martes, 16 de octubre de 2012

Conciencia y Libertad

La conciencia y el Magisterio I
Investigación sobre la conciencia
La conciencia y el Magisterio I
La conciencia y el Magisterio I



En el “Enrique V” de Shakespeare (Acto I, escena II), el novel Rey inglés, aspirando también de la corona francesa, antes de emprender una acción bélica convoca al Arzobispo de Canturbery para consultar sobre el valor de la ley sálica (aparente obstáculo a sus pretensiones) y entre otras cosas dice al prelado:

“... Os rogamos que... nos expliquéis, de modo justo y religioso, si la Ley Sálica, que tienen en Francia, nos excluye o no nos excluye en nuestra pretensión; y no permita Dios, mi amado y fiel Señor, que deforméis, torzáis y dobléis vuestra interpretación, ni gravéis con sutilezas vuestra alma inteligente presentando títulos ilegítimos, cuyos derechos no se armonicen en sus naturales colores con la verdad... Bajo este conjuro, hablad, Monseñor, pues escucharemos, observaremos y creeremos de corazón que lo que digáis está lavado en vuestra conciencia... ¿Puedo mantener tal pretensión en justicia y en conciencia? (May I with right and conscience make this claim?”.

Semejante actitud suscitaría, no sólo la ironía de Nicolás Maquiavelo, sino también la indulgente sonrisa de muchos ilustres teólogos contemporáneos. Alguno tacharía al Soberano de escrúpulos; otro lo acusaría de buscar descargar su responsabilidad en el consentimiento de sus nobles. En todo caso, para la mayoría de nuestros hodiernos pensadores­, el hecho de pedir al Primado inglés que ilumine la conciencia del rey, demuestra por parte de Enrique una concepción inmadura y tutorial de la conciencia, propia de un tiempo que un conocido moralista ha denominado despectivamente como la época de la Iglesia del Imperio.

La escena shakespeariana puede servirnos para iniciar nuestra investigación sobre un ámbito particular de la conciencia; de esa conciencia de la cual Enrique no se permite disponer sino en base a unos principios dictaminados por una autoridad extrínseca y extraña. ¿Cuál es la relación entre la conciencia y un magisterio exterior a ella? ¿Puede prescindir de éste? ¿Debe tenerlo siempre en cuenta? ¿Puede hacer valer su independencia contra él? Y más concretamente, puesto que tal ha de ser el tema de nuestro trabajo, ¿puede la conciencia del cristiano reivindicar su autonomía frente a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia? En esta segunda mitad de siglo este problema ha acuciado los corazones de muchos fieles y teólogos, especialmente cuando (antes, durante y después de la Humanae vitae) se enervaron las discusiones en torno a la relación entre la conciencia (de los esposos) y el Magisterio Pontificio a propósito de la regulación de la natalidad.

Estado de la cuestión

Es indudable que la Sagrada Escritura contiene indicaciones morales determinadas (mandatos de algunos actos concretos y prohibiciones o condenaciones de otros comportamientos)[1]. Algunas de estas normas sin la Revelación no se hubiesen conocido; otros son accesibles a la razón humana. Es de éstas últimas que tratamos en nuestro trabajo. Ahora bien, ¿enseña la Revelación divina de modo explícito todas las normas morales cognoscibles por la razón? El Magisterio de la Iglesia parece suponer que no y por eso, además de hacerse eco de las normas explícitamente contenidas en la Sagrada Escritura, se explaya sobre otras no explícitas en los textos bíblicos (contracepción, fecundación artificial, masturbación, experimentación embrional, etc.). El juicio que el Magisterio elabora e impone a la conciencia de los hombres dice basarse en la naturaleza del hombre, y justifica su intervención en tal ámbito apoyándose en su responsabilidad ante Dios como custodio de la ley natural.

Son muchos, sin embargo, los interrogantes sobre esta actitud magisterial:

-¿Puede el Magisterio enseñar legítimamente sobre temas de moral natural?

-Suponiendo que pueda enseñar, ¿qué valor vinculante tienen sus enseñanzas para la conciencia de los fieles, es decir, hasta qué punto está el cristiano “obligado” a obedecerlo? ¿Debe tomar tales enseñanzas como un mandato irrecusable, o como una “orientación”, como una “opinión más o menos fuertemente fundada”?

-Cuando enseña, ¿puede proponer su enseñanza como infalible o puede equivocarse?

PRIMERA PARTE: COMPRENSIONES E INCOMPRENSIONES

Muchos argumentos que es habitual escuchar en nuestros días parecerían desautorizar esta actuación del Magisterio sobre la conciencia. Así, por ejemplo, leemos en reconocidos moralistas razonamientos como los siguientes:

-Ante todo, no puede pretender enseñar normas universales sencillamente porque éstas no existen. No se pueden catalogar ciertos comportamientos como malos “siempre y en todo lugar”, porque la malicia o bondad dependen de elementos circunstanciales, de situaciones concretas, de presiones, de las intenciones del sujeto que obra. Para dar un juicio universal sería necesario conocer de antemano todos los casos posibles en que el acto en cuestión puede ser ejecutado y conocer que en ninguno de ellos existe una circunstancia que lo justifique. Y esto no es posible: “En teoría, escribe el P. J. Fuchs, parece que tal universalidad no es posible. Una acción sólo es moral al considerar las ´circunstancias´ y la ´intención´, y eso presupondría que se pueden prever adecuadamente todas las combinaciones posibles de circunstancias e intenciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica, b) las diferencias de civilización, c) la historicidad humana”[2].

-Aun cuando de hecho indique o prohiba ciertos comportamientos, esto no nos obliga mas que a tomar en cuenta tales indicaciones como opiniones autorizadas, como buenos consejos. Puesto que el Magisterio moral de la Iglesia no es infalible, se trata de una opinión reformable, que podrá cambiar en el futuro: “Vivimos, dice B. Häring, la transición dolorosa de una época de la ´Iglesia del imperio´ constantiniana... a una época de fe por decisión libre y entrega a la comunidad de fe... Existe aún el concepto de teología moral como guía para los confesores que se consideraban, principalmente, como jueces y controladores de conciencias... La escuela única, propugnada por una parte de la jerarquía, subraya en exceso la autoridad de los documentos romanos, incluso cuando están condicionados históricamente y rebasados en su propio contexto por lo que respecta a la moral. Aunque rara vez, acaso nunca, propuso el magisterio normas morales atribuyéndoles valor de infalibilidad, reiteradamente una escuela de moral ha planteado estas normas como si fuesen particularmente infalibles, ´al menos hasta que el disenso creció hasta tal volumen que hizo simplemente insostenible esta posición´“[3].

-Finalmente, y aquí está el nudo de la cuestión, es la conciencia de cada hombre la norma última del obrar, su juez definitivo. Y por eso, aún cuando el Magisterio pueda y de hecho elabore normas de conducta o prohíba determinados comportamientos, obramos bien en la medida que sigamos nuestra conciencia, aunque ésta dictamine algo contrario al Magisterio; por ejemplo, F. Böeckle hablando de la Humanae vitae y de la condena de la contracepción escribe: “Incluso un católico fiel a su iglesia puede llegar a una conclusión diversa de la decisión magisterial; él puede sostener esta posición e incluso practicarla ya sea personalmente, o bien, por ejemplo, como médico con sus pacientes”[4]. Asimismo Enrico Chiavacci: “Si (el juicio universal del Magisterio) es una norma de orden general, la conciencia lo asume como guía o como sugerencia que en determinados casos puede cesar”[5]. Si cualquier autoridad, pues, y especialmente el Magisterio de la Iglesia, quiere expedirse sobre temas morales, puede hacerlo pero con la condición de que su intención no vaya más allá del ofrecer algunos elementos útiles para que la conciencia del fiel se forme su juicio personal y autónomo. Y por tanto, si, por ejemplo, el Papa pretendiese imponer o exigiese que los hombres obedezcan en conciencia las normas del Magisterio, como hace Juan Pablo II en la Veritatis Splendor, no quedaría mas que catalogarlo de “falto de tolerancia, de futuro y de misericordia”, como lo apoda el escritor Luis Antonio de Villena[6]; o bien tacharlo de “intregrismo ideológico... monolitismo ético y... conservadurismo teológico”, como hace el sociólogo Francisco Vázquez[7]; “premoderno, preconciliar y restauracionista”, según lo denominan algunos teólogos españoles de la Asociación de Teólogos “Juan XXIII”[8] “apocalíptico”, según Miguel Ángel Maestro[9]; o catalogar su actitud de “fundamentalista, reaccionaria y numantina”, en el decir del escritor Antonio Castellote[10]; o simplemente “inmoral”, “agresiva de la condición humana” y “coartadora de las conciencias”, para usar los calificativos empleados por el ex fraile Leonardo Boff[11].

Ante estas afirmaciones nos vienen a la mente las palabras del tortuoso Raskolnikof en “Crimen y castigo”: “Se habla del deber y de la conciencia; no quiero decir nada en contra, pero ¿cómo entendemos tales palabras?”. El personaje de Dostoiewsky de alguna manera intuye la ambigüedad con que el pensamiento de la “modernidad” ha preñado los conceptos claves de nuestro lenguaje. Y así, las tres afirmaciones corresponden a tres sofismas y a tres errores filosóficos y teológicos.

Respecto de la primera crítica. La refutación exigiría un análisis detenido que nos llevaría lejos de nuestro tema. Debemos, pues, contentarnos con afirmar, siguiendo la doctrina bíblica, a toda la tradición ética filosófica y teológica de Occidente, y al Magisterio mismo de la Iglesia[12], que existen comportamientos que son en sí mismos y siempre malos, porque el primer elemento constitutivo de la moralidad de un acto es su objeto, no la intención del que lo realiza ni, menos aun, sus circunstancias. En cada acto se conjugan los tres elementos (objeto, fin y circunstancias), pero el acto ya tiene una moralidad básica que le viene dada por su mismo objeto.

Respecto de la segunda[13]. Es falsa la concepción del Magisterio en la que se basa la objeción. Tres errores fundamentales sobre el Magisterio caracterizan la teología del disenso:

1) Pensar que sólo el Magisterio “ex cathedra” es infalible. También el Magisterio ordinario universal goza de infalibilidad, como señala la Lumen Gentium: cuando los obispos “aun dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, como maestros auténticos en materia de fe y costumbres convienen en exponer una enseñanza como definitiva, anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo”[14]. Por tanto, cuando el Romano Pontífice presenta una determinada doctrina como sostenida desde siempre por la Iglesia universal, la está presentando como revestida de la cualidad de infalible[15].

No es lo más importante, en este punto, la forma más o menos solemne de promulgación (que es lo que muchos teólogos parecieran pretender para toda afirmación infalible) sino que nos conste la intención definitoria de los Concilios y de los Papas... Lo decisivo es únicamente que hagan patente y manifiesto su propósito de imponer a toda la Iglesia la aceptación irrevocable de sus enseñanzas[16].

2) Segundo error (explícito en la afirmación de Häring): que “rara vez, acaso nunca”, el magisterio ha propuesto “normas morales atribuyéndoles valor de infalibilidad”. Por el contrario, escribe García de Haro: “prácticamente todas las normas morales concretas más importantes (sobre aborto, homosexualidad, relaciones prematrimoniales, masturbación, eutanasia, onanismo, etc.), han sido enseñadas por el Magisterio ordinario y universal: por el Romano Pontífice y por los Obispos en comunión con el Santo Padre, en todo el mundo y sin interrupción”[17]. Y también: “... la inmensa mayoría de las cuestiones de cierta importancia para la vida moral, se encuentran de un modo u otro con carácter definitivo por el Magisterio”[18]. Muchos sostienen, por ejemplo, el carácter infalible de la doctrina expuesta en la Encíclica “Humanae vitae”[19].

3) Tercer error: que el magisterio no infalible equivalga a opinable. “El Magisterio infalible no se opone a magisterio opinable, porque también el Magisterio no infalible posee valor de certeza aunque no tenga la dote de infalibilidad”[20]. Por tanto, también vincula la conciencia, ya que no es lícito obrar con dudas positivas de conciencia, y ningún fiel puede dejar de dudar positivamente sobre la licitud de un acto en torno al cual el Magisterio -aun no infalible- ha elaborado un juicio reprobatorio. “El Magisterio vincula las conciencias siempre que de un modo y otro así lo indica el mismo; los criterios para apreciarlo son: índole del documento, insistencia con que repite una misma doctrina, fórmulas usada para expresarlo”[21]. El mismo Código de Derecho Canónico se expresa diciendo que cuando se trata de un ejercicio del magisterio auténtico del Sumo Pontífice o del Colegio episcopal en unión con él, sobre materia moral, aunque no tenga intención de proclamarla con un acto definitivo, los fieles deben prestarle un “obsequio religioso del entendimiento y de la voluntad”[22].

Obsequio de voluntad significa que la voluntad debe adherirse a una doctrina con el acto que le es propio, la obediencia y el amor a la verdad. Esto, antes de que el intelecto perciba la verdad intrínseca de tal verdad, basándose en lo que ya ha percibido con anterioridad, por la fe, y que le garantiza la veracidad de tal doctrina: que el Papa y los obispos en comunión con él enseñan en virtud de la autoridad de Cristo.

Obsequio por parte del entendimiento indica la adhesión de la inteligencia a tal verdad; lo hace “asintiendo”, que es su acto propio. Este obsequio es “religioso”, es decir, fundado en el mismo motivo religioso: la misión de los obispos y del Papa.

Por tanto, la actitud exigida no se agota en un comportamiento exterior sino que exige un acto interior de sumisión y asentimiento. El motivo es el ejercicio del magisterio auténtico ya que es la peculiaridad y exclusividad del magisterio eclesiástico que ningún otro magisterio puede reivindicar: la autenticidad es el hecho de enseñar con la autoridad de Cristo[23]. Y por eso obliga la conciencia de los fieles, puesto que, como enseña la Instrucción Donum veritatis, se da asistencia divina al magisterio auténtico, aun cuando no tenga intención de pronunciarse infalible y definitivamente[24].

En cuanto a la tercera crítica. Que la conciencia sea la norma moral última de nuestro obrar es verdad a condición de entender rectamente esta formulación. Vamos a explayarnos un poco más sobre este punto en la siguiente parte del trabajo.

SEGUNDA PARTE: LAS RELACIONES ENTRE MAGISTERIO Y CONCIENCIA

El fondo del problema radica en la incomprensión de algunos conceptos: qué es verdaderamente la conciencia (o la naturaleza de la conciencia) y cuál es la función del Magisterio. Entendidos correctamente estos dos conceptos, precisar la relación entre conciencia y Magisterio no ofrecerá mayores dificultades.

1. La conciencia, la verdad y el error.

La conciencia no es una facultad del hombre; tampoco una especie de superfacultad que se confundiría con la persona misma; menos aún una parte material de nuestro sistema nervioso, como algún neurólogo materialista ha llegado a afirmar en nuestros días con absoluta insuficiencia crítica y filosófica[25]. Es solamente un acto, y un acto de nuestra inteligencia en su función práctica. Es el acto por el cual nuestra inteligencia advierte que está realizando una acción determinada (llamada conciencia psicológica) y al mismo tiempo advierte que esa acción es buena o mala (conciencia moral).

“... La conciencia moral... es... la intuición que cada uno tiene de la bondad o de la malicia de las acciones propias... La conciencia en la práctica de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud, sobre la moralidad de nuestros actos”[26].

Este juicio sobre la moralidad de nuestros actos es posible porque aplicamos a nuestros actos el conocimiento de una ley que se encuentra impresa previamente en nuestro interior. Este conocimiento en parte nos viene dado por la misma naturaleza (sindéresis) y en parte lo vamos cultivando y precisando a través de la educación, la tradición, la enseñanza, y la Revelación divina contenida en las Escrituras.

La conciencia dice una relación constitutiva con la verdad. La conciencia es testigo, juzga, dirige, alaba, condena, en razón de unos principios que la trascienden pero que, sin embargo, ella puede alcanzar. La conciencia es la norma de nuestro obrar cuando se trata de una conciencia recta, y por tanto, sólo puede ser seguida de modo absoluto e incondicionado cuando es recta y porque es recta. Ahora bien, conciencia recta significa conciencia verdadera[27], conciencia que juzga según verdad, es decir, adecuándose a la norma suprema que es Dios y a la verdad de las cosas. Nuestros actos son buenos al adecuarse a nuestra conciencia (a lo que nuestra conciencia juzga que es bueno hacer aquí y ahora) sólo cuando nuestra conciencia se adecua a una norma superior que es la ley divina (ya sea positiva, es decir, revelada, o bien natural). Ella mide bien porque regula su medida con la medida absolutamente infalible que es la medida divina. Es regula regulata. Por tanto, la conciencia no “crea” la verdad, sino que la descubre. Obrar de determinado modo no es bueno porque lo hayamos “decidido”[28], o porque estemos convencidos de ello (con convencimiento sentimental o afectivo), sino porque es así en la realidad (en la ley de Dios, en la naturaleza de las cosas) y coincide con la verdad objetiva.

Por lo tanto, es la verdad trascendente y objetiva la que hace verdadera la conciencia; la conciencia es recta cuando obra según esa verdad. De aquí el valor perenne de aquellas palabras de J.H. Newman: “Existe una verdad; existe una sola verdad... Nuestro espíritu está sometido a la verdad; por ende, no es superior a ella, y está obligado no tanto a disertar sobre ella, cuanto a venerarla”[29].

El modo según el cual tiene lugar tal descubrimiento de la verdad práctica, juega un rol secundario. Que uno llegue a la verdad a partir de los principios intrínsecos que posee sin ayuda exterior (autónomamente), o que esto advenga ayudado por principios exteriores (heterónomamente) no afecta a lo esencial. Lo que es fundamental es que la verdad sea interiorizada por nosotros, y esto es lo que dignifica nuestra conciencia; por el contrario, en nada menoscaba tal dignidad el que esa verdad sea ofrecida por alguien diverso de nuestra conciencia personal. La conciencia debe, pues, interiorizar la verdad, es decir, hacerla suya, encarnarla. El pensamiento moderno, desde Descartes y especialmente con Kant, ha dado un sentido diverso a tal interioridad. Para la modernidad, la verdad es interior en el sentido de que nace del sujeto, es creada por él, es hecha a su medida. En este contexto, hablar de obediencia a una autoridad extrínseca es un modo de legalismo destructivo de la moralidad. Sólo en el caso de una verdad que surja del interior se salvaguardaría la dignidad de la conciencia, mientras que todo cuanto viene de afuera la degradaría. Así piensa, por ejemplo, Mariano Grondona, al decir: “Hay ´autonomía´ cuando esa ley que me manda ha sido generada en mí. Yo, en este caso, me estoy obedeciendo a mí mismo. A lo mejor de mí mismo: a mi razón. Cuando esa ley viene de afuera, es el producto de una voluntad ajena a la mía; entonces cuando la obedezco lo hago por conveniencia, por temor, por las inclinaciones”[30].

Según Caffarra[31], Hegel atribuyó a Lutero el haber sido el primero en constatar esta contradicción entre autoridad y conciencia. En cambio, para el pensamiento tradicional, “interioridad de la verdad” significa la presencia interior de la verdad objetiva y trascendente que no disminuye sino que “constituye” su dignidad.

Consecuentemente, la conciencia que puede imponer al hombre, de modo absoluto, sus “derechos”, es la conciencia recta. Ahora bien, “para tener una ´conciencia recta´ (1 Tim 1,5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar ´iluminada por el Espíritu Santo´ (cf. Rom 9,1), debe ser ´pura´ (2 Tim 1,3), no debe ´con astucia falsear la palabra de Dios´ sino ´manifestar claramente la verdad´ (cf. 2 Cor 4,2)”[32]. “La conciencia recta es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral, y supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del verdadero bien”[33].

Fuera de esto, sólo en un caso puede dirigir nuestro obrar, y esto acaece accidental y provisoriamente. Es el caso de la conciencia involuntaria e invenciblemente errónea: cuando ella cree estar regulando de acuerdo a esa ley superior aunque en realidad esté equivocándose y apartándose de esa ley superior. Pero no cualquier conciencia que yerra es invenciblemente errónea. Sólo lo es aquélla que ha puesto y agotado todos los medios necesarios para no estar en el error (y esto supone e implica el amor y la búsqueda de la verdad, la investigación de la verdad, la consulta a quien puede dar luz sobre el problema), y a pesar de ello no ha podido salir de él. Y en todo caso, sólo es norma del obrar accidentalmente (por creer ser verdadera), y provisoriamente (mientras dure el error)[34]. A pesar de todo, en el caso de aquél que sigue su conciencia involuntaria e invenciblemente errónea, su acto sigue siendo objetiva y materialmente malo, aunque su estado de conciencia lo excuse del pecado[35].

Por eso puede decirse con todo rigor que “la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el caso de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero”[36]. Pero “compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea, ´cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado´“[37].

[1] Cf. las “listas de pecados” paulinas: Rom 1,29-31; Gál 5,19-21; Ef 5,3-6; 1 Cor 6,9-10; 5,9-11; Col 3,5-11.

[2] Josef Fuchs, S.J., The absolutesness of Moral Terms, Rev. Gregorianum, 52 (1971), p. 449.

[3] Bernard Häring, Libertad y Fidelidad en Cristo, Herder Barcelona, 1981, T. I, pp. 352-353; la expresión citada por Häring pertenece a J.P. Mackey.

[4] F. Böeckle, Morale Fondamentale, Queriniana, Brescia, 1979, p. 283.

[5] Chiavacci, E., Studi di teologia morale, Assisi 1971, p. 45.

[6] “El Mundo”, citado por Miguel Angel Velazco, Los derechos de la verdad, MC, Madrid 1994, p. 137-138.

[7] Cit. en Miguel Angel Velazco, op. cit., p. 126.

[8] Cf. Diario “El País”, 7/X/93; cit. por Miguel A. Velazco, op. cit., p. 142.

[9] Cf. Miguel Angel Velazco, ibid., p. 161, Maestro habla de la Veritatis Splendor como “la Encíclica de la crisis, del apocalipsis now de fin de siglo”.

[10] Diario de Teruel, 6/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco, op.cit., pp.156-157.

[11] Cf. “El Mundo”, 11/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco, op. cit., p. 153.

[12] Cf. Enc. Veritatis Splendor, nnº 71-79; Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1750-1761.

[13] Cf. Dario Composta, La nuova morale e i suoi problemi, Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1990, especialmente cap. 8, pp. 145-175; Carlo Caffarra, La competenza del magistero nell´insegnamento di norme morali determinate, Rev. “Anthropotes” 1 (1988), pp. 7-23; Ramón García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, Rev. “Anthropotes” 1 (1988), 45-71.

[14] Lumen gentium, 25.

[15] “...(El) sucesor de Pedro... ya en el ejercicio ordinario de su magisterio actúa no como persona privada, sino como maestro supremo de la Iglesia universal, según la aclaración del concilio Vaticano II sobre las definiciones ex cathedra (cf. LG 25). Al cumplir esta tarea, el sucesor de Pedro expresa de forma personal, pero con autoridad institucional, la regla de fe, a la que deben atenerse los miembros de la Iglesia universal -simple fieles, catequistas, profesores de religión, teólogos...” (Juan Pablo II, Catequésis 10/3/93; en L´Osservatore Romano 12/3/93, p. 3, nº 4).

[16] Cf. Joaquín Salaverri, S.I., Potestad de Magisterio, en: Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, B.A.C., Madrid 1966, pp. 529ss.; cf. p. 523.

[17] García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, op.cit., p. 64.

[18] Ibid., p. 63.

[19] Esto basándose en que Pablo VI presenta la doctrina de la Humanae vitae como “constantemente enseñada por la Iglesia” (nº 10), “propuesta por el Magisterio con constante firmeza” (nº 6), etc. Entre otros son de este parecer: Emenegildo Lio (Humanae vitae e infallibilità, Città del Vaticano 1986), Germain Grisez (Christian Moral Principles, Chicago 1983, p. 847), Dario Composta (La nuova morale e i suoi principi, op. cit., p. 148), García de Haro (Matrimonio e famiglia nei documenti del magistero. Corso di teologia matrimoniale, Ares, Milano 1989, p. 212), etc.

[20] García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, op.cit., p. 62.

[21] Ibid., p. 63.

[22] Código de Derecho Canónico (1983), c.752. Cf. Francisco Javier Urrutia, S.J., Obsequio religioso de entendimiento y voluntad (c. 752). Clarificación de su sentido. En: AAVV., La misión docente de la Iglesia, Ed. Pontificia Universidad de Salamanca, Salamanca 1992, pp. 21-40. El autor refuta la posición de Francis Sullivan, S.J., que sostiene que el “obsequio” que se menciona en el canon 752 no exige “asentimiento” de la inteligencia.

[23] Cf. Lumen Gentium 25.

[24] “Se da también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles, que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y, en particular, al Romano Pontífice, Pastor de toda la Iglesia, cuando, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse en ´modo definitivo´, en el ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce a una mejor comprensión de la revelación en materia de fe y costumbres, y ofrecen directivas morales derivadas de esta enseñanza. Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio de cada una de las intervenciones del Magisterio y la medida en que se encuentra implicada su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas derivan de la misma fuente, es decir, de Cristo que quiere que su pueblo camine en la verdad plena. Por este mismo motivo las decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina, y requieren la adhesión de los fieles” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, “Donum veritatis”, 24/5/1990, nº 17).

[25] Me refiero a Hanna y Antonio Damasio, neurólogos del Hospital Iowa and Clinics. Según ellos, la conciencia se encuentra ubicada en una zona del lóbulo frontal del cerebro; afirman esto basándose en que Pinieas Gafe, un obrero, a raíz de un accidente en que resultó herido en su cerebro, perdió la noción del bien y del mal (cf. LA NACION, 1 de junio de 1994, p. 9).

[26] “... Existe una conciencia psicológica, que reflexiona sobre nuestra actividad personal, cualquiera que ésta sea; es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual, la propia personalidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo. Pero ahora no hablamos de este campo de la conciencia; hablamos del segundo, el de la conciencia moral e individual, esto es, de la intuición que cada uno tiene de la bondad o de la malicia de las acciones propias. Este campo de la conciencia es interesantísimo también para aquellos que no lo ponen, como nosotros los creyentes, en relación con el mundo divino; más aún, constituye al hombre en su expresión más alta y más noble, define su verdadera estatura, lo sitúa en el uso normal de su libertad. Obrar según la conciencia es la norma más comprometida y al mismo tiempo, la más autónoma de la acción humana. La conciencia en la práctica de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud, sobre la moralidad de nuestros actos, tanto considerados en su desarrollo habitual como en la singularidad de cada uno de ellos” (PABLO VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilia en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965).

[27] Usamos este término en el sentido que le dió Santo Tomás. “Santo Tomás llamaba conciencia recta o verdadera a la que reflejaba la verdad objetiva de orden práctico, en conformidad con la ley de Dios, en contraposición de la conciencia errónea que puede ser tal vencible o invenciblemente. Es la terminología que asumió y divulgó San Alfonso María de Ligorio... Otros moralistas, más de acuerdo con la terminología de Francisco Suárez, dan a la conciencia recta una significación más amplia, de modo que comprende tanto la conciencia verdadera como la invenciblemente errónea o de buena fe. Así, por ejemplo, A. Vermerch” (Victorino Rodriguez, O.P., Función mediadora de la conciencia, Rev. “Mikael” 24 [1980] pp.116-117).

[28] “Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter ´creativo´ de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de ´juicios´, sino con el de ´decisiones´. Sólo tomando ´autónomamente´ estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral...” (Enc. Veritatis Splendor, nº 55).

[29] J.H.Newman, Essay on the development of christian doctrine, London 1878, p. 357.

[30] Mariano Grondona, Los pensadores de la libertad, Ed. Sudamericana, Bs. As. 1989, p. 75.

[31] L´autorità del magisterio in morale, op. cit., p. 183.

[32] Enc. Veritatis Splendor, 62.

[33] Instrucción Donum veritatis, nº 38.

[34] Cf. Santo Tomás, De veritate, q. 17, a.4.

[35] Cf. Suma Teológica, I-II, 19, 6; cf. Victorino Rodriguez, O.P., Estudios de antropología teológica, Speiro, Madrid, 1991; especialmente el capítulo Teología de la conciencia, pp. 145-147.

[36] Enc. Veritatis Splendor, 63.

[37] Ibid., 63. El texto indicado dentro de la cita corresponde a la Constitución Gaudium et spes, 16.



La conciencia y el Magisterio II
El Magisterio y la ética racional.
La conciencia y el Magisterio II
La conciencia y el Magisterio II
2. Magisterio y moral natural.

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?... Apacienta mis corderos” (Jn 21,15). “Simón... yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando vuelvas, confirma a tus hermanos” (Lc 22,31-32). El oficio de apacentar y confirmar, robustecer en la fe y guiar en el obrar, se enraíza directamente en la voluntad salvífica de Cristo, y es la razón de ser del Magisterio de Pedro y de los demás apóstoles unidos a Pedro.

El sentido último del ministerio de la Iglesia es el de transmitir la verdad de Cristo, y más aún, la verdad que es Cristo: “Por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo”[38]. Y esto engloba la verdad moral: “... y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana”[39].

Podemos indicar algunos motivos por los cuales es necesario que el Magisterio se extienda al ámbito de la ética racional[40]:

a) Por la función sobrenatural sanante del Magisterio. Proponiendo verdades morales racionales el Magisterio desempeña su misión de salvación. La Iglesia tiene como misión la salvación del hombre, en toda su amplitud, incluida su racionalidad ya que la racionalidad del hombre es una racionalidad llagada, es decir, afectada por el “vulnus”, la herida, del error y la ignorancia[41]. El Magisterio devuelve, así, a la razón práctica su relación originaria con la verdad. La cura de la permanente tentación de medir la grandeza y el valor del hombre según falsos criterios. “La ley, centrada sobre el Decálogo, forma la conciencia del hombre, la humaniza, la dirige hacia su fin bienaventurado y la abre a la gracia...”[42].

b) Por la función pastoral del Magisterio y las consecuencias de la Encarnación. Existe una conexión intrínseca entre el fin sobrenatural (salvación) al que el Magisterio debe encaminarnos y el ámbito humano de la vida cristiana, es decir, los actos concretos que son los medios por los cuales nos ordenamos al fin. La Iglesia no sería fiel a su misión si enseñando “la fe que debe creerse y aplicarse en la práctica de la vida”[43] no enseñarse, al mismo tiempo, sus consecuencias coherentes en el plano humano. Y esto es consecuencia de la Encarnación: “El Verbo al encarnarse ha entrado plenamente en nuestra existencia cotidiana, que se articula en actos humanos concretos; muriendo por nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana”[44]. En la Encarnación el Verbo divino asume la naturaleza humana en su totalidad, exceptuado el pecado, para sanarla, rescatarla, redimirla; y nada puede sustraerse del alcance de la Encarnación sin que al mismo tiempo se parcialice la obra redentora de Cristo. Como dice San Ireneo: “lo que no es asumido, no es redimido”[45].

c) Por la profunda armonía existente entre la razón y la fe. A este antiguo problema de razón y fe pueden remontarse, en última instancia, las dificultades y críticas planteadas por numerosos teólogos respecto de la autoridad del Magisterio en el ámbito de la moral natural. Pero tales críticas están fundamentadas en un prejuicio: “la recíproca exclusión de la fe... y la razón, en base a lo cual la fe no es racional y la razón no es creyente, y por tanto, los ´precepta fidei´ no son racionales y los ´precepta rationis´ no pueden apoyarse en una autoridad de fe”[46]. De este modo, excluida la fe del ámbito de la razón (y reduciendo la competencia del Magisterio a la sola fe), la razón debería proceder autónomamente en la elaboración de sus normas. Así entendido el problema, un Magisterio es injustificable.

Sin embargo, esta presentación de la relación entre razón y fe es falsa y ya fue resuelta de modo definitivo por Santo Tomás en el medioevo, y por tanto, la estrecha relación armónica entre razón y fe da competencia al Magisterio en el campo de la razón[47].

d) Porque, si bien en la Revelación se encuentran normas morales concretas (algunas de las cuales la razón por sí sola no habría podido descubrir, como por ejemplo los preceptos tocantes al ejercicio de las virtudes teologales; otras, en cambio, están -al menos de suyo- al alcance de la razón), sin embargo, puede legítimamente presumirse que la Revelación no ha enseñado explícitamente todas las normas morales determinadas racionalmente cognoscibles. Y esto porque Dios no se sustituye a la causalidad de las personas creadas[48].

3. Magisterio y conciencia.

Es constitutivo esencial de la conciencia recta su adecuación con la verdad objetiva, como ya hemos dicho. Pero no siempre está en poder de la razón alcanzar por sí sola dicha verdad con la cual adecuarse, aun teniendo en sí los principios de los cuales se derivan todas las verdades morales. Los principios universales están, pero en su condición universal. Descubrir la relación estrecha entre nuestros comportamientos concretos y tales principios puede resultar evidente como puede no serlo. Y esto por muchos motivos. Por un lado, la nuestra es una razón herida y debilitada por el pecado original. Por otra parte, algunas de las verdades que rigen el obrar concreto son el fruto de deducciones que no todos pueden realizar. Asimismo, tienen su cuota de injerencia las presiones de una sociedad y una cultura laicista, atea y hedonista, que crea un modo de pensar consecuente con sus máximas. Finalmente, el juicio práctico de la razón guarda una fuerte dependencia de nuestros hábitos morales; y cuando éstos son vicios arraigados, interfieren influyendo notablemente nuestro modo de juzgar. De aquí la necesidad del Magisterio.

La relación entre el Magisterio y la conciencia es análoga a la que media entre la luz y nuestros ojos. Nuestros ojos no ven si no media la luz: “Hablar de un conflicto entre la conciencia y el Magisterio es lo mismo que hablar de conflicto entre el ojo y la luz”[49].

Una nueva confirmación de la armonía entre Magisterio y conciencia puede ser aducida partiendo de la acción del Espíritu Santo sobre el Magisterio y sobre la conciencia de los fieles. La Ley Nueva, instituida por Cristo, es una ley fundamentalmente interior: la acción del Espíritu Santo operante por la gracia en los corazones. Pero supone, juntamente, elementos externos, también obra del Espíritu Santo, cuales son el texto escrito de la Revelación, los sacramentos y también el Magisterio de la Iglesia[50]. El Espíritu Santo actúa sobre los dos elementos, sobre la conciencia con la gracia, sobre el Magisterio con su asistencia: “El Espíritu de Dios que asiste al Magisterio en el proponer la doctrina, ilumina internamente los corazones de los fieles, invitándolos a prestar su asentimiento”[51]. No puede pensarse que la oposición de la conciencia al Magisterio (guiado por el Espíritu Santo) pueda ser fruto de la docilidad de la conciencia al mismo Espíritu Santo[52].

Por todo esto, se hace necesaria la intervención de un magisterio que por un lado custodie manteniendo incólumes los principios, y por otro ilumine el obrar cotidiano a la luz de los mismos. Por tal motivo, el Cardenal Ratzinger analizando aquella famosa expresión de Newman, “si yo tuviera que llevar la religión a un brindis después de una comida... desde luego brindaría por el Papa. Pero antes por la conciencia y después por el Papa”, la entiende en el sentido de que es la conciencia, o más bien, la necesidad de que la conciencia sea custodiada, iluminada y preservada del error, lo que explica el Papado. “Sólo en este contexto, escribe Ratzinger, se puede comprender correctamente la primacía del Papa y su correlación con la conciencia cristiana. El significado auténtico de la autoridad doctrinal del Papa consiste en el hecho de que él es el garante de la memoria[53]. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso, el brindis por la conciencia ha de preceder al del Papa, porque sin conciencia no habría papado. Todo el poder que él tiene es poder de la conciencia: servicio al doble recuerdo, sobre el que se basa la fe que debe ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de destrucción de la memoria, que está amenazada tanto por una subjetividad que ha olvidado el propio fundamento como por las presiones de un conformismo social y cultural”[54].

Algo semejante dice la Veritatis Splendor: “La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella”[55].

Por eso decía el Papa, en el Discurso que dirigió a los participantes del II Congreso internacional de teología moral, que “el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”, y que por eso “apelar a esta conciencia precisamente para constestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica de Magisterio y de la conciencia moral”[56]. El Magisterio de la Iglesia ha sido dispuesto por el amor redentor de Cristo para que la conciencia sea preservada del error y alcance siempre más profunda y certeramente la verdad que la dignifica. Por eso equiparar las enseñanzas del Magisterio a cualquier otra fuente de conocimiento banaliza el Magisterio, y hace inútil el sacrificio redentor de Cristo.

Conclusión

Así, siendo constitutivo esencial de la conciencia la verdad, y la verdad en toda su amplitud (natural y sobrenatural), y siendo misión esencial del Magisterio transmitir la verdad, y no sólo la verdad dogmática sino también la verdad práctica, moral, la contraposición entre conciencia y Magisterio sólo puede provenir de un “a priori” reduccionista.

-Es una versión más del histórico problema de la relación entre razón y fe (entre verdad racional y verdad de la fe, entre heteronomía y autonomía), y cuando la relación entre ambas es mal resuelta (como contraposición o admitiendo la posible contraposición o exclusión), se convierte en una versión más de la teoría de la doble verdad de Siger de Brabante.
Es también una versión más de la incomprensión del misterio de la Encarnación. Incomprensión de la unidad que se establece entre las dos naturalezas de Cristo en la unidad de persona: sin confusión, pero en perfecta armonía. De ahí la insuperable dificultad para compaginar fe y moral, dogma y vida.

-Es una versión más de error del monofisismo y del docetismo: la reducción del misterio de la Encarnación a una sola naturaleza, la divina, afirmando lo humano de Cristo como pura apariencia, tiene su versión moral en la reducción de la salvación a la profesión de un credo, a la adhesión meramente intelectual a un dogma abstracto, mientras que el obrar concreto recibe una redención aparente, una capa de barniz que no toca ni asume la naturaleza, no la redime, no la transforma, y, por tanto, no exige un modo de vida auténticamente cristiano y verdaderamente renovado.

-Es una versión más de la dicotomía pesimista establecida por Lutero: una fe sin moral, una fe sin caridad operante, una adhesión fiducial a Cristo que no compromete en sus raíces nuestra relación con el mundo.

En cambio, la auténtica concepción de la relación entre conciencia y Magisterio, ennoblece la conciencia, ya que aquello que la dignifica es la capacidad que tiene de alcanzar la verdad, siendo secundario el hecho de que la reciba de otro o la alcance por sí misma, mientras que una conciencia que prefiere aceptar la posibilidad del error antes que someterse a una luz que no provenga de ella, no es signo de nobleza sino de una conciencia plebeya.

El Magisterio es un don de Dios a los hombres porque es el don de la luz que penetra nuestro interior y que, acogida interiormente se transforma en guía luminosa, y hace de la conciencia, como dice Dante, compañera segura bajo el escudo de sentirse pura[57].

Chesterton dice sobre la inteligencia que ella “conquista una nueva provincia como una reina, pero sólo porque primero ha respondido a la campanilla como una criada”[58], es decir, por su humildad y por su docilidad. Otro tanto podemos decir de la conciencia: bajo su guía el hombre alcanza su más alta dignidad, cuando ella primero se deja invadir por la luz de la verdad. Y nunca olvidemos aquello de San Juan de la Cruz: “más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de conciencia, que cuantas obras puedes hacer”[59].


[38] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 14.

[39] Ibid.

[40] Para lo que sigue cf. Carlo Caffarra, L´autorità del magistero in morale, en: AA.VV., Universalité et permanence des Lois morales, Ed. Universitaires Fribourg Suisse, Ed. du Cerf Paris, 1986, pp. 179-181; Dario Composta, La nuova morale..., op. cit., pp. 160-161.

[41] Cf. Suma Teológica, I-II, 85, 4.

[42] Juan Pablo II, Alocución a los obispos del Sudoeste de Francia, L´Osservatore Romano, 15 de marzo de 1987, p. 9, nº 4.

[43] Lumen Gentium, 25.

[44] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, en L´Osservatore Romano, 22 de enero de 1989, p. 9, nº 5.

[45] San Ireneo, citado por la Conferencia de Puebla, nº 400.

[46] Carlo Caffarra, L´autorità del Magistero in morale, op.cit., p. 181.

[47] Cf. Enc. Veritatis Splendor, 36 ss.

[48] Cf. Carlo Caffarra, La competenza..., op. cit., pp. 15-16.

[49] Carlo Caffarra, Conscience, Truth and Magisterium in conjugal Morality, Rev. “Anthropos” 1 (1986), p. 83.

[50] Cf. Suma Teológica, I-II, 116, 1 y ad 1.

[51] Pablo VI, Humanae vitae, 29.

[52] Cf. el desarrollo de este punto en R. García de Haro, Magisterio, norma y conciencia, op. cit., pp. 68-70.

[53] Ratzinger entiende aquí por memoria, anamnesis, lo que la tradición teológica llama sindéresis, el hábito de los primeros principios morales. Podrá, si se quiere, discutirse la equivalencia entre memoria y sindéresis, pero para lo que queremos expresar vale correctamente.

[54] Joseph Ratzinger, Elogio de la conciencia, Esquiú 23 de febrero de 1992, p. 30.

[55] Enc. Veritatis Splendor, 64.

[56] Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, en L´Osservatore Romano, 22 de enero de 1989, p. 9, nº 4.

[57] ...coscienza m´assicura,
la buona compagnia che l´uom francheggia
sotto l´asbergo del sentirsi pura (Inf. XXVIII,115-117).

[58] G.K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino, en “Obras Completas”, Plaza y Janés, Barcelona 1967, T. IV, p. 1128.

[59] Dichos 12.




La conciencia en la Veritatis Splendor
Las condiciones y los límites.
La conciencia en la Veritatis Splendor
La conciencia en la Veritatis Splendor


El 6 de julio de 1535 el que había sido Canciller del Reino de Inglaterra fue decapitado por orden del Rey Enrique VIII. Su crimen consistió en no querer doblegarse a afirmar que el matrimonio del Rey con Catalina de Aragón era o había sido nulo. Decir que el Rey tenía razón era la llave de la vida; negarse, la muerte. Tomás Moro se negó y fue decapitado. Antes de morir escribía a su hija Margarita: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia...”

Nos viene, pues, la idea de preguntarnos qué es eso que llamamos la conciencia y de dónde su inviolabilidad, al punto tal que impone al los hombres el deber de renunciar a la propia vida antes que ir contra ella. Y asimismo, cuáles son las condiciones y los límites.

1. Los errores teológicos en torno a la conciencia

Podríamos indicar dos errores fundamentales en torno a la conciencia, que se observan a veces entre el común de la gente y muy a menudo entre renombrados filósofos y teólogos.

1) La naturaleza de la conciencia

El primer error que aparece en torno a la conciencia tiene que ver con la naturaleza de la misma. Ya no se la concibe como un ACTO de la INTELIGENCIA sino como una FACULTAD (viejo error ya refutado por los antiguos). Esto se ve claro en un texto de Häring: “La conciencia, facultad moral del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad, la base y la fuente del bien”[1]. Y consecuentemente la define: “el instinto espiritual de conservación que impele al alma a buscar la unidad total...(que) no la consigue sino poniéndose plenamente de acuerdo con el mundo de la verdad y del bien”[2].

Es más, se la describe como una especie de SUPERFACULTAD que unifica toda la persona, que estaría en el centro de la persona; es lo que hoy llaman algunos (como Häring) la visión “holistica” de la conciencia. Así dice: “Habita tanto en el entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en ambos, ya que la inteligencia y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de nuestra vida psíquica y espiritual”[3].

2) La conciencia creadora

La segunda falacia es la concepción de que la conciencia es la creadora de los valores; es la que determina arbitrariamente qué está bien y qué está mal. “Las tendencias culturales... que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su magisterio” (VS 54).

Häring habla de la “cualidad creativa de la conciencia”[4]; y menciona este tipo de conocimiento como superior al conocimiento que él llama abstracto y sistemático: “Una teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada de conocimiento”[5].

Según esta concepción es el hombre el que debe decidir en última instancia cómo obrar en cada circunstancia concreta. Para esto puede servirle de ilustración lo que dice la filosofía, la tradición, el Magisterio, el Evangelio, etc. Pero el que decide es él. Y sus actos serán buenos o malos según sigan «lo que ellos han decidido». El Papa señala que esta corriente, para dar fuerza a su concepción, ya no llaman a los actos de la conciencia «juicios» sino «decisiones» (VS 55).

El Papa ha dicho en un famoso discurso: “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha sido creado...”[6].

Cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide muchas veces es el “derecho” a que cada uno diga qué le parece bien, y obre en consecuencia. Esto, en definitiva, es la tentación del Paraíso; el pecado de Adán y Eva consistió en el querer determinar por su propia cuenta el bien y el mal de nuestros actos, sin importarle la verdad objetiva.

3) La conciencia, último juez absoluto

Otro error consiste en hacer de la conciencia el último juez absoluto. Volvemos a lo mismo: si la verdad juega un papel fundamental, el último juez es la verdad, y mi conciencia puede guiar mi obrar cuando ha agotado todas las instancias para formarse y buscar la verdad.

Häring, por ejemplo, habla de posibles conflictos entre la libertad (o conciencia) y la ley, en los cuales la “presunción” favorece la libertad: “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de ... ley humana positiva..., no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia... En principio la libertad «posee» sobre la ley”[7]. Esto vale para las leyes humanas positivas, pero no para la ley divina donde está en juego la voluntad de Dios o los actos gravemente prohibidos. Afirmó Ratzinger en un discurso que dio mucho que hablar que la primera vez que escuchó esto aplicado con todas las consecuencias, en boca de un profesor alemán, uno de los oyentes le objetó que si aplicamos tales principios en todo su rigor deberíamos afirmar, por ejemplo, que los responsables de los crímenes nazistas (nosotros podríamos añadir también los crímenes de Stalin, de las persecuciones romanas, chinas, del terrorismo, de Sendero Luminoso, las masacres etnias en los Balcanes) no pueden ser condenados porque quienes los cometieron probablemente estaban convencidos de lo que hacían, y por tanto obraban “según su conciencia”, con lo cual su conducta sería MORALMENTE INTACHABLE. Aquel profesor respondió diciendo que lo que intentaba decir era precisamente eso.

Con mucha razón Juan Pablo II ha dicho que: “Hablar de la inviolable dignidad de la con­ciencia sin ulteriores especifi­caciones, conlleva el riesgo de graves errores”[8].

La expresión más clara de estos elementos se encuentran en la corriente moral que se conoció, en los años ‘50 como ética de situación. Hoy día no se sostiene con ese nombre pero es profesada por la mayoría de los moralistas. Sus principales corifeos fueron J.FUCHS y B. HARING. Su error fundamental consiste en afirmar que la norma última de nuestro obrar “es una luz interna y un juicio inmediato”. Este juicio, a menos en muchas cosas y en última instancia “no es mensurado, ni se ha de medir, ni es mensurable por ninguna norma objetiva, externa al hombre e independiente de su persuación subjetiva, en cuanto a su objetiva rectitud y verdad; es un juicio que se basta a sí mismo” (así describió la posición de la ética de situación la Instrucción del Santo Oficio del 2/II/56).

2. La auténtica concepción sobre la conciencia

El Concilio Vaticano II ha tratado de describirla diciendo que “es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS, 16).

Lo que nosotros llamamos “conciencia” no es otra cosa que ciertas actuaciones de nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia, y en esto nos diferenciamos específicamente del resto de los animales, conoce qué son las cosas, por qué son, para qué son, por qué –en algunos casos– deben ser. Cuando esas “cosas” que conoce el hombre son nuestros propios actos y la razón nos dice lo que estamos haciendo, o lo que hemos hecho o lo que estamos proyectando hacer, y nos habla de su bondad o de su malicia, tal acto de la inteligencia es lo que llamamos la “conciencia”.

¿Cómo ocurre esto? Todos nosotros llevamos interiormente impreso un conocimiento del bien y del mal. El hombre se da cuenta, de un modo natural, que ciertas cosas están bien y ciertas cosas están mal (no hace falta que nos enseñen que el amor a nuestros padres es algo bueno, ni que traicionar la patria es algo abominable; a nadie le enseñaron que tiene que defender a su madre o a sus hijos... y si se lo enseñaron cuando lo hace no lo hace porque se lo hayan enseñado, sino porque espontáneamente reconoce que es lo único que debe hacer en esa circunstancia). Por eso dice el Card. Ratzinger: “llevamos dentro de nosotros mismos nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad”[9]. Y San Pablo, hablando de los paganos: “cuando los paganos, que no tienen ley [es decir ley Revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la ley,, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón...” (Rom 2,14).

Es por eso que cada vez que nosotros obramos, nos damos cuenta de que lo que hacemos es conforme y está en armonía con ese conocimiento que tenemos escrito en el corazón, sobre el bien y el mal. O simplemente no está conforme con él. Esta es la conciencia. La conciencia es la inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo, pero a al cual debe obedecer... Ley inscrita por Dios en su corazón...” (GS, 16).

La conciencia, cumple, de este modo un triple oficio en nuestro interior:

–Es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o malicia de lo que obramos (cf. 2 Cor 1,12; Rom 9,1).

–Es juez: ella nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena (remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando el mal.

–Es pedagogo (como decía Orígenes): descubriéndonos e indicándonos el camino del buen obrar[10].

Esta luz que hay en nuestra inteligencia, por la cual juzgamos de nuestras acciones, la ha puesto Dios mismo, al crearnos. No es otra cosa que la capacidad que tenemos de conocer, y de conocer el bien y el mal en las cosas. Y esa luz es una participación de su Luz y de su Verdad eterna. Por eso es que podemos decir con propiedad que es la voz de Dios. Así, San Buenaventura decía de ella: [VS, 58].

3. Elementos fundamentales sobre la conciencia

Yo señalaría dos temas importantísimos sobre la conciencia en la VS: el primero es la relación entre la conciencia y la verdad, el segundo es el problema del error de la conciencia.

1) La conciencia y la verdad

Con muy buen tino un gran teólogo de nuestro tiempo ha hablado de la función mediadora de la conciencia. ¿Qué significa esto? Esto significa que la conciencia no es la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros actos, sino que hay algo que está detrás de ella, y esto sí es lo absoluto. Los antiguos la llamaban «regula regulata»: regla reglada. Ella es la que debe guiar nuestros actos, pero con la condición de que ella a su vez se deje guiar, se con-forme, con algo que es superior. Y eso superior es la VERDAD. Y esa verdad se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta, y en la misma esencia de las creaturas, como verdad participada.

Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus decisiones, pero él decide y dirige bien un partido siempre y cuando aplique correctamente el reglamento y no distorsione la realidad. Sólo que mientras el adecuarse a los dictámenes de un árbitro futbolístico afecta únicamente a un buen partido, en el caso de la conciencia está en juego la bondad o la malicia moral del sujeto en cuestión.

Nuestra conciencia es el árbitro de nuestros actos, pero hay un reglamento que es superior a ella, y ella guía bien en la medida en que es fiel al Reglamento de la Verdad. Así, pues, la dignidad de la conciencia proviene de que ella nos hace de puente, de intermediario, con esa verdad que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios.

Es por eso que la Sagrada Escritura nos insiste constantemente a que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo a la verdad: [VS, 62].

2) La falibilidad de la conciencia

El segundo elemento que hay que tomar en cuenta es la posibilidad de que la conciencia se equivoque. La conciencia puede fallar en ese conocimiento. “Ella, dice el Papa, no es un juez infalible” (VS, 62). Es un acto de nuestra inteligencia, creada, finita, falible, herida, influenciable.

Los juicios de nuestra conciencia son muy comprometedores porque no son afirmaciones abstractas o puramente especulativas (como cuando decimos “hoy es un lindo día”; “dos más dos es igual a cuatro”), sino afirmaciones que terminan comprometiendo nuestro modo de obrar (son “juicios prácticos”). Por ejemplo, el que yo perciba que estoy obrando o viviendo moralmente mal, me exige el cambiar de vida; el reconocer que me corresponde el realizar tal deber me impone la obligación de cumplirlo a pesar de los sacrificios que suponga. Por eso, nuestros juicios de conciencia siempre están amenazados con la interferencia de nuestros defectos, gustos, hábitos, comodidades, o gustos, que van a pugnar para que no reconozca interiormente lo que no tengo deseos de realizar o abandonar.

De aquí se sigue una importante conclusión. Siendo constitutivo esencial de la conciencia auténtica “la verdad”, es decir, la adecuación con la realidad de las cosas, con el Plan divino, con la luz de la razón, entonces, la conciencia mantiene su dignidad e impone al hombre la exigencia de ser seguida siempre y cuando le muestre la verdad o, en caso de que se equivocara, si yerra inculpablemente.

Cuando uno está falseando la verdad o la desconoce pero por su negligencia, o por poco amor a la verdad o a la virtud, o por negarse a hacer el esfuerzo de educar la conciencia o aclararla con quien sabe más, no podría excusarse de pecado diciendo simplemente: “sigo mi conciencia”[11].

Por eso decía hace varios años el Papa: “No es suficiente decir al hombre ‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien”[12].

4. La educación de la conciencia

Esto nos lleva al último punto: debemos formar y educar nuestra conciencia. Debemos educar la conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces[13].

Para educarla debemos hacer dos cosas:
1º Por un lado vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestra conciencia no quiera “justificar” nuestros comportamiento defectuosos o nuestros pecados.

2º Por otro debemos ilustrar, iluminar nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la Fe, la Palabra de Dios y la enseñanza clara de la Iglesia. Dicho, de otro modo, debemos ser fieles a la verdad. Vale para todo cristiano, lo que el Papa mandaba a los Obispos de Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo”[14].

Uno puede estar seguro de que está obrando con una conciencia recta, con honestidad de conciencia, cuando ha puesto todos los medios para que ésta sea recta. Esto vale particularmente para los temas delicados de nuestra vida moral y espiritual, y especialmente aquellos sobre los que tenemos dudas.

Aquí se ve, finalmente, el motivo por el cual no puede haber divergencia entre la Enseñanza de la Iglesia y la conciencia del cristiano. Porque el Magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos iluminar la conciencia.

Un decreto sobre la función del teólogo ha dicho estas palabras que nos deben hacer pensar seriamente: “Oponer al magisterio de la Iglesia un magisterio supremo de la conciencia es ad­mitir el principio del libre examen, incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como con una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo”[15].

El Papa ha dicho: “...el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”[16].



[1] Häring, La Ley de Cristo, I, p. 184.

[2] Ibid p. 192.

[3] Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, p. 244-5.

[4] Libertad y fidelidad..., p. 249.

[5] Libertad y fidelidad..., p. 249.

[6] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, nº 4.

[7] Häring, La Ley de Cristo, I, p. 224-5.

[8] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, nº 4.

[9] Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.

[10] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.

[11] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1790-1791

[12] Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.

[13] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.

[14] Juan Pablo II, L’O.R., 15/III/87, p.9, nº 5.

[15] CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.

[16] Juan Pablo II, Discurso al II Congr. de Teol. Moral, L’O.R., 22/I/89, p. 9.

La libertad y la ley moral
Tanto más libre seré cuanto más acierte en la elección de los verdaderos bienes.
La libertad y la ley moral
La libertad y la ley moral



¿SE QUIERE O SE TEME LA LIBERTAD?

En estos tiempos que corren se diría que la libertad se tiene como el valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra las apariencias, la libertad -me refiero a la libertad personal, íntima, que es dominio de sí, señorío sobre los propios actos- hoy, interesa muy poco. Más aún, se huye de ella como del aceite hirviente. Tanto la praxis como las teorías que se suelen exhibir en la mayoría de centros académicos, aulas universitarias, Facultades de Psicología, Sociología, etcétera, niegan esa libertad personal del hombre. Me lo confirmaba, hace poco el prestigioso catedrático de Psicopatología Dr. Aquilino Polaino, en una sesión del Aula Europa XXI. Lo que se suele enseñar en las Universidades -salvo excepciones- es que el hombre es un ser que procede del simio, que emerge en medio de un piélago de instintos, entre los cuales la libertad no puede por menos que naufragar sin remedio.

Esta situación es muy grave, porque supone que en los más altos niveles educativos de gran parte de mundo no se sabe qué es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto, la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable, material, predeterminada por algún agente cósmico. La persona «ilustrada» en esos centros o ambientes fácilmente se somete a sus instintos desquiciados o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera de ser hombre e incurre quizá en alguna forma de patología psíquica o mental.

QUÉ ES LA LIBERTAD PERSONAL

Ahora bien, la dignidad que se intuye en la persona, implica necesariamente la libertad, entendida no como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por mí mismo lo que he de hacer en cada momento para ser lo que quiero ser. (Y, en resumidas cuentas, lo que quiero es ser feliz, estar satisfecho. Cómo se alcanza es otra cuestión).

Libertad personal-me gusta poner énfasis en el adjetivo, para distinguirla de sus remedos simiescos y de otras reducciones infrahumanas es dominio, señorío sobre mis actos, y por eso, sobre mí mismo y, en buena medida, sobre mi destino temporal y eterno, que Dios, mi Creador, ha puesto en manos de mi libertad (Cfr. Ecclo. 15,17). La libertad es una de las caras, facetas o dimensiones del ser personal en cuanto activo u operativo. La otra cara, faceta o dimensión correlativa es la responsabilidad. Precisamente porque soy "dueño", puedo dar razón de mis actos. Mis actos son míos, no de fuerzas anónimas ni de ningún otro sujeto que quisiera decidir en mi lugar. De modo que si hay libertad, hay -quiérase o no- responsabilidad; y si hay responsabilidad es porque hay capacidad libre de querer y decidir. No hay sol sin luz, ni fuego sin calor. Libertad y responsabilidad son dos caras de la misma moneda, dos facetas del señorío que recibe la persona al ser creada.

Este concepto racional de la libertad como dominio y señorío de sí con vistas a la plenitud del bien personal, contrasta con la fascinante idea que ha trastabillado a mucha gente: la idea de una naturaleza humana con la que poder hacer cuanto viene en gana, desde lo más razonable a lo más disparatado. Autores hay que, para sostener esa opinión, han llegado afirmar que «la naturaleza del hombre consiste en no tener naturaleza». Sartre, por ejemplo, con el fin de afirmar una libertad infinita para el hombre, niega la existencia de Dios y la existencia de valores morales objetivos; niega la existencia de naturaleza humana, porque ésta supone estabilidad y finalidad, y ninguna de estas dos ideas puede ilustrarle la de libertad. Estabilidad y fijeza parecen limitar radicalmente hasta negar toda libertad. Con una muy falsa idea de libertad, a muchos les ha parecido que optar por la libertad requiere la negación tanto de la naturaleza humana como de la naturaleza divina.

HAY NATURALEZA HUMANA

Sin embargo, hay algo obvio que nos obliga a admitir la existencia de naturaleza humana, es decir, de un denominador esencial común al ser de cada hombre, desde Adán, pasando por el de Neardenthal, Cervantes, Newton, Einstein, la Tatcher, Bush, Gorvachov... Algo en común que nos fuerza a considerarnos miembros del mismo género humano.

Hablamos, y nos entendemos, de comportamientos "humanos" y de comportamientos "inhumanos"; de "naturales" y "antinaturales" (que no es lo mismo que "artificiales"). Hay hombres "humanos" y "hombres inhumanos", hombres que destacan por optimizar sus propios talentos y otros "deshumanizados", que se han echado a perder inmersos en el mundo de la droga, de la prostituciónn o de cosas de semejante linaje.

¿Qué sentido podría tener nuestro léxico, si no hubiese naturaleza humana? Hay una distinción patente, aunque la frontera no aparezca siempre nítida a nuestra observación, entre lo humano y lo inhumano. Las fronteras no siempre aparecen bien definidas, pero es indudable que hay lindes. El límite de lo humano es lo inhumano: por ejemplo los campos nazis de concentración son inhumanos; los campos marxistas de Camboya o Cuba, la violencia sexual, la esclavitud..., son cosas inhumanas. En cambio, gentes de muy diversa cultura tenemos, por ejemplo, a Juan Pablo ll por una persona "muy humana", más aún, por alguien "experto en humanidad". El mismo Gorvachov, procedente de la Plaza Roja de Moscú, reconocía en el Vaticano, ante el Romano Pontífice, que se encontraba ante la máxima autoridad moral del mundo.

Es evidente que un cocodrilo es inhumano y nunca podrá escribir nada sobre "La libertad y la ley moral". Las personas, precisamente porque somos seres superiores, debemos vivir de modo adecuado a la dignidad que nos corresponde, debemos comportarnos con un estilo no inferior a la categoría del ser que Dios nos ha regalado.

"El obrar sigue al ser", es un axioma antiguo, que significa dos cosas: a) que todo ser es dinámico, operativo, tiende a la acción; b) que la operación específica de cada ser es proporcionada a la categoría del propio ser: no puede rebasarla y no debe reducirse voluntariamente a un nivel inferior.

Para poder estar satisfechos (satis-fechos) y ser felices necesitamos comportarnos de manera adecuada a nuestro ser, a la altura de la dignidad que nos corresponde, empleando a fondo nuestra libertad, sirviéndonos de las leyes que rigen el perfeccionamiento personal.

Las leyes físico químicas o biológicas, lejos de impedir el desarrollo de los seres vivos, lo hacen posible. Las leyes biológicas hacen posible que el piñón se transforme en pino y no en una rana o viceversa, y que el embrión humano se desarrolle hasta llegar a ser hombre adulto.

¿Qué pasaría si no hubiera leyes en el cosmos? ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, la ley de la gravedad? Podría pasar que el mar trepara por las montañas, los océanos quedaran vacíos y las piedras cayeran hacia arriba. La sopa saldría del plato untándolo todo con su pringosa sustancia... Podríamos ser súbitamente despedidos al espacio vacío, hacia el aburrimiento perpetuo de las nebulosas cósmicas. No habría tierra firme ni lugar donde asirnos.

Pero gracias a que existe la ley de la gravedad, y otras muchas, la tierra es un planeta azul habitable. Gracias a que existen leyes, "normas", es decir, cauces por los que discurren las cosas, hay ríos y mar y lluvia y cosechas; es posible la vida, el orden, el conocimiento científico, el desarrollo técnico... La "libertad de volar" se funda -como decía Heisemberg- en el respeto riguroso a las leyes de la aerodinámica, que, por cierto, nada tienen de arbitrario o azaroso. La construcción de aeroplanos cada vez más perfectos, ha requerido entre otras cosas el conocimiento cada vez más exacto de las leyes que han de ser respetadas escrupulosamente para que un armatoste pesadísimo remonte el vuelo como si de una golondrina se tratara y no se estrelle y nos traslade a donde le ordenemos. Por lo tanto, podemos sentar un principio ya evidente: la ley natural no es tanto un límite como una potencia activa. Son las leyes del arte de vivir humanamente la libertad interior creciente.

LEYES QUE HACEN POSIBLE LA LIBERTAD

No es difícil llegar ahora al principio siguiente: la ley moral lejos de ser negación de libertad, la hace posible.

Hay quienes sueñan en ser «libres como los pájaros». Pero esto no pasa de ser una imagen poética sin valor real alguno. La libertad de los pájaros es una libertad muy poco libre, muy rudimentaria y superficial, porque está regida por una fuerza instintiva, inevitable, por tanto no libre. El pájaro vuela, pero no sabe por qué, ni se lo plantea, y por eso no puede quererlo ni no quererlo. Y sobre todo no puede querer-quererlo.

Las leyes que hacen posible el comportamiento libre son las leyes que llamamos morales. Como la libertad es vida y no caos, tiene sus leyes, que son las leyes del ser personal. Sólo conociendo bien esas leyes el hombre podrá servirse de ellas en beneficio de su libertad sin deteriorarla. Son leyes que, a diferencia de las físicas o biológicas, cabe no cumplir, pero como rigen el comportamiento de los seres libres, "deben" ser cumplidas para mantener y perfeccionar el vigor de la libertad: son las leyes morales. Quien las incumple es cada vez más esclavo de sus propias pasiones o de las ajenas: no es capaz de hacer lo que quiere de verdad. No puede estar satisfecho.

Son libres quienes no sólo quieren, sino que pueden querer y no querer su propio querer. Yo soy libre no tanto porque "quiero", sino en la medida en que puedo decidir sobre querer o no querer mi querer lo que quiero. Parece un juego de palabras, pero no es ningún juego; cada palabra es necesaria y justa.

Cabría decir que "el ratón quiere el queso". Lo que no podemos decir de ninguna manera es que quiere su querer. El ratón no es dueño de sus actos. Libertad es dominio sobre los propios actos: por tanto, sobre el propio querer. Si no puedo-no-querer-mi-querer, entonces no soy libre de querer. Pero si puedo querer-mi-querer y también no-quererlo, entonces soy libre con una libertad profunda y esencial, aunque esté encadenado en el fondo de una mazmorra.

LA LIBERTAD ESENCIAL ES LA DEL QUERER

La libertad esencial es del querer. Pero ¿de dónde me viene a mí ese poder de querer o no querer mi querer? Ese poder sólo puede venir de un ser de naturaleza irreductible a cosa material. Sólo puede tener un origen extracósmico (en Dios) y un modo de ser tal que se encuentre abierto, referido esencial y constitutivamente, en tensión invencible, a la totalidad del bien; dicho desde otro ángulo, al bien sin límite y sumo, que en la realidad no es otro que Dios. Por eso ningún otro bien puede satisfacer -llenar- mi voluntad, ni, en consecuencia, atraerla invenciblemente. Somos libres de todo lo finito porque tenemos un innato amor -no siempre consciente- a lo infinito. Lo finito solo, deja siempre un vacío imposible de llenar si no es por el Infinito Bien.

Como yo no "veo" a Dios, puedo preferir mi querer al querer de Dios, aunque éste sea infinitamente más amable. Puedo querer mi propio querer por encima de todo lo demás, incluso por encima de Dios mismo. Pero entonces el yo suplanta a Dios, se concentra en sí mismo y, al empobrecer infinitamente su horizonte, se empobrece a sí mismo infinitamente. En la otra cara de la grandeza está la de la miseria de la libertad humana: su capacidad de decir que no al Sumo Bien y optar por un bien infinitamente más pequeño, mezquino, egoísta, que se reduce al vacío, porque se encuentra desvinculado de Dios. Y el vacío no satisface, no hace feliz.

Si yo me pongo a mí mismo como si fuese mi propio fin, entonces me convierto en un ser vacío y desgraciado, porque me quedo solo; lo quiero todo para mí, lo centro todo en mí. Pero eso, a la postre, genera una tremenda frustración, porque yo solo ¿qué soy? ¿qué soy por mí mismo?: lo que era hace cien años: nada de nada. De modo que cuando me elijo a mí mismo como centro, me concentro en un abismo de nada, me condeno a la infelicidad total.

LA PRIMERA LEY DE LA LIBERTAD

Esta es, pues, la primera ley de la libertad: elegir a Dios como quien es, por ser Dios; querer amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas. Cuanto más quiera el Bien infinito tanto más libre seré, en la práctica, respecto a los bienes finitos; más satisfecho me encontraré.

La primera ley de la libertad es la primera ley moral: elegir a Dios siempre, ante todo y sobre todo.

Y si no, ¿qué pasa? Que se trata de vivir como si Dios no existiera, como si se pudiera vivir en el cosmos sin las leyes físicas. Como si alguien creyéndose Superman, desafiara la ley de la gravedad y se lanzase por la ventana para volar hacia las estrellas.¿Qué sucedería? ¡Que se estrellaría!, sin remedio. Quedaría hecho papilla y todo el mundo se daría cuenta, porque una ley natural es intraicionable

Cuando se desafía la primera ley de la libertad, que es la primera ley moral, no suele notarse a primera vista daño alguno, porque no es una ley física lo que se viola. Pero las consecuencias no son menos graves, porque la ruptura sucede en lo más íntimo del ser personal: se ha roto el vínculo con Dios-Verdad-Bondad-Sabiduría-Belleza-Vida. Ha muerto -si la había- la vida sobrenatural de la Gracia santificante, vida divina de hijos de Dios, y se ha abierto la puerta a la angustia eterna: a una vida sin Dios y, por consiguiente, sin amor, sin verdad, sin belleza, sin libertad esencial, sin sentido.

«YO NO HAGO MAL A NADIE»

El intento de saltarse una ley moral siempre causa un daño a lo más íntimo y personal. Cuando se ha consentido, por ejemplo, un mal deseo contra alguna virtud necesaria para la perfección de la persona, como la justicia, la caridad, la castidad, la laboriosidad, etcétera, se ha producido un daño real. Y por eso Dios Padre lo prohíbe. Cuando se impugnan ciertas exigencias de la ley moral, por ejemplo, las que tienen que ver con ciertos aspectos de la castidad, o con los pecados internos, con la sólita frase: "¡si yo no hago mal a nadie...!", cabe replicar: ¿Cómo que no haces mal a nadie? ¡Te haces mal a ti mismo!, para empezar. Reduces infinitamente el horizonte de tu libertad, eliges un bien minúsculo que te dejará pronto insatisfecho y te cierras a los grandes bienes a los que estás llamado desde lo más íntimo de tu ser; te encierras en un egoísmo que se hará cada vez más hermético e insolidario; con tus egoísmos contaminas el ambiente, que, quiérase o no, "se masca". O sea, que haces daño a mucha gente y a tu libertad ya depauperada y a tu conciencia ya en tinieblas.

La negación de una ley moral, sobre todo de la primera, tiene un efecto negativo inmediato en el entendimiento: oscurece la luz natural de la razón. La verdad es luz del entendimiento, y negar una verdad es como apagar un foco de luz, oscurecer en cierta medida la luz de la razón, restar agudeza a la visión en general. Ya todo se ve peor. Porque entre las verdades hay una coherencia íntima, una conexión profunda por la cual se iluminan unas a otras. De modo que negar una verdad, es disponerse a negar otras muchas.

Como consecuencia, debido a las implicaciones mutuas entre inteligencia y voluntad (cfr. A. Orozco, La libertad en el pensamiento, Madrid 1977, parte III), la debilidad de la mente redunda en flaqueza del querer. El defecto del entendimiento conlleva la disminución de la energía original de la libre voluntad.

En cambio, tanto más libre seré cuanto más acierte en la elección de los verdaderos bienes, los que conducen al Bien Sumo.

Es muy de agradecer que el Papa Juan Pablo II haya ofrecido al mundo un documento de la máxima importancia, la encíclica Veritatis Splendor, donde se habla para nuestro tiempo de las relaciones tan íntimas e insoslayables entre libertad, conciencia, verdad, bien, ley moral y felicidad. Todas esas realidades que constituyen el ámbito propio de la persona y la razón de su dignidad.

La libertad del hombre
El bien más noble de la naturaleza, que da al hombre la dignidad de estar en manos de su propia decisión y responsable de sus acciones.
La libertad del hombre
La libertad del hombre


El concepto de Libertad es muy superior a lo que hoy se entiende por "libertad", circunscrita sólo al campo político. El libre albedrío, la libertad de arbitrio, de los católicos contrasta con la esclavitud espiritual que suponen el predeterminismo protestante y el fatalismo musulmán. En este artículo se incluyen los argumentos de su existencia, lesiones y consolidación de la misma así como su alcance.

Se entiendo por libre albedrío, o libertad de arbitrio -que es la que propiamente se atribuye a la voluntad humana-, la facultad de determinarse a obrar, es decir, la facultad de querer o no querer, o querer una cosa más que otra. Sólo hay libertad cuando el hombre no está determinado por una causa o un motivo interno (temor invencible, obcecación, pasión, etc...), ni por una causa o un motivo externo (coacción). Consiste, pues, la libertad en una decisión personal; o, como dicen los filósofos, en un obrar intrínseco, en la capacidad del hombre de decidir por sí mismo.

La libertad es un acto u operación de la voluntad humana. La voluntad es una facultad apetitiva propia del ser inteligente; tiene por objeto y fin el bien. La posibilidad de elegir el mal es un defecto de la voluntad humana, que acoge falsamente como bueno lo que de suyo es un mal. La verdadera libertad consiste en la elección del bien.

La libertad, como enseña León XIII, es

«el bien más noble de la naturaleza, propia solamente de los seres inteligentes, que da al hombre la dignidad de estar "en manos de su propia decisión" y de tener la potestad de sus acciones» (León XIII, Libertas Praestantissimum, DS 3245; CE 63/1; DP-II 225/[1]).

Existencia

Frente a los que niegan la existencia de la libertad humana (deterministas), el Magisterio de la Iglesia enseña que la razón natural puede probar con certeza la existencia de la libertad del hombre (cfr Pío IX, Decr. de la S. Congr. del Indice, 11-VI-1855, DS 2812 [1650]).

En esa demostración suelen darse tres argumentos.

El primero es de orden psicológico: está basado en el testimonio de la conciencia. La conciencia de cada individuo experimenta que es dueño de muchos de sus actos, queridos de tal modo que se hubieran podido no querer, o querer otros actos diferentes en su lugar. La historia refuerza el testimonio de la conciencia al mostrar que los pueblos han atribuido a los hombres normales la responsabilidad de sus actos y, consiguientemente, castigan o premian a los que hacen el mal u obran el bien.

Otro argumento está basado en el orden moral. Si el hombre no tuviese libertad, carecerían de sentido los mandatos y las prohibiciones morales, el mérito y el demérito, los premiso y las sanciones, pues sin liberta del hombre no sería responsable.

Por último, también se aduce un argumento de orden metafísico. El objeto al que tiende de modo propio la voluntad humana es el bien; en otras palabras, el bien es el objeto formal de la voluntad. Es cierto que el hombre quiere necesariamente lo que se le presenta como bien. Pero los bienes particulares y concretos que se presentan a la voluntad, o sea los bienes creados y los actos que el hombre puede realizar, son bienes finitos, imperfectos. Es decir, se presentan al mismo tiempo como objetos que contienen elementos de bien y elementos de mal; son ambivalentes, sin posibilidad de mover a la voluntad de modo necesario. Por ese aspecto mixto (bien-mal) que presentan, la voluntad puede aceptarlos y puede rechazarlos; en otros términos, los quiere de modo libre.

Propiamente, sólo Dios, bien absoluto, sería capaz de mover necesariamente la voluntad humana; pero el hombre lo conoce tan imperfectamente, que su voluntad puede rechazarlo.

Lesión y consolidación de la libertad

El Magisterio de la Iglesia defendió siempre la existencia de la libertad en el hombre y ha condenado todo atentado a la libertad.

«Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó... La libertad del albedrío la perdimos en el primer hombre, y la recuperamos por Cristo Señor nuestro; y tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado por la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado de la gracia, y por la gracia fue sanado de la corrupción» (Conc. de Quiersy, DS 621 y 622 [316 y 317])

Con el pecado original, el libre albedrío del hombre quedó atenuado en sus fuerzas e inclinado, pero no extinguido (cfr Conc. de Trento, «Decreto sobre la justificación», cap. 2, DS 1521 [793]: Cfr DS 378 [181]. Por eso, el hombre permanece en su libertad de hacer el bien con la gracia o de elegir el mal rechazándola (cfr Ibid, DS 1525s [797s]; Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap 3, DS 3010 [1791]).

Así, pues, con el pecado original, la libertad del hombre quedó herida, lesionada, inclinada al mal. Pero con la Redención de Jesucristo la libertad del hombre ha adquirido una nueva dimensión.

Por el bautismo el hombre adquiere la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21-23), pues , como nos enseña Jesucristo,

«si permaneceis en mi doctrina... conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres... Si el Hijo os da la libertas, seréis verdaderamente libres» (Juan 8, 31-36)

Esta libertad es objetiva y germinal; con la gracia de Dios, el hombre debe desarrollarla y aplicarla a todos los campos de su existencia.

La libertad que Cristo nos ha ganado consiste en la liberación del pecado (Rom. 6, 14-18) y, en consecuencia, de la muerte eterna (Apoc. 2, 11; Col 2, 12-14; Rom 5, 12) y del dominio del demonio (Juan 12, 31; Col 2, 15; 1 Juan 3, 8); en fin, Cristo nos ha reconciliado con Dios y con los demás hombres (Col 1, 19-22)

Alcance de la libertad cristiana

«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cfr Ecles 15, 14) para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a Este, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Gaudium et Spes, n. 17)

En esta enseñanza se encuadra perfectamente el concepto y la orientación de la libertad humana, así como su alcance salvífico; pues el constitutivo de la libertad no está en elegir un contenido contrario al fin del hombre, conocido por la razón natural y revelado por Dios, sino en una decisión propia, personal, por la que el hombre busca en todas las cosas de su vida a Dios; una decisión por la que libremente el hombres se adhiere a Dios, y así realiza su ser en la plenitud a la que Dios le llama.

«La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal, y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien, y procura para ello los medios adecuados, con esfuerzo y eficacia crecientes» (Ibid).

No es, por consiguiente, libre el hombre cuando se deja llevar por las pasiones y, bajo una concepción falsa de su autonomía, elige contenidos pecaminosos, que le separan de su fin, que es Dios, y, por tanto, de la salvación. Por el contrario, expresa en grado sumo su libertad, cuando, apoyándose en la gracia divina, da fruto a los talentos recibidos y se abandona sin reservas a la Providencia, buscando, consciente y comprometidamente, su identificación con la voluntad divina.

«La vocación divina del hombre exige de él que dé una respuesta libre en Jesucristo. el hombre no puede no ser libre. Pertenece de lleno a su dignidad y oficio el observar la ley moral natural y sobrenatural, con un pleno dominio de sus actos, y adherirse al Dios que se revela en Cristo. La libertad del hombre caído ha quedado de tal modo herida, que ni siguiera puede cumplir las obligaciones de la ley natural durante un largo periodo de tiempo, sin la ayuda de la gracia de Dios. Pero con la gracia, de tal manera se eleva y fortalece su libertad, que lo que vive en la carne, lo vive santamente en la fe de Jesucristo (cfr Gál 2, 20)» («Catequesis [Directorio General Catequético]», n 61).

Los actos humanos y la libertad
Explicación de los actos humanos, sus elementos constitutivos y la libertad
Los actos humanos y la libertad
Los actos humanos y la libertad

El hombre posee una dignidad muy especial que le fue dada por Dios, es el dueño de la Creación. Es el único ser con inteligencia y voluntad, puede tener iniciativas y decidir como actuar. Dios quiso dejar que el hombre por propia decisión, Catec. 1730, buscara a su Creador, para obtener la salvación libremente.


Los actos humanos
El hombre realiza muchas actividades de formas muy diversas., pero en cuanto se refiere a la moral sólo interesan algunas de estas actividades, sólo nos interesan aquellos actos de los que el hombre es responsable.

Los actos humanos son los que proceden de la voluntad deliberada del hombre. Es aquél que el hombre realiza consciente y libremente y del cual él es responsable. Lo realiza con conocimiento y libre voluntad. (Cfr. S.Th). Primero interviene el entendimiento, no se puede desear o querer algo que no se conoce. Es decir, con la razón el hombre conoce el objeto y delibera si puede o debe tender hacia él, o si no puede o no debe. Es un acto que el hombre conoce y quiere hacer. Una vez que lo conoce, la voluntad se inclina hacia él o lo rechaza por no ser conveniente.

El hombre es dueño de sus actos solamente cuando intervienen el conocimiento y la voluntad, lo que lo hace responsable de ellos. En este caso es que es posible una valoración moral.

No todos los actos del hombre son “humanos”, también pueden ser:
Meramente naturales, son aquellos en que el hombre no tiene control voluntario. Ej. La digestión, la respiración, la percepción visual o de los otros sentidos, la circulación, etc.
Actos del hombre, cuando falta el conocimiento (niños pequeños, distracción total, locura) o la voluntad (amenaza física) o ambas (el que duerme).


División del acto humano:

Bueno o lícito si esta de acuerdo con la ley moral. Ej. Dar limosna.
Malo o ilícito, si va en contra de la ley moral. Ej. Decir una mentira.
Indiferente, cuando no es ni bueno, ni malo. Ej. Hablar.


Los actos morales

El acto moral es el que el hombre ejecuta libremente y con advertencia de la norma moral. Es libre porque es un acto consciente y querido. En este caso se considera si es bueno o malo. La advertencia debe ser doble, conocer el acto en sí y su moralidad.
Los elementos constitutivos de un acto moral son la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad. La advertencia puede ser plena o semiplena. Ej.No es lo mismo lo que sucede estando despierto que estando dormido. Solamente los aspectos conocidos de la acción son morales. El conocimiento no debe ser únicamente teórico, hay que percibir la obligatoriedad moral que el acto conlleva.

Una vez conocido el acto debe ser voluntario, es decir, que haya posibilidad de actuar de otra forma. El consentimiento lleva a querer realizar el acto que se conoce, buscando un fin.

El acto voluntario puede ser perfecto o imperfecto, según sea con pleno o semipleno consentimiento. También puede ser directo e indirecto.
En este caso se trata de acto voluntario de doble efecto. En los casos de doble efecto es necesario que haya un fin bueno – voluntario directo – y puede haber un fin malo como consecuencia – voluntario indirecto – bajo ciertas condiciones. Nunca se justifica hacer un mal para obtener un bien. Ej. Mentir, jurar en falso, aunque al hacerlo se consiga un bien. El fin no justifica los medios.

La moralidad de los actos humanos dependen de tres elementos fundamentales:
  • El objeto del acto, que se elige y se realiza, visto desde un punto de vista moral.
  • Las circunstancias, en que lo realiza.
  • El fin que la persona se propone alcanzar, o la intención.

    Estos tres elementos son los elementos constitutivos de la moralidad.

    El objeto es la materia de un acto humano, si el objeto es malo, el acto será malo o ilícito, si el objeto es bueno, el acto será bueno, dependiendo de las circunstancias o el fin. Es el bien al cual deliberadamente tiende la voluntad. El acto depende fundamentalmente de la decisión, más que de las circunstancias. La acción de “hablar” puede tener varios objetos morales: se puede mentir, insultar, bendecir, alabar, difamar, calumniar, rezar, etc., puede ser un acto bueno o malo, dependiendo de lo que se hable.
    Siempre hay que hacer el bien y evitar el mal. Hay que cumplir las normas morales siempre.

    Las circunstancias, son los elementos secundarios que rodean la realización de un acto, pudiendo agravar o atenuar su moralidad. De hecho no pueden modificar la calidad de los actos. Son elementos secundarios de un acto moral. Ej. La cantidad de dinero robado, actuar por miedo a la muerte.

    Hay que considerar:
  • Quién realiza la acción. Ej. Un mal ejemplo de la autoridad es más grave.
  • Qué cosa, es decir la cualidad del objeto. Ej. Si es algo sagrado, el monto de lo robado.
  • Dónde, en qué lugar. Ej. El pecado cometido en público es más grave, por el escándalo.
  • Con qué medios. Ej, fraude, engaño, violencia, etc.
  • El modo como se realizó. Ej. Rezar con atención o distraídamente, castigar a hijos con crueldad.
  • Cuándo se realizó la acción. Ej. No ir a Misa el domingo, no es igual que no ir a Misa entre semana.

    Las circunstancias pueden modificar la moralidad del acto.

    El fin o la intención es el fin que la voluntad pretende al realizar un acto. Es un elemento esencial en la calificación moral de un acto.
    El fin no justifica los medios, es decir, no es válido ayudar a alguien con el fin de obtener la fama o para quedar bien, se brinda ayuda sin buscar una ventaja. Tampoco es válido hacer un mal para obtener un bien. Cuando un acto es indiferente, es el fin el que lo convierte en bueno o en malo. Ej. Pasear, pero con idea de planear un robo. Un fin bueno nunca podrá convertir en bueno un acto malo. Ej. Robar al rico para darlo a los pobres, abortar por bien del matrimonio.
    Actuar poniendo el placer como fin rompe la jerarquía de valores. El placer debe de acompañar al acto como un efecto secundario, no como un fin en sí mismo.

    Para que un acto sea moralmente bueno, debe de tener un objeto bueno, un fin bueno y las circunstancias buenas.


    La libertad y la moral

    La libertad es el poder radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. Es la capacidad de auto dirigirse, según le dicta la razón. La libertad en el hombre es una fuerza de crecimiento y madurez. La libertad alcanza su perfección cuando está orientada hacia Dios. La libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Es un don que Dios le ha dado al hombre, ha compartido con él algo que es exclusivo de Dios. La elección del mal y de la desobediencia nos lleva a la esclavitud del pecado. Catec. 1731

    El hombre es libre, pero la libertad no es su último valor, está regida por la responsabilidad, el deber, etc. El ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona.


    Hay diferentes tipos de libertad.
  • Libertad física, el animal salvaje.
  • Libertad interior, o capacidad de decisión.
  • Libertad moral, escoger según los valores morales.
  • Libertad evangélica, librarse del demonio y del pecado, a través de la gracia y del Esp. Santo.
  • Libertad religiosa, el derecho de cada hombre a practicar su religión.

    Resumiendo el hombre es libre, pero su libertad está condicionada por los derechos de Dios y del prójimo. Como consecuencia cuando libremente rompa esos derechos comete pecado.


    Obstáculos del acto humano

    Existen unos obstáculos que pueden impedir el debido conocimiento de la elección y la libre elección. Unos afectan la advertencia y otros afectan el consentimiento.

    Obstáculo que afecta el conocimiento:
    la ignorancia que significa falta de conocimiento de una obligación. Es una ausencia de conocimiento moral que se podría y se debería tener.
    La ignorancia puede ser vencible o invencible.
    La ignorancia vencible es la que se podría y debería superar. Se divide en:
  • Simplemente vencible, si se puso algún esfuerzo por superarla, pero no lo suficiente.
  • Crasa o supina, si no se hizo nada o casi nada por superarla, grave descuido.
  • Afectada, cuando no se quiere hacer nada por superarla, esto es tremendo.

    La ignorancia invencible es aquella que no puede ser superada, ya sea por ignorancia o porque ha tratado de salir de ella y no lo logró. Esta ignorancia no se presupone cuando la persona tiene educación humana y escolar, casi siempre será una ignorancia vencible en estos casos.


    Existen unos principios morales sobre la ignorancia:
  • La ignorancia invencible, quita toda responsabilidad ante Dios. Ej. No peca un niño pequeño que hace algo malo.
  • La ignorancia vencible, siempre lleva culpa en mayor o menor grado, según sea su negligencia por salir de ella.
  • La ignorancia afectada, lejos de disminuir la culpa, la aumenta.

    Hay la obligación de conocer la Ley Moral. Es un deber salir de la ignorancia, es obligatorio.

    Los obstáculos que afectan la libre elección de la voluntad son: las pasiones, la violencia, los hábitos.

    Las pasiones o sentimientos son emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en virtud de lo sentido o imaginado como bueno o como malo. En si son indiferentes, la respuesta es la que hace que algo sea bueno o malo. Ej. La ira es santa si lleva a defender las cosas de Dios, el odio al pecado es válido.

    Las pasiones son parte del psique humano. Deben de estar guiadas por la razón. Los sentimientos y las emociones pueden ser aprovechados por las virtudes o pervertidos por los vicios, que es el hábito de obrar mal. La persona no se debe dejar llevar únicamente por la voluntad debe de estar regulada por la razón.

    La violencia es un factor exterior que nos lleva a actuar en contra de nuestra voluntad.
    Puede ser física (golpes) o moral (promesas, halagos,).

    Los hábitos que son costumbres contraídas por la repetición de actos que nos llevan a actuar de una manera determinada. Cuando estos hábitos son buenos se convierten en virtudes, cuando son malos se conocen como vicios. Hay que luchar contra los hábitos malos, hay que combatir las causas. Los vicios pueden disminuir la culpa cuando ofuscan la mente, pero sigue existiendo la responsabilidad de haberlos adquiridos.

    Existen otros factores que pueden obstaculizar la voluntad como son los de tipo patológicos o ambientales


    Conclusión
    Hay que conocer la ley moral, educar y encauzar la libertad, para poder actuar escogiendo siempre lo bueno. Hay que orientar la vida hacia Dios.

    Para profundizar:
    La estructura antropológica de la moralidad tomado del libro "La Moral .... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda






  • La conciencia, el lugar de encuentro con Dios
    La conciencia nos ordena en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal.
    La conciencia, el lugar de encuentro con Dios
    La conciencia, el lugar de encuentro con Dios



    La conciencia

    Es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que hacen está bien o mal. Es el conocimiento intelectual de los actos propios.

    Es innegable que la inteligencia humana conoce los principios primarios del actuar; "haz el bien y evita el mal", no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan". El hombre en lo más profundo de su conciencia descubre la ley, que no se ha dado a sí mismo, sino a la que debe obedecer y que resuena en su corazón, diciéndole que siempre debe amar y hacer el bien.
    "La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, donde está solo con Dios". GS 16

    La conciencia no es una potencia más, unida a la inteligencia y a la voluntad. Podríamos decir que es la misma inteligencia cuando juzga la moralidad de un acto, basándose en los principios morales innatos de la naturaleza humana. Esas leyes inscritas en el corazón y dadas por Dios. Además, la conciencia es una facultad natural del ser humano, no es una parte de la vida religiosa del hombre.

    En la actualidad los movimientos de tipo psicológico, como el New Age, hablan de una conciencia como el íntimo conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y de sus actos. Esta sería una conciencia vista desde el punto de la psicología, no una conciencia moral.

    La conciencia que nos interesa es la conciencia moral, que es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o la maldad de un acto.

    Juicio, porque la moralidad juzga un acto. Es práctico porque aplica en la práctica, en cada caso en particular y concreto lo que la ley dice. Sobre la moralidad de un acto es lo que la distingue de la conciencia psicológica, pues en este caso lo propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente.

    La conciencia funciona cuando juzga si un acto es bueno o malo, de una manera práctica, es decir, aplica en cada caso particular y concreto lo que la ley dice. Nos ordena en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal.

    Se puede decir que la conciencia moral es un juicio de la razón por la cual la persona reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho.

    Cuando hacemos algo bueno, la voz de nuestra conciencia nos aprueba, cuando hacemos algo malo, esta misma voz nos acusa y condena sin dejarnos en paz. La conciencia no sólo da un juicio después de que ya hicimos algo, sino también antes de tomar una decisión.

    Ella es testigo de nuestros actos y para dar su sentencia como juez, se basa en las leyes naturales que Dios ha escrito en el corazón del hombre.

    Es la facultad que descubre el valor de los principios de la ley moral y los aplica a una situación concreta. Juzga nuestras acciones concretas aprobando las buenas y denunciado las malas. Ordena siempre que dejemos el mal y que hagamos el bien.

    Cada persona debe de prestar mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de la conciencia, es una exigencia de interioridad.

    El ser humano debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. No es lícito actuar en contra de la propia conciencia, ya que ésta es la voz de Dios.

    Actuae en contra de la conciencia es actuar contra uno mismo, de las convicciones más profundas y de los principios morales. Cuando hay duda sobre si es o no es pecado, siempre hay que actuar pensando que lo es.

    Obedecer a la conciencia es obedecer a Dios, por eso es importante seguir siempre lo que ella nos dicta. Todos debemos prestar mucha atención a nosotros mismos para poder oír y seguir la voz de la conciencia. La dignidad de la persona exige que tengamos una conciencia moral recta.

    Por la conciencia podemos asumir la responsabilidad de nuestros actos. Cuando elegimos libremente llevar a cabo un acto, la libertad nos hace responsables de los actos que, voluntariamente y siguiendo a nuestra conciencia, hemos realizado.

    Ahora bien, no todas las conciencias son iguales, pues solemos tener ciertas deformaciones, aunque sean pequeñas.

    La conciencia se puede formar o deformar.
    Una conciencia bien formada siempre nos invitará a actuar de acuerdo con nuestros principios y convicciones, nos impulsará a servir a los hombres.

    Una conciencia deformada puede equivocarse y presentarnos por bueno, lo malo. Esto puede suceder por ignorancia, por los criterios del ambiente en el que vivimos, por criterios falsos que hayamos interpretado como verdaderos o por debilidades repetidas.



    ¿Cómo se llega a deformar la conciencia?

    Nuestra conciencia no se deforma de un día para otro, generalmente es fruto de malos hábitos:
    Nosotros podemos deformar nuestra conciencia poco a poco, sin darnos cuenta, si aceptamos voluntariamente pequeñas faltas o imperfecciones en nuestros deberes diarios.

    Si todos los días vamos haciendo las cosas “un poco mal”, llega un momento en el que nuestra conciencia no hace caso de esas faltas y ya no nos avisa que tenemos que hacer las cosas bien. Se convierte en una conciencia indelicada, que va resbalando de forma fácil del “un poco mal” al “muy mal”.

    Tammbién puede suceder que nosotros deformemos nuestra conciencia a base de repetirle principios falsos como: “No hay que exagerar”. Se convierte así en una conciencia adormecida, insensible e incapaz de darnos señales de alerta. Esto se da, principalmente, por la pereza o la superficialidad.

    Podemos convertir nuestra conciencia en una conciencia domesticada si le ponemos una correa, con justificaciones de todos nuestros actos, cada vez que nos quiere llamar la atención, por más malos que estos sean: “Lo hice con buena intención”, “Se lo merecía”, “Es que estaba muy cansado”, "es que él me dijo",etc. Es una conciencia que se acomoda a nuestro modo de vivir, se conforma con cumplir con el mínimo indispensable.

    También, puede darse una conciencia falsa, es decir, que nos dé señales erróneas porque no conoce la verdad. Esto puede ser por nuestra culpa o por culpa del ambiente en el que vivimos. En este caso los juicios se hacen sin bases, ni prudencia.


    Existen varios tipos de conciencia

    Según el objeto
  • Verdadera: que es la que juzga la acción en conformidad con los principios objetivos de la moralidad. Por ejemplo: sé que estoy en pecado mortal, por lo tanto no puedo comulgar.
  • Errónea: que es la que juzga la acción equivocadamente, es decir, confunde lo malo con lo bueno. Juzga sin bases y sin prudencia. Un ejemplo de esto, es cuando se piensa que si alguien fue violada, es lícito que aborte.
    Esta conciencia se divide en dos formas:
    -- Venciblemente errónea: cuando no se desea o no se ponen los medios para salir de su equivocación.
    --Invenciblemente errónea. cuando la persona no puede dejar el error, o porque no sabe que está en él, o porque ha hecho todo lo posible por salir de él, sin conseguirlo.


    Por razón del modo de juzgar
  • Conciencia recta: este tipo de conciencia siempre juzga con fundamentos y prudencia.
  • Falsa: en este caso se juzga sin bases, sin prudencia y puede ser:
  • Conciencia estrecha: es la que actúa con ligereza y sin razonoes serias, afirma que hay pecado donde no lo hay o lo aumenta. Este tipo de conciencia juzga a una persona por un simple comentario.
  • Conciencia escrupulosa. para este tipo de conciencia todo es malo. Es opresiva y angustiante pues recrimina hasta la falta más pequeña, exagerándola como si fuera una falta horrible. Siempre piensa que hay obligaciones morales donde no las hay.
  • Conciencia laxa. es lo contrario de la escrupulosa. Este tipo de conciencia minimiza las faltas graves haciéndolas aparecer como pequeños errores sin importancia. En este caso, se actúa con ligereza, se niega el pecado cuando lo hay o lo disminuye.
  • Conciencia perpleja. es la que ve pecado tanto en el hacer algo o en el no hacerlo. Es muy común ante las decisiones económicas o políticas. Es la que piensa quiero ayudar a los damnificados, pero si lo hago voy a quitarle algo a mi familia.
  • Conciencia farisaica. es la que se preocupa por aparentar bondad ante los demás, mientras en su interior hay pecados de orgullo y soberbia. Es hipócrita, quiere que todos piensen que es buena y eso es lo único que le importa.


    Según la firmeza del juicio
  • Cierta: siempre juzga sin temor a equivocarse.
  • Dudosa: juzga con temor a equivocarse, o simplemente, ni se atreve a a juzgar.


    ¿Cómo podemos darnos cuenta de que nuestra conciencia está deformada?

    Hay tres reglas importantes que debe seguir toda conciencia recta:
  • Nunca justifica el mal para obtener un bien.
  • El fin no justifica los medios.
  • No hacer a otros lo que no quiere que le hagan o trata a los demás como le gustaría que le trataran.

    Respeta siempre los actos de los demás y los juicios de su conciencia. Esto quiere decir que la conciencia no debe juzgar los actos de los demás, sino únicamente los propios: “Cree todo el bien que oye y sólo el mal que ve.”

    Si nos damos cuenta de que nuestra conciencia viola alguna de estas reglas y no nos avisa en el momento adecuado, ni nos recrimina por ello, es muy factible pensar que está desviada o deformada. Al percibir esto, lo mejor es poner enseguida manos a la obra para mejorar, teniendo en cuenta los siguientes tres aspectos:

    Tenemos obligación de formar nuestra conciencia de acuerdo con nuestros deberes personales, familiares, de trabajo y de ciudadano; los mandamientos de la Iglesia, los mandamientos de la Ley de Dios y todas las responsabilidades que hayamos contraído libremente. Esta obligación es nuestra y nadie la puede cumplir en nuestro lugar.

    Es necesario que actuemos siempre con conciencia cierta, es decir, que los juicios de nuestra conciencia sean seguros y fundados en la verdad. Por ello, debemos poner todos los medios para salir de la duda o del error.

    Nunca olvidarnos que si nuestra conciencia está deformada, podría ser porque alguien nos aconsejó con criterios falsos, entonces la responsabilidad de nuestros actos es menor. Pero, si nuestra conciencia está deformada por nuestra propia decisión o negligencia, por no poner los medios para formarla, entonces la responsabilidad de nuestros actos y la culpabilidad es mayor.

    ¿Qué podemos hacer para formar nuestra conciencia?

    Estudiar el Evangelio, informarnos de qué tratan los documentos del Papa y de la Iglesia. Recordemos que el pretexto de “nadie me lo había dicho”, no sirve como excusa ante Dios, pues es propio de una persona madura formarse e informarse de las normas que deben regir los juicios de nuestra conciencia.

    Reflexionar antes de actuar. No nos debemos guiar por nuestros instintos o por lo que oímos, sino por convicciones serias y profundas. Tampoco se vale argumentar: “Creí que estaba bien porque todo el mundo lo hace”.

    Pedir ayuda y consejo a alguien que esté bien formado. Puede ser un sacerdote.
    Nada mejor que un buen examen de conciencia seguido de una buena confesión. Si nos confesamos frecuentemente, nuestra conciencia se irá haciendo más delicada y más sensible a las pequeñas faltas.

    Ser sinceros con nosotros mismos y con Dios. Llamar a cada cosa por su nombre, sin tratar de justificar lo que hacemos o de darle nombres disfrazados que aparentemente le quitan importancia a los actos.

    No nos desanimemos ante los fallos. Aprender siempre de las caídas para comenzar de nuevo.

    Formar hábitos buenos, programando nuestra vida y nuestro tiempo, sin permitirnos fallos voluntariamente aceptados.

    Tener una vida de oración y de sacramnetos para poder obtener las luces necesarias para la inteligencia y las gracias para fortalecer la voluntad.

    La Palabra de Dios es una luz para nuestros pasos. Es preciso que la asimilemos en la fe y en la oración, y la pongamos en práctica. Así se forma la conciencia moral. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1802

    Para profundizar:
    Dios llama en la conciencia tomado del libro "La Moral ..... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda
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