martes, 16 de octubre de 2012

Moral y Ética

La Moral... una Respuesta de Amor
Manual de Teología Moral Fundamental. Permite conocer los lineamientos esenciales de la Teología Moral Fundamental
Un ameno manual que nos hace ver que la Moral no es algo aburrido, sino que es simplemente una respuesta de amor al amor infinito de Dios.

La experiencia moral, llamada de Dios al hombre


Permite conocer los lineamientos esenciales de la Teología Moral Fundamental para impulsarnos a responder al amor de Dios y poder ayudar a otros a responder con su vida moral a su llamado.


"La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor..." Juan Pablo II (VS 10)


1.- Teología Moral Fundamental: Naturaleza y Método

2.- La experiencia moral, llamada de Dios al hombre

3.- La Estructura Antropológica de la Moralidad

4.- Dios llama en la conciencia

5.- Dios llama desde la Ley Moral Natural

La moral y sus desviaciones
La moral ayuda al hombre a guiar sus actos
La moral y sus desviaciones
La moral y sus desviaciones

La moral es aquella parte de la Teología que estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural. La moral ayuda al hombre a guiar sus actos, es una ciencia práctica. El hombre necesita de una norma objetiva que le indique lo que debe hacer y lo que debe evitar para poder alcanzar su fin: la salvación.

Los actos humanos que se pueden valorar moralmente son aquellos que el hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad. Se valoran su moralidad sobrenatural porque son los que acercan o alejan al hombre de su posibilidad de alcanzar la vida eterna.

Si observamos a nuestro alrededor vemos que hay diferentes tipos de comportamientos entre los hombres,que hacen que en ocasiones se pierda la brújula y se tengan conductas basadas en presupuestos morales equivocados.

Veamos algunos de estos presupuestos morales equivocados:

El relativismo: tendencia a considerar que todos y cada uno tienen la razón, aún cuando esta verdad vaya en contra de la doctrina. Todo es relativo. Pero sabemos que no todo es relativo, existen valores fundamentales innegables. Esto es muy común en el New Age.

El idealismo que no es otra cosa que la filosofía de las cosas bonitas, de los grandes ideales, pero nunca se aterriza. Se cree conocer todo lo que está mal, pero no se hace nada por remediarlo.

La libre interpretación de la Biblia, cada quien interpreta las cosas como quiere. Para leer la Biblia hay que hacerlo en su contexto global, con fe, no con el intelecto únicamente, siempre con referencia a Cristo y con la guía de la Iglesia.

La vivencia de la religión como sentimiento, se vive según se siente, lo que resulta agradable se acepta. Lo difícil de aceptar o de entender se rechaza, así se elimina la revelación de dios en los aspectos difíciles de entender. El sentimentalismo es un gran enemigo de la vida espiritual.

El racionalismo, de origen filosófico, solo se acepta lo que se puede entender con la razón, lo que se puede comprobar, no hay nada sobrenatural. El hombre debe de reconocer sus limitaciones, su incapacidad para comprender muchas cosas, no es Dios.

Materialismo o secularización que no es otra cosa que el olvido de Dios. Dios no es parte de la vida diaria, solamente se le recuerda en la Iglesia o en ciertos ambientes. Se vive como si Dios no existiera. En este olvido generalizado se presenta una nueva moral donde no hay que dar cuentas a nadie de lo que se hace.

Mala información religiosa, Dios se reduce a ser un salvavidas, es alguien a quien recurrir en momentos difíciles, cuando hay problemas, no existe una relación de amor con Él, ni con los hombres.

Moral pragmática, solamente se cumple con lo que sirve o es útil. Cuando la vivencia de la moral es difícil se deja a un lado. La moral no es un capricho de unas personas, por lo tanto no se puede tomar lo que es útil, hay que vivirla en su totalidad.

Moral de apariencias, solamente se cumple con las normas externas, hay que aparentar ser bueno, no importa crecer en santidad.

Perfeccionismo moral, se da en personas que no se pueden aceptar a sí mismas, tal como son. Hay que lograr la perfección moral por sí mismo sin contar con Dios. Es la moral del que siente dolor al pecar porque está demostrando ser imperfecto.

Moral independiente, vivir la moral como dicta la conciencia, aunque ésta esté deformada o equivocada. Es una moral católica sin Iglesia católica.

Indiferentismo, pasividad, como no se pueden resolver los grandes problemas del mundo, no se hace nada, cómo no se puede vencer al pecado, sigo haciendo lo mismo. Olvido de la ayuda de Dios.

Moral slogan es la moral en la que no se razona, se toma aquello que resulta atractivo, sin profundizar en su bondad o maldad.

Moral de ¿hasta dónde?, se busca cumplir o hasta donde tengo que hacer. Es la moral del mínimo esfuerzo. La auténtica vida cristiana debe buscar imitar más a Cristo.. La auténtica moral cristiana no está basada en evitar el mal.

Moral del sexto y noveno mandamiento, se reduce al campo de lo sexual únicamente. Nada cuento mientras se cumpla con el sexto y noveno mandamiento.

Moral negativa, se limita a lo que no hay que hacer, sin pensar en el por qué. No se fija en hacer el bien, sino en evitar el mal, no robar, no mentir, no matar, etc.

Moral evolucionista, es aquella que piensa que la Iglesia debe modernizarse, que debe ser más comprensiva, más liberal. No se piensa que lo ha cambiado es la forma, lo accidental, pero el hombre sigue siendo igual que siempre.

Moral de actitudes, lo importante no son los actos, sino la actitud habitual. Esto es una influencia del protestantismo.

Moral de situación, la bondad o malicia de un acto no depende de una ley universal o inmutable sino que es determinada por la situación en que se encuentre el hombre.


La Moral en el Catecismo de la Iglesia

La moral ocupa la tercera parte del Catecismo, el cual presenta la moral como una respuesta al llamado que el hombre recibe. La moral es la respuesta del hombre a una llamada personal que Dios le hace. Este llamado esta vocación implica vivir según el Espíritu.

Los Diez Mandamientos constituyen la gran revelación de Dios, son también el centro de la predicación de Jesucristo en el Sermón de la Montaña Mateo 5. 7 y la base de la enseñanza moral de los apóstoles. Podemos decir que en este discurso se encuentra toda la norma de la moral cristiana.

El Catecismo divide los mandamientos en dos partes: “amarás a Dios sobre todas las cosas” (Mandamientos 1 al 3) y “al prójimo como a ti mismo” (Mandamientos 4 al 10). El Catecismo es un texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica, es una norma segura para la enseñanza de la fe.


Las líneas de la moral cristiana

Es una moral cristológica, es decir, Cristo es el centro y el modelo de la vida moral cristiana. Él debe ser el criterio esencial del actuar cristiano.

Las personas en la actualidad hacen grandes esfuerzos por imitar a los grandes del deporte, el cine, la música. Se imita la forma de hablar, de actuar, de vestir, etc, pero cuando se trata de imitar a Cristo, se ve como un imposible porque Él es Dios. Siendo que la imitación de Jesucristo está al alcance de todos, el Evangelio marca el camino, a través de las virtudes de la humildad, la mansedumbre, el amor, la sinceridad, etc.. Además se cuenta con muchas ayudas como son la gracia, los sacramentos, la oración, la Escritura, etc.

Imitar a Cristo no implica llegar a tener una vida sin defectos en poco tiempo, sino que debe ser un trabajo constante. Este esfuerzo debe de estar orientado a pensar sentir, querer con la mente, la voluntad y el corazón de Cristo.

La moral cristiana se apoya en la oración y se extiende por el apostolado.
Por la oración el cristiano enriquece su vida interior, es el medio por el cual se descubre a Dios, se crece en el amor a Él y se reconocen las inspiraciones del Espíritu Santo.Catec. 2558-2578.
Todos estos dones que se reciben en la oración deben de ser transmitidos y dados a los demás mediante el apostolado, no es válido quedarse con todo. El apostolado es una consecuencia del amor y se vive a través del servicio a Dios y a los hombres por el amor. Por medio de él se va construyendo un mundo mejor.


Una moral vivida en la Iglesia
Si se ama a Cristo, se ama a la Iglesia fundada por Él. No se puede amar a Cristo y no amar a Su Iglesia. Ella es el medio que Cristo escogió para encontrarnos con Él.

Es la moral del amor.
La vivencia interior de la moral cristiana exige una motivación en el amor. El cristianismo es la religión del amor, del seguimiento de Cristo por amor y en el amor no se puede ser mediocre.

Los cristianos deben conocerse por la vivencia del amor, tal como los primeros cristianos. El amor es radical; o se ama a Dios y al prójimo o se ama al “yo” y a sí mismo. Al final de la vida, el día del juicio seremos juzgados según el amor que vivimos.

Para profundizar Veritatis Splendor

La moral y la santidad del Hombre Nuevo
Descripción del Hombre Nuevo, que vive según Dios, que imita a Jesucristo.
La moral y la santidad del Hombre Nuevo
La moral y la santidad del Hombre Nuevo

El centro del mensaje cristiano, tal como lo enseñó Jesucristo es el amor a Dios y al prójimo (Mateo 22, 34–40). Si se opta por este principio la vida humana se verá influenciada por él, se irán concretando nuevos comportamientos, configurando al Hombre Nuevo que vive según Dios, que imita a Jesucristo.

En ocasiones puede parecer muy difícil encarnar este Hombre Nuevo, parecería que es una tarea imposible, pero el hombre no está solo para la realización de este proyecto, cuenta con Dios que actúa desde dentro de cada bautizado, además del apoyo que la Iglesia le brinda a través de a oración, de sus enseñanzas y los sacramentos.


El Hombre Nuevo

El ser humano tiende a buscar un modelo de comportamiento. El problema de hoy en día es que muchas veces, el joven o el adulto buscan ídolos, que no lo son, se imitan a deportistas, artistas, etc. No tenemos mas que ver las modas que estas figuras implantan, ropa, cortes de pelo y demás.

Lo curioso es que cantar como Ricky Martin, Plácido Domingo o cualquier otra persona, es casi imposible de lograr, pero aún así hay una insistencia tremenda por parecerse, pero cuando ponemos a Jesucristo como modelo, la respuesta que recibimos es “eso es imposible, pues Él era Dios”.

No nos damos cuenta que imitar a Cristo es más fácil, lo único que se necesita es tomar el Evangelio y ver que todo es cuestión de virtudes, desde las humanas hasta las morales, sinceridad, amor, mansedumbre, vida interior, etc. Normalmente pensamos que todo esto es muy difícil, nos olvidamos de que contamos con muchísimas gracias; los sacramentos, la oración, el ejemplo de los santos. Al lograrlo obtendremos mayores frutos; paz, felicidad, etc y sobre todo la vida eterna..

No hay que pensar que esta imitación la vamos a lograr en poco tiempo, pues es una lucha que dura toda la vida, aunque se logren ciertos avances, ni tampoco significa una vida sin defectos, siempre será un esfuerzo, un trabajo constante. Además esta imitación no es un asunto privado entre Dios y yo, sino que hay que compartirlo y darlo a los demás.

Si queremos vivir verdaderamente la moral cristiana tenemos que imitar a Cristo en la vida ordinaria. No esperemos a las grandes oportunidades u ocasiones, la mayoría de las personas no tienen esa oportunidad. Puede ser que cuando nos llegue estemos tan desacostumbrados a imitarlo que no sabríamos cómo hacerlo. No siempre será fácil descubrir lo que Cristo haría en las diversas situaciones de la vida, para ayudarnos a vislumbrarlo tenemos el Magisterio de la Iglesia.

Cristo en su infinita bondad y para no dejarnos solos, con el fin de que todos sepamos actuar nos deja a la Iglesia para que nos gobierne, enseñe y santifique.
Todos los hombres estamos llamados a la santidad, por lo tanto, la santidad es algo posible. Para alcanzarla necesitamos construirla sobre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, hasta que lleguen a ser parte de nuestra vida diaria.

La acción del Espíritu Santo

Para ello contamos con la ayuda del Espíritu Santo (Col 3, Ef 4) que es quien nos da el don maravilloso de la santidad. Él es quien la edifica, al hombre sólo le toca corresponder.

El meollo del asunto se encuentra en que los hombres nos olvidamos que no podemos hacer las cosas por nuestras propias fuerzas, que necesitamos ayuda. Nadie puede avanzar en el seguimiento de Cristo, en la verdadera vivencia del cristianismo sino cuenta con la ayuda del Espíritu Santo. Por eso es necesario estar abiertos a la acción del Espíritu Santo en nosotros, escucharle, dejándolo hablar en nuestro interior y actuar según nos dice.

Por medio del Bautismo, por la acción del Espíritu Santo nos hacemos lo que se denomina Hombre Nuevo, es decir el hombre regenerado por el sacrificio de Cristo que se convierte en hijo de Dios y miembro de la Iglesia.

Para ser Hombre Nuevo hay que nacer por obra del Espíritu Santo. Él con sus gracias va reforzando al hombre que vive guiado por Dios. Desgraciadamente, en la actualidad, como consecuencia de una vida acelerada, sin reflexión, superficial, muchas veces no se hace un poco de silencio interior para escuchar la voz de Dios, en ese lugar íntimo que pertenece a Dios y a cada hombre.

Sólo desde ahí se conocen en profundidad las grandes incógnitas de la vida: el dolor, la muerte, el sentido de la vida, la felicidad, el amor, el pecado, la donación al prójimo, la relación con Dios Padre, sólo así el hombre se descubre a sí mismo, pudiendo apreciar la vida de otra manera, con los ojos del amor y de la moral. La Iglesia le reza al Espíritu Santo para que ilumine a los hombres. Dominum et Vivificantem nn 52, 58, 67


Los Sacramentos y la vocación a la santidad

El cristiano por el Bautismo entra a formar parte de la Iglesia, se hace hijo adoptivo de Dios y comienza en él una vida nueva, la vida del Hombre Nuevo. Para ello se le otorgan todas las gracias necesarias. Dejando atrás todo lo que las consecuencias del pecado trae y comienza el seguimiento de Cristo.

El Sacramento de la Confirmación lo refuerza dándole las gracias necesarias para poder ser un auténtico testigo de Cristo en todo momento, en especial, en aquellos momentos difíciles, dándole fuerzas y valentía.

Estos dos sacramentos lanzan al hombre hacia la santidad, edificando la vida según los planes de Dios y expresados por Jesucristo. A partir de ellos, se busca la verdadera santidad, la imitación de Cristo.

El sacramento de la Eucaristía tiene gran influjo en la vida moral del hombre nuevo. En él se logra la unión más íntima con Jesucristo y este sacramento es la mayor fuente de gracias que recibe el cristiano. Por ello, hay que aprovechar todas estas gracias, viviendo conscientemente la participación en el banquete, con un gran deseo de corresponder a este don de Dios.


La cruz y el sacrificio en la vida cristiana

Cristo murió en la cruz por los hombres y su redención. Pudo haber escogido cualquier otro tipo de muerte, pero quiso mostrarnos su Evangelio, encarnando el amor y llevándolo hasta el extremo. Al mismo tiempo con su muerte le da un nuevo sentido al sufrimiento del ser humano.

El sufrimiento es algo real en la vida del hombre, todos los hombres sufren en un momento u otro. Le es muy difícil encontrar un consuelo y es en Jesucristo donde se puede encontrar una motivación, un ejemplo de aceptación con alegría y esperanza.

Si leemos el pasaje del Evangelio del Buen Ladrón (Lc 23, 9-43), vemos que el buen ladrón fue el primero que comprendió el valor del sufrimiento unido a Cristo. También aparece en este pasaje la manifestación de aquellos que en el sufrimiento se rebelan contra Dios. Para estas personas el dolor es pura amargura, no tiene sentido.

El sufrimiento sigue siendo un misterio para la mayoría de los hombres, pero para los cristianos tiene un valor, está ordenado a la salvación eterna. Por eso ofrece sus sufrimientos a Dios y obtiene gracias para él y los demás, completando y uniéndose al amor infinito y al sufrimiento de Cristo. Se puede decir que el cristiano al contemplar en sí mismo el sufrimiento y los dolores de Cristo descubre en ellos al Cristo de la pasión y de la resurrección. Salvificis Doloris.


Vivir en obediencia y amor al Papa y al Magisterio de la Iglesia

El hombre nuevo debe vivir en obediencia y amor al Papa porque sabe que es su Vicario en la tierra y la cabeza visible de la Iglesia y es vínculo de unión entre todos los cristianos.

En el Evangelio encontramos el fundamento dele amor al Papa como consecuencia del amor a Cristo Mt 16, 13-20. En este pasaje se encuentra contenida la revelación sobre el papel y la auténtica identidad de su Vicario. Cristo desea que se le reconozca su identidad divina, sus poderes y explica su misión.

Además por la fe sabemos que el Papa es el encargado de guiar a su Pueblo. Por eso, es obligación del cristiano leer los escritos del Santo Padre, difundir su doctrina, obedecer fielmente y defenderlo ante cualquier crítica a su persona o a su imagen.

Junto al Papa, se encuentra la Iglesia desarrollando su función de guía.


Moral de la Caridad

El cristianismo es comparado con otras religiones o con ideologías o con doctrinas filosófico-teológicas. En realidad el cristianismo no es nada de eso, no es creación de la mente humana. “El cristianismo es una auténtica revelación de Dios que se hace al hombre por amor al hombre para abrirle el camino a la vida eterna y mostrarle un ejemplo de conducta”.

El cristianismo es la respuesta del hombre a la llamada de amor de Cristo. Esta respuesta del hombre es una respuesta de amor real, eficaz, concretado en un respeto y veneración a toda la herencia que Cristo nos ha dejado.

Este amor no es algo externo sino que nace del corazón, del interior del hombre y se manifiesta en sus obras. El cristianismo es la religión del amor, del seguimiento de Cristo. Y este amor exige radicalidad, no se puede ser mediocre: o se ama a Dios y al prójimo o se ama al yo, a sí mismo.

Al final de la vida seremos examinados en el amor y sólo contará lo que hayamos hecho por Dios y los demás.

Lectura complementaria:

Catecismo de la Iglesia Católica nn 2012-2016, 2044-2046

Apostolicam Actuositatem. Sobre el apostolado de los Laicos.
¿Qué es lo bueno?
La Iglesia traza el mapa de los caminos del bien
¿Qué es lo bueno?
¿Qué es lo bueno?



Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer lo bueno. Y si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.

Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.

Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.

Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.

Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es "ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.

¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.

Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).


LA RELATIVIDAD DEL BIEN

Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.

Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.

Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.


LA OBJETIVIDAD DEL BIEN

En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación.

De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del alma.

Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.

Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).

La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.

El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que hace posible que hablemos con sentido del "género humano" o de la ""especie humana", y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.

De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada.

A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, .¿cuál es?" (1).

La Ética (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes.


¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.

Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma espiritual e inmortal en el hombre, todo materialismo se hace incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o "ético". Al pensar al hombre como simple animal evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos "libertad", "justicia", "paz", "amor", etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El mismo concepto de "persona" se vacía y el hombre queda reducido a un "número" al servicio de la "especie" (llamada "sociedad"). Si la "especie" lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la "especie", como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del marxista.

Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de contemplar al hombre en su integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la vertical:

Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.

El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una "sección" totalmente "vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: "lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir "perceptible" o "claramente cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque "sólo un ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a "demostrar" con argumentos el materialismo" (2).
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma cosa".

Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a "exasperar" con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?"; y, sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?..." Es que el niño está buscando ya una respuesta última y definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea la Verdad primera original y originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de razón". Es la célebre oración de San Agustín: "Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti" (3).


Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios. Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que es capaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad de amar el bien,- no es "infinita", pero sí "ilimitada", porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una criatura y la posee de algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un vacío por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del bien y del amor que buscaba. Es que todos -sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.

Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al menos, no me aleje de El); y será malo -aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.
Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo más íntimo de mi persona.

Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz natural de la razón es un don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano, es decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden bien así las palabras de Juan Pablo II: "La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios". En efecto: "La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por Dios que nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las palabras del Apóstol, "en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente" (Rom 7, 22)" (4).

Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál es el camino que conduce a ser de verdad hombres perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (5). Y no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en absoluto.

Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos alejan de Él, fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa cierto y seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo todos los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del mal, para conocer esa "norma suprema de la vida humana", que el Concilio Vaticano II recuerda que es "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana" (6).


(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII; (2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rialp, Madrid 1961, p. 203; (3) SAN AGUSTIN, o.c., 1, I, l; (4) JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-VII-1983; (5) Jn 14, 6; (6) Conc. Vat II, Dignitatis humanae, 3.

La cuestión de los fines y los medios
Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría
La cuestión de los fines y los medios
La cuestión de los fines y los medios


En una ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un tanto perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue a un psiquiatra que le aconsejaba —para tranquilizarle— que se olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines. «¿Qué importa que una cosa sea fin o medio? —decía el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es medio, por eso nada es medio ni es fin... A lo que responde el paciente: -Pues mire, doctor, esto mismo me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño. Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían. La solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo y me cortó los dedos de los pies. Ahora ya, fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.

-Pues claro que sí, hombre. Usted creía que el pie era el fin y los zapatos los medios: una vulgaridad. Hay que se creativos. Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?

-No señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito formato, pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son lo mismo y no existe ni lo uno ni lo otro, ¿no es así?


EL LECHO DE PROCUSTO

Esta especie de locura que consiste en prescindir, a la hora de actuar, del orden natural entre el fin y los medios adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes no sólo contra «la humanidad» abstracta, sino contra millones de personas concretas, con rostro, nombres y apellidos. Se adopta una conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo. Se construye una teoría moral y se hace como Procusto. Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa «el estirador», lo cual sólo se comprendía cuando mostraba su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros. Y a los bajitos les ataba grandes pesos a los pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos clientes.

La vida real no es una especie de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas, que configuran un orden de prioridades —lo contrario al caos—, una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que la mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y, ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a parar el golpe. Es más importante el coche que su cenicero. Si el cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar el coche. Si hay que vacunar a un niño, es mejor que llore un poco que no lo haga y haber de enterrarlo prematuramente.


LA SECUENCIA DEL DISPARATE

Un modo de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa de lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me la corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto. ¿Deseo acabar de una vez con un país molesto? Le lanzo una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo mato. ¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza? Te la corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto no es más que un desplazamiento de papeles de un lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien lo sustrae de mi bolsillo y lo traslada al de otro.

Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de juzgarle como una bellísima persona que merecía la medalla al mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba en sus cabales y era un peligro público. Menos mal que no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante y estilo ético no son un mito, son una realidad tan extendida que si los procustos volaran no se vería el sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces de partidos políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo», cuando se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o su defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho lo mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre: para afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa diciendo que el hombre es un «ser vomitado al mundo», «una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico». También hablan de «muerte digna» cuando se trata de matar o rematar al abuelo por compasión; etcétera.

CÓMO ES EL EMPEDRADO DEL INFIERNO

No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo tan viejo como falso: «el fin justifica los medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma hasta perder el sentido ante «las buenas intenciones» y «los buenos deseos». Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas intenciones y de buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones— figuran en el clásico refranero castellano.

Adviértase que nunca se ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno de gente de «buena voluntad». La voluntad es una cosa y las intenciones y deseos son otra. El infierno no admite voluntades buenas, porque la voluntad es algo muy serio, inconfundible con las intenciones. Se puede tener una buenísima intención y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo que hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía el hombre la buenísima intención de mejorar la raza aria y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué insensato puede atreverse a juzgar las intenciones de Hitler? Sin embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no damos un duro por la piel de su alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida eterna (nunca se sabe qué sucede en la persona a lo largo de ese corto viaje a «la otra orilla», que se llama muerte).

Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría popular, el cielo puede estar lleno de gente equivocada, compatible con la buena voluntad y, en cambio, el infierno puede estar lleno de gente con certezas muy firmes y buenísimos deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al niño, sino salvar el bienestar de la madre! O sea, que defiendes el derecho de matar a un inocente ¿o no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí, claro, pero tu voluntad es criminal y tu pensamiento un caos. ¿O no?


¿ UN BUEN FIN CON MEDIOS INJUSTOS?

Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los medios con independencia del fin y viceversa. Creer que nos repugnan los medios de los terroristas a la vez que nos entusiasman sus metas. Es el error de pensar que cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice lúcidamente J. A. Marina- me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los medios con los que se pretende llegar a ese fin. El fin no es una idea abstracta, platónica, exenta, pulcra, incontaminada. Es la meta más el conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar los medios y los fines es un logicismo que no encaja con el comportamiento real del ser humano (...) Eso es la más detestable de las falacias: la que deja en la ignorancia ciertas cosas para poder aprovechar la situación sin remordimientos. Se llama mala fe».

Un fin elegido, con resultado bueno, por el hecho de que se realice después del mal del que se ha seguido, no convierte en bueno a ese mal, puesto que el mal ya está hecho, ya es pasado, y no hay nada más inmutable que el pasado. El futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el futuro «ya no es lo que era». Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho libremente el mal, ya se ha hecho mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo mismo que con la sola intención y un buen deseo no puedo mover una silla o una mesa, a no ser en un escenario tipo David Copperffield. Con tales elementos no se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un robo en una obra de misericordia.

Además, cuando los medios son elegidos libremente, son queridos; y por eso equivalen a fines que, en nuestro caso, son malos.


LOS MEDIOS CONFIGURAN LOS FINES

Fines y medios no son valores independientes, que se puedan juzgar por separado, porque los fines de alguna manera proceden de los medios; si no, no se conseguiría ningún fin: nadie da lo que no tiene. Es absolutamente imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería una tremenda contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin y no puede ser bueno. «La naturaleza de los fines está implicada en la naturaleza de los medios —dice J.M. Ibáñez-Langlois—. En cierto modo los medios contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el resultado. Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan para cualquier fin: cada uno lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo la muerte.

En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos de males y bienes físicos. Un río salido de madre arrasa un poblado, pero dispone la tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí estamos hablando en el orden de los valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un bien conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-, puede proporcionarme muchos bienes materiales: un chalé de lujo, un yate fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso es bueno de suyo. Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de un chalé que he construido con dinero robado? El prolongado usufructo de un dinero robado, ¿no será, más que un bien, la prolongación e intensificación de una formidable injusticia? ¿Podré pensar que, en estas circunstancias, mi vida llena de cosas buenas y de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada y generosa? Antes no podía ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien robando los cien millones de dólares porque ahora gozo de la magnanimidad de Robin Hood?

Pues bien, si la injusticia es aún mayor que el robo, como por ejemplo, el asesinato de un inocente, sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de algunos) hace buenos los medios injustos (la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo, el aborto procurado, el terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden traer algunos bienes, por supuesto. Lo que nunca sucederá es que los frutos lleguen a ser justos: no hay fin justo cuando se emplean medios injustos. Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo que se logre así, por hermoso que resulte, no podrá ser más que un hermoso monumento a la injusticia.

Los fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con violencia, sino con heroísmo. La justicia no puede venir de la injusticia. Dice la Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem, sic qui facit per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como pasión de eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia» (Biblia de Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a una doncella, es el que a la fuerza hace la justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga). La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino dominándolo. La fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien moral (la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que es imposible es que un mal moral engendre un bien moral en la persona que lo realiza. La única manera es, con la gracia de Dios, convertirse, detestar y reparar en toda la medida posible el mal cometido y entregarse a la consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias del mal para alcanzar un bien mayor. La Iglesia canta O félix culpa! por el pecado original, porque el inmenso amor ha movido a Dios a redimirnos mediante la cruz de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos abandonados a la injusticia.

La sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin atender a la verdad, a la voluntad y a la justicia, conduce a la solidaridad con el crimen; convierte a una sociedad en cómplice de barbaridades que nunca habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario, la justicia, la democracia y, por supuesto, la ética, no serían más que zarandajas, palabras altisonantes para engañar a los incautos.

Los hábitos hacen al hombre
La personalidad se forja con hábitos perfectivos.
Los hábitos hacen al hombre
Los hábitos hacen al hombre



Suele decirse que «el hábito no hace al monje». Otros apostillan que no lo hace, pero lo viste y lo muestra, que no es poco, pues también para eso es monje (Shakespeare dijo que el traje revela a la persona). Lo que nadie duda es que al monje, al médico, al profesor, al artesano, al ciclista, al trabajador - cualquiera que sea su trabajo -, lo hacen más o menos perfecto, más o menos detestable, sus hábitos interiores, los hábitos del alma, ciertamente más definitorios que los del vestir. El «maillot» amarillo no hace a Induráin pentacampeón del Tour, sino las virtudes humanas.

Hemos olvidado la función decisiva de las «hábitos íntimos» en la construcción de la personalidad. Me refiero a esos que residen en nuestras facultades de mayor rango, que nos hacen personas, hombres o mujeres, cabales: el entendimiento y la voluntad. El monje no puede, no debe tener el hábito de pensar frívolamente o de amar como un fresco. El monje, el médico, el vendedor de lo que sea, el deportista, el sabio, han de crear hábitos intelectuales y morales que faciliten, más aún, que hagan posible, el ejercicio siempre más perfecto de sus responsabilidades. La verdad es que se puede mucho. Todos podemos mucho; mucho más de lo que cada uno piensa de sí mismo.

La personalidad se forja con hábitos perfectivos. Los clásicos han llamado a esos hábitos, «virtudes». Hemos olvidado el sentido y valor de la virtud. La palabra latina «virtus» procede de «vis», que significa fuerza, vigor. Se trata por tanto de una capacidad, de un poder para la acción (interior o exterior) del que sin la virtud carecemos. La virtud es la más alta forma de haber (tener, poseer) en la cuenta de la personalidad, porque es un «tener» que da la posibilidad «ser más» (más fuertes, más justos, más prudentes, más inteligentes, más señores de nosotros mismos...) Los hábitos opuestos a los perfectivos, deterioran, dificultan, empobrecen la persona y son lo que siempre se ha llamado «vicios». Los vicios impiden a la persona tener «personalidad», en el sentido más noble de la palabra. Por cierto que, como dice Gracián, «no se acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos, antes bien ofende más la mancha en el brocado que en sayal»

Una personalidad bien definida se forja a base de hábitos y vale lo que valen éstos. El que tiene el hábito de la vagancia, es un vago; el que tiene el hábito del trabajo es laborioso. El primero es un desgraciado, el segundo es honorable y seguramente bastante feliz.

SABIDURÍA Y ESTUPIDEZ

Hay hábitos perfectivos y hábitos corruptores. Nadie es espontáneamente una persona honrada o una persona corrupta. La sabiduría y la estupidez son siempre conquistas personales, logradas con el esfuerzo de la libertad. Por eso Jesucristo sitúa la estupidez entre los graves desordenes morales (Mc 7, 22).

Hay ignorancias invencibles y discapacidades naturales. Pero la estupidez es un logro responsable, resultado de la elección de la ignorancia como sistema de resolver dificultades (por ejemplo, como no me interesa resolver el problema del aborto, niego a la ciencia cuando dice que hay ser humano desde el instante de la concepción, etc.). Es ésta una modalidad que configura muchas personalidades que habitan hoy en nuestro planeta.

Tanto la sabiduría como la estupidez son libres y se adquieren con el ejercicio esforzado de la libertad. Hábitos perfectivos o corruptores los vamos adquiriendo queramos o no. Porque si no queremos hacer nada y nada hacemos, adquirimos el hábito de la gandulería, que bloquea la acción, precisamente cuando «quisiéramos» hacer. No elegir es un modo de elegir. Como aparentemente no se hace «nada», parece que ni siquiera se elige, pero sí se elige: se elige la omisión. Por eso la omisión es fuente caudalosa de graves desatinos. El santo no nace, se forja, con la gracia de Dios y el esfuerzo de la voluntad[1]. Todos podemos llegar a ser lo que queramos: sabios o estúpidos (bien entendido que la estupidez es compatible con el premio Nobel y la sabiduría es asequible a las gentes más sencillas). ¿Cómo es esto posible?

EL ARROJO DE LA GOLONDRINA

Cuando la golondrina mueve por primera vez las alas para volar, no se lanza a grandes vuelos. Intenta primero volar del nido al techo; luego regresa y se lanza de nuevo un poco más allá, y así cada vez va más lejos, hasta que siente el vigor en sus alas y sabe que puede orientarse, y entonces se pone a jugar en medio de los vientos, va chillando tras los insectos, roza levemente la superficie de las aguas y vuelve a subir hacia el sol. Y llega el día en que se aventura a sobrevolar anchos mares, siendo como es tan pequeña, un punto casi invisible entre dos azules inmensos. En su pequeño cuerpo se ha forjado un conjunto musculoso perfecto, que surca flechando el aire, señoreando como una reina por sus dominios.

Pero nadie se hace capaz de algo valioso - ni se malforma el carácter -súbitamente, sino con el ejercicio esforzado de la libertad. La virtud nos hace más libres, porque con ella hacemos el bien cuando queremos. En cambio, los hábitos malos (los vicios) impiden o dificultan en gran manera hacer el bien que quisiéramos hacer, pero ya no podemos, a no ser - si no es imposible - con un esfuerzo hercúleo. Trabajar, estudiar, andar, hacer deporte, charlar con los amigos, convivir amablemente con la familia, etc., cada cosa a su tiempo, son actos perfectivos de mi ser personal, me mejoran como persona y me permiten proseguir libremente hacia una mayor perfección. Cuanto más aprendo, más capaz soy de aprender, cuanto más trabajo -en la medida oportuna, mejor puedo trabajar. Cada uno de esos actos, me perfecciona, me satisface, me llena. Satis-fecho es el que está hecho, realizado con cierta saturación, con cierta plenitud personal. Si yo voy reiterando actos «satis-factorios», no sólo yo me perfecciono, perfecciono mi familia, perfecciono la sociedad, y soy más, porque soy más capaz de hacer actos perfectivos.

Sucede en el deporte cuando somos jóvenes que al principio no somos capaces de correr ni siquiera un par de kilómetros con cierta soltura. Pero hacerlo unos cuanto días nos capacita para correr más kilómetros seguidos y más deprisa. Hace un par de semanas no podíamos de ninguna manera. Hoy sí. En la olimpíada celebrada en Roma el año 1960 batió el récord mundial de los cien metros lisos femeninos una negrita que apodaron «la gacela negra». De pequeña había sido poliomelítica. Un amigo mío era incapaz de entender una clase de Filosofía de BUP y ahora es doctor en Filosofía y escribe libros bastante buenos. Todo es cuestión de esforzarse en alcanzar esa perfección del saber, del querer y del hacer que llamamos «hábito-virtud». Hubo un tiempo en que Induráin era incapaz de ganar el Tour; ni siquiera podía mantenerse encima de una bicicleta.

También las facultades espirituales, al actuar de acuerdo con su naturaleza - entendimiento de la verdad, amor al bien -, por reiteración de actos crecen en posibilidades. En cambio, hay actos que, por más que los hagamos libremente, nos deterioran, como personas libres. A veces un solo acto, acaba con nuestra libertad. Por ejemplo, tirarse por la ventana de un vigésimo piso; tomar un plato de setas venenosas. Otros actos, nos deterioran más despacio, pero inexorablemente; por ejemplo, drogarse; beber mucho alcohol, dar rienda suelta a los apetitos sensuales. Cada uno de estos actos nos pone un nuevo grillete y, sino reaccionamos con radicalidad, más pronto que tarde llegamos a ser esclavos sin remedio: no podemos ejercer nuestra libertad. El drogadicto no es libre, necesita cada vez más droga hasta convertirse en una ruina humana, para sí mismo, para su familia y para la sociedad.

La reiteración de actos perfectivos constituye una «riqueza» que podemos incrementar cada vez más y mejor; y al utilizarla, lejos de mermar, crece. No son meras costumbres o rutinas.

LOS HÁBITOS HACEN AL HOMBRE

Energía genera energía. A veces basta un sólo acto para generar una habilidad. Otras veces se requiere la reiteración de muchos actos iguales. Por el hecho de hacer algo alguna vez ya refuerzo mi musculatura espiritual y me preparo para repetirlo con más facilidad y perfección. Quien yugula una crisis gana en fortaleza y en alegría, porque la alegría profunda nunca es espontánea, sino fruto de una victoria voluntaria sobre uno mismo. Vencerse a sí mismo, es un principio de la ética clásica que hemos olvidado. Vencerse a sí mismo es no abandonarse a la espontaneidad, sino seguir el camino de la racionalidad; lo cual exige en ocasiones no poco esfuerzo de la libre voluntad.

LAS VIRTUDES, CONDICIÓN DE LIBERTAD

Sin virtudes, tenemos libertad pero no somos capaces de actuar libremente. En la práctica, la voluntad es habitualmente libre en virtud de los hábitos perfectivos. Este es el sentido profundo de la frase de Schiller: «sólo a través de su costumbre, el hombre puede ser libre y poderoso». El niño que crece aislado en la selva, a los diez o doce años ya carece de capacidad para el lenguaje. La educación de los primeros años gravita sobre nuestro presente y nuestro futuro. Por eso es preciso desarrollar cuanto antes hábitos verdaderamente perfectivos. El que no desarrolla virtudes, vive como un animal, por más que tenga entendimiento y voluntad. Los ha bloqueado. Puede hacer casas o puentes, pero él no llegará nunca ser más, irá siempre a menos. Y esto es posible, porque el hombre es el único animal que para vivir como lo que es (racional, libre) ha de saber que lo es y quererlo prácticamente.

Pío Baroja decía que "en la vida sólo existen dos caminos, el derecho y el torcido. Quien toma el derecho ya no lo deja; y quien emprende el torcido, tampoco". Es una exageración. Alguien comentaba esto diciendo que "el hombre acaba por ser esclavo de sus actos, y se comporta como aquel penitente sevillano que introduce el dedo gordo del pie descalzo en los raíles de un tranvía". Es una exageración, porque la libertad siempre existe mientras hay uso de razón. Pero también es cierto que los vicios constituyen una mengua tal de libertad que bien puede llamarse esclavitud, y que las virtudes, en cambio, otorgan una libertad nueva, capaz de dilatarse indefinidamente en su orden. Pero es cierto que sin hábitos arraigados no es posible hacer con facilidad el bien. Las dificultades son demasiadas. Si yo no hago actos de libertad que perfeccionen mi libertad, si no creo el hábito de elegir bien (es decir, de elegir el bien que la razón me indica como tal), estoy eligiendo mal y deterioro mi libertad, mi personalidad, mi dignidad. La virtud permite obrar bien cuando y siempre que se quiere; el incremento de libertad práctica consiste en la acumulación de virtudes. La virtud es el nivel superior de "posesión" (L. Polo).

VIRTUD Y LIBERTAD

Las virtudes intelectuales, perfeccionan la inteligencia; las virtudes morales, perfeccionan la voluntad libre. Libertad es dominio de sí; ser libre es ser dueño de los propio actos, señor de sí mismo, escoger lo que se quiere escoger, amar lo que se quiera amar, querer lo que se quiere querer. Sin virtudes, no hay libertad práctica sino veleidad: como una veleta que gira en la dirección del viento que sopla, que no se mueve a sí misma, que en el fondo no quiere lo que quiere querer sino el primer bien efímero con que se topa y que - si bien ponderara las cosas - rechazaría sin contemplaciones. La virtud se adquiere como un beneficio añadido al ejercicio concreto de las propias facultades. Es como un premio que la naturaleza se otorga a sí misma.

NECESIDAD DE LA VIRTUD PARA ALCANZAR LA FELICIDAD

Las virtudes constituyen la más alta perfección interior al hombre. Es claro que la perfección de la persona se encuentra en la perfección de su actividad interior: intelecto y voluntad. Ahí ha de hallarse la felicidad del hombre: en el ejercicio correcto, perfectivo, del intelecto y de la voluntad: en el entender y amar cada vez más y mejor. Entender y pensar la verdad de la bondad, la bondad de la verdad, la belleza de la verdad y de la bondad.

Sería, por tanto, absurdo pretender ser feliz buscando la felicidad en alguna suerte de posesión material, manual, corpóreo práctica. Sería un empobrecimiento muy grave. Un estrechamiento angustioso del horizonte de la propia existencia. La felicidad es la posesión de lo que nos perfecciona como personas, sin temor a perderlo (sólo así la posesión es perfecta), es decir, teniéndolo íntima y profundamente, al modo del hábito-virtud.

En consecuencia, el que no tiene virtudes no puede ser feliz: quizá no falle lo que le puede hacer feliz, pero fallará él mismo. Sin virtud somos inconstantes, inconsecuentes. Para ser constantes y consecuentes, crear hábitos. Toda la formación de la personalidad, toda quehacer educativo consiste no en la mucha información, sino en el mucho estimulo de hábitos intelectuales y hábitos morales. Sabiendo que ser hombre es una tarea larga; que el genio es una larga paciencia; que el artista, el buen profesional, el buen marido o esposa, el buen padre, el buen estudiante, el buen hijo de Dios, el santo, no nace, se forja; que es preciso querer y repetir muchos «pequeños» actos perfectivos. Los hábitos hacen al hombre. Las virtudes humanas - la musculatura espiritual - hacen al campeón. Pero la olimpíada de la libertad hacia la plenitud del ser personal, no es en modo alguno excluyente: podemos ganarla todos.


[1] Cfr. JOSEMARIA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, núm. 7

El valor de las circunstancias
Son como los accidentes importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral.
El valor de las circunstancias
El valor de las circunstancias



A pesar de su "relatividad", el bien es algo ""objetivo", que está ahí, con independencia de mi opinión o voluntad particular(1).

Los actos humanos, para ser moralmente buenos:
1) tienen de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona; y
2) ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena"", esto es, con intención real y rectamente ordenada, en último extremo, al último fin, que es Dios.

El acto externo (u objeto), y el interno (o intención), son como dos caras de la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena, de modo que valga lo que anuncia, es preciso que sus dos caras--no una sola--sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa, para que toda la moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso, dos princinios fundamentales de moralidad.

Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para calificar con exactitud la moralidad de un acto humano?

La ética católica ha advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad, que si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a veces mucho.

Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo ""objeto + intención "" del acto; pero toda sustancia existe sustentando unos "accidentes"..Así, por ejemplo, las manzanas pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son los "accidentes" de la sustancia "manzana". Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado entre determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.

Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan más o menos profundamente. Suelen señalarse las siguientes:

I. Las que afectan al objeto moral:

a) tiempo: es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o muchas horas

b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una persona en público o en privado;

c) cantidad: es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad de un robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable; d) efectos: el robo de una misma cantidad de dinero no tiene la misma gravedad moral, si se hace a un pobre o a un rico, porque sus consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar mala o buena doctrina en una revista de ámbito limitado, que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la más importante de las circunstancias que afectan al objeto moral.

II. Las que afectan al sujeto:

e) la condición de quién obra: no reviste la misma gravedad la exposición de un error doctrinal por un sacerdote o un seglar; o el escándalo que causa un simple ciudadano o una autoridad pública;

f) modo de obrar: la modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad o malicia. Por ejemplo, la delicadeza con que se hace una corrección, o la brutalidad con que se comete un asesinato;

g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la moralidad de la acción. Así, el robo a mano armada es más grave que el simple robo o el hurto;

h) motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin principal, pues no causan el acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo, el que realiza un acto de servicio por caridad, pero esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones torcidas secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto, son importantes, porque poco a poco van ahogando la intención principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio, los motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción buena (2).

LO QUE PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS

"Algunas circunstancias mudan la especie moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia); los pecados contra la castidad no tienen la misma especie moral según se cometan con uno mismo o con otra persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o un soltero). Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica (es decir, el carácter grave y leve de un pecado de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada hace que el robo sea pecado venial o mortal; una injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas las circunstancias que mudan la especie moral o teológica del acto deben declararse expresamente en la confesión.

"En realidad, este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales, en sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a formar parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado, en el caso del robo sacrílego, entra en la sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la norma moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la obligación de confesarla. No es esencialmente lo mismo una simple fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial pasa a ser la intención principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro caso no tendría" (3).

Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo, la hora en que se asiste a Misa. Las que influyen en la moralidad del acto son las que añaden una nueva conformidad o disconformidad con el orden de la razón.

LO QUE NO PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS

Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias lo que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente--sea o no nacido--aunque su muerte produjera grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la negación del salario justo y posible, o de la mentira.

La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la recta razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas morales que ninguna circunstancia o conjunto de circunstancias eximen de su estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida humana--recordamos el Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal" (4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada "ética de la situación". En un importante discurso, dijo así:

"La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y ante El se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el YO de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas" (5). Todo dependería de las circunstancias, o, en otros términos, de la "situación" en la que se halle la persona, que siempre es única e irrepetible .

Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo "en situación", en circunstancias concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta una verdad de antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad de la rectitud de intención--aunque no baste--para que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta, es decir, derechamente dirigida no al interés personal sino al bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento examen de las normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).

Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque embotan la mente o desvían la voluntad (7). En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas, y, si se ha errado, la rectificación. De este modo, la ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética según la situación, evitando sus confusiones y desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de normas que obligan en todos los casos. Así, por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, la masturbación, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la defraudación del salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta, las injustas maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el Legislador Divino" (9).

El Papa Pío Xll salía al paso de una posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez". Pues bien, responde Pío Xll: "Ella lo puede y lo hace, porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero no para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).

En efecto, ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay persona humana, por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).

Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por el Divino Redentor" (13).

ERRORES DE LA "ÉTICA DE LA SITUACIÓN"

Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer.

"Por lo demás--continúa Pío XII--, a la ética de situación oponemos tres consideraciones o máximas.

"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere además, la obra buena.

"La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cfr. Rom 3, 8).

Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta de ello--según el principio de que "el bien santifica los medios" .

"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre--y en especial el cristiano--no pueda ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra la situación, incurrido inútilmente --y hasta equivocándose--en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; v ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad, contra la nueva moral" (14).

Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más difundido aún: "Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones particulares, no se pueden encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento determinado de la historia.

"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).

SIEMPRE ES POSIBLE CUMPLIR LA LEY MORAL

En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona, son tales que ponen muy cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las dificultades pueden ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten convencernos de que en ese momento somos una excepción que nos dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva. Es preciso no olvidar que el designio de Dios Creador responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que no es un "capricho", obra de un Dios que se compl*ce en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere más que el bien auténtico de sus hijos; que su yugo es suave y su carga ligera (18); que si bien las fuerzas humanas son escasas y pueden parecer nulas, la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.

Dios no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto de su Amor inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el amor y la justicia se besan", y como consecuencia de ambos atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley moral--también en esas circunstancias difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre: también "ahora " .

Hablando de las dificultades que a veces se presentan en la vida conyugal para cumplir la ley de Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo", o "es demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.

El Papa insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección humana y cristiana--no debe confundirse con una supuesta "gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones" (20).

"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo Il en otra ocasión--, en efecto, si la confusión entre la "gradualidad de la ley" y la "ley de la gradualidad" no tiene su explicación también en una estima escasa por la ley de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para todo hombre, para toda situación, y, por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del orden divino" (21). Ante ese grave error, el Papa recuerda que la ley que, en el Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se convirtió por obra de Dios en carga ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente impuesta desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada en el interior" (22), es algo muy nuestro, hasta el punto de que sin ella nosotros mismos dejaríamos de ser (23).

"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a los esposos ( y esto que dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser fieles a todas las exigencias de la verdad de amor conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es posible" (24). Y concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que "Todos, incluidos los cónyuges, somos llamados a la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse" (25).

Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas--psicológicas, morales y espirituales-que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral".

"No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco, pero lo que no es honesto es decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir esas virtudes, por los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su misericordia, con tal de que tengas la honradez de no decir "no puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios, podrás llamarte vencedor.




(I) DOCUMENTACIÓN DOCTRINAL, nn. 42 y 43, (2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentales de Teología Moral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60; (3) Ibidem, pp. 61-62; (4)Dignitatis Humanae, 3; (5) PIO Xll, Discurso, 18-lV-1952; (6) Cfr. Ibidem; Decreto de la S.C. del Santo Of lcio, 2-11-1956, CE 1327/2; (7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en el pensamiento, Ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145; (8) PIO Xll, 1. c., (9) Ibidem; (10) Ibidem; cfr. S. Th., qq. 47-57; (11) Ibidem; (12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral, Cuadernos Mundo Cristiano, n* 35, Madrid 1983; (13) PIO Xll, I .c.; (14) Ibidem; (15) S.C.D.F., Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4; (16) JUAN PABLO 11, Exh. Apost. Famlllaris consortio, 34; (17) Cfr. Ibidem; (18); (19) JUAN PABLO 11, I.c. (20) Ibidem, (21) JUAN PABLOII, Discurso, 7-lX-1983; (22) Ibidem; (2i) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.; (24) JUAN PABLO 11, I .c.; (25) Ibidem; (26) JUAN PABLO 11, Famillaris consortio, n. 33,

La ética perfecta de la libertad
La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible.
La ética perfecta de la libertad
La ética perfecta de la libertad



Para ser moralmente buenos, los actos humanos:

1)Tienen que tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona que es Dios;

2)Ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena", esto es, realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;

3)Que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no lo viciaran (unos gramitos de arsénico convierten en mortal una sabrosa y sanísima tarta helada).

Vimos cómo las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor, o que una cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones, atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo, matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno. Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere además la obra buena (1). Por eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente los errores de las éticas llamadas "de situación", según las cuales, las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a las leyes evangélicas, sino también a la ley natural, universal y objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de revelación divina en sus principios fundamentales).

Sin embargo, lejos de extinguirse, esos errores parecen difundirse más y más; quizá por doble motivo: el decaimiento de la fe, incluso en algunos teólogos católicos, y la expansión del ateísmo teórico o práctico. En consecuencia, el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más ancha hasta desembocar en las formas extremas de "permisivismo" a ultranza.

La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. El error, en cambio, siempre crea paradojas y esquizofrenias, que resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal y eterna de las personas afectadas.

EL LABERINTO PERMISIVO

Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente (2).

La pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El relativista, el pragmático, el materialista, el situacionista, no sabe responder: carece de una definición fundada de ""lo que es bueno". En el ámbito de la vida pública, «lo bueno» se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase, de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue incrementar votos, se tiene por «bueno» la despenalización de la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor, no se conoce lo que es en verdad el hombre --alma inmortal que anima un cuerpo-- se carece de un código moral previo a la acción. Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad y bondad que la acción misma (la praxis, tema típicamente marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes de acertar; y a menudo los errores son de tal categoría que la rectificación resulta muy penosa o punto menos que imposible.

No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga intención bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor» para el ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para él, puesto que tampoco sé qué y quién es el ciudadano? Quieren que las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad, cuál es su naturaleza, cuál es su origen y cuál es su fin último.

En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el orden son realmente circenses. Les parece bien, por ejemplo, que un hombre, en abuso de su libertad, se emborrache; pero les disgusta que, borracho, estrangule a su mujer o la del vecino. No se lamentarían de que haya drogadictos, con tal de que éstos se ganaran honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un modo de exaltar la libertad característico de una mal llevada adolescencia. Se quiere el acto malo por ser libre (y porque apetece), pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal uso de la libertad. El mal absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay), pero tampoco les parecen buenas las consecuencias de las faltas de represión.

Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que comprender, más aún, defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un poco» asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo sea «mucho», que vaya a alterar el orden de la vía pública.

En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo, falto de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir, al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el mal antes de la praxis.

La libertad que gritan es una libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por la base; disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo exclusivo de la libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder llegar a ser lo que se debe ser: dueño y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de disponer de sí mismo en orden a la consecución de lo que confiere a la vida en el mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo que está más allá de este mundo, de este tiempo, de este espacio, de esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad infinita, Amor supremo, Dios.

LIBERTAD CONDICIONADA

Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Yerra en cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que la libertad; que la persona debe ceder a la situación la primacía sobre las leyes universales del orden moral, como si el hombre, en ocasiones, «no tuviera más remedio» que saltarse esas leyes, que no pudiera confesar su fe y ser consecuente en la conducta, que no pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente al Magisterio de la Iglesia.

A mi juicio, el que así piensa ostenta una grave ignorancia sobre su propia libertad. No ha percibido la fuerza impresionante de ese tesoro, don de Dios --participación en el poder y señorío divinos-- que podemos llamar libertad interior y profunda, personal

LA FUERZA IMPRESIONANTE DE LA LIBERTAD

Como enseña Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas --las estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan --aunque sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa» (Ex. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).

Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en la conducta humana. Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar que está anulada la libertad. Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente de libertad y de responsabilidad para amar a Dios, que es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro que tanto un depresivo como un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis o depresión». De otra parte, «por lo que se refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular completamente la libertad de un individuo, aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).

Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede ser anulada su capacidad de decisión, con procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la conciencia de sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle un sentido, cara a lo eterno.

EL HOMBRE, MAS GRANDE QUE EL UNIVERSO

El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora. Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos de concentración --nazis y soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas veces.

Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda, de cada ser humano. Los más coherentes la han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la necesidad». Cierto que la conciencia de la necesidad es un signo de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo libertad. Pero la libertad es más que conciencia, es capacidad de decidir sobre mis actos, al menos en cuanto a su sentido.

Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx hubiera podido concluir, de sus propias palabras, una gran afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de la necesidad» sólo puede ser porque no está enteramente inmerso en la necesidad: está en ella, pero también más allá de ella. El que está dormido no puede distinguir entre la realidad y el sueño; en cambio, el que está despierto juzga y distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado. Si el hombre estuviese del todo envuelto en la necesidad ni siquiera podría pensar en la libertad, como el que está dormido no puede pensar en la diferencia entre realidad y sueño. Si cae en la cuenta de estar apresado por alguna necesidad, sólo se explica porque no lo está totalmente, porque le queda un remanente muy importante de libertad con el cual puede simultáneamente estar en una situación y trascenderla; la puede mirar como desde arriba, desde fuera y, hasta cierto punto --pero punto muy importante-- dominarla y darle un sentido. Así, el hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su conciencia de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a cometer el robo o el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar que la situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar más fuerte que la libertad, es la negación práctica de la libertad, de la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad radical. Es claro, pues, que la «ética de situación» es negadora de la libertad, al menos de la personal, interior y profunda.

Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (4). Esta sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de la propia naturaleza -- esclarecida por un estudio metafísico de la persona --, y funda una conciencia profunda de la libertad profunda; una conciencia que aferra y asume, en virtud de la libertad, la propia libertad.

En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de situación, aparecen con toda su falsedad al desnudo. La vanidad de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío para el que ha sido creado el ser humano. Se comprende en su pleno sentido lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra» (5). Nace la formidable pasión por la libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué y para qué divinos. La libertad aparece en su justo valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más altos: la verdad, la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación, aunque para ello sea preciso empeñar la vida.

Los mártires han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes testigos de la fe, sino también los grandes testigos de la libertad, frente a todo situacionismo.

A LA LUZ DE LA FE

Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la fe, pero indudablemente la luz de la fe permite ver todas las cosas con mayor claridad y certeza. Si se consideran cada uno de los actos humanos en particular, toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera que sea su situación. Sin embargo, es teológicamente cierto que el hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia divina actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la ley natural (6). El Concilio Vaticano II constata que «el hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del pecado» (9), y «quien comete pecado es del demonio» (10).

Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al fin y al cabo estáis tan corrompidos que no podéis hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es Castilla...

Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien ama no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no me lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios aspira a la justicia en sentido bíblico, es decir, a la santidad. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino durante la vida entera. Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra también de toda ética de situación, y de la hiriente humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por Lutero: radical negación de libertad y dignidad.

LA LIBERACION RADICAL

Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás sacramentos, por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la libertad (12), la ética que emana de un real señorío --real y regio-- del hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y situación.

Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para las derrotas morales. Debemos «comprender» al hombre en su circunstancia, y por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo nos ha ganado (13) para toda situación.

Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley perfecta de la libertad. No estamos condenados a pecar: «la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).

La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista la justicia: la gracia para que podamos ser santos e inmaculados en la presencia de Dios (16).

La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de cualquier ética de situación. Es la ética del señorío y de la justicia, la ética de la libertad y del Amor, que otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada y plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.

Antonio OROZCO

(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R. GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA, Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3) JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad alemana de Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200 publicaciones científicas), en «PALABRA», 200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2; (6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc. Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181; (9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr. 2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt 3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal 5, 1: (14)1 Cor 10, 13; (15)

El Acto Moral
Los actos que realizamos es el modo en que nos movemos respecto del fin de nuestra vida.
El Acto Moral
El Acto Moral



Curso de Cultura Católica - Salón San José, 1993

Los actos que realizamos es el modo en que nos movemos respecto del fin de nuestra vida. Cada acto que realizamos nos acerca o nos aleja de ese Fin que es, en definitiva, Dios. Por eso cuando el joven rico pregunta a Cristo: Maestro ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mt 19,16), Nuestro Señor le responde indicándole qué actos son los que le encaminan hacia la misma.

ALos actos humanos... expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos. Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (Veritatis splendor [VS] 71).

Usando palabras de San Gregorio Niseno: “nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”[1].

Ahora bien, actos podemos hacer muchos y muy diversos entre sí. Es evidente que no todos nos conducen hacia el mismo puerto. La persona humana puede obrar bien o mal, y “sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida” (VS 72).

De ahí que uno de los problemas cruciales para la moral sea el determinar con exactitud de qué depende la cualificación moral de los actos libres del hombre, es decir, cómo nos aseguramos que nuestros actos sean tales que conduzcan a Dios, a la vida. Este tema en moral recibe la denominación de las “fuentes de la moralidad”.

Respecto de esto se presentan en la moral dos teorías contrapuestas: una falsa y otra verdadera. Una apoyada en la Revelación, en la filosofía realista, en la experiencia psicológica; otra apoyada en la filosofía moderna, en el agnosticismo, en el relativismo, en el utilitarismo y en el materialismo. Gran parte de los estudios morales que circulan en Instituciones católicas profesa esta segunda.

1. El teleologismo o consecuencialismo

Esta teoría a la que he hecho mención recibe varios nombres, según los matices que presenta. Se la llama “moral de los fines”, teleologismo, consecuencialismo, proporcionalismo. La expresión más crasa es la del teoleologismo o consecuencialismo, que parte de nada es en sí bueno o malo, y por tanto, la bondad de una acción depende únicamente de su fin o de sus consecuencias previsibles y calculables. El proporcionalismo es semejante pero busca suavizar esta teoría afirmando que el bien o el mal de una acción depende de la proporción entre bienes y males que son consecuencia de una acción; es decir, depende de un cálculo técnico.

Estos autores distinguen en las acciones humanas un doble nivel:

1º Un nivel propiamente moral que consiste en la relación que nuestros actos tienen con los valores propiamente morales, los cuales son el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc.). La bondad de esta dimensión es garantizada por la intención. Es decir, nuestros actos serán buenos o malos fundamentalmente por la intención de nuestra voluntad respecto de estos valores. Y esto será lo que decidirá en última instancia que nuestros actos sean buenos o malos.

2º Un nivel u orden que llaman pre-moral, no-moral, físico u óntico (varía según las distintas terminologías adoptadas por los diversos autores). Para estos autores en nuestro mundo y en nuestras acciones el bien está mezclado con el mal, y cualquier acto que realizamos está relacionado necesariamente con efectos buenos y efectos malos. Esta dimensión puede ser “recta o equivocada” según que en la proporción entre bienes y males prevalezcan los bienes sobre los males. Sin embargo, esto no afecta a la bondad o malicia de la acción (lo cual pertenece a la dimensión anterior).

Los principios principales de esta teoría son los siguientes[2]:

1º No hay acciones que en sí mismas sean buenas o malas. Dice Fuchs: “En teoría, parece que tal universalización no es posi­ble. Una acción sólo es moral al considerar las ‘circunstancias’ y la ‘intención’, y eso presupondría que se pueden prever adecuada­mente todas las combinaciones posibles de circunstancias e inten­ciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica, b) las diferencias de civilización, c) la historicidad humana”[3]. Además, porque todo bien finito puede competir (y de hecho compite) con otro bien finito, ya que ambos tienen aspectos buenos y aspectos malos (por ser finitos) y consecuencias buenas y consecuencias malas. De ahí que, por ejemplo, L. Janssens, afirme que “en nuestra actividad concreta siempre hay presente mal óntico”. Querer evitarlo es simplemente una utopía. El planteamiento moral verdadero debe apuntar pues a preguntarse cuándo y en qué medida estamos justificados para causar o permitir el mal óntico[4].

2º No puede juzgarse ninguna acción independientemente de la intención del que obra. Así, por ejemplo, Fuchs: “El juicio moral de una acción no puede anticiparse a la intención del agente... Una acción no puede ser juzgada moralmente en su materialidad (matar, herir o ir a la luna), sin referencia a la intención del agente; porque sin ésta última no se trata de una acción humana, y solamente podemos hablar en un verdadero sentido de bien o de mal refiriéndonos a las acciones humanas”[5].

3º Otros insistirán más bien en que no puede juzgarse la moralidad de ninguna acción sino por sus consecuencias previsibles. Lo dice explícitamente Böckle: “Las acciones concretas en la esfera interhumana deben ser juzgadas solamente en vistas de sus consecuencias, es decir, teoleológicamente. Esto significa que en la esfera de las acciones morales no puede haber ninguna que sea siempre moralmente buena o mala, al margen de sus consecuencias”[6].

4º La elección de una acción concreta debe hacerse a la luz de la proporción entre bienes y males que procure. La que prevea que procurará más bienes y menos males, o los bienes más grandes, o que realice de modo más pleno aquí y ahora el fin intentado (y esto según la consideración “responsable”, pero subjetiva del sujeto) será la elección recta.

5º Cualquier acto puede llegar a ser bueno si encuentra consecuencias buenas que pueda justificarlo. Si actualmente hay cosas a las que no encontramos justificativo (como genocidios en masa...), esto no significa que sean en sí mismas malas, sino desproporcionadas por el momento. Por eso, no puede ya decirse que “no puede hacerse nunca el mal” o que “el fin no justifica los medios”. Por el contrario, Fuchs afirma: “si se trata de un mal a nivel premoral, la realización de un bien puede justificarlo. El mal hecho no es moralmente malo al margen de la intención ni es un acto aislado, sino un elemento de una acción única”[7]. O Knauer: “se debe admitir un mal si es la única manera de no contradecir el máximo de valor que se le opone”[8].

6º Pero como las consecuencias de cada acto no terminan con ese acto sino que acarrean consecuencias de allí en más hasta el fin de la historia, entonces (y lo dicen algunos de ellos) mientras la historia no termine no podremos juzgar del valor ético de cada acción. Esto es el agnosticismo ético y el nihilismo moral.

2. La doctrina clásica

Nuestras acciones son realidades complejas en las que intervienen diversos elementos: se conjugan ciertas realidades que son hechas con la intención de alcanzar otras y todo esto en medio de determinadas coordenadas espacio-temporales. Vamos a un ejemplo: una persona da limosna a un pobre con el fin de atraerse su voluntad y corromperlo en el futuro, y todo esto sucede dentro de un templo. Aquí tenemos tres elementos:

1º La acción que realiza esa determinada persona: dar limosna. Esto es lo que doctrina clásica ha llamado el objeto del acto.

2º El fin por el que la realiza: ganarse su voluntad para corromperlo. A esto la doctrina clásica designaba como fin del acto.

3º Ciertas coordenadas en las que la acción se ubica y que de algún modo influyen sobre ella: el realizar esta acción en un lugar consagrado a Dios. Lo cual recibe el nombre de circunstancias del acto.

La teología clásica afirma que para juzgar de la bondad o malicia de una acción, se debe tomar en cuenta los tres elementos juntamente: el objeto, el fin y las circunstancias. Sólo de la bondad de los tres (esencialmente del objeto y del fin; accidentalmente de las circunstancias) se deriva la bondad de la acción completa.

a) El fin del acto. Para que una acción sea buena se requiere que esté rectamente orientada. El fin de la acción es lo que generalmente denominamos la “intención” del acto. Podemos identificarla en nuestros actos preguntándonos por el “¿para qué realizamos cuanto estamos realizando?”.

La intención es un elemento fundamental en la calificación moral del acto hasta el punto tal que, en gran parte de los casos, según sea el fin (bueno o malo) tal será la cualificación moral de toda la acción. Es más, hemos de decir que tiene tal importancia en la vida moral, que de la determinación objetiva del Fin Ultimo, cada hombre recibirá una impronta o información de todos los actos de su vida: “aquello en lo que uno descansa como en su fin último, domina el afecto del hombre, porque de ello toma las reglas para toda su vida”[9].

Nuestro Señor ha afirmado que las cosas que salen del corazón del hombre, esas son las que le manchan (Mc 7,20). Y por eso David pedía la rectitud de la intención: Crea en mí un corazón puro, oh Dios, y renueva en mis entrañas la rectitud del espíritu (Sal. 50, 12). En el Evangelio de San Mateo Nuestro Señor hace derivar de la disposición interior la moralidad de la persona humana: Si tu ojo es bueno, todo el cuerpo está iluminado (Mt 6,22). Santo Tomás comenta estas palabras diciendo: “Por ojo se entiende la intención. Porque todo el que quiere obrar, algo intenta: de modo que si tu intención es lúcida, es decir, dirigida a Dios, todo tu cuerpo –o sea tus actuaciones– serán lúcidas. Y así ocurre a quienes de verdad son buenos”[10]. La Sagrada Escritura hace constantes referencias a las intenciones humanas como fuente de la moralidad del sujeto que actúa:

–Ex 10,10: a la vista están vuestras malas intenciones.

–Prov 12,5: Las intenciones de los justos son equidad, los planes de los malos, son engaño.

–Prov 21,27: El sacrificio de los malos es abominable, sobre todo si se ofrece con mala intención.

–Prov 22,9: El de buena intención será bendito, porque da de su pan al débil.

–Prov 23,6: No comas pan con hombre de malas intenciones, ni desees sus manjares.

–Prov 28,22: El hombre de malas intenciones corre tras la riqueza, sin saber que lo que le viene es la indigencia.

–Fil 1,15: Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención.

b) El objeto del acto. En la complejidad de nuestro obrar podemos identificar el objeto preguntándonos “¿qué es lo que se hace?”; en el ejemplo que pusimos más arriba: el dar limosna. “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada” (VS 78). Por objeto del acto la moral entiende la esencia o naturaleza misma de aquella acción que es elegida con vistas a alcanzar el fin del acto.

El Catecismo lo describe como “la materia de un acto humano” (nº 1751). La Encíclica precisa que “el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente” (VS 78). No es nunca una cosa sino algún comportamiento concreto (robar, mentir, dar la vida, sacrificarse). Y también: “el objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa” (ibid).

Ahora bien, en la medida en que algo de esos determinados comportamientos “es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto” (VS 78).

Teniendo en cuenta el objeto del acto, es decir, el comportamiento que elegido libremente por nuestras acciones, hay que decir, que ciertos comportamientos son en sí mismos malos, otros en sí mismos buenos, otros, finalmente, en sí mismos indiferentes. ¿Qué es lo que hace que tales comportamientos sean en sí buenos, malos o indiferentes? Su relación con el bien verdadero del hombre y, consecuentemente, su ordenabilidad al Fin Ultimo de la vida humana.

Es ésta una realidad atestiguada por la Sagrada Escritura, la cual menciona a menudo obras que en sí son malas, o sea que quien tiende a ellas tiene como objeto moral de su acto una desconformidad con la regla que le presenta su razón, aunque en concreto tienda a este acto por cierto aspecto de bien sensible, físico, aparente, que ve en ello (la voluntad nunca quiere el mal en cuanto mal). Tales “obras”, son definidas como obras “de la carne”, que “excluyen del Reino de los Cielos”: adulterio, fornicación, deshones­tidad, lujuria, culto a los ídolos, herejías, envidias, homi­cidios, embriaguez, glotonería y cosas semejantes (Cf. Gal 5,19-20; 1 Cor 6,9-10; Rom 1,28-31). Otras en cambio son en sí buenas, son frutos del Espíritu Santo, que manifiestan nuestra filiación divina (cf. Rom 12,9-21; Gal 5,22-23). Las referencias a juicio de moralidad basados exclusivamente en las obras mismas son innumerables:

–Jer 23,2: Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras.

–Zac 1,4: ¡Volveos de vuestros malos caminos y de vuestras malas obras!.

–Jn 3,19: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.

–Jn 7,7: doy testimonio de que sus obras son perversas.

–Col 1,21: vosotros... en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras.

–2 Tim 4,18: El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial.

–1 Jn 3,12: No como Caín, que, siendo del Maligno, mató a su hermano. Y ¿por qué le mató? Porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas.

¿Dónde puede el hombre captar la bondad o la malicia intrínseca de tales comportamientos? La razón aprehende la bondad o la maldad de estos comportamientos observando el ser del hombre en su verdad integral: es decir, que el hombre es alma y cuerpo, con inclinaciones a la conservación de su ser, a la conservación de la especie, a la vida en familia, en sociedad, a la verdad, a Dios; y todo esto ordenado jerárquicamente, primando lo espiritual sobre lo material, etc. Esto es, la ley natural. En la medida en que tal o cual comportamiento expresa y realiza ese bien del hombre (bien real y en su jerarquía auténtica) es intrínsecamente bueno; en la medida en que lo contradiga, es intrínsecamente malo.

Como afirma el Santo Padre, algunos “contradicen radicalmente el bien de la persona... Son actos que en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados «intrínsecamente malos»...: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias” (VS 80).

c) Las circunstancias del acto. Finalmente para que una acción concreta sea buena, debe realizarse siempre, teniendo en cuenta las circunstancias: el tiempo debido, el lugar adecuado, la persona que corresponde, etc. No me detengo en esto porque no es tan complicado; recordemos simplemente que no sólo hay que hacer el bien, sino que hay que hacerlo bien.

Teniendo esto en cuenta, para que una acción sea buena, ha de partirse de la bondad del objeto, de la rectitud de intención y de las circunstancias debidas. La malicia de cualquiera de éstas vicia y corrompe la totalidad de la acción y nos hace no ya artífices de nuestra perfección, sino de nuestra condenación.


[1] San Gregorio Nisseno, De vita Moysis, II, 3; cit. VS 71

[2] Cf. J.Seifert, Rev. Anthropos 1, 59-60.

[3] The absoluteness of Moral Terms, Rev. Gregoria­num, 52 (1971), p. 449.

[4] Cf. LOUIS JANSSENS, Ontic Evil and Moral Evil, Rev. Louvain Studies, 1972, 115-156; Ibid, Considera­tions on Humanae Vitae, Rev. Louvain Studies, 1969, 321-353.

[5] J. Fuchs, Personal Responsability and Christian Morality, Georgetown University Press, Washington, DC, Gill and Macmillan, Dublin 1983; p. 137.

[6] F.Böckle, Rev. Concilium, 1976, cit. por Seifert, p. 63.

[7] Personal Responsability..., op. cit., p. 446.

[8] PETER KNAUER, La détermination du bien et du mal moral par le principe de double effet, Rev. NRTh, 87 (1965), p. 371.

[9] Santo Tomás, I-II,1,5.

[10] In Matth., VI, lec. 5.

Algunas bases fundamentales del sentimiento ético
Reflexión serena y razonable acerca de una ética abandonada y maltratada hoy
Algunas bases fundamentales del sentimiento ético
Algunas bases fundamentales del sentimiento ético


La ética parte del reconocimiento - generalmente implícito, pero no por ello menos real - de que todos tenemos y cada uno "tiene sus límites". Límites en cuanto a la realización de los deseos y/o la fijación de metas u objetivos y/o a los medios para alcanzarlos.

También parte del reconocimiento de que todos y cada uno se debe a los demás, no sólo y no tanto porque tengamos la propiedad genérica de ser seres sociales (necesitar de los otros, etc.); sino sobre todo porque los otros forman parte de nuestro ser íntimo, en una multitud de aspectos. Es decir que estamos constituidos por una propiedad social específica: la de tener a los demás en nosotros mismos.

Para hacerlo tangible - aunque no es lo único - podemos ejemplificar esto con el lenguaje con el que pensamos y expresamos nuestras ideas y sentimientos: siendo una construcción histórico-colectiva la hacemos nuestra a través del aprendizaje primero, y luego de nuestro estilo o forma de emplearla - olvidando casi siempre que en su casi totalidad (salvo las pequeñas variaciones que le introducimos) - el lenguaje es un legado de los otros, que así "están en mí", incluyendo generaciones y generaciones que ya no están entre nosotros.
Estas dos bases: la del reconocimiento de límites y la del reconocimiento de "los demás en mí", fundamentan el sentimiento ético, aunque no una Ética propiamente dicha.

¿Por qué? Pues porque estos dos fundamentos no bastan por sí solos para definir los principios a los cuales ajustar nuestra conducta.

Aquí es donde descubrimos una tercera base: la del espacio de libertad de la que gozamos para definir qué entendemos y dónde ponemos nuestros límites; así como también a quiénes consideramos y a quiénes excluimos como "los demás en mí".

Por ejemplo, desde el pensador que en actitud filosófica define que "nada de lo que es humano me es extraño"; hasta el integrante de una secta o de un grupo mafioso que cree que solo se debe a los que pertenecen a su círculo estrecho, hay una enorme gama de posibilidades para el ejercicio de nuestra libertad.

A través de ella constituimos nuestra individualidad como seres diferentes y únicos. Pero notemos que se trata de un espacio de libertad para elegir nuestra forma de ser, pero también para elegir los límites y para comprender lo humano y a nosotros mismos, de modo que definamos a quienes aceptamos como prójimos, o sea a quienes encarnaremos - con acierto o equivocadamente - como "los demás en mí".
Es decir que, a través de nuestra libertad, somos seres autónomos - y responsables en la misma medida - pero no independientes, o sea, no arbitrariamente libres (como lo postulan los "principios" antiéticos posmodernos).

Esto significa que tenemos la libertad de fijar los límites, pero no de no tener ninguno. Tenemos también la libertad de decidir a quiénes consideramos nuestros prójimos, pero no la de no tener ninguno (como lo postula - hipócritamente cubierto bajo el manto "racionalista" de la competitividad - el individualismo egocéntrico actualmente de moda).

Y la razón de esto es obvia: si los demás están en mí - me guste ello o no - actuar sin que se importen nada los demás implica la destrucción de la base de mi propio ser. Ni siquiera esta razón perfectamente egoísta parecen considerar ni querer ver los partidarios actuales del individualismo extremo.

Hasta aquí, sin embargo, nos falta responder a la pregunta sobre el cómo: ¿Cómo definir específicamente los principios éticos que regirán nuestra conducta?
Aquí es donde viene la religión en nuestro auxilio. Porque en cuanto católicos, asumimos una cuarta base de la ética (que no significa un cuarto lugar en importancia): la de nuestra relación con Lo Absoluto, es decir, con Dios.

Fijémonos, sin embargo, que hay una razón para ubicar recién aquí el mandato divino: Dios se hace presente, a través de Moisés y las Tablas de la Ley, mucho después de que el hombre poblara la Tierra. Y lo hace cuando ve extraviados a los hombres, incapaces de fijar por sí mismos los principios éticos de su conducta.

¿Qué es lo que se opone a ello? ¿Cuáles son las barreras que impiden a los seres humanos - pese a toda la libertad de que disponen - definir por sí mismos sus reglas de comportamiento?

La lista es larga y explicarla nos llevaría mucho más lejos de lo que este artículo permite. Por eso sólo enunciaremos algunas, y solo de paso:
- que el deseo en el hombre, centrada su atención solo en lo terrenal, es insaciable (y por ende, ilimitado);
- que entre esos deseos, el del Poder, o sea, el de usar a los demás para la realización de los propios fines egoístas - al mismo tiempo que imponer límites a la libertad ajena - también lo es;
- que hay una etapa en la vida: la adolescencia, en la que "descubrimos" (sentimos) nuestro espacio de libertad - primero azorados y luego gozosos - y al hacerlo, caemos en el espejismo de la omnipotencia, que consiste básicamente en que, situados en el centro de nosotros mismos (egocentrismo) por un tiempo "no vemos" los límites, ni percibimos a "los demás en mí";
- que en muchos adultos - y cada vez más, hoy en día - esa etapa adolescente parece prolongarse toda la vida. Ya sea sin advertirlo, o bien pervirtiendo su sentido natural de etapa pasajera, al absolutizar esa fase de la existencia caemos en la soberbia pueril, en la vanidad, en la ligereza (el "hombre light"), en el egoísmo destructivo, incluso de sí mismo;
- que, por otra parte, no todos los seres humanos están dotados de la capacidad de observarse y conocerse a sí mismos. Hay quienes solo parecen tener ojos para ver - y entendimiento para comprender - lo que está fuera de ellos mismos. A este sector de los humanos se suman aquellos que, aún auto-observándose, no son capaces de conceptualizar lo que perciben en su interior.

Para levantar estas y otras barreras de nuestros limitados entendimiento y voluntad está la religión, que ayudándonos a definir los principios éticos (los Mandamientos, los pecados capitales, el contenido de las encíclicas) nos actualizan el sentimiento ético que, pese a todas las trabas - es consustancial a la naturaleza humana y es lo único que nos permite vivir en paz con nosotros mismos, hace posible la vida en sociedad y hace posible nuestro encuentro con Dios.

La bondad en la conducta
Una cosa es la bondad de las cosas y otra la bondad de los actos humanos.
La bondad en la conducta
La bondad en la conducta



La bondad está en las cosas; no es una invención de la mente o fruto del capricho de la voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Existe un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios; es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin, es decir, donde, en último extremo, se halla nuestra perfección. De modo que en la medida en que podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber qué es lo bueno.

Ahora bien, una cosa es la bondad de "las cosas", y otra la bondad de los actos humanos que inciden sobre las cosas o permanecen en el interior de nosotros mismos. Esta última es la que nos ha de ocupar en este artículo; y es del mayor interés, porque con nuestras acciones es como nos labramos la perfección personal o la ruina. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende su bondad? ¿cuándo nos acercan o separan del último fin, que es Dios?

Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta en vistas a su calificación moral es lo que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro acto: ¿Es bueno ese objeto?, porque ya vimos que el bien es algo objetivo, como "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios gobierna el mundo universo y la comunidad humana" (1). Por eso se dice que "el objeto es la primera fuente de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la objetiva ley divina, natural o evangélica?.

Esta es la primera pregunta necesaria; pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es fuente de moralidad. No basta la consideración del objeto para saber si un acto humano es moralmente bueno o malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es moral- es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la conciencia y en la voluntad, que es donde, con sus actitudes y elecciones se expresa el "hombre interior" (2).


IMPORTANCIA DE LA INTERIORIDAD

El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras tiene, como es obvio, una dimensión exterior, digamos visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está en relación con las normas objetivas de la conducta humana (no robar, no atentar contra la vida propia o ajena, etc.). Sin embargo, este hecho--la existencia de esta dimensión exterior--en nada modifica el hecho precedente, a saber, que la moral es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben a la interioridad del hombre.

"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y recuerda Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible, social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral, de "lo que es moral", el Señor concedía importancia primordial a la dimensión interior, a la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos, se llama "corazón" (4). En diversos momentos y de diferentes maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca procede del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre" (5): el mal que reside en el corazón, es decir, en la conciencia y en la voluntad.

El Señor, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas --y en consecuencia contaminan al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior. Si se extirpara la mala raíz no habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su mensaje de paz de 1984: "es el hombre quien mata y no su espada y sus misiles"; "la guerra nace del corazón del hombre".

Es lógico pues que se afirme que de las dos dimensiones de la moralidad de los actos humanos, la que posee importancia primordial sea la interior: la dimensión "hacia adentro" del hombre. Además, "existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen de un modo directo a actos exclusivamente interiores. Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: "No desearás..." y "No codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a "la mujer de tu prójimo"; y, en el segundo, a "los bienes ajenos". Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama "adúltero de corazón" al que mira a una mujer deseándola, fueron para mí --dice el Papa-- punto de partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de la moral evangélica en esta materia" (6).

Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral"; importancia de la interioridad, de las intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II-- no es eso todo. Sabemos que el Sermón de la montaña habla también de las buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo oculto" (7).

Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la exterior —"lo que se hace"— no afecte a la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y mucha. "La ética católica no es sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta" (8). No es sólo eso, pero es también eso. Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; que son justamente dos dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple "moral de intenciones" o "de actitudes" que no valorase el objeto, las obras en las que se plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa, como un folio rasgado por cualquiera de sus lados ya no es un folio. El folio tiene dos dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por cualquiera de las dos deja de ser lo que era. Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad, pero aderezado con unos gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de necesidad, aunque se haya elaborado con la "buena intención" de alimentar al cliente.

Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal; y el acto humano que la realiza--compuesto de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y daña siempre a la persona.

En efecto, el mismo Papa, que subrayaba la importancia de la dimensión interior de los actos humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la del otro se reconozca en su obrar" (9). Hace falta, además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.


LA LIBERTAD: CONDICION DE BONDAD MORAL

Juan Pablo II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres (...) La bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo cual, por tanto, es responsable" (10).

No significa esto que por el hecho de ser libre el acto humano sea moralmente bueno, sino que la libertad es una de las condiciones varias de la bondad moral. Una condición también importante, porque "mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sí misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma" (11); es decir, va realizando en sí misma un incremento de bondad, si la conducta es moralmente buena; si fuera mala, el sentido de la libertad se vería frustrado.


IMPORTANCIA DE LAS OBRAS

En efecto, "la fe de la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que cada uno de nosotros será juzgado según sus obras" (12). Son muchos, por cierto, los momentos de la Sagrada Escritura en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno según sus obras; por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2, 23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim 4; Sant 1, 21-25. "Nótese--indica el Papa--:
es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la persona que se expresa, se realiza y--por así decirlo--se plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de sí mismo" (13).

No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de los actos externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son "criaturas" de nuestra libertad en las que nos hemos expresado y forman parte de nosotros mismos.

"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental entre el acto realizado y la persona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre lo que somos o, al menos, algo de lo que somos; y con ellas no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos" también a nosotros mismos: sabios o ignorantes, justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.

Pues bien, "a la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (...). Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es bueno".

"La persona está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por sus acciones. La persona no está ya en su verdad. El mal moral es precisamente el mal de la persona como tal" (14). Esa ruptura, esa profunda división en el interior del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque sea con "buena intención", pensando que se obra bien, porque es un hecho que entonces la persona no está obrando conforme a la verdad de su ser. Quiérase o no, "la persona humana realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que, cuando actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser. La verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde a sf misma" (15).

Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo monstruoso. Cabe decir de tal acción lo que dice Santo Tomás del error de la mente: es "un parto monstruoso". Se ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma y carcome el propio ser, por la íntima conexión entre la persona y su obra.


PECADO "FORMAL" Y PECADO "MATERIAL"

Y es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa-- se ignora que realmente lo que se hace es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal (como se dice en Teología), y Dios no castigará la mala acción. Pero no ha dejado de producirse un pecado material, es decir, una obra objetivamente mala, y que por tanto daña realmente a la persona. Es preciso no olvidar que, lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe Dios no es malo porque Dios lo prohiba, sino que Dios lo prohibe porque es malo: daña al hombre, si no en el cuerpo, al menos en el alma, que es lo que más importa.

De hecho, cuando se obra mal, aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar su bondad y su habilidad para el bien. Es más, con tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave riesgo de que, al descubrir el error y salir de la ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual llevaría consigo la aparición del pecado formal, responsable ya, y culpable.

Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el tratamiento de enfermedades psíquicas y situaciones extremas o de crisis que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pío XII: "Una última observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo hacia Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe reflejarse siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando estos actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa subjetiva del interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He aquí por qué aquello que se llama pecado material es una cosa que no debe existir y constituye por lo mismo, en el orden moral, una realidad que no es indiferente".

"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado material, no puede permanecer neutral. Puede tolerar lo que de momento es inevitable. Pero debe saber que Dios no puede justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al enfermo el consejo de cometer tranquilamente un pecado material, porque lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo sería igualmente equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para el reposo psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la finalidad de la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que sería una deformación, y no una imagen, de la perfección divina" (16) que el hombre es.


EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS

Por supuesto, es peor hacer el mal con mala intención que con "buena intención". Pero hacerlo con "buena intención" también es malo, aunque sea para conseguir un bien todo lo grande que se quiera. El fin no justifica los medios. El buen fin hace bueno un medio indiferente y puede aumentar la calidad moral de una buena acción, como cuando se hace un acto de simple justicia pero por amor a Dios. Lo que no puede hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un medio que de suyo sea malo. Cuando se quiere el mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión, ya se ha contaminado, ya se ha hecho mala, y también su acto en su entera realidad.

Por otra parte, es un craso error pensar que de un mal puede seguirse algún bien para la persona en su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material, económico, pero nunca un bien moral que es lo que realmente perfecciona a la persona.

Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal --no del mal en sí mismo-- se sigan auténticos bienes para los que le aman. Pero Dios no puede querer el más mínimo mal moral; por tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.

Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la "buena intención" de procurar el bienestar material o psíquico, o social, de la madre, de hecho se produce el peor mal para ella: se niega, o se pretende negar, con inhumana violencia, lo que ella realmente es en lo más profundo: madre, dadora de vida; al tiempo que se asesina a una persona inocente, su hijo.

Lo mismo cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida; los que pretenden disolver el matrimonio; los que justifican-"por amor", dicen--las llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan importancia a la masturbación; los que con apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.

Suele decirse que "el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy posible que sea cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer hacer el bien, sino que es menester hacerlo; y para ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera, de conocer el bien, de aprender a discernir el bien del mal. De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar de "buena voluntad" o de "buena intención".


MIRAR LA REALIDAD

Y, por importante y fundamental que sea--como ya hemos visto--la intención, "quienquiera conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada al mundo objetivo del ser. No al propio "sentimiento", no a la "conciencia", no a los "valores", no a los "ideales" y "modelos" arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio acto y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir estar de acuerdo con el ser objetivo; es bueno lo que corresponde "a la cosa"; el bien es la adecuación a la realidad objetiva" (17). *Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una--decía Goethe--: la verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir-dice Joseph Pieper--a la realidad" (18); "el hombre que quiere realizar el bien mira, no al propio acto, sino a la verdad de las cosas reales" (19). Precisamente la realidad es el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en el ser, en la verdad de las cosas. Es bueno quien obra la verdad. Así lo dice Nuestro Señor Jesucristo: *"el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios" (20).

En las obras se plasma la persona; la persona se revela en sus obras. El mismo Jesucristo decía: "las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado" (21); "si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (22).

¿Y cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras obras? La que nos recuerda el Papa: "la persona no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. "Somos hechura suya", nos enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" " (23). Somos criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido además que seamos sus hijos. Somos hombres que, por gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono. Por tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de conformarse con esta realidad maravillosa: la de nuestra filiación divina. Todas nuestras obras han de revelar ese nuestro ser-hijos-de Dios; han de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso y sapientísimo del Señor: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".

Principios de la ética católica
Ante los problemas morales, conforme a la recta razón y a la revelación divina.
Principios de la ética católica
Principios de la ética católica



Es claro que no hay quien hable en serio de «ética» sin que reconozca, como principio más primario de la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien y evitar el mal en toda su amplitud.

Sin embargo, debido a la limitación humana no sólo es preciso a veces renunciar a ciertos valores deseables para realizar otros más altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción de la que seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces se plantean problemas morales como los siguientes: ¿es bueno vender una escopeta de caza que acaso se use para matar personas? ¿o fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿se puede arriesgar la propia vida o la ajena para realizar un bien muy importante? ¿es moralmente licito el aborto en caso de que sea inevitable al curar una enfermedad grave de la madre?

Se trata de preguntas que plantean ciertos casos que son límite, extremos, anómalos, pero no infrecuentes. En la práctica, hay quienes aprovechan para fines injustos el bien que otros hacen. De otra parte hay acciones de doble o múltiple efecto: de ellas se derivan bienes, pero también males. La persona con sentido ético se pregunta entonces si es lícito hacer ese bien importante del que pueden seguirse males, incluso en el sentido más estricto del término, es decir, pecados.

Estos, son casos que han de iluminarse con los principios que ha sostenido siempre la ética católica, conforme a la recta razón y a la revelación divina. Son los siguientes:


I. SIEMPRE DEBE QUERERSE EL BIEN, NUNCA EL MAL

El mal es siempre una inadmisible ofensa a Dios y, al mismo tiempo, un daño para la persona que lo realiza. Por tanto, en modo alguno debe estar el mal en nuestra intención. Si en algunos casos debemos tolerar algún efecto malo de nuestras acciones buenas, habrá de ser con la condición de que el efecto malo no sea intentado, sino sólo permitido, después de agotar todos los recursos, si los hay, para evitar la acción de doble efecto. El efecto malo habrá de lamentarse de veras, sin hipocresías, como tributo que se padece y sufre al hacer el bien necesario.

II. JAMAS SE PUEDE HACER UN MAL PARA CONSEGUIR UN BIEN

El fin bueno no justifica medios malos. Si se negara este principio universalmente reconocido, podrían justificarse en la práctica todas las aberraciones morales, todas las injusticias todos los crímenes. Hasta Hitler y Stalin quizá invocarían nobles ideales, fines magníficos que justificarían sus genocidios .

Aristóteles decía que el bien nace de causas enteramente buenas; en cambio, para que proceda el mal basta que una sola causa sea mala (Bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex quoqumque). Para que un guiso sea bueno, digestivo, es menester que sean buenos todos sus ingredientes. Y es claro que los medios se suman como ingredientes o causas a la unidad que constituye el acto humano.

El fin no sólo no justifica los medios injustos, sino que él mismo se adultera al derivarse de ellos.

Así, por ejemplo, si se pretendiera defender el bien de «la humanidad» eliminando vidas humanas inocentes, se estaría revelando que lo pretendido no era realmente el bien de «la humanidad», sino de un sector de ella, privilegiado y discriminante por injustas razones. Evidentemente, hacer el mal «para conseguir el bien» encierra una absurda contradicción ética en el seno del mismo acto humano.

No hace mucho tiempo que un considerable número de personas murieron en nuestro país a causa de un mal ingrediente de buenos alimentos: el aceite de colza adulterado. Si después de esa experiencia, alguien afirmase: «a mí lo que me importa es el huevo frito; ¡qué más da si el aceite contiene tóxico o no!», con razón lo tendríamos por loco o necio.

Si otro dijese: «lo que ahora me interesa a mi es gozar, no me importa cómo; veré ese programa de televisión: no me importa que esté intoxicado o no, manipulado, orientado a socavar el orden moral objetivo; no me interesa considerar si ofendo a Dios o al diablo»; no habríamos de tenerlo por menos loco que el anterior, por diferentes que fueran las especies de locura.

No debemos hacer el mal para que venga el bien, decía precisamente San Pablo (1). Sería como poner una enorme bomba en los cimientos del orden moral. Podríamos llegar con coherencia a lo que humorísticamente sugería Chesterton: como las cabezas no se adaptan a la clase de sombreros de moda, deben cortarse las cabezas de la gente, como medio indispensable para hacer frente al déficit o pérdidas causadas por el llamado Problema del Sombrero.

III. SE DEBE VALORAR CADA ACTO EN SU SINGULARIDAD

El hombre es responsable de cada uno de los actos que realiza libremente. Cada uno tiene su valor moral propio, aunque se halle en conexión con un conjunto de actos de diverso valor. Por tanto, no se puede apelar al llamado «principio de totalidad» para justificar actos sustancialmente malos.

Pablo Vl, fundándose--como él mismo hace notar--«en la doctrina de la Iglesia, de la cual es el Sucesor de Pedro, con sus Hermanos en el Episcopado, depositario e intérprete» (2), salía al paso de este error, aplicado a la vida conyugal, en su Encíclica Humanae vitae, tantas veces remachada por Juan Pablo II: «Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirían después, y que, por tanto, compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de la vida conyugal fecunda» (3).

Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades superlativas, nunca hay razones suficientes para hacer, con un acto positivo de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se puede a veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para que se siguiera un bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.

IV. A VECES PUEDE TOLERARSE EL EFECTO MALO QUE ACASO SE SIGA DE UNA ACCION BUENA

Siguiendo, como ejemplo, el caso contemplado en el apartado anterior: «La Iglesia, en cambio, no considera de ningún modo ilícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido» (4). Las palabras están muy medidas y no debe perderse ninguna. Se trata de una acción que tiene:

--un fin bueno: la salud del organismo;

--la intención buena: curar, no impedir la concepción;

--el medio empleado, bueno: su efecto inmediato es curativo, aunque tiene un efecto secundario--que sucede a modo de accidente--malo y no deseado: impedir la procreación.

Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es lícito permitir o tolerar la esterilización.

Caso sustancialmente diverso es el de los anticonceptivos--de cualquier especie que sean--que no tienen efectos curativos de enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la fecundidad de un acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos:

--el fin malo: la alteración voluntaria del orden natural, creado por Dios para el bien integral de la persona humana.

--la intención, mala (aunque pueda coexistir con otras intenciones buenas): la consecución del mal fin, cegar artificiosamente las fuentes de la vida.

--el efecto inmediato es malo: no cura enfermedad alguna el organismo, sólo impide la consecuencia natural del uso del matrimonio.

Por eso, insiste Juan Pablo II, «la contracepción debe juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que jamás puede, por razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a defender que en la vida humana se pueden producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios» (5). Seria absurdo decir a estas alturas que la doctrina de la Iglesia sobre el tema aún no está definida. Las dificultades que plantea una obligada continencia no deben temerse: «¡Todo es posible para el que cree!» (6). Dios no deja de prestar su omnipotencia a quien la necesita y la solicita con humildad.

En resumen: sólo pueden tolerarse las malas consecuencias que se derivan de un acto cuando éste produce de por sí, de modo necesario e inmediato, un efecto bueno; y en virtud de particulares circunstancias que se dan contra la voluntad del que obra.

Otro ejemplo: el tabernero puede vender vino a una persona que suele emborracharse, porque el efecto que se sigue de tal acto es lícito y honesto. Que el cliente se emborrache no depende del tabernero, ni va unido necesariamente a la venta del vino. No obstante, si el tabernero, sin grave incómodo, puede negarse a vender en ese caso concreto, debe hacerlo. Porque es preciso tener en cuenta otro principio a la hora de resolver el problema de la licitud en la tolerancia de accidentales pero previsibles efectos malos:

V. HA DE HABER CAUSA PROPORCIONALMENTE GRAVE

Ha de haber, como es lógico, una causa proporcionalmente grave a la entidad del daño y a la probabilidad con que puede seguirse de la acción buena. Hace falta una razón positiva que compense con el bien que se pretende realizar, la gravedad de los males que le puedan suceder. Esta razón positiva y compensadora del efecto malo, deberá juzgarla en cada caso --después de solicitar consejo oportuno, si es menester-- la persona agente, teniendo siempre en cuenta que tal razón «debe ser tanto más importante cuanto más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más próxima y estrecha es la conexión causal entre el acto y las malas consecuencias» (7).

Vl. AGOTAR LOS MEDIOS PARA EVITAR EL MAL

No debe olvidarse que el mal, aunque esté fuera de la intención del que realiza esas acciones de doble efecto (sólo es voluntario indirecto), siempre es «malo», y aunque se produzca sin culpa del agente, es materia de pecado, como en el caso del tabernero; y cabe el riesgo de que éste se insensibilice ante el pecado del que se emborracha con sus vinos, y llegue a convertirse en cómplice culpable.

EN RESUMEN:

Un acto que produce indirectamente efectos malos, sólo puede ser lícito cuando reúne los siguientes requisitos:

1) Que el acto en sí sea bueno o al menos indiferente.

2) Que el efecto inmediato, directo, de la acción sea el bueno. Nunca el efecto bueno puede ser causado por el malo.

3) Que el fin de quien obra sea honesto.

4) Que las circunstancias sean proporcionalmente graves.

UN CASO PARTICULAR: EL ABORTO INDIRECTO

Evidentemente, la provocación voluntaria y directa del aborto es siempre un asesinato, un pecado gravísimo. Jamás se podrá justificar moralmente, por bueno que fuese el fin: sería justificar por el fin un medio intrínsecamente malo.

El llamado «aborto terapéutico», perpetrado con el fin de interrumpir un embarazo que se considera peligroso para la vida de la madre, es siempre un homicidio directo: la intervención médica tiene un efecto único inmediato (y hay una finalidad única directa de la voluntad eficaz de ese acto), que es eliminar una vida inocente y con pleno derecho a vivir. Cierto que se considera lamentable tal homicidio, porque sobre todo se intenta salvar a la madre. Pero la acción primera no hace más que matar directamente a un inocente, y tal cosa es absolutamente mala. No sería lícito ni para salvar a la entera humanidad. Muchas manzanas valen más que una sola manzana. Pero la persona no es una cosa; y si se comprende lo que es una persona y su dignidad--creada a imagen y semejanza de Dios--se comprenderá que muchas personas no valen más que una sola. La vida humana sólo es de Dios, y sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.

Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o intervención quirúrgica para remediar un mal cierto y grave de una mujer embarazada, previendo que con tal intervención se provocaría ocasionalmente un aborto. No se trata de curar a la madre por medio de la muerte del niño, sino de realizar una acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un tumor maligno, que accidentalmente puede causar la muerte del niño. Es lo que se llama «aborto indirecto», que es lícito (8):

--si la vida de la madre urge a la intervención;

--si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue la vida del feto;

--si no se puede esperar a que el feto sea viable .

Veamos que los casos de aborto indirecto y aborto directo son radicalmente distintos en el orden moral:

En el 1°: el efecto inmediato es la vida (de la madre).

En el 2°: el efecto inmediato es la muerte (del niño).

En el 1°: la intervención excluye la muerte del niño.

En el 2°: la intención incluye (como medio) la muerte del niño.

En el 1°: el medio es bueno: el fármaco o intervención quirúrgica que son curativos.

En el 2°: el medio es malo: eliminar al niño, matar.

En el 1.°: el efecto bueno no es consecuencia del malo.

En el 2.°: el efecto bueno es consecuencia del malo.

El 1.° se puede realizar si hay circunstancias proporcionalmente graves;

el 2.° nunca («Quién procura el aborto --dice el cánon 1398 del nuevo Código de Derecho Canónico-- si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae).

VENTA DE OBJETOS DESTINADOS A REALIZAR ACCIONES MORALMENTE MALAS

Es claro que «nunca es lícito vender cosas que, por su misma naturaleza, no tienen más que un uso malo» (9), como la venta de veneno que sólo sirve para matar al hombre.

Vender, ceder la propiedad de un objeto a cambio de un precio, es una acción moralmente lícita en sí. Pero la moralidad resulta afectada --como ya vimos (10)-- por las circunstancias, entre las que se cuenta el qué; en nuestro caso: qué es lo que se vende, cuál es su cualidad, inseparable y determinante de la venta.

El Magisterio de la Iglesia confirma este criterio general aplicado a los farmacéuticos: «A veces, tenéis que oponeros a la importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes que llegan a vosotros con el fin de haceros cómplices de sus intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que cuando un producto, por su naturaleza y por la intención del cliente, está indudablemente destinado a una finalidad criminal, no podéis, bajo ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte en esos atentados contra la vida, contra la integridad de los individuos o contra la propagación de la salud corporal o mental de la humanidad» (11).

De modo que nunca es lícito vender una cosa que el hombre no puede usar sin pecar: fármacos o dispositivos destinados únicamente al aborto o a impedir la generación; vestidos manifiestamente provocativos; libros, revistas, periódicos, películas, etc.

De otra parte, es de advertir que la responsabilidad moral en la acción de vender se debe considerar de modo diverso según que quien venda sea propietario de la cosa en venta o, por el contrario, un intermediario o un simple empleado a sueldo fijo, etc. Del empleado, por ejemplo, puede decirse que, en sentido estricto, no vende, porque la cosa vendida no es suya ni es para él su precio. Coopera con el vendedor; por eso su caso hay que contemplarlo a la luz de los principios del voluntario indirecto aplicados a la cooperación al mal. Es lo que haremos en el próximo artículo de esta serie de «Apuntes de Etica».

(I) Cfr. Rom 3, 8; (2) PABLO Vl, Humanae vitae, n. 31 (3) Ibid., n. 14; los subrayados son nuestros, (4) Ibidem, n. 15 (5) JUAN PABLO II, Discurso, 17-lX-1983; (6) Mc 9, 23; (7) MAUSBACH-ERMERKE, Teología Moral calólica, t. 1, Pamplona 1971, p. 379; (8) Cfr. M. ZALBA, Voluntario directo e indirecto, Gran Enciclopedia Rialp, t. 23, p. 6887; (9) PRUMER, Manuale Theologiae Moralis, 1, n. 623; cfr. V ERMEERSCH, Theologiae Moralis principia, responsa, consilia, 11, n. 137; LANZA-PALAZZINI, Theologia Moralis, ll, ll. 177, 2; NOLDIN, Summa Theologiae Moralis, 11, n. 126, a; (10) DOCUMENTACION DOCTRlNAL, n° 44: (11) PIO Xll, Alocución. 2-lX-1950; cfr. Alocucion, Il-IX-1954.

El hombre en busca de la felicidad
En el interior del hombre existe un afán de felicidad y de realización, que es parte de la naturaleza humana.
El hombre en busca de la felicidad
El hombre en busca de la felicidad
Todos y cada uno de los hombres pasan la vida buscando la felicidad eterna, el ser siempre felices. Se busca algo que nunca se acabe, una felicidad infinita que sea capaz de llenarle. Esto trae como consecuencia la necesidad de certezas, de algo en qué agarrarse.

En el interior del hombre existe un afán de felicidad y de realización, que es parte de la naturaleza humana, las personas están llamadas a vivir en comunión con Cristo.
Únicamente el amor de Dios puede llenar al hombre completamente. Como esta felicidad tan ansiada, este amor que no cesa es difícil de encontrar muchos se desvían en su búsqueda poniendo la felicidad en cosas, o personas que nunca van a dar la satisfacción plena. Otros desisten y otros desesperan.


Dios se revela

Dios, conoce esta dificultad y ama al hombre con un amor infinito, busca al hombre para ayudarlo a encontrar el verdadero camino hacia la felicidad, el amor eterno. Se revela en Jesucristo invitándolos a llevar una vida de comunión con Él. Para ello, Dios se le revela al hombre, para que lo conozca a Él y su Plan para con Él. Se va dando a conocer a través de la Revelación.

Hay quienes piensan que el cristianismo es una ideología o una doctrina filosófico-teológica. Otros lo equiparan con las demás religiones que son intentos del hombre para acercarse a Dios. El cristianismo no es una creación de la mente humana, ni siquiera una doctrina moral, es la auténtica revelación de Dios que se hace hombre por amor al hombre para abrirle el camino a la vida eterna, le infunde fuerzas y le enseña cuál debe ser su conducta. La religión cristiana nace por iniciativa de Dios. El cristianismo es la respuesta del hombre a Dios que se revela en Cristo.

La Revelación comienza cuando Dios escoge a un pueblo, haciendo una alianza con él, dándole muestras de amor. Este pueblo de Israel le servirá para manifestar su amor. A este pueblo elegido le da alimento, bebida, pero en especial le da los diez mandamientos, que son el camino a la felicidad, la guía para vivir en comunión con Dios. Como a pesar de las manifestaciones del amor de Dios, el pueblo sigue siendo infiel, Dios envía a su Hijo para que el hombre entienda.

Jesucristo es el culmen de la Revelación. En Él podemos palpar la bondad de Dios y su Amor infinito al hombre. La persona puede y debe vivir en amistad con Cristo, puede participar de la vida divina, por medio de la gracia de Dios, y del Espíritu Santo que da vida y alimenta. El cristianismo es un compromiso personal con Jesucristo.

Este seguimiento de Jesucristo, a través de la Iglesia fundada por Él es la respuesta que el hombre le da a la iniciativa de Dios, es la respuesta a la llamada de amor que hace Cristo.

Esta respuesta de amor debe ser real, eficaz, concreta, siempre respetando todas las ayudas que Cristo ha dejado; sacramentos, Iglesia, normas de vida, etc. Jn 14. 15. 21 Jn 15,14. El amor ha de manifestarse externamente a través del comportamiento. El que se dice cristiano y no ama y vive lo que Cristo ama, realmente no se realiza en su vida. El verdadero cristiano tiene que amar y vivir como Cristo.


La persona humana escucha y acoge

El hombre, ante la invitación al amor, descubre su dignidad. Catec. nn 1701-1715. Fue creado a imagen y semejanza de Dios, pero la imagen fue alterada por el pecado, siendo regenerada y restaurada por Cristo, dándole una nueva dignidad “ser hijo de Dios”.

La persona humana es aquella que posee un alma espiritual, goza de inteligencia y voluntad, que unida a su cuerpo forma una unidad e identidad única irrepetible.
En el alma encontramos el principio de la vida, creado e infundido directamente por Dios en el hombre. Aquí residen las facultades de la inteligencia y voluntad. Por la inteligencia puede conocer a Dios, su Revelación, escuchar lo que le dice su conciencia, etc. Por la voluntad tiene la capacidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo. El hombre es libre, es decir, es capaz de tomar decisiones y responsabilizarse de ellas. Es capaz de amar, de luchar por descubrir la verdad, de distinguir entre el bien y el mal.

A este hombre es a quien se le presenta el plan de salvación de Cristo, pero todavía está herido por el pecado y no puede lograrlo por sí solo. Por ello, para alcanzar el designio que Dios le ofrece necesita de la gracia. Solamente en Cristo, siguiendo su ejemplo, viviendo en amistad con Él puede lograr la santidad, la plenitud del amor.

Para profundizar: La experiencia moral, llamada de Dios al hombre del libro "La Moral .... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda
 

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