«Al dirigir nuestra mirada ahora al mundo contemporáneo, debemos
constatar que en él la conciencia del pecado se ha
debilitado notablemente... Es preciso hacer que la conciencia recupere el
sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad
de sus dones, para que pueda reconocer la gravedad del
pecado, que pone al hombre contra su Creador... A mediados
del siglo pasado, Manzoni nos dejó una fina descripción psicológica
del problema del pecado en su caracterización del Ignominato, el
"Caballero sin Nombre" de I promessi sposi, esa hermosa novela
en que el gran autor italiano recrea una vieja historia
del siglo XVI: "Hacía ya algún tiempo que sus fechorías
le causaban, si no remordimientos, al menos cierta desazón importuna.
Las muchas que conservaba aglomeradas en su memoria, más bien
que en su conciencia, se le presentaban vivamente al cometer
una nueva maldad, pareciéndole harto incómodo su recuerdo, y abrumándolo
su excesivo número, como si cada una agravase sobre su
corazón el peso de las anteriores.
Empezaba ya a sentir
otra vez aquella repugnancia que experimentó al cometer los primeros
delitos, y que vencida después, había dejado de importunarlo por
espacio de muchos años. Pero si en los primeros tiempos
la idea de un porvenir indefinido y de una vida
larga y vigorosa llenaban su ánimo de una confianza irreflexiva,
ahora por el contrario, la consideración de lo futuro era
la que le presentaba más desagradable lo pasado. ¡Envejecer!... ¡Morir!...
¿Y luego? ¡Cosa admirable! La imagen de la muerte, que
en un peligro inmediato, delante de un enemigo, aumentaba el
ánimo de aquel hombre, añadiendo el valor a la ira,
la misma imagen ofreciéndosele durante el silencio de la noche,
en la seguridad de su castillo, le causaba una extraordinaria
consternación, porque no era un riesgo que provenía de otro
hombre también mortal, ni una muerte que pudiera repelerse con
mejores armas y brazos más vigorosos, sino que venía por
sí sola, estaba dentro de sí mismo, y aun cuando
tal vez se hallase lejana, se acercaba por momentos paso
a paso: y cuanto más se esforzaba la imaginación por
alejarla, se aproximaba más y más cada día. En los
primeros años, los ejemplares sobrado frecuentes, y el espectáculo incesante,
digámoslo así, de violencias, venganzas y asesinatos, inspirándole una atroz
emulación, le servían al mismo tiempo de disculpa, y aun
de autoridad para adormecer los clamores de su conciencia; pero
ahora se despertaba en él de cuando en cuando la
idea confusa, aunque terrible, de un juicio individual y de
una razón independiente del ejemplo.
Por otra parte, el haberse
distinguido de la turba de los malhechores, siendo solo en
su especie, excitaba en su espíritu la idea de un
espantoso aislamiento.
Representábase también la idea de Dios, aquel Dios
de quien desde tiempo muy antiguo no pensaba ni en
negar ni en reconocer, ocupado únicamente en vivir como si
no existiera. Y ahora en ciertas ocasiones de abatimiento, sin
causa de terror conocido, sin fundamento, le parecía que en
su interior le gritaba: Yo existo.
En el fervor juvenil
de sus pasiones, la ley que había oído anunciar a
nombre de ese mismo Dios, la hubiera juzgado aborrecible; pero
ahora, cuando la memoria se la recordaba, su razón la
admitía, a pesar suyo, como cosa practicable y aun obligatoria.
Sin embargo, lejos de traslucir ni en obras ni en
palabras algo de esta nueva inquietud, la ocultaba cuidadosamente, y
disfrazándola con las apariencias de una más intensa y profunda
ferocidad, trataba por este medio de ocultársela a sí mismo
o de disiparla. Envidiando (ya que no le era dado
aniquilarlos ni olvidarlos) aquellos tiempos en que solía cometer maldades
sin remordimientos, y sin más cuidado que el de su
feliz éxito, hacía los mayores esfuerzos a fin de que
volviesen, y de robustecer de nuevo aquella antigua voluntad resuelta,
orgullosa, imperturbable, persuadiéndose a sí mismo que era todavía el
hombre de entonces" .
Encontramos en este relato lo que llamamos
sentido del pecado, conciencia obtusa, remordimiento de las faltas pasadas,
angustia moral, etc. Quiero considerar algunos aspectos de estos temas.
El
sentido del pecado es el juicio de la conciencia por
el cual juzgamos como ofensa a Dios los actos que
se oponen a la ley moral; el sentimiento de culpabilidad
es el pesar por ser los autores de tal transgresión;
se presenta a menudo como remordimiento de conciencia.
La conciencia es
un juicio de la razón por el que aplicamos nuestro
conocimiento moral a los actos particulares; nos acompaña a lo
largo de todo nuestro obrar propiamente humano. Ordinariamente actúa antes
de que obremos (conciencia "antecedente") mostrándonos la bondad o malicia
de los actos que se nos presentan como posibles de
realizar (es decir, la moralidad de nuestros planes, proyectos, tentaciones,
deseos) y consecuentemente juzga que debemos realizar tal o cual
porque es obligatorio para nosotros, o que debemos abstenernos de
tal otro porque pesa una prohibición sobre él, etc. Luego
sigue actuando mientras obramos (conciencia "concomitante"); aquí actúa como testigo
de nuestro buen o mal proceder según que estemos actuando
a favor o en contra de nuestros juicios de conciencia.
Finalmente la conciencia sigue actuando después de realizados los actos
(conciencia "consiguiente") tranquilizándonos y aprobándonos si hemos obrado bien; reprendiéndonos
si hemos actuado mal.
1. El sentido del pecado
El "sentido del
pecado" es la sensibilidad ante el pecado, es decir, la
adecuada y delicada percepción del pecado y se sitúa en
los tres momentos de la conciencia. El sentimiento de culpabilidad
se sitúa en la conciencia concomitante (cuando la conciencia nos
reprocha lo que estamos realizando) y sobre todo en la
conciencia consiguiente (como tormento por el mal que hemos cometido);
en menor grado se verifica en la conciencia antecedente, mientras
estamos analizando la posibilidad de realizar acciones que nuestra conciencia
nos reprocha.
Tanto el sentido del pecado como el sentido de
la culpabilidad admiten diversos grados, según el tipo de conciencia:
1º
Hay personas que tienen una percepción clara del pecado, de
su gravedad, de sus consecuencias; y, consecuentemente, tienen un sentimiento
normal, realista, de su responsabilidad y culpabilidad.
2º Otros parecen ciegos
ante la realidad del pecado; consecuentemente parecen insensibles ante sus
faltas y crímenes. Se habla generalmente de conciencia "cauterizada", y
suele darse en quienes se han habituado y se aferran
pertinazmente a sus pecados.
3º Algunos, por el contrario, sufren con
una conciencia escrupulosa y angustiada, tal vez por faltas que
no existen o al menos por pecados que no tienen
la gravedad que ellos les asignan.
4º Finalmente, otros tienen lo
que se llama una conciencia "farisaica", que se turba ante
actos objetivamente insignificantes, pero se hacen los ciegos ante sus
propios grandes crímenes. Así los fariseos del Evangelio que se
escandalizaron porque Jesucristo transgredía el descanso sabático para curar enfermos,
pero fueron insensibles al juicio inicuo y cargado de injusticias
al que ellos mismos sometieron al Señor.
En la génesis de
las diversas modalidades de conciencia y de sentido de culpabilidad,
juegan como importantes factores (aunque no sean totalmente condicionantes) la
civilización en que se vive, la educación recibida, la religión
que se profesa, los hábitos buenos o malos contraídos voluntariamente.
El
sentido del pecado manifiesta en cierta medida nuestro "sentido de
la realidad", porque expresa que vemos las cosas tal como
son, y en este caso, los actos deformes como deformes.
Guarda cierta analogía con el sentido del humor; nos causa
hilaridad lo que resulta extravagante o fuera de lugar, lo
ridículo; esto supone que tenemos ciertos parámetros de la realidad,
comparados con los cuales tal o cual cosa resulta desproporcionada;
una nariz demasiado grande o demasiado chica nos causa gracia,
porque al mirar el tamaño de una cara, espontáneamente nos
damos cuenta de las dimensiones que tendría que tener una
nariz para que resulte armónica en ella. Análogamente, el sentido
del pecado se da en quien es capaz de percibir
que una acción desfigura la norma moral (no ya estética,
como en el caso del humor) a cuya medida debería
corresponder. Así, cuando una persona normal percibe la "injusticia" con
la que está tratando a un inocente al que le
castiga sin que haya cometido delito alguno, percibe antes cómo
y cuál debería ser el acto con que debería realmente
tratarlo.
Se dice, incluso, que esta conciencia moral tiene una base
fisiológica (hablan por eso de "conciencia biológica"). Según esto, nuestro
cuerpo responde con cierto "bienestar" cuando es usado según sus
fines propios, mientras que produce una depresión incluso biológica cuando
es usado contra su propia naturaleza; por ejemplo, cuando se
practica la anticoncepción, o en los intentos de suicidio, y
especialmente en el aborto.
Ahora bien, como la conciencia moral se
limita a manifestar una norma moral que es superior a
ella (por lo que se trata de algo subordinado y
relativo) resulta ser el portavoz de esa norma (la ley
natural y la ley positiva conocida por nosotros) y de
su autor. Como el autor de la ley natural y
de la ley divina positiva es Dios, la conciencia es
la voz de Dios: "La conciencia, dice el Concilio Vaticano
II, es el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que éste está solo con Dios, cuya
voz resuena en lo más íntimo de ella". John Henry
Newman, escribía al Duque de Norfolk en una célebre carta:
"La conciencia es la mensajera del que, tanto en el
mundo de la naturaleza como en el de la gracia,
a través de un velo nos habla, nos instruye y
nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los
vicarios de Cristo".
Sin embargo, lo que caracteriza al hombre moderno
es la pérdida del sentido del pecado, como decía el
Papa Pío XII: "El pecado del siglo es la pérdida
del sentido del pecado". Juan Pablo II ha escrito en
la Exhortación Reconciliatio et poenitentia que el hombre contemporáneo vive
"bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de
una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de
una anestesia de la conciencia". ¿Cuál es la causa? Esta
hay que buscarla en la pérdida del sentido de Dios,
es decir, "la progresiva ofuscación de la capacidad de percibir
la presencia vivificante y salvadora de Dios". Perdido el sentido
de Dios, la sensibilidad ante la ofensa de Dios se
amortigua y pierde –valga la redundancia del término– "sentido". Las
responsabilidades de este oscurecimiento pesan tanto sobre las ideologías reinantes
en el mundo intelectual de los últimos siglos (psicologismo, sociologismo,
historicismo ético, antropologismo cultural, etc.) cuanto a verdaderas desviaciones dentro
del campo eclesial como ha sido, dice el Papa Juan
Pablo II, el combatir la exageración de ver pecado en
todo con la exageración de no verlo en ninguna parte,
el predicar un amor de Dios incompatible con el castigo
por el pecado, el hablar de un respeto por la
conciencia que suprimiría el deber de decir la verdad, el
ofuscar el sentido y el valor del sacramento de la
confesión o darle sólo un significado comunitario, el negar que
cada uno pueda conocer en el fondo su realidad pecadora,
como afirma, por ejemplo, Rahner: "Jamás sabemos con última seguridad
si somos realmente pecadores".
Hay que ver en todo esto una
auténtica cadena que amenaza con atenazar al hombre: la violación
sistemática de la ley moral amortigua la percepción de Dios
(autor de la ley moral); la disminución del sentido de
Dios apaga el sentido del pecado y por causa de
esto las violaciones se hacen cada vez más crueles e
insensibles. "Cuando se pierde el sentido de Dios, dice el
Papa, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado...
La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el
olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida". Y más
adelante: "Una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende
que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado...
En realidad, viviendo ‘como si Dios no existiera’, el hombre
pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el
del mundo y el de su propio ser".
Explica el Papa:
"El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce
inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo,
el utilitarismo y el hedonismo... La sexualidad se despersonaliza e
instrumentaliza... La procreación se convierte en el enemigo a evitar
en la práctica de la sexualidad... Las relaciones interpersonales experimentan
un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas
son la mujer, el niño, el enfermo o el que
sufre y el anciano... Es la supremacía del más fuerte
sobre el más débil". Por eso el Papa ha advertido
seriamente contra esta tendencia: "El hombre puede construir un mundo
sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el
hombre".
Esta pérdida del sentido del pecado engendra lo que hoy
se denomina "cultura de la muerte". "Lamentablemente, dice el Papa
con palabras duras, una gran parte de la sociedad actual
se asemeja a la que Pablo describe en la carta
a los Romanos; está formada de hombres que aprisionan la
verdad en la injusticia (Ro 1,18): habiendo renegado de Dios
y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de
Él, se ofuscaron en sus razonamientos de modo que su
insensato corazón se entenebreció (1,21); jactándose de sabios se volvieron
estúpidos (1,22), se hicieron autores de obras dignas de muerte
y no solamente las practican sino que aprueban a los
que las cometen (1,32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo
del alma (cf. Mt 6,22-23), llama al mal bien y
al bien mal (Is 5,20), camina ya hacia su degradación
más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral".
En otro
documento ha escrito: "La pérdida del sentido del pecado es
una forma o fruto de la negación de Dios: no
sólo de la atea, sino además de la secularista... Pecar
no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir
como si Él no existiera, es borrarlo de la propia
existencia diaria".
Sin embargo, "no se puede eliminar complemente el sentido
de Dios ni apagar la conciencia, [así] tampoco se borra
jamás completamente el sentido del pecado". Si no se puede
borrar totalmente el sentido de Dios, entonces éste se hace
presente de otra manera: el hombre puede sentirse huérfano de
un Dios que no percibe por sus pecados; o bien
mirará a Dios como el enemigo de su conciencia pecadora,
es decir, pasa a tener un "sentido amenazador" de la
Justicia divina.
2. El sentimiento de culpabilidad y el remordimiento de
la conciencia
El sentimiento de culpabilidad consiste en la conciencia de
que ha sido quebrado el orden moral y de que
nosotros somos los responsables de tal quebrantamiento; el remordimiento es
el pesar y la angustia que acompañan ordinariamente tal conciencia
y recuerdo. A él se refiere el torturado Macbeth de
Shakespeare, cuando dice que "nuestros actos son lecciones sanguinarias que,
una vez aprendidas, vuelven a atormentar a quien las ha
inventado. Y una justicia imperturbable acerca a nuestros labios, una
vez y otra, la mezcla emponzoñada de nuestro propio cáliz".
Puede presentarse como dolor, como intranquilidad o como angustia por
lo sucedido; no tanto por las consecuencias que pueden seguirse
sino por el hecho mismo de cuanto ha sucedido y
que no debía suceder y no hubiera sucedido a no
ser porque con nuestros actos libres lo hemos realizado. El
remordimiento o sentimiento de culpabilidad es una realidad a la
que toda persona se enfrenta. El signo más claro de
esta verdad es el hecho de que han tenido que
buscarle una explicación incluso quienes no creen en el pecado,
ni en la validez de las normas morales, ni en
Dios; como Freud, Marx, todas las escuelas filosóficas y psicoanalistas
ateas, etc.
Si hemos dicho antes que la conciencia es la
voz de Dios, entonces debemos añadir que también el remordimiento
es, de algún modo, un llamamiento de Dios al pecador,
una gracia iluminativa; cuya privación en las conciencias, que se
llaman cauterizadas (las que dicen no sentir remordimiento) es ya
un temible castigo. "En las personas que van de pecado
mortal en pecado mortal –enseñaba San Ignacio en el Libro
de sus Ejercicios– ... el buen espíritu usa... punzándoles y
remordiéndoles las conciencias por la sindéresis de la razón". Este
llamamiento de Dios tiene algo de trágico pero también mucho
de misericordioso, como se manifiesta en algunos episodios bíblicos. Caín
después de matar a Abel exclama: Grande e insoportable es
mi pecado (Gn 4,3-16); Judas grita su pecado diciendo: Pequé
entregando sangre inocente (Mt 27,3-10). "No hay cosa que más
apesgue [agobie] el alma –predica San Juan de Ávila– que
tener un pecado en el ánima, agravada la conciencia con
remordimiento, y con sentimiento, que te digas tú a ti
mismo, viéndote perdido por el pecado: ¡Oh pecador! Malo vas,
infierno tienes, perdido te has; justicia tiene Dios, que te
condenará por lo que has hecho contra Él. ¿Cómo te
puedes sufrir a ti mismo? ¿Cómo cabes en ti? ¿Cómo
no revientas?".
Sin embargo, no en todos los que son agitados
por el remordimiento éste se desarrolla de la misma manera.
En algunos es el primer paso para el arrepentimiento que
concluye en la conversión. Tal es el remordimiento fructuoso que
Jesús nos describe en la parábola del "hijo pródigo" (Lc
15,11-32). Para otros es motivo de desesperación que puede terminar
incluso en el suicidio; ya señalaba Newman: "El remordimiento no
es arrepentimiento". El remordimiento no acompañado de la humildad afirma
la voluntad del pecador en el orgullo del pecado, por
lo que resulta estéril, más aún, agrava la situación. Pero
en quien reconoce humildemente su propia responsabilidad, el remordimiento es
el primer paso para la contrición.
El sentimiento de culpabilidad puede
ser, pues, proporcionado al acto del pecado (sentimiento "justo") o
desproporcionado al acto. El sentimiento normal de culpabilidad brota únicamente
del pecado personal y ayuda al sujeto a ser perfectamente
consciente de su pecado y a dolerse de su acción;
de modo consecuente, le ayuda a arrepentirse (pasado), purificarse mediante
la confesión (presente) y enmendarse y cambiar de vida si
es necesario (futuro). Al ser normal desaparece de suyo al
extinguirse la culpa con el perdón sacramental, aunque puede perdurar
el dolor intenso de la ofensa hecha a Dios. Puede
sentirse la culpa real y normal, aun angustiosamente, cuando el
amor a Dios es grande y lo fue también la
falta; pero, obtenido el perdón, la posible angustia de la
culpa tiende a desaparecer.
El segundo caso es un sentimiento anormal.
Como anormal admite dos variantes. La primera es el sentimiento
exagerado de culpabilidad; éste puede proceder de una falta real
cuyo remordimiento perdura largamente después de haber sido perdonado el
pecado, o también de faltas inexistentes. Se trata de un
remordimiento amargo, que hunde muchas veces a la persona en
estados auténticamente depresivos. En realidad, podemos encontrar aquí lo que
algunos llaman "hipermoralismo", es decir, la exacerbación de los sentimientos
morales del deber, de la culpabilidad y del remordimiento; y
el "dismoralismo", o sea, la exacerbación más aguda que la
anterior pero transportada a una zona no ética (es una
conciencia de la culpabilidad o del deber con ocasión de
hechos que de suyo carecen de carácter moral; es el
caso típico de los escrúpulos enfermizos).
Encontramos rasgos de sentimientos enfermizos
en gran parte de la literatura contemporánea afectada de cierto
morbo existencialista. Ejemplos tenemos en Kafka para quien el hombre
es prisionero de sus pecados, o en Graham Green quien,
dominado por una verdadera obsesión por el mal, hace proclamar
a uno de sus personajes que no hay inocentes ni
siquiera entre los niños. Jean Guitton ha hecho notar a
este respecto que así como hacia 1880 una encuesta sobre
este tema entre los literatos podría haberse resumido en la
fórmula "incluso los culpables son inocentes", en torno a la
mitad del siglo XX, en cambio, el resultado sería: "hasta
los inocentes son culpables". Este sentimiento, especialmente si se trata
de pecados no perdonados por la confesión sacramental, si no
procede de un natural enfermizo, al menos puede causar un
estado enfermizo. Estas personas se sienten perseguidas por la ansiedad,
viven en constante tensión y pueden llegar a experimentar una
especie de locura persecutoria. Shakespear bosquejó la silueta de este
sentimiento en la figura de Lady Macbeth atormentada en sueños
por sus crímenes y por sus manos ensangrentadas: "La mancha
sigue aquí –exclama entre sueños y sonambulismo mirando sus manos–.
¡Aléjate, mancha maldita! ¡Fuera, he dicho!... ¡Cómo! ¿Es que nunca
van a estar limpias estas manos?... ¡Hasta aquí llega el
hedor de sangre! ¡Todos los aromas de Arabia no podrían
perfumar mis manos!". El gran dramaturgo pone en boca de
su galeno: "Más que de médico, de sacerdote está necesitada".
El mismo Macbeth, viendo la turbación que va llevando a
su esposa a la locura, increpa al médico: "¡Cúrala [de
sus visiones nocturnas]! ¿Es que no puedes aliviar a un
espíritu enfermo, arrancar los pesares arraigados en la memoria, borrar
las inquietudes grabadas en el cerebro y, con dulce antídoto
de olvido, vaciar el pecho de materia peligrosa que pesa
sobre el corazón?".
A veces toma la forma patológica de angustia
existencial. Un ejemplo de esta personalidad la hallamos en las
descripciones que de Lutero dan algunos de sus íntimos. Melanchton,
por ejemplo, cuenta que el Reformador frecuentemente era víctima de
"ataques angustiosos". "Él mismo –dice su compañero de la Protesta–
me ha contado, y muchas personas saben, que estos terrores
le sobrecogían muy a menudo, cuando pensaba en la cólera
de Dios o cuando recordaba ejemplos patentes de su justicia
vengadora y ello con tal violencia que poníase a punto
de morir". Una vez, al oír en el coro del
convento la lectura del evangelio del poseso, cayó convulsivamente gritando:
"¡Yo no soy! ¡Yo no soy [poseso]!". Parece que tuvo
frecuentes angustias por causa de la predestinación y una verdadera
"manía del diablo" u obsesión diabólica.
El segundo caso es el
del sentimiento de culpabilidad demasiado débil, el que se encuentra
en personas de espíritu obtuso; y como tal puede considerarse,
dice Bless, "como fenómeno de degeneración" (de hecho se verifica
en muchos psicópatas criminales que toman una actitud de indiferencia
cínica ante sus actos). Esta actitud se relaciona mucho con
las personalidades psicóticas que presentan precisamente una frialdad afectiva muy
típica. Son más o menos insensibles al dolor ajeno y
aun al propio. El caso extremo es el perverso, quien
carece de conmiseración y puede llegar a causar daño sólo
para divertirse. "Hay personas que sin salirse de los parámetros
de la normalidad, acusan una estructura de la personalidad en
la que despuntan tendencias psicóticas, por ejemplo, ésta de la
insensibilidad. Gente dura, sin vibración afectiva social (subrayamos ‘afectiva’ porque
pueden ser superficialmente extrovertidos, sociables y divertidos). Dicho déficit afectivo
influye, por supuesto, en la esfera moral".
En este campo
podemos encontrarnos con diversas desviaciones éticas como el "amoralismo", que
consiste en la carencia de sentimientos morales de culpabilidad, deber
y remordimiento; el "hipomoralismo", que es algo semejante al amoralismo,
pero en tono rebajado; y el "inmoralismo", que añade al
amoralismo cierto egocentrismo exacerbado que puede conducir a acciones delictivas
e incluso al crimen.
Este sentimiento es hoy "culturalmente masivo", propio
de una "cultura de la muerte". Ésta, por lógica interna
y para mantenerse, necesita crear una conciencia común que se
ajuste a sus principios, y tal es la conciencia "cauterizada".
Esta conciencia se manifiesta y se alimenta en la sistemática
violación de la ley moral respecto de los valores más
fundamentales y sagrados, como, por ejemplo, la vida humana en
sus estadios más inocentes y desamparados. Hay que tener en
cuenta que se da una interacción entre factores psicológicos y
morales: "lo que debe haberse producido en la generalidad de
los casos de cegueras y sorderas [morales] es un proceso
interactivo de factores psicológicos y morales. Una conciencia encallecida en
el mal ya no percibe el bien".
Aquí puede verificarse
el efecto feed-back o "rulos de retro-alimentación", es decir: ante
el horror natural que causa el cometer un grave delito,
la conciencia trata de buscar justificativos o atenuantes para realizarlo;
esta amortiguación del sentido moral que es resultado del esfuerzo
psicológico por silenciar la voz de la conciencia va creando
una psicología dura, que va progresivamente insensibilizándose, la cual va
tornando al sujeto potencialmente capaz de cometer delitos cada vez
más graves. Tiene mucho que iluminar aquí la doctrina de
los hábitos, aplicada al terreno del hábito malo o vicio:
los vicios corrompen en cierta medida la disposición de la
voluntad respecto de su fin, haciéndole tender connaturalmente a los
fines malos; esta tendencia hacia los fines viciosos es la
base a partir de la cual el sujeto elabora sus
juicios electivos, proponiendo como máximamente elegible (es decir, bueno y
conveniente para él) tal fin que, en realidad, es un
mal con apariencias de bien. Los vicios, por tanto, terminan
"condicionando" en cierta medida nuestros juicios apreciativos sobre la realidad.
Esto no es más que la confirmación del dicho popular:
"vive como piensas o terminarás pensando como vives".
Así como, según
dijimos antes, no puede perderse totalmente el sentido de Dios,
tampoco se borra totalmente el sentimiento de culpabilidad. Pero surgirán
inevitablemente quienes traten de explicarlo de alguna manera que permita
eludir la responsabilidad de los actos realizados.
Freud, por ejemplo,
lo reduce a un impulso interior inconsciente, puramente natural, cuyo
origen confiesa desconocer; para él se trata de un miedo,
una simple fobia sin contenido moral alguno y sin fundamento
bien conocido. Para Sartre, el sentido de culpa es efecto
de la mirada reprochadora de los demás sobre nuestros actos,
confundiendo así el sentimiento de culpa con la vergüenza de
verse descubiertos por el prójimo. Lutero consideraba que era una
mala pasada de esa "mala bestia" que es nuestra conciencia,
enemiga implacable que se esfuerza por convencernos de pecado; para
Marx es una alienación de la sociedad capitalista y para
Nietzsche se trata de una enfermedad que nos contagia la
sociedad por lo cual exige del "superhombre" creado por su
imaginación el mantenerse al margen de toda moral, de toda
regla, de todo escrúpulo y de toda sensibilidad ante el
mal causado por sus propias acciones. Podríamos seguir la lista.
Todos ellos tienen en común el querer diluir la realidad
del pecado y solucionar los remordimientos con una "explicación-terapéutica" ya
apelen al historicismo, a la sociología, al psicoanálisis o al
antropocentrismo cultural. A la postre obtienen idénticos resultados: sólo han
conseguido crear un monstruo insensible ante el dolor ajeno, resentido
y endurecido en sus vicios, apático ante su destino eterno,
explotador de la debilidad ajena... en fin, creaturas de barro
a las que han convencido de ser "semidioses paganos" y
que, como tales hacen su historia marcados por la tragedia
de la profunda amargura y desesperación causada por el fracaso
de los principios amorales que profesan... ¡Y pensar que una
lágrima bien derramada puede purificar tanta miseria!
3. El sentido del
perdón
La sana conciencia de la transgresión y el remordimiento posterior
no serían una gracia de Dios si no llevaran a
experimentar el misterio del perdón divino. Sin duda... es grande
el misterio de la piedad, dice San Pablo (1 Tim
3,15). Hay dos expresiones de San Juan que deben complementarse
entre sí para que nuestra visión del pecado no reste
tullida. La primera dice: Si decimos que estamos sin pecado,
nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está
en nosotros (1 Jn 1,8); la segunda es cuanto el
mismo Apóstol añade a continuación: Si confesamos nuestros pecados, fiel
y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda
iniquidad (1 Jn 1,9). Más adelante él mismo dice: Si
nuestro corazón nos reprocha algo, Dios es más grande que
nuestro corazón (1 Jn 3,20).
El verdadero sentido del pecado, así
como el sano remordimiento, deben llevarnos a reconocer nuestro pecado
y a reconocernos pecadores (responsables de nuestros delitos); como exclama
David: Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí;
cometí la maldad que aborreces (Sl 51,5ss). Jesús hace decir
al hijo pródigo arrepentido: Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti (Lc 15,18.21).
Cuando el remordimiento viene de Dios,
junto con él, Dios muestra el remedio, es decir la
vía para borrar el pecado que lo causa. El remordimiento
sano, aun pudiendo llegar a la angustia, no va contra
la esperanza (esperanza informe); el pecador sabe qué tiene que
hacer para acabar con su estado y tormento. Sólo cuando
rechaza esta luz sobrenatural se cierra totalmente sobre sí mismo.
Pero Dios es infinitamente poderoso para borrar todos los pecados
de los hombres y ofrece su perdón: Así fueren vuestros
pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así
fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán (Is
1,18). Por boca de Ezequiel dice Dios: ¿Acaso me complazco
yo en la muerte del malvado –oráculo del Señor Yahveh–
y no más bien en que se convierta de su
conducta y viva? (Ez 18,23). Y más adelante lo repite
nuevamente: Diles: Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que
yo no me complazco en la muerte del malvado, sino
en que el malvado se convierta de su conducta y
viva. Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta. ¿Por qué habéis
de morir, casa de Israel? (Ez 33,11).
El sentimiento de culpa
equilibrado es el que pasa de la autocondenación por el
mal cometido al arrepentimiento y del arrepentimiento al pedido sincero
de perdón; es decir, el remordimiento auténtico es el que
termina destruyendo el pecado y salvando al pecador.
En definitiva, podemos
redondear lo dicho con las palabras del Santo Padre: "Restablecer
el sentido justo del pecado, ha dicho Juan Pablo II,
es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual
que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido
del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a
los principios inderogables de la razón y de la fe
que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre".
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