcial o plenaria. La primera perdona toda la pena y la segunda solo una parte de la pena debida por los pecados.

    Para poder adquirir las indulgencias es necesario estar en estado de gracia y cumplir con ciertos requisitos. En el caso de la plenaria, se necesita confesar y comulgar un tiempo antes o un tiempo después de haber realizado la acción prescrita, y orar por las intenciones del Papa. Para lograr la indulgencia parcial se necesita el estado de gracia y el arrepentimiento y el realizar la obra prescrita. Si no se cumplen con los requisitos de la plenaria o no hay las debidas disposiciones, la indulgencia plenaria se convierte en indulgencia parcial.
     
     
    El pecado, la respuesta negativa del hombre
    El pecado es toda palabra, acto o deseo contra la ley de Dios.
     


    ¿Cuál es la causa del pecado?

    Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una misión específica: asegurar su felicidad terrena y eterna a través del cumplimiento de las leyes que Él mismo le ha dado y con la guía de su conciencia recta.

    Pero, desde el momento en que Dios creó a un ser libre, se hace posible el pecado. Para que esto no sucediese, forzosamente Dios tendría que privar al hombre de su libertad y reducirlo a un estado semejante al animal, en el que sería incapaz de amar.

    Dios nos da la vida, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la conciencia y las leyes para que cumplamos con nuestra misión.

    Dios no puede ser responsable del mal uso que hagamos de aquello que nos ha dado.
    El pecado es, por lo tanto, una "iniciativa del hombre", es una negativa a colaborar con el plan de Dios en una circunstancia determinada.

    El no querer colaborar con el plan del Autor generará forzosamente desorden en la obra de Dios y las consecuencias de este desorden se revertirán contra el mismo hombre que peca y contra sus semejantes, tal como ya hemos visto.


    El pecado

    Es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta. En palabras de San Agustín, el pecado es “toda palabra, acto o deseo contra la ley de Dios”, también lo define como “dejar a Dios por preferir las criaturas”.

    La definición clásica de pecado es: <“la transgresión”: es decir violación o desobediencia; “voluntaria”: porque se trata no sólo de un acto puramente material, sino de una acción formal, advertida y consentida; “de la ley divina”: o sea, de cualquier ley obligatoria, ya que todas reciben su fuerza de la ley eterna.

    El pecado es, por tanto, la mayor tragedia que puede acontecer al hombre: en pocos momentos ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. A causa de un capricho pasajero. Es una desobediencia voluntaria a la Ley divina. Es una alteración del orden.

    En todo pecado se ve una rebeldía querida y libre del ser creado contra su Creador.

    Al hablar del pecado hay que señalar que son dos los elementos:
    Alejamiento o aversión a Dios: es su elemento formal, y propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pecado.

    Cuando se rompe el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios, y sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador sé de cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios. En todo pecado mortal hay una verdadera ofensa a Dios por múltiples razones:

  • Porque es el supremo legislador, que tiene el derecho a imponernos el recto uso de la razón mediante su ley divina, que el pecador rompe advertida y voluntariamente.
  • Porque es el último fin del hombre y éste al pecar se adhiere a una criatura en la que de algún modo pone su fin.
  • Porque es el bien sumo e infinito, que se ve rechazado por un bien creado y perecedero elegido por el pecador.
  • Porque es gobernador, de cuyo supremo dominio se intenta sustraer el hombre, bienhechor que ve despreciados sus dones divinos, y juez al que el hombre no teme a pesar de saber que no puede escapar de Él.

    El pecado y la amistad con Dios son como el agua y el aceite: incompatibles. No pueden estar ambos en el mismo corazón. Por eso, todo pecado significa el alejamiento o aversión a Dios, aún cuando el que lo comete no odie a Dios y ni siquiera pretenda ofenderlo.

    La conversión a las creaturas: cuando el hombre peca, generalmente, más que querer ofender a Dios, toma por bueno o mejor un bien creado o una persona, piensa que el pecado es algo que le conviene, le da una felicidad momentánea, sin darse cuenta que solamente es un bien aparentemente que al final de cuentas lo llevará al remordimiento y la decepción.
    Se puede decir que es un rechazo de Dios y un mal uso de algo creado. Santo Tomás en la Suma Teológica dice: “el pecado es una verdadera estupidez”, cometida contra la recta razón, pues por escoger un bien finito, se pierde un bien infinito.

    Además el pecado lesiona el bien social, la inclinación al mal que existe desde el pecado original, que se agrava con los pecados actuales, influyen en la sociedad. Las injusticias del mundo son producto del pecado del hombre, ya sean de carácter, político, social. Es lo que conocemos como pecado social, todo pecado tiene una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano tiene una orientación social.
    Reconciliación y Penitencia, Juan Pablo II, n 16

    Todo pecado lesiona al cuerpo místico de Cristo, por lo tanto, repercute en la Iglesia.

    Juan Pablo II nos dedía en su exhortación apostólica “que se puede hablar de la comunión del pecado”, por el que un alma se abaja, abaja consigo a la Iglesia y en cierto manera a todo el mundo. “No existe pecado alguno, aún el estrictamente individual, que afecte exclusivamente al que lo comete”.

    Además de ofender a Dios, el pecado degrada al hombre mismo, pues cambia su dignidad de “dueño de la creación”, por el de “esclavo de las criaturas”. El pecado hace perder de vista el fin infinito al que está llamado y hace poner la voluntad y la inteligencia en cosas caducas y terrenas


    Pero, ¿por qué pecamos aún cuándo conocemos la verdad?

    Hay tres factores que nos hacen muy vulnerables al pecado:

    1. El principal es el demonio, que nos presenta realidades desfiguradas como si fueran algo deseable y bueno, aunque realmente sean malas.

    Es un espíritu opuesto a Dios, con un objetivo opuesto al de Dios. Si el objetivo de Dios es el bien, su objetivo es el mal. Actúa en coherencia con su objetivo y pretende su gloria y no la de Dios.

    Provoca al hombre tentándolo. Es un ser inteligente y, por ello, engaña al hombre para que se acerque al mal y no al bien.

    Debemos afrontarlo por medio de la santidad, sí él es opuesto a Dios, se aleja de allí donde está Dios (oración, sacramentos).

    Su vida está dedicada a apartarnos de Dios.

    2. Otro factor que nos hace pecar es lo negativo del mundo y su ambiente: la falta de educación, la ociosidad, los malos ejemplos, los problemas familiares, las modas, los estereotipos sociales, etc. Y también sus atractivos: el poder, las riquezas, la situación social, que son buenos en sí mismos, pero tomados como fin y no como medio, nos llevan fácilmente al pecado.

    3. Por último, está “la carne”: instintos humanos que no están sometidos a la inteligencia, los vicios o hábitos malos y el simple egoísmo que nos hace buscar sólo nuestra propia satisfacción.


    La Tentación

    La tentación, es sólo una inclinación y que no hay que confundir con el pecado, pues en este último se da el paso. No es lo mismo “sentir que consentir”.

    Sentir es una reacción de los sentimientos ante algo que provoca atracción o rechazo.
    Consentir es un acto de la voluntad, es una decisión.

    No es pecado sentir. Para que haya pecado tiene que intervenir la voluntad. Sólo cuando decidimos aceptar la invitación hay pecado.

    La tentación es una sugestión interior, que por causas internas o externas, incita al hombre a pecar. Actúan engañando al entendimiento con falsas ilusiones, debilitando a la voluntad, haciéndola floja a base de caer en la comodidad, la negligencia, etc., instigando los sentidos, principalmente la imaginación, con pensamientos de sensualidad, de soberbia, de odio, etc.

    Por ello hay que huir de toda ocasión de pecado, es decir las situaciones que favorecen la aceptación del pecado.


    ¿Puedo perder el Cielo por dejarme llevar por el ambiente?

    El ambiente nos puede arrastrar a cometer muchos pecados de pensamiento, palabra, obra u omisión, pero nuestras conciencias, si están bien formadas, nos ayudarán a distinguir si nuestros pecados son lo suficientemente graves como para haber roto la amistad con Dios.

    Los pecados mortales, que rompen la amistad con Dios y nos convierten directa e inmediatamente en merecedores del infierno, son aquellos que cumplen con tres condiciones:

    1. Materia grave. Esto se cumple cuando vamos directamente en contra de la ley de Dios, cuando rompemos con el orden establecido por Él. No es que nos desviemos, sino que vayamos exactamente en sentido contrario a las indicaciones que Dios nos da a través de nuestra conciencia y de la ley.

    2. Pleno conocimiento. Sabemos que la materia es grave, sabemos que es una rebeldía contra Dios y aún así elegimos hacerlo.

    3. Pleno consentimiento. Usamos nuestra libertad y nuestra voluntad para hacerlo. Lo queremos realizar conscientemente y no porque algo o alguien nos obliga.

    Cuando falta alguna de las condiciones anteriores, entonces se trata de un pecado venial. No nos hace merecedores del infierno, pero debilita la amistad con Dios y nos hace más débiles para luchar con las tentaciones del demonio, del mundo y de la carne.

    Un hombre que se habitúa al pecado venial es muy fácil que se acerque al pecado mortal.

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    Conoce más acerca de El Pecado
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    Lecturas complementarias:

    Gadium et spes n13

    Dives in Misericordia n 8

    Reconciliatio et Poenitentia
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