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Las cualidades de los cuerpos resucitados |
A) Es el propio cuerpo:
Los muertos resucitarán con el mismo
cuerpo que tuvieron en la tierra (idéntica y numéricamente el
mismo).
Tanto mi cuerpo como tu cuerpo, serán los mismos cuerpos,
aunque transfigurados, glorificados, inmortalizados, resucitados.
El concilio
de Letrán (1215) declara: “Todos ellos resucitarán con el propio
cuerpo que ahora llevan” (Dz 429)
Referencias Bíblicas
La Sagrada Escritura
da testimonio implícito de esa identidad material por la palabra
que emplea: “despertarse”.
Solamente habrá verdadero despertamiento cuando el mismo
cuerpo que muere y se descompone sea el que reviva
de nuevo.
Citas:
a) 2Mac 7, 11: “De él [de Dios]
espero yo volver a recibirlas [la lengua y las manos]”
b)
1 Cor 15, 53: “Porque es preciso que lo corruptible
se revista de la incorrupción y que este ser mortal
se revista de inmortalidad”.
c) Flp. 3, 21: “ Él
[Jesucristo] transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su
cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas
las cosas bajo su dominio.
d)Lc 24, 39, en la aparición
de Jesús resucitado a los Apóstoles, Él les dice que
no es un espíritu, pues posee carne y huesos, y
les muestra sus manos y sus pies.
Los cuerpos resucitados estarán
libres de deformidades, mutilaciones y achaques.
Estarán en su máxima perfección
natural (plenitud del ser)
Con respecto a la edad: será una
edad madura pero joven, como la de Cristo, aproximadamente 36
o 37 años ( 6 a. C . -
30 d. C).
Tendrán diferencias sexuales y órganos de la vida
sensitiva, pero no se ejercerán las facultades biológicas y vegetativas,
como comer, beber, procrear.
Cfr. Mt. 22,30 “En la resurrección
todos serán cómo ángeles en el cielo”.
B) Cualidades del Cuerpo
resucitado
Según el modelo de Jesús Resucitado que aparece en los
Evangelios.
Cfr. Mt 28 ss., Mc 16, Lc 24, Jn
20 ss., Flp. 3, 21: Semejantes a Su cuerpo.
I.
Impasibilidad es decir, la propiedad de que no sea
accesible a ellos mal físico de ninguna clase, es decir,
el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Definiéndola con mayor
precisión, es “la imposibilidad de sufrir y morir”. Ap.
21, 4 : “Él enjugará las lágrimas de sus ojos,
y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni
gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado”.
Lc 20, 36: “Ya no pueden morir”.
La razón intrínseca de
la impasibilidad se encuentra en el perfecto sometimiento del cuerpo
al alma que es inmortal.
II. Sutilidad, sutileza o penetrabilidad:
Es
la propiedad por la cual el cuerpo se hará semejante
a los espíritus en cuanto podrá penetrar los cuerpos sin
lesionarse ni lesionar, es decir, podrá atravesar otros cuerpos.
No se
debe creer que por ello el cuerpo se transformará en
sustancia espiritual o que la materia se enrarecerá hasta convertirse
en un cuerpo “etéreo”.
Veamos ejemplos conforme al cuerpo resucitado de
Cristo:
Jesús resucitado atravesó las sábanas (Jn 20, 5-7)
Salió del
sepulcro sellado por la piedra (Mt 28,2).
(Un
ángel movió la piedra, no para que Jesús saliera, sino
para que las mujeres que fueron a visitar el sepulcro
pudieran entrar allí y ver que el Señor ya no
estaba).
Entra en el Cenáculo aún estando cerradas las puertas –atrancadas,
dice el original griego- (Jn 20, 19.26).
La razón intrínseca de
esta espiritualización la tenemos en el dominio completo del alma
glorificada sobre el cuerpo ( en cuanto es la forma
substancial del mismo).
III. Agilidad Es la capacidad del cuerpo para obedecer
al espíritu en todos sus movimientos con suma facilidad y
rapidez, es decir, en forma instantánea.
Esta propiedad se contrapone a
la gravedad y peso de los cuerpos terrestres, de acuerdo
a la ley de la gravitación.
El modelo de la
agilidad lo tenemos en el cuerpo resucitado de Cristo, que
se presentó de repente en medio de sus apóstoles y
desapareció también repentinamente:
Lc 24, 31: “Entonces los ojos de los
discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero Él había desaparecido
de su vista”.
Lc 24, 34: “ Es verdad, ¡El Señor
ha resucitado y se apareció a Simón!”
Lc 24, 36: “Todavía
estaban hablando de esto cuando Jesús se apareció en medio
de ellos y les dijo "La paz esté con ustedes”.
La
razón intrínseca de la agilidad la hallamos en el total
dominio que el alma glorificada ejerce sobre el cuerpo, en
cuanto es el principio motor del mismo, por lo que
este no le opone resistencia.
IV. Claridad es el estar libre de
todo lo ignominioso y rebosar hermosura y esplendor.
Jesús nos dice:
“Los justos brillarán como el sol en el reino de
su Padre” (Mt 13, 43)
Un modelo de claridad lo tenemos
en la glorificación de Jesús en el monte Tabor (Mt
17, 2)
Y después de su resurrección (Cf. Hch.
9,3).
La razón intrínseca de la claridad la tenemos en el
gran caudal de hermosura y resplandor que desde el alma
se desborda sobre el cuerpo.
Es menester aclarar que el grado
de claridad será distinto – como se nos dice en
1 Cor 15, 41, haciendo referencia a la condición de
los cuerpos resucitados: “Cada cuerpo tiene su propio resplandor: uno
es el resplandor del sol, otro el de la luna,
otro el de las estrellas, y aun las estrellas difieren
unas de otras por su resplandor”- y estará proporcionado al
grado de gloria con el que brille el alma; y
la gloria dependerá de la cuantía de los merecimientos.
Ahora, ¿Cuándo
sucederá esto?: En el fin del mundo, donde se realizará
el Juicio Final, la Parusía o Nueva Venida de Cristo.
Recordemos que Jesús dejó incierto el momento en que verificaría
su Segunda Venida: Al final de su discurso sobre la
Parusía, declaró: “En cuanto a ese día o a esa
hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni
el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).
Finalmente, siguiendo las
recomendaciones del apóstol Pablo: procuremos que nadie devuelva mal por
mal. Por el contrario, esforcémonos por hacer siempre el bien
entre nosotros y con todo el mundo. Estemos siempre alegres.
Oremos sin cesar. Demos gracias a Dios en toda ocasión:
esto es lo que Dios quiere de todos nosotros, en
Cristo Jesús (Cf. 1 Tes 5, 15-18).
Estemos preparados, vigilantes, en
vela (despiertos, alertas), pues el Señor esta cerca:
¡Amen, ven Señor
Jesús! (Ap. 22, 20)
La vida temporal y la vida eterna |
La muerte es una separación del cuerpo y del
espíritu por desfallecimiento de aquél. Durante la vida temporal, el
hombre debe prepararse para la eterna. |
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La vida temporal y la vida eterna |
El cristianismo, una religión de milagros y de misterios.
Hay
dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida
del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional
definitivo, comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y
el obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de
tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es
aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para
aquélla. Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación
o la condenación eternas. Y es al fin del tiempo
cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor,
es decir, sobre las obras, porque obras son amores y
no buenas razones.
El milagro prueba el señorío de Dios sobre
el orden de la naturaleza por El creado, que rompe
o interrumpe.
El misterio prueba el señorío de Dios sobre la
Verdad, que, sin dejar de serlo, el hombre, por sí
solo, no puede ver en muchas de sus parcelas, necesitando
que El se las revele.
Centrando nuestra atención en lo mistérico,
para percibir y percatarse de la Verdad que oculta, hace
falta, con la Revelación, una fuente de conocimiento más alto
que la de los sentidos, y aún más alto que
la que nos proporciona la razón. Esa fuente más elevada
de conocimiento se llama la fe.
Si la luz de Dios
-Lumen Dei- permite al bienaventurado contemplar intuitivamente, hacienda innecesaria la
luz de los sentidos, la luz de la razón y
la luz de la fe el hombre, en tanto esa
bienaventuranza no llegue, aquí, en el tiempo y en el
espacio, necesita para su andadura correcta, para no tropezar o
para rehacerse del tropiezo, alumbrarse con la llama triple de
los sentidos, de la razón y de la fe.
También el
cristianismo, por ser mistérico, aunque parezca contradictorio no lo es,
porque lo contradictorio no puede concordarse, mientras que lo paradójico
explica y concuerda en su contexto lo que, en principio,
es decir, a primera vista, se presenta como discordante, inconciliable
y antinómico.
Hay , así , paradoja y no contradicción en
frases conocidas como éstas: "los últimos serán los primeros", "el
que se humilla será ensalzado"·, "mi paz os dejo, pero
he venido a traer la guerra", "dichosos los que padecen",
"el que quiera salvar su vida la perderá,...."
La suprema paradoja
-y no contradicción, como veremos- no está en unas palabras,
sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la Verdad,
dice de Si mismo: «Yo soy la Vida»; y sin
embargo, la Vida encarnada muere en la Cruz.
A este hecho
clave hemos de llegar si con la luz de los
sentidos, de la razón y de la fe, nos acercamos
a la vida y a la muerte, como problema esencial
de todo hombre; y, como un derivado, al derecho a
vivir de coda hombre en su etapa histórica en la
que vosotros y yo nos encontramos.
La muerte, como destrucción orgánica,
es un fenómeno psicosomático, que transforma el cuerpo animado en
cadáver, al estar desprovisto de animación. Un cadáver, durante algunas
horas, como por inercia, mantiene la configuración corporal; y hay
cadáveres que, artificialmente -embalsamamiento y momificación- o sobrenaturalmente -cadáveres incorruptos
de algunos santos-, la conservan por tiempo indefinido. Pero, en
cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino cadáveres.
Pero
la muerte, en el hombre, es algo más que un
fenómeno psicosomático, que puede homologarse con la muerte de otros
seres vivos creados. la muerte en el hombre es un
fenómeno metafísico, sobrevenido porque el hombre, siendo naturaleza creada, es
sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de la tarea
creadora genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en un doble
sentido: por una parte, se le proclama rey de la
creación, destinado a dominarla -por lo que está sobre ella-,
y por otra, el aliento de vida que le da
el ser es un aliento divino eternizante y, por ello
cualitativamente distinto e infinitamente superior al del resto de todo
lo creado.
El hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera originariamente, criatura
glorificada, pero el aliento divino de vida, que al espiritualizarle
lo eternizó, hizo tránsito a su envoltura corporal, que de
suyo, de por sí, hubiera estado sujeta a la muerte.
El hombre del paraíso era un hombre inmortalizado. la muerte
en el hombre es un acontecimiento metafísico sobrevenido. la muerte
de la carne es el fruto de la desobediencia de
su espíritu libre, el Haftuag que dirían los alemanes, la
responsabilidad hecha castigo por la Schuld, es decir, por la
culpa.
Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos
defensores, incluso en el campo católico, de la teoría de
la evolución, con su lista más o menos imaginaria de
los antropoides intermedios. Para mí, lo que teológica e históricamente
se ha producido en la humanidad es, en cierto modo,
una involución, una degradación, un retroceso. No es que el
antropoide, en un momento y en un lugar indeterminados, se
haya convertido en hombre, con la posición erecta -bípedo implume-
y el ensanchamiento de su ángulo facial, sino que el
hombre inmortalizado, con inteligencia diáfana y voluntad firme, al rebelar
libremente su espíritu contra Dios, privó a su alma, no
de su eternización -porque el espíritu no perece-, pero Si
de su glorificación, y a la carne de su inmortalidad.
Reducida la carne a sí misma, inutilizada por el pecado
la fuerza inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó
aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la naturaleza
creada que, en principio, iba a dominar. Por el pecado,
la naturaleza le dominó y sometió la carne -sólo naturaleza
de por sí- a su propia ley de finitud.
A luz
de la fe proyectada sobre la muerte del hombre, sobre
su reencuentro con la tierra, de cuyo barro se formó
su carne, sobre la reconversión en polvo de lo que
no era más que polvo, nos conduce desde la promesa
del Paraíso que se perdió al cumplimiento histórico y metahistórico
de la misma promesa. El vástago de José anunciado en
el Génesis, próximo para Isaías, recordado en el Adviento que
acaba de comenzar, vine a destruir el pecado y con
el pecado su fruto, que es la muerte.
Esa victoria la
consigue la Vida encarnada muriendo, y muriendo en la Cruz.
A partir de ese instante, la muerte cobra, con significado
distinto, otra valencia sobrenatural. No deja de ser un fenómeno
psicosomático, no deja de ser salario del pecado, no deja
de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo, para
el hombre en gracia, que ha escondido su vida en
Cristo y muere en El y con El, llave del
Paraíso y janua coeli, puerta del cielo. Pero hay algo
más. En el Símbolo de la Fe decimos que "creemos
en la resurrección de los muertos",. la conversión de la
guadaña en llave del muro que cierra en pórtico que
se abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo, que
recobrará su incorruptibilidad y será inmortalizado y glorificado. Cuando se
consume la victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su
principio y tiene su garantía en Cristo resucitado, con los
ojos del cuerpo, que ahora no pueden ver a Dios,
traspasados por el lumen gloriae, se podrá contemplar en Dios
lo que El ha preparado para el gozo del hombre.
Todo
esto nos lleva a lo que podríamos llamar una nueva
visión de la muerte, de la vida y del status
viatoris que discurre desde que la vida temporal se inicia
hasta que la vida temporal concluye.
Nueva visión de la muerte:
Aunque la muerte en el hombre no deje de ser
la obra del Maligno, que por odio a la vida
la introdujo en la humanidad; aunque la muerte vaya despertando
como vivencia acosadora conforme transcurren los años y se advierta
su cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico,
por lo que pueda implicar de dolorosa y de tránsito
a lo desconocido, repugnancia por instinto de conservación, rebeldía ante
lo que puede interpretarse como inhumano, tristeza amarga como frustración
del ser, resignación estoica ante la imposibilidad de evitarla, todo
ello en el cristianismo es superable, porque su visión de
la muerte, sin ignorar esas reacciones, las supera.
Para el cristiano,
que mira la muerte no sólo con la luz de
los sentidos y de la razón, sino con la luz
de la fe, la muerte no aniquila el ser. La
muerte es una separación, una despedida del cuerpo y del
espíritu por desfallecimiento de aquél. La despedida no es para
siempre. No es un adiós, sino un hasta luego. Lo
tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino
que, aun deteriorándose y pulverizándose el cuerpo, el hombre -su
yo personal identificante- no muere nunca.
Nueva visión de la vida:
la vida del hombre es lineal, pero ascendente. En ella
hay, no uno, sino dos alumbramientos; y ambos son dolorosos,
porque la redención del hombre y la vida histórica del
hombre están signadas por el dolor. El primer alumbramiento es
el parto. Por el parto, el hombre ve la luz
del mundo. Por el parto se da a luz en
el tiempo; y la separación del claustro materno es dolorosa
para la madre y para el hijo; y dolorosa hasta
el derramamiento de sangre. Por el segundo alumbramiento, se pasa
a la luz de la eternidad. Este nuevo dar a
luz es también separación dolorosa, porque hay dolor en el
cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y en el alma,
que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos,
con todas sus potencias en vigor, tiene conciencia nítida del
desgarro. El dolor de este alumbramiento es más profundo que
el del primero, porque incide en la más íntima radicalidad
del ser. De alguna manera podría recordarlo la separación de
la uña de la carne, a que se refería doña
Jimena al separarse del Cid, o la frase de Antonio
Rivera, nuestro "Angel del Alcázar": «¡Me estoy muriendo!»
Ahora bien; si
la muerte es otro alumbramiento, como el del trigo que
se pudre para hacerse espiga, o el gusano de seda
que, luego de hacer su capullo, lo rompe y, alado,
se hace mariposa, o el del hierro que, en la
fragua, incandescente y cincelado y forjado, se convierte en obra
de arte, la muerte no es una pérdida, sino una
ganancia, como dice San Pablo, y todas aquellas reacciones, pánico,
repugnancia, rebeldía resignación, se hacen deseo. Nadie como Teresa de
Jesús manifiesta ese deseo, no de morir como huida, como
olvido o como descanso, sino como anhelo de usar la
llave y de abrir la puerta de la Vida, de
morir precisamente para vivir. El desasosiego de morir por no
morir florece en los versos famosos: "Y en tal alto
Vida espero, que muero porque no muero."
Nueva visión del status
viatoris: En el aquí y ahora de la primera etapa
vital, el hombre, a la luz de la fe, no
contempla lo que ha de sucederle como una prolongación sino
dio de aquélla; como un estirón sin final del tiempo;
como un tiempo con prórroga interminable. El tiempo de la
eternidad ya no es tiempo. Y el parto segundo de
la muerte no es una prolongación longitudinal, sino una ascensión
cualitativa.
En el itinere histórico el hombre transcurre en él ahora-tiempo,
y, como señala Zubiri, desde un instante hacia un algo.
El «ahora temporal» navega sobre el «siempre eterno»; y ese
ahora comprende para el hombre desde su concepción hacia y
hasta su muerte corporal. En ese ahora, el hombre se
va configurando, conformando, definiendo y haciéndose definitivo, de tal forma
que configurado, conformado y definido, es decir, consumado definitivamente, llega
con su alma, al morir el cuerpo, a la eternidad.
La
Parusía, que es la exaltación jubilosa, del triunfo final de
Cristo, supone la absorción del tiempo por la eternidad, la
inmortalidad gloriosa del cuerpo humane y la transformación de la
naturaleza en una tierra y en un cielo nuevos.
Siendo esto
así, para un cristiano la etapa histórica de su vida
es una preparación y una provisionalidad. Durante ella ha de
procurar ir definiéndose, es decir, preparándose y equipándose para la
eterna. El ahora ha de estar en función del siempre,
y el camino y el quehacer del camino han de
concebirse en función de la meta.
Caben aquí, sin embargo, dos
errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del
tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo,
comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el
obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal
modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí,
en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es
en el tiempo donde nos definimos para la salvación o
la condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando
ha de producirse el examen individual sobre el amor, es
decir, sobre las obras, porque obras son amores y no
buenas razones.
Con esta perspectiva, debemos asomarnos a la cuestión actualísima
como ninguna de la muerte y de la vida temporales.
Una y otra se contemplan desde la luz de los
sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a la
luz de la Verdad revelada y, por tanto, de la
fe: la fe objetiva, como haz de verdades, y la
fe subjetiva, como virtud teologal.
La vida y la muerte temporales,
en función de la Vida o de la muerte eternas,
se contorsionan en la ley, en las costumbres y en
la conciencia individual y colectiva. Ahí donde la vida está
amenazada, allí el cristiano ha de comparecer para dar testimonio
de la verdad, aunque el testimonio conlleve persecución y sacrificio.
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El Juicio particular y el Juicio final |
Significado que tiene decir: "El fín del mundo", el "Juicio particular" y el "Juicio final". |
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El Juicio particular y el Juicio final |
Todos hemos deseado en algunos momentos de nuestra vida, ser
jueces de los demás. Opinamos con facilidad acerca de su
vida juzgando si hicieron bien o mal. Sin embargo, nos
cuesta trabajo pensar que nosotros también vamos a ser juzgados
al final de nuestra vida y que nuestros actos, por
más secretos que hayan sido, van a trascender más allá
del momento en el que los hicimos.
¿Qué sucede con el
alma después de la muerte?
Los cristianos encontramos en el Evangelio
algunos pasajes que nos hablan acerca del destino del alma.
Específicamente, en la parábola del pobre Lázaro (Lucas 16, 22)
y en las palabras que Cristo dirige al buen ladrón,
crucificado junto a Él (Lucas 23, 43).
Al morir, nuestra
alma se separará de nuestro cuerpo. Se presentará ante Dios
para recibir, de acuerdo con lo que nosotros mismos hayamos
elegido en la vida terrena, la recompensa o el castigo
eterno.
El Juicio Particular
Al morir, tendremos un Juicio Particular. En
este juicio nos encontraremos ante Jesucristo y ante nuestra vida:
todos nuestros actos, palabras, pensamientos y omisiones quedarán al descubierto.
Suena dramático, pero es real. Si nos encontramos en gracia
de Dios, nuestra eternidad feliz empezará en ese momento. Si
morimos en una actitud de rechazo total y voluntario a
Dios, en pecado mortal, entonces empezará para nosotros el castigo
eterno, el infierno.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla
de la “retribución inmediata después de la muerte de cada
uno como consecuencia de sus obras y de su fe”
(n. 1021). El destino del alma será diferente para cada
uno de nosotros, de acuerdo a cómo hayamos utilizado nuestro
tiempo de vida en la Tierra.
Hay muchas personas que dicen:
“Yo me voy a salvar, pues nunca he hecho el
mal a nadie”. Hay que tener cuidado, pues ese día
no se nos juzgará sólo por el mal que no
hayamos hecho, sino también por el bien que hayamos dejado
de hacer. Debemos preocuparnos no sólo por evitar hacer el
mal, sino por hacer el bien a todo el que
nos rodea. Si no hacemos el bien a los demás,
llegaremos al juicio con las manos vacías y “no aprobaremos
el examen”.
El Juicio Particular, como su nombre lo dice, será
para cada uno de nosotros en lo personal. En éste,
Dios nos preguntará: “¿Cuánto amaste?” Y cada uno de nosotros
tendrá que responder a esta pregunta. Dios espera que cada
uno de nuestros actos sea hecho por amor .
San Juan
de la Cruz tiene una frase que dice: “Al atardecer
de la vida, seremos examinados en el amor”.
El Juicio Final
El
Juicio Final lo tendremos al final de los tiempos, cuando
Jesús vuelva a venir glorioso a la Tierra. En él,
todos los hombres seremos juzgados de acuerdo a nuestra fe
y a nuestras obras.
La resurrección de todos los muertos,
“de los justos y de los pecadores”, precederá al Juicio
Final. Los que hayan hecho el bien resucitarán para la
vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación (Juan 5, 28-29).
En la Biblia podemos leer cómo
será este juicio en Mateo 25, 31.32.46: Lo que sucederá
ese día, de acuerdo con la narración de Jesucristo, será
como un examen de aquello que nos caracteriza como personas
humanas: nuestra capacidad de amar.
En ese día saldrán a la
luz todas nuestras acciones y se verá el amor hacia
los demás que pusimos en cada una de ellas.
Este amor
será el que nos juzgará:
"Venid benditos de mi Padre… porque
tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y
me disteis de beber…"
"Id malditos al fuego eterno… porque tuve
hambre y no me disteis de comer, tuve sed y
no me disteis de beber…"
El Catecismo de la Iglesia
Católica nos dice: “El Juicio Final revelará hasta sus últimas
consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o
haya dejado de hacer durante su vida terrena” (n. 1039).
El
juicio final es la prueba de que Dios es infinitamente
justo y ha dispuesto todo con sabiduría para que la
verdad se conozca y se aplique la justicia en cada
hombre con el destino eterno que él mismo se haya
merecido.
Algunas personas piensan que no hay que preocuparse por
eso de los juicios, pues creen que Dios va a
salvar a todos los hombres al final de los tiempos
porque es infinitamente bueno y nos ama.
Es verdad que
Dios es muy bueno, pero también es muy justo y
respeta nuestra libertad. Cuando nosotros estamos en pecado mortal, libremente
le hemos dicho a Dios que “no nos interesa salvarnos”.
Si morimos en este estado, Dios respetará nuestra decisión. El
hombre, con su libertad, alcanza la recompensa o el castigo
eterno.
Frente a Cristo se conocerá la verdad de la relación
de cada hombre con Dios. El Juicio Final revelará que
la justicia de Dios triunfa sobre todas las injusticias cometidas
por sus criaturas y que su amor es más fuerte
que la muerte.
Reflexionar tanto en el Juicio Particular como
en el Juicio Final nos recuerda que mientras tengamos vida,
tenemos oportunidad de alcanzar nuestra salvación. Cada día nos ofrece
la posibilidad de amar a Dios y a los que
nos rodean, de perdonar a los que nos ofenden, de
vivir cristianamente.
¿Cuándo será el juicio final?
El mismo Jesucristo nos aclaró
que ni siquiera Él conoce el día ni la hora
en que se llevará a cabo este acontecimiento, sino sólo
Dios Padre. Así que no debemos dejarnos engañar por personas
que pretenden conocer la fecha del fin del mundo. No
debemos preocuparnos por intentar conocer esa fecha, sino sólo por
estar siempre bien preparados, pues no sabemos en qué momento
sucederá.
Para profundizar, puedes leer el Catecismo de la Iglesia Católica
núm. 668 - 682, 1021-1023, 1038-1042, 2831
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Creo en la resurrección de los muertos |
Con la muerte se experimenta una separación real
de cuerpo y alma. El cuerpo continúa un proceso de corrupción, mientras
que su alma va al encuentro de Dios. |
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Creo en la resurrección de los muertos |
Cada domingo en Misa decimos en el Credo: “Creo en
la resurrección de los muertos...”. ¿Qué significa esto?
Cuando muere un
familiar o un amigo, solemos estar tristes por su muerte.
La muerte nos hace pensar en lo desconocido y, muchas
veces, nos preguntamos si nuestro ser querido estará ya
en el cielo con Dios, si tendrá que esperar para
resucitar, qué pasará con su cuerpo y con su alma,
etc. Hoy en día, estamos acostumbrados a darle una respuesta
a todo. Sin embargo no podemos dar respuesta a muchas
interrogantes sobre la muerte y la vida después de la
muerte. Por lo mismo, esta realidad suele incomodarnos y angustiarnos.
De
acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, los hombres
mueren y “los que hayan hecho el bien resucitarán para
la vida, y los que hayan hecho el mal, para
la condenación.”
Dios nos dio una vida temporal en la
tierra para ganarnos la vida sobrenatural. Con la muerte termina
nuestra vida en la tierra. ( Juan 5, 29, cf.
Dn. 12,2).
Cristo resucitó con su propio cuerpo, pero no volvió
a una vida terrenal, su cuerpo era ya un cuerpo
glorioso, un cuerpo incorruptible, un cuerpo que ya no estaba
sujeto al tiempo y al espacio. Por esto, podía aparecer
y desaparecer en los lugares, pero a la vez, seguía
siendo un cuerpo humano que podía beber y comer.
Dios
nos ama a nosotros como seres humanos en cuerpo y
en alma. Al resucitar a la vida, vamos a tener
un gran gozo en cuerpo y en alma. En Cristo,
“todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Concilio
de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado
en cuerpo de gloria” (Filipenses 3, 21).
Con la muerte
se experimenta una separación real de cuerpo y alma. El
cuerpo del hombre continúa un proceso de corrupción –como cualquier
materia viva– mientras que su alma va al encuentro de
Dios. Esta alma estará esperando reunirse con su cuerpo glorificado.
Con la resurrección, nuestros cuerpos quedarán incorruptibles y volverán a
unirse con nuestras almas.
Nos podemos preguntar: ¿cómo resucitarán los
muertos? ¿cuándo resucitarán?
El “cómo” no lo podemos entender con la
razón, solamente con la fe. Nos puede ayudar a acercarnos
a este gran misterio nuestra participación en la Eucaristía que
nos da ya, un anticipo de la transfiguración de nuestro
cuerpo por Cristo. El pan que viene de la tierra,
después de haber recibido la invocación de Dios, ya no
es pan ordinario, sino Eucaristía.
El “cuándo” será en
“el fin del mundo” (LG 48). El último día, el
fin del mundo, los hombres no sabemos cuándo va a
ser, sólo Dios lo sabe.
Hay quienes afirman que tiene
que ser en el año 2000 porque “dicen que las
profecías lo dicen”. Se habla de que se va a
acabar el agua, que vendrán pestes, terremotos, etc. Pero no
son más que invenciones de los hombres, pues Cristo nos
dijo, claramente, que nadie puede saber el día ni la
hora en que “la resurrección de la carne” sucederá, ni
siquiera Él mismo, sino sólo el Padre. No debemos preocuparnos
tanto de conocer la fecha, sino que lo importante es
trabajar en nuestra santidad para estar siempre preparados y así
poder alcanzar la gloria de Dios al morir.
¿Qué es la
Parusía?
La Parusía de Cristo es la palabra con la que
se designa la segunda venida de Cristo a la tierra.
Y, por lo mismo, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a ésta. Pero, mientras tanto ¿podemos gozar de
la gloria, de la vida celestial de Cristo resucitado?
Gracias al
Bautismo, quedamos unidos a Cristo y podemos participar en
la vida celestial de Cristo resucitado. Gracias al Espíritu Santo,
la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una
participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.
Dios nos alimenta con su cuerpo en el Sacramento de
la Eucaristía. La Eucaristía es el alimento del alma que
llena nuestra vida de gracia.
Al terminar la vida
en la tierra, viene la muerte. Con la muerte se
acaba nuestro peregrinar en la tierra. Se acaba el
tiempo de gracia y de misericordia que Dios nos ofrece
para vivir nuestra vida de acuerdo a lo que Jesucristo
vino a enseñarnos; para poder ganarnos el premio de la
vida eterna y la gloria. La Iglesia nos anima a prepararnos
para nuestra muerte. San Francisco de Asís decía que era
mejor huir de los pecados que de la muerte.
¿Por
qué existe la muerte?
La muerte fue contraria a los designios
de Dios. Dios nos había destinado a no morir. Sin
embargo, la muerte entró en el mundo como consecuencia del
pecado del hombre. La muerte fue transformada por Cristo. Jesús quiso
morir por amor a nosotros en la cruz. Cumplió libremente
con la voluntad del Padre. Su obediencia transformó la muerte
en una bendición.
El sentido de la muerte cristiana lo
podemos expresar con estas frases: “Para mí, la vida es
Cristo y morir, una ganancia”. ( Flp. 1,21) “Dejadme recibir la
luz pura, cuando yo llegue allí, seré un hombre”. (San
Ignacio de Antioquía) “Yo no muero, entro en la vida” (Santa
Teresita del Niño Jesús). “Deseo partir y estar con Cristo” (San
Pablo).
En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí.
El hombre puede transformar su propia muerte en el momento
anhelado de unión y amor hacia el Padre.
Algunas personas
te podrán decir que la doctrina católica no se opone
a la reencarnación. Afirmarán que la reencarnación puede ser un
fenómeno.
Recuerda que los hombres viven una sola vez, mueren
una sola vez y son juzgados para ir a la
vida eterna (de felicidad, si fueron justos, y de infelicidad,
si no cumplieron lo que debían hacer). Al final de
los tiempos resucitarán los muertos (Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 1022 y 1038).
¡No hay reencarnación después de la muerte!
Cada uno de nosotros somos uno, único e irrepetible.
¿Se puede comprobar la Resurrección de Cristo? |
La resurrección de Cristo es el dogma fundamental del cristianismo, es un hecho que ha sucedido en la realidad. |
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¿Se puede comprobar la Resurrección de Cristo? |
Jesucristo, después de ser crucificado, estuvo muerto y enterrado, y
al tercer día resucitó juntando su cuerpo y su alma
gloriosos para nunca más morir. Por tanto, Jesucristo está ahora
en el cielo en cuerpo y alma. La resurrección de
Cristo es el dogma fundamental del cristianismo.
La expresión de
San Mateo atribuye a Jesús sepultado una duración de "tres
días y tres noches". Pero tal expresión venía a ser
idéntica a la duración hasta el tercer día, al juzgarse
el día como una unidad de día-noche. El decir "tres
días y tres noches" es un modismo equivalente a "al
tercer día"».
Antes de morir Jesús había profetizado varias veces su
resurrección. Por lo tanto, al resucitar por su propio poder,
demostraba nuevamente, y con la prueba más convincente, que era
Dios. Dice San Mateo, que los fariseos mandaron a sus
soldados que habían estado guardando la tumba, que dijeran: «Sus
discípulos vinieron de noche estando nosotros dormidos y lo robaron».
San
Agustín dio a esto una respuesta definitiva: «Si estaban durmiendo,
no pudieron ver nada. Y si no vieron nada, ¿cómo
pueden ser testigos?». Los teólogos modernos buscan diversas explicaciones al
hecho de la resurrección de Cristo. Pero cualquiera que sea
la interpretación debe incluir la revivificación del cuerpo, si no
se quiere hundir la teología de la resurrección.
Algunos dicen que
la resurrección de Cristo no es un hecho histórico, pues
no hay testigos. Este modo de hablar es ambiguo y
puede confundir; pues «no histórico» puede confundirse con «no real».
Por eso no debe emplearse, como recomienda el padre José
Caba, S.I., Catedrático de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma,
en su libro «Resucitó Cristo, mi esperanza». La resurrección de
Cristo es un hecho que ha sucedido en la realidad.
Aunque no haya habido propiamente ningún testigo del hecho de
la resurrección, en cuanto tal, es histórica en razón de
las huellas dejadas en nuestro mundo y de las que
dan testimonio los Apóstoles.
Si aparece un coche en el fondo
de un barranco y está destrozado el pretil de la
curva que hay en ese sitio, no necesito haber visto
el accidente, para comprender lo que ha pasado. De la
misma manera puedo conocer la resurrección de Jesucristo. Para otros
sí se puede considerar como hecho histórico, pues puede localizarse
en el.espacio y en el tiempo; y según Pannemberg es
histórico todo suceso que puede ser colocado en unas coordenadas
de espacio y tiempo. Por eso para el P.Ignacio de
La Potterie, S.I., que es uno de los mejores especialistas
en el mundo del Evangelio de San Juan, la resurrección
de Cristo tuvo una realidad física, histórica.
La resurrección de Cristo
la refiere San Pablo en carta a los Corintios, el
año 57, es decir, a contemporáneos de los hechos: «Cristo murió
por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día»(394).
Y lo atestigua San Pedro: «De Jesús resucitado todos nosotros
somos testigos». San Lucas lo afirma enfáticamente: «El Señor ha
resucitado verdaderamente».
Cristo estaba muerto en la cruz. Por eso
los verdugos no le partieron las piernas como solían hacer
para rematar a los crucificados. Si no hubiera estado muerto,
le hubiera matado la lanzada que le abrió la aurícula
derecha del corazón. La cantidad de sangre que salió después de
la lanzada, según el relato de San Juan que estaba
allí presente, dicen los médicos, sólo se explica porque la
lanza perforó la aurícula derecha que en los cadáveres está
llena de sangre líquida. Al tercer día el sepulcro estaba
vacío: no estaba el cuerpo de Cristo. La fe en
la resurrección de Jesucristo parte del sepulcro vacío. Oscar Cullmann,
protestante, de la Universidad de Basilea, dice: la tumba vacía
seguirá siendo un acontecimiento histórico . Los Apóstoles no habrían
creído en la resurrección de Jesús de haber encontrado su
cadáver en el sepulcro. Los cuatro evangelistas relacionan el sepulcro
vacío con la resurrección de Cristo:
a) San Mateo: «No está
aquí, pues ha resucitado». b) San Marcos: «Ha resucitado, no está
aquí». c) San Lucas : «No está aquí, sino que ha
resucitado». d) San Juan al ver la tumba vacía y la
disposición de los lienzos «vio y creyó» que había resucitado;
pues si alguien hubiera robado el cadáver, no hubiera dejado
los lienzos tan bien puestecitos.
San Juan vio la sábana, que
había cubierto el cadáver de Jesús, yaciendo en el suelo,
y doblado aparte el sudario que había estado sobre su
cabeza. Según los especialistas la palabra «ozonia» usada por San
Juan debe traducirse por «lienzos» y no por «vendas» como
hacen algunos equivocadamente. Es verdad que las vendas son lienzos,
pero no todos los lienzos son vendas.
El sepulcro vacío sólo
tiene dos explicaciones. O alguien se llevó el cadáver o
Cristo resucitó. El cadáver no lo robaron los enemigos de
Cristo, pues al correrse la noticia de la resurrección la
mejor manera de refutarla hubiera sido enseñar el cadáver. Si
no lo hicieron, es porque no lo tenían.
Tampoco lo tenían
sus amigos, pues los Apóstoles murieron por su fe en
Cristo resucitado, y nadie da la vida por lo que
sabe es una patraña. Se puede dar la vida por
un ideal equivocado, pero no por defender lo que se
sabe que es mentira. Es evidente que los Apóstoles no
escondieron el cadáver.
Luego si Cristo estaba muerto, y el sepulcro
estaba vacío, y nadie robó el cadáver, sólo queda una
explicación: Cristo resucitó. San Pablo nos habla también de la resurrección
de Cristo en la Primera Carta a los Tesalonicenses del
año 51 de nuestra era : Jesús murió y resucitó;
y en la Primera Carta a los Corintios del año
55: Cristo resucitó al tercer día. Una confirmación de la
resurrección de Cristo es la Sábana Santa de Turín donde
ha quedado grabada a fuego su imagen por una radiación
en el momento de la resurrección. No hay explicación más
aclaratoria.
La resurrección de Jesucristo es totalmente distinta de la resurrección
de Lázaro o de la del hijo de la viuda
de Naín: éstos resucitaron para volver a morir, pero Cristo
resucita para nunca más morir. «Cristo resucitado de entre los
muertos, ya no vuelve a morir». La resurrección de Cristo
no fue una reviviscencia para volver a morir, como le
pasó a Lázaro; tampoco fue una reencarnación, propia del budismo
y del hinduismo; menos aún fue el mero recuerdo de
Jesús en el ánimo de sus discípulos. Fue el encuentro
con Jesús resucitado lo que provocó la fe de los
discípulos en la resurrección, y no viceversa. La resurrección no
fue la consecuencia, sino la causa de la fe de
los discípulos. (...) Jesucristo fue restituido con su humanidad a
la vida gloriosa, plena e inmortal de Dios. (...) Se
trata de la transformación gloriosa del cuerpo .
Después de resucitar,
antes de subir al cielo con su Padre, estuvo varios
días apareciéndose a los Apóstoles que comieron con Él y
le palparon con sus propias manos. Los fantasmas no comen
ni se dejan palpar. Cristo resucitado cenó con los Apóstoles
y se dejó palpar por Santo Tomás. Decía Cristo :
«Soy Yo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne
y hueso, como veis que Yo tengo».
San Pedro lo recuerda:
«Nosotros hemos comido y bebido con Él después que resucitó
de entre los muertos». En una ocasión se apareció a
más de quinientos estando reunidos. Así nos lo cuenta San
Pablo escribiendo a los Corintios, y añadiendo que muchos de
los que lo vieron, todavía vivían cuando él escribía aquella
carta, en los años 55-56 de nuestra Era. El verbo
empleado por San Pablo excluye una interpretación subjetiva del término,
«aparición». Las apariciones de Jesús son un motivo de credibilidad
en la resurrección de Cristo. Jesús resucitado tiene un cuerpo glorioso
con propiedades distintas a las de un cuerpo material .
En
la Biblioteca Nacional de Madrid he leído un incunable en
el que Poncio Pilato escribe al emperador Tiberio sobre Cristo.
Dice: Después de ser flagelado, lo crucificaron. Su sepultura fue custodiada
por mis soldados. Al tercer día resucitó. Los soldados recibieron
dinero de los judíos para que dijeran que los discípulos
robaron su cadáver. Pero ellos no quisieron callar y testificaron
su resurrección. Sabemos con certeza que existieron unas actas oficiales
de Poncio Pilato, Procurador de Judea, al Emperador Tiberio, como
era obligación y costumbre en el Imperio por testimonio de
Tertuliano (siglo III).
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Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos? |
Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida. |
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Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos? |
Si me incineran y la mitad de mis cenizas
se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?
Cuando pensamos en
nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente
la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con
Marta y María que han ido a la tumba de
Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su dolor
y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De
pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten
la piedra que servía de entrada a la última morada
de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro, sal
fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante
los ojos estupefactos de la multitud.
Puede ser que nos hayamos
quedado con esta idea de la resurrección: los muertos saldrán
de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo
hizo Lázaro.
Pero esta no es la clase de resurrección
que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de
los muertos y la vida del mundo futuro”.
Mientras que
la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida
temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta
vida, la resurrección al final de los tiempos será para
otra vida distinta a ésta, para la vida eterna.
Cuando hablamos
de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo
después de su muerte que se aparece a sus amigos
en forma de peregrino en el camino de Emaús (Lc.
24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come
con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).
El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida
terrenal como el de Lázaro, pues ya no está sujeto
a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un
lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las
paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus
amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo
resucitado a otra vida, a la vida eterna.
No es nada
fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha
sido uno de los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde
tiempos de San Pablo era difícil creer en la resurrección.
Incluso los griegos, uno de los pueblos más cultos de
la historia, se reían ante la predicación de San Pablo:
“Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron
y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”.
(Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección era inconcebible.
Los
católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo
resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca
de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el
libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios
le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac y el Dios de Jacob? No es un
Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por
si esto fuera poco, Jesús nos dice que todos, buenos
y malos, vamos a resucitar: “... y saldrán los que
hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y
los que hayan hecho el mal, para una resurrección de
juicio”. (Jn. 5,29)
La resurrección, según nos dice el Catecismo de
la Iglesia Católica en el número 997 sucede de la
siguiente manera: “En la muerte, separación del alma y el
cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras
que su alma va al encuentro con Dios, en espera
de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia,
dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a
nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.
Al
final de los tiempos, es decir, el día del juicio
universal, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo
glorioso.
¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con certeza,
sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado:
un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no
sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión,
a la dimensión de la vida eterna.
Entonces, contestando a
la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se
pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren
en mi tumba y se convierten en polvo, o si
caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los
tiburones, no tengo de qué preocuparme.
En el momento de
la muerte se me juzgará y si soy digno de
la vida eterna mi alma irá a la gloria. Después,
en el día del juicio universal cuando todos los muertos
resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que
ya ha estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado
en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo espiritual
(1Co. 15, 44).
Será, por el valor salvífico de la
Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse los restos de
ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el
polvo de los años o perdido en el horno crematorio.
Será como una nueva creación. No en vano los primeros
cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva
creación.
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta
afirmación de San Pablo nos da la clave de la
esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en
la eternidad.
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La humanidad en camino hacia el Padre |
Catequesis de S.S. Juan Pablo II. Acerca de la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana. |
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La humanidad en camino hacia el Padre |
1. El tema sobre el que estamos reflexionando es en
el camino de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere
meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta
final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo todo
procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la
ciencia y de la técnica como por el influjo de
los medios de comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la
pregunta: ¿cuál es el destino y la meta final de
la humanidad? A este interrogante da una respuesta específica la
palabra de Dios, que nos presenta el designio de salvación
que el Padre lleva a cabo en la historia por
medio de Cristo y con la obra del Espíritu.
En el
Antiguo Testamento es fundamental la referencia al Exodo, con su
orientación hacia la entrada en la Tierra prometida. El Éxodo
no es solamente un acontecimiento histórico, sino también la revelación
de una actividad salvífica de Dios, que se realizará progresivamente,
como los profetas se encargan de mostrar, iluminando el presente
y el futuro de Israel.
2. En el tiempo del exilio,
los profetas anuncian un nuevo Exodo, un regreso a la
Tierra prometida. Con este renovado don de la tierra Dios
no sólo reunirá a su pueblo disperso entre las naciones;
también transformará a cada uno en su corazón, o sea,
en su capacidad de conocer, amar y obrar: «Yo les
daré un nuevo corazón y pondré en ellos un espíritu
nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y
les daré un corazón de carne, para que caminen según
mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica
y así sean mi pueblo y yo sea su Dios»
(Ez 11, 19-20; cf. 36, 26-28).
El pueblo, esforzándose por cumplir
las normas establecidas en la alianza, podrá habitar en un
ambiente parecido al que salió de las manos de Dios
en el momento de la creación: «Esta tierra, hasta ahora
devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las
ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas
y habitadas» (Ez 36, 35). Se tratará de una alianza
nueva, concretada en la observancia de una ley escrita en
el corazón (cf. Jr 31, 31-34).
Luego la perspectiva se ensancha
y se anuncia la promesa de una nueva tierra. La
meta final es una nueva Jerusalén, en la que ya
no habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías:
«He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva
(...). He aquí que yo voy a crear para Jerusalén
alegría, y para su pueblo gozo. Y será Jerusalén mi
alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán
más en ella llantos ni lamentaciones» (Is 65, 17-19).
3. El
Apocalipsis recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un
cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo
y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe
ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que
bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una
novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).
El paso a
este estado de nueva creación exige un compromiso de santidad,
que el Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo absoluto, como
se lee en la segunda carta de san Pedro: «Puesto
que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene
que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad,
esperando y acelerando la venida del día de Dios, en
el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los
elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene
prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite
la justicia» (2 Pe, 11-13).
4. La resurrección de Cristo, su
ascensión y el anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas
escatológicas. En el discurso pronunciado al final de la cena,
Jesús dijo: «Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya
ido y os haya preparado un lugar, volveré y os
tomare conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros»
(Jn 14, 2-3). Y san Pablo escribió a los Tesalonicenses:
«El Señor mismo, a la orden dada por la voz
de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará
del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en
primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos,
seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del
Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el
Señor» (1 Ts 4, 16-17).
No se nos ha informado de
la fecha de este acontecimiento final. Es preciso tener paciencia,
a la espera de Jesús resucitado, que, cuando los Apóstoles
le preguntaron si estaba a punto de restablecer el reino
de Israel, respondió invitándolos a la predicación y al testimonio:
«A vosotros no os toca conocer el tiempo y el
momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino
que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea
y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch
1, 7-8).
5. La tensión hacia el acontecimiento hay que vivirla
con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la
construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre:
«Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el
reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad»
(1 Co 15, 24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades
adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación, la cual
consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del
que todo procede. «Cuando hayan sido sometidas a él todas
las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel
que ha sometido a él todas las cosas, para que
Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).
Por tanto,
debemos estar convencidos de que «somos ciudadanos del cielo, de
donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (Flp 3, 20).
Aquí abajo no tenemos una ciudad permanente (cf. Hb 13,
14). Al ser peregrinos, en busca de una morada definitiva,
debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una
patria mejor, «es decir. a la celestial» (Hb 11, 16).
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Algunas cuestiones actuales de Escatología |
Texto del documento aprobado «in forma specifica»
por la Comisión Teológica Internacional, sobre cuestiones escatológicas
actuales con el testimonio de la liturgia. Pues la fe de la Iglesia se
manifiesta en la liturgia. |
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Preparación para la muerte |
Libro donde el autor proporciona una meditación
sobre las verdades eternas para aquellas almas que quieren perfeccionar
su vida espiritual. |
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Preparación para la muerte |
&capitulo Pedíanme algunas personas que les proporcionase un libro de
consideraciones sobre las verdades eternas para las almas que desean
perfeccionarse y adelantar en la senda de la vida espiritual.
Reclamaban otras una colección de materias predicables en las misiones
y ejercicios espirituales. Y para no multiplicar libros, trabajos y
dispendios, he creído conveniente escribir esta obra tal y como
va a leerse, con objeto de que pueda servir para
ambos fines. Hallarán en ella los seglares auxilios para meditar
por medio de los tres puntos en que he dividido
cada consideración, y como cualquiera de esos puntos puede servir
para una meditación completa, les he agregado afectos y súplicas.
Ruego
al lector que no le cause enojo el ver que
en dichas oraciones se pide casi siempre la gracia de
la perseverancia y del amor a Dios, porque éstas son
las dos gracias más necesarias para alcanzar la eterna salvación.
La
gracia del amor divino, dice San Francisco de Sales, es
aquella gracia que contiene en sí a todas las demás,
porque la virtud de la caridad para con Dios lleva
consigo todas las virtudes. Quien ama a Dios es humilde,
casto, obediente, mortificado...; posee, en suma, las virtudes todas. Por
eso decía San Agustín: Ama a Dios y haz lo
que quieras, pues el que ama a Dios evitará cuanto
pueda desagradar al Señor, y sólo procurará complacerle en todo.
La
otra gracia de la perseverancia es aquella que nos hace
alcanzar la eterna salvación. Dice San Bernardo (1) que el
cielo está prometido a los que comienzan a vivir santamente;
pero que no se da sino a los que perseveran
hasta el fin.
Mas esta perseverancia, como enseñan los Santos Padres,
sólo se otorga a los que la piden. Por lo
cual afirma Santo Tomás (3 p., q. 30, art. 5)
que para entrar en la gloria se requiere continua oración,
según lo que antes había dicho nuestro Salvador (Lc., 28,
1): Conviene orar siempre y no desfallecer; de aquí procede
que muchos pecadores, aunque hayan sido perdonados, no perseveran en
la gracia de Dios, porque después de alcanzar el perdón
olvidan pedir a Dios perseverancia, sobre todo en tiempo de
tentaciones, y recaen miserablemente. Y aunque el don de la
perseverancia es enteramente gratuito y no podemos merecerle con nuestras
obras, podemos, sin embargo, dice el Padre Suárez, alcanzarle infaliblemente
por medio de la oración, como había dicho ya San
Agustín (2).
Demostraremos más por extenso esta necesidad de la oración
en otro opúsculo, titulado El gran remedio de la oración,
obrita que, aunque corta, es fruto de largo trabajo y
utilísima, en mi sentir, para todo el mundo. Y así,
me atrevo a asegurar que, entre todos los libros espirituales,
no hay ni puede haber ninguno más útil ni necesario
para obtener la salvación eterna que el que trate de
la oración.
Con objeto de que las consideraciones de esta obra
puedan también servir para la predicación a los sacerdotes que
no tengan muchos libros ni tiempo de leerlos, las he
enriquecido con textos de la Escritura y pasajes de los
Santos Padres; citas que, aunque breves, encierran altísimo espíritu, como
conviene para predicar la palabra de Dios. Los tres puntos
de cada una de las consideraciones forman un sermón completo,
y con este fin he procurado recoger de muchos autores
los afectos que me han parecido más vivos y propios
para mover el ánimo, exponiéndolos con variedad y concisión, con
objeto de que el lector escoja los que más le
agraden y los dilate luego a su gusto. Sea todo
para gloria de Dios.
Ruego al que leyere este libro, ya
en mi vida, ya después de mi muerte, que me
encomiende mucho a Jesucristo, y yo prometo hacer lo mismo
por todos los que tengan para conmigo esa caridad.
¡ Viva
Jesús, nuestro amor, y María, nuestra esperanza!
(1) Serm. VI, De
modo bene viv. (2) De dono per., cap. IX.
Dedicatoria
1. Retrato de un hombre que acaba
de morir
2. Todo acaba conla muerte
3. Brevedad de la vida
4.
Certidumbre de la muerte
5. Incertidumbre de
la hora de la muerte
7. Sentimientos de un
moribundo no acostumbrado a considerar la meditación de la muerte
8. Muerte del justo
9. Paz del justo
a la hora de la muerte
10. Medios para
prepararse para la muerte
11. Valor del tiempo
12. Importancia de la salvación
13. Vanidad del mundo
14. La vida presente es un viaje a la
eternidad
15. Malicia del pecado mortal
16. Misericordia
de Dios
17. Abuso de la divina misericordia
18. Del número de los pecados
19. Del inefable
bien de la gracia divina y del gran mal de
la enemistad con Dios
20. Locura del pecador
21. Vida infeliz de pecadores y vda dichosa del que
ama a Dios
22. Los malos hábitos
23.
Engaños que el enemigo sugiere al pecador
24. Del
juicio particular
25. Del juicio universal
26. De
las penas del infierno
27. De la eternidad del
infierno
28. Remordimientos del condenado
29. De la
gloria
30. De la oración
31. De la
perseverancia
32. De la confianza en la protección de
María Santísima
33. Del amor de Dios
34.
De la sagrada Comunión
35. De la amorosa permanencia
de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar
36.
Conformidad con la voluntad de Dios
Súplica a
Jesús crucificado para alcanzar la gracia de una buena muerte
Aceptación de la muerte
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Meditación ante la muerte. Pablo VI |
Reflexiones del Papa Pablo VI ante su propia muerte. |
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Meditación ante la muerte. Pablo VI |
LA MUERTE
Tempus resolutionis meae instat (Es ya inminente el tiempo
de mi partida, 2Tim 4,6). Certus quod velox est depositio tabernaculi
mei (Seguro de que pronto será depuesta mi tienda, 2Pe
1,14). Finis venit, venit finis (Llega el fin, es el
fin, Ez 7,2).
Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad
de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y
cada vez más próximo de su fin. No es sabia
la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina
que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse
en mi ser, ante lo que se avecina.
Veo que la
consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿qué
queda de mí?, ¿adónde voy?, y por eso sumamente moral:
¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?; y veo también
que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas:
respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y
momentáneas; las esperanzas son para el más allá.
Y veo que
esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo,
en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz,
hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en
diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde
ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone
en la mano para el gran paso. Creo, Señor.
Llega la
hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello.
Más aun que el agotamiento físico, pronto a ceder en
cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como
solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de
que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia
a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de
intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan
mi pequeñez: pero el de mi llamada a la otra
vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte
y no vinculado a las presentes dificultades. Servus inutilis sum
(Soy un siervo inútil).
Ambulate dum lucem habetis (Caminad mientras
tenéis luz, Jn 12,35).
CANTO A LA VIDA
Ciertamente me gustaría, al
acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de
la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad,
tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan
bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya
para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su
llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión
de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas
falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora
ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría
que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y
el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso
de la vida: “vanitas vanitatum” (vanidad de vanidades).
En cuanto
a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia
del mundo y de la vida: pienso que esta noción
debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia;
y qué hermoso era el panorama a través del cual
ha pasado: demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer
y encantar, mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero,
de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en
un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de
gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes
y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un
hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento
digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la
vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación
y de estupor feliz es el cuadro que circunda la
vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo
de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de
tantas profundidades. Es un panorama encantador: parece prodigalidad sin medida.
Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no
haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto
merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del
macrocosmos y del microcosmos.
¿Por qué no he estudiado bastante, explorado,
admirado la morada en la que se desarrolla la vida?
¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos
in extremis, se debe reconocer que ese mundo “qui per
Ipsum factus est” (que fue hecho por El), es estupendo.
Te saludo y te celebro en el último instante, sí,
con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es
don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del
universo, está la Sabiduría: y después, lo diré en esta
despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está
el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño, todavía
hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador,
que se llama nuestro Padre que está en los cielos!
¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre!
En esta última mirada me doy cuenta de que esta
escena fascinante y misteriosa es un reverbero, es un reflejo
de la primera y única Luz: es una revelación natural
de extraordinaria riqueza y belleza, que debía ser una iniciación,
un preludio, un anticipio, una invitación a la visión del
Sol invisible, “quem nemo vidit unquam” (a quien nadie vio
jamás, cf. Jn 1,18): “Unigenitus Filius, qui est in sinu
Patris, Ipse enarravit” (el Hijo primogénito, que está en el
seno del Padre, Él mismo lo ha revelado). Así sea,
así sea.
MISERICORDIA Y ARREPENTIMIENTO
Pero ahora, en este ocaso revelador, otro
pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de
la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia
de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo
importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las
acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar
en esta última posibilidad de opción el “unum necesarium”, la
única cosa necesaria?
A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito
de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grituo
que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo
hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa
tu infinita capacidad de salvar. “Kyrie eleison: Christe eleison: Kyrie
eleison”.
Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi
vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares
e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la
que espero podré ver un día y “cantar eternamente”); y,
por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que
sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas,
ridículas. “Tu scis insipientiam meam” (Tú conoces mi ignorancia, Sal
68,6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia,
de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la
síntesis de san Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia
de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú
eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu
dulcísima misericordia.
Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no
mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente,
con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de
las circunstancias en que me encuentro.
Hacer pronto. Hacer todo. Hacer
bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí,
aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la
vida. Finalmente, en esta última hora.
Inclino la cabeza y levanto
el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto
a ti, Dios, “cuya naturaleza es bondad” (San León). Deja
que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo
y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te
dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres:
eres Padre.
MI ENCUENTRO CON CRISTO
Después yo pienso aquí ante la
muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el
acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo
es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo,
la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con
la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da
a este encuentro. “Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi
profuisset” (En efecto, de nada nos serviría haber nacido si
no hubiéramos sido rescatados). Este es el descubrimiento del pregón
pascual, y este es el criterio de valoración de cada
cosa que mira a la existencia humana y a su
verdadero y único destino, que sólo se determina en relación
a Cristo: “O mira circa nos tuae pietatis dignatio” (¡O
piedad maravillosa de tu amor para con nosotros!). Maravilla de
las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí
la fe, la esperanza, el amor cantan el nacimiento y
celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo
amo, en tu nombre, Señor.
EL MISTERIO DE LA VOCACION
Y después,
todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué
me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de
mente y de corazón? Lo sé: “quae stulta sunt mundi
elegit Deus... ut non glorietur omnis caro in conspectu eius”
(eligió Dios lo necio del mundo... para que no se
gloríe ninguna carne en su presencia, 1Cor 1,27-28). Mi elección
indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente,
que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi
miseria, mi capacidad de traicionarte: “Deus meus, Deus meus, audebo
dicere... in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi
quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter... et Tu
placatus es. Nos Te provocamus ad iram. Tu autem conducis
nos ad misericordiam” (Dios mío, Dios mío, me atreveré a
decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si
no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente... y
Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira,
y Tú en cambio nos conduces a la misericordia (PL
40,1150).
Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en su
amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no
me permite volver a caer en mi sicología instintiva de
pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser,
y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la
respuesta que debo: “Amen; fiat; Tu scis quia amo Te”
(así sea, hágase; tú sabes que Te amo). Sobreviene un
estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por
amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: “in finem
dilexit” (amó hasta el fin). “Ne permitas me separari a
Te” (no permitas que me separe de ti). El ocaso
de la vida presente, que había soñado reposado y sereno,
debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de
dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así
la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el
gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las
últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido,
pensando en tu “Consummatum est” (todo está cumplido).
Recuerdo el anuncio
que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del
Apóstol: “Amen, amen dico tibi... cum... senueris, extendes manus tuas,
et alius te cinget, et duce quo tu nos vis.
Hoc autem (Jesus) dixit significans qua morte (Petrus) clarificaturus esset
Deum. Et, cum hoc dixisset, dicit ei: sequere me” (en
verdad, en verdad te digo... cuando envejezcas, extenderás tus manos
y otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras. Esto lo dijo Jesús indicando con que muerte Pedro
glorificaría a Dios. Y, después de decir esto, añadió: sígueme,
Jn 21,18-19).
CRISTO Y SU MISION
Te sigo: y advierto que yo
no puede salir ocultamente de la escena de este mundo;
tanto hilo me unen a la familia humana, tantos a
la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán
por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen
de mí un deber supremo. “Discessus pius” (muerte piadosa). Tendré
ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió
de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo Él
hizo previsión continua y anuncio frecuente de su pasión, cómo
midió el tiempo en espera de “su hora”, cómo la
conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su
enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos
de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente
cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la
institución del sacrificio eucarístico: “mortem Domini annutiabitis donec veniat” (anunciaréis
la muerte del Señor hasta que vuelva).
Un aspecto principal sobre
todos los otros: “tradidit semetipsum” (se entregó a sí mismo
por mí); su muerte fue sacrificio; murió por los otros,
murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena
de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: “dilexit Ecclesiam”: amó
a la Iglesia (recordar “le mystère de Jésus” de Pascal).
Su muerte fue revelación de su amor por los suyos:
“in finem dilexit” (amó hasta el extremo). Y al término
de la vida temporal dio ejemplo impresionante del amor humilde
e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de
su amor hizo término de comparación y precepto final. Su
muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.
DESPEDIDA FINAL Y
SALUDO A LA IGLESIA
Por tanto ruego al Señor que me
dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don
de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la
he amado; fue su amor quien me sacó de mi
mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio;
y para ella, no para otra cosa, me parece haber
vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que
yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del
corazón que sólo en el último momento de la vida
se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda
en su historia, en su designio divino, en su destino
final, en su compleja, total y unitaria composición, en su
consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en
las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos,
en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne
de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo
místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno
de los seres que la componen, en cada obispo y
sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma
que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no
la dejo, no salgo de ella, sino que me uno
y me confundo más y mejor con ella: la muerte
es un progreso en la comunión de los Santos.
Ahora hay
que recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El
Padre y los míos: éstos son todos uno; en la
confrontación con el mal que hay en la tierra y
en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema
que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos
de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor
que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo,
ha venido a la humanidad y por el ministerio de
la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.
Hombres, comprendedme:
a todos os amo en la efusión del Espíritu Santo,
del que yo, ministro, debía haceros partícipes. Así os miro,
así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a
vosotros, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea
con vosotros. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la
que debo todo y que fue mía? Las bendiciones vengan
sobre ti: ten conciencia de tu naturaleza y de tu
misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de
la humanidad: y camina pobre, es decir, libre, fuerte y
amorosa hacia Cristo. Amén. El Señor viene. Amén.
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