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La conciencia y el Magisterio I |
En el “Enrique V” de Shakespeare (Acto I, escena
II), el novel Rey inglés, aspirando también de la corona
francesa, antes de emprender una acción bélica convoca al Arzobispo
de Canturbery para consultar sobre el valor de la ley
sálica (aparente obstáculo a sus pretensiones) y entre otras cosas
dice al prelado:
“... Os rogamos que... nos expliquéis, de
modo justo y religioso, si la Ley Sálica, que tienen
en Francia, nos excluye o no nos excluye en nuestra
pretensión; y no permita Dios, mi amado y fiel Señor,
que deforméis, torzáis y dobléis vuestra interpretación, ni gravéis con
sutilezas vuestra alma inteligente presentando títulos ilegítimos, cuyos derechos no
se armonicen en sus naturales colores con la verdad... Bajo
este conjuro, hablad, Monseñor, pues escucharemos, observaremos y creeremos de
corazón que lo que digáis está lavado en vuestra conciencia...
¿Puedo mantener tal pretensión en justicia y en conciencia? (May
I with right and conscience make this claim?”.
Semejante actitud
suscitaría, no sólo la ironía de Nicolás Maquiavelo, sino también
la indulgente sonrisa de muchos ilustres teólogos contemporáneos. Alguno tacharía
al Soberano de escrúpulos; otro lo acusaría de buscar descargar
su responsabilidad en el consentimiento de sus nobles. En todo
caso, para la mayoría de nuestros hodiernos pensadores, el hecho
de pedir al Primado inglés que ilumine la conciencia del
rey, demuestra por parte de Enrique una concepción inmadura y
tutorial de la conciencia, propia de un tiempo que un
conocido moralista ha denominado despectivamente como la época de la
Iglesia del Imperio.
La escena shakespeariana puede servirnos para iniciar
nuestra investigación sobre un ámbito particular de la conciencia; de
esa conciencia de la cual Enrique no se permite disponer
sino en base a unos principios dictaminados por una autoridad
extrínseca y extraña. ¿Cuál es la relación entre la conciencia
y un magisterio exterior a ella? ¿Puede prescindir de éste?
¿Debe tenerlo siempre en cuenta? ¿Puede hacer valer su independencia
contra él? Y más concretamente, puesto que tal ha de
ser el tema de nuestro trabajo, ¿puede la conciencia del
cristiano reivindicar su autonomía frente a las enseñanzas del Magisterio
de la Iglesia? En esta segunda mitad de siglo este
problema ha acuciado los corazones de muchos fieles y teólogos,
especialmente cuando (antes, durante y después de la Humanae vitae)
se enervaron las discusiones en torno a la relación entre
la conciencia (de los esposos) y el Magisterio Pontificio a
propósito de la regulación de la natalidad.
Estado de la
cuestión
Es indudable que la Sagrada Escritura contiene indicaciones morales
determinadas (mandatos de algunos actos concretos y prohibiciones o condenaciones
de otros comportamientos)[1]. Algunas de estas normas sin la Revelación
no se hubiesen conocido; otros son accesibles a la razón
humana. Es de éstas últimas que tratamos en nuestro trabajo.
Ahora bien, ¿enseña la Revelación divina de modo explícito todas
las normas morales cognoscibles por la razón? El Magisterio de
la Iglesia parece suponer que no y por eso, además
de hacerse eco de las normas explícitamente contenidas en la
Sagrada Escritura, se explaya sobre otras no explícitas en los
textos bíblicos (contracepción, fecundación artificial, masturbación, experimentación embrional, etc.). El
juicio que el Magisterio elabora e impone a la conciencia
de los hombres dice basarse en la naturaleza del hombre,
y justifica su intervención en tal ámbito apoyándose en su
responsabilidad ante Dios como custodio de la ley natural.
Son
muchos, sin embargo, los interrogantes sobre esta actitud magisterial:
-¿Puede
el Magisterio enseñar legítimamente sobre temas de moral natural?
-Suponiendo
que pueda enseñar, ¿qué valor vinculante tienen sus enseñanzas para
la conciencia de los fieles, es decir, hasta qué punto
está el cristiano “obligado” a obedecerlo? ¿Debe tomar tales enseñanzas
como un mandato irrecusable, o como una “orientación”, como una
“opinión más o menos fuertemente fundada”?
-Cuando enseña, ¿puede proponer
su enseñanza como infalible o puede equivocarse?
PRIMERA PARTE: COMPRENSIONES
E INCOMPRENSIONES
Muchos argumentos que es habitual escuchar en nuestros
días parecerían desautorizar esta actuación del Magisterio sobre la conciencia.
Así, por ejemplo, leemos en reconocidos moralistas razonamientos como los
siguientes:
-Ante todo, no puede pretender enseñar normas universales sencillamente
porque éstas no existen. No se pueden catalogar ciertos comportamientos
como malos “siempre y en todo lugar”, porque la malicia
o bondad dependen de elementos circunstanciales, de situaciones concretas, de
presiones, de las intenciones del sujeto que obra. Para dar
un juicio universal sería necesario conocer de antemano todos los
casos posibles en que el acto en cuestión puede ser
ejecutado y conocer que en ninguno de ellos existe una
circunstancia que lo justifique. Y esto no es posible: “En
teoría, escribe el P. J. Fuchs, parece que tal universalidad
no es posible. Una acción sólo es moral al considerar
las ´circunstancias´ y la ´intención´, y eso presupondría que se
pueden prever adecuadamente todas las combinaciones posibles de circunstancias e
intenciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la
opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva
de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica,
b) las diferencias de civilización, c) la historicidad humana”[2].
-Aun
cuando de hecho indique o prohiba ciertos comportamientos, esto no
nos obliga mas que a tomar en cuenta tales indicaciones
como opiniones autorizadas, como buenos consejos. Puesto que el Magisterio
moral de la Iglesia no es infalible, se trata de
una opinión reformable, que podrá cambiar en el futuro: “Vivimos,
dice B. Häring, la transición dolorosa de una época de
la ´Iglesia del imperio´ constantiniana... a una época de fe
por decisión libre y entrega a la comunidad de fe...
Existe aún el concepto de teología moral como guía para
los confesores que se consideraban, principalmente, como jueces y controladores
de conciencias... La escuela única, propugnada por una parte de
la jerarquía, subraya en exceso la autoridad de los documentos
romanos, incluso cuando están condicionados históricamente y rebasados en su
propio contexto por lo que respecta a la moral. Aunque
rara vez, acaso nunca, propuso el magisterio normas morales atribuyéndoles
valor de infalibilidad, reiteradamente una escuela de moral ha planteado
estas normas como si fuesen particularmente infalibles, ´al menos hasta
que el disenso creció hasta tal volumen que hizo simplemente
insostenible esta posición´“[3].
-Finalmente, y aquí está el nudo de
la cuestión, es la conciencia de cada hombre la norma
última del obrar, su juez definitivo. Y por eso, aún
cuando el Magisterio pueda y de hecho elabore normas de
conducta o prohíba determinados comportamientos, obramos bien en la medida
que sigamos nuestra conciencia, aunque ésta dictamine algo contrario al
Magisterio; por ejemplo, F. Böeckle hablando de la Humanae vitae
y de la condena de la contracepción escribe: “Incluso un
católico fiel a su iglesia puede llegar a una conclusión
diversa de la decisión magisterial; él puede sostener esta posición
e incluso practicarla ya sea personalmente, o bien, por ejemplo,
como médico con sus pacientes”[4]. Asimismo Enrico Chiavacci: “Si (el
juicio universal del Magisterio) es una norma de orden general,
la conciencia lo asume como guía o como sugerencia que
en determinados casos puede cesar”[5]. Si cualquier autoridad, pues, y
especialmente el Magisterio de la Iglesia, quiere expedirse sobre temas
morales, puede hacerlo pero con la condición de que su
intención no vaya más allá del ofrecer algunos elementos útiles
para que la conciencia del fiel se forme su juicio
personal y autónomo. Y por tanto, si, por ejemplo, el
Papa pretendiese imponer o exigiese que los hombres obedezcan en
conciencia las normas del Magisterio, como hace Juan Pablo II
en la Veritatis Splendor, no quedaría mas que catalogarlo de
“falto de tolerancia, de futuro y de misericordia”, como lo
apoda el escritor Luis Antonio de Villena[6]; o bien tacharlo
de “intregrismo ideológico... monolitismo ético y... conservadurismo teológico”, como hace
el sociólogo Francisco Vázquez[7]; “premoderno, preconciliar y restauracionista”, según lo
denominan algunos teólogos españoles de la Asociación de Teólogos “Juan
XXIII”[8] “apocalíptico”, según Miguel Ángel Maestro[9]; o catalogar su actitud
de “fundamentalista, reaccionaria y numantina”, en el decir del escritor
Antonio Castellote[10]; o simplemente “inmoral”, “agresiva de la condición humana”
y “coartadora de las conciencias”, para usar los calificativos empleados
por el ex fraile Leonardo Boff[11].
Ante estas afirmaciones nos vienen
a la mente las palabras del tortuoso Raskolnikof en “Crimen
y castigo”: “Se habla del deber y de la conciencia;
no quiero decir nada en contra, pero ¿cómo entendemos tales
palabras?”. El personaje de Dostoiewsky de alguna manera intuye la
ambigüedad con que el pensamiento de la “modernidad” ha preñado
los conceptos claves de nuestro lenguaje. Y así, las tres
afirmaciones corresponden a tres sofismas y a tres errores filosóficos
y teológicos.
Respecto de la primera crítica. La refutación exigiría
un análisis detenido que nos llevaría lejos de nuestro tema.
Debemos, pues, contentarnos con afirmar, siguiendo la doctrina bíblica, a
toda la tradición ética filosófica y teológica de Occidente, y
al Magisterio mismo de la Iglesia[12], que existen comportamientos que
son en sí mismos y siempre malos, porque el primer
elemento constitutivo de la moralidad de un acto es su
objeto, no la intención del que lo realiza ni, menos
aun, sus circunstancias. En cada acto se conjugan los tres
elementos (objeto, fin y circunstancias), pero el acto ya tiene
una moralidad básica que le viene dada por su mismo
objeto.
Respecto de la segunda[13]. Es falsa la concepción del
Magisterio en la que se basa la objeción. Tres errores
fundamentales sobre el Magisterio caracterizan la teología del disenso:
1)
Pensar que sólo el Magisterio “ex cathedra” es infalible. También
el Magisterio ordinario universal goza de infalibilidad, como señala la
Lumen Gentium: cuando los obispos “aun dispersos por el mundo,
pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con
el sucesor de Pedro, como maestros auténticos en materia de
fe y costumbres convienen en exponer una enseñanza como definitiva,
anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo”[14]. Por tanto, cuando el
Romano Pontífice presenta una determinada doctrina como sostenida desde siempre
por la Iglesia universal, la está presentando como revestida de
la cualidad de infalible[15].
No es lo más importante, en
este punto, la forma más o menos solemne de promulgación
(que es lo que muchos teólogos parecieran pretender para toda
afirmación infalible) sino que nos conste la intención definitoria de
los Concilios y de los Papas... Lo decisivo es únicamente
que hagan patente y manifiesto su propósito de imponer a
toda la Iglesia la aceptación irrevocable de sus enseñanzas[16].
2)
Segundo error (explícito en la afirmación de Häring): que “rara
vez, acaso nunca”, el magisterio ha propuesto “normas morales atribuyéndoles
valor de infalibilidad”. Por el contrario, escribe García de Haro:
“prácticamente todas las normas morales concretas más importantes (sobre aborto,
homosexualidad, relaciones prematrimoniales, masturbación, eutanasia, onanismo, etc.), han sido enseñadas
por el Magisterio ordinario y universal: por el Romano Pontífice
y por los Obispos en comunión con el Santo Padre,
en todo el mundo y sin interrupción”[17]. Y también: “...
la inmensa mayoría de las cuestiones de cierta importancia para
la vida moral, se encuentran de un modo u otro
con carácter definitivo por el Magisterio”[18]. Muchos sostienen, por ejemplo,
el carácter infalible de la doctrina expuesta en la Encíclica
“Humanae vitae”[19].
3) Tercer error: que el magisterio no infalible
equivalga a opinable. “El Magisterio infalible no se opone a
magisterio opinable, porque también el Magisterio no infalible posee valor
de certeza aunque no tenga la dote de infalibilidad”[20]. Por
tanto, también vincula la conciencia, ya que no es lícito
obrar con dudas positivas de conciencia, y ningún fiel puede
dejar de dudar positivamente sobre la licitud de un acto
en torno al cual el Magisterio -aun no infalible- ha
elaborado un juicio reprobatorio. “El Magisterio vincula las conciencias siempre
que de un modo y otro así lo indica el
mismo; los criterios para apreciarlo son: índole del documento, insistencia
con que repite una misma doctrina, fórmulas usada para expresarlo”[21].
El mismo Código de Derecho Canónico se expresa diciendo que
cuando se trata de un ejercicio del magisterio auténtico del
Sumo Pontífice o del Colegio episcopal en unión con él,
sobre materia moral, aunque no tenga intención de proclamarla con
un acto definitivo, los fieles deben prestarle un “obsequio religioso
del entendimiento y de la voluntad”[22].
Obsequio de voluntad significa
que la voluntad debe adherirse a una doctrina con el
acto que le es propio, la obediencia y el amor
a la verdad. Esto, antes de que el intelecto perciba
la verdad intrínseca de tal verdad, basándose en lo que
ya ha percibido con anterioridad, por la fe, y que
le garantiza la veracidad de tal doctrina: que el Papa
y los obispos en comunión con él enseñan en virtud
de la autoridad de Cristo.
Obsequio por parte del entendimiento
indica la adhesión de la inteligencia a tal verdad; lo
hace “asintiendo”, que es su acto propio. Este obsequio es
“religioso”, es decir, fundado en el mismo motivo religioso: la
misión de los obispos y del Papa.
Por tanto, la
actitud exigida no se agota en un comportamiento exterior sino
que exige un acto interior de sumisión y asentimiento. El
motivo es el ejercicio del magisterio auténtico ya que es
la peculiaridad y exclusividad del magisterio eclesiástico que ningún otro
magisterio puede reivindicar: la autenticidad es el hecho de enseñar
con la autoridad de Cristo[23]. Y por eso obliga la
conciencia de los fieles, puesto que, como enseña la Instrucción
Donum veritatis, se da asistencia divina al magisterio auténtico, aun
cuando no tenga intención de pronunciarse infalible y definitivamente[24].
En
cuanto a la tercera crítica. Que la conciencia sea la
norma moral última de nuestro obrar es verdad a condición
de entender rectamente esta formulación. Vamos a explayarnos un poco
más sobre este punto en la siguiente parte del trabajo.
SEGUNDA PARTE: LAS RELACIONES ENTRE MAGISTERIO Y CONCIENCIA
El fondo
del problema radica en la incomprensión de algunos conceptos: qué
es verdaderamente la conciencia (o la naturaleza de la conciencia)
y cuál es la función del Magisterio. Entendidos correctamente estos
dos conceptos, precisar la relación entre conciencia y Magisterio no
ofrecerá mayores dificultades.
1. La conciencia, la verdad y el
error.
La conciencia no es una facultad del hombre; tampoco
una especie de superfacultad que se confundiría con la persona
misma; menos aún una parte material de nuestro sistema nervioso,
como algún neurólogo materialista ha llegado a afirmar en nuestros
días con absoluta insuficiencia crítica y filosófica[25]. Es solamente un
acto, y un acto de nuestra inteligencia en su función
práctica. Es el acto por el cual nuestra inteligencia advierte
que está realizando una acción determinada (llamada conciencia psicológica) y
al mismo tiempo advierte que esa acción es buena o
mala (conciencia moral).
“... La conciencia moral... es... la intuición
que cada uno tiene de la bondad o de la
malicia de las acciones propias... La conciencia en la práctica
de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud, sobre
la moralidad de nuestros actos”[26].
Este juicio sobre la moralidad
de nuestros actos es posible porque aplicamos a nuestros actos
el conocimiento de una ley que se encuentra impresa previamente
en nuestro interior. Este conocimiento en parte nos viene dado
por la misma naturaleza (sindéresis) y en parte lo vamos
cultivando y precisando a través de la educación, la tradición,
la enseñanza, y la Revelación divina contenida en las Escrituras.
La conciencia dice una relación constitutiva con la verdad. La
conciencia es testigo, juzga, dirige, alaba, condena, en razón de
unos principios que la trascienden pero que, sin embargo, ella
puede alcanzar. La conciencia es la norma de nuestro obrar
cuando se trata de una conciencia recta, y por tanto,
sólo puede ser seguida de modo absoluto e incondicionado cuando
es recta y porque es recta. Ahora bien, conciencia recta
significa conciencia verdadera[27], conciencia que juzga según verdad, es decir,
adecuándose a la norma suprema que es Dios y a
la verdad de las cosas. Nuestros actos son buenos al
adecuarse a nuestra conciencia (a lo que nuestra conciencia juzga
que es bueno hacer aquí y ahora) sólo cuando nuestra
conciencia se adecua a una norma superior que es la
ley divina (ya sea positiva, es decir, revelada, o bien
natural). Ella mide bien porque regula su medida con la
medida absolutamente infalible que es la medida divina. Es regula
regulata. Por tanto, la conciencia no “crea” la verdad, sino
que la descubre. Obrar de determinado modo no es bueno
porque lo hayamos “decidido”[28], o porque estemos convencidos de ello
(con convencimiento sentimental o afectivo), sino porque es así en
la realidad (en la ley de Dios, en la naturaleza
de las cosas) y coincide con la verdad objetiva.
Por
lo tanto, es la verdad trascendente y objetiva la que
hace verdadera la conciencia; la conciencia es recta cuando obra
según esa verdad. De aquí el valor perenne de aquellas
palabras de J.H. Newman: “Existe una verdad; existe una sola
verdad... Nuestro espíritu está sometido a la verdad; por ende,
no es superior a ella, y está obligado no tanto
a disertar sobre ella, cuanto a venerarla”[29].
El modo según
el cual tiene lugar tal descubrimiento de la verdad práctica,
juega un rol secundario. Que uno llegue a la verdad
a partir de los principios intrínsecos que posee sin ayuda
exterior (autónomamente), o que esto advenga ayudado por principios exteriores
(heterónomamente) no afecta a lo esencial. Lo que es fundamental
es que la verdad sea interiorizada por nosotros, y esto
es lo que dignifica nuestra conciencia; por el contrario, en
nada menoscaba tal dignidad el que esa verdad sea ofrecida
por alguien diverso de nuestra conciencia personal. La conciencia debe,
pues, interiorizar la verdad, es decir, hacerla suya, encarnarla. El
pensamiento moderno, desde Descartes y especialmente con Kant, ha dado
un sentido diverso a tal interioridad. Para la modernidad, la
verdad es interior en el sentido de que nace del
sujeto, es creada por él, es hecha a su medida.
En este contexto, hablar de obediencia a una autoridad extrínseca
es un modo de legalismo destructivo de la moralidad. Sólo
en el caso de una verdad que surja del interior
se salvaguardaría la dignidad de la conciencia, mientras que todo
cuanto viene de afuera la degradaría. Así piensa, por ejemplo,
Mariano Grondona, al decir: “Hay ´autonomía´ cuando esa ley que
me manda ha sido generada en mí. Yo, en este
caso, me estoy obedeciendo a mí mismo. A lo mejor
de mí mismo: a mi razón. Cuando esa ley viene
de afuera, es el producto de una voluntad ajena a
la mía; entonces cuando la obedezco lo hago por conveniencia,
por temor, por las inclinaciones”[30].
Según Caffarra[31], Hegel atribuyó a
Lutero el haber sido el primero en constatar esta contradicción
entre autoridad y conciencia. En cambio, para el pensamiento tradicional,
“interioridad de la verdad” significa la presencia interior de la
verdad objetiva y trascendente que no disminuye sino que “constituye”
su dignidad.
Consecuentemente, la conciencia que puede imponer al hombre,
de modo absoluto, sus “derechos”, es la conciencia recta. Ahora
bien, “para tener una ´conciencia recta´ (1 Tim 1,5), el
hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta
misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe
estar ´iluminada por el Espíritu Santo´ (cf. Rom 9,1), debe
ser ´pura´ (2 Tim 1,3), no debe ´con astucia falsear
la palabra de Dios´ sino ´manifestar claramente la verdad´ (cf.
2 Cor 4,2)”[32]. “La conciencia recta es una conciencia debidamente
iluminada por la fe y por la ley moral, y
supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento
del verdadero bien”[33].
Fuera de esto, sólo en un caso
puede dirigir nuestro obrar, y esto acaece accidental y provisoriamente.
Es el caso de la conciencia involuntaria e invenciblemente errónea:
cuando ella cree estar regulando de acuerdo a esa ley
superior aunque en realidad esté equivocándose y apartándose de esa
ley superior. Pero no cualquier conciencia que yerra es invenciblemente
errónea. Sólo lo es aquélla que ha puesto y agotado
todos los medios necesarios para no estar en el error
(y esto supone e implica el amor y la búsqueda
de la verdad, la investigación de la verdad, la consulta
a quien puede dar luz sobre el problema), y a
pesar de ello no ha podido salir de él. Y
en todo caso, sólo es norma del obrar accidentalmente (por
creer ser verdadera), y provisoriamente (mientras dure el error)[34]. A
pesar de todo, en el caso de aquél que sigue
su conciencia involuntaria e invenciblemente errónea, su acto sigue siendo
objetiva y materialmente malo, aunque su estado de conciencia lo
excuse del pecado[35].
Por eso puede decirse con todo rigor
que “la dignidad de la conciencia deriva siempre de la
verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata
de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el
caso de la conciencia errónea, se trata de lo que
el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero”[36]. Pero “compromete su dignidad
cuando es errónea culpablemente, o sea, ´cuando el hombre no
trata de buscar la verdad y el bien, y cuando,
de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como
consecuencia de su hábito de pecado´“[37].
[1]
Cf. las “listas de pecados” paulinas: Rom 1,29-31; Gál 5,19-21;
Ef 5,3-6; 1 Cor 6,9-10; 5,9-11; Col 3,5-11.
[2] Josef Fuchs,
S.J., The absolutesness of Moral Terms, Rev. Gregorianum, 52 (1971),
p. 449.
[3] Bernard Häring, Libertad y Fidelidad en Cristo, Herder
Barcelona, 1981, T. I, pp. 352-353; la expresión citada por
Häring pertenece a J.P. Mackey.
[4] F. Böeckle, Morale Fondamentale, Queriniana,
Brescia, 1979, p. 283.
[5] Chiavacci, E., Studi di teologia morale,
Assisi 1971, p. 45.
[6] “El Mundo”, citado por Miguel Angel
Velazco, Los derechos de la verdad, MC, Madrid 1994, p.
137-138.
[7] Cit. en Miguel Angel Velazco, op. cit., p. 126.
[8]
Cf. Diario “El País”, 7/X/93; cit. por Miguel A. Velazco,
op. cit., p. 142.
[9] Cf. Miguel Angel Velazco, ibid., p.
161, Maestro habla de la Veritatis Splendor como “la Encíclica
de la crisis, del apocalipsis now de fin de siglo”.
[10]
Diario de Teruel, 6/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco, op.cit.,
pp.156-157.
[11] Cf. “El Mundo”, 11/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco,
op. cit., p. 153.
[12] Cf. Enc. Veritatis Splendor, nnº 71-79;
Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1750-1761.
[13] Cf. Dario Composta,
La nuova morale e i suoi problemi, Editrice Vaticana, Città
del Vaticano 1990, especialmente cap. 8, pp. 145-175; Carlo Caffarra,
La competenza del magistero nell´insegnamento di norme morali determinate, Rev.
“Anthropotes” 1 (1988), pp. 7-23; Ramón García de Haro, Magisterio,
norma moral y conciencia, Rev. “Anthropotes” 1 (1988), 45-71.
[14] Lumen
gentium, 25.
[15] “...(El) sucesor de Pedro... ya en el ejercicio
ordinario de su magisterio actúa no como persona privada, sino
como maestro supremo de la Iglesia universal, según la aclaración
del concilio Vaticano II sobre las definiciones ex cathedra (cf.
LG 25). Al cumplir esta tarea, el sucesor de Pedro
expresa de forma personal, pero con autoridad institucional, la regla
de fe, a la que deben atenerse los miembros de
la Iglesia universal -simple fieles, catequistas, profesores de religión, teólogos...”
(Juan Pablo II, Catequésis 10/3/93; en L´Osservatore Romano 12/3/93, p.
3, nº 4).
[16] Cf. Joaquín Salaverri, S.I., Potestad de Magisterio,
en: Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, B.A.C., Madrid
1966, pp. 529ss.; cf. p. 523.
[17] García de Haro, Magisterio,
norma moral y conciencia, op.cit., p. 64.
[18] Ibid., p. 63.
[19]
Esto basándose en que Pablo VI presenta la doctrina de
la Humanae vitae como “constantemente enseñada por la Iglesia” (nº
10), “propuesta por el Magisterio con constante firmeza” (nº 6),
etc. Entre otros son de este parecer: Emenegildo Lio (Humanae
vitae e infallibilità, Città del Vaticano 1986), Germain Grisez (Christian
Moral Principles, Chicago 1983, p. 847), Dario Composta (La nuova
morale e i suoi principi, op. cit., p. 148), García
de Haro (Matrimonio e famiglia nei documenti del magistero. Corso
di teologia matrimoniale, Ares, Milano 1989, p. 212), etc.
[20] García
de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, op.cit., p. 62.
[21]
Ibid., p. 63.
[22] Código de Derecho Canónico (1983), c.752. Cf.
Francisco Javier Urrutia, S.J., Obsequio religioso de entendimiento y voluntad
(c. 752). Clarificación de su sentido. En: AAVV., La misión
docente de la Iglesia, Ed. Pontificia Universidad de Salamanca, Salamanca
1992, pp. 21-40. El autor refuta la posición de Francis
Sullivan, S.J., que sostiene que el “obsequio” que se menciona
en el canon 752 no exige “asentimiento” de la inteligencia.
[23]
Cf. Lumen Gentium 25.
[24] “Se da también la asistencia divina
a los sucesores de los Apóstoles, que enseñan en comunión
con el sucesor de Pedro, y, en particular, al Romano
Pontífice, Pastor de toda la Iglesia, cuando, sin llegar a
una definición infalible y sin pronunciarse en ´modo definitivo´, en
el ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce
a una mejor comprensión de la revelación en materia de
fe y costumbres, y ofrecen directivas morales derivadas de esta
enseñanza. Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio
de cada una de las intervenciones del Magisterio y la
medida en que se encuentra implicada su autoridad; pero también
el hecho de que todas ellas derivan de la misma
fuente, es decir, de Cristo que quiere que su pueblo
camine en la verdad plena. Por este mismo motivo las
decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas
por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de
la asistencia divina, y requieren la adhesión de los fieles”
(Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo, “Donum veritatis”, 24/5/1990, nº 17).
[25] Me
refiero a Hanna y Antonio Damasio, neurólogos del Hospital Iowa
and Clinics. Según ellos, la conciencia se encuentra ubicada en
una zona del lóbulo frontal del cerebro; afirman esto basándose
en que Pinieas Gafe, un obrero, a raíz de un
accidente en que resultó herido en su cerebro, perdió la
noción del bien y del mal (cf. LA NACION, 1
de junio de 1994, p. 9).
[26] “... Existe una conciencia
psicológica, que reflexiona sobre nuestra actividad personal, cualquiera que ésta
sea; es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es
un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual,
la propia personalidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar
a ser dueño de sí mismo. Pero ahora no hablamos
de este campo de la conciencia; hablamos del segundo, el
de la conciencia moral e individual, esto es, de la
intuición que cada uno tiene de la bondad o de
la malicia de las acciones propias. Este campo de la
conciencia es interesantísimo también para aquellos que no lo ponen,
como nosotros los creyentes, en relación con el mundo divino;
más aún, constituye al hombre en su expresión más alta
y más noble, define su verdadera estatura, lo sitúa en
el uso normal de su libertad. Obrar según la conciencia
es la norma más comprometida y al mismo tiempo, la
más autónoma de la acción humana. La conciencia en la
práctica de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud,
sobre la moralidad de nuestros actos, tanto considerados en su
desarrollo habitual como en la singularidad de cada uno de
ellos” (PABLO VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilia en el
I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965).
[27] Usamos este término en el
sentido que le dió Santo Tomás. “Santo Tomás llamaba conciencia
recta o verdadera a la que reflejaba la verdad objetiva
de orden práctico, en conformidad con la ley de Dios,
en contraposición de la conciencia errónea que puede ser tal
vencible o invenciblemente. Es la terminología que asumió y divulgó
San Alfonso María de Ligorio... Otros moralistas, más de acuerdo
con la terminología de Francisco Suárez, dan a la conciencia
recta una significación más amplia, de modo que comprende tanto
la conciencia verdadera como la invenciblemente errónea o de buena
fe. Así, por ejemplo, A. Vermerch” (Victorino Rodriguez, O.P., Función
mediadora de la conciencia, Rev. “Mikael” 24 [1980] pp.116-117).
[28] “Algunos
autores, queriendo poner de relieve el carácter ´creativo´ de la
conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre
de ´juicios´, sino con el de ´decisiones´. Sólo tomando ´autónomamente´
estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral...” (Enc.
Veritatis Splendor, nº 55).
[29] J.H.Newman, Essay on the development of
christian doctrine, London 1878, p. 357.
[30] Mariano Grondona, Los pensadores
de la libertad, Ed. Sudamericana, Bs. As. 1989, p. 75.
[31]
L´autorità del magisterio in morale, op. cit., p. 183.
[32] Enc.
Veritatis Splendor, 62.
[33] Instrucción Donum veritatis, nº 38.
[34] Cf. Santo
Tomás, De veritate, q. 17, a.4.
[35] Cf. Suma Teológica, I-II,
19, 6; cf. Victorino Rodriguez, O.P., Estudios de antropología teológica,
Speiro, Madrid, 1991; especialmente el capítulo Teología de la conciencia,
pp. 145-147.
[36] Enc. Veritatis Splendor, 63.
[37] Ibid., 63. El texto
indicado dentro de la cita corresponde a la Constitución Gaudium
et spes, 16.
La conciencia y el Magisterio II |
El Magisterio y la ética racional. |
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La conciencia y el Magisterio II |
2. Magisterio y moral natural.
“Simón, hijo de Juan, ¿me
amas más que estos?... Apacienta mis corderos” (Jn 21,15). “Simón...
yo he rogado por ti, para que tu fe no
desfallezca; y tú, cuando vuelvas, confirma a tus hermanos” (Lc
22,31-32). El oficio de apacentar y confirmar, robustecer en la
fe y guiar en el obrar, se enraíza directamente en
la voluntad salvífica de Cristo, y es la razón de
ser del Magisterio de Pedro y de los demás apóstoles
unidos a Pedro.
El sentido último del ministerio de la
Iglesia es el de transmitir la verdad de Cristo, y
más aún, la verdad que es Cristo: “Por voluntad de
Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y
su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que
es Cristo”[38]. Y esto engloba la verdad moral: “... y
al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los
principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza
humana”[39].
Podemos indicar algunos motivos por los cuales es necesario
que el Magisterio se extienda al ámbito de la ética
racional[40]:
a) Por la función sobrenatural sanante del Magisterio. Proponiendo
verdades morales racionales el Magisterio desempeña su misión de salvación.
La Iglesia tiene como misión la salvación del hombre, en
toda su amplitud, incluida su racionalidad ya que la racionalidad
del hombre es una racionalidad llagada, es decir, afectada por
el “vulnus”, la herida, del error y la ignorancia[41]. El
Magisterio devuelve, así, a la razón práctica su relación originaria
con la verdad. La cura de la permanente tentación de
medir la grandeza y el valor del hombre según falsos
criterios. “La ley, centrada sobre el Decálogo, forma la conciencia
del hombre, la humaniza, la dirige hacia su fin bienaventurado
y la abre a la gracia...”[42].
b) Por la función
pastoral del Magisterio y las consecuencias de la Encarnación. Existe
una conexión intrínseca entre el fin sobrenatural (salvación) al que
el Magisterio debe encaminarnos y el ámbito humano de la
vida cristiana, es decir, los actos concretos que son los
medios por los cuales nos ordenamos al fin. La Iglesia
no sería fiel a su misión si enseñando “la fe
que debe creerse y aplicarse en la práctica de la
vida”[43] no enseñarse, al mismo tiempo, sus consecuencias coherentes en
el plano humano. Y esto es consecuencia de la Encarnación:
“El Verbo al encarnarse ha entrado plenamente en nuestra existencia
cotidiana, que se articula en actos humanos concretos; muriendo por
nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que
debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana”[44]. En la Encarnación
el Verbo divino asume la naturaleza humana en su totalidad,
exceptuado el pecado, para sanarla, rescatarla, redimirla; y nada puede
sustraerse del alcance de la Encarnación sin que al mismo
tiempo se parcialice la obra redentora de Cristo. Como dice
San Ireneo: “lo que no es asumido, no es redimido”[45].
c) Por la profunda armonía existente entre la razón y
la fe. A este antiguo problema de razón y fe
pueden remontarse, en última instancia, las dificultades y críticas planteadas
por numerosos teólogos respecto de la autoridad del Magisterio en
el ámbito de la moral natural. Pero tales críticas están
fundamentadas en un prejuicio: “la recíproca exclusión de la fe...
y la razón, en base a lo cual la fe
no es racional y la razón no es creyente, y
por tanto, los ´precepta fidei´ no son racionales y los
´precepta rationis´ no pueden apoyarse en una autoridad de fe”[46].
De este modo, excluida la fe del ámbito de la
razón (y reduciendo la competencia del Magisterio a la sola
fe), la razón debería proceder autónomamente en la elaboración de
sus normas. Así entendido el problema, un Magisterio es injustificable.
Sin embargo, esta presentación de la relación entre razón y
fe es falsa y ya fue resuelta de modo definitivo
por Santo Tomás en el medioevo, y por tanto, la
estrecha relación armónica entre razón y fe da competencia al
Magisterio en el campo de la razón[47].
d) Porque, si
bien en la Revelación se encuentran normas morales concretas (algunas
de las cuales la razón por sí sola no habría
podido descubrir, como por ejemplo los preceptos tocantes al ejercicio
de las virtudes teologales; otras, en cambio, están -al menos
de suyo- al alcance de la razón), sin embargo, puede
legítimamente presumirse que la Revelación no ha enseñado explícitamente todas
las normas morales determinadas racionalmente cognoscibles. Y esto porque Dios
no se sustituye a la causalidad de las personas creadas[48].
3. Magisterio y conciencia.
Es constitutivo esencial de la conciencia
recta su adecuación con la verdad objetiva, como ya hemos
dicho. Pero no siempre está en poder de la razón
alcanzar por sí sola dicha verdad con la cual adecuarse,
aun teniendo en sí los principios de los cuales se
derivan todas las verdades morales. Los principios universales están, pero
en su condición universal. Descubrir la relación estrecha entre nuestros
comportamientos concretos y tales principios puede resultar evidente como puede
no serlo. Y esto por muchos motivos. Por un lado,
la nuestra es una razón herida y debilitada por el
pecado original. Por otra parte, algunas de las verdades que
rigen el obrar concreto son el fruto de deducciones que
no todos pueden realizar. Asimismo, tienen su cuota de injerencia
las presiones de una sociedad y una cultura laicista, atea
y hedonista, que crea un modo de pensar consecuente con
sus máximas. Finalmente, el juicio práctico de la razón guarda
una fuerte dependencia de nuestros hábitos morales; y cuando éstos
son vicios arraigados, interfieren influyendo notablemente nuestro modo de juzgar.
De aquí la necesidad del Magisterio.
La relación entre el
Magisterio y la conciencia es análoga a la que media
entre la luz y nuestros ojos. Nuestros ojos no ven
si no media la luz: “Hablar de un conflicto entre
la conciencia y el Magisterio es lo mismo que hablar
de conflicto entre el ojo y la luz”[49].
Una nueva
confirmación de la armonía entre Magisterio y conciencia puede ser
aducida partiendo de la acción del Espíritu Santo sobre el
Magisterio y sobre la conciencia de los fieles. La Ley
Nueva, instituida por Cristo, es una ley fundamentalmente interior: la
acción del Espíritu Santo operante por la gracia en los
corazones. Pero supone, juntamente, elementos externos, también obra del Espíritu
Santo, cuales son el texto escrito de la Revelación, los
sacramentos y también el Magisterio de la Iglesia[50]. El Espíritu
Santo actúa sobre los dos elementos, sobre la conciencia con
la gracia, sobre el Magisterio con su asistencia: “El Espíritu
de Dios que asiste al Magisterio en el proponer la
doctrina, ilumina internamente los corazones de los fieles, invitándolos a
prestar su asentimiento”[51]. No puede pensarse que la oposición de
la conciencia al Magisterio (guiado por el Espíritu Santo) pueda
ser fruto de la docilidad de la conciencia al mismo
Espíritu Santo[52].
Por todo esto, se hace necesaria la intervención
de un magisterio que por un lado custodie manteniendo incólumes
los principios, y por otro ilumine el obrar cotidiano a
la luz de los mismos. Por tal motivo, el Cardenal
Ratzinger analizando aquella famosa expresión de Newman, “si yo tuviera
que llevar la religión a un brindis después de una
comida... desde luego brindaría por el Papa. Pero antes por
la conciencia y después por el Papa”, la entiende en
el sentido de que es la conciencia, o más bien,
la necesidad de que la conciencia sea custodiada, iluminada y
preservada del error, lo que explica el Papado. “Sólo en
este contexto, escribe Ratzinger, se puede comprender correctamente la primacía
del Papa y su correlación con la conciencia cristiana. El
significado auténtico de la autoridad doctrinal del Papa consiste en
el hecho de que él es el garante de la
memoria[53]. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla
la memoria cristiana y la defiende. Por eso, el brindis
por la conciencia ha de preceder al del Papa, porque
sin conciencia no habría papado. Todo el poder que él
tiene es poder de la conciencia: servicio al doble recuerdo,
sobre el que se basa la fe que debe ser
continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de destrucción
de la memoria, que está amenazada tanto por una subjetividad
que ha olvidado el propio fundamento como por las presiones
de un conformismo social y cultural”[54].
Algo semejante dice la
Veritatis Splendor: “La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia
sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la
libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la
libertad de conciencia no es nunca libertad «con respecto a»
la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad, sino
también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la
conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería
poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe.
La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de
la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá
por cualquier viento de doctrina según el engaño de los
hombres (cf. Ef 4,14), a no desviarse de la verdad
sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad,
especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a
mantenerse en ella”[55].
Por eso decía el Papa, en el
Discurso que dirigió a los participantes del II Congreso internacional
de teología moral, que “el Magisterio de la Iglesia ha
sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”,
y que por eso “apelar a esta conciencia precisamente para
constestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el
rechazo de la concepción católica de Magisterio y de la
conciencia moral”[56]. El Magisterio de la Iglesia ha sido dispuesto
por el amor redentor de Cristo para que la conciencia
sea preservada del error y alcance siempre más profunda y
certeramente la verdad que la dignifica. Por eso equiparar las
enseñanzas del Magisterio a cualquier otra fuente de conocimiento banaliza
el Magisterio, y hace inútil el sacrificio redentor de Cristo.
Conclusión
Así, siendo constitutivo esencial de la conciencia la verdad,
y la verdad en toda su amplitud (natural y sobrenatural),
y siendo misión esencial del Magisterio transmitir la verdad, y
no sólo la verdad dogmática sino también la verdad práctica,
moral, la contraposición entre conciencia y Magisterio sólo puede provenir
de un “a priori” reduccionista.
-Es una versión más del
histórico problema de la relación entre razón y fe (entre
verdad racional y verdad de la fe, entre heteronomía y
autonomía), y cuando la relación entre ambas es mal resuelta
(como contraposición o admitiendo la posible contraposición o exclusión), se
convierte en una versión más de la teoría de la
doble verdad de Siger de Brabante. Es también una versión
más de la incomprensión del misterio de la Encarnación. Incomprensión
de la unidad que se establece entre las dos naturalezas
de Cristo en la unidad de persona: sin confusión, pero
en perfecta armonía. De ahí la insuperable dificultad para compaginar
fe y moral, dogma y vida.
-Es una versión más
de error del monofisismo y del docetismo: la reducción del
misterio de la Encarnación a una sola naturaleza, la divina,
afirmando lo humano de Cristo como pura apariencia, tiene su
versión moral en la reducción de la salvación a la
profesión de un credo, a la adhesión meramente intelectual a
un dogma abstracto, mientras que el obrar concreto recibe una
redención aparente, una capa de barniz que no toca ni
asume la naturaleza, no la redime, no la transforma, y,
por tanto, no exige un modo de vida auténticamente cristiano
y verdaderamente renovado.
-Es una versión más de la dicotomía
pesimista establecida por Lutero: una fe sin moral, una fe
sin caridad operante, una adhesión fiducial a Cristo que no
compromete en sus raíces nuestra relación con el mundo.
En
cambio, la auténtica concepción de la relación entre conciencia y
Magisterio, ennoblece la conciencia, ya que aquello que la dignifica
es la capacidad que tiene de alcanzar la verdad, siendo
secundario el hecho de que la reciba de otro o
la alcance por sí misma, mientras que una conciencia que
prefiere aceptar la posibilidad del error antes que someterse a
una luz que no provenga de ella, no es signo
de nobleza sino de una conciencia plebeya.
El Magisterio es
un don de Dios a los hombres porque es el
don de la luz que penetra nuestro interior y que,
acogida interiormente se transforma en guía luminosa, y hace de
la conciencia, como dice Dante, compañera segura bajo el escudo
de sentirse pura[57].
Chesterton dice sobre la inteligencia que ella
“conquista una nueva provincia como una reina, pero sólo porque
primero ha respondido a la campanilla como una criada”[58], es
decir, por su humildad y por su docilidad. Otro tanto
podemos decir de la conciencia: bajo su guía el hombre
alcanza su más alta dignidad, cuando ella primero se deja
invadir por la luz de la verdad. Y nunca olvidemos
aquello de San Juan de la Cruz: “más quiere Dios
de ti el menor grado de pureza de conciencia, que
cuantas obras puedes hacer”[59].
[38] Concilio Vaticano
II, Declaración Dignitatis humanae, 14.
[39] Ibid.
[40] Para lo que sigue
cf. Carlo Caffarra, L´autorità del magistero in morale, en: AA.VV.,
Universalité et permanence des Lois morales, Ed. Universitaires Fribourg Suisse,
Ed. du Cerf Paris, 1986, pp. 179-181; Dario Composta, La
nuova morale..., op. cit., pp. 160-161.
[41] Cf. Suma Teológica, I-II,
85, 4.
[42] Juan Pablo II, Alocución a los obispos del
Sudoeste de Francia, L´Osservatore Romano, 15 de marzo de 1987,
p. 9, nº 4.
[43] Lumen Gentium, 25.
[44] Juan Pablo II,
Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de
teología moral, 12 de noviembre de 1988, en L´Osservatore Romano,
22 de enero de 1989, p. 9, nº 5.
[45] San
Ireneo, citado por la Conferencia de Puebla, nº 400.
[46] Carlo
Caffarra, L´autorità del Magistero in morale, op.cit., p. 181.
[47] Cf.
Enc. Veritatis Splendor, 36 ss.
[48] Cf. Carlo Caffarra, La competenza...,
op. cit., pp. 15-16.
[49] Carlo Caffarra, Conscience, Truth and Magisterium
in conjugal Morality, Rev. “Anthropos” 1 (1986), p. 83.
[50] Cf.
Suma Teológica, I-II, 116, 1 y ad 1.
[51] Pablo VI,
Humanae vitae, 29.
[52] Cf. el desarrollo de este punto en
R. García de Haro, Magisterio, norma y conciencia, op. cit.,
pp. 68-70.
[53] Ratzinger entiende aquí por memoria, anamnesis, lo que
la tradición teológica llama sindéresis, el hábito de los primeros
principios morales. Podrá, si se quiere, discutirse la equivalencia entre
memoria y sindéresis, pero para lo que queremos expresar vale
correctamente.
[54] Joseph Ratzinger, Elogio de la conciencia, Esquiú 23 de
febrero de 1992, p. 30.
[55] Enc. Veritatis Splendor, 64.
[56] Discurso
a los participantes en el II Congreso internacional de teología
moral, 12 de noviembre de 1988, en L´Osservatore Romano, 22
de enero de 1989, p. 9, nº 4.
[57] ...coscienza
m´assicura, la buona compagnia che l´uom francheggia sotto l´asbergo del
sentirsi pura (Inf. XXVIII,115-117).
[58] G.K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino,
en “Obras Completas”, Plaza y Janés, Barcelona 1967, T. IV,
p. 1128.
[59] Dichos 12.
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La conciencia en la Veritatis Splendor |
Las condiciones y los límites. |
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La conciencia en la Veritatis Splendor |
El 6 de julio de 1535 el que había
sido Canciller del Reino de Inglaterra fue decapitado por orden
del Rey Enrique VIII. Su crimen consistió en no querer
doblegarse a afirmar que el matrimonio del Rey con Catalina
de Aragón era o había sido nulo. Decir que el
Rey tenía razón era la llave de la vida; negarse,
la muerte. Tomás Moro se negó y fue decapitado. Antes
de morir escribía a su hija Margarita: “Hasta ahora, la
gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las
riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar
juramento en contra de mi conciencia...”
Nos viene, pues, la idea
de preguntarnos qué es eso que llamamos la conciencia y
de dónde su inviolabilidad, al punto tal que impone al
los hombres el deber de renunciar a la propia vida
antes que ir contra ella. Y asimismo, cuáles son las
condiciones y los límites.
1. Los errores teológicos en torno a
la conciencia
Podríamos indicar dos errores fundamentales en torno a
la conciencia, que se observan a veces entre el común
de la gente y muy a menudo entre renombrados filósofos
y teólogos.
1) La naturaleza de la conciencia
El primer error que
aparece en torno a la conciencia tiene que ver con
la naturaleza de la misma. Ya no se la concibe
como un ACTO de la INTELIGENCIA sino como una FACULTAD
(viejo error ya refutado por los antiguos). Esto se ve
claro en un texto de Häring: “La conciencia, facultad moral
del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad,
la base y la fuente del bien”[1]. Y consecuentemente la
define: “el instinto espiritual de conservación que impele al alma
a buscar la unidad total...(que) no la consigue sino poniéndose
plenamente de acuerdo con el mundo de la verdad y
del bien”[2].
Es más, se la describe como una especie de
SUPERFACULTAD que unifica toda la persona, que estaría en el
centro de la persona; es lo que hoy llaman algunos
(como Häring) la visión “holistica” de la conciencia. Así dice:
“Habita tanto en el entendimiento como en la voluntad y
es una fuerza dinámica en ambos, ya que la inteligencia
y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de
nuestra vida psíquica y espiritual”[3].
2) La conciencia creadora
La segunda falacia
es la concepción de que la conciencia es la creadora
de los valores; es la que determina arbitrariamente qué está
bien y qué está mal. “Las tendencias culturales... que contraponen
y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de
modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de
la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional
de la Iglesia y de su magisterio” (VS 54).
Häring habla
de la “cualidad creativa de la conciencia”[4]; y menciona este
tipo de conocimiento como superior al conocimiento que él llama
abstracto y sistemático: “Una teología moral que intente afirmar la
fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar
esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza
de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el
conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada
de conocimiento”[5].
Según esta concepción es el hombre el que debe
decidir en última instancia cómo obrar en cada circunstancia concreta.
Para esto puede servirle de ilustración lo que dice la
filosofía, la tradición, el Magisterio, el Evangelio, etc. Pero el
que decide es él. Y sus actos serán buenos o
malos según sigan «lo que ellos han decidido». El Papa
señala que esta corriente, para dar fuerza a su concepción,
ya no llaman a los actos de la conciencia «juicios»
sino «decisiones» (VS 55).
El Papa ha dicho en un famoso
discurso: “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a
la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma
doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de
conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se
ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa
voluntad del Creador, en la que se funda la misma
dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en
el que el hombre es iluminado por una luz que
no deriva de su razón creada y siempre falible, sino
de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha
sido creado...”[6].
Cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se
pide muchas veces es el “derecho” a que cada uno
diga qué le parece bien, y obre en consecuencia. Esto,
en definitiva, es la tentación del Paraíso; el pecado de
Adán y Eva consistió en el querer determinar por su
propia cuenta el bien y el mal de nuestros actos,
sin importarle la verdad objetiva.
3) La conciencia, último juez absoluto
Otro
error consiste en hacer de la conciencia el último juez
absoluto. Volvemos a lo mismo: si la verdad juega un
papel fundamental, el último juez es la verdad, y mi
conciencia puede guiar mi obrar cuando ha agotado todas las
instancias para formarse y buscar la verdad.
Häring, por ejemplo, habla
de posibles conflictos entre la libertad (o conciencia) y la
ley, en los cuales la “presunción” favorece la libertad: “Ya
que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en
las cuestiones de ... ley humana positiva..., no parece que
haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina,
y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden
de la naturaleza y de la gracia... En principio la
libertad «posee» sobre la ley”[7]. Esto vale para las leyes
humanas positivas, pero no para la ley divina donde está
en juego la voluntad de Dios o los actos gravemente
prohibidos. Afirmó Ratzinger en un discurso que dio mucho que
hablar que la primera vez que escuchó esto aplicado con
todas las consecuencias, en boca de un profesor alemán, uno
de los oyentes le objetó que si aplicamos tales principios
en todo su rigor deberíamos afirmar, por ejemplo, que los
responsables de los crímenes nazistas (nosotros podríamos añadir también los
crímenes de Stalin, de las persecuciones romanas, chinas, del terrorismo,
de Sendero Luminoso, las masacres etnias en los Balcanes) no
pueden ser condenados porque quienes los cometieron probablemente estaban convencidos
de lo que hacían, y por tanto obraban “según su
conciencia”, con lo cual su conducta sería MORALMENTE INTACHABLE. Aquel
profesor respondió diciendo que lo que intentaba decir era precisamente
eso.
Con mucha razón Juan Pablo II ha dicho que: “Hablar
de la inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones,
conlleva el riesgo de graves errores”[8].
La expresión más clara de
estos elementos se encuentran en la corriente moral que se
conoció, en los años ‘50 como ética de situación. Hoy
día no se sostiene con ese nombre pero es profesada
por la mayoría de los moralistas. Sus principales corifeos fueron
J.FUCHS y B. HARING. Su error fundamental consiste en afirmar
que la norma última de nuestro obrar “es una luz
interna y un juicio inmediato”. Este juicio, a menos en
muchas cosas y en última instancia “no es mensurado, ni
se ha de medir, ni es mensurable por ninguna norma
objetiva, externa al hombre e independiente de su persuación subjetiva,
en cuanto a su objetiva rectitud y verdad; es un
juicio que se basta a sí mismo” (así describió la
posición de la ética de situación la Instrucción del Santo
Oficio del 2/II/56).
2. La auténtica concepción sobre la
conciencia
El Concilio Vaticano II ha tratado de describirla
diciendo que “es el núcleo más secreto y el sagrario
del hombre, en el que está a solas con Dios,
cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS,
16).
Lo que nosotros llamamos “conciencia” no es otra cosa que
ciertas actuaciones de nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia, y en esto
nos diferenciamos específicamente del resto de los animales, conoce qué
son las cosas, por qué son, para qué son, por
qué –en algunos casos– deben ser. Cuando esas “cosas” que
conoce el hombre son nuestros propios actos y la razón
nos dice lo que estamos haciendo, o lo que hemos
hecho o lo que estamos proyectando hacer, y nos habla
de su bondad o de su malicia, tal acto de
la inteligencia es lo que llamamos la “conciencia”.
¿Cómo ocurre esto?
Todos nosotros llevamos interiormente impreso un conocimiento del bien y
del mal. El hombre se da cuenta, de un modo
natural, que ciertas cosas están bien y ciertas cosas están
mal (no hace falta que nos enseñen que el amor
a nuestros padres es algo bueno, ni que traicionar la
patria es algo abominable; a nadie le enseñaron que tiene
que defender a su madre o a sus hijos... y
si se lo enseñaron cuando lo hace no lo hace
porque se lo hayan enseñado, sino porque espontáneamente reconoce que
es lo único que debe hacer en esa circunstancia). Por
eso dice el Card. Ratzinger: “llevamos dentro de nosotros mismos
nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad”[9].
Y San Pablo, hablando de los paganos: “cuando los paganos,
que no tienen ley [es decir ley Revelada], cumplen naturalmente
las prescripciones de la ley,, sin tener ley, son para
sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de
esa ley escrita en su corazón...” (Rom 2,14).
Es por eso
que cada vez que nosotros obramos, nos damos cuenta de
que lo que hacemos es conforme y está en armonía
con ese conocimiento que tenemos escrito en el corazón, sobre
el bien y el mal. O simplemente no está conforme
con él. Esta es la conciencia. La conciencia es la
inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no
se da a sí mismo, pero a al cual debe
obedecer... Ley inscrita por Dios en su corazón...” (GS, 16).
La
conciencia, cumple, de este modo un triple oficio en nuestro
interior:
–Es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho,
de la bondad o malicia de lo que obramos (cf.
2 Cor 1,12; Rom 9,1).
–Es juez: ella nos aprueba
cuando lo que obramos es bueno, y nos condena (remordimientos
de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando el mal.
–Es
pedagogo (como decía Orígenes): descubriéndonos e indicándonos el camino del
buen obrar[10].
Esta luz que hay en nuestra inteligencia, por la
cual juzgamos de nuestras acciones, la ha puesto Dios mismo,
al crearnos. No es otra cosa que la capacidad que
tenemos de conocer, y de conocer el bien y el
mal en las cosas. Y esa luz es una participación
de su Luz y de su Verdad eterna. Por eso
es que podemos decir con propiedad que es la voz
de Dios. Así, San Buenaventura decía de ella: [VS, 58].
3.
Elementos fundamentales sobre la conciencia
Yo señalaría dos temas importantísimos
sobre la conciencia en la VS: el primero es la
relación entre la conciencia y la verdad, el segundo es
el problema del error de la conciencia.
1) La conciencia y
la verdad
Con muy buen tino un gran teólogo de nuestro
tiempo ha hablado de la función mediadora de la conciencia.
¿Qué significa esto? Esto significa que la conciencia no es
la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros
actos, sino que hay algo que está detrás de ella,
y esto sí es lo absoluto. Los antiguos la llamaban
«regula regulata»: regla reglada. Ella es la que debe guiar
nuestros actos, pero con la condición de que ella a
su vez se deje guiar, se con-forme, con algo que
es superior. Y eso superior es la VERDAD. Y esa
verdad se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta,
y en la misma esencia de las creaturas, como verdad
participada.
Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro
deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus
decisiones, pero él decide y dirige bien un partido siempre
y cuando aplique correctamente el reglamento y no distorsione la
realidad. Sólo que mientras el adecuarse a los dictámenes de
un árbitro futbolístico afecta únicamente a un buen partido, en
el caso de la conciencia está en juego la bondad
o la malicia moral del sujeto en cuestión.
Nuestra conciencia es
el árbitro de nuestros actos, pero hay un reglamento que
es superior a ella, y ella guía bien en la
medida en que es fiel al Reglamento de la Verdad.
Así, pues, la dignidad de la conciencia proviene de que
ella nos hace de puente, de intermediario, con esa verdad
que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo
de nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos
de Dios.
Es por eso que la Sagrada Escritura nos insiste
constantemente a que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo
a la verdad: [VS, 62].
2) La falibilidad de la conciencia
El
segundo elemento que hay que tomar en cuenta es la
posibilidad de que la conciencia se equivoque. La conciencia puede
fallar en ese conocimiento. “Ella, dice el Papa, no es
un juez infalible” (VS, 62). Es un acto de nuestra
inteligencia, creada, finita, falible, herida, influenciable.
Los juicios de nuestra conciencia
son muy comprometedores porque no son afirmaciones abstractas o puramente
especulativas (como cuando decimos “hoy es un lindo día”; “dos
más dos es igual a cuatro”), sino afirmaciones que terminan
comprometiendo nuestro modo de obrar (son “juicios prácticos”). Por ejemplo,
el que yo perciba que estoy obrando o viviendo moralmente
mal, me exige el cambiar de vida; el reconocer que
me corresponde el realizar tal deber me impone la obligación
de cumplirlo a pesar de los sacrificios que suponga. Por
eso, nuestros juicios de conciencia siempre están amenazados con la
interferencia de nuestros defectos, gustos, hábitos, comodidades, o gustos, que
van a pugnar para que no reconozca interiormente lo que
no tengo deseos de realizar o abandonar.
De aquí se sigue
una importante conclusión. Siendo constitutivo esencial de la conciencia auténtica
“la verdad”, es decir, la adecuación con la realidad de
las cosas, con el Plan divino, con la luz de
la razón, entonces, la conciencia mantiene su dignidad e impone
al hombre la exigencia de ser seguida siempre y cuando
le muestre la verdad o, en caso de que se
equivocara, si yerra inculpablemente.
Cuando uno está falseando la verdad o
la desconoce pero por su negligencia, o por poco amor
a la verdad o a la virtud, o por negarse
a hacer el esfuerzo de educar la conciencia o aclararla
con quien sabe más, no podría excusarse de pecado diciendo
simplemente: “sigo mi conciencia”[11].
Por eso decía hace varios años el
Papa: “No es suficiente decir al hombre ‘sigue siempre tu
conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu
conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente
conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión,
el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora
de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde
Dios le revela su verdadero bien”[12].
4. La educación de la
conciencia
Esto nos lleva al último punto: debemos formar y
educar nuestra conciencia. Debemos educar la conciencia para que nuestros
juicios sean siempre veraces[13].
Para educarla debemos hacer dos cosas:
1º Por
un lado vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la
virtud puede garantizarnos que nuestra conciencia no quiera “justificar” nuestros
comportamiento defectuosos o nuestros pecados.
2º Por otro debemos ilustrar, iluminar
nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y
esto se hace mediante la Fe, la Palabra de Dios
y la enseñanza clara de la Iglesia. Dicho, de otro
modo, debemos ser fieles a la verdad. Vale para todo
cristiano, lo que el Papa mandaba a los Obispos de
Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a
lo que es bueno y malo a lo que es
malo”[14].
Uno puede estar seguro de que está obrando con una
conciencia recta, con honestidad de conciencia, cuando ha puesto todos
los medios para que ésta sea recta. Esto vale particularmente
para los temas delicados de nuestra vida moral y espiritual,
y especialmente aquellos sobre los que tenemos dudas.
Aquí se ve,
finalmente, el motivo por el cual no puede haber divergencia
entre la Enseñanza de la Iglesia y la conciencia del
cristiano. Porque el Magisterio no es una opinión más sino
una de las fuentes donde debemos iluminar la conciencia.
Un decreto
sobre la función del teólogo ha dicho estas palabras que
nos deben hacer pensar seriamente: “Oponer al magisterio de la
Iglesia un magisterio supremo de la conciencia es admitir el
principio del libre examen, incompatible con la economía de la
Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como
con una concepción correcta de la teología y de la
función del teólogo”[15].
El Papa ha dicho: “...el Magisterio de la
Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar
la conciencia”[16].
[1] Häring, La Ley de Cristo,
I, p. 184.
[2] Ibid p. 192.
[3] Häring, Libertad y fidelidad
en Cristo, I, p. 244-5.
[4] Libertad y fidelidad..., p. 249.
[5]
Libertad y fidelidad..., p. 249.
[6] Juan Pablo II, Discurso a
los participantes en el II Congreso internacional de teología moral,
L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, nº 4.
[7] Häring, La Ley de
Cristo, I, p. 224-5.
[8] Juan Pablo II, Discurso a los
participantes en el II Congreso internacional de teología moral, L’Osservatore
Romano, 22/I/1989, p.9, nº 4.
[9] Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
[10] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
[11]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1790-1791
[12] Juan Pablo
II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
[13] Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nº 1783-1784.
[14] Juan Pablo II, L’O.R., 15/III/87, p.9,
nº 5.
[15] CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción
sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.
[16] Juan
Pablo II, Discurso al II Congr. de Teol. Moral, L’O.R.,
22/I/89, p. 9.
La libertad y la ley moral |
Tanto más libre seré cuanto más acierte en la elección de los verdaderos bienes. |
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La libertad y la ley moral |
¿SE QUIERE O SE TEME LA LIBERTAD?
En estos
tiempos que corren se diría que la libertad se tiene
como el valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra
las apariencias, la libertad -me refiero a la libertad personal,
íntima, que es dominio de sí, señorío sobre los propios
actos- hoy, interesa muy poco. Más aún, se huye de
ella como del aceite hirviente. Tanto la praxis como las
teorías que se suelen exhibir en la mayoría de centros
académicos, aulas universitarias, Facultades de Psicología, Sociología, etcétera, niegan esa
libertad personal del hombre. Me lo confirmaba, hace poco el
prestigioso catedrático de Psicopatología Dr. Aquilino Polaino, en una sesión
del Aula Europa XXI. Lo que se suele enseñar en
las Universidades -salvo excepciones- es que el hombre es un
ser que procede del simio, que emerge en medio de
un piélago de instintos, entre los cuales la libertad no
puede por menos que naufragar sin remedio.
Esta situación es
muy grave, porque supone que en los más altos niveles
educativos de gran parte de mundo no se sabe qué
es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad
con el instinto, la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra
fuerza indomable, material, predeterminada por algún agente cósmico. La persona
«ilustrada» en esos centros o ambientes fácilmente se somete a
sus instintos desquiciados o, si no renuncia a la lógica
del pensamiento, desespera de ser hombre e incurre quizá en
alguna forma de patología psíquica o mental.
QUÉ ES LA
LIBERTAD PERSONAL
Ahora bien, la dignidad que se intuye en
la persona, implica necesariamente la libertad, entendida no como simple
posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más
o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por mí
mismo lo que he de hacer en cada momento para
ser lo que quiero ser. (Y, en resumidas cuentas, lo
que quiero es ser feliz, estar satisfecho. Cómo se alcanza
es otra cuestión).
Libertad personal-me gusta poner énfasis en el
adjetivo, para distinguirla de sus remedos simiescos y de otras
reducciones infrahumanas es dominio, señorío sobre mis actos, y por
eso, sobre mí mismo y, en buena medida, sobre mi
destino temporal y eterno, que Dios, mi Creador, ha puesto
en manos de mi libertad (Cfr. Ecclo. 15,17). La libertad
es una de las caras, facetas o dimensiones del ser
personal en cuanto activo u operativo. La otra cara, faceta
o dimensión correlativa es la responsabilidad. Precisamente porque soy "dueño",
puedo dar razón de mis actos. Mis actos son míos,
no de fuerzas anónimas ni de ningún otro sujeto que
quisiera decidir en mi lugar. De modo que si hay
libertad, hay -quiérase o no- responsabilidad; y si hay responsabilidad
es porque hay capacidad libre de querer y decidir. No
hay sol sin luz, ni fuego sin calor. Libertad y
responsabilidad son dos caras de la misma moneda, dos facetas
del señorío que recibe la persona al ser creada.
Este
concepto racional de la libertad como dominio y señorío de
sí con vistas a la plenitud del bien personal, contrasta
con la fascinante idea que ha trastabillado a mucha gente:
la idea de una naturaleza humana con la que poder
hacer cuanto viene en gana, desde lo más razonable a
lo más disparatado. Autores hay que, para sostener esa opinión,
han llegado afirmar que «la naturaleza del hombre consiste en
no tener naturaleza». Sartre, por ejemplo, con el fin de
afirmar una libertad infinita para el hombre, niega la existencia
de Dios y la existencia de valores morales objetivos; niega
la existencia de naturaleza humana, porque ésta supone estabilidad y
finalidad, y ninguna de estas dos ideas puede ilustrarle la
de libertad. Estabilidad y fijeza parecen limitar radicalmente hasta negar
toda libertad. Con una muy falsa idea de libertad, a
muchos les ha parecido que optar por la libertad requiere
la negación tanto de la naturaleza humana como de la
naturaleza divina.
HAY NATURALEZA HUMANA
Sin embargo, hay algo obvio
que nos obliga a admitir la existencia de naturaleza humana,
es decir, de un denominador esencial común al ser de
cada hombre, desde Adán, pasando por el de Neardenthal, Cervantes,
Newton, Einstein, la Tatcher, Bush, Gorvachov... Algo en común que
nos fuerza a considerarnos miembros del mismo género humano.
Hablamos,
y nos entendemos, de comportamientos "humanos" y de comportamientos "inhumanos";
de "naturales" y "antinaturales" (que no es lo mismo que
"artificiales"). Hay hombres "humanos" y "hombres inhumanos", hombres que destacan
por optimizar sus propios talentos y otros "deshumanizados", que se
han echado a perder inmersos en el mundo de la
droga, de la prostituciónn o de cosas de semejante linaje.
¿Qué sentido podría tener nuestro léxico, si no hubiese naturaleza
humana? Hay una distinción patente, aunque la frontera no aparezca
siempre nítida a nuestra observación, entre lo humano y lo
inhumano. Las fronteras no siempre aparecen bien definidas, pero es
indudable que hay lindes. El límite de lo humano es
lo inhumano: por ejemplo los campos nazis de concentración son
inhumanos; los campos marxistas de Camboya o Cuba, la violencia
sexual, la esclavitud..., son cosas inhumanas. En cambio, gentes de
muy diversa cultura tenemos, por ejemplo, a Juan Pablo ll
por una persona "muy humana", más aún, por alguien "experto
en humanidad". El mismo Gorvachov, procedente de la Plaza Roja
de Moscú, reconocía en el Vaticano, ante el Romano Pontífice,
que se encontraba ante la máxima autoridad moral del mundo.
Es evidente que un cocodrilo es inhumano y nunca podrá
escribir nada sobre "La libertad y la ley moral". Las
personas, precisamente porque somos seres superiores, debemos vivir de modo
adecuado a la dignidad que nos corresponde, debemos comportarnos con
un estilo no inferior a la categoría del ser que
Dios nos ha regalado.
"El obrar sigue al ser", es
un axioma antiguo, que significa dos cosas: a) que todo
ser es dinámico, operativo, tiende a la acción; b) que
la operación específica de cada ser es proporcionada a la
categoría del propio ser: no puede rebasarla y no debe
reducirse voluntariamente a un nivel inferior.
Para poder estar satisfechos
(satis-fechos) y ser felices necesitamos comportarnos de manera adecuada a
nuestro ser, a la altura de la dignidad que nos
corresponde, empleando a fondo nuestra libertad, sirviéndonos de las leyes
que rigen el perfeccionamiento personal.
Las leyes físico químicas o
biológicas, lejos de impedir el desarrollo de los seres vivos,
lo hacen posible. Las leyes biológicas hacen posible que el
piñón se transforme en pino y no en una rana
o viceversa, y que el embrión humano se desarrolle hasta
llegar a ser hombre adulto.
¿Qué pasaría si no hubiera
leyes en el cosmos? ¿Qué sucedería si no existiera, por
ejemplo, la ley de la gravedad? Podría pasar que el
mar trepara por las montañas, los océanos quedaran vacíos y
las piedras cayeran hacia arriba. La sopa saldría del plato
untándolo todo con su pringosa sustancia... Podríamos ser súbitamente despedidos
al espacio vacío, hacia el aburrimiento perpetuo de las nebulosas
cósmicas. No habría tierra firme ni lugar donde asirnos.
Pero
gracias a que existe la ley de la gravedad, y
otras muchas, la tierra es un planeta azul habitable. Gracias
a que existen leyes, "normas", es decir, cauces por los
que discurren las cosas, hay ríos y mar y lluvia
y cosechas; es posible la vida, el orden, el conocimiento
científico, el desarrollo técnico... La "libertad de volar" se funda
-como decía Heisemberg- en el respeto riguroso a las leyes
de la aerodinámica, que, por cierto, nada tienen de arbitrario
o azaroso. La construcción de aeroplanos cada vez más perfectos,
ha requerido entre otras cosas el conocimiento cada vez más
exacto de las leyes que han de ser respetadas escrupulosamente
para que un armatoste pesadísimo remonte el vuelo como si
de una golondrina se tratara y no se estrelle y
nos traslade a donde le ordenemos. Por lo tanto, podemos
sentar un principio ya evidente: la ley natural no es
tanto un límite como una potencia activa. Son las leyes
del arte de vivir humanamente la libertad interior creciente.
LEYES
QUE HACEN POSIBLE LA LIBERTAD
No es difícil llegar ahora
al principio siguiente: la ley moral lejos de ser negación
de libertad, la hace posible.
Hay quienes sueñan en ser
«libres como los pájaros». Pero esto no pasa de ser
una imagen poética sin valor real alguno. La libertad de
los pájaros es una libertad muy poco libre, muy rudimentaria
y superficial, porque está regida por una fuerza instintiva, inevitable,
por tanto no libre. El pájaro vuela, pero no sabe
por qué, ni se lo plantea, y por eso no
puede quererlo ni no quererlo. Y sobre todo no puede
querer-quererlo.
Las leyes que hacen posible el comportamiento libre son
las leyes que llamamos morales. Como la libertad es vida
y no caos, tiene sus leyes, que son las leyes
del ser personal. Sólo conociendo bien esas leyes el hombre
podrá servirse de ellas en beneficio de su libertad sin
deteriorarla. Son leyes que, a diferencia de las físicas o
biológicas, cabe no cumplir, pero como rigen el comportamiento de
los seres libres, "deben" ser cumplidas para mantener y perfeccionar
el vigor de la libertad: son las leyes morales. Quien
las incumple es cada vez más esclavo de sus propias
pasiones o de las ajenas: no es capaz de hacer
lo que quiere de verdad. No puede estar satisfecho.
Son
libres quienes no sólo quieren, sino que pueden querer y
no querer su propio querer. Yo soy libre no tanto
porque "quiero", sino en la medida en que puedo decidir
sobre querer o no querer mi querer lo que quiero.
Parece un juego de palabras, pero no es ningún juego;
cada palabra es necesaria y justa.
Cabría decir que "el
ratón quiere el queso". Lo que no podemos decir de
ninguna manera es que quiere su querer. El ratón no
es dueño de sus actos. Libertad es dominio sobre los
propios actos: por tanto, sobre el propio querer. Si no
puedo-no-querer-mi-querer, entonces no soy libre de querer. Pero si puedo
querer-mi-querer y también no-quererlo, entonces soy libre con una libertad
profunda y esencial, aunque esté encadenado en el fondo de
una mazmorra.
LA LIBERTAD ESENCIAL ES LA DEL QUERER
La
libertad esencial es del querer. Pero ¿de dónde me viene
a mí ese poder de querer o no querer mi
querer? Ese poder sólo puede venir de un ser de
naturaleza irreductible a cosa material. Sólo puede tener un origen
extracósmico (en Dios) y un modo de ser tal que
se encuentre abierto, referido esencial y constitutivamente, en tensión invencible,
a la totalidad del bien; dicho desde otro ángulo, al
bien sin límite y sumo, que en la realidad no
es otro que Dios. Por eso ningún otro bien puede
satisfacer -llenar- mi voluntad, ni, en consecuencia, atraerla invenciblemente. Somos
libres de todo lo finito porque tenemos un innato amor
-no siempre consciente- a lo infinito. Lo finito solo, deja
siempre un vacío imposible de llenar si no es por
el Infinito Bien.
Como yo no "veo" a Dios, puedo
preferir mi querer al querer de Dios, aunque éste sea
infinitamente más amable. Puedo querer mi propio querer por encima
de todo lo demás, incluso por encima de Dios mismo.
Pero entonces el yo suplanta a Dios, se concentra en
sí mismo y, al empobrecer infinitamente su horizonte, se empobrece
a sí mismo infinitamente. En la otra cara de la
grandeza está la de la miseria de la libertad humana:
su capacidad de decir que no al Sumo Bien y
optar por un bien infinitamente más pequeño, mezquino, egoísta, que
se reduce al vacío, porque se encuentra desvinculado de Dios.
Y el vacío no satisface, no hace feliz.
Si yo
me pongo a mí mismo como si fuese mi propio
fin, entonces me convierto en un ser vacío y desgraciado,
porque me quedo solo; lo quiero todo para mí, lo
centro todo en mí. Pero eso, a la postre, genera
una tremenda frustración, porque yo solo ¿qué soy? ¿qué soy
por mí mismo?: lo que era hace cien años: nada
de nada. De modo que cuando me elijo a mí
mismo como centro, me concentro en un abismo de nada,
me condeno a la infelicidad total.
LA PRIMERA LEY DE
LA LIBERTAD
Esta es, pues, la primera ley de la
libertad: elegir a Dios como quien es, por ser Dios;
querer amarle con todo el corazón, con toda el alma,
con todas mis fuerzas. Cuanto más quiera el Bien infinito
tanto más libre seré, en la práctica, respecto a los
bienes finitos; más satisfecho me encontraré.
La primera ley de
la libertad es la primera ley moral: elegir a Dios
siempre, ante todo y sobre todo.
Y si no, ¿qué
pasa? Que se trata de vivir como si Dios no
existiera, como si se pudiera vivir en el cosmos sin
las leyes físicas. Como si alguien creyéndose Superman, desafiara la
ley de la gravedad y se lanzase por la ventana
para volar hacia las estrellas.¿Qué sucedería? ¡Que se estrellaría!, sin
remedio. Quedaría hecho papilla y todo el mundo se daría
cuenta, porque una ley natural es intraicionable
Cuando se desafía
la primera ley de la libertad, que es la primera
ley moral, no suele notarse a primera vista daño alguno,
porque no es una ley física lo que se viola.
Pero las consecuencias no son menos graves, porque la ruptura
sucede en lo más íntimo del ser personal: se ha
roto el vínculo con Dios-Verdad-Bondad-Sabiduría-Belleza-Vida. Ha muerto -si la había-
la vida sobrenatural de la Gracia santificante, vida divina de
hijos de Dios, y se ha abierto la puerta a
la angustia eterna: a una vida sin Dios y, por
consiguiente, sin amor, sin verdad, sin belleza, sin libertad esencial,
sin sentido.
«YO NO HAGO MAL A NADIE»
El intento
de saltarse una ley moral siempre causa un daño a
lo más íntimo y personal. Cuando se ha consentido, por
ejemplo, un mal deseo contra alguna virtud necesaria para la
perfección de la persona, como la justicia, la caridad, la
castidad, la laboriosidad, etcétera, se ha producido un daño real.
Y por eso Dios Padre lo prohíbe. Cuando se impugnan
ciertas exigencias de la ley moral, por ejemplo, las que
tienen que ver con ciertos aspectos de la castidad, o
con los pecados internos, con la sólita frase: "¡si yo
no hago mal a nadie...!", cabe replicar: ¿Cómo que no
haces mal a nadie? ¡Te haces mal a ti mismo!,
para empezar. Reduces infinitamente el horizonte de tu libertad, eliges
un bien minúsculo que te dejará pronto insatisfecho y te
cierras a los grandes bienes a los que estás llamado
desde lo más íntimo de tu ser; te encierras en
un egoísmo que se hará cada vez más hermético e
insolidario; con tus egoísmos contaminas el ambiente, que, quiérase o
no, "se masca". O sea, que haces daño a mucha
gente y a tu libertad ya depauperada y a tu
conciencia ya en tinieblas.
La negación de una ley moral,
sobre todo de la primera, tiene un efecto negativo inmediato
en el entendimiento: oscurece la luz natural de la razón.
La verdad es luz del entendimiento, y negar una verdad
es como apagar un foco de luz, oscurecer en cierta
medida la luz de la razón, restar agudeza a la
visión en general. Ya todo se ve peor. Porque entre
las verdades hay una coherencia íntima, una conexión profunda por
la cual se iluminan unas a otras. De modo que
negar una verdad, es disponerse a negar otras muchas.
Como
consecuencia, debido a las implicaciones mutuas entre inteligencia y voluntad
(cfr. A. Orozco, La libertad en el pensamiento, Madrid 1977,
parte III), la debilidad de la mente redunda en flaqueza
del querer. El defecto del entendimiento conlleva la disminución de
la energía original de la libre voluntad.
En cambio, tanto
más libre seré cuanto más acierte en la elección de
los verdaderos bienes, los que conducen al Bien Sumo.
Es
muy de agradecer que el Papa Juan Pablo II haya
ofrecido al mundo un documento de la máxima importancia, la
encíclica Veritatis Splendor, donde se habla para nuestro tiempo de
las relaciones tan íntimas e insoslayables entre libertad, conciencia, verdad,
bien, ley moral y felicidad. Todas esas realidades que constituyen
el ámbito propio de la persona y la razón de
su dignidad.
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La libertad del hombre |
El bien más noble de la naturaleza, que da al
hombre la dignidad de estar en manos de su propia decisión y responsable
de sus acciones. |
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La libertad del hombre |
El concepto de Libertad es muy superior a lo
que hoy se entiende por "libertad", circunscrita sólo al campo
político. El libre albedrío, la libertad de arbitrio, de los
católicos contrasta con la esclavitud espiritual que suponen el predeterminismo
protestante y el fatalismo musulmán. En este artículo se incluyen
los argumentos de su existencia, lesiones y consolidación de la
misma así como su alcance.
Se entiendo por libre albedrío, o
libertad de arbitrio -que es la que propiamente se atribuye
a la voluntad humana-, la facultad de determinarse a obrar,
es decir, la facultad de querer o no querer, o
querer una cosa más que otra. Sólo hay libertad cuando
el hombre no está determinado por una causa o un
motivo interno (temor invencible, obcecación, pasión, etc...), ni por una
causa o un motivo externo (coacción). Consiste, pues, la libertad
en una decisión personal; o, como dicen los filósofos, en
un obrar intrínseco, en la capacidad del hombre de decidir
por sí mismo.
La libertad es un acto u operación de
la voluntad humana. La voluntad es una facultad apetitiva propia
del ser inteligente; tiene por objeto y fin el bien.
La posibilidad de elegir el mal es un defecto de
la voluntad humana, que acoge falsamente como bueno lo que
de suyo es un mal. La verdadera libertad consiste en
la elección del bien.
La libertad, como enseña León XIII, es
«el bien más noble de la naturaleza, propia solamente de
los seres inteligentes, que da al hombre la dignidad de
estar "en manos de su propia decisión" y de tener
la potestad de sus acciones» (León XIII, Libertas Praestantissimum, DS
3245; CE 63/1; DP-II 225/[1]).
Existencia
Frente a los que niegan la
existencia de la libertad humana (deterministas), el Magisterio de la
Iglesia enseña que la razón natural puede probar con certeza
la existencia de la libertad del hombre (cfr Pío IX,
Decr. de la S. Congr. del Indice, 11-VI-1855, DS 2812
[1650]).
En esa demostración suelen darse tres argumentos.
El primero es de
orden psicológico: está basado en el testimonio de la conciencia.
La conciencia de cada individuo experimenta que es dueño de
muchos de sus actos, queridos de tal modo que se
hubieran podido no querer, o querer otros actos diferentes en
su lugar. La historia refuerza el testimonio de la conciencia
al mostrar que los pueblos han atribuido a los hombres
normales la responsabilidad de sus actos y, consiguientemente, castigan o
premian a los que hacen el mal u obran el
bien.
Otro argumento está basado en el orden moral. Si el
hombre no tuviese libertad, carecerían de sentido los mandatos y
las prohibiciones morales, el mérito y el demérito, los premiso
y las sanciones, pues sin liberta del hombre no sería
responsable.
Por último, también se aduce un argumento de orden metafísico.
El objeto al que tiende de modo propio la voluntad
humana es el bien; en otras palabras, el bien es
el objeto formal de la voluntad. Es cierto que el
hombre quiere necesariamente lo que se le presenta como bien.
Pero los bienes particulares y concretos que se presentan a
la voluntad, o sea los bienes creados y los actos
que el hombre puede realizar, son bienes finitos, imperfectos. Es
decir, se presentan al mismo tiempo como objetos que contienen
elementos de bien y elementos de mal; son ambivalentes, sin
posibilidad de mover a la voluntad de modo necesario. Por
ese aspecto mixto (bien-mal) que presentan, la voluntad puede aceptarlos
y puede rechazarlos; en otros términos, los quiere de modo
libre.
Propiamente, sólo Dios, bien absoluto, sería capaz de mover necesariamente
la voluntad humana; pero el hombre lo conoce tan imperfectamente,
que su voluntad puede rechazarlo.
Lesión y consolidación de la libertad
El
Magisterio de la Iglesia defendió siempre la existencia de la
libertad en el hombre y ha condenado todo atentado a
la libertad.
«Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con
libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso
que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre,
usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó... La
libertad del albedrío la perdimos en el primer hombre, y
la recuperamos por Cristo Señor nuestro; y tenemos libre albedrío
para el bien, prevenido y ayudado por la gracia; y
tenemos libre albedrío para el mal, abandonado de la gracia,
y por la gracia fue sanado de la corrupción» (Conc.
de Quiersy, DS 621 y 622 [316 y 317])
Con el
pecado original, el libre albedrío del hombre quedó atenuado en
sus fuerzas e inclinado, pero no extinguido (cfr Conc. de
Trento, «Decreto sobre la justificación», cap. 2, DS 1521 [793]:
Cfr DS 378 [181]. Por eso, el hombre permanece en
su libertad de hacer el bien con la gracia o
de elegir el mal rechazándola (cfr Ibid, DS 1525s [797s];
Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap 3, DS 3010 [1791]).
Así,
pues, con el pecado original, la libertad del hombre quedó
herida, lesionada, inclinada al mal. Pero con la Redención de
Jesucristo la libertad del hombre ha adquirido una nueva dimensión.
Por
el bautismo el hombre adquiere la libertad de los hijos
de Dios (Rom 8, 21-23), pues , como nos enseña
Jesucristo,
«si permaneceis en mi doctrina... conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres... Si el Hijo os da la
libertas, seréis verdaderamente libres» (Juan 8, 31-36)
Esta libertad es objetiva
y germinal; con la gracia de Dios, el hombre debe
desarrollarla y aplicarla a todos los campos de su existencia.
La
libertad que Cristo nos ha ganado consiste en la liberación
del pecado (Rom. 6, 14-18) y, en consecuencia, de la
muerte eterna (Apoc. 2, 11; Col 2, 12-14; Rom 5,
12) y del dominio del demonio (Juan 12, 31; Col
2, 15; 1 Juan 3, 8); en fin, Cristo nos
ha reconciliado con Dios y con los demás hombres (Col
1, 19-22)
Alcance de la libertad cristiana
«La verdadera libertad es signo
eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha
querido dejar al hombre en manos de su propia decisión
(cfr Ecles 15, 14) para que así busque espontáneamente a
su Creador y, adhiriéndose libremente a Este, alcance la plena
y bienaventurada perfección» (Gaudium et Spes, n. 17)
En esta enseñanza
se encuadra perfectamente el concepto y la orientación de la
libertad humana, así como su alcance salvífico; pues el constitutivo
de la libertad no está en elegir un contenido contrario
al fin del hombre, conocido por la razón natural y
revelado por Dios, sino en una decisión propia, personal, por
la que el hombre busca en todas las cosas de
su vida a Dios; una decisión por la que libremente
el hombres se adhiere a Dios, y así realiza su
ser en la plenitud a la que Dios le llama.
«La
dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según
su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido
por convicción interna personal, y no bajo la presión de
un ciego impulso interior o de la mera coacción externa.
El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la
cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la
libre elección del bien, y procura para ello los medios
adecuados, con esfuerzo y eficacia crecientes» (Ibid).
No es, por consiguiente,
libre el hombre cuando se deja llevar por las pasiones
y, bajo una concepción falsa de su autonomía, elige contenidos
pecaminosos, que le separan de su fin, que es Dios,
y, por tanto, de la salvación. Por el contrario, expresa
en grado sumo su libertad, cuando, apoyándose en la gracia
divina, da fruto a los talentos recibidos y se abandona
sin reservas a la Providencia, buscando, consciente y comprometidamente, su
identificación con la voluntad divina.
«La vocación divina del hombre exige
de él que dé una respuesta libre en Jesucristo. el
hombre no puede no ser libre. Pertenece de lleno a
su dignidad y oficio el observar la ley moral natural
y sobrenatural, con un pleno dominio de sus actos, y
adherirse al Dios que se revela en Cristo. La libertad
del hombre caído ha quedado de tal modo herida, que
ni siguiera puede cumplir las obligaciones de la ley natural
durante un largo periodo de tiempo, sin la ayuda de
la gracia de Dios. Pero con la gracia, de tal
manera se eleva y fortalece su libertad, que lo que
vive en la carne, lo vive santamente en la fe
de Jesucristo (cfr Gál 2, 20)» («Catequesis [Directorio General Catequético]»,
n 61).
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Los actos humanos y la libertad |
Explicación de los actos humanos, sus elementos constitutivos y la libertad |
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Los actos humanos y la libertad |
El hombre posee una dignidad muy especial que le
fue dada por Dios, es el dueño de la Creación.
Es el único ser con inteligencia y voluntad, puede tener
iniciativas y decidir como actuar. Dios quiso dejar que el
hombre por propia decisión, Catec. 1730, buscara a
su Creador, para obtener la salvación libremente.
Los actos humanos
El hombre
realiza muchas actividades de formas muy diversas., pero en cuanto
se refiere a la moral sólo interesan algunas de estas
actividades, sólo nos interesan aquellos actos de los que
el hombre es responsable.
Los actos humanos son los que proceden
de la voluntad deliberada del hombre. Es aquél que el
hombre realiza consciente y libremente y del cual él es
responsable. Lo realiza con conocimiento y libre voluntad. (Cfr. S.Th).
Primero interviene el entendimiento, no se puede desear o querer
algo que no se conoce. Es decir, con la razón
el hombre conoce el objeto y delibera si puede o
debe tender hacia él, o si no puede o no
debe. Es un acto que el hombre conoce y quiere
hacer. Una vez que lo conoce, la voluntad se inclina
hacia él o lo rechaza por no ser conveniente.
El hombre
es dueño de sus actos solamente cuando intervienen el conocimiento
y la voluntad, lo que lo hace responsable de ellos.
En este caso es que es posible una valoración moral.
No
todos los actos del hombre son “humanos”, también pueden ser:
Meramente
naturales, son aquellos en que el hombre no tiene control
voluntario. Ej. La digestión, la respiración, la percepción visual o
de los otros sentidos, la circulación, etc.
Actos del hombre, cuando
falta el conocimiento (niños pequeños, distracción total, locura) o la
voluntad (amenaza física) o ambas (el que duerme).
División del acto
humano:
Bueno o lícito si esta de acuerdo con la ley
moral. Ej. Dar limosna.
Malo o ilícito, si va en contra
de la ley moral. Ej. Decir una mentira.
Indiferente, cuando no
es ni bueno, ni malo. Ej. Hablar.
Los actos morales
El acto
moral es el que el hombre ejecuta libremente y con
advertencia de la norma moral. Es libre porque es un
acto consciente y querido. En este caso se considera si
es bueno o malo. La advertencia debe ser doble, conocer
el acto en sí y su moralidad.
Los elementos constitutivos de
un acto moral son la advertencia en la inteligencia y
el consentimiento en la voluntad. La advertencia puede ser plena
o semiplena. Ej.No es lo mismo lo que sucede estando
despierto que estando dormido. Solamente los aspectos conocidos de la
acción son morales. El conocimiento no debe ser únicamente teórico,
hay que percibir la obligatoriedad moral que el acto conlleva.
Una
vez conocido el acto debe ser voluntario, es decir, que
haya posibilidad de actuar de otra forma. El consentimiento lleva
a querer realizar el acto que se conoce, buscando un
fin.
El acto voluntario puede ser perfecto o imperfecto, según sea
con pleno o semipleno consentimiento. También puede ser directo e
indirecto.
En este caso se trata de acto voluntario de doble
efecto. En los casos de doble efecto es necesario que
haya un fin bueno – voluntario directo – y puede
haber un fin malo como consecuencia – voluntario indirecto –
bajo ciertas condiciones. Nunca se justifica hacer un mal para
obtener un bien. Ej. Mentir, jurar en falso, aunque al
hacerlo se consiga un bien. El fin no justifica los
medios.
La moralidad de los actos humanos dependen de tres elementos
fundamentales:
El objeto del acto, que se elige y se realiza,
visto desde un punto de vista moral.
Las circunstancias, en que
lo realiza.
El fin que la persona se propone alcanzar, o
la intención.
Estos tres elementos son los elementos constitutivos de la
moralidad.
El objeto es la materia de un acto humano, si
el objeto es malo, el acto será malo o ilícito,
si el objeto es bueno, el acto será bueno, dependiendo
de las circunstancias o el fin. Es el bien al
cual deliberadamente tiende la voluntad. El acto depende fundamentalmente de
la decisión, más que de las circunstancias. La acción de
“hablar” puede tener varios objetos morales: se puede mentir,
insultar, bendecir, alabar, difamar, calumniar, rezar, etc., puede ser
un acto bueno o malo, dependiendo de lo que se
hable. Siempre hay que hacer el bien y evitar el mal.
Hay que cumplir las normas morales siempre.
Las circunstancias,
son los elementos secundarios que rodean la realización de un
acto, pudiendo agravar o atenuar su moralidad. De hecho no
pueden modificar la calidad de los actos. Son elementos secundarios
de un acto moral. Ej. La cantidad de dinero robado,
actuar por miedo a la muerte.
Hay que considerar:
Quién realiza la
acción. Ej. Un mal ejemplo de la autoridad es más
grave.
Qué cosa, es decir la cualidad del objeto. Ej. Si
es algo sagrado, el monto de lo robado.
Dónde, en qué
lugar. Ej. El pecado cometido en público es más grave,
por el escándalo.
Con qué medios. Ej, fraude, engaño, violencia, etc.
El
modo como se realizó. Ej. Rezar con atención o distraídamente,
castigar a hijos con crueldad.
Cuándo se realizó la acción. Ej.
No ir a Misa el domingo, no es igual que
no ir a Misa entre semana.
Las circunstancias pueden modificar la
moralidad del acto.
El fin o la intención es el
fin que la voluntad pretende al realizar un acto. Es
un elemento esencial en la calificación moral de un acto. El
fin no justifica los medios, es decir, no es válido
ayudar a alguien con el fin de obtener la fama
o para quedar bien, se brinda ayuda sin buscar una
ventaja. Tampoco es válido hacer un mal para obtener un
bien. Cuando un acto es indiferente, es el fin el
que lo convierte en bueno o en malo. Ej. Pasear,
pero con idea de planear un robo. Un fin bueno
nunca podrá convertir en bueno un acto malo. Ej.
Robar al rico para darlo a los pobres, abortar por
bien del matrimonio. Actuar poniendo el placer como fin rompe la
jerarquía de valores. El placer debe de acompañar al acto
como un efecto secundario, no como un fin en sí
mismo.
Para que un acto sea moralmente bueno, debe
de tener un objeto bueno, un fin bueno y las
circunstancias buenas.
La libertad y la moral
La libertad es el poder
radicado en la razón y en la voluntad, de obrar
o no obrar, de hacer esto o aquello, de
ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. Es la capacidad de
auto dirigirse, según le dicta la razón. La libertad en
el hombre es una fuerza de crecimiento y madurez. La
libertad alcanza su perfección cuando está orientada hacia Dios. La
libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y
el mal. Es un don que Dios le ha dado
al hombre, ha compartido con él algo que es exclusivo
de Dios. La elección del mal y de la desobediencia
nos lleva a la esclavitud del pecado. Catec.
1731
El hombre es libre, pero la libertad no es
su último valor, está regida por la responsabilidad, el deber,
etc. El ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable
de la dignidad de la persona.
Hay diferentes tipos de libertad.
Libertad
física, el animal salvaje.
Libertad interior, o capacidad de decisión.
Libertad moral,
escoger según los valores morales.
Libertad evangélica, librarse del demonio y
del pecado, a través de la gracia y del Esp.
Santo.
Libertad religiosa, el derecho de cada hombre a practicar su
religión.
Resumiendo el hombre es libre, pero su libertad está condicionada
por los derechos de Dios y del prójimo. Como consecuencia
cuando libremente rompa esos derechos comete pecado.
Obstáculos del acto humano
Existen
unos obstáculos que pueden impedir el debido conocimiento de la
elección y la libre elección. Unos afectan la advertencia y
otros afectan el consentimiento.
Obstáculo que afecta el conocimiento: la ignorancia que
significa falta de conocimiento de una obligación. Es una ausencia
de conocimiento moral que se podría y se debería tener. La
ignorancia puede ser vencible o invencible. La ignorancia vencible es la
que se podría y debería superar. Se divide en:
Simplemente vencible,
si se puso algún esfuerzo por superarla, pero no lo
suficiente.
Crasa o supina, si no se hizo nada o casi
nada por superarla, grave descuido.
Afectada, cuando no se quiere hacer
nada por superarla, esto es tremendo.
La ignorancia invencible es aquella
que no puede ser superada, ya sea por ignorancia o
porque ha tratado de salir de ella y no lo
logró. Esta ignorancia no se presupone cuando la persona tiene
educación humana y escolar, casi siempre será una ignorancia vencible
en estos casos.
Existen unos principios morales sobre la ignorancia:
La ignorancia
invencible, quita toda responsabilidad ante Dios. Ej. No peca un
niño pequeño que hace algo malo.
La ignorancia vencible, siempre lleva
culpa en mayor o menor grado, según sea su negligencia
por salir de ella.
La ignorancia afectada, lejos de disminuir la
culpa, la aumenta.
Hay la obligación de conocer la Ley Moral.
Es un deber salir de la ignorancia, es obligatorio.
Los obstáculos
que afectan la libre elección de la voluntad son: las
pasiones, la violencia, los hábitos.
Las pasiones o sentimientos son emociones
o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o
a no obrar en virtud de lo sentido o imaginado
como bueno o como malo. En si son indiferentes, la
respuesta es la que hace que algo sea bueno o
malo. Ej. La ira es santa si lleva a defender
las cosas de Dios, el odio al pecado es válido.
Las
pasiones son parte del psique humano. Deben de estar guiadas
por la razón. Los sentimientos y las emociones pueden ser
aprovechados por las virtudes o pervertidos por los vicios, que
es el hábito de obrar mal. La persona no se
debe dejar llevar únicamente por la voluntad debe de estar
regulada por la razón.
La violencia es un factor exterior que
nos lleva a actuar en contra de nuestra voluntad. Puede ser
física (golpes) o moral (promesas, halagos,).
Los hábitos que son costumbres
contraídas por la repetición de actos que nos llevan a
actuar de una manera determinada. Cuando estos hábitos son buenos
se convierten en virtudes, cuando son malos se conocen como
vicios. Hay que luchar contra los hábitos malos, hay que
combatir las causas. Los vicios pueden disminuir la culpa cuando
ofuscan la mente, pero sigue existiendo la responsabilidad de haberlos
adquiridos.
Existen otros factores que pueden obstaculizar la voluntad como son
los de tipo patológicos o ambientales
Conclusión Hay que conocer
la ley moral, educar y encauzar la libertad, para poder
actuar escogiendo siempre lo bueno. Hay que orientar la vida
hacia Dios.
Para profundizar: La estructura antropológica de la moralidad
tomado del libro "La Moral .... una respuesta de amor",
P. Gonzalo Miranda
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La conciencia, el lugar de encuentro con Dios |
La conciencia nos ordena en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. |
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La conciencia, el lugar de encuentro con Dios |
La conciencia
Es una realidad de experiencia: todos los hombres
juzgan, al actuar, si lo que hacen está bien o
mal. Es el conocimiento intelectual de los actos propios.
Es innegable
que la inteligencia humana conoce los principios primarios del actuar;
"haz el bien y evita el mal", no hacer a
los demás lo que no queremos que nos hagan". El
hombre en lo más profundo de su conciencia descubre la
ley, que no se ha dado a sí mismo, sino
a la que debe obedecer y que resuena en su
corazón, diciéndole que siempre debe amar y hacer el bien.
"La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario
del hombre, donde está solo con Dios". GS 16
La conciencia
no es una potencia más, unida a la inteligencia y
a la voluntad. Podríamos decir que es la misma inteligencia
cuando juzga la moralidad de un acto, basándose en los
principios morales innatos de la naturaleza humana. Esas leyes inscritas
en el corazón y dadas por Dios. Además, la conciencia
es una facultad natural del ser humano, no es una
parte de la vida religiosa del hombre.
En la actualidad
los movimientos de tipo psicológico, como el New Age, hablan
de una conciencia como el íntimo conocimiento que el hombre
tiene de sí mismo y de sus actos. Esta sería
una conciencia vista desde el punto de la psicología, no
una conciencia moral.
La conciencia que nos interesa es la conciencia
moral, que es la misma inteligencia que hace un juicio
práctico sobre la bondad o la maldad de un acto.
Juicio,
porque la moralidad juzga un acto. Es práctico porque aplica
en la práctica, en cada caso en particular y concreto
lo que la ley dice. Sobre la moralidad de un
acto es lo que la distingue de la conciencia psicológica,
pues en este caso lo propio es juzgar si una
acción es buena, mala o indiferente.
La conciencia funciona cuando juzga
si un acto es bueno o malo, de una manera
práctica, es decir, aplica en cada caso particular y concreto
lo que la ley dice. Nos ordena en el momento
oportuno, practicar el bien y evitar el mal.
Se puede decir
que la conciencia moral es un juicio de la razón
por la cual la persona reconoce la cualidad moral de
un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha
hecho.
Cuando hacemos algo bueno, la voz de nuestra conciencia nos
aprueba, cuando hacemos algo malo, esta misma voz nos acusa
y condena sin dejarnos en paz. La conciencia no sólo
da un juicio después de que ya hicimos algo, sino
también antes de tomar una decisión.
Ella es testigo de nuestros
actos y para dar su sentencia como juez, se basa
en las leyes naturales que Dios ha escrito en el
corazón del hombre.
Es la facultad que descubre el valor de
los principios de la ley moral y los aplica a
una situación concreta. Juzga nuestras acciones concretas aprobando las buenas
y denunciado las malas. Ordena siempre que dejemos el mal
y que hagamos el bien.
Cada persona debe de prestar mucha
atención a sí mismo para oír y seguir la voz
de la conciencia, es una exigencia de interioridad.
El ser humano
debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. No
es lícito actuar en contra de la propia conciencia, ya
que ésta es la voz de Dios.
Actuae en contra de
la conciencia es actuar contra uno mismo, de las convicciones
más profundas y de los principios morales. Cuando hay duda
sobre si es o no es pecado, siempre hay que
actuar pensando que lo es.
Obedecer a la conciencia es obedecer
a Dios, por eso es importante seguir siempre lo que
ella nos dicta. Todos debemos prestar mucha atención a
nosotros mismos para poder oír y seguir la voz de
la conciencia. La dignidad de la persona exige que tengamos
una conciencia moral recta.
Por la conciencia podemos asumir la responsabilidad
de nuestros actos. Cuando elegimos libremente llevar a cabo un
acto, la libertad nos hace responsables de los actos que,
voluntariamente y siguiendo a nuestra conciencia, hemos realizado.
Ahora bien, no
todas las conciencias son iguales, pues solemos tener ciertas deformaciones,
aunque sean pequeñas.
La conciencia se puede formar o deformar.
Una
conciencia bien formada siempre nos invitará a actuar de acuerdo
con nuestros principios y convicciones, nos impulsará a servir a
los hombres.
Una conciencia deformada puede equivocarse y presentarnos por bueno,
lo malo. Esto puede suceder por ignorancia, por los criterios
del ambiente en el que vivimos, por criterios falsos que
hayamos interpretado como verdaderos o por debilidades repetidas.
¿Cómo se llega
a deformar la conciencia?
Nuestra conciencia no se deforma de un
día para otro, generalmente es fruto de malos hábitos:
Nosotros podemos
deformar nuestra conciencia poco a poco, sin darnos cuenta, si
aceptamos voluntariamente pequeñas faltas o imperfecciones en nuestros deberes diarios.
Si todos los días vamos haciendo las cosas “un poco
mal”, llega un momento en el que nuestra conciencia no
hace caso de esas faltas y ya no nos avisa
que tenemos que hacer las cosas bien. Se convierte en
una conciencia indelicada, que va resbalando de forma fácil del
“un poco mal” al “muy mal”.
Tammbién puede suceder que nosotros
deformemos nuestra conciencia a base de repetirle principios falsos como:
“No hay que exagerar”. Se convierte así en una conciencia
adormecida, insensible e incapaz de darnos señales de alerta. Esto
se da, principalmente, por la pereza o la superficialidad.
Podemos convertir
nuestra conciencia en una conciencia domesticada si le ponemos una
correa, con justificaciones de todos nuestros actos, cada vez que
nos quiere llamar la atención, por más malos que estos
sean: “Lo hice con buena intención”, “Se lo merecía”, “Es
que estaba muy cansado”, "es que él me dijo",etc. Es
una conciencia que se acomoda a nuestro modo de vivir,
se conforma con cumplir con el mínimo indispensable.
También, puede darse
una conciencia falsa, es decir, que nos dé señales erróneas
porque no conoce la verdad. Esto puede ser por nuestra
culpa o por culpa del ambiente en el que vivimos.
En este caso los juicios se hacen sin bases, ni
prudencia.
Existen varios tipos de conciencia
Según el objeto
Verdadera: que es
la que juzga la acción en conformidad con los principios
objetivos de la moralidad. Por ejemplo: sé que estoy en
pecado mortal, por lo tanto no puedo comulgar.
Errónea: que es
la que juzga la acción equivocadamente, es decir, confunde lo
malo con lo bueno. Juzga sin bases y sin prudencia.
Un ejemplo de esto, es cuando se piensa que si
alguien fue violada, es lícito que aborte. Esta conciencia se divide
en dos formas: -- Venciblemente errónea: cuando no se desea o
no se ponen los medios para salir de su equivocación. --Invenciblemente
errónea. cuando la persona no puede dejar el error, o
porque no sabe que está en él, o porque ha
hecho todo lo posible por salir de él, sin conseguirlo.
Por razón del modo de juzgar
Conciencia recta: este tipo de
conciencia siempre juzga con fundamentos y prudencia.
Falsa: en este caso
se juzga sin bases, sin prudencia y puede ser:
Conciencia estrecha:
es la que actúa con ligereza y sin razonoes serias,
afirma que hay pecado donde no lo hay o lo
aumenta. Este tipo de conciencia juzga a una persona por
un simple comentario.
Conciencia escrupulosa. para este tipo de conciencia todo
es malo. Es opresiva y angustiante pues recrimina hasta la
falta más pequeña, exagerándola como si fuera una falta horrible.
Siempre piensa que hay obligaciones morales donde no las hay.
Conciencia
laxa. es lo contrario de la escrupulosa. Este tipo de
conciencia minimiza las faltas graves haciéndolas aparecer como pequeños errores
sin importancia. En este caso, se actúa con ligereza,
se niega el pecado cuando lo hay o lo disminuye.
Conciencia
perpleja. es la que ve pecado tanto en el hacer
algo o en el no hacerlo. Es muy común ante
las decisiones económicas o políticas. Es la que piensa quiero
ayudar a los damnificados, pero si lo hago voy
a quitarle algo a mi familia.
Conciencia farisaica. es la que
se preocupa por aparentar bondad ante los demás, mientras en
su interior hay pecados de orgullo y soberbia. Es hipócrita,
quiere que todos piensen que es buena y eso es
lo único que le importa.
Según la firmeza del juicio
Cierta:
siempre juzga sin temor a equivocarse.
Dudosa: juzga con temor a
equivocarse, o simplemente, ni se atreve a a juzgar.
¿Cómo podemos
darnos cuenta de que nuestra conciencia está deformada?
Hay tres reglas
importantes que debe seguir toda conciencia recta:
Nunca justifica el mal
para obtener un bien.
El fin no justifica los medios.
No hacer a otros lo que no quiere que le
hagan o trata a los demás como le gustaría que
le trataran.
Respeta siempre los actos de los demás y los
juicios de su conciencia. Esto quiere decir que la conciencia
no debe juzgar los actos de los demás, sino únicamente
los propios: “Cree todo el bien que oye y sólo
el mal que ve.”
Si nos damos cuenta de que nuestra
conciencia viola alguna de estas reglas y no nos avisa
en el momento adecuado, ni nos recrimina por ello, es
muy factible pensar que está desviada o deformada. Al percibir
esto, lo mejor es poner enseguida manos a la obra
para mejorar, teniendo en cuenta los siguientes tres aspectos:
Tenemos obligación
de formar nuestra conciencia de acuerdo con nuestros deberes personales,
familiares, de trabajo y de ciudadano; los mandamientos de la
Iglesia, los mandamientos de la Ley de Dios y todas
las responsabilidades que hayamos contraído libremente. Esta obligación es nuestra
y nadie la puede cumplir en nuestro lugar.
Es necesario que
actuemos siempre con conciencia cierta, es decir, que los juicios
de nuestra conciencia sean seguros y fundados en la verdad.
Por ello, debemos poner todos los medios para salir de
la duda o del error.
Nunca olvidarnos que si nuestra conciencia
está deformada, podría ser porque alguien nos aconsejó con criterios
falsos, entonces la responsabilidad de nuestros actos es menor. Pero,
si nuestra conciencia está deformada por nuestra propia decisión o
negligencia, por no poner los medios para formarla, entonces la
responsabilidad de nuestros actos y la culpabilidad es mayor.
¿Qué podemos
hacer para formar nuestra conciencia?
Estudiar el Evangelio, informarnos de qué
tratan los documentos del Papa y de la Iglesia. Recordemos
que el pretexto de “nadie me lo había dicho”, no
sirve como excusa ante Dios, pues es propio de una
persona madura formarse e informarse de las normas que deben
regir los juicios de nuestra conciencia.
Reflexionar antes de actuar. No
nos debemos guiar por nuestros instintos o por lo que
oímos, sino por convicciones serias y profundas. Tampoco se vale
argumentar: “Creí que estaba bien porque todo el mundo lo
hace”.
Pedir ayuda y consejo a alguien que esté bien formado.
Puede ser un sacerdote. Nada mejor que un buen examen
de conciencia seguido de una buena confesión. Si nos confesamos
frecuentemente, nuestra conciencia se irá haciendo más delicada y más
sensible a las pequeñas faltas.
Ser sinceros con nosotros mismos y
con Dios. Llamar a cada cosa por su nombre, sin
tratar de justificar lo que hacemos o de darle nombres
disfrazados que aparentemente le quitan importancia a los actos.
No nos
desanimemos ante los fallos. Aprender siempre de las caídas para
comenzar de nuevo.
Formar hábitos buenos, programando nuestra vida y
nuestro tiempo, sin permitirnos fallos voluntariamente aceptados.
Tener una vida de
oración y de sacramnetos para poder obtener las luces necesarias
para la inteligencia y las gracias para fortalecer la voluntad.
La
Palabra de Dios es una luz para nuestros pasos. Es
preciso que la asimilemos en la fe y en la
oración, y la pongamos en práctica. Así se forma la
conciencia moral. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1802
Para profundizar: Dios llama en la conciencia tomado del libro "La
Moral ..... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda
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