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Sentido e institución del Orden |
Naturaleza
El Sacramento del Orden es el que hace posible
que la misión, que Cristo le dio a sus Apóstoles,
siga siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de
los tiempos. Es el Sacramento del ministerio apostólico.
De hecho este
es el sacramento por el cual unos hombres quedan constituidos
ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y
así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de
Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la
persona de Cristo Cabeza, las funciones de enseñar, gobernar y
santificar”. (CIC. c. 1008)
Todos los bautizados participan del sacerdocio de
Cristo, lo cual los capacita para colaborar en la misión
de la Iglesia. Pero, los que reciben el Orden quedan
configurados de forma especial, quedan marcados con carácter indeleble, que
los distinguen de los demás fieles y los capacita para
ejercer funciones especiales. Por ello, se dice que el sacerdote
tiene el sacerdocio ministerial, que es distinto al sacerdocio real
o común de todos los fieles, este sacerdocio lo confiere
el Bautismo y la Confirmación. Por el Bautismo nos hacemos
partícipes del sacerdocio común de los fieles.
El sacerdote actúa en
nombre y con el poder de Jesucristo. Su consagración y
misión son una identificación especial con Jesucristo, a quien representan.
El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de
los fieles.
Los sacerdotes ejercen los tres poderes de Cristo. Son
los encargados de transmitir el mensaje del Evangelio, y de
esa manera ejercen el poder de enseñar. Su poder de
gobernar lo ejercen dirigiendo, orientando a los fieles a alcanzar
la santidad. Así mismo son los encargados de administrar
los medios de salvación – los sacramentos – cumpliendo así
la misión de santificar. Si no hubiesen sacerdotes, no sería
posible que los fieles reciban ciertos sacramentos, de ahí la
necesidad de fomentar las vocaciones. De los sacerdotes depende, en
gran parte, la vida sobrenatural de los fieles, pues solamente
ellos pueden consagrar, al hacer presente a Cristo, y otorgar
el perdón de los pecados. Aunque estas son las dos
funciones más importantes de su ministerio, su participación en
la administración de los sacramentos no termina ahí.
El Sacramento del
Orden consta de diversos grados y por ello se
llama orden. En la antigüedad romana, la palabra Orden se
utilizaba para designar los cuerpos constituidos en sentido civil, en
especial aquellos que gobernaban. La Iglesia, tomando como fundamento la
Sagrada Escritura, llama desde los tiempos antiguos con el nombre
de taxeis (en griego), de ordines (en latín) a diferentes
cuerpos constituidos en ella. En la actualidad se designa
con la palabra ordinatio al acto sacramental que incorpora al
orden de los obispos, de los presbíteros y de los
diáconos, que confiere en don del Espíritu Santo que les
permite ejercer un poder sagrado que sólo viene de Cristo,
por medio de su Iglesia. La “ordenación” también es llamada
consecratio.
En el Antiguo Testamento vemos como dentro del pueblo de
Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de
Leví, para el servicio litúrgico. Los sacerdotes de la Antigua
Alianza fueron consagrados con rito propio. (Cfr. Ex. 29, 1-30).
Pero, este sacerdocio de la Antigua Alianza era incapaz de
realizar la salvación, motivo por el cual tenía la necesidad
de repetir una y otra vez sacrificios en señal de
adoración, de gratitud, de súplica y de contrición.
La Liturgia de
la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en
el servicio de los levitas, así como en la institución
de los setenta “ancianos” (Nm. 11, 24-25), prefiguraciones del ministerio
ordenado de la Nueva Alianza. También el sacerdocio Melquisedec es
considerado como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único “Sumo
Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb. 5, 10; 6,
20).
Todas esta prefiguraciones encuentran su plenitud en Cristo, “único mediador
entre Dios y los hombres” (1Tim. 2, 5). Cristo es
la fuente del ministerio de la Iglesia. Él lo ha
instituido, le ha dado la autoridad, la misión, la orientación
y la finalidad.
Institución
El Concilio de Trento definió como dogma
de fe que el Sacramento del Orden es uno de
los siete sacramentos instituidos por Cristo. Los protestantes niegan este
sacramento, para ellos no hay diferencia entre sacerdotes y laicos.
Por
la Sagrada Escritura, podemos conocer como Jesús escogió de manera
muy especial a los Doce Apóstoles (Cfr. Mc. 3, 13-15;
Jn. 15, 16). Y es a ellos a quienes les
otorga Sus poderes de perdonar los pecados, de administrar los
demás sacramentos, de enseñar y de renovar, de manera incruenta,
el sacrificio de la Cruz hasta el final de los
tiempos. Les concedió estos poderes con la finalidad de continuar
Su misión redentora y para ello, Cristo les dio el
mandato de transmitirlos a otros. Desde un principio así lo
hicieron, imponiendo las manos a algunos elegidos, nombrando presbíteros y
obispos en las diferentes localidades para gobernar las iglesias locales.
El Jueves Santo, en lo que se conoce como la
Cena del Señor, se conmemora la institución de este Sacramento.
El signo y el rito del Orden |
La consagración de la persona en su totalidad a Cristo y a la Iglesia. |
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Signo: Materia y Forma
El Papa Pío XII, después de
una larga controversia, declaró que la materia de este sacramento
era la imposición de manos. (Cfr. Dz. 2301; CIC.
c. 1009 &2). Como hemos visto, desde un principio la
práctica apostólica era la imposición de manos, el problema se
suscitó al añadirse al rito en los siglos X, XI,
XII, la entrega de los instrumentos - cáliz, patena, Evangelios
etc. – a la usanza de las costumbres civiles romanas.
Pero, en este sacramento, a diferencia de los otros, el
efecto no depende de lo que tenga el ministro, sino
que se comunica una fuerza espiritual que viene de Dios.
De ahí que la fuerza de la materia está en
el ministro y no en una cosa material. Pío XII
aclaró - de manera rotunda - que estos instrumentos no
eran necesarios para la validez del sacramento.
La forma es la
oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado.
(CIC. c. 1009 & 2). Esta es diferente para cada
grado del sacramento. Es decir, son diferentes para el episcapado,
para el presbiterado y para el diaconado.
Rito y Celebración
La
celebración del Sacramento del Orden, ya sea, para un obispo,
para el presbiterado o para el diaconado, tendrá lugar, de
preferencia en domingo y en la catedral del lugar. El
lugar propio para ello es dentro de la Eucaristía.
El rito
esencial del sacramento está constituido, para los tres grados, por
la “imposición de las manos” del Obispo sobre la cabeza
del ordenado, así como una “oración consagratoria específica” en la
que se le pide a Dios “la efusión del Espíritu
Santo y de sus dones apropiados a cada ministerio, para
el cual el candidato es ordenado”.
Como todo sacramento, existen
ritos complementarios en la celebración. Así, al obispo y al
presbítero se le unge con el Santo Crisma, como signo
de la unción especial del Espíritu Santo que se hace
fecundo en su ministerio. Al obispo se le entrega el
libro de los Evangelios, el anillo, la mitra y el
báculo. Al presbítero se le entregan la patena y el
cáliz, los Evangelios. Al diácono se le entrega el libro
de los Evangelios.
En las tres consagraciones, la unción significa la
consagración de la persona en su totalidad a Cristo y
a la Iglesia.
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Los tres grados del Orden |
El episcopado, el presbiterado y el diaconado. |
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Hemos mencionado que existen tres grados en el Sacramento
del Orden: el episcopado, el presbiterado, y el diaconado.
Entre los
diversos ministerios, el Ministerio de los Obispos, ocupa un lugar
preponderante, pues por medio de una sucesión apostólica, que existe
desde el principio, son los que transmiten la semilla apostólica.
Los
primeros apóstoles, después de recibir al Espíritu Santo en Pentecostés,
comunicaron el don espiritual que habían recibido a sus colaboradores,
mediante la “imposición de manos”.
El Concilio Vaticano II, “enseña que
por la consacración episcopal se recibe la ‘plenitud’ del sacramento
del Orden”. Se puede decir que es la “cumbre del
ministerio sagrado”. Cfr. LG 20; Catec. n. 1555).
Su poder para
consagrar no excede a la de los presbíteros, pero sí
tienen otros poderes que los sacerdotes no tienen, como son:
- El
poder de administrar el sacramento del Orden y de la
Confirmación.
- Son los que normalmente bendicen los óleos que se utilizan
en los diferentes sacramentos.
- También poseen el poder de predicar en
cualquier lugar.
- Normalmente, el Obispo tiene el gobierno de una diócesis
o Iglesia local que le ha sido confiada, siempre bajo
la autoridad del Papa, pero al mismo tiempo, “tiene colegialmente
con todos sus hermanos en el episcopado la solicitud de
todas las Iglesias”. (Cfr. Catec. n. 1566).
- Es quien dicta las
normas en su diócesis sobre los seminarios, la predicación, la
liturgia, la pastoral, etc.
- Además, son los Obispos los encargados de
otorgar a los presbíteros el poder de predicar la
palabra de Dios y de regir sobre los fieles.
Existen
Obispos con territorio, que son los que están al frente
de una diócesis y Obispos sin territorio, que son, generalmente,
todos aquellos que colaboran en el Vaticano, en una misión
específica.
Algunos Obispos son nombrados Cardenales, en virtud de su entrega
y su labor especial a la Iglesia. El Papa es
quien los nombra y no se necesita de una celebración
especial. En cuanto al poder del sacramento, es igual que
la de los Obispos, ambos tiene la plenitud del ministerio,
por ser Obispo. Los Arzobispos son aquellos Obispos encargados de
una arquidiócesis, es decir, que dado lo extenso del territorio
se ve la necesidad de dividir una diócesis, en varias
diócesis.
Los presbíteros - palabra que viene del griego y significa
anciano – no poseen la plenitud del Orden y están
sujetos a la autoridad del Obispo del lugar para ejercer
su potestad. Sin embargo, tienen los poderes de:
- Consagrar el pan
y el vino.
- Perdonar los pecados.
- Ayudar a los fieles, transmitiendo la
doctrina de la Iglesia y con obras.
- Pueden administrar cualquier sacramento
en el cual el ministro no sea un Obispo.
Los
sacerdotes o presbíteros son los que ayudan a los Obispos
en diferentes funciones. Por ello, cuando un sacerdote llega a
una diócesis tiene que presentarse ante el Obispo, y éste
será quien le otorgue los permisos necesarios.
Los presbíteros, a pesar
de no poseer la plenitud del Orden y dependan de
los Obispos, están unidos a ellos en el honor del
sacerdocio y, en virtud del Sacramento del Orden, quedan consagrados
como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de
Cristo, sumo y eterno Sacerdote. (Cfr. Hb.5, 1-10; 7,24; 11,
28). Además, por el Sacramento del Orden, los presbíteros participan
en la universalidad de la misión confiada por Cristo a
los Apóstoles.
En el grado inferior de la jerarquía están los
diáconos – del griego, igual a servidor – a los
que se les imponen las manos “para realizar un servicio,
y no para ejercer el sacerdocio”. A ellos les corresponde:
- Asistir
al Obispo y a los presbíteros en diferentes celebraciones.
- En
la distribución de la Eucaristía, llevando la comunión a los
moribundos.
- Asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, cuando no
haya sacerdote.
- Proclamar el Evangelio.
- Administrar el Bautismo solemne.
- Dar la bendición con
el Santísimo.
El diaconado, generalmente, se recibe un tiempo antes
de ser ordenado presbítero, pero a partir del Concilio Vaticano
II, se ha restablecido el diaconado como un grado particular
dentro de la jerarquía de la Iglesia. Este diaconado permanente,
que puede ser conferido a hombres casados o solteros, ha
contribuido al enriquecimiento de la misión de la Iglesia.
(Cfr. LG. N. 29).
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Efectos, ministros y sujetos del Orden |
Con este sacramento se reciben varios efectos de orden sobrenatural que le ayudan al cumplimiento de su misión. |
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Efectos
Con este sacramento se reciben varios efectos de orden
sobrenatural que le ayudan al cumplimiento de su misión.
El carácter
indeleble, que se recibe en este sacramento, es diferente
al del Bautismo y el de la Confirmación, pues constituye
al sujeto como sacerdote para siempre. Lo lleva a su
plenitud sacerdotal, perfecciona el poder sacerdotal y lo capacita para
poder ejercer con facilidad el poder sacerdotal.
Todo esto es posible
porque el carácter configura a quien lo recibe con Cristo.
Lo que hace que el sacerdote se convierta en ministro
autorizado de la palabra de Dios, y de ese modo
ejercer la misión de enseñar. Así mismo, se convierte en
ministro de los sacramentos, en especial de la Eucaristía, donde
este ministerio encuentra su plenitud, su centro y su eficacia,
y de este modo ejerce el poder de santificar. Además,
se convierte en ministro del pueblo, ejerciendo el poder de
gobernar.
Otro efecto de este sacramento es la potestad espiritual. En
virtud del sacramento, se entra a formar parte de
la jerarquía de la Iglesia, la cual podemos ver en
dos planos. Una, la jerarquía del Orden, formada por los
obispos, sacerdotes y díaconos, que tiene como fin ofrecer el
Santo Sacrificio y la administración de los sacramentos. Otra es
la jerarquía de jurisdicción, formada por el Papa y los
obispos unidos a él. En este caso, los sacerdotes y
los diáconos entran a formar parte de ella, mediante la
colaboración que prestan al Obispo del lugar.
Por ser sacramento de
vivos, aumenta la gracia santificante y concede la gracia sacramental
propia, que en este sacramento es una ayuda sobrenatural necesaria
para poder ejercer las funciones correspondientes al grado recibido.
Ministro y
Sujeto
Cristo eligió a doce apóstoles, entre sus numerosos discípulos,
haciéndoles partícipes de su misión y de su autoridad. Desde
entonces hasta hoy es Cristo quien otorga a unos el
ser Apóstoles y a otros ser pastores. Por lo tanto, el
ministro del Sacramento del Orden es el Obispo, descendiente directo
de los Apóstoles. Los obispos válidamente ordenados, es decir que
están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente
los tres grados del sacramento del orden. Así consta en
los Concilios de Florencia y de Trento. “Dado que el sacramento
del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a
los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir el
don espiritual; la semilla apostólica”. (Catec. n. 1576). Para que se
administre válidamente, solamente se necesita que el obispo tenga la
intención de hacerlo y que cumpla con el rito externo
de la ordenación. No importa la condición en que se
encuentre el obispo. En cuanto a la licitud de la ordenación,
para ordenar a un obispo se requiere ser obispo y
poseer una constancia del mandato del Su Santidad, el Papa.
En la ordenación de obispos, además del ministro, se necesita
que estén presente otros dos obispos. Para ordenar lícitamente a los
presbíteros y los diáconos, el ministro es el propio Obispo
o en su defecto, cualquier otro Obispo autorizado por el
Ordinario del lugar. Además debe de corroborar que el candidato
sea idóneo, de acuerdo a las normas del derecho. Cuando
la ordenación es realizada por un Obispo que no es
el propio, debe de cerciorarse mediante Cartas Testimoniales. Además el
ministro debe de estar en estado de gracia. Para poder recibir
válidamente este sacramento, el sujeto es “todo varón bautizado”.
(Cfr. CIC c. 1024). El sujeto debe de tener la
intención de recibirlo y haberla manifestado. Se le llama intención
habitual a la que tenía antes y de la cual
no se retractó. En la práctica será intención actual, en
el momento de recibirlo, pues está dispuesto a recibirlo y
a cambiar de estado de vida, adquiriendo nuevas obligaciones. Debe
recibirlo en total libertad, pues sino la intención no existe
y la ordenación es nula y las obligaciones dejan de
existir. En la actualidad, existe una corriente muy fuerte que propugna
por la ordenación al sacerdocio de las mujeres. La Iglesia
siempre ha enseñado que Jesucristo escogió a hombres para continuar
su misión redentora. Todos los Apóstoles eran varones. La Iglesia
no tiene ningún poder para cambiar la esencia de los
sacramentos que Cristo estableció. En 1994, el Papa, Juan Pablo
II, en su Carta Apostólica sobre la
Ordenación Sacerdotal reservada sólo a los hombres nos dice: “Con
el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de
gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de
la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en
la fe a mis hermanos (cfr. Lucas 22, 32), declaró
que la Iglesia no tiene modo alguno la facultad de
conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este
dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles
de la Iglesia”. Con esto queda definitivamente aclarada la cuestión. Por
otro lado, sí el sacerdote tiene que representar a Cristo,
tiene que tener una cierta semejanza natural con Él para
poder celebrar la Santa Misa y la Eucaristía. Cristo es
hombre. Quienes por este motivo dicen que la Iglesia rebaja
la dignidad de la mujer, están equivocados, el ejemplo lo
tenemos en la Santísima Virgen María. Para la Iglesia el
hombre y la mujer tienen la misma dignidad.
Condiciones y obligaciones del Oden |
Existen cualidades necesarias por derecho divino, y otras por por derecho eclesiástico. |
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Condiciones para recibirlo lícitamente
Existen unas cualidades necesarias por derecho
divino, es decir por voluntad divina:
Que exista una vocación,
un llamado específico de Dios, que posee unos signos tales
como; la recta intención que significa buscar siempre la gloria
de Dios, el bien de las almas y la
propia santificación y una sólida vida de piedad y mortificación,
afán de servicio. No olvidemos que el sacerdote es el
mediador entre Dios y el hombre.
Al ser sacramento de
vivos, se necesita recibirlo en estado de gracia.
Por otro lado
existen unas cualidades por derecho eclesiástico, es decir por disposición
de la Iglesia:
- Las llamadas Cartas o Letras dimisorias, que es
el acto por el cual alguien que tiene la autoridad
necesaria autoriza la ordenación. Se llaman así porque casi siempre
son por escrito.
- El sujeto debe de conocer todo lo referente
al sacramento y sus obligaciones. A esto se le llama
"Ciencia Suficiente". El ordenado debe de presentarlo por escrito de
su puño y letra. En cuanto al diaconado es necesario
haber terminado el quinto año de estudios filosóficos – teológicos.
Para el episcopado, Doctorado, o cuando menos la licenciatura en
Sagradas Escrituras, Derecho Canónico o Teología.
- La edad para recibir el
episcopado, es decir para ser obispo es de 35 años.
Para el presbiterado es de 25 años. Los diáconos que
van a recibir el presbiterado deben de tener cuando menos
23 años. En el caso de diáconos permanentes han de
tener 35 años y si están casados se necesita que
su esposa de su consentimiento. (Cfr. CIC 378; 1031).
- Entre el
diaconado y el presbiterado debe existir un intervalo de tiempo,
de al menos seis meses. A este espacio de tiempo
que existe entre los dos primeros grados, se le llama
intersticio.
- El candidato debe haber recibido el sacramento de la
Confirmación.
- Para poder recibir el diaconado o el presbiterado el sujeto
tiene que ser admitido como candidato por la autoridad competente,
después de haber hecho la solicitud de su puño y
letra. Esto se efectúa con un rito litúrgico establecido, llamado
rito de admisión.
- También se requiere la asistencia a Ejercicios Espirituales
previos a la ordenación, de cinco días cuando menos.
- Estar libre
de impedimentos o irregularidades. La irregularidad tiene carácter perpetuo. Los
impedimentos no son perpetuos.
Las irregularidades, impedimentos perpetuos, impiden
recibir lícitamente el sacramento, y son:
- Padecer de amnesia o
de algún trastorno psíquico.
- Haber cometido alguna apostasía, herejía o ser
causante de un cisma.
- Intento de recibir el sacramento del Matrimonio,
teniendo algún impedimento como un vínculo por orden sacerdotal o
voto público perpetuo de castidad.
- Homicidio voluntario.
- Haber participado en un aborto.
- Haberse
mutilado gravemente a sí mismo.
- Intento de suicidio.
- Haber cometido un acto
que solamente tiene el poder de realizar un obispo o
un sacerdote.
Los simples impedimentos son:
- Estar casado.
- Desempeñar un
cargo público, prohibido a los clérigos.
- Haber recibido el Bautismo recientemente,
pues se considera que no está lo suficientemente probado.
Obligaciones
El celibato sacerdotal, fundamentado en el misterio de Cristo,
es obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia latina. (Cfr.
CIC c. 227; Catec. N. 1579).
Este tema ha sido y
es muy discutido. El Concilio Vaticano II, Paulo VI, el
II Sínodo de Obispos en 1971 han tratado este tema
en documentos, encíclica y lo han ratificado. Juan Pablo II
en 1979 reafirmó la postura del magisterio de la Iglesia.
Todo
esto nos demuestra, que a pesar de los ataques, la
Iglesia posee una decidida voluntad por mantener la praxis
antiquísima, pues aunque el celibato no es una exigencia
de la naturaleza misma del sacerdocio, es muy conveniente.
De la
Encíclica de Paulo VI, Sacerdotalis celibatus, podemos tomar algunas razones
que demuestran su conveniencia. Hay razones cristológicas y razones eclesiásticas.
De
las razones cristológicas se muestra la conveniencia en que:
- Mediante el
celibato, los sacerdotes se pueden entregar de un modo más
profundo a Cristo, pues su corazón no está dividido en
diferentes amores.
- Por su vocación, el sacerdote lleva un vida de
total continencia, a ejemplo de la virginidad de Cristo.
- Cristo no
quiso para Sí otro vínculo nupcial que el de su
Amor a los hombres en la Iglesia. Por lo tanto,
el celibato sacerdotal facilita la participación del ministro de
Cristo en su Amor universal.
De las razones eclesíasticas, vemos
su conveniencia en que:
- Con el celibato, la dedicación de los
sacerdotes al servicio de los hombres, es más libre, en
Cristo y por Cristo.
- Toda la persona del sacerdote le pertenece
a la Iglesia, la cual tiene a Cristo como esposo.
- El
celibato le facilita al sacerdote ejercer la paternidad de Cristo.
No debemos olvidar que el celibato es un don de
Dios, otorgado por Él a ciertas personas. Por lo tanto,
la Iglesia aunque no se lo puede imponer a nadie,
si puede exigirlo a aquellos que desean ser sacerdotes.
Entre los
derechos y deberes de los clérigos se encuentra el deber
de buscar la santidad de vida, ya que son los
administradores de los misterios de Cristo, para ello, deben leer
la Sagrada Escritura. Que la celebración Eucarística sea el centro
de su vida, por lo cual debe hacerlo diariamente. Rezar
la Liturgia de las Horas. Practicar la meditación diariamente. Es
recomendable tener un director espiritual y confesarse con mucha frecuencia.
Asistir a Ejercicios Espirituales y tener una especial veneración a
la Santísima Virgen María, rezando frecuentemente el Rosario, el Angelus,
etc. El sacerdote tiene que luchar y esforzarse por ser
santo.
Todos aquellos que han recibido el sacramento del Orden tienen
la obligación de mostrar respeto y obediencia al Papa y
a su Ordinario propio, es decir, a su Obispo. Aceptando
y desempeñando con fidelidad las tareas encomendadas por el Ordinario
del lugar.
Los sacerdotes deben de vestir el traje eclesiástico marcado
por la Conferencia Episcopal donde sea posible. Esto tiene como
finalidad, no solamente el decoro externo, sino que con ello
da testimonio público de su pertenencia a Dios y su
propia identidad. (Cfr. CIC c.284)
El Sacramento del Orden confiere a
los que lo reciben una misión y una dignidad especial,
causa por la cual la Iglesia no permite que
se ejerzan ciertas actividades, que podrían ser causa que obstaculice,
o de rebajar su ministerio. Por ello, no permite que
participen en cargos públicos que suponen una participación en los
poderes civiles. No deben administrar bienes que son propiedades de
laicos. Tampoco es conveniente que sean fiadores. No está permitido
ejercer el comercio, ni participar en sindicatos o partidos políticos,
ni presentarse voluntariamente al servicio militar.
Por todo lo que se
ha dicho antes, podemos concluir que los sacerdotes necesitan una
formación especial que les permita desempeñar cabal y eficientemente la
misión que les ha sido encomendada. La cual debe estar
centrada en lo fundamental de su misión: enseñar el Evangelio,
administrar los sacramentos y dirigir a los fieles. Con este
motivo, la Iglesia fomenta el hecho que esta formación se
desarrolle en lugares e instituciones especiales.
Recordemos que Cristo pasó su
vida pública enseñando a sus Apóstoles, de manera especial, fomentando
su piedad y su amor a Dios, los instruía sobre
el contenido de su predicación, les explicaba las parábolas y
poco a poco fue instruyéndolos en la labor pastoral.
“Ninguno, sin
embargo, de los motivos con los que a veces se
intenta ‘convencernos’ de la inorportunidad del celibato, corresponde la
verdad que la Iglesia proclama y que trata de realizar
en la vida a través de un empeño concreto, al
que se obligan los sacerdotes antes de la ordenación sagrada.
Al contrario, el motivo esencial, propio y adecuado está
contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de
la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos,
y que San Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en
la iglesia tiene su propio don. El celibato es precisamente
un ‘don del Espíritu’”. (Juan Pablo II, Carta Novo incipiente,
n.63)
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El Padre llama a la Vida Eterna |
Mensaje del Santo Padre por las Vocaciones. |
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MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA XXXVI JORNADA MUNDIAL DE
ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
"El Padre llama a la Vida Eterna" 1
de octubre de 1998
La celebración de la Jornada Mundial de Oración
por las Vocaciones, programada para el 25 de abril de
1999, cuarto domingo de Pascua, constituye un anual reclamo a
considerar con atención un aspecto fundamental de la vida de
la Iglesia: la llamada al ministerio sacerdotal y a la
vida consagrada.
En el camino de preparación al Gran Jubileo, el
año 1999 abre "los horizontes del creyente según la visión
misma de Cristo: la visión del "Padre celestial" (cfr Mt
5,45)" (Tertio millennio adveniente, 49) e invita a reflexionar sobre
la vocación que constituye el verdadero horizonte de cada corazón
humano: la vida eterna. Propiamente en esta luz se revela
toda la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a
la vida consagrada con las cuales el Padre celestial, de
quien "viene toda dádiva perfecta y todo don perfecto" (Sant
1, 17), continúa enriqueciendo a su Iglesia.
Un himno de alabanza
brota espontáneo del corazón: "Bendito sea Dios, Padre del Señor
nuestro Jesucristo" (Ef 1,3) por el don, también en este
siglo que está llegando a su fin, de numerosas vocaciones
al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada en sus
diversas formas.
Dios continúa manifestándose Padre a través de hombres y
de mujeres que, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo,
testimonian con la palabra y con las obras, e incluso
con el martirio, su entrega sin reservas al servicio de
los hermanos. Mediante el ministerio ordenado de Obispos, presbíteros y
diáconos, él ofrece garantía permanente de la presencia sacramental de
Cristo Redentor (cfr Christifideles laici,22), haciendo crecer la Iglesia, gracias
a su específico servicio, en la unidad de un solo
cuerpo y en la variedad de vocaciones, ministerios y carismas.
El
ha derramado abundantemente el Espíritu en sus hijos de adopción,
poniendo de manifiesto en las diversas formas de vida consagrada
su amor de Padre, que quiere abarcar la humanidad entera.
Es un amor, el suyo, que espera con paciencia y
acoge con gozo a quien se ha alejado; que educa
y corrige; que sacia el hambre de amor de cada
persona. El continúa mostrando horizontes de vida eterna que abren
el corazón a la esperanza, aun a pesar de las
dificultades, del dolor y de la muerte, especialmente por medio
de cuantos han abandonado todo por seguir a Cristo, consagrándose
enteramente a la realización del Reino.
En este 1999 dedicado al
Padre celestial, quisiera invitar a todos los fieles a reflexionar
sobre las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida
consagrada, siguiendo los pasos de la oración que Jesús mismo
nos enseñó, el "Padre nuestro".
1 "Padre nuestro, que estás en
el cielo"
Invocar a Dios como Padre significa reconocer que su
amor es el manantial de la vida. En el Padre
celestial el hombre, llamado a ser su hijo descubre "haber
sido elegido antes de la constitución del mundo, para ser
santo e irreprensible en su presencia por la caridad" (Ef,
1,4). El Concilio Vaticano 11 recuerda que "Cristo... en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22). Para
la persona humana la fidelidad a Dios es garantía de
fidelidad a sí mismo y, de esta manera, de plena
realización del propio proyecto de vida.
Toda vocación tiene su raíz
en el Bautismo, cuando el cristiano, "renacido por el agua
y por el Espíritu" (Lc 3,5) participa del acontecimiento de
gracia que a las orillas del río Jordán manifestó a
Jesús como "hijo predilecto" en el que el Padre se
había complacido (Lc 3,22). En el Bautismo radica, para toda
vocación, el manantial de la verdadera fecundidad. Es necesario, por
tanto, que se preste especial atención para iniciar a los
catecúmenos y a los pequeños en el redescubrimiento del Bautismo,
y conseguir establecer una auténtica relación filial con Dios.
2 "Santificado
sea tu nombre"
La vocación a ser "santos, porque él es
santo" (!,,v 11,44) se lleva a cabo cuando se reconoce
a Dios el puesto que le corresponde. En nuestro tiempo,
secularizado y también fascinado Por la búsqueda de lo sagrado,
hay especial necesidad de santos que, viviendo intensamente el primado
de Dios en su vida, hagan perceptible su presencia amorosa
y providente.
La santidad, don que se debe pedir continuamente, constituye
la respuesta más preciosa y eficaz al hambre de esperanza
y de vida del mundo contemporáneo. La humanidad necesita presbíteros
santos y almas consagradas que vivan diariamente la entrega total
de sí a Dios y al prójimo; padres y madres
capaces de testimoniar dentro de los muros domésticos la gracia
del sacramento del matrimonio, despertando en cuantos se les aproximan
el deseo de realizar el proyecto del Creador sobre la
familia; jóvenes que hayan descubierto personalmente a Cristo y quedado
tan fascinados por él como para apasionar a sus coetáneos
por la causa del Evangelio.
3. "Venga a nosotros tu Reino"
La
santidad remite al "Reino de Dios", que Jesús representó simbólicamente
en el grande y gozoso banquete propuesto a todos, pero
destinado sólo a quien acepta llevar la "vestidura nupcial" de
la gracia.
La invocación "venga tu Reino" llama a la conversión
y recuerda que la jornada terrena del hombre debe estar
marcada por la búsqueda del reino de Dios antes y
por encima de cualquier otra cosa. Es una invocación que
invita a dejar el mundo de las palabras que se
esfuman para asumir generosamente, a pesar de cualquier dificultad y
oposición, los compromisos a los que el Señor llama.
Pedir al
Señor "venga tu Reino" conlleva, además, considerar la casa del
Padre como propia morada, viviendo y actuando según el estilo
del Evangelio y amando en el Espíritu de Jesús; significa,
al mismo tiempo, descubrir que el Reino es una "semilla
pequeña" dotada de una insospechable plenitud de vida, pero expuesta
continuamente al riesgo de ser rechazada y pisoteada.
Que cuantos son
llamados al sacerdocio o a la vida consagrada acojan con
generosa disponibilidad la semilla de la vocación que Dios ha
depositado en su corazón. Atrayéndoles a seguir a Cristo con
corazón indiviso, el Padre les invita a ser apóstoles alegres
y libres del Reino. En la respuesta generosa a la
invitación, ellos encontrarán aquella felicidad verdadera a la que aspira
su corazón.
4. "Hágase tu voluntad´
Jesús dijo: "Mi alimento es hacer
la voluntad del que me envió y acabar su obra"
(Jn, 4,34). Con estas palabras, él revela que el proyecto
personal de la vida está escrito por un benévolo designio
del Padre. Para descubrirlo es necesario renunciar a una interpretación
demasiado terrena de la vida, y poner en Dios el
fundamento y el sentido de la propia existencia. La vocación
es ante todo don de Dios: no es escoger, sino
ser escogido; es respuesta a un amor que precede y
acompaña. Para quien se hace dócil a la voluntad del
Señor la vida llega a ser un bien recibido, que
tiende por su naturaleza a transformarse en ofrenda y don.
5.
"Danos hoy nuestro pan de cada día"
Jesús hizo de la
voluntad del Padre su alimento diario (cfr Jn, 4,34), e
invitó a los suyos a gustar aquel pan que sacia
el hambre del espíritu: el pan de la Palabra y
de la Eucaristía.
A ejemplo de María, es preciso aprender a
educar el corazón a la esperanza, abriéndolo a aquel "imposible"
de Dios, que hace exultar de gozo y de agradecimiento.
Para aquellos que responden generosamente a la invitación del Señor,
los acontecimientos agradables y dolorosos de la vida llegan a
ser, de esta manera, motivo de coloquio confiado con el
Padre, y ocasión de continuo descubrimiento de la propia identidad
de hijos predilectos llamados a participar con un papel propio
y específico en la gran obra de salvación del mundo,
comenzada por Cristo y confiada ahora a su Iglesia.
6. "Perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden"
El perdón y la reconciliación son el gran don que
ha hecho irrupción en el mundo desde el momento en que
Jesús, enviado por el Padre, declaró abierto "el año de
gracia del Señor" (Lc 4,19).El se hizo "amigo de los
pecadores" (Mt 11, 19), dio su vida "para la remisión
de los pecados" (Mt 26,28) y, por fin, envió a
sus discípulos al último confín de la tierra para anunciar
la penitencia y el perdón.
Conociendo la fragilidad humana, Dios preparó
para el hombre el camino de la misericordia y del
perdón como experiencia que compartir -se es perdonado si se
perdona para que aparezcan en la vida renovada por la
gracia los rasgos auténticos de los verdaderos hijos del único
Padre celestial.
7. "No nos dejes en la tentación, y líbranos
del mal"
La vida cristiana es un proceso constante de liberación
del mal y del pecado. Por el sacramento de la
Reconciliación el poder de Dios y su santidad se comunican
como fuerza nueva que conduce a la libertad de amar,
haciendo triunfar el bien.
La lucha contra el mal, que Cristo
libró decididamente, está hoy confiada a la Iglesia y a
cada cristiano, según la vocación, el carisma y el ministerio
de cada uno. Un rol fundamental está reservado a cuantos
han sido elegidos al ministerio ordenado: obispos, presbíteros y diáconos.
Pero un insustituible y específico aporte es ofrecido también por
los Institutos de vida consagrada, cuyos miembros "hacen visible, en
su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora
de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión" Vita
consecrata, 76). ¿Cómo no subrayar que la promoción de las
vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada debe
llegar a ser compromiso armónico de toda la Iglesia y
de cada uno de los creyentes? A éstos manda el
Señor: "Rogad al Dueño de la mies para que envíe
obreros a su mies" (Lc, 10,2). Conscientes de esto, nos
dirigimos unidos en la oración al Padre celestial, dador de
todo bien:
8. Padre bueno, en Cristo tu Hijo nos revelas
tu amor, nos abrazas como a tus hijos y nos
ofreces la posibilidad de descubrir en tu voluntad los rasgos
de nuestro verdadero rostro.
Padre santo, Tú nos llamas a ser
santos como tú eres santo. Te pedimos que nunca falten
a tu Iglesia ministros y apóstoles santos que, con la
palabra y los sacramentos, preparen el camino para el encuentro
contigo.
Padre misericordioso da a la humanidad descarriada hombres y mujeres
que, con el testimonio de una vida transfigurada a imagen
de tu Hijo, caminen alegremente con todos los demás hermanos
y hermanas hacia la patria celestial.
Padre nuestro, con la voz
de tu Espíritu Santo, y confiando en la materna intercesión
de María, te pedimos ardientemente: manda a tu Iglesia sacerdotes,
que sean valientes testimonios de tu infinita bondad. ¡Amén!
En el
Vaticano, 1 de octubre de 1998, memoria de Santa Teresa
del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia.
S.S. Juan Pablo II
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Respuestas del Papa Benedicto XVI a las preguntas de seminaristas |
Preguntas de los seminaristas del Seminario Romano Mayor durante la visita del Papa, el 17 de febrero de 2007. |
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1. Cómo habla Dios en nuestro interior
Gregorpaolo Stano: Diósecesis de
Oria, Italia del I año (1° Filosofía)
Santidad, durante el
primero de los dos años que dedicamos al discernimiento nos
esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un ejercicio
arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial
y sólo quien está atento puede captarlo entre las mil
voces que resuenan dentro de nosotros. Por eso, le pedimos
que nos ayude a comprender cómo habla Dios en concreto
y cuáles son las huellas que deja al hablarnos en
nuestro interior.
Benedicto XVI:
¿Cómo podemos discernir la voz de
Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en
nuestro mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de
muchísimas maneras. Habla por medio de otras personas, por medio
de los amigos, de los padres, del párroco, de los
sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que
se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por
medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que
podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través
de la naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre
todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída en
la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación
con Dios.
Es importante leer la sagrada Escritura, por una
parte, de modo muy personal, y realmente, como dice san
Pablo, no como palabra de un hombre o como un
documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino
como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo.
Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al
pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en
oración, convirtiendo así la lectura de la sagrada Escritura en
una conversación con Dios.
San Agustín dice a menudo en
sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta
Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me
decía. Por una parte, esta lectura muy personal, esta conversación
personal con Dios, en la que trato de descubrir lo
que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura
personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto
vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios,
es la Iglesia.
Esta Escritura no era algo meramente privado,
de grandes escritores —aunque el Señor siempre necesita a la
persona, necesita su respuesta personal—, sino que ha crecido con
personas que estaban implicadas en el camino del pueblo de
Dios y así sus palabras son expresión de este camino,
de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de
la respuesta humana.
Por consiguiente, el sujeto vive hoy como
vivió en aquel tiempo; la Escritura no pertenece al pasado,
dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspirado por
Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata
siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por
eso, es importante leer la sagrada Escritura y escuchar la
sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir,
con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los
primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio
de hoy.
Sobre todo en la liturgia se convierte en
una Palabra vital y viva. Por consiguiente, yo diría que
la liturgia es el lugar privilegiado donde cada uno entra
en el "nosotros" de los hijos de Dios en conversación
con Dios. Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras
"Padre nuestro". Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado
en el "nosotros" de este "nuestro"; sólo escuchamos bien la
palabra de Dios dentro de este "nosotros", que es el
sujeto de la oración del padrenuestro.
Así pues, esto me
parece muy importante: la liturgia es el lugar privilegiado donde
la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la
Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se
pone en nuestras manos. Si nos disponemos a la escucha
del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de
todos los tiempos, lo encontraremos.
Él nos abre la puerta
poco a poco. Por tanto, yo diría que en este
punto se concentran todos los demás: el Señor nos guía
personalmente en nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en
el gran "nosotros" de la Iglesia, donde la palabra de
Dios está viva.
Luego vienen los demás puntos: escuchar a
los amigos, escuchar a los sacerdotes que nos guían, escuchar
la voz viva de la Iglesia de hoy, escuchando así
también las voces de los acontecimientos de este tiempo y
de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.
Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de
muchas maneras. Es importante, por una parte, estar en el
"nosotros" de la Iglesia, en el "nosotros" vivido en la
liturgia. Es importante personalizar este "nosotros" en mí mismo; es
importante estar atentos a las demás voces del Señor, dejarnos
guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por
decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que
este "nosotros" se transforme en mi "nosotros", y yo, en
uno que realmente pertenece a este "nosotros". Así crece el
discernimiento y crece la amistad personal con Dios, la capacidad
de percibir, en medio de las mil voces de hoy,
la voz de Dios, que siempre está presente y siempre
habla con nosotros.
2. Puntos fundamentales en la formación para
el sacerdocio. ¿Qué lugar ocupa en ella María?
Claudio Fabbri:
Doócesis de Roma del II año (2° Filosofía)
Santo Padre,
¿cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación
para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba?
Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales
de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar
ocupa en ella María?
Benedicto XVI: Creo que nuestra vida,
en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo
muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro
reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30,
a las 7.00, con una meditación de media hora, en
la que cada uno en silencio hablaba con el Señor,
trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego
seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana,
las clases.
Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y
luego de nuevo oración en común. En la noche, los
"puntos": el director espiritual o el rector del seminario, alternándose,
nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la
meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos
que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras
del Señor que serían objeto de nuestra meditación.
Así era
el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes
fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece
—tal vez volveré a hablar de esto al final— que
es muy importante tener una disciplina que nos precede y
no deber inventar cada día de nuevo lo que hay
que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla,
una disciplina que ya me espera y me ayuda a
vivir ordenadamente este día.
Ahora bien, por lo que respecta
a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las
clases. En los dos primeros años, desde el inicio me
fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín;
luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san
Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de
Asís.
Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san
Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la
Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el
contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco
el acceso a la palabra de Dios, a la vida
con Dios, hasta que pronunció el gran "sí" a su
Iglesia.
Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos
ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con
Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias
de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran "sí" al
Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre
todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio
san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros
libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo
llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo
el resto de su vida, de su obra, se desarrolló
fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por
una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de
la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la
capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a
un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.
Naturalmente,
para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos
exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes
exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que,
en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro
estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a
amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la
patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor
de dogmática era un persona entonces muy famosa; había alimentado
su dogmática con los Padres y con la liturgia.
Para
nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En
aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro
profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y
él, en ese momento, era también rector del seminario. Así,
la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la
liturgia enseñada y pensada.
Juntamente con la sagrada Escritura, estos
eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De
esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto
son realmente el centro de una vida sacerdotal.
Otro interés
era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la
moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac,
Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana
de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así,
en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos
gran amor por la música, al igual que por la
belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias,
estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante.
El Señor me ayudó a llegar hasta el "sí" del
sacerdocio, un "sí" que me ha acompañado todos los días
de mi vida.
3. Cómo responder a la vocación tan
exigente del sacerdocio, sintiendo constantemente la debilidad e incoherencia
Gianpiero Savino:
Diócesis de Taranto del III año (1° Teología)
Santidad, a
los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que dicen
con firmeza y valentía su "sí" y que lo dejan
todo para seguir al Señor; pero sabemos que estamos muy
lejos de una verdadera coherencia con ese "sí". Con confianza
de hijos, le confesamos la parcialidad de nuestra respuesta a
la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir
una vocación que nos pide dar un "sí" definitivo y
total. ¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores
del pueblo de Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e
incoherencia?
Benedicto XVI: Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque
sabemos que necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos
consuela. En el colegio de los Apóstoles no sólo estaba
Judas, sino también los Apóstoles buenos. A pesar de eso,
Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la
cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que
tenían. Por tanto, eso nos demuestra que ninguno de nosotros
está plenamente a la altura de este gran "sí", a
la altura de celebrar "in persona Christi", de vivir coherentemente
en este contexto, de estar unido a Cristo en su
misión de sacerdote.
Para nuestro consuelo, el Señor nos dio
también las parábolas de la red con peces buenos y
malos, del campo donde crece el trigo pero también la
cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra
debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los
justos, a los que se creen ya plenamente justos, a
los que creen que no necesitan la gracia, a los
que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a
llamar a los que se saben débiles, a los que
son conscientes de que cada día necesitan el perdón del
Señor, su gracia, para seguir adelante.
Me parece muy importante
reconocer que necesitamos una conversión permanente, que no hemos llegado
a la meta. San Agustín, en el momento de su
conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de
la vida con Dios, de la belleza del sol, que
es su Palabra. Luego comprendió que también el camino posterior
a la conversión sigue siendo un camino de conversión, que
sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspectivas,
las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan
valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en
la bondad del Señor.
Por eso, es importante también el
sacramento de la Reconciliación. No es correcto pensar que en
nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. Debemos aceptar nuestra
fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos, y
mediante el sacramento de la Reconciliación convirtiéndonos constantemente para volver
a comenzar, creciendo, madurando para el Señor, en nuestra comunión
con él.
Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar
que podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de
sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que
nos ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la
parroquia ver cómo la gente tiene confianza en él y
experimentar, además de su confianza, su generosidad al perdonar sus
debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos ayudan a
ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud
de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos
con los demás, a tener comprensión ante las debilidades de
los demás, a ayudarles también a ellos a perdonar como
nosotros perdonamos.
Creo que no soy indiscreto si digo que
hoy he recibido una hermosa carta del cardenal Martini, agradeciendo
la felicitación que le envié con ocasión de su 80°
cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradecimiento, dice: sobre todo doy
gracias al Señor por el don de la perseverancia. Hoy
—escribe— incluso el bien se hace por lo general ad
tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se
puede hacer de modo definitivo, pero para hacerlo de modo
definitivo necesitamos la gracia de la perseverancia. Pido cada día
al Señor —concluye— que me dé esta gracia.
Vuelvo a
san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de
la conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia
de la perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor.
Pero, volviendo a las palabras del cardenal Martini, "hasta ahora
el Señor me ha dado esta gracia de la perseverancia;
espero que me la dé también para esta última etapa
de mi camino en esta tierra". Me parece que debemos
confiar en este don de la perseverancia, pero que también
debemos orar al Señor con tenacidad, con humildad y con
paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el
don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada
día hasta el final, aunque el camino pase por un
valle oscuro. El don de la perseverancia nos da alegría,
nos da la certeza de que somos amados por el
Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y
no nos abandona en nuestras debilidades. Nuestro verdadero tesoro es
el amor del Señor.
4. Cómo afrontar el peligro de buscar
conseguir una buena posición mediante la Iglesia
Dimov Koicio: Diócesis de
Nicópolis ad Istrum (Bulgaria) IV año (2° Teología)
Santo Padre,
usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de
la suciedad que hay en la Iglesia; y en la
homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del
año pasado nos puso en guardia contra el peligro "de
buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de
esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia". ¿Cómo
afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?
Benedicto XVI: No es fácil responder a esta pregunta, pero
ya he dicho —y es un punto importante— que el
Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia
también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto
y no sólo ver el pecado en los demás, en
las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en
nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que
ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar
en su amor y hacer resplandecer su amor.
Personalmente considero
que, en este punto, es muy importante la oración de
san Ignacio, que dice: "Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe
memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi
largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati
trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones,
et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco". (Toma
mi Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer.
Tú me lo diste, a Ti, Señor, lo torno; todo
es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame
tu amor y gracia, que esto me basta)
Precisamente esta última
parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro
de nuestra vida es estar en el amor del Señor
y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos.
Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente
realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla,
que este es el tesoro de su vida y no
todas las demás cosas que posee.
Nosotros hemos encontrado, más
aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y
cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la
vida sacramental, en la vida de oración, en la vida
de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender
que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás
no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la
medida en que el amor del Señor me atribuye esas
cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico,
y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro
de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que
la Providencia decida qué hace con nosotros.
Al respecto, me
viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la
gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego
en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando
ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa
religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña
religiosa africana, ya encorvada, le dijo: "Pero, ¿qué hace usted,
hermana?". Bakhita le respondió: "Yo hago lo mismo que usted
excelencia". El obispo admirado preguntó: "¿Qué cosa?". Y Bakhita le
contestó: "Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad
de Dios".
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y
la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían
lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad
de Dios, y así estaban cada uno en el lugar
debido.
También me vienen a la mente unas palabras de
san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de
Cristo y su cátedra está en un lugar más alto,
porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es
la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en
su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto,
en una vida de oración diaria, en una vida de
entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones
tan humanas.
5. Sacerdote, testigo del sentido cristiano del sufrimiento
Francesco Annesi: Diócesis de Roma del V año (3° Teología)
Santidad, la carta apostólica "Salvifici doloris" del Papa Juan Pablo
II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de
riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión
con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca
todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma
de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido
cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren,
sin resultar retórico o patético?
Benedicto XVI: ¿Qué hacer? Debemos
reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para
mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a
las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a
llevar una vida buena y a librarse de los males
que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias,
etc.
Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos
causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también
y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para
nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre
el grano de trigo que cae en tierra y que
sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra
y morir no sucede en un momento, es un proceso
de toda la vida.
Cayendo en tierra como el grano
de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y
así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a
sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén
para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe
tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En
realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el
cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser
tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar
la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso
en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor
lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda
su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis?
encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz
del Señor es el modo de dar fruto. Así pues,
yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros
mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el
cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría.
Pero el amor es siempre un proceso en el que
hay que perderse, en el que hay que salir de
sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso.
Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar
a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete
sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no
es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego
se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se
llega a la alegría, sino a la autodestrucción.
Sí, el
cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece
en el camino del amor y este camino del amor
guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo
crucificado. Y está representada por el grano de trigo que
cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar
esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción,
alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela
del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender
en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a
los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno
que tiene buena salud o está en buena condición trate
de consolar a otro que está afectado por un gran
mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males,
que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y
patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir
que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar
juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre
todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de
simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades,
podemos resultar creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un
primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos
realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos
la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía.
Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando,
creando así la confianza en que la bondad del Señor
existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles
el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es
el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo,
llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que
está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras,
sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar
con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor
se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión
con Cristo crucificado y resucitado.
6. Consejos para vivir lo
mejor posible el inicio del ministerio presbiteral
Marco Ceccarelli: Diócesis de
Roma, diácono (será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos
ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las
reglas del seminario a la situación mucho más compleja de
nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor
posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?
Benedicto XVI: Aquí
en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría,
como primer punto, que también en la vida de los
pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote,
es importante conservar, en la medida de lo posible, un
cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía
un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el
seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que
sintamos la necesidad de estar con el Señor en la
Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea
realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia
de la Horas, y así para esta libertad interior: con
todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y
nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en
contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo
lo que exige la vida pastoral, la vida de un
vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios
sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que
son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para
tener durante el día cierto orden, pues, como dije al
inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva
ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran
verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los
demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar
el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación.
¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la
preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para
lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los
demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor
a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con
el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste
en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el
sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y
tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en
la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente
las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles,
como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales
Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente
las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente,
también hay que consultar libros, si es posible. Con este
trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a
poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre
esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado
que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para
los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo
en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin
embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás
y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente,
silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo
que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de
tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo,
para los demás, sino que también nuestro propio corazón es
tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también
en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la
vida en la gran ciudad de Roma es un poco
diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco
años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente
esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con
el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras
que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad
con los sacerdotes, la escucha de la voz de la
Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las
personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas
personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con
sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar
a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.
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Argumentos en contra del celibato y cómo refutarlo |
Para responder ante las críticas al celibato. |
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CINCO ARGUMENTOS EN CONTRA DEL CELIBATO Y CÓMO REFUTARLOS
1. Permitir
el matrimonio a los sacerdotes acabará con la pedofilia.
Es
completamente falso que los sacerdotes célibes sean más susceptibles de
cometer actos de pedofilia que cualquier otro grupo de hombres,
ya sean casados o no. La pedofilia afecta solamente al
0.3% del total del clero católico; dentro de la población
mundial de abusadores sexuales, en general, menos del 2% corresponde
a casos de sacerdotes católicos. Estas cifras son comparables a
las estadísticas, de hombres casados involucrados en actos similares, presentadas
por el investigador y académico no católico Philip Jenkins en
su libro Pedofilia y sacerdocio. Algunas iglesias protestantes han admitido
tener problemas similares entre sus pastores (a quienes está permitido
el matrimonio); esto nos permite concluir claramente que el
problema no es el celibato.
2. Un sacerdote casado inspirará
sanamente a un grupo mayor de vocaciones sacerdotales, resolviendo la
actual escasez.
Actualmente hay un gran número de vocaciones,
entre los hombres que se están incorporando a la vida
sacerdotal, en las fieles diócesis de: Denver, Virginia del Norte
y Lincoln, Nebraska. Si otras diócesis, tales como la de
Milwaukee, quieren responderse la pregunta del por qué tienen tan
pocas vocaciones, la respuesta es simple: hay que retar a
hombres jóvenes a llevar una vida religiosa dispuesta a ir
contracorriente, sacrificada y leal al Santo Padre y al Dogma
Católico. Esta es la forma más segura para garantizar un
número mayor de vocaciones.
3. Los sacerdotes casados están más
relacionados con los temas y problemáticas del matrimonio y la
familia.
Siendo honestos, no se necesita ser un adúltero para aconsejar
a los adúlteros. Los sacerdotes entienden perfectamente el sacrificio y
la santidad propia del matrimonio, visión que otros no contemplan.
¿Quién mejor que un sacerdote, que mantiene el voto de
castidad, para aconsejar a alguien sobre la forma de santificar
el voto de fidelidad en el matrimonio?
4. Es antinatural, para
los hombres, permanecer célibes
Esta idea reduce la condición humana a
lo llanamente animal y nos hace ver como criaturas que
no pueden vivir sin que sus necesidades sexuales sean satisfechas.
Afortunadamente los humanos no somos animales. Los humanos podemos ejercer
nuestra libertad al elegir cómo satisfacer nuestros apetitos; podemos controlar
y canalizar nuestros deseos de tal manera que esa facultad
nos aparta del resto del mundo animal. De nueva cuenta,
surge la afirmación: la mayoría de los abusadores sexuales no
son célibes. Es el apetito sexual incontrolado el que lleva
al abuso, no el celibato.
5. El celibato en el
rito latino es injusto. Siendo que el rito Oriental permite
el matrimonio en los sacerdotes y el rito latino también
entre los conversos del Episcopalismo y del Luteranismo, ¿por qué
no todos los sacerdotes se pueden casar? La disciplina del
celibato es uno de los sellos distintivos de la tradición
Católica Romana. Todo aquel que opta por ser un sacerdote,
acepta esta disciplina. Por otro lado, el rito Oriental, el
Luteranismo y el Episcopalismo, cuentan con una larga tradición de
sacerdotes casados y poseen una vasta infraestructura y experiencia para
manejarlo. De cualquier forma, hay que aclarar que los sacerdotes
del rito Oriental y los sacerdotes casados que se han
convertido del Luteranismo o Episcopalismo no tienen permitido casarse después
de su ordenación o volverse a casar después de la
muerte de su esposa. Además, la Iglesia Oriental, solamente escoge
a los obispos de entre los sacerdotes célibes; una clara
demostración de que ven un valor inherente en la naturaleza
del celibato.
CINCO ARGUMENTOS A FAVOR DEL CELIBATO
1. El celibato
reafirma el matrimonio.
En una sociedad que está completamente saturada
de sexualidad, los sacerdotes célibes son la prueba viviente de
que las necesidades sexuales pueden ser controladas y canalizadas de
una manera positiva. Lejos de la denigración del acto sexual,
el celibato reconoce la bondad del sexo solamente dentro del
matrimonio, ofreciéndolo como sacrificio a Dios. La santidad del matrimonio
se prostituye si se ve como una simple válvula de
escape del impulso sexual. Nosotros, como cristianos, estamos llamados a
entender el matrimonio como un compromiso inviolable entre un hombre
y una mujer, que se aman y honran mutuamente. De
igual forma, un sacerdote ofrece un compromiso de amor a
la Iglesia; un vínculo que no puede romperse y que
es tratado con el mismo respeto y gravedad que en
el matrimonio.
2. El celibato está en la Sagrada Escritura.
Los fundamentalistas suelen argumentar que el celibato no cuenta con
bases bíblicas afirmando que, según las Escrituras, los cristianos “están
llamados a ser fructíferos y a multiplicarse” (Génesis 1:28). Este
mandato habla a la humanidad en general, pasando por alto
numerosos pasajes bíblicos que apoyan el celibato. Por ejemplo, en
la Primera carta a los Corintios, Pablo apoya la vida
célibe: “¿No estás unido a mujer? No la busques... El
no casado se preocupará de las cosas del Señor, de
cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las
cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está
por tanto dividido”. (7, 27-34) Esto no implica que todos
los hombres deban ser célibes; Pablo explica que el celibato
es un llamado para algunas personas y para otros no,
al decir: “Mi deseo sería que todos los hombres fueran
como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia
particular; unos de una manera, otros de otra”. (7, 7).
Jesús mismo habla del celibato en Mateo 19, 11-12: “Pero
él les dijo: No todos entienden este lenguaje, sino aquellos
a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos hechos
por los hombres y hay eunucos que se hicieron tales
a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien
pueda entender, que entienda”. Otra vez, el énfasis está puesto
en la naturaleza especial del celibato, para lo que muchos
hombres no son aptos, pero que de todas maneras da
gloria al reino de Dios”.
Quizá la mejor evidencia que
podemos encontrar en la Sagrada Escritura sea que el mismo
Jesús practicó el celibato.
El celibato es una práctica histórica
La
mayoría de las personas asumen que el celibato es una
conveniencia introducida por la Iglesia algo tarde en la historia.
Por el contrario, existe la evidencia que los primeros Padres
de la Iglesia como San Agustín, San Cirilo y San
Jerónimo apoyaron el celibato. En el Concilio Español de Elvira
(entre 295 y 302) y en el Primer Concilio de
Aries (314), una especie de concilio general de Occidente, se
presentó la legislación prohibiendo a los obispos, sacerdotes y diáconos
tener relaciones conyugales con sus esposas, siendo penados con la
exclusión del clero si esto sucedía. La redacción de estos
documentos sugiere que estos concilios no introdujeron una nueva regla,
sino que se mantienen firmes ante una tradición establecida con
anterioridad. En el año 385, el Papa Siricio emitió el
primer decreto papal acerca del tema, diciendo que la continencia
clerical era una tradición que se remontaba a los tiempos
apostólicos.
Mientras concilios y Papas posteriores proclamaron edictos similares, la
promulgación definitiva del celibato vino en el Segundo Concilio de
Letrán en 1139 con el Papa Gregorio VII. Lejos de
ser una ley impuesta al sacerdocio medieval, fue la aceptación
del celibato sacerdotal siglos antes y se llevó, en carácter
de universal, hasta el siglo XII.
El celibato enfatiza el
único rol del sacerdocio.
El sacerdote es un representante de
Cristo, un er Christuseste respecto, el sacerdote entiende su identidad
en el seguimiento del modelo impuesto por Jesús; un hombre
que vivió su vida en perfecta castidad y dedicación a
Dios. El Arzobispo Crescenzio Sepe de Grado explica: “El ser
y el actuar de un sacerdote debe ser como Cristo:
indivisible”. (The Relevance of Priestly Celibacy Today, 1993). De igual
forma, el sacerdocio sacramental es sagrado, algo separado del resto
del mundo. Tal como Cristo sacrificó su vida por su
esposa, la Santa Iglesia, el sacerdote ofrece su vida por
el bien del pueblo de Cristo.
El celibato permite a
los sacerdotes tener como prioridad a la Iglesia.
La imagen
utilizada para describir el rol de los sacerdotes es la
de un matrimonio con la Iglesia. Tal como el matrimonio
es la donación total de una persona al otro, el
sacerdocio requiere la total donación a la Iglesia. El primer
deber de un sacerdote es hacia su rebaño, mientras que
el primer deber de un esposo es a su esposa.
Obviamente estos dos roles están a menudo en conflicto, tal
como lo notó San Pablo y algunos sacerdotes lo dirán.
Un sacerdote célibe puede dedicar su total atención a sus
feligreses sin la responsabilidad de atender a su familia. Está
disponible para ir adonde sea, siempre que sea necesario, aunque
implique trasladarse a una nueva parroquia o respondiendo a una
crisis durante la noche. Los curas célibes están en la
posibilidad de responder a estos frecuentes cambios y demandas de
su tiempo y atención.
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