Un ameno manual que nos hace ver que la Moral
no es algo aburrido, sino que es simplemente una respuesta
de amor al amor infinito de Dios. La
experiencia moral, llamada de Dios al hombre
Permite conocer los lineamientos
esenciales de la Teología Moral Fundamental para impulsarnos a responder
al amor de Dios y poder ayudar a otros a
responder con su vida moral a su llamado.
"La vida moral
se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas
que el amor de Dios multiplica en favor del hombre.
Es una respuesta de amor..." Juan Pablo II (VS 10)
1.- Teología Moral Fundamental: Naturaleza y Método 2.- La experiencia
moral, llamada de Dios al hombre 3.- La Estructura Antropológica
de la Moralidad 4.- Dios llama en la conciencia 5.-
Dios llama desde la Ley Moral Natural
La moral y sus desviaciones |
La moral ayuda al hombre a guiar sus actos |
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La moral y sus desviaciones |
La moral es aquella parte de la Teología que estudia
los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural.
La moral ayuda al hombre a guiar sus actos, es
una ciencia práctica. El hombre necesita de una norma objetiva
que le indique lo que debe hacer y lo que
debe evitar para poder alcanzar su fin: la salvación.
Los actos
humanos que se pueden valorar moralmente son aquellos que el
hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad. Se valoran
su moralidad sobrenatural porque son los que acercan o alejan
al hombre de su posibilidad de alcanzar la vida eterna.
Si
observamos a nuestro alrededor vemos que hay diferentes tipos de
comportamientos entre los hombres,que hacen que en ocasiones se pierda
la brújula y se tengan conductas basadas en presupuestos morales
equivocados.
Veamos algunos de estos presupuestos morales equivocados:
El relativismo: tendencia a
considerar que todos y cada uno tienen la razón, aún
cuando esta verdad vaya en contra de la doctrina. Todo
es relativo. Pero sabemos que no todo es relativo, existen
valores fundamentales innegables. Esto es muy común en el New
Age.
El idealismo que no es otra cosa que la filosofía
de las cosas bonitas, de los grandes ideales, pero nunca
se aterriza. Se cree conocer todo lo que está mal,
pero no se hace nada por remediarlo.
La libre interpretación de
la Biblia, cada quien interpreta las cosas como quiere. Para
leer la Biblia hay que hacerlo en su contexto global,
con fe, no con el intelecto únicamente, siempre con referencia
a Cristo y con la guía de la Iglesia.
La vivencia
de la religión como sentimiento, se vive según se siente,
lo que resulta agradable se acepta. Lo difícil de aceptar
o de entender se rechaza, así se elimina la revelación
de dios en los aspectos difíciles de entender. El sentimentalismo
es un gran enemigo de la vida espiritual.
El racionalismo, de
origen filosófico, solo se acepta lo que se puede entender
con la razón, lo que se puede comprobar, no hay
nada sobrenatural. El hombre debe de reconocer sus limitaciones, su
incapacidad para comprender muchas cosas, no es Dios.
Materialismo o secularización
que no es otra cosa que el olvido de Dios.
Dios no es parte de la vida diaria, solamente se
le recuerda en la Iglesia o en ciertos ambientes. Se
vive como si Dios no existiera. En este olvido generalizado
se presenta una nueva moral donde no hay que dar
cuentas a nadie de lo que se hace.
Mala información religiosa,
Dios se reduce a ser un salvavidas, es alguien a
quien recurrir en momentos difíciles, cuando hay problemas, no existe
una relación de amor con Él, ni con los hombres.
Moral
pragmática, solamente se cumple con lo que sirve o es
útil. Cuando la vivencia de la moral es difícil se
deja a un lado. La moral no es un capricho
de unas personas, por lo tanto no se puede tomar
lo que es útil, hay que vivirla en su totalidad.
Moral
de apariencias, solamente se cumple con las normas externas, hay
que aparentar ser bueno, no importa crecer en santidad.
Perfeccionismo moral,
se da en personas que no se pueden aceptar a
sí mismas, tal como son. Hay que lograr la perfección
moral por sí mismo sin contar con Dios. Es la
moral del que siente dolor al pecar porque está demostrando
ser imperfecto.
Moral independiente, vivir la moral como dicta la conciencia,
aunque ésta esté deformada o equivocada. Es una moral católica
sin Iglesia católica.
Indiferentismo, pasividad, como no se pueden resolver los
grandes problemas del mundo, no se hace nada, cómo no
se puede vencer al pecado, sigo haciendo lo mismo. Olvido
de la ayuda de Dios.
Moral slogan es la moral en
la que no se razona, se toma aquello que resulta
atractivo, sin profundizar en su bondad o maldad.
Moral de ¿hasta
dónde?, se busca cumplir o hasta donde tengo que hacer.
Es la moral del mínimo esfuerzo. La auténtica vida cristiana
debe buscar imitar más a Cristo.. La auténtica moral cristiana
no está basada en evitar el mal.
Moral del sexto y
noveno mandamiento, se reduce al campo de lo sexual únicamente.
Nada cuento mientras se cumpla con el sexto y noveno
mandamiento.
Moral negativa, se limita a lo que no hay que
hacer, sin pensar en el por qué. No se fija
en hacer el bien, sino en evitar el mal, no
robar, no mentir, no matar, etc.
Moral evolucionista, es aquella que
piensa que la Iglesia debe modernizarse, que debe ser más
comprensiva, más liberal. No se piensa que lo ha cambiado
es la forma, lo accidental, pero el hombre sigue siendo
igual que siempre.
Moral de actitudes, lo importante no son los
actos, sino la actitud habitual. Esto es una influencia del
protestantismo.
Moral de situación, la bondad o malicia de un acto
no depende de una ley universal o inmutable sino que
es determinada por la situación en que se encuentre el
hombre.
La Moral en el Catecismo de la Iglesia
La moral ocupa
la tercera parte del Catecismo, el cual presenta la moral
como una respuesta al llamado que el hombre recibe. La
moral es la respuesta del hombre a una llamada personal
que Dios le hace. Este llamado esta vocación implica vivir
según el Espíritu.
Los Diez Mandamientos constituyen la gran revelación de
Dios, son también el centro de la predicación de Jesucristo
en el Sermón de la Montaña Mateo
5. 7 y la base de la enseñanza moral de
los apóstoles. Podemos decir que en este discurso se encuentra
toda la norma de la moral cristiana.
El Catecismo divide los
mandamientos en dos partes: “amarás a Dios sobre todas las
cosas” (Mandamientos 1 al 3) y “al prójimo como a
ti mismo” (Mandamientos 4 al 10). El Catecismo es un
texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de
la doctrina católica, es una norma segura para la enseñanza
de la fe.
Las líneas de la moral cristiana
Es una moral
cristológica, es decir, Cristo es el centro y el modelo
de la vida moral cristiana. Él debe ser el criterio
esencial del actuar cristiano.
Las personas en la actualidad hacen
grandes esfuerzos por imitar a los grandes del deporte, el
cine, la música. Se imita la forma de hablar, de
actuar, de vestir, etc, pero cuando se trata de imitar
a Cristo, se ve como un imposible porque Él es
Dios. Siendo que la imitación de Jesucristo está al alcance
de todos, el Evangelio marca el camino, a través de
las virtudes de la humildad, la mansedumbre, el amor, la
sinceridad, etc.. Además se cuenta con muchas ayudas como son
la gracia, los sacramentos, la oración, la Escritura, etc.
Imitar a
Cristo no implica llegar a tener una vida sin defectos
en poco tiempo, sino que debe ser un trabajo constante.
Este esfuerzo debe de estar orientado a pensar sentir, querer
con la mente, la voluntad y el corazón de Cristo.
La
moral cristiana se apoya en la oración y se extiende
por el apostolado. Por la oración el cristiano enriquece su vida
interior, es el medio por el cual se descubre a
Dios, se crece en el amor a Él y se
reconocen las inspiraciones del Espíritu Santo.Catec. 2558-2578. Todos estos
dones que se reciben en la oración deben de ser
transmitidos y dados a los demás mediante el apostolado, no
es válido quedarse con todo. El apostolado es una consecuencia
del amor y se vive a través del servicio a
Dios y a los hombres por el amor. Por medio
de él se va construyendo un mundo mejor.
Una moral vivida
en la Iglesia Si se ama a Cristo, se ama a
la Iglesia fundada por Él. No se puede amar a
Cristo y no amar a Su Iglesia. Ella es
el medio que Cristo escogió para encontrarnos con Él.
Es la
moral del amor. La vivencia interior de la moral cristiana exige
una motivación en el amor. El cristianismo es la religión
del amor, del seguimiento de Cristo por amor y en
el amor no se puede ser mediocre.
Los cristianos deben conocerse
por la vivencia del amor, tal como los primeros cristianos.
El amor es radical; o se ama a Dios y
al prójimo o se ama al “yo” y a sí
mismo. Al final de la vida, el día del juicio
seremos juzgados según el amor que vivimos.
Para profundizar Veritatis Splendor
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La moral y la santidad del Hombre Nuevo |
Descripción del Hombre Nuevo, que vive según Dios, que imita a Jesucristo. |
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La moral y la santidad del Hombre Nuevo |
El centro del mensaje cristiano, tal como lo enseñó Jesucristo
es el amor a Dios y al prójimo (Mateo 22,
34–40). Si se opta por este principio la vida humana
se verá influenciada por él, se irán concretando nuevos comportamientos,
configurando al Hombre Nuevo que vive según Dios, que imita
a Jesucristo.
En ocasiones puede parecer muy difícil encarnar este Hombre
Nuevo, parecería que es una tarea imposible, pero el hombre
no está solo para la realización de este proyecto, cuenta
con Dios que actúa desde dentro de cada bautizado, además
del apoyo que la Iglesia le brinda a través de
a oración, de sus enseñanzas y los sacramentos.
El Hombre Nuevo
El
ser humano tiende a buscar un modelo de comportamiento. El
problema de hoy en día es que muchas veces, el
joven o el adulto buscan ídolos, que no lo son,
se imitan a deportistas, artistas, etc. No tenemos mas que
ver las modas que estas figuras implantan, ropa, cortes de
pelo y demás.
Lo curioso es que cantar como Ricky Martin,
Plácido Domingo o cualquier otra persona, es casi imposible de
lograr, pero aún así hay una insistencia tremenda por parecerse,
pero cuando ponemos a Jesucristo como modelo, la respuesta que
recibimos es “eso es imposible, pues Él era Dios”.
No nos
damos cuenta que imitar a Cristo es más fácil, lo
único que se necesita es tomar el Evangelio y ver
que todo es cuestión de virtudes, desde las humanas hasta
las morales, sinceridad, amor, mansedumbre, vida interior, etc. Normalmente pensamos
que todo esto es muy difícil, nos olvidamos de que
contamos con muchísimas gracias; los sacramentos, la oración, el ejemplo
de los santos. Al lograrlo obtendremos mayores frutos; paz, felicidad,
etc y sobre todo la vida eterna..
No hay que pensar
que esta imitación la vamos a lograr en poco tiempo,
pues es una lucha que dura toda la vida, aunque
se logren ciertos avances, ni tampoco significa una vida sin
defectos, siempre será un esfuerzo, un trabajo constante. Además
esta imitación no es un asunto privado entre Dios y
yo, sino que hay que compartirlo y darlo a los
demás.
Si queremos vivir verdaderamente la moral cristiana tenemos que imitar
a Cristo en la vida ordinaria. No esperemos a las
grandes oportunidades u ocasiones, la mayoría de las personas no
tienen esa oportunidad. Puede ser que cuando nos llegue estemos
tan desacostumbrados a imitarlo que no sabríamos cómo hacerlo. No
siempre será fácil descubrir lo que Cristo haría en las
diversas situaciones de la vida, para ayudarnos a vislumbrarlo tenemos
el Magisterio de la Iglesia.
Cristo en su infinita bondad y
para no dejarnos solos, con el fin de que todos
sepamos actuar nos deja a la Iglesia para que nos
gobierne, enseñe y santifique. Todos los hombres estamos llamados a la
santidad, por lo tanto, la santidad es algo posible. Para
alcanzarla necesitamos construirla sobre las tres virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad, hasta que lleguen a ser parte de
nuestra vida diaria.
La acción del Espíritu Santo
Para ello contamos con
la ayuda del Espíritu Santo (Col 3, Ef 4)
que es quien nos da el don maravilloso de la
santidad. Él es quien la edifica, al hombre sólo le
toca corresponder.
El meollo del asunto se encuentra en que
los hombres nos olvidamos que no podemos hacer las cosas
por nuestras propias fuerzas, que necesitamos ayuda. Nadie puede avanzar
en el seguimiento de Cristo, en la verdadera vivencia del
cristianismo sino cuenta con la ayuda del Espíritu Santo. Por
eso es necesario estar abiertos a la acción del Espíritu
Santo en nosotros, escucharle, dejándolo hablar en nuestro interior y
actuar según nos dice.
Por medio del Bautismo, por la
acción del Espíritu Santo nos hacemos lo que se denomina
Hombre Nuevo, es decir el hombre regenerado por el sacrificio
de Cristo que se convierte en hijo de Dios y
miembro de la Iglesia.
Para ser Hombre Nuevo hay que nacer
por obra del Espíritu Santo. Él con sus gracias va
reforzando al hombre que vive guiado por Dios. Desgraciadamente, en
la actualidad, como consecuencia de una vida acelerada, sin reflexión,
superficial, muchas veces no se hace un poco de silencio
interior para escuchar la voz de Dios, en ese lugar
íntimo que pertenece a Dios y a cada hombre.
Sólo desde
ahí se conocen en profundidad las grandes incógnitas de la
vida: el dolor, la muerte, el sentido de la vida,
la felicidad, el amor, el pecado, la donación al prójimo,
la relación con Dios Padre, sólo así el hombre se
descubre a sí mismo, pudiendo apreciar la vida de otra
manera, con los ojos del amor y de la moral.
La Iglesia le reza al Espíritu Santo para que ilumine
a los hombres. Dominum et Vivificantem nn 52, 58, 67
Los Sacramentos y la vocación a la santidad
El cristiano por
el Bautismo entra a formar parte de la Iglesia, se
hace hijo adoptivo de Dios y comienza en él una
vida nueva, la vida del Hombre Nuevo. Para ello se
le otorgan todas las gracias necesarias. Dejando atrás todo lo
que las consecuencias del pecado trae y comienza el seguimiento
de Cristo.
El Sacramento de la Confirmación lo refuerza dándole las
gracias necesarias para poder ser un auténtico testigo de Cristo
en todo momento, en especial, en aquellos momentos difíciles, dándole
fuerzas y valentía.
Estos dos sacramentos lanzan al hombre hacia la
santidad, edificando la vida según los planes de Dios y
expresados por Jesucristo. A partir de ellos, se busca la
verdadera santidad, la imitación de Cristo.
El sacramento de la Eucaristía
tiene gran influjo en la vida moral del hombre nuevo.
En él se logra la unión más íntima con Jesucristo
y este sacramento es la mayor fuente de gracias que
recibe el cristiano. Por ello, hay que aprovechar todas estas
gracias, viviendo conscientemente la participación en el banquete, con un
gran deseo de corresponder a este don de Dios.
La cruz
y el sacrificio en la vida cristiana
Cristo murió en la
cruz por los hombres y su redención. Pudo haber escogido
cualquier otro tipo de muerte, pero quiso mostrarnos su Evangelio,
encarnando el amor y llevándolo hasta el extremo. Al mismo
tiempo con su muerte le da un nuevo sentido al
sufrimiento del ser humano.
El sufrimiento es algo real en la
vida del hombre, todos los hombres sufren en un momento
u otro. Le es muy difícil encontrar un consuelo y
es en Jesucristo donde se puede encontrar una motivación, un
ejemplo de aceptación con alegría y esperanza.
Si leemos el pasaje
del Evangelio del Buen Ladrón (Lc 23, 9-43), vemos que
el buen ladrón fue el primero que comprendió el valor
del sufrimiento unido a Cristo. También aparece en este pasaje
la manifestación de aquellos que en el sufrimiento se rebelan
contra Dios. Para estas personas el dolor es pura amargura,
no tiene sentido. El sufrimiento sigue siendo un misterio para
la mayoría de los hombres, pero para los cristianos tiene
un valor, está ordenado a la salvación eterna. Por eso
ofrece sus sufrimientos a Dios y obtiene gracias para él
y los demás, completando y uniéndose al amor infinito y
al sufrimiento de Cristo. Se puede decir que el cristiano
al contemplar en sí mismo el sufrimiento y los dolores
de Cristo descubre en ellos al Cristo de la pasión
y de la resurrección. Salvificis Doloris.
Vivir en obediencia y amor
al Papa y al Magisterio de la Iglesia
El hombre nuevo
debe vivir en obediencia y amor al Papa porque sabe
que es su Vicario en la tierra y la cabeza
visible de la Iglesia y es vínculo de unión entre
todos los cristianos.
En el Evangelio encontramos el fundamento dele amor
al Papa como consecuencia del amor a Cristo Mt 16,
13-20. En este pasaje se encuentra contenida la revelación sobre
el papel y la auténtica identidad de su Vicario. Cristo
desea que se le reconozca su identidad divina, sus poderes
y explica su misión.
Además por la fe sabemos que el
Papa es el encargado de guiar a su Pueblo. Por
eso, es obligación del cristiano leer los escritos del Santo
Padre, difundir su doctrina, obedecer fielmente y defenderlo ante cualquier
crítica a su persona o a su imagen.
Junto al
Papa, se encuentra la Iglesia desarrollando su función de guía.
Moral
de la Caridad
El cristianismo es comparado con otras religiones o
con ideologías o con doctrinas filosófico-teológicas. En realidad el cristianismo
no es nada de eso, no es creación de la
mente humana. “El cristianismo es una auténtica revelación de Dios
que se hace al hombre por amor al hombre para
abrirle el camino a la vida eterna y mostrarle un
ejemplo de conducta”.
El cristianismo es la respuesta del hombre a
la llamada de amor de Cristo. Esta respuesta del hombre
es una respuesta de amor real, eficaz, concretado en un
respeto y veneración a toda la herencia que Cristo nos
ha dejado.
Este amor no es algo externo sino que nace
del corazón, del interior del hombre y se manifiesta en
sus obras. El cristianismo es la religión del amor,
del seguimiento de Cristo. Y este amor exige radicalidad, no
se puede ser mediocre: o se ama a Dios y
al prójimo o se ama al yo, a sí mismo.
Al
final de la vida seremos examinados en el amor y
sólo contará lo que hayamos hecho por Dios y los
demás.
Lectura complementaria:
Catecismo de la Iglesia Católica nn 2012-2016, 2044-2046
Apostolicam Actuositatem.
Sobre el apostolado de los Laicos.
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¿Qué es lo bueno? |
La Iglesia traza el mapa de los caminos del bien |
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¿Qué es lo bueno? |
Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué
es lo bueno? ¿qué es el bien? Porque todo hombre
guarda en lo más hondo de su ser el deseo
invencible de ser bueno y de hacer lo bueno. Y
si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla
de bien con la que el mal se reviste. Es
una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito,
que todo lo hace bien y para el bien; que
no sólo ha puesto el bien en todas sus obras,
sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.
Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el
bien. Sabemos que "lo bueno es el bien" y que
"lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica
no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto
bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta
no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un
estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en
lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos
que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo
que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.
Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre
o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que
es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección
humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más
hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que
algo "es ético" o que "no es ético", se está
diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si
casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser
"ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que es
ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una
monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al
aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo cual
a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso
quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental
derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este
caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre
qué es y qué no es "ético"; sobre qué es
en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de
vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad
y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre
"lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o
estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin
fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos
permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal?
La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero
conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no
lo ven así.
Es claro que el bien -lo bueno-
es tal por contener alguna perfección que hace a la
cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo
que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el bien?
Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos
hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades,
nos hace más felices. Cabe decir que el bien es
una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son
vanas estas consideraciones de Pero Grullo).
LA RELATIVIDAD DEL BIEN
Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona
a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal alimenta
las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena,
sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es
claro pues que el bien es relativo: dice relación a
un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso
de sujetos determinados.
Esa "relatividad" del bien ha inducido a
muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo",
es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento,
sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que
le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una
cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre
el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho-
sería "creador de valores", porque el valor o bondad de
las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad,
en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
Es un grave error en el que hoy incurren no
pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el
hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien
donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde
a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala
voluntad.
LA OBJETIVIDAD DEL BIEN
En rigor, aunque el bien
sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay
nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que
respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz
del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo
que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está
ahí, con independencia de nuestra estimación.
De modo similar descubrimos
el valor de la justicia, de la libertad, de la
paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido
negar. De modo que si yo los negase porque en
algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos.
Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del
cuerpo o del alma.
Es también importante advertir -frente a
lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si
yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera
el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque
yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le
guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana
no es un producto de mi subjetividad: es la manzana
misma que tiene de por sí la aptitud para causar
un buen sabor y una buena nutrición. Si así no
fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar
o en la basura.
Es indudable que hay bienes, valores
objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son.
Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la
práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no,
siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse
con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La "relatividad" del
bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno
porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo
desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la
cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o
estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo
para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado.
Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces?
Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi
ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni
es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y
defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que
he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy
ya con independencia de mi voluntad, y con la misma
independencia habrá cosas buenas o malas para mí.
El bien
depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y
del modo de ser. Y hay algo que el hombre
nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las
características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni
anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos)
de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y
que hace posible que hablemos con sentido del "género humano"
o de la ""especie humana", y también de un bien
objetivo común a toda la humanidad.
De manera que hay
bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes
relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a
todos y a cada uno de los individuos de nuestra
especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales
y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier
tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente
ha de dañar a la persona, porque la persona no
es ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto--
de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes.
Lo que es bueno para el bruto o para el
ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso,
para saber lo que es bueno para el hombre -para
todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta
a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "Qué soy
yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, .¿cuál es?"
(1).
La Ética (ciencia sobre los bienes del hombre) supone
la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En
la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay
diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos
conceptos sobre los bienes.
¿QUÉ ES EL HOMBRE?
Para algunos,
el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos,
aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo);
se ha contemplado como pura química o biología, o como
un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un
número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la
concepción materialista del hombre.
Al negar -dogmáticamente, por cierto- la
realidad del alma espiritual e inmortal en el hombre, todo
materialismo se hace incapaz de conocer lo que el hombre
en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber
tampoco lo que en realidad es bueno o "ético". Al
pensar al hombre como simple animal evolucionado -sin ningún elemento
que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar pensar
lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente
concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa
lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz
indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso,
los términos "libertad", "justicia", "paz", "amor", etcétera, carecen, en el
materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras
que de tales cosas existen -o parecen existir- en el
mundo de los irracionales. El mismo concepto de "persona" se
vacía y el hombre queda reducido a un "número" al
servicio de la "especie" (llamada "sociedad"). Si la "especie" lo
reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le
podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital
siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la "especie",
como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo,
especialmente del marxista.
Si realmente queremos lo bueno, el bien
para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros
individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos
de tener la honradez de contemplar al hombre en su
integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos.
Esto sería no ver al hombre, como no ve el
cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal
o la vertical:
Porque entonces podemos confundir el cilindro con
un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a
la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado,
y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino
como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a
la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar
a como se ha llegado a la negación del alma
humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de
su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa
de disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma
por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo
aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía,
porque él no lo había visto en su viaje espacial.
El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene techo,
no tiene límite hacia arriba, y sólo una "sección" totalmente
"vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero
no es difícil descubrirla, si no se ha perdido del
todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver sobre
el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de
su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: "lo que llaman espíritu
me parece mucho más material (quería decir "perceptible" o "claramente
cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi alma la
siento más de bulto y más sensible que a mi
cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es
el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu,
la no existencia del espíritu, porque "sólo un ser pensante,
esto es, espiritual, puede ponerse a "demostrar" con argumentos el
materialismo" (2).
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre
el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que
advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por
el investigador sobre un plano inferior se presentan a su
vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una
esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo
y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en
el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una
misma cosa".
Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman
las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos
de algo que excede todo lo que puede proceder de
la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de
verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a "exasperar"
con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué
es esto?"; y, sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por
qué?..." Es que el niño está buscando ya una respuesta
última y definitiva, que no remita a otro porqué, que
sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea
la Verdad primera original y originaria de toda otra verdad.
El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita a
Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de razón".
Es la célebre oración de San Agustín: "Nos has creado,
Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta
que no descanse en Ti" (3).
Lo único capaz de
saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios.
Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que
es capaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena
felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad
de amar el bien,- no es "infinita", pero sí "ilimitada",
porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No
se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando
pone el amor en una criatura y la posee de
algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte
que no es lo óptimo, que queda un vacío por
llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud
del bien y del amor que buscaba. Es que todos
-sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos
hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como
Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se
halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras:
en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin,
nuestro óptimo bien objetivo común.
Ahora que sabemos, no con
detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre,
sabemos también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente
de lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine,
mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo
de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente
bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o,
al menos, no me aleje de El); y será malo
-aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.
Lo
que me aproxime a Dios, será también perfección de mi
ser humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre,
lo más íntimo de mi persona.
Esta es ya una
conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una
nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo que me
acerca a Dios y qué es lo que me aleja
de Dios? La luz natural de la razón es un
don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales
del ser humano, es decir la ley moral natural, formulada
sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden bien
así las palabras de Juan Pablo II: "La ley moral
es ley del hombre, porque es la ley de Dios".
En efecto: "La verdad expresada por la ley moral es
la verdad del ser, tal como es pensado y querido
por Dios que nos ha creado". Es por eso que
"hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de
nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos
manda, a pesar de que, para usar las palabras del
Apóstol, "en mis miembros siento otra ley que repugna a
la ley de mi mente" (Rom 7, 22)" (4).
Si
no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente
y no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien
a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo
que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley
moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos
cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido
en nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta
con palabras humanas cuál es el camino que conduce a
ser de verdad hombres perfectos y felices: "Yo soy el
camino, la verdad y la vida" (5). Y no sólo
nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación,
vida, pasión, muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas
nada menos que a la vida íntima de Dios Uno
y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma felicidad:
lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en absoluto.
Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin
disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles son las
cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las
que nos alejan de Él, fundó la Iglesia -una, santa,
católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por
el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar,
en cada momento, un mapa cierto y seguro de los
caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de
algún modo todos los demás, tenemos el gran criterio, la
gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del
mal, para conocer esa "norma suprema de la vida humana",
que el Concilio Vaticano II recuerda que es "la propia
ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios
ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos
de la comunidad humana" (6).
(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X,
XVII; (2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rialp, Madrid 1961, p.
203; (3) SAN AGUSTIN, o.c., 1, I, l; (4) JUAN
PABLO II, Audiencia general, 27-VII-1983; (5) Jn 14, 6; (6)
Conc. Vat II, Dignitatis humanae, 3.
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La cuestión de los fines y los medios |
Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría |
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La cuestión de los fines y los medios |
En una ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un
tanto perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue
a un psiquiatra que le aconsejaba —para tranquilizarle— que se
olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines.
«¿Qué importa que una cosa sea fin o medio? —decía
el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es
medio, por eso nada es medio ni es fin... A
lo que responde el paciente: -Pues mire, doctor, esto mismo
me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño.
Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían.
La solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo
y me cortó los dedos de los pies. Ahora ya,
fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.
-Pues claro que sí,
hombre. Usted creía que el pie era el fin y
los zapatos los medios: una vulgaridad. Hay que se creativos.
Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la
cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?
-No
señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito
formato, pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me
limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la
venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo
todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el
medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también
excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son
lo mismo y no existe ni lo uno ni lo
otro, ¿no es así?
EL LECHO DE PROCUSTO
Esta especie
de locura que consiste en prescindir, a la hora de
actuar, del orden natural entre el fin y los medios
adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes
no sólo contra «la humanidad» abstracta, sino contra millones de
personas concretas, con rostro, nombres y apellidos. Se adopta una
conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo.
Se construye una teoría moral y se hace como Procusto.
Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero
de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que
significa «el estirador», lo cual sólo se comprendía cuando mostraba
su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes.
Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus
lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta
cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros.
Y a los bajitos les ataba grandes pesos a los
pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos
mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras
del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a
sus ingenuos clientes.
La vida real no es una especie
de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay
una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas,
que configuran un orden de prioridades —lo contrario al caos—,
una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que
la mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y,
ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a parar el golpe.
Es más importante el coche que su cenicero. Si el
cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el
coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar
el coche. Si hay que vacunar a un niño, es
mejor que llore un poco que no lo haga y
haber de enterrarlo prematuramente.
LA SECUENCIA DEL DISPARATE
Un modo
de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a
costa de lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me
la corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto.
¿Deseo acabar de una vez con un país molesto? Le
lanzo una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil?
Lo mato. ¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me
quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza?
Te la corto. Muerto el perro se acabó la rabia.
¿Deseo tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor
dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto
no es más que un desplazamiento de papeles de un
lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si
alguien lo sustrae de mi bolsillo y lo traslada al
de otro.
Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había
de juzgarle como una bellísima persona que merecía la medalla
al mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba
en sus cabales y era un peligro público. Menos mal
que no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su
talante y estilo ético no son un mito, son una
realidad tan extendida que si los procustos volaran no se
vería el sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes
portavoces de partidos políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo»,
cuando se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño
o su defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho
lo mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre: para
afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y
acababa diciendo que el hombre es un «ser vomitado al
mundo», «una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo
«lógico». También hablan de «muerte digna» cuando se trata de
matar o rematar al abuelo por compasión; etcétera.
CÓMO ES
EL EMPEDRADO DEL INFIERNO
No hace mucho un parlamentario reiteraba
el aforismo tan viejo como falso: «el fin justifica los
medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma hasta perder
el sentido ante «las buenas intenciones» y «los buenos deseos».
Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas intenciones
y de buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones—
figuran en el clásico refranero castellano.
Adviértase que nunca se
ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno
de gente de «buena voluntad». La voluntad es una cosa
y las intenciones y deseos son otra. El infierno no
admite voluntades buenas, porque la voluntad es algo muy serio,
inconfundible con las intenciones. Se puede tener una buenísima intención
y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo
que hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler.
¿No tenía el hombre la buenísima intención de mejorar la
raza aria y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué
insensato puede atreverse a juzgar las intenciones de Hitler? Sin
embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa
y no damos un duro por la piel de su
alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida eterna
(nunca se sabe qué sucede en la persona a lo
largo de ese corto viaje a «la otra orilla», que
se llama muerte).
Lo cierto es que, por seguir con
la sabiduría popular, el cielo puede estar lleno de gente
equivocada, compatible con la buena voluntad y, en cambio, el
infierno puede estar lleno de gente con certezas muy firmes
y buenísimos deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es
matar al niño, sino salvar el bienestar de la madre!
O sea, que defiendes el derecho de matar a un
inocente ¿o no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí,
claro, pero tu voluntad es criminal y tu pensamiento un
caos. ¿O no?
¿ UN BUEN FIN CON MEDIOS INJUSTOS?
Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los
medios con independencia del fin y viceversa. Creer que nos
repugnan los medios de los terroristas a la vez que
nos entusiasman sus metas. Es el error de pensar que
cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice
lúcidamente J. A. Marina- me parece falso sin paliativos. El
fin incluye inevitablemente los medios con los que se pretende
llegar a ese fin. El fin no es una idea
abstracta, platónica, exenta, pulcra, incontaminada. Es la meta más el
conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar
los medios y los fines es un logicismo que no
encaja con el comportamiento real del ser humano (...) Eso
es la más detestable de las falacias: la que deja
en la ignorancia ciertas cosas para poder aprovechar la situación
sin remordimientos. Se llama mala fe».
Un fin elegido, con
resultado bueno, por el hecho de que se realice después
del mal del que se ha seguido, no convierte en
bueno a ese mal, puesto que el mal ya está
hecho, ya es pasado, y no hay nada más inmutable
que el pasado. El futuro puede cambiar. No faltan quienes
aseguran que el futuro «ya no es lo que era».
Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la
voluntad ha hecho libremente el mal, ya se ha hecho
mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo mismo
que con la sola intención y un buen deseo no
puedo mover una silla o una mesa, a no ser
en un escenario tipo David Copperffield. Con tales elementos no
se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un
robo en una obra de misericordia.
Además, cuando los medios
son elegidos libremente, son queridos; y por eso equivalen a
fines que, en nuestro caso, son malos.
LOS MEDIOS CONFIGURAN
LOS FINES
Fines y medios no son valores independientes, que
se puedan juzgar por separado, porque los fines de alguna
manera proceden de los medios; si no, no se conseguiría
ningún fin: nadie da lo que no tiene. Es absolutamente
imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería
una tremenda contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde
su calidad de fin y no puede ser bueno. «La
naturaleza de los fines está implicada en la naturaleza de
los medios —dice J.M. Ibáñez-Langlois—. En cierto modo los medios
contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el resultado. Predicar,
matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan
para cualquier fin: cada uno lleva implícito el resultado». La
bala lleva consigo la muerte.
En ocasiones, algunos males traen
bienes. Es cierto si hablamos de males y bienes físicos.
Un río salido de madre arrasa un poblado, pero dispone
la tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí estamos hablando
en el orden de los valores éticos: de bienes justos
o injustos. Cierto que un bien conseguido injustamente -por ejemplo,
un millón de dólares robado-, puede proporcionarme muchos bienes materiales:
un chalé de lujo, un yate fantástico, unos réditos suculentos,
etcétera. Todo eso es bueno de suyo. Ahora bien, ¿es
justo que yo disfrute de un chalé que he construido
con dinero robado? El prolongado usufructo de un dinero robado,
¿no será, más que un bien, la prolongación e intensificación
de una formidable injusticia? ¿Podré pensar que, en estas circunstancias,
mi vida llena de cosas buenas y de limosnas generosísimas,
es una vida noble, honrada y generosa? Antes no podía
ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir
que hice bien robando los cien millones de dólares porque
ahora gozo de la magnanimidad de Robin Hood?
Pues bien,
si la injusticia es aún mayor que el robo, como
por ejemplo, el asesinato de un inocente, sea éste ciudadano
adulto o hijo nonato, ¿podré pensar honradamente que el fin
justo (el bienestar de algunos) hace buenos los medios injustos
(la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de
la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el
aborto directo? El robo, el aborto procurado, el terrorismo nunca
engendrarán bienes justos. Pueden traer algunos bienes, por supuesto. Lo
que nunca sucederá es que los frutos lleguen a ser
justos: no hay fin justo cuando se emplean medios injustos.
Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo
que se logre así, por hermoso que resulte, no podrá
ser más que un hermoso monumento a la injusticia.
Los
fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con
violencia, sino con heroísmo. La justicia no puede venir de
la injusticia. Dice la Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem,
sic qui facit per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3),
que se traduce: «Como pasión de eunuco por desflorar a
una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia»
(Biblia de Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a
una doncella, es el que a la fuerza hace la
justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga). La templanza no se adquiere
saciando el apetito, sino dominándolo. La fortaleza no se consigue
sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien
moral (la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad
de la familia). Lo que es imposible es que un
mal moral engendre un bien moral en la persona que
lo realiza. La única manera es, con la gracia de
Dios, convertirse, detestar y reparar en toda la medida posible
el mal cometido y entregarse a la consecución del bien.
Dios puede utilizar las consecuencias del mal para alcanzar un
bien mayor. La Iglesia canta O félix culpa! por el
pecado original, porque el inmenso amor ha movido a Dios
a redimirnos mediante la cruz de su Hijo. Pero sin
la misericordia de Dios estaríamos abandonados a la injusticia.
La
sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin atender a
la verdad, a la voluntad y a la justicia, conduce
a la solidaridad con el crimen; convierte a una sociedad
en cómplice de barbaridades que nunca habrían de suceder. Cuando
se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría
y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario,
la justicia, la democracia y, por supuesto, la ética, no
serían más que zarandajas, palabras altisonantes para engañar a los
incautos.
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Los hábitos hacen al hombre |
La personalidad se forja con hábitos perfectivos. |
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Los hábitos hacen al hombre |
Suele decirse que «el hábito no hace al monje».
Otros apostillan que no lo hace, pero lo viste y
lo muestra, que no es poco, pues también para eso
es monje (Shakespeare dijo que el traje revela a la
persona). Lo que nadie duda es que al monje, al
médico, al profesor, al artesano, al ciclista, al trabajador -
cualquiera que sea su trabajo -, lo hacen más o
menos perfecto, más o menos detestable, sus hábitos interiores, los
hábitos del alma, ciertamente más definitorios que los del vestir.
El «maillot» amarillo no hace a Induráin pentacampeón del Tour,
sino las virtudes humanas.
Hemos olvidado la función decisiva de
las «hábitos íntimos» en la construcción de la personalidad. Me
refiero a esos que residen en nuestras facultades de mayor
rango, que nos hacen personas, hombres o mujeres, cabales: el
entendimiento y la voluntad. El monje no puede, no debe
tener el hábito de pensar frívolamente o de amar como
un fresco. El monje, el médico, el vendedor de lo
que sea, el deportista, el sabio, han de crear hábitos
intelectuales y morales que faciliten, más aún, que hagan posible,
el ejercicio siempre más perfecto de sus responsabilidades. La verdad
es que se puede mucho. Todos podemos mucho; mucho más
de lo que cada uno piensa de sí mismo.
La
personalidad se forja con hábitos perfectivos. Los clásicos han llamado
a esos hábitos, «virtudes». Hemos olvidado el sentido y valor
de la virtud. La palabra latina «virtus» procede de «vis»,
que significa fuerza, vigor. Se trata por tanto de una
capacidad, de un poder para la acción (interior o exterior)
del que sin la virtud carecemos. La virtud es la
más alta forma de haber (tener, poseer) en la cuenta
de la personalidad, porque es un «tener» que da la
posibilidad «ser más» (más fuertes, más justos, más prudentes, más
inteligentes, más señores de nosotros mismos...) Los hábitos opuestos a
los perfectivos, deterioran, dificultan, empobrecen la persona y son lo
que siempre se ha llamado «vicios». Los vicios impiden a
la persona tener «personalidad», en el sentido más noble de
la palabra. Por cierto que, como dice Gracián, «no se
acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos, antes bien
ofende más la mancha en el brocado que en sayal»
Una personalidad bien definida se forja a base de hábitos
y vale lo que valen éstos. El que tiene el
hábito de la vagancia, es un vago; el que tiene
el hábito del trabajo es laborioso. El primero es un
desgraciado, el segundo es honorable y seguramente bastante feliz.
SABIDURÍA
Y ESTUPIDEZ
Hay hábitos perfectivos y hábitos corruptores. Nadie es
espontáneamente una persona honrada o una persona corrupta. La sabiduría
y la estupidez son siempre conquistas personales, logradas con el
esfuerzo de la libertad. Por eso Jesucristo sitúa la estupidez
entre los graves desordenes morales (Mc 7, 22).
Hay ignorancias
invencibles y discapacidades naturales. Pero la estupidez es un logro
responsable, resultado de la elección de la ignorancia como sistema
de resolver dificultades (por ejemplo, como no me interesa resolver
el problema del aborto, niego a la ciencia cuando dice
que hay ser humano desde el instante de la concepción,
etc.). Es ésta una modalidad que configura muchas personalidades que
habitan hoy en nuestro planeta.
Tanto la sabiduría como la
estupidez son libres y se adquieren con el ejercicio esforzado
de la libertad. Hábitos perfectivos o corruptores los vamos adquiriendo
queramos o no. Porque si no queremos hacer nada y
nada hacemos, adquirimos el hábito de la gandulería, que bloquea
la acción, precisamente cuando «quisiéramos» hacer. No elegir es un
modo de elegir. Como aparentemente no se hace «nada», parece
que ni siquiera se elige, pero sí se elige: se
elige la omisión. Por eso la omisión es fuente caudalosa
de graves desatinos. El santo no nace, se forja, con
la gracia de Dios y el esfuerzo de la voluntad[1].
Todos podemos llegar a ser lo que queramos: sabios o
estúpidos (bien entendido que la estupidez es compatible con el
premio Nobel y la sabiduría es asequible a las gentes
más sencillas). ¿Cómo es esto posible?
EL ARROJO DE LA
GOLONDRINA
Cuando la golondrina mueve por primera vez las alas
para volar, no se lanza a grandes vuelos. Intenta primero
volar del nido al techo; luego regresa y se lanza
de nuevo un poco más allá, y así cada vez
va más lejos, hasta que siente el vigor en sus
alas y sabe que puede orientarse, y entonces se pone
a jugar en medio de los vientos, va chillando tras
los insectos, roza levemente la superficie de las aguas y
vuelve a subir hacia el sol. Y llega el día
en que se aventura a sobrevolar anchos mares, siendo como
es tan pequeña, un punto casi invisible entre dos azules
inmensos. En su pequeño cuerpo se ha forjado un conjunto
musculoso perfecto, que surca flechando el aire, señoreando como una
reina por sus dominios.
Pero nadie se hace capaz de
algo valioso - ni se malforma el carácter -súbitamente, sino
con el ejercicio esforzado de la libertad. La virtud nos
hace más libres, porque con ella hacemos el bien cuando
queremos. En cambio, los hábitos malos (los vicios) impiden o
dificultan en gran manera hacer el bien que quisiéramos hacer,
pero ya no podemos, a no ser - si no
es imposible - con un esfuerzo hercúleo. Trabajar, estudiar, andar,
hacer deporte, charlar con los amigos, convivir amablemente con la
familia, etc., cada cosa a su tiempo, son actos perfectivos
de mi ser personal, me mejoran como persona y me
permiten proseguir libremente hacia una mayor perfección. Cuanto más aprendo,
más capaz soy de aprender, cuanto más trabajo -en la
medida oportuna, mejor puedo trabajar. Cada uno de esos actos,
me perfecciona, me satisface, me llena. Satis-fecho es el que
está hecho, realizado con cierta saturación, con cierta plenitud personal.
Si yo voy reiterando actos «satis-factorios», no sólo yo me
perfecciono, perfecciono mi familia, perfecciono la sociedad, y soy más,
porque soy más capaz de hacer actos perfectivos.
Sucede en
el deporte cuando somos jóvenes que al principio no somos
capaces de correr ni siquiera un par de kilómetros con
cierta soltura. Pero hacerlo unos cuanto días nos capacita para
correr más kilómetros seguidos y más deprisa. Hace un par
de semanas no podíamos de ninguna manera. Hoy sí. En
la olimpíada celebrada en Roma el año 1960 batió el
récord mundial de los cien metros lisos femeninos una negrita
que apodaron «la gacela negra». De pequeña había sido poliomelítica.
Un amigo mío era incapaz de entender una clase de
Filosofía de BUP y ahora es doctor en Filosofía y
escribe libros bastante buenos. Todo es cuestión de esforzarse en
alcanzar esa perfección del saber, del querer y del hacer
que llamamos «hábito-virtud». Hubo un tiempo en que Induráin era
incapaz de ganar el Tour; ni siquiera podía mantenerse encima
de una bicicleta.
También las facultades espirituales, al actuar de
acuerdo con su naturaleza - entendimiento de la verdad, amor
al bien -, por reiteración de actos crecen en posibilidades.
En cambio, hay actos que, por más que los hagamos
libremente, nos deterioran, como personas libres. A veces un solo
acto, acaba con nuestra libertad. Por ejemplo, tirarse por la
ventana de un vigésimo piso; tomar un plato de setas
venenosas. Otros actos, nos deterioran más despacio, pero inexorablemente; por
ejemplo, drogarse; beber mucho alcohol, dar rienda suelta a los
apetitos sensuales. Cada uno de estos actos nos pone un
nuevo grillete y, sino reaccionamos con radicalidad, más pronto que
tarde llegamos a ser esclavos sin remedio: no podemos ejercer
nuestra libertad. El drogadicto no es libre, necesita cada vez
más droga hasta convertirse en una ruina humana, para sí
mismo, para su familia y para la sociedad.
La reiteración
de actos perfectivos constituye una «riqueza» que podemos incrementar cada
vez más y mejor; y al utilizarla, lejos de mermar,
crece. No son meras costumbres o rutinas.
LOS HÁBITOS HACEN
AL HOMBRE
Energía genera energía. A veces basta un sólo
acto para generar una habilidad. Otras veces se requiere la
reiteración de muchos actos iguales. Por el hecho de hacer
algo alguna vez ya refuerzo mi musculatura espiritual y me
preparo para repetirlo con más facilidad y perfección. Quien yugula
una crisis gana en fortaleza y en alegría, porque la
alegría profunda nunca es espontánea, sino fruto de una victoria
voluntaria sobre uno mismo. Vencerse a sí mismo, es un
principio de la ética clásica que hemos olvidado. Vencerse a
sí mismo es no abandonarse a la espontaneidad, sino seguir
el camino de la racionalidad; lo cual exige en ocasiones
no poco esfuerzo de la libre voluntad.
LAS VIRTUDES, CONDICIÓN
DE LIBERTAD
Sin virtudes, tenemos libertad pero no somos capaces
de actuar libremente. En la práctica, la voluntad es habitualmente
libre en virtud de los hábitos perfectivos. Este es el
sentido profundo de la frase de Schiller: «sólo a través
de su costumbre, el hombre puede ser libre y poderoso».
El niño que crece aislado en la selva, a los
diez o doce años ya carece de capacidad para el
lenguaje. La educación de los primeros años gravita sobre nuestro
presente y nuestro futuro. Por eso es preciso desarrollar cuanto
antes hábitos verdaderamente perfectivos. El que no desarrolla virtudes, vive
como un animal, por más que tenga entendimiento y voluntad.
Los ha bloqueado. Puede hacer casas o puentes, pero él
no llegará nunca ser más, irá siempre a menos. Y
esto es posible, porque el hombre es el único animal
que para vivir como lo que es (racional, libre) ha
de saber que lo es y quererlo prácticamente.
Pío Baroja
decía que "en la vida sólo existen dos caminos, el
derecho y el torcido. Quien toma el derecho ya no
lo deja; y quien emprende el torcido, tampoco". Es una
exageración. Alguien comentaba esto diciendo que "el hombre acaba por
ser esclavo de sus actos, y se comporta como aquel
penitente sevillano que introduce el dedo gordo del pie descalzo
en los raíles de un tranvía". Es una exageración, porque
la libertad siempre existe mientras hay uso de razón. Pero
también es cierto que los vicios constituyen una mengua tal
de libertad que bien puede llamarse esclavitud, y que las
virtudes, en cambio, otorgan una libertad nueva, capaz de dilatarse
indefinidamente en su orden. Pero es cierto que sin hábitos
arraigados no es posible hacer con facilidad el bien. Las
dificultades son demasiadas. Si yo no hago actos de libertad
que perfeccionen mi libertad, si no creo el hábito de
elegir bien (es decir, de elegir el bien que la
razón me indica como tal), estoy eligiendo mal y deterioro
mi libertad, mi personalidad, mi dignidad. La virtud permite obrar
bien cuando y siempre que se quiere; el incremento de
libertad práctica consiste en la acumulación de virtudes. La virtud
es el nivel superior de "posesión" (L. Polo).
VIRTUD Y
LIBERTAD
Las virtudes intelectuales, perfeccionan la inteligencia; las virtudes morales,
perfeccionan la voluntad libre. Libertad es dominio de sí; ser
libre es ser dueño de los propio actos, señor de
sí mismo, escoger lo que se quiere escoger, amar lo
que se quiera amar, querer lo que se quiere querer.
Sin virtudes, no hay libertad práctica sino veleidad: como una
veleta que gira en la dirección del viento que sopla,
que no se mueve a sí misma, que en el
fondo no quiere lo que quiere querer sino el primer
bien efímero con que se topa y que - si
bien ponderara las cosas - rechazaría sin contemplaciones. La virtud
se adquiere como un beneficio añadido al ejercicio concreto de
las propias facultades. Es como un premio que la naturaleza
se otorga a sí misma.
NECESIDAD DE LA VIRTUD PARA
ALCANZAR LA FELICIDAD
Las virtudes constituyen la más alta perfección
interior al hombre. Es claro que la perfección de la
persona se encuentra en la perfección de su actividad interior:
intelecto y voluntad. Ahí ha de hallarse la felicidad del
hombre: en el ejercicio correcto, perfectivo, del intelecto y de
la voluntad: en el entender y amar cada vez más
y mejor. Entender y pensar la verdad de la bondad,
la bondad de la verdad, la belleza de la verdad
y de la bondad.
Sería, por tanto, absurdo pretender ser
feliz buscando la felicidad en alguna suerte de posesión material,
manual, corpóreo práctica. Sería un empobrecimiento muy grave. Un estrechamiento
angustioso del horizonte de la propia existencia. La felicidad es
la posesión de lo que nos perfecciona como personas, sin
temor a perderlo (sólo así la posesión es perfecta), es
decir, teniéndolo íntima y profundamente, al modo del hábito-virtud.
En
consecuencia, el que no tiene virtudes no puede ser feliz:
quizá no falle lo que le puede hacer feliz, pero
fallará él mismo. Sin virtud somos inconstantes, inconsecuentes. Para ser
constantes y consecuentes, crear hábitos. Toda la formación de la
personalidad, toda quehacer educativo consiste no en la mucha información,
sino en el mucho estimulo de hábitos intelectuales y hábitos
morales. Sabiendo que ser hombre es una tarea larga; que
el genio es una larga paciencia; que el artista, el
buen profesional, el buen marido o esposa, el buen padre,
el buen estudiante, el buen hijo de Dios, el santo,
no nace, se forja; que es preciso querer y repetir
muchos «pequeños» actos perfectivos. Los hábitos hacen al hombre. Las
virtudes humanas - la musculatura espiritual - hacen al campeón.
Pero la olimpíada de la libertad hacia la plenitud del
ser personal, no es en modo alguno excluyente: podemos ganarla
todos.
[1] Cfr. JOSEMARIA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, núm. 7
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El valor de las circunstancias |
Son como los accidentes importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral. |
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El valor de las circunstancias |
A pesar de su "relatividad", el bien es algo
""objetivo", que está ahí, con independencia de mi opinión o
voluntad particular(1).
Los actos humanos, para ser moralmente buenos:
1)
tienen de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables
al fin último de la persona; y
2) ser realizados
no con simple "buena intención", sino con "intención buena"", esto
es, con intención real y rectamente ordenada, en último extremo,
al último fin, que es Dios.
El acto externo (u
objeto), y el interno (o intención), son como dos caras
de la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto.
Para que una moneda sea buena, de modo que valga
lo que anuncia, es preciso que sus dos caras--no una
sola--sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese
falsa, para que toda la moneda lo fuera. Así también,
para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario
que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención
y objeto son, por eso, dos princinios fundamentales de moralidad.
Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de
la intención para calificar con exactitud la moralidad de un
acto humano?
La ética católica ha advertido siempre que se
debe contar con otro principio o fuente de moralidad, que
si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a
veces mucho.
Todo acto humano se realiza entreverado con una
serie de circunstancias que aumentan o disminuyen su propia bondad
o maldad. Lo sustancial es el complejo ""objeto + intención
"" del acto; pero toda sustancia existe sustentando unos "accidentes"..Así,
por ejemplo, las manzanas pueden ser más o menos grandes,
más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el
color, el sabor, son los "accidentes" de la sustancia "manzana".
Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no
basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de
haber madurado entre determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una
manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.
Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la
sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos
en su aspecto moral, y le afectan más o menos
profundamente. Suelen señalarse las siguientes:
I. Las que afectan al
objeto moral:
a) tiempo: es diversa la maldad de un
pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o muchas horas
b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia,
que en otro sitio; u ofender a una persona en
público o en privado;
c) cantidad: es diversa la bondad
de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad
de un robo de unas pocas monedas, o de una
suma considerable; d) efectos: el robo de una misma cantidad
de dinero no tiene la misma gravedad moral, si se
hace a un pobre o a un rico, porque sus
consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar mala o
buena doctrina en una revista de ámbito limitado, que en
una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la
más importante de las circunstancias que afectan al objeto moral.
II. Las que afectan al sujeto:
e) la condición de
quién obra: no reviste la misma gravedad la exposición de
un error doctrinal por un sacerdote o un seglar; o
el escándalo que causa un simple ciudadano o una autoridad
pública;
f) modo de obrar: la modalidad de la acción
denota una mayor o menor bondad o malicia. Por ejemplo,
la delicadeza con que se hace una corrección, o la
brutalidad con que se comete un asesinato;
g) medios empleados:
el uso de determinados medios matiza la moralidad de la
acción. Así, el robo a mano armada es más grave
que el simple robo o el hurto;
h) motivos circunstanciales:
se trata de intenciones concomitantes al fin principal, pues no
causan el acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo,
el que realiza un acto de servicio por caridad, pero
esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones torcidas
secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto,
son importantes, porque poco a poco van ahogando la intención
principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio, los motivos
buenos refuerzan la intensidad de la acción buena (2).
LO
QUE PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS
"Algunas circunstancias mudan la especie
moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo
puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se
convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia);
los pecados contra la castidad no tienen la misma especie
moral según se cometan con uno mismo o con otra
persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o
un soltero). Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica
(es decir, el carácter grave y leve de un pecado
de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada
hace que el robo sea pecado venial o mortal; una
injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas
las circunstancias que mudan la especie moral o teológica del
acto deben declararse expresamente en la confesión.
"En realidad, este
tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales,
en sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a
formar parte del objeto o del fin. Así, el lugar
sagrado, en el caso del robo sacrílego, entra en la
sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la
norma moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí
la obligación de confesarla. No es esencialmente lo mismo una
simple fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial
pasa a ser la intención principal del acto, le da
una moralidad esencial que en otro caso no tendría" (3).
Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por
ejemplo, la hora en que se asiste a Misa. Las
que influyen en la moralidad del acto son las que
añaden una nueva conformidad o disconformidad con el orden de
la razón.
LO QUE NO PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS
Las
circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor
o que una cosa mala se haga peor. Lo que
no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto
intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas,
por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables.
Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en
una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté
almibarada, jamás llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho
que cambien las circunstancias lo que es sustancialmente malo, malo
se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente--sea
o no nacido--aunque su muerte produjera grandes beneficios o evitara
grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la
negación del salario justo y posible, o de la mentira.
La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad
proclamada incesantemente por la recta razón y el Magisterio de
la Iglesia: que hay normas morales que ninguna circunstancia o
conjunto de circunstancias eximen de su estricto cumplimiento. "La norma
suprema de la vida humana--recordamos el Concilio Vaticano 11--es la
misma ley divina, eterna, objetiva y universal" (4). Ya Pío
Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada "ética
de la situación". En un importante discurso, dijo así:
"La
ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es
eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre
en particular se encuentra directamente con Dios y ante El
se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad,
de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada
y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del
hombre y el YO de Dios personal; no del Dios
de la ley sino del Dios Padre, con quien el
hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta
y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la
acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser
la de cambiar la fe católica por otros principios, la
de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar
la obediencia a la autoridad competente en la familia, en
la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas"
(5). Todo dependería de las circunstancias, o, en otros términos,
de la "situación" en la que se halle la persona,
que siempre es única e irrepetible .
Es cierto que
toda decisión moral concierne a un individuo "en situación", en
circunstancias concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que
no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias que pueden aplicarse
con independencia de la situación. Es ésta una verdad de
antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad
de la rectitud de intención--aunque no baste--para que las acciones
sean buenas. Porque sólo con intención recta, es decir, derechamente
dirigida no al interés personal sino al bien en sí
--a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen juicio de conciencia,
y obrar prudentemente, después de un atento examen de las
normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).
Sin
rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque
embotan la mente o desvían la voluntad (7). En cambio,
la intención recta facilita las decisiones buenas, y, si se
ha errado, la rectificación. De este modo, la ética cristiana
"revela un sentido de la actividad personal y contiene en
si todo cuanto de justo y positivo puede haber en
la llamada ética según la situación, evitando sus confusiones y
desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de
normas que obligan en todos los casos. Así, por ejemplo,
"el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección
de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso
testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, la masturbación,
el robo y la rapiña, la sustracción de lo que
es necesario a la vida, la defraudación del salario justo,
el acaparamiento de los víveres de primera necesidad y el
aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta, las injustas
maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el Legislador Divino"
(9).
El Papa Pío Xll salía al paso de una
posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la ley
moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en
un caso particular, el cual, en su situación concreta, es
siempre único y de una vez". Pues bien, responde Pío
Xll: "Ella lo puede y lo hace, porque, precisamente a
causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e
intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican
sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo
hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia
del simple fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza la
decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale especialmente para
las obligaciones negativas de la ley moral, para las que
exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero no
para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley moral
están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre
y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en
todas partes donde se encuentre el hombre" (11).
En efecto,
ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay
persona humana, por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque
los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la
vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).
Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana,
por lo mismo que sobrepasan a las de la ley
natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido
por el Divino Redentor" (13).
ERRORES DE LA "ÉTICA DE
LA SITUACIÓN"
Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No
hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del
individuo, no hay más remedio que obedecer.
"Por lo demás--continúa
Pío XII--, a la ética de situación oponemos tres consideraciones
o máximas.
"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo
y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El
quiere además, la obra buena.
"La segunda: No está permitido
hacer el mal para que resulte un bien (cfr. Rom
3, 8).
Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta
de ello--según el principio de que "el bien santifica los
medios" .
"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales
el hombre--y en especial el cristiano--no pueda ignorar que debe
sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma.
Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos,
también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra la
situación, incurrido inútilmente --y hasta equivocándose--en la muerte sangrienta? Ciertamente
que no; v ellos, con su sangre, son los testigos
más elocuentes de la verdad, contra la nueva moral" (14).
Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más
difundido aún: "Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen
en gran número que, para servir de regla a las
acciones particulares, no se pueden encontrar ni en la naturaleza
humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e
inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley
general de la caridad y del respeto a la dignidad
humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las
que llamamos normas de la ley natural o preceptos de
la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de
una forma de cultura particular, en un momento determinado de
la historia.
"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en
su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de relieve exigencias
auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo
hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos
constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan idénticas
en todos los seres dotados de razón" (15).
SIEMPRE ES
POSIBLE CUMPLIR LA LEY MORAL
En ocasiones, las circunstancias en
las que se halla la persona, son tales que ponen
muy cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las
dificultades pueden ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo
II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del
orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta,
cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para
respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán
de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de
la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten
convencernos de que en ese momento somos una excepción que
nos dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva.
Es preciso no olvidar que el designio de Dios Creador
responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que
no es un "capricho", obra de un Dios que se
compl*ce en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere
más que el bien auténtico de sus hijos; que su
yugo es suave y su carga ligera (18); que si
bien las fuerzas humanas son escasas y pueden parecer nulas,
la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.
Dios
no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia,
fruto de su Amor inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el
amor y la justicia se besan", y como consecuencia de
ambos atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley
moral--también en esas circunstancias difíciles, incluso heroicas--, y al mismo
tiempo nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre: también
"ahora " .
Hablando de las dificultades que a veces
se presentan en la vida conyugal para cumplir la ley
de Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que
"no pueden mirar la ley como un mero ideal que
se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla
como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía
las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de
rendirse ante ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo",
o "es demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan
enojosa.
El Papa insiste en que la llamada "ley de
gradualidad"--el hecho de que hayamos de ascender paso a paso
hacia la perfección humana y cristiana--no debe confundirse con una
supuesta "gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados
o formas de precepto en la ley divina para los
diversos hombres y situaciones" (20).
"Se nos puede preguntar--decía Juan
Pablo Il en otra ocasión--, en efecto, si la confusión
entre la "gradualidad de la ley" y la "ley de
la gradualidad" no tiene su explicación también en una estima
escasa por la ley de Dios. Se mantiene que ésta
no es adecuada para todo hombre, para toda situación, y,
por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del
orden divino" (21). Ante ese grave error, el Papa recuerda
que la ley que, en el Antiguo Testamento, constituía una
carga pesada, "se convirtió por obra de Dios en carga
ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente
impuesta desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada
en el interior" (22), es algo muy nuestro, hasta el
punto de que sin ella nosotros mismos dejaríamos de ser
(23).
"Mantener que existen situaciones en las cuales no es
de hecho posible a los esposos ( y esto que
dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser
fieles a todas las exigencias de la verdad de amor
conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza
a la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace
posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas,
no es posible" (24). Y concluye Juan Pablo II su
discurso, recordando que "Todos, incluidos los cónyuges, somos llamados a
la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también
el heroísmo. No debe olvidarse" (25).
Obviamente se requieren ciertas
"condiciones humanas--psicológicas, morales y espirituales-que son indispensables para comprender y
vivir el valor y la norma moral".
"No hay duda
de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia
y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo,
la confianza filial en Dios y en su gracia, el
recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de
la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco,
pero lo que no es honesto es decir que "no
se puede", sin luchar seriamente por vivir esas virtudes, por
los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te ayudará", en toda
circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá sufrirás derrotas; quizás
muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su misericordia,
con tal de que tengas la honradez de no decir
"no puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios,
podrás llamarte vencedor.
(I) DOCUMENTACIÓN DOCTRINAL, nn. 42 y 43,
(2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentales de Teología
Moral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60; (3) Ibidem, pp.
61-62; (4)Dignitatis Humanae, 3; (5) PIO Xll, Discurso, 18-lV-1952; (6)
Cfr. Ibidem; Decreto de la S.C. del Santo Of lcio,
2-11-1956, CE 1327/2; (7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en
el pensamiento, Ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145; (8) PIO
Xll, 1. c., (9) Ibidem; (10) Ibidem; cfr. S. Th.,
qq. 47-57; (11) Ibidem; (12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad
y la ley moral, Cuadernos Mundo Cristiano, n* 35, Madrid
1983; (13) PIO Xll, I .c.; (14) Ibidem; (15) S.C.D.F.,
Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4; (16) JUAN PABLO 11,
Exh. Apost. Famlllaris consortio, 34; (17) Cfr. Ibidem; (18); (19)
JUAN PABLO 11, I.c. (20) Ibidem, (21) JUAN PABLOII, Discurso,
7-lX-1983; (22) Ibidem; (2i) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.; (24) JUAN
PABLO 11, I .c.; (25) Ibidem; (26) JUAN PABLO 11,
Famillaris consortio, n. 33,
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La ética perfecta de la libertad |
La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. |
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La ética perfecta de la libertad |
Para ser moralmente buenos, los actos humanos:
1)Tienen que
tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin
último de la persona que es Dios;
2)Ser realizados no
con simple "buena intención", sino con "intención buena", esto es,
realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;
3)Que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no
lo viciaran (unos gramitos de arsénico convierten en mortal una
sabrosa y sanísima tarta helada).
Vimos cómo las circunstancias pueden
hacer que una cosa buena se haga mejor, o que
una cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones,
atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo,
no podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por
ejemplo, matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno.
Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero
ésta no basta. El quiere además la obra buena (1).
Por eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente
los errores de las éticas llamadas "de situación", según las
cuales, las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a las
leyes evangélicas, sino también a la ley natural, universal y
objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de
revelación divina en sus principios fundamentales).
Sin embargo, lejos de
extinguirse, esos errores parecen difundirse más y más; quizá por
doble motivo: el decaimiento de la fe, incluso en algunos
teólogos católicos, y la expansión del ateísmo teórico o práctico.
En consecuencia, el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada
vez más ancha hasta desembocar en las formas extremas de
"permisivismo" a ultranza.
La coherencia en la verdad siempre es
difícil, pero posible. El error, en cambio, siempre crea paradojas
y esquizofrenias, que resultarían cómicas de no estar en juego
la felicidad temporal y eterna de las personas afectadas.
EL
LABERINTO PERMISIVO
Se ha advertido con acierto que, en algunos
países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la
droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que
alcanzaría el drogado, apto para concebir insospechadas creaciones artísticas o
literarias de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba
que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten
en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros
de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a
los adictos al estupefaciente (2).
La pregunta es inevitable: ¿cuál
es el «buen camino»? El relativista, el pragmático, el materialista,
el situacionista, no sabe responder: carece de una definición fundada
de ""lo que es bueno". En el ámbito de la
vida pública, «lo bueno» se suele confundir con los intereses
de un grupo, de una clase, de un partido o
de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue incrementar votos,
se tiene por «bueno» la despenalización de la droga, del
aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor,
no se conoce lo que es en verdad el hombre
--alma inmortal que anima un cuerpo-- se carece de un
código moral previo a la acción. Para la acción, no
disponen de otro criterio de verdad y bondad que la
acción misma (la praxis, tema típicamente marxista). Como es lógico,
lo normal es que yerren antes de acertar; y a
menudo los errores son de tal categoría que la rectificación
resulta muy penosa o punto menos que imposible.
No hemos
de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga intención
bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen la vida «lo
mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor» para
el ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para
él, puesto que tampoco sé qué y quién es el
ciudadano? Quieren que las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar
qué es el hombre en su integralidad, cuál es su
naturaleza, cuál es su origen y cuál es su fin
último.
En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio
con el orden son realmente circenses. Les parece bien, por
ejemplo, que un hombre, en abuso de su libertad, se
emborrache; pero les disgusta que, borracho, estrangule a su mujer
o la del vecino. No se lamentarían de que haya
drogadictos, con tal de que éstos se ganaran honradamente los
enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un modo de
exaltar la libertad característico de una mal llevada adolescencia. Se
quiere el acto malo por ser libre (y porque apetece),
pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal
uso de la libertad. El mal absoluto sería la «represión»
(palabra odiada, si las hay), pero tampoco les parecen buenas
las consecuencias de las faltas de represión.
Algo habrá que
reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de
modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que comprender, más aún,
defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un poco»
asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo sea
«mucho», que vaya a alterar el orden de la vía
pública.
En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo,
falto de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir,
al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el
mal antes de la praxis.
La libertad que gritan es
una libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por
la base; disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo exclusivo de
la libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder
llegar a ser lo que se debe ser: dueño y
señor de sí mismo y de la propia situación, con
aptitud de disponer de sí mismo en orden a la
consecución de lo que confiere a la vida en el
mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo que está más
allá de este mundo, de este tiempo, de este espacio,
de esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad infinita,
Amor supremo, Dios.
LIBERTAD CONDICIONADA
Acierta la «ética de situación»
al afirmar que la libertad se halla condicionada por la
circunstancia. Yerra en cambio cuando piensa que la situación es
más fuerte que la libertad; que la persona debe ceder
a la situación la primacía sobre las leyes universales del
orden moral, como si el hombre, en ocasiones, «no tuviera
más remedio» que saltarse esas leyes, que no pudiera confesar
su fe y ser consecuente en la conducta, que no
pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente
al Magisterio de la Iglesia.
A mi juicio, el que
así piensa ostenta una grave ignorancia sobre su propia libertad.
No ha percibido la fuerza impresionante de ese tesoro, don
de Dios --participación en el poder y señorío divinos-- que
podemos llamar libertad interior y profunda, personal
LA FUERZA IMPRESIONANTE
DE LA LIBERTAD
Como enseña Juan Pablo II, un «hombre
puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves
factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias,
taras y costumbres unidas a su condición personal. En no
pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en
mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto,
su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe,
confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona
humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con
el fin de descargar en realidades externas --las estructuras, los
sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de
todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de
la persona, que se revelan --aunque sea de modo tan
negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por el pecado
cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan
personal e intransferible como el mérito de la virtud o
la responsabilidad de la culpa» (Ex. Ap. Reconciliación y Penitencia,
2-X11-1984, n. 16).
Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy
convencido de que incluso dentro del ser manipulado hay suficiente
remanente de este factor llamado libertad que existe en la
conducta humana. Mientras se da un estado de conciencia es
muy difícil asegurar que está anulada la libertad. Incluso cuando
está muy disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente
de libertad y de responsabilidad para amar a Dios, que
es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro
que tanto un depresivo como un neurótico pueden aspirar a
ser santos, a pesar de su neurosis o depresión». De
otra parte, «por lo que se refiere a la libertad
interna, a lo que uno quiere dentro de sí mismo,
pienso que es casi imposible que el dolor llegue a
anular completamente la libertad de un individuo, aunque puede afectar
mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores
crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero
sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).
Se
puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad.
Puede ser anulada su capacidad de decisión, con procedimientos psicológicos
o farmacológicos, pero si conserva la conciencia de sí, permanece
la aptitud de trascender la situación y darle un sentido,
cara a lo eterno.
EL HOMBRE, MAS GRANDE QUE EL
UNIVERSO
El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--,
aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe
que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora.
Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo
dueño de sus actos y puede optar por abandonarse a
la abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos
de concentración --nazis y soviéticos-- lo han puesto de relieve
muchas veces.
Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad
interior, profunda, de cada ser humano. Los más coherentes la
han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la
libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la
necesidad». Cierto que la conciencia de la necesidad es un
signo de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo
libertad. Pero la libertad es más que conciencia, es capacidad
de decidir sobre mis actos, al menos en cuanto a
su sentido.
Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico),
Marx hubiera podido concluir, de sus propias palabras, una gran
afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de
la necesidad» sólo puede ser porque no está enteramente inmerso
en la necesidad: está en ella, pero también más allá
de ella. El que está dormido no puede distinguir entre
la realidad y el sueño; en cambio, el que está
despierto juzga y distingue perfectamente entre lo real y lo
soñado o ensoñado. Si el hombre estuviese del todo envuelto
en la necesidad ni siquiera podría pensar en la libertad,
como el que está dormido no puede pensar en la
diferencia entre realidad y sueño. Si cae en la cuenta
de estar apresado por alguna necesidad, sólo se explica porque
no lo está totalmente, porque le queda un remanente muy
importante de libertad con el cual puede simultáneamente estar en
una situación y trascenderla; la puede mirar como desde arriba,
desde fuera y, hasta cierto punto --pero punto muy importante--
dominarla y darle un sentido. Así, el hombre puede, por
ejemplo, sentir una pasión fortísima que le impele a matar,
a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su conciencia
de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a
cometer el robo o el crimen, en una palabra, el
pecado. Pensar que la situación o circunstancia --la pasión-- puede
resultar más fuerte que la libertad, es la negación práctica
de la libertad, de la trascendencia del hombre respecto al
cosmos, de su dignidad radical. Es claro, pues, que la
«ética de situación» es negadora de la libertad, al menos
de la personal, interior y profunda.
Cuando se capta la
propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en
el mundo, situado y condicionado por el mundo, es más
grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan
Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de
la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que
todo el mundo» (4). Esta sabiduría brota de la percepción
de la dimensión espiritual de la propia naturaleza -- esclarecida
por un estudio metafísico de la persona --, y funda
una conciencia profunda de la libertad profunda; una conciencia que
aferra y asume, en virtud de la libertad, la propia
libertad.
En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de
situación, aparecen con toda su falsedad al desnudo. La vanidad
de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un verdadero
sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío
para el que ha sido creado el ser humano. Se
comprende en su pleno sentido lo que se lee en
la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen
nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del
mar, en las aves del cielo, en los ganados y
en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea
sobre la tierra» (5). Nace la formidable pasión por la
libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio teleológico, es
decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué
y para qué divinos. La libertad aparece en su justo
valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más
altos: la verdad, la bondad, la belleza, el amor, la
justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación, aunque para ello
sea preciso empeñar la vida.
Los mártires han sido --y
siguen siendo-- no sólo los grandes testigos de la fe,
sino también los grandes testigos de la libertad, frente a
todo situacionismo.
A LA LUZ DE LA FE
Para comprender
lo dicho hasta aquí no es menester la luz de
la fe, pero indudablemente la luz de la fe permite
ver todas las cosas con mayor claridad y certeza. Si
se consideran cada uno de los actos humanos en particular,
toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera que
sea su situación. Sin embargo, es teológicamente cierto que el
hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia divina
actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la
ley natural (6). El Concilio Vaticano II constata que «el
hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí
solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse
aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre albedrío «está
viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del
pecado» (9), y «quien comete pecado es del demonio» (10).
Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de
la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la
imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que
si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que
pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso
nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al
fin y al cabo estáis tan corrompidos que no podéis
hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es
Castilla...
Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni
a Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien
ama no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte,
no me lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios
aspira a la justicia en sentido bíblico, es decir, a
la santidad. Y Dios en su infinita misericordia ha querido
que podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre
para redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado,
y conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila
las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas
para vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino
durante la vida entera. Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte
y Resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente
que nos libra también de toda ética de situación, y
de la hiriente humillación que supondría la salvación al estilo
imaginado por Lutero: radical negación de libertad y dignidad.
LA
LIBERACION RADICAL
Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos
«in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás sacramentos,
por El, con El y en El somos capaces de
cumplir siempre no sólo la ley natural, sino también la
evangélica (que incluye la natural), con todas sus exigencias sin
cuento, porque al darnos la Ley, nos ofrece al mismo
tiempo la gracia --fuerza sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la
Ley de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la
Ley perfecta de la libertad (12), la ética que emana
de un real señorío --real y regio-- del hombre sobre
sí mismo y sobre toda circunstancia y situación.
Debemos felicitarnos:
ya no tenemos excusas para las derrotas morales. Debemos «comprender»
al hombre en su circunstancia, y por eso, comprenderle «libre»,
con la libertad que Cristo nos ha ganado (13) para
toda situación.
Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis
sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es
Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes
bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir
con éxito» (14). Es la Ley perfecta de la libertad.
No estamos condenados a pecar: «la vida que está en
Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado
y de la muerte. Pues lo que era imposible para
la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la
carne, (lo hizo) Dios enviando a su propio Hijo en
una carne semejante a la carne pecadora, y por causa
del pecado, condenó al pecado en la carne, para que
la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros,
que no caminamos según la carne sino según el Espíritu»
(15).
La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo.
El, con su misericordia, nos conquista la justicia: la gracia
para que podamos ser santos e inmaculados en la presencia
de Dios (16).
La verdadera ética cristiana, la Ley de
Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de cualquier ética
de situación. Es la ética del señorío y de la
justicia, la ética de la libertad y del Amor, que
otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada y plenamente
la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.
Antonio OROZCO
(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R.
GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA, Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3)
JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología
de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad
alemana de Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200
publicaciones científicas), en «PALABRA», 200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN
PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2;
(6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc.
Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181;
(9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr.
2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt
3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal 5,
1: (14)1 Cor 10, 13; (15)
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El Acto Moral |
Los actos que realizamos es el modo en que nos movemos respecto del fin de nuestra vida. |
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El Acto Moral |
Curso de Cultura Católica - Salón San José, 1993
Los
actos que realizamos es el modo en que nos movemos
respecto del fin de nuestra vida. Cada acto que realizamos
nos acerca o nos aleja de ese Fin que es,
en definitiva, Dios. Por eso cuando el joven rico pregunta
a Cristo: Maestro ¿qué he de hacer para conseguir la
vida eterna? (Mt 19,16), Nuestro Señor le responde indicándole qué
actos son los que le encaminan hacia la misma.
“ALos actos
humanos... expresan y deciden la bondad o malicia del hombre
mismo que realiza esos actos. Estos no producen sólo un
cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino
que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona
misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual”
(Veritatis splendor [VS] 71).
Usando palabras de San Gregorio Niseno: “nosotros
somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos
y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”[1].
Ahora bien,
actos podemos hacer muchos y muy diversos entre sí. Es
evidente que no todos nos conducen hacia el mismo puerto.
La persona humana puede obrar bien o mal, y “sólo
el acto conforme al bien puede ser camino que conduce
a la vida” (VS 72).
De ahí que uno de los
problemas cruciales para la moral sea el determinar con exactitud
de qué depende la cualificación moral de los actos libres
del hombre, es decir, cómo nos aseguramos que nuestros actos
sean tales que conduzcan a Dios, a la vida. Este
tema en moral recibe la denominación de las “fuentes de
la moralidad”.
Respecto de esto se presentan en la moral dos
teorías contrapuestas: una falsa y otra verdadera. Una apoyada en
la Revelación, en la filosofía realista, en la experiencia psicológica;
otra apoyada en la filosofía moderna, en el agnosticismo, en
el relativismo, en el utilitarismo y en el materialismo. Gran
parte de los estudios morales que circulan en Instituciones católicas
profesa esta segunda.
1. El teleologismo o consecuencialismo
Esta teoría a la
que he hecho mención recibe varios nombres, según los matices
que presenta. Se la llama “moral de los fines”, teleologismo,
consecuencialismo, proporcionalismo. La expresión más crasa es la del teoleologismo
o consecuencialismo, que parte de nada es en sí bueno
o malo, y por tanto, la bondad de una acción
depende únicamente de su fin o de sus consecuencias previsibles
y calculables. El proporcionalismo es semejante pero busca suavizar esta
teoría afirmando que el bien o el mal de una
acción depende de la proporción entre bienes y males que
son consecuencia de una acción; es decir, depende de un
cálculo técnico.
Estos autores distinguen en las acciones humanas un doble
nivel:
1º Un nivel propiamente moral que consiste en la relación
que nuestros actos tienen con los valores propiamente morales, los
cuales son el amor de Dios, la benevolencia hacia el
prójimo, la justicia, etc.). La bondad de esta dimensión es
garantizada por la intención. Es decir, nuestros actos serán buenos
o malos fundamentalmente por la intención de nuestra voluntad respecto
de estos valores. Y esto será lo que decidirá en
última instancia que nuestros actos sean buenos o malos.
2º Un
nivel u orden que llaman pre-moral, no-moral, físico u óntico
(varía según las distintas terminologías adoptadas por los diversos autores).
Para estos autores en nuestro mundo y en nuestras acciones
el bien está mezclado con el mal, y cualquier acto
que realizamos está relacionado necesariamente con efectos buenos y efectos
malos. Esta dimensión puede ser “recta o equivocada” según que
en la proporción entre bienes y males prevalezcan los bienes
sobre los males. Sin embargo, esto no afecta a la
bondad o malicia de la acción (lo cual pertenece a
la dimensión anterior).
Los principios principales de esta teoría son los
siguientes[2]:
1º No hay acciones que en sí mismas sean buenas
o malas. Dice Fuchs: “En teoría, parece que tal universalización
no es posible. Una acción sólo es moral al considerar
las ‘circunstancias’ y la ‘intención’, y eso presupondría que se
pueden prever adecuadamente todas las combinaciones posibles de circunstancias e
intenciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la
opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva
de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica,
b) las diferencias de civilización, c) la historicidad humana”[3]. Además,
porque todo bien finito puede competir (y de hecho compite)
con otro bien finito, ya que ambos tienen aspectos buenos
y aspectos malos (por ser finitos) y consecuencias buenas y
consecuencias malas. De ahí que, por ejemplo, L. Janssens, afirme
que “en nuestra actividad concreta siempre hay presente mal óntico”.
Querer evitarlo es simplemente una utopía. El planteamiento moral verdadero
debe apuntar pues a preguntarse cuándo y en qué medida
estamos justificados para causar o permitir el mal óntico[4].
2º No
puede juzgarse ninguna acción independientemente de la intención del que
obra. Así, por ejemplo, Fuchs: “El juicio moral de una
acción no puede anticiparse a la intención del agente... Una
acción no puede ser juzgada moralmente en su materialidad (matar,
herir o ir a la luna), sin referencia a la
intención del agente; porque sin ésta última no se trata
de una acción humana, y solamente podemos hablar en un
verdadero sentido de bien o de mal refiriéndonos a las
acciones humanas”[5].
3º Otros insistirán más bien en que no puede
juzgarse la moralidad de ninguna acción sino por sus consecuencias
previsibles. Lo dice explícitamente Böckle: “Las acciones concretas en la
esfera interhumana deben ser juzgadas solamente en vistas de sus
consecuencias, es decir, teoleológicamente. Esto significa que en la esfera
de las acciones morales no puede haber ninguna que sea
siempre moralmente buena o mala, al margen de sus consecuencias”[6].
4º
La elección de una acción concreta debe hacerse a la
luz de la proporción entre bienes y males que procure.
La que prevea que procurará más bienes y menos males,
o los bienes más grandes, o que realice de modo
más pleno aquí y ahora el fin intentado (y esto
según la consideración “responsable”, pero subjetiva del sujeto) será la
elección recta.
5º Cualquier acto puede llegar a ser bueno si
encuentra consecuencias buenas que pueda justificarlo. Si actualmente hay cosas
a las que no encontramos justificativo (como genocidios en masa...),
esto no significa que sean en sí mismas malas, sino
desproporcionadas por el momento. Por eso, no puede ya decirse
que “no puede hacerse nunca el mal” o que “el
fin no justifica los medios”. Por el contrario, Fuchs afirma:
“si se trata de un mal a nivel premoral, la
realización de un bien puede justificarlo. El mal hecho no
es moralmente malo al margen de la intención ni es
un acto aislado, sino un elemento de una acción única”[7].
O Knauer: “se debe admitir un mal si es la
única manera de no contradecir el máximo de valor que
se le opone”[8].
6º Pero como las consecuencias de cada acto
no terminan con ese acto sino que acarrean consecuencias de
allí en más hasta el fin de la historia, entonces
(y lo dicen algunos de ellos) mientras la historia no
termine no podremos juzgar del valor ético de cada acción.
Esto es el agnosticismo ético y el nihilismo moral.
2.
La doctrina clásica
Nuestras acciones son realidades complejas en las que
intervienen diversos elementos: se conjugan ciertas realidades que son hechas
con la intención de alcanzar otras y todo esto en
medio de determinadas coordenadas espacio-temporales. Vamos a un ejemplo: una
persona da limosna a un pobre con el fin de
atraerse su voluntad y corromperlo en el futuro, y todo
esto sucede dentro de un templo. Aquí tenemos tres elementos:
1º
La acción que realiza esa determinada persona: dar limosna. Esto
es lo que doctrina clásica ha llamado el objeto del
acto.
2º El fin por el que la realiza: ganarse su
voluntad para corromperlo. A esto la doctrina clásica designaba como
fin del acto.
3º Ciertas coordenadas en las que la acción
se ubica y que de algún modo influyen sobre ella:
el realizar esta acción en un lugar consagrado a Dios.
Lo cual recibe el nombre de circunstancias del acto.
La teología
clásica afirma que para juzgar de la bondad o malicia
de una acción, se debe tomar en cuenta los tres
elementos juntamente: el objeto, el fin y las circunstancias. Sólo
de la bondad de los tres (esencialmente del objeto y
del fin; accidentalmente de las circunstancias) se deriva la bondad
de la acción completa.
a) El fin del acto. Para que
una acción sea buena se requiere que esté rectamente orientada.
El fin de la acción es lo que generalmente denominamos
la “intención” del acto. Podemos identificarla en nuestros actos preguntándonos
por el “¿para qué realizamos cuanto estamos realizando?”.
La intención es
un elemento fundamental en la calificación moral del acto hasta
el punto tal que, en gran parte de los casos,
según sea el fin (bueno o malo) tal será la
cualificación moral de toda la acción. Es más, hemos de
decir que tiene tal importancia en la vida moral, que
de la determinación objetiva del Fin Ultimo, cada hombre recibirá
una impronta o información de todos los actos de su
vida: “aquello en lo que uno descansa como en su
fin último, domina el afecto del hombre, porque de ello
toma las reglas para toda su vida”[9].
Nuestro Señor ha afirmado
que las cosas que salen del corazón del hombre, esas
son las que le manchan (Mc 7,20). Y por eso
David pedía la rectitud de la intención: Crea en mí
un corazón puro, oh Dios, y renueva en mis entrañas
la rectitud del espíritu (Sal. 50, 12). En el Evangelio
de San Mateo Nuestro Señor hace derivar de la disposición
interior la moralidad de la persona humana: Si tu ojo
es bueno, todo el cuerpo está iluminado (Mt 6,22). Santo
Tomás comenta estas palabras diciendo: “Por ojo se entiende la
intención. Porque todo el que quiere obrar, algo intenta: de
modo que si tu intención es lúcida, es decir, dirigida
a Dios, todo tu cuerpo –o sea tus actuaciones– serán
lúcidas. Y así ocurre a quienes de verdad son buenos”[10].
La Sagrada Escritura hace constantes referencias a las intenciones humanas
como fuente de la moralidad del sujeto que actúa:
–Ex 10,10:
a la vista están vuestras malas intenciones.
–Prov 12,5: Las intenciones
de los justos son equidad, los planes de los malos,
son engaño.
–Prov 21,27: El sacrificio de los malos es abominable,
sobre todo si se ofrece con mala intención.
–Prov 22,9: El
de buena intención será bendito, porque da de su pan
al débil.
–Prov 23,6: No comas pan con hombre de malas
intenciones, ni desees sus manjares.
–Prov 28,22: El hombre de malas
intenciones corre tras la riqueza, sin saber que lo que
le viene es la indigencia.
–Fil 1,15: Es cierto que algunos
predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también
otros que lo hacen con buena intención.
b) El objeto del
acto. En la complejidad de nuestro obrar podemos identificar el
objeto preguntándonos “¿qué es lo que se hace?”; en el
ejemplo que pusimos más arriba: el dar limosna. “La moralidad
del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto
elegido racionalmente por la voluntad deliberada” (VS 78). Por objeto
del acto la moral entiende la esencia o naturaleza misma
de aquella acción que es elegida con vistas a alcanzar
el fin del acto.
El Catecismo lo describe como “la materia
de un acto humano” (nº 1751). La Encíclica precisa que
“el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido
libremente” (VS 78). No es nunca una cosa sino algún
comportamiento concreto (robar, mentir, dar la vida, sacrificarse). Y también:
“el objeto es el fin próximo de una elección deliberada
que determina el acto del querer de la persona que
actúa” (ibid).
Ahora bien, en la medida en que algo
de esos determinados comportamientos “es conforme con el orden de
la razón, es causa de la bondad de la voluntad,
nos perfecciona moralmente y dispone a reconocer nuestro fin último
en el bien perfecto” (VS 78).
Teniendo en cuenta el objeto
del acto, es decir, el comportamiento que elegido libremente por
nuestras acciones, hay que decir, que ciertos comportamientos son en
sí mismos malos, otros en sí mismos buenos, otros, finalmente,
en sí mismos indiferentes. ¿Qué es lo que hace que
tales comportamientos sean en sí buenos, malos o indiferentes? Su
relación con el bien verdadero del hombre y, consecuentemente, su
ordenabilidad al Fin Ultimo de la vida humana.
Es ésta una
realidad atestiguada por la Sagrada Escritura, la cual menciona a
menudo obras que en sí son malas, o sea que
quien tiende a ellas tiene como objeto moral de su
acto una desconformidad con la regla que le presenta su
razón, aunque en concreto tienda a este acto por cierto
aspecto de bien sensible, físico, aparente, que ve en ello
(la voluntad nunca quiere el mal en cuanto mal). Tales
“obras”, son definidas como obras “de la carne”, que “excluyen
del Reino de los Cielos”: adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria, culto
a los ídolos, herejías, envidias, homicidios, embriaguez, glotonería y cosas
semejantes (Cf. Gal 5,19-20; 1 Cor 6,9-10; Rom 1,28-31). Otras
en cambio son en sí buenas, son frutos del Espíritu
Santo, que manifiestan nuestra filiación divina (cf. Rom 12,9-21; Gal
5,22-23). Las referencias a juicio de moralidad basados exclusivamente en
las obras mismas son innumerables:
–Jer 23,2: Mirad que voy a
pasaros revista por vuestras malas obras.
–Zac 1,4: ¡Volveos de vuestros
malos caminos y de vuestras malas obras!.
–Jn 3,19: los hombres
amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas.
–Jn 7,7: doy testimonio de que sus obras son
perversas.
–Col 1,21: vosotros... en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos,
por vuestros pensamientos y malas obras.
–2 Tim 4,18: El Señor
me librará de toda obra mala y me salvará guardándome
para su Reino celestial.
–1 Jn 3,12: No como Caín, que,
siendo del Maligno, mató a su hermano. Y ¿por qué
le mató? Porque sus obras eran malas, mientras que las
de su hermano eran justas.
¿Dónde puede el hombre captar la
bondad o la malicia intrínseca de tales comportamientos? La razón
aprehende la bondad o la maldad de estos comportamientos observando
el ser del hombre en su verdad integral: es decir,
que el hombre es alma y cuerpo, con inclinaciones a
la conservación de su ser, a la conservación de la
especie, a la vida en familia, en sociedad, a la
verdad, a Dios; y todo esto ordenado jerárquicamente, primando lo
espiritual sobre lo material, etc. Esto es, la ley natural.
En la medida en que tal o cual comportamiento expresa
y realiza ese bien del hombre (bien real y en
su jerarquía auténtica) es intrínsecamente bueno; en la medida en
que lo contradiga, es intrínsecamente malo.
Como afirma el Santo Padre,
algunos “contradicen radicalmente el bien de la persona... Son actos
que en la tradición moral de la Iglesia, han sido
denominados «intrínsecamente malos»...: lo son siempre y por sí mismos,
es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones
de quien actúa y de las circunstancias” (VS 80).
c) Las
circunstancias del acto. Finalmente para que una acción concreta sea
buena, debe realizarse siempre, teniendo en cuenta las circunstancias: el
tiempo debido, el lugar adecuado, la persona que corresponde, etc.
No me detengo en esto porque no es tan complicado;
recordemos simplemente que no sólo hay que hacer el bien,
sino que hay que hacerlo bien.
Teniendo esto en cuenta, para
que una acción sea buena, ha de partirse de la
bondad del objeto, de la rectitud de intención y de
las circunstancias debidas. La malicia de cualquiera de éstas vicia
y corrompe la totalidad de la acción y nos hace
no ya artífices de nuestra perfección, sino de nuestra condenación.
[1]
San Gregorio Nisseno, De vita Moysis, II, 3; cit. VS
71
[2] Cf. J.Seifert, Rev. Anthropos 1, 59-60.
[3] The absoluteness of
Moral Terms, Rev. Gregorianum, 52 (1971), p. 449.
[4] Cf.
LOUIS JANSSENS, Ontic Evil and Moral Evil, Rev. Louvain Studies,
1972, 115-156; Ibid, Considerations on Humanae Vitae, Rev. Louvain Studies,
1969, 321-353.
[5] J. Fuchs, Personal Responsability and Christian Morality,
Georgetown University Press, Washington, DC, Gill and Macmillan, Dublin 1983;
p. 137.
[6] F.Böckle, Rev. Concilium, 1976, cit. por Seifert,
p. 63.
[7] Personal Responsability..., op. cit., p. 446.
[8] PETER
KNAUER, La détermination du bien et du mal moral par
le principe de double effet, Rev. NRTh, 87 (1965), p.
371.
[9] Santo Tomás, I-II,1,5.
[10] In Matth., VI, lec. 5.
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Algunas bases fundamentales del sentimiento ético |
Reflexión serena y razonable acerca de una ética abandonada y maltratada hoy |
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Algunas bases fundamentales del sentimiento ético |
La ética parte del reconocimiento - generalmente implícito, pero
no por ello menos real - de que todos tenemos
y cada uno "tiene sus límites". Límites en cuanto a
la realización de los deseos y/o la fijación de metas
u objetivos y/o a los medios para alcanzarlos.
También parte
del reconocimiento de que todos y cada uno se debe
a los demás, no sólo y no tanto porque tengamos
la propiedad genérica de ser seres sociales (necesitar de los
otros, etc.); sino sobre todo porque los otros forman parte
de nuestro ser íntimo, en una multitud de aspectos. Es
decir que estamos constituidos por una propiedad social específica: la
de tener a los demás en nosotros mismos.
Para
hacerlo tangible - aunque no es lo único - podemos
ejemplificar esto con el lenguaje con el que pensamos y
expresamos nuestras ideas y sentimientos: siendo una construcción histórico-colectiva la
hacemos nuestra a través del aprendizaje primero, y luego de
nuestro estilo o forma de emplearla - olvidando casi siempre
que en su casi totalidad (salvo las pequeñas variaciones que
le introducimos) - el lenguaje es un legado de los
otros, que así "están en mí", incluyendo generaciones y generaciones
que ya no están entre nosotros.
Estas dos bases: la
del reconocimiento de límites y la del reconocimiento de "los
demás en mí", fundamentan el sentimiento ético, aunque no una
Ética propiamente dicha.
¿Por qué? Pues porque estos dos fundamentos
no bastan por sí solos para definir los principios a
los cuales ajustar nuestra conducta.
Aquí es donde descubrimos una
tercera base: la del espacio de libertad de la que
gozamos para definir qué entendemos y dónde ponemos nuestros límites;
así como también a quiénes consideramos y a quiénes excluimos
como "los demás en mí".
Por ejemplo, desde el pensador
que en actitud filosófica define que "nada de lo que
es humano me es extraño"; hasta el integrante de una
secta o de un grupo mafioso que cree que solo
se debe a los que pertenecen a su círculo estrecho,
hay una enorme gama de posibilidades para el ejercicio de
nuestra libertad.
A través de ella constituimos nuestra individualidad como
seres diferentes y únicos. Pero notemos que se trata de
un espacio de libertad para elegir nuestra forma de ser,
pero también para elegir los límites y para comprender lo
humano y a nosotros mismos, de modo que definamos a
quienes aceptamos como prójimos, o sea a quienes encarnaremos -
con acierto o equivocadamente - como "los demás en mí".
Es decir que, a través de nuestra libertad, somos
seres autónomos - y responsables en la misma medida -
pero no independientes, o sea, no arbitrariamente libres (como lo
postulan los "principios" antiéticos posmodernos).
Esto significa que tenemos la
libertad de fijar los límites, pero no de no tener
ninguno. Tenemos también la libertad de decidir a quiénes consideramos
nuestros prójimos, pero no la de no tener ninguno (como
lo postula - hipócritamente cubierto bajo el manto "racionalista" de
la competitividad - el individualismo egocéntrico actualmente de moda).
Y
la razón de esto es obvia: si los demás están
en mí - me guste ello o no - actuar
sin que se importen nada los demás implica la destrucción
de la base de mi propio ser. Ni siquiera esta
razón perfectamente egoísta parecen considerar ni querer ver los partidarios
actuales del individualismo extremo.
Hasta aquí, sin embargo, nos
falta responder a la pregunta sobre el cómo: ¿Cómo definir
específicamente los principios éticos que regirán nuestra conducta?
Aquí es
donde viene la religión en nuestro auxilio. Porque en cuanto
católicos, asumimos una cuarta base de la ética (que no
significa un cuarto lugar en importancia): la de nuestra relación
con Lo Absoluto, es decir, con Dios.
Fijémonos, sin embargo,
que hay una razón para ubicar recién aquí el mandato
divino: Dios se hace presente, a través de Moisés y
las Tablas de la Ley, mucho después de que el
hombre poblara la Tierra. Y lo hace cuando ve extraviados
a los hombres, incapaces de fijar por sí mismos los
principios éticos de su conducta.
¿Qué es lo que se
opone a ello? ¿Cuáles son las barreras que impiden a
los seres humanos - pese a toda la libertad de
que disponen - definir por sí mismos sus reglas de
comportamiento?
La lista es larga y explicarla nos llevaría mucho
más lejos de lo que este artículo permite. Por eso
sólo enunciaremos algunas, y solo de paso:
- que el
deseo en el hombre, centrada su atención solo en lo
terrenal, es insaciable (y por ende, ilimitado);
- que entre
esos deseos, el del Poder, o sea, el de usar
a los demás para la realización de los propios fines
egoístas - al mismo tiempo que imponer límites a la
libertad ajena - también lo es;
- que hay una
etapa en la vida: la adolescencia, en la que "descubrimos"
(sentimos) nuestro espacio de libertad - primero azorados y luego
gozosos - y al hacerlo, caemos en el espejismo de
la omnipotencia, que consiste básicamente en que, situados en el
centro de nosotros mismos (egocentrismo) por un tiempo "no vemos"
los límites, ni percibimos a "los demás en mí";
-
que en muchos adultos - y cada vez más, hoy
en día - esa etapa adolescente parece prolongarse toda la
vida. Ya sea sin advertirlo, o bien pervirtiendo su sentido
natural de etapa pasajera, al absolutizar esa fase de la
existencia caemos en la soberbia pueril, en la vanidad, en
la ligereza (el "hombre light"), en el egoísmo destructivo, incluso
de sí mismo;
- que, por otra parte, no todos
los seres humanos están dotados de la capacidad de observarse
y conocerse a sí mismos. Hay quienes solo parecen tener
ojos para ver - y entendimiento para comprender - lo
que está fuera de ellos mismos. A este sector de
los humanos se suman aquellos que, aún auto-observándose, no son
capaces de conceptualizar lo que perciben en su interior.
Para
levantar estas y otras barreras de nuestros limitados entendimiento y
voluntad está la religión, que ayudándonos a definir los principios
éticos (los Mandamientos, los pecados capitales, el contenido de las
encíclicas) nos actualizan el sentimiento ético que, pese a todas
las trabas - es consustancial a la naturaleza humana y
es lo único que nos permite vivir en paz con
nosotros mismos, hace posible la vida en sociedad y hace
posible nuestro encuentro con Dios.
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La bondad en la conducta |
Una cosa es la bondad de las cosas y otra la bondad de los actos humanos. |
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La bondad en la conducta |
La bondad está en las cosas; no es una
invención de la mente o fruto del capricho de la
voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben
opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Existe
un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios;
es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin,
es decir, donde, en último extremo, se halla nuestra perfección.
De modo que en la medida en que podemos saber
qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber
qué es lo bueno.
Ahora bien, una cosa es la
bondad de "las cosas", y otra la bondad de los
actos humanos que inciden sobre las cosas o permanecen en
el interior de nosotros mismos. Esta última es la que
nos ha de ocupar en este artículo; y es del
mayor interés, porque con nuestras acciones es como nos labramos
la perfección personal o la ruina. La cuestión es: ¿cuándo
son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para
poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué
depende su bondad? ¿cuándo nos acercan o separan del último
fin, que es Dios?
Lo primero que hemos de tener
en cuenta al examinar nuestra conducta en vistas a su
calificación moral es lo que hemos hecho, es decir, el
"objeto" de nuestro acto: ¿Es bueno ese objeto?, porque ya
vimos que el bien es algo objetivo, como "la propia
ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios
gobierna el mundo universo y la comunidad humana" (1). Por
eso se dice que "el objeto es la primera fuente
de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la
objetiva ley divina, natural o evangélica?.
Esta es la primera
pregunta necesaria; pero no sólo el objeto -lo que hacemos-
es fuente de moralidad. No basta la consideración del objeto
para saber si un acto humano es moralmente bueno o
malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que
es moral- es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la
conciencia y en la voluntad, que es donde, con sus
actitudes y elecciones se expresa el "hombre interior" (2).
IMPORTANCIA
DE LA INTERIORIDAD
El Papa advierte que "lo moral" de
nuestras obras tiene, como es obvio, una dimensión exterior, digamos
visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está
en relación con las normas objetivas de la conducta humana
(no robar, no atentar contra la vida propia o ajena,
etc.). Sin embargo, este hecho--la existencia de esta dimensión exterior--en
nada modifica el hecho precedente, a saber, que la moral
es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben
a la interioridad del hombre.
"Cristo enseñaba moral. El Evangelio
y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin
lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los
Diez Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por
Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y
recuerda Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo
tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea,
visible, social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme
a la naturaleza misma de la moral, de "lo que
es moral", el Señor concedía importancia primordial a la dimensión
interior, a la rectitud de la conciencia humana y de
la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos,
se llama "corazón" (4). En diversos momentos y de diferentes
maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca
procede del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque
del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios,
las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto
es lo que contamina al hombre" (5): el mal que
reside en el corazón, es decir, en la conciencia y
en la voluntad.
El Señor, por tanto, indica lo que
está mal, las obras que son malas --y en consecuencia
contaminan al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles.
Pero indica también donde se encuentra la causa, la raíz
de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de
lo que hay en el interior. Si se extirpara la
mala raíz no habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el
Papa en su mensaje de paz de 1984: "es el
hombre quien mata y no su espada y sus misiles";
"la guerra nace del corazón del hombre".
Es lógico pues
que se afirme que de las dos dimensiones de la
moralidad de los actos humanos, la que posee importancia primordial
sea la interior: la dimensión "hacia adentro" del hombre. Además,
"existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen de un
modo directo a actos exclusivamente interiores. Vemos ya en el
Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: "No desearás..."
y "No codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren
a ningún acto exterior, sino sólo a una actitud interior,
relativa, en el primer caso, a "la mujer de tu
prójimo"; y, en el segundo, a "los bienes ajenos". Cristo
lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en
el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama "adúltero de corazón"
al que mira a una mujer deseándola, fueron para mí
--dice el Papa-- punto de partida de largas reflexiones sobre
el carácter específico de la moral evangélica en esta materia"
(6).
Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral";
importancia de la interioridad, de las intenciones, de las actitudes.
"Pero --continúa Juan Pablo II-- no es eso todo. Sabemos
que el Sermón de la montaña habla también de las
buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que
el Padre ve en lo oculto" (7).
Que la dimensión
interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir
que la exterior —"lo que se hace"— no afecte a
la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y
mucha. "La ética católica no es sólo un conjunto de
normas, mandamientos y reglas de conducta" (8). No es sólo
eso, pero es también eso. Cristo tenía en cuenta las
dos dimensiones del acto humano; que son justamente dos dimensiones
de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto,
una simple "moral de intenciones" o "de actitudes" que no
valorase el objeto, las obras en las que se plasman
las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por
tanto, falsa, como un folio rasgado por cualquiera de sus
lados ya no es un folio. El folio tiene dos
dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por cualquiera de
las dos deja de ser lo que era. Un plato
o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad, pero aderezado
con unos gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de
necesidad, aunque se haya elaborado con la "buena intención" de
alimentar al cliente.
Cualquier cosa mala, por muy buena que
sea la intención con que se haga, no deja de
causar el mal; y el acto humano que la realiza--compuesto
de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y daña
siempre a la persona.
En efecto, el mismo Papa, que
subrayaba la importancia de la dimensión interior de los actos
humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de
obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es
decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con
la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer
crecer a los demás en humanidad; pero la intención no
es suficiente para que en realidad nuestra persona o la
del otro se reconozca en su obrar" (9). Hace falta,
además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.
LA LIBERTAD: CONDICION DE BONDAD MORAL
Juan Pablo II sigue
ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de
la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana,
vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa
nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son
plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se verifican en
nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que
nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno
de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son,
en una palabra, los actos libres (...) La bondad es
una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa
actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo
cual, por tanto, es responsable" (10).
No significa esto que
por el hecho de ser libre el acto humano sea
moralmente bueno, sino que la libertad es una de las
condiciones varias de la bondad moral. Una condición también importante,
porque "mediante su actuación libre, la persona humana se expresa
a sí misma y al mismo tiempo se realiza a
sí misma" (11); es decir, va realizando en sí misma
un incremento de bondad, si la conducta es moralmente buena;
si fuera mala, el sentido de la libertad se vería
frustrado.
IMPORTANCIA DE LAS OBRAS
En efecto, "la fe de
la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que
cada uno de nosotros será juzgado según sus obras" (12).
Son muchos, por cierto, los momentos de la Sagrada Escritura
en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno
según sus obras; por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2,
23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15;
2 Tim 4; Sant 1, 21-25. "Nótese--indica el Papa--:
es
nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus
obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es
la persona que se expresa, se realiza y--por así decirlo--se
plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones
libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de
sí mismo" (13).
No parece que se pueda iluminar mejor
la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de
los actos externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas
son "criaturas" de nuestra libertad en las que nos hemos
expresado y forman parte de nosotros mismos.
"Es necesario--insiste el
Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental entre el acto realizado
y la persona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre
lo que somos o, al menos, algo de lo que
somos; y con ellas no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos"
también a nosotros mismos: sabios o ignorantes, justos o injustos,
prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.
Pues bien, "a la
luz de esta profunda relación entre la persona y su
actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de
nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas que
Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (...).
Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de
la persona, es bueno".
"La persona está dotada de una
verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución
propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la
constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras
buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas
anduviésemos. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía
profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el
contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división
entre la persona que actúa y sus acciones. El orden
inscrito en su ser, ese orden en que consiste su
propio bien, no es ya respetado en y por sus
acciones. La persona no está ya en su verdad. El
mal moral es precisamente el mal de la persona como
tal" (14). Esa ruptura, esa profunda división en el interior
del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque
sea con "buena intención", pensando que se obra bien, porque
es un hecho que entonces la persona no está obrando
conforme a la verdad de su ser. Quiérase o no,
"la persona humana realiza la verdad de su ser en
la acción recta, mientras que, cuando actúa no rectamente, causa
su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser.
La verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en
la acción moralmente mala: en ella la persona no pierde
lo que tiene, sino lo que es, se pierde a
sf misma" (15).
Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza
o manifiesta el ser personal de modo monstruoso. Cabe decir
de tal acción lo que dice Santo Tomás del error
de la mente: es "un parto monstruoso". Se ha engendrado
un monstruo, un ser deforme, que deforma y carcome el
propio ser, por la íntima conexión entre la persona y
su obra.
PECADO "FORMAL" Y PECADO "MATERIAL"
Y es de
advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa--
se ignora que realmente lo que se hace es moralmente
malo. En este caso no hay pecado formal (como se
dice en Teología), y Dios no castigará la mala acción.
Pero no ha dejado de producirse un pecado material, es
decir, una obra objetivamente mala, y que por tanto daña
realmente a la persona. Es preciso no olvidar que, lejos
de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe Dios no
es malo porque Dios lo prohiba, sino que Dios lo
prohibe porque es malo: daña al hombre, si no en
el cuerpo, al menos en el alma, que es lo
que más importa.
De hecho, cuando se obra mal, aunque
sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y
de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar su
bondad y su habilidad para el bien. Es más, con
tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave
riesgo de que, al descubrir el error y salir de
la ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan
grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual llevaría
consigo la aparición del pecado formal, responsable ya, y culpable.
Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en
el tratamiento de enfermedades psíquicas y situaciones extremas o de
crisis que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un
discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pío XII: "Una
última observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo
hacia Dios: el respeto a Dios y a su santidad
debe reflejarse siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando
estos actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa
subjetiva del interesado, van, sin embargo, contra su último fin.
He aquí por qué aquello que se llama pecado material
es una cosa que no debe existir y constituye por
lo mismo, en el orden moral, una realidad que no
es indiferente".
"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante
el pecado material, no puede permanecer neutral. Puede tolerar lo
que de momento es inevitable. Pero debe saber que Dios
no puede justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede
dar al enfermo el consejo de cometer tranquilamente un pecado
material, porque lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo
sería igualmente equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para
el reposo psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la
finalidad de la curación. Nunca se puede aconsejar una acción
consciente que sería una deformación, y no una imagen, de
la perfección divina" (16) que el hombre es.
EL FIN
NO JUSTIFICA LOS MEDIOS
Por supuesto, es peor hacer el
mal con mala intención que con "buena intención". Pero hacerlo
con "buena intención" también es malo, aunque sea para conseguir
un bien todo lo grande que se quiera. El fin
no justifica los medios. El buen fin hace bueno un
medio indiferente y puede aumentar la calidad moral de una
buena acción, como cuando se hace un acto de simple
justicia pero por amor a Dios. Lo que no puede
hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un
medio que de suyo sea malo. Cuando se quiere el
mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad,
con su adhesión, ya se ha contaminado, ya se ha
hecho mala, y también su acto en su entera realidad.
Por otra parte, es un craso error pensar que de
un mal puede seguirse algún bien para la persona en
su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material,
económico, pero nunca un bien moral que es lo que
realmente perfecciona a la persona.
Sólo Dios puede hacer que
de las consecuencias del mal --no del mal en sí
mismo-- se sigan auténticos bienes para los que le aman.
Pero Dios no puede querer el más mínimo mal moral;
por tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.
Así por
ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la
"buena intención" de procurar el bienestar material o psíquico, o
social, de la madre, de hecho se produce el peor
mal para ella: se niega, o se pretende negar, con
inhumana violencia, lo que ella realmente es en lo más
profundo: madre, dadora de vida; al tiempo que se asesina
a una persona inocente, su hijo.
Lo mismo cabe decir
de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida;
los que pretenden disolver el matrimonio; los que justifican-"por amor",
dicen--las llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan
importancia a la masturbación; los que con apariencia de justicia
niegan los derechos humanos, etc.
Suele decirse que "el infierno
está empedrado de buenas intenciones". Y es muy posible que
sea cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer
hacer el bien, sino que es menester hacerlo; y para
ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera, de conocer
el bien, de aprender a discernir el bien del mal.
De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar de "buena
voluntad" o de "buena intención".
MIRAR LA REALIDAD
Y, por
importante y fundamental que sea--como ya hemos visto--la intención, "quienquiera
conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada al
mundo objetivo del ser. No al propio "sentimiento", no a
la "conciencia", no a los "valores", no a los "ideales"
y "modelos" arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio acto
y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir
estar de acuerdo con el ser objetivo; es bueno lo
que corresponde "a la cosa"; el bien es la adecuación
a la realidad objetiva" (17). *Todas las leyes y normas
morales se pueden reducir a una--decía Goethe--: la verdad". "Todas
las leyes y normas morales se pueden reducir-dice Joseph Pieper--a
la realidad" (18); "el hombre que quiere realizar el bien
mira, no al propio acto, sino a la verdad de
las cosas reales" (19). Precisamente la realidad es el fundamento
de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en el
ser, en la verdad de las cosas. Es bueno quien
obra la verdad. Así lo dice Nuestro Señor Jesucristo: *"el
que obra según la verdad viene a la luz, para
que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido
hechas según Dios" (20).
En las obras se plasma la
persona; la persona se revela en sus obras. El mismo
Jesucristo decía: "las mismas obras que yo hago, dan testimonio
acerca de mí, de que el Padre me ha enviado"
(21); "si no hago las obras de mi Padre, no
me creáis; pero si las hago, creed en las obras,
aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y
sepáis que el Padre está en mí y yo en
el Padre" (22).
¿Y cuál es la verdad más profunda
que debe expresar nuestras obras? La que nos recuerda el
Papa: "la persona no es dueña absoluta de sí misma.
Ha sido creada por Dios. Su ser es un don:
lo que ella es y el hecho mismo de su
ser son un don de Dios. "Somos hechura suya", nos
enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" " (23). Somos
criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido
además que seamos sus hijos. Somos hombres que, por gracia,
son hijos de Dios. No somos hijos del mono. Por
tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de conformarse
con esta realidad maravillosa: la de nuestra filiación divina. Todas
nuestras obras han de revelar ese nuestro ser-hijos-de Dios; han
de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos,
según el mandato amoroso y sapientísimo del Señor: "Sed perfectos
como mi Padre celestial es perfecto".
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Principios de la ética católica |
Ante los problemas morales, conforme a la recta razón y a la revelación divina. |
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Principios de la ética católica |
Es claro que no hay quien hable en serio
de «ética» sin que reconozca, como principio más primario de
la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien
y evitar el mal en toda su amplitud.
Sin embargo,
debido a la limitación humana no sólo es preciso a
veces renunciar a ciertos valores deseables para realizar otros más
altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción de
la que seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces
se plantean problemas morales como los siguientes: ¿es bueno vender
una escopeta de caza que acaso se use para matar
personas? ¿o fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿se
puede arriesgar la propia vida o la ajena para realizar
un bien muy importante? ¿es moralmente licito el aborto en
caso de que sea inevitable al curar una enfermedad grave
de la madre?
Se trata de preguntas que plantean ciertos
casos que son límite, extremos, anómalos, pero no infrecuentes. En
la práctica, hay quienes aprovechan para fines injustos el bien
que otros hacen. De otra parte hay acciones de doble
o múltiple efecto: de ellas se derivan bienes, pero también
males. La persona con sentido ético se pregunta entonces si
es lícito hacer ese bien importante del que pueden seguirse
males, incluso en el sentido más estricto del término, es
decir, pecados.
Estos, son casos que han de iluminarse con
los principios que ha sostenido siempre la ética católica, conforme
a la recta razón y a la revelación divina. Son
los siguientes:
I. SIEMPRE DEBE QUERERSE EL BIEN, NUNCA EL
MAL
El mal es siempre una inadmisible ofensa a Dios
y, al mismo tiempo, un daño para la persona que
lo realiza. Por tanto, en modo alguno debe estar el
mal en nuestra intención. Si en algunos casos debemos tolerar
algún efecto malo de nuestras acciones buenas, habrá de ser
con la condición de que el efecto malo no sea
intentado, sino sólo permitido, después de agotar todos los recursos,
si los hay, para evitar la acción de doble efecto.
El efecto malo habrá de lamentarse de veras, sin hipocresías,
como tributo que se padece y sufre al hacer el
bien necesario.
II. JAMAS SE PUEDE HACER UN MAL PARA
CONSEGUIR UN BIEN
El fin bueno no justifica medios malos.
Si se negara este principio universalmente reconocido, podrían justificarse en
la práctica todas las aberraciones morales, todas las injusticias todos
los crímenes. Hasta Hitler y Stalin quizá invocarían nobles ideales,
fines magníficos que justificarían sus genocidios .
Aristóteles decía que
el bien nace de causas enteramente buenas; en cambio, para
que proceda el mal basta que una sola causa sea
mala (Bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex quoqumque).
Para que un guiso sea bueno, digestivo, es menester que
sean buenos todos sus ingredientes. Y es claro que los
medios se suman como ingredientes o causas a la unidad
que constituye el acto humano.
El fin no sólo no
justifica los medios injustos, sino que él mismo se adultera
al derivarse de ellos.
Así, por ejemplo, si se pretendiera
defender el bien de «la humanidad» eliminando vidas humanas inocentes,
se estaría revelando que lo pretendido no era realmente el
bien de «la humanidad», sino de un sector de ella,
privilegiado y discriminante por injustas razones. Evidentemente, hacer el mal
«para conseguir el bien» encierra una absurda contradicción ética en
el seno del mismo acto humano.
No hace mucho tiempo
que un considerable número de personas murieron en nuestro país
a causa de un mal ingrediente de buenos alimentos: el
aceite de colza adulterado. Si después de esa experiencia, alguien
afirmase: «a mí lo que me importa es el huevo
frito; ¡qué más da si el aceite contiene tóxico o
no!», con razón lo tendríamos por loco o necio.
Si
otro dijese: «lo que ahora me interesa a mi es
gozar, no me importa cómo; veré ese programa de televisión:
no me importa que esté intoxicado o no, manipulado, orientado
a socavar el orden moral objetivo; no me interesa considerar
si ofendo a Dios o al diablo»; no habríamos de
tenerlo por menos loco que el anterior, por diferentes que
fueran las especies de locura.
No debemos hacer el mal
para que venga el bien, decía precisamente San Pablo (1).
Sería como poner una enorme bomba en los cimientos del
orden moral. Podríamos llegar con coherencia a lo que humorísticamente
sugería Chesterton: como las cabezas no se adaptan a la
clase de sombreros de moda, deben cortarse las cabezas de
la gente, como medio indispensable para hacer frente al déficit
o pérdidas causadas por el llamado Problema del Sombrero.
III.
SE DEBE VALORAR CADA ACTO EN SU SINGULARIDAD
El hombre
es responsable de cada uno de los actos que realiza
libremente. Cada uno tiene su valor moral propio, aunque se
halle en conexión con un conjunto de actos de diverso
valor. Por tanto, no se puede apelar al llamado «principio
de totalidad» para justificar actos sustancialmente malos.
Pablo Vl, fundándose--como
él mismo hace notar--«en la doctrina de la Iglesia, de
la cual es el Sucesor de Pedro, con sus Hermanos
en el Episcopado, depositario e intérprete» (2), salía al paso
de este error, aplicado a la vida conyugal, en su
Encíclica Humanae vitae, tantas veces remachada por Juan Pablo II:
«Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los
actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho
de que tales actos constituirían un todo con los actos
fecundos anteriores o que seguirían después, y que, por tanto,
compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si
es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a
fin de evitar un mal mayor o de promover un
bien más grande, no es lícito, ni aun por razones
gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir,
hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que
es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la
persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover
el bien individual, familiar o social. Es por tanto un
error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente deshonesto, pueda
ser cohonestado por el conjunto de la vida conyugal fecunda»
(3).
Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades superlativas,
nunca hay razones suficientes para hacer, con un acto positivo
de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se puede a
veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca
hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para que se siguiera
un bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.
IV.
A VECES PUEDE TOLERARSE EL EFECTO MALO QUE ACASO SE
SIGA DE UNA ACCION BUENA
Siguiendo, como ejemplo, el caso
contemplado en el apartado anterior: «La Iglesia, en cambio, no
considera de ningún modo ilícito el uso de medios terapéuticos
verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de
que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación,
con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier
motivo, directamente querido» (4). Las palabras están muy medidas y
no debe perderse ninguna. Se trata de una acción que
tiene:
--un fin bueno: la salud del organismo;
--la intención
buena: curar, no impedir la concepción;
--el medio empleado, bueno:
su efecto inmediato es curativo, aunque tiene un efecto secundario--que
sucede a modo de accidente--malo y no deseado: impedir la
procreación.
Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es lícito
permitir o tolerar la esterilización.
Caso sustancialmente diverso es el
de los anticonceptivos--de cualquier especie que sean--que no tienen efectos
curativos de enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la
fecundidad de un acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos:
--el fin malo: la alteración voluntaria del orden natural, creado
por Dios para el bien integral de la persona humana.
--la intención, mala (aunque pueda coexistir con otras intenciones buenas):
la consecución del mal fin, cegar artificiosamente las fuentes de
la vida.
--el efecto inmediato es malo: no cura enfermedad
alguna el organismo, sólo impide la consecuencia natural del uso
del matrimonio.
Por eso, insiste Juan Pablo II, «la contracepción
debe juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que jamás puede, por
razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale
a defender que en la vida humana se pueden producir
situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios
como Dios» (5). Seria absurdo decir a estas alturas que
la doctrina de la Iglesia sobre el tema aún no
está definida. Las dificultades que plantea una obligada continencia no
deben temerse: «¡Todo es posible para el que cree!» (6).
Dios no deja de prestar su omnipotencia a quien la
necesita y la solicita con humildad.
En resumen: sólo pueden
tolerarse las malas consecuencias que se derivan de un acto
cuando éste produce de por sí, de modo necesario e
inmediato, un efecto bueno; y en virtud de particulares circunstancias
que se dan contra la voluntad del que obra.
Otro
ejemplo: el tabernero puede vender vino a una persona que
suele emborracharse, porque el efecto que se sigue de tal
acto es lícito y honesto. Que el cliente se emborrache
no depende del tabernero, ni va unido necesariamente a la
venta del vino. No obstante, si el tabernero, sin grave
incómodo, puede negarse a vender en ese caso concreto, debe
hacerlo. Porque es preciso tener en cuenta otro principio a
la hora de resolver el problema de la licitud en
la tolerancia de accidentales pero previsibles efectos malos:
V. HA
DE HABER CAUSA PROPORCIONALMENTE GRAVE
Ha de haber, como es
lógico, una causa proporcionalmente grave a la entidad del daño
y a la probabilidad con que puede seguirse de la
acción buena. Hace falta una razón positiva que compense con
el bien que se pretende realizar, la gravedad de los
males que le puedan suceder. Esta razón positiva y compensadora
del efecto malo, deberá juzgarla en cada caso --después de
solicitar consejo oportuno, si es menester-- la persona agente, teniendo
siempre en cuenta que tal razón «debe ser tanto más
importante cuanto más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más
próxima y estrecha es la conexión causal entre el acto
y las malas consecuencias» (7).
Vl. AGOTAR LOS MEDIOS PARA
EVITAR EL MAL
No debe olvidarse que el mal, aunque
esté fuera de la intención del que realiza esas acciones
de doble efecto (sólo es voluntario indirecto), siempre es «malo»,
y aunque se produzca sin culpa del agente, es materia
de pecado, como en el caso del tabernero; y cabe
el riesgo de que éste se insensibilice ante el pecado
del que se emborracha con sus vinos, y llegue a
convertirse en cómplice culpable.
EN RESUMEN:
Un acto que produce
indirectamente efectos malos, sólo puede ser lícito cuando reúne los
siguientes requisitos:
1) Que el acto en sí sea bueno
o al menos indiferente.
2) Que el efecto inmediato, directo,
de la acción sea el bueno. Nunca el efecto bueno
puede ser causado por el malo.
3) Que el fin
de quien obra sea honesto.
4) Que las circunstancias sean
proporcionalmente graves.
UN CASO PARTICULAR: EL ABORTO INDIRECTO
Evidentemente, la
provocación voluntaria y directa del aborto es siempre un asesinato,
un pecado gravísimo. Jamás se podrá justificar moralmente, por bueno
que fuese el fin: sería justificar por el fin un
medio intrínsecamente malo.
El llamado «aborto terapéutico», perpetrado con el
fin de interrumpir un embarazo que se considera peligroso para
la vida de la madre, es siempre un homicidio directo:
la intervención médica tiene un efecto único inmediato (y hay
una finalidad única directa de la voluntad eficaz de ese
acto), que es eliminar una vida inocente y con pleno
derecho a vivir. Cierto que se considera lamentable tal homicidio,
porque sobre todo se intenta salvar a la madre. Pero
la acción primera no hace más que matar directamente a
un inocente, y tal cosa es absolutamente mala. No sería
lícito ni para salvar a la entera humanidad. Muchas manzanas
valen más que una sola manzana. Pero la persona no
es una cosa; y si se comprende lo que es
una persona y su dignidad--creada a imagen y semejanza de
Dios--se comprenderá que muchas personas no valen más que una
sola. La vida humana sólo es de Dios, y sólo
Dios es Señor de la vida y de la muerte.
Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o intervención
quirúrgica para remediar un mal cierto y grave de una
mujer embarazada, previendo que con tal intervención se provocaría ocasionalmente
un aborto. No se trata de curar a la madre
por medio de la muerte del niño, sino de realizar
una acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un
tumor maligno, que accidentalmente puede causar la muerte del niño.
Es lo que se llama «aborto indirecto», que es lícito
(8):
--si la vida de la madre urge a la
intervención;
--si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue
la vida del feto;
--si no se puede esperar a
que el feto sea viable .
Veamos que los casos
de aborto indirecto y aborto directo son radicalmente distintos en
el orden moral:
En el 1°: el efecto inmediato es
la vida (de la madre).
En el 2°: el efecto
inmediato es la muerte (del niño).
En el 1°: la
intervención excluye la muerte del niño.
En el 2°: la
intención incluye (como medio) la muerte del niño.
En el
1°: el medio es bueno: el fármaco o intervención quirúrgica
que son curativos.
En el 2°: el medio es malo:
eliminar al niño, matar.
En el 1.°: el efecto bueno
no es consecuencia del malo.
En el 2.°: el efecto
bueno es consecuencia del malo.
El 1.° se puede realizar
si hay circunstancias proporcionalmente graves;
el 2.° nunca («Quién procura
el aborto --dice el cánon 1398 del nuevo Código de
Derecho Canónico-- si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae).
VENTA DE OBJETOS DESTINADOS A REALIZAR ACCIONES MORALMENTE MALAS
Es claro que «nunca es lícito vender cosas que, por
su misma naturaleza, no tienen más que un uso malo»
(9), como la venta de veneno que sólo sirve para
matar al hombre.
Vender, ceder la propiedad de un objeto
a cambio de un precio, es una acción moralmente lícita
en sí. Pero la moralidad resulta afectada --como ya vimos
(10)-- por las circunstancias, entre las que se cuenta el
qué; en nuestro caso: qué es lo que se vende,
cuál es su cualidad, inseparable y determinante de la venta.
El Magisterio de la Iglesia confirma este criterio general aplicado
a los farmacéuticos: «A veces, tenéis que oponeros a la
importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes
que llegan a vosotros con el fin de haceros cómplices
de sus intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que cuando un
producto, por su naturaleza y por la intención del cliente,
está indudablemente destinado a una finalidad criminal, no podéis, bajo
ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte en esos
atentados contra la vida, contra la integridad de los individuos
o contra la propagación de la salud corporal o mental
de la humanidad» (11).
De modo que nunca es lícito
vender una cosa que el hombre no puede usar sin
pecar: fármacos o dispositivos destinados únicamente al aborto o a
impedir la generación; vestidos manifiestamente provocativos; libros, revistas, periódicos, películas,
etc.
De otra parte, es de advertir que la responsabilidad
moral en la acción de vender se debe considerar de
modo diverso según que quien venda sea propietario de la
cosa en venta o, por el contrario, un intermediario o
un simple empleado a sueldo fijo, etc. Del empleado, por
ejemplo, puede decirse que, en sentido estricto, no vende, porque
la cosa vendida no es suya ni es para él
su precio. Coopera con el vendedor; por eso su caso
hay que contemplarlo a la luz de los principios del
voluntario indirecto aplicados a la cooperación al mal. Es lo
que haremos en el próximo artículo de esta serie de
«Apuntes de Etica».
(I) Cfr. Rom 3, 8; (2) PABLO
Vl, Humanae vitae, n. 31 (3) Ibid., n. 14; los
subrayados son nuestros, (4) Ibidem, n. 15 (5) JUAN PABLO
II, Discurso, 17-lX-1983; (6) Mc 9, 23; (7) MAUSBACH-ERMERKE, Teología
Moral calólica, t. 1, Pamplona 1971, p. 379; (8) Cfr.
M. ZALBA, Voluntario directo e indirecto, Gran Enciclopedia Rialp, t.
23, p. 6887; (9) PRUMER, Manuale Theologiae Moralis, 1, n.
623; cfr. V ERMEERSCH, Theologiae Moralis principia, responsa, consilia, 11,
n. 137; LANZA-PALAZZINI, Theologia Moralis, ll, ll. 177, 2; NOLDIN,
Summa Theologiae Moralis, 11, n. 126, a; (10) DOCUMENTACION DOCTRlNAL,
n° 44: (11) PIO Xll, Alocución. 2-lX-1950; cfr. Alocucion, Il-IX-1954.
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El hombre en busca de la felicidad |
En el interior del hombre existe un afán de felicidad y de realización, que es parte de la naturaleza humana. |
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El hombre en busca de la felicidad |
Todos y cada uno de los hombres pasan la vida
buscando la felicidad eterna, el ser siempre felices. Se busca
algo que nunca se acabe, una felicidad infinita que sea
capaz de llenarle. Esto trae como consecuencia la necesidad de
certezas, de algo en qué agarrarse.
En el interior del
hombre existe un afán de felicidad y de realización, que
es parte de la naturaleza humana, las personas están llamadas
a vivir en comunión con Cristo. Únicamente el amor de Dios
puede llenar al hombre completamente. Como esta felicidad tan ansiada,
este amor que no cesa es difícil de encontrar muchos
se desvían en su búsqueda poniendo la felicidad en
cosas, o personas que nunca van a dar la satisfacción
plena. Otros desisten y otros desesperan.
Dios se revela
Dios, conoce esta
dificultad y ama al hombre con un amor infinito,
busca al hombre para ayudarlo a encontrar el verdadero camino
hacia la felicidad, el amor eterno. Se revela en Jesucristo
invitándolos a llevar una vida de comunión con Él. Para
ello, Dios se le revela al hombre, para que lo
conozca a Él y su Plan para con Él. Se
va dando a conocer a través de la Revelación.
Hay quienes
piensan que el cristianismo es una ideología o una doctrina
filosófico-teológica. Otros lo equiparan con las demás religiones que son
intentos del hombre para acercarse a Dios. El cristianismo no
es una creación de la mente humana, ni siquiera una
doctrina moral, es la auténtica revelación de Dios que se
hace hombre por amor al hombre para abrirle el camino
a la vida eterna, le infunde fuerzas y le enseña
cuál debe ser su conducta. La religión cristiana nace por
iniciativa de Dios. El cristianismo es la respuesta del hombre
a Dios que se revela en Cristo.
La Revelación comienza cuando
Dios escoge a un pueblo, haciendo una alianza con él,
dándole muestras de amor. Este pueblo de Israel le servirá
para manifestar su amor. A este pueblo elegido le da
alimento, bebida, pero en especial le da los diez mandamientos,
que son el camino a la felicidad, la guía para
vivir en comunión con Dios. Como a pesar de las
manifestaciones del amor de Dios, el pueblo sigue siendo infiel,
Dios envía a su Hijo para que el hombre entienda.
Jesucristo
es el culmen de la Revelación. En Él podemos palpar
la bondad de Dios y su Amor infinito al hombre.
La persona puede y debe vivir en amistad con Cristo,
puede participar de la vida divina, por medio de la
gracia de Dios, y del Espíritu Santo que da vida
y alimenta. El cristianismo es un compromiso personal con Jesucristo.
Este
seguimiento de Jesucristo, a través de la Iglesia fundada por
Él es la respuesta que el hombre le da a
la iniciativa de Dios, es la respuesta a la llamada
de amor que hace Cristo.
Esta respuesta de amor debe
ser real, eficaz, concreta, siempre respetando todas las ayudas que
Cristo ha dejado; sacramentos, Iglesia, normas de vida, etc.
Jn 14. 15. 21 Jn 15,14. El amor ha
de manifestarse externamente a través del comportamiento. El que se
dice cristiano y no ama y vive lo que Cristo
ama, realmente no se realiza en su vida. El verdadero
cristiano tiene que amar y vivir como Cristo.
La persona humana
escucha y acoge
El hombre, ante la invitación al amor, descubre
su dignidad. Catec. nn 1701-1715. Fue creado a imagen y
semejanza de Dios, pero la imagen fue alterada por el
pecado, siendo regenerada y restaurada por Cristo, dándole una nueva
dignidad “ser hijo de Dios”.
La persona humana es aquella
que posee un alma espiritual, goza de inteligencia y voluntad,
que unida a su cuerpo forma una unidad e identidad
única irrepetible. En el alma encontramos el principio de la vida,
creado e infundido directamente por Dios en el hombre. Aquí
residen las facultades de la inteligencia y voluntad. Por la
inteligencia puede conocer a Dios, su Revelación, escuchar lo que
le dice su conciencia, etc. Por la voluntad tiene la
capacidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo. El hombre
es libre, es decir, es capaz de tomar decisiones y
responsabilizarse de ellas. Es capaz de amar, de luchar por
descubrir la verdad, de distinguir entre el bien y el
mal.
A este hombre es a quien se le presenta el
plan de salvación de Cristo, pero todavía está herido por
el pecado y no puede lograrlo por sí solo. Por
ello, para alcanzar el designio que Dios le ofrece necesita
de la gracia. Solamente en Cristo, siguiendo su ejemplo, viviendo
en amistad con Él puede lograr la santidad, la plenitud
del amor.
Para profundizar: La experiencia moral, llamada de Dios
al hombre del libro "La Moral .... una respuesta de
amor", P. Gonzalo Miranda
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