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martes, 16 de octubre de 2012

Escatología

Las cualidades de los cuerpos resucitados
Serán los mismos cuerpos, aunque transfigurados, glorificados, inmortalizados, resucitados.
 
Las cualidades de los cuerpos resucitados
Las cualidades de los cuerpos resucitados


A) Es el propio cuerpo:

Los muertos resucitarán con el mismo cuerpo que tuvieron en la tierra (idéntica y numéricamente el mismo).

Tanto mi cuerpo como tu cuerpo, serán los mismos cuerpos, aunque transfigurados, glorificados, inmortalizados, resucitados.

El concilio de Letrán (1215) declara: “Todos ellos resucitarán con el propio cuerpo que ahora llevan” (Dz 429)


Referencias Bíblicas


La Sagrada Escritura da testimonio implícito de esa identidad material por la palabra que emplea: “despertarse”.

Solamente habrá verdadero despertamiento cuando el mismo cuerpo que muere y se descompone sea el que reviva de nuevo.

Citas:

a) 2Mac 7, 11: “De él [de Dios] espero yo volver a recibirlas [la lengua y las manos]”

b) 1 Cor 15, 53: “Porque es preciso que lo corruptible se revista de la incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad”.

c) Flp. 3, 21: “ Él [Jesucristo] transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio.

d)Lc 24, 39, en la aparición de Jesús resucitado a los Apóstoles, Él les dice que no es un espíritu, pues posee carne y huesos, y les muestra sus manos y sus pies.

Los cuerpos resucitados estarán libres de deformidades, mutilaciones y achaques.

Estarán en su máxima perfección natural (plenitud del ser)

Con respecto a la edad: será una edad madura pero joven, como la de Cristo, aproximadamente 36 o 37 años ( 6 a. C . - 30 d. C).

Tendrán diferencias sexuales y órganos de la vida sensitiva, pero no se ejercerán las facultades biológicas y vegetativas, como comer, beber, procrear.

Cfr. Mt. 22,30 “En la resurrección todos serán cómo ángeles en el cielo”.



B) Cualidades del Cuerpo resucitado

Según el modelo de Jesús Resucitado que aparece en los Evangelios.

Cfr. Mt 28 ss., Mc 16, Lc 24, Jn 20 ss., Flp. 3, 21: Semejantes a Su cuerpo.

I. Impasibilidad es decir, la propiedad de que no sea accesible a ellos mal físico de ninguna clase, es decir, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Definiéndola con mayor precisión, es “la imposibilidad de sufrir y morir”.
Ap. 21, 4 : “Él enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado”.
Lc 20, 36: “Ya no pueden morir”.

La razón intrínseca de la impasibilidad se encuentra en el perfecto sometimiento del cuerpo al alma que es inmortal.


II. Sutilidad, sutileza o penetrabilidad:

Es la propiedad por la cual el cuerpo se hará semejante a los espíritus en cuanto podrá penetrar los cuerpos sin lesionarse ni lesionar, es decir, podrá atravesar otros cuerpos.

No se debe creer que por ello el cuerpo se transformará en sustancia espiritual o que la materia se enrarecerá hasta convertirse en un cuerpo “etéreo”.

Veamos ejemplos conforme al cuerpo resucitado de Cristo:

Jesús resucitado atravesó las sábanas (Jn 20, 5-7)

Salió del sepulcro sellado por la piedra (Mt 28,2).

(Un ángel movió la piedra, no para que Jesús saliera, sino para que las mujeres que fueron a visitar el sepulcro pudieran entrar allí y ver que el Señor ya no estaba).

Entra en el Cenáculo aún estando cerradas las puertas –atrancadas, dice el original griego- (Jn 20, 19.26).

La razón intrínseca de esta espiritualización la tenemos en el dominio completo del alma glorificada sobre el cuerpo ( en cuanto es la forma substancial del mismo).


III. Agilidad Es la capacidad del cuerpo para obedecer al espíritu en todos sus movimientos con suma facilidad y rapidez, es decir, en forma instantánea.

Esta propiedad se contrapone a la gravedad y peso de los cuerpos terrestres, de acuerdo a la ley de la gravitación.

El modelo de la agilidad lo tenemos en el cuerpo resucitado de Cristo, que se presentó de repente en medio de sus apóstoles y desapareció también repentinamente:

Lc 24, 31: “Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero Él había desaparecido de su vista”.

Lc 24, 34: “ Es verdad, ¡El Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”

Lc 24, 36: “Todavía estaban hablando de esto cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo "La paz esté con ustedes”.

La razón intrínseca de la agilidad la hallamos en el total dominio que el alma glorificada ejerce sobre el cuerpo, en cuanto es el principio motor del mismo, por lo que este no le opone resistencia.


IV. Claridad es el estar libre de todo lo ignominioso y rebosar hermosura y esplendor.

Jesús nos dice: “Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43)

Un modelo de claridad lo tenemos en la glorificación de Jesús en el monte Tabor (Mt 17, 2)

Y después de su resurrección (Cf. Hch. 9,3).

La razón intrínseca de la claridad la tenemos en el gran caudal de hermosura y resplandor que desde el alma se desborda sobre el cuerpo.

Es menester aclarar que el grado de claridad será distinto – como se nos dice en 1 Cor 15, 41, haciendo referencia a la condición de los cuerpos resucitados: “Cada cuerpo tiene su propio resplandor: uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas, y aun las estrellas difieren unas de otras por su resplandor”- y estará proporcionado al grado de gloria con el que brille el alma; y la gloria dependerá de la cuantía de los merecimientos.

Ahora, ¿Cuándo sucederá esto?: En el fin del mundo, donde se realizará el Juicio Final, la Parusía o Nueva Venida de Cristo.

Recordemos que Jesús dejó incierto el momento en que verificaría su Segunda Venida: Al final de su discurso sobre la Parusía, declaró: “En cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).


Finalmente, siguiendo las recomendaciones del apóstol Pablo: procuremos que nadie devuelva mal por mal. Por el contrario, esforcémonos por hacer siempre el bien entre nosotros y con todo el mundo. Estemos siempre alegres. Oremos sin cesar. Demos gracias a Dios en toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos nosotros, en Cristo Jesús (Cf. 1 Tes 5, 15-18).

Estemos preparados, vigilantes, en vela (despiertos, alertas), pues el Señor esta cerca:

¡Amen, ven Señor Jesús! (Ap. 22, 20)


La vida temporal y la vida eterna
La muerte es una separación del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. Durante la vida temporal, el hombre debe prepararse para la eterna.
 
La vida temporal y la vida eterna
La vida temporal y la vida eterna


El cristianismo, una religión de milagros y de misterios.

Hay dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.

El milagro prueba el señorío de Dios sobre el orden de la naturaleza por El creado, que rompe o interrumpe.

El misterio prueba el señorío de Dios sobre la Verdad, que, sin dejar de serlo, el hombre, por sí solo, no puede ver en muchas de sus parcelas, necesitando que El se las revele.

Centrando nuestra atención en lo mistérico, para percibir y percatarse de la Verdad que oculta, hace falta, con la Revelación, una fuente de conocimiento más alto que la de los sentidos, y aún más alto que la que nos proporciona la razón. Esa fuente más elevada de conocimiento se llama la fe.

Si la luz de Dios -Lumen Dei- permite al bienaventurado contemplar intuitivamente, hacienda innecesaria la luz de los sentidos, la luz de la razón y la luz de la fe el hombre, en tanto esa bienaventuranza no llegue, aquí, en el tiempo y en el espacio, necesita para su andadura correcta, para no tropezar o para rehacerse del tropiezo, alumbrarse con la llama triple de los sentidos, de la razón y de la fe.

También el cristianismo, por ser mistérico, aunque parezca contradictorio no lo es, porque lo contradictorio no puede concordarse, mientras que lo paradójico explica y concuerda en su contexto lo que, en principio, es decir, a primera vista, se presenta como discordante, inconciliable y antinómico.

Hay , así , paradoja y no contradicción en frases conocidas como éstas: "los últimos serán los primeros", "el que se humilla será ensalzado"·, "mi paz os dejo, pero he venido a traer la guerra", "dichosos los que padecen", "el que quiera salvar su vida la perderá,...."

La suprema paradoja -y no contradicción, como veremos- no está en unas palabras, sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la Verdad, dice de Si mismo: «Yo soy la Vida»; y sin embargo, la Vida encarnada muere en la Cruz.

A este hecho clave hemos de llegar si con la luz de los sentidos, de la razón y de la fe, nos acercamos a la vida y a la muerte, como problema esencial de todo hombre; y, como un derivado, al derecho a vivir de coda hombre en su etapa histórica en la que vosotros y yo nos encontramos.

La muerte, como destrucción orgánica, es un fenómeno psicosomático, que transforma el cuerpo animado en cadáver, al estar desprovisto de animación. Un cadáver, durante algunas horas, como por inercia, mantiene la configuración corporal; y hay cadáveres que, artificialmente -embalsamamiento y momificación- o sobrenaturalmente -cadáveres incorruptos de algunos santos-, la conservan por tiempo indefinido. Pero, en cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino cadáveres.

Pero la muerte, en el hombre, es algo más que un fenómeno psicosomático, que puede homologarse con la muerte de otros seres vivos creados. la muerte en el hombre es un fenómeno metafísico, sobrevenido porque el hombre, siendo naturaleza creada, es sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de la tarea creadora genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en un doble sentido: por una parte, se le proclama rey de la creación, destinado a dominarla -por lo que está sobre ella-, y por otra, el aliento de vida que le da el ser es un aliento divino eternizante y, por ello cualitativamente distinto e infinitamente superior al del resto de todo lo creado.

El hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera originariamente, criatura glorificada, pero el aliento divino de vida, que al espiritualizarle lo eternizó, hizo tránsito a su envoltura corporal, que de suyo, de por sí, hubiera estado sujeta a la muerte. El hombre del paraíso era un hombre inmortalizado. la muerte en el hombre es un acontecimiento metafísico sobrevenido. la muerte de la carne es el fruto de la desobediencia de su espíritu libre, el Haftuag que dirían los alemanes, la responsabilidad hecha castigo por la Schuld, es decir, por la culpa.

Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos defensores, incluso en el campo católico, de la teoría de la evolución, con su lista más o menos imaginaria de los antropoides intermedios. Para mí, lo que teológica e históricamente se ha producido en la humanidad es, en cierto modo, una involución, una degradación, un retroceso. No es que el antropoide, en un momento y en un lugar indeterminados, se haya convertido en hombre, con la posición erecta -bípedo implume- y el ensanchamiento de su ángulo facial, sino que el hombre inmortalizado, con inteligencia diáfana y voluntad firme, al rebelar libremente su espíritu contra Dios, privó a su alma, no de su eternización -porque el espíritu no perece-, pero Si de su glorificación, y a la carne de su inmortalidad. Reducida la carne a sí misma, inutilizada por el pecado la fuerza inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la naturaleza creada que, en principio, iba a dominar. Por el pecado, la naturaleza le dominó y sometió la carne -sólo naturaleza de por sí- a su propia ley de finitud.

A luz de la fe proyectada sobre la muerte del hombre, sobre su reencuentro con la tierra, de cuyo barro se formó su carne, sobre la reconversión en polvo de lo que no era más que polvo, nos conduce desde la promesa del Paraíso que se perdió al cumplimiento histórico y metahistórico de la misma promesa. El vástago de José anunciado en el Génesis, próximo para Isaías, recordado en el Adviento que acaba de comenzar, vine a destruir el pecado y con el pecado su fruto, que es la muerte.

Esa victoria la consigue la Vida encarnada muriendo, y muriendo en la Cruz. A partir de ese instante, la muerte cobra, con significado distinto, otra valencia sobrenatural. No deja de ser un fenómeno psicosomático, no deja de ser salario del pecado, no deja de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo, para el hombre en gracia, que ha escondido su vida en Cristo y muere en El y con El, llave del Paraíso y janua coeli, puerta del cielo. Pero hay algo más. En el Símbolo de la Fe decimos que "creemos en la resurrección de los muertos",. la conversión de la guadaña en llave del muro que cierra en pórtico que se abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo, que recobrará su incorruptibilidad y será inmortalizado y glorificado. Cuando se consume la victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su principio y tiene su garantía en Cristo resucitado, con los ojos del cuerpo, que ahora no pueden ver a Dios, traspasados por el lumen gloriae, se podrá contemplar en Dios lo que El ha preparado para el gozo del hombre.

Todo esto nos lleva a lo que podríamos llamar una nueva visión de la muerte, de la vida y del status viatoris que discurre desde que la vida temporal se inicia hasta que la vida temporal concluye.

Nueva visión de la muerte: Aunque la muerte en el hombre no deje de ser la obra del Maligno, que por odio a la vida la introdujo en la humanidad; aunque la muerte vaya despertando como vivencia acosadora conforme transcurren los años y se advierta su cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico, por lo que pueda implicar de dolorosa y de tránsito a lo desconocido, repugnancia por instinto de conservación, rebeldía ante lo que puede interpretarse como inhumano, tristeza amarga como frustración del ser, resignación estoica ante la imposibilidad de evitarla, todo ello en el cristianismo es superable, porque su visión de la muerte, sin ignorar esas reacciones, las supera.

Para el cristiano, que mira la muerte no sólo con la luz de los sentidos y de la razón, sino con la luz de la fe, la muerte no aniquila el ser. La muerte es una separación, una despedida del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. La despedida no es para siempre. No es un adiós, sino un hasta luego. Lo tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino que, aun deteriorándose y pulverizándose el cuerpo, el hombre -su yo personal identificante- no muere nunca.

Nueva visión de la vida: la vida del hombre es lineal, pero ascendente. En ella hay, no uno, sino dos alumbramientos; y ambos son dolorosos, porque la redención del hombre y la vida histórica del hombre están signadas por el dolor. El primer alumbramiento es el parto. Por el parto, el hombre ve la luz del mundo. Por el parto se da a luz en el tiempo; y la separación del claustro materno es dolorosa para la madre y para el hijo; y dolorosa hasta el derramamiento de sangre. Por el segundo alumbramiento, se pasa a la luz de la eternidad. Este nuevo dar a luz es también separación dolorosa, porque hay dolor en el cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y en el alma, que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos, con todas sus potencias en vigor, tiene conciencia nítida del desgarro. El dolor de este alumbramiento es más profundo que el del primero, porque incide en la más íntima radicalidad del ser. De alguna manera podría recordarlo la separación de la uña de la carne, a que se refería doña Jimena al separarse del Cid, o la frase de Antonio Rivera, nuestro "Angel del Alcázar": «¡Me estoy muriendo!»

Ahora bien; si la muerte es otro alumbramiento, como el del trigo que se pudre para hacerse espiga, o el gusano de seda que, luego de hacer su capullo, lo rompe y, alado, se hace mariposa, o el del hierro que, en la fragua, incandescente y cincelado y forjado, se convierte en obra de arte, la muerte no es una pérdida, sino una ganancia, como dice San Pablo, y todas aquellas reacciones, pánico, repugnancia, rebeldía resignación, se hacen deseo. Nadie como Teresa de Jesús manifiesta ese deseo, no de morir como huida, como olvido o como descanso, sino como anhelo de usar la llave y de abrir la puerta de la Vida, de morir precisamente para vivir. El desasosiego de morir por no morir florece en los versos famosos: "Y en tal alto Vida espero, que muero porque no muero."

Nueva visión del status viatoris: En el aquí y ahora de la primera etapa vital, el hombre, a la luz de la fe, no contempla lo que ha de sucederle como una prolongación sino dio de aquélla; como un estirón sin final del tiempo; como un tiempo con prórroga interminable. El tiempo de la eternidad ya no es tiempo. Y el parto segundo de la muerte no es una prolongación longitudinal, sino una ascensión cualitativa.

En el itinere histórico el hombre transcurre en él ahora-tiempo, y, como señala Zubiri, desde un instante hacia un algo. El «ahora temporal» navega sobre el «siempre eterno»; y ese ahora comprende para el hombre desde su concepción hacia y hasta su muerte corporal. En ese ahora, el hombre se va configurando, conformando, definiendo y haciéndose definitivo, de tal forma que configurado, conformado y definido, es decir, consumado definitivamente, llega con su alma, al morir el cuerpo, a la eternidad.

La Parusía, que es la exaltación jubilosa, del triunfo final de Cristo, supone la absorción del tiempo por la eternidad, la inmortalidad gloriosa del cuerpo humane y la transformación de la naturaleza en una tierra y en un cielo nuevos.

Siendo esto así, para un cristiano la etapa histórica de su vida es una preparación y una provisionalidad. Durante ella ha de procurar ir definiéndose, es decir, preparándose y equipándose para la eterna. El ahora ha de estar en función del siempre, y el camino y el quehacer del camino han de concebirse en función de la meta.

Caben aquí, sin embargo, dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.

Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.

Con esta perspectiva, debemos asomarnos a la cuestión actualísima como ninguna de la muerte y de la vida temporales. Una y otra se contemplan desde la luz de los sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a la luz de la Verdad revelada y, por tanto, de la fe: la fe objetiva, como haz de verdades, y la fe subjetiva, como virtud teologal.

La vida y la muerte temporales, en función de la Vida o de la muerte eternas, se contorsionan en la ley, en las costumbres y en la conciencia individual y colectiva. Ahí donde la vida está amenazada, allí el cristiano ha de comparecer para dar testimonio de la verdad, aunque el testimonio conlleve persecución y sacrificio.


El Juicio particular y el Juicio final
Significado que tiene decir: "El fín del mundo", el "Juicio particular" y el "Juicio final".
 
El Juicio particular y el Juicio final
El Juicio particular y el Juicio final

Todos hemos deseado en algunos momentos de nuestra vida, ser jueces de los demás. Opinamos con facilidad acerca de su vida juzgando si hicieron bien o mal. Sin embargo, nos cuesta trabajo pensar que nosotros también vamos a ser juzgados al final de nuestra vida y que nuestros actos, por más secretos que hayan sido, van a trascender más allá del momento en el que los hicimos.

¿Qué sucede con el alma después de la muerte?

Los cristianos encontramos en el Evangelio algunos pasajes que nos hablan acerca del destino del alma. Específicamente, en la parábola del pobre Lázaro (Lucas 16, 22) y en las palabras que Cristo dirige al buen ladrón, crucificado junto a Él (Lucas 23, 43).

Al morir, nuestra alma se separará de nuestro cuerpo. Se presentará ante Dios para recibir, de acuerdo con lo que nosotros mismos hayamos elegido en la vida terrena, la recompensa o el castigo eterno.

El Juicio Particular

Al morir, tendremos un Juicio Particular. En este juicio nos encontraremos ante Jesucristo y ante nuestra vida: todos nuestros actos, palabras, pensamientos y omisiones quedarán al descubierto.

Suena dramático, pero es real. Si nos encontramos en gracia de Dios, nuestra eternidad feliz empezará en ese momento. Si morimos en una actitud de rechazo total y voluntario a Dios, en pecado mortal, entonces empezará para nosotros el castigo eterno, el infierno.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la “retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (n. 1021). El destino del alma será diferente para cada uno de nosotros, de acuerdo a cómo hayamos utilizado nuestro tiempo de vida en la Tierra.

Hay muchas personas que dicen: “Yo me voy a salvar, pues nunca he hecho el mal a nadie”. Hay que tener cuidado, pues ese día no se nos juzgará sólo por el mal que no hayamos hecho, sino también por el bien que hayamos dejado de hacer. Debemos preocuparnos no sólo por evitar hacer el mal, sino por hacer el bien a todo el que nos rodea. Si no hacemos el bien a los demás, llegaremos al juicio con las manos vacías y “no aprobaremos el examen”.

El Juicio Particular, como su nombre lo dice, será para cada uno de nosotros en lo personal. En éste, Dios nos preguntará: “¿Cuánto amaste?” Y cada uno de nosotros tendrá que responder a esta pregunta. Dios espera que cada uno de nuestros actos sea hecho por amor .

San Juan de la Cruz tiene una frase que dice: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.


El Juicio Final

El Juicio Final lo tendremos al final de los tiempos, cuando Jesús vuelva a venir glorioso a la Tierra. En él, todos los hombres seremos juzgados de acuerdo a nuestra fe y a nuestras obras.

La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores”, precederá al Juicio Final. Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Juan 5, 28-29).

En la Biblia podemos leer cómo será este juicio en Mateo 25, 31.32.46: Lo que sucederá ese día, de acuerdo con la narración de Jesucristo, será como un examen de aquello que nos caracteriza como personas humanas: nuestra capacidad de amar.

En ese día saldrán a la luz todas nuestras acciones y se verá el amor hacia los demás que pusimos en cada una de ellas.

Este amor será el que nos juzgará:

"Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…"

"Id malditos al fuego eterno… porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber…"

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “El Juicio Final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena” (n. 1039).

El juicio final es la prueba de que Dios es infinitamente justo y ha dispuesto todo con sabiduría para que la verdad se conozca y se aplique la justicia en cada hombre con el destino eterno que él mismo se haya merecido.

Algunas personas piensan que no hay que preocuparse por eso de los juicios, pues creen que Dios va a salvar a todos los hombres al final de los tiempos porque es infinitamente bueno y nos ama.

Es verdad que Dios es muy bueno, pero también es muy justo y respeta nuestra libertad. Cuando nosotros estamos en pecado mortal, libremente le hemos dicho a Dios que “no nos interesa salvarnos”. Si morimos en este estado, Dios respetará nuestra decisión. El hombre, con su libertad, alcanza la recompensa o el castigo eterno.

Frente a Cristo se conocerá la verdad de la relación de cada hombre con Dios.
El Juicio Final revelará que la justicia de Dios triunfa sobre todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

Reflexionar tanto en el Juicio Particular como en el Juicio Final nos recuerda que mientras tengamos vida, tenemos oportunidad de alcanzar nuestra salvación. Cada día nos ofrece la posibilidad de amar a Dios y a los que nos rodean, de perdonar a los que nos ofenden, de vivir cristianamente.


¿Cuándo será el juicio final?

El mismo Jesucristo nos aclaró que ni siquiera Él conoce el día ni la hora en que se llevará a cabo este acontecimiento, sino sólo Dios Padre. Así que no debemos dejarnos engañar por personas que pretenden conocer la fecha del fin del mundo. No debemos preocuparnos por intentar conocer esa fecha, sino sólo por estar siempre bien preparados, pues no sabemos en qué momento sucederá.

Para profundizar, puedes leer el Catecismo de la Iglesia Católica núm. 668 - 682, 1021-1023, 1038-1042, 2831

Creo en la resurrección de los muertos
Con la muerte se experimenta una separación real de cuerpo y alma. El cuerpo continúa un proceso de corrupción, mientras que su alma va al encuentro de Dios.
 
Creo en la resurrección de los muertos
Creo en la resurrección de los muertos

Cada domingo en Misa decimos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos...”. ¿Qué significa esto?

Cuando muere un familiar o un amigo, solemos estar tristes por su muerte. La muerte nos hace pensar en lo desconocido y, muchas veces, nos preguntamos si nuestro ser querido estará ya en el cielo con Dios, si tendrá que esperar para resucitar, qué pasará con su cuerpo y con su alma, etc.
Hoy en día, estamos acostumbrados a darle una respuesta a todo. Sin embargo no podemos dar respuesta a muchas interrogantes sobre la muerte y la vida después de la muerte. Por lo mismo, esta realidad suele incomodarnos y angustiarnos.

De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, los hombres mueren y “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación.”

Dios nos dio una vida temporal en la tierra para ganarnos la vida sobrenatural. Con la muerte termina nuestra vida en la tierra. ( Juan 5, 29, cf. Dn. 12,2).

Cristo resucitó con su propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrenal, su cuerpo era ya un cuerpo glorioso, un cuerpo incorruptible, un cuerpo que ya no estaba sujeto al tiempo y al espacio. Por esto, podía aparecer y desaparecer en los lugares, pero a la vez, seguía siendo un cuerpo humano que podía beber y comer.

Dios nos ama a nosotros como seres humanos en cuerpo y en alma. Al resucitar a la vida, vamos a tener un gran gozo en cuerpo y en alma. En Cristo, “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Filipenses 3, 21).

Con la muerte se experimenta una separación real de cuerpo y alma. El cuerpo del hombre continúa un proceso de corrupción –como cualquier materia viva– mientras que su alma va al encuentro de Dios. Esta alma estará esperando reunirse con su cuerpo glorificado. Con la resurrección, nuestros cuerpos quedarán incorruptibles y volverán a unirse con nuestras almas.

Nos podemos preguntar: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿cuándo resucitarán?

El “cómo” no lo podemos entender con la razón, solamente con la fe. Nos puede ayudar a acercarnos a este gran misterio nuestra participación en la Eucaristía que nos da ya, un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo. El pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía.

El “cuándo” será en “el fin del mundo” (LG 48). El último día, el fin del mundo, los hombres no sabemos cuándo va a ser, sólo Dios lo sabe.

Hay quienes afirman que tiene que ser en el año 2000 porque “dicen que las profecías lo dicen”. Se habla de que se va a acabar el agua, que vendrán pestes, terremotos, etc.
Pero no son más que invenciones de los hombres, pues Cristo nos dijo, claramente, que nadie puede saber el día ni la hora en que “la resurrección de la carne” sucederá, ni siquiera Él mismo, sino sólo el Padre. No debemos preocuparnos tanto de conocer la fecha, sino que lo importante es trabajar en nuestra santidad para estar siempre preparados y así poder alcanzar la gloria de Dios al morir.

¿Qué es la Parusía?

La Parusía de Cristo es la palabra con la que se designa la segunda venida de Cristo a la tierra. Y, por lo mismo, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a ésta. Pero, mientras tanto ¿podemos gozar de la gloria, de la vida celestial de Cristo resucitado?

Gracias al Bautismo, quedamos unidos a Cristo y podemos participar en la vida celestial de Cristo resucitado. Gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.
Dios nos alimenta con su cuerpo en el Sacramento de la Eucaristía. La Eucaristía es el alimento del alma que llena nuestra vida de gracia.

Al terminar la vida en la tierra, viene la muerte. Con la muerte se acaba nuestro peregrinar en la tierra. Se acaba el tiempo de gracia y de misericordia que Dios nos ofrece para vivir nuestra vida de acuerdo a lo que Jesucristo vino a enseñarnos; para poder ganarnos el premio de la vida eterna y la gloria.
La Iglesia nos anima a prepararnos para nuestra muerte. San Francisco de Asís decía que era mejor huir de los pecados que de la muerte.

¿Por qué existe la muerte?

La muerte fue contraria a los designios de Dios. Dios nos había destinado a no morir. Sin embargo, la muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado del hombre.
La muerte fue transformada por Cristo. Jesús quiso morir por amor a nosotros en la cruz. Cumplió libremente con la voluntad del Padre. Su obediencia transformó la muerte en una bendición.

El sentido de la muerte cristiana lo podemos expresar con estas frases:
“Para mí, la vida es Cristo y morir, una ganancia”. ( Flp. 1,21)
“Dejadme recibir la luz pura, cuando yo llegue allí, seré un hombre”. (San Ignacio de Antioquía)
“Yo no muero, entro en la vida” (Santa Teresita del Niño Jesús).
“Deseo partir y estar con Cristo” (San Pablo).

En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. El hombre puede transformar su propia muerte en el momento anhelado de unión y amor hacia el Padre.


Algunas personas te podrán decir que la doctrina católica no se opone a la reencarnación. Afirmarán que la reencarnación puede ser un fenómeno.

Recuerda que los hombres viven una sola vez, mueren una sola vez y son juzgados para ir a la vida eterna (de felicidad, si fueron justos, y de infelicidad, si no cumplieron lo que debían hacer). Al final de los tiempos resucitarán los muertos (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1022 y 1038).

¡No hay reencarnación después de la muerte!

Cada uno de nosotros somos uno, único e
irrepetible.


¿Se puede comprobar la Resurrección de Cristo?
La resurrección de Cristo es el dogma fundamental del cristianismo, es un hecho que ha sucedido en la realidad.
 
¿Se puede comprobar la Resurrección de Cristo?
¿Se puede comprobar la Resurrección de Cristo?


Jesucristo, después de ser crucificado, estuvo muerto y enterrado, y al tercer día resucitó juntando su cuerpo y su alma gloriosos para nunca más morir. Por tanto, Jesucristo está ahora en el cielo en cuerpo y alma. La resurrección de Cristo es el dogma fundamental del cristianismo.

La expresión de San Mateo atribuye a Jesús sepultado una duración de "tres días y tres noches". Pero tal expresión venía a ser idéntica a la duración hasta el tercer día, al juzgarse el día como una unidad de día-noche. El decir "tres días y tres noches" es un modismo equivalente a "al tercer día"».

Antes de morir Jesús había profetizado varias veces su resurrección. Por lo tanto, al resucitar por su propio poder, demostraba nuevamente, y con la prueba más convincente, que era Dios. Dice San Mateo, que los fariseos mandaron a sus soldados que habían estado guardando la tumba, que dijeran: «Sus discípulos vinieron de noche estando nosotros dormidos y lo robaron».

San Agustín dio a esto una respuesta definitiva: «Si estaban durmiendo, no pudieron ver nada. Y si no vieron nada, ¿cómo pueden ser testigos?». Los teólogos modernos buscan diversas explicaciones al hecho de la resurrección de Cristo. Pero cualquiera que sea la interpretación debe incluir la revivificación del cuerpo, si no se quiere hundir la teología de la resurrección.

Algunos dicen que la resurrección de Cristo no es un hecho histórico, pues no hay testigos. Este modo de hablar es ambiguo y puede confundir; pues «no histórico» puede confundirse con «no real». Por eso no debe emplearse, como recomienda el padre José Caba, S.I., Catedrático de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, en su libro «Resucitó Cristo, mi esperanza». La resurrección de Cristo es un hecho que ha sucedido en la realidad. Aunque no haya habido propiamente ningún testigo del hecho de la resurrección, en cuanto tal, es histórica en razón de las huellas dejadas en nuestro mundo y de las que dan testimonio los Apóstoles.

Si aparece un coche en el fondo de un barranco y está destrozado el pretil de la curva que hay en ese sitio, no necesito haber visto el accidente, para comprender lo que ha pasado. De la misma manera puedo conocer la resurrección de Jesucristo. Para otros sí se puede considerar como hecho histórico, pues puede localizarse en el.espacio y en el tiempo; y según Pannemberg es histórico todo suceso que puede ser colocado en unas coordenadas de espacio y tiempo. Por eso para el P.Ignacio de La Potterie, S.I., que es uno de los mejores especialistas en el mundo del Evangelio de San Juan, la resurrección de Cristo tuvo una realidad física, histórica.

La resurrección de Cristo la refiere San Pablo en carta a los Corintios, el año 57, es decir, a contemporáneos de los hechos:
«Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día»(394). Y lo atestigua San Pedro: «De Jesús resucitado todos nosotros somos testigos». San Lucas lo afirma enfáticamente: «El Señor ha resucitado verdaderamente».

Cristo estaba muerto en la cruz. Por eso los verdugos no le partieron las piernas como solían hacer para rematar a los crucificados. Si no hubiera estado muerto, le hubiera matado la lanzada que le abrió la aurícula derecha del corazón.
La cantidad de sangre que salió después de la lanzada, según el relato de San Juan que estaba allí presente, dicen los médicos, sólo se explica porque la lanza perforó la aurícula derecha que en los cadáveres está llena de sangre líquida. Al tercer día el sepulcro estaba vacío: no estaba el cuerpo de Cristo. La fe en la resurrección de Jesucristo parte del sepulcro vacío. Oscar Cullmann, protestante, de la Universidad de Basilea, dice: la tumba vacía seguirá siendo un acontecimiento histórico . Los Apóstoles no habrían creído en la resurrección de Jesús de haber encontrado su cadáver en el sepulcro. Los cuatro evangelistas relacionan el sepulcro vacío con la resurrección de Cristo:

a) San Mateo: «No está aquí, pues ha resucitado».
b) San Marcos: «Ha resucitado, no está aquí».
c) San Lucas : «No está aquí, sino que ha resucitado».
d) San Juan al ver la tumba vacía y la disposición de los lienzos «vio y creyó» que había resucitado; pues si alguien hubiera robado el cadáver, no hubiera dejado los lienzos tan bien puestecitos.

San Juan vio la sábana, que había cubierto el cadáver de Jesús, yaciendo en el suelo, y doblado aparte el sudario que había estado sobre su cabeza. Según los especialistas la palabra «ozonia» usada por San Juan debe traducirse por «lienzos» y no por «vendas» como hacen algunos equivocadamente. Es verdad que las vendas son lienzos, pero no todos los lienzos son vendas.

El sepulcro vacío sólo tiene dos explicaciones. O alguien se llevó el cadáver o Cristo resucitó. El cadáver no lo robaron los enemigos de Cristo, pues al correrse la noticia de la resurrección la mejor manera de refutarla hubiera sido enseñar el cadáver. Si no lo hicieron, es porque no lo tenían.

Tampoco lo tenían sus amigos, pues los Apóstoles murieron por su fe en Cristo resucitado, y nadie da la vida por lo que sabe es una patraña. Se puede dar la vida por un ideal equivocado, pero no por defender lo que se sabe que es mentira. Es evidente que los Apóstoles no escondieron el cadáver.

Luego si Cristo estaba muerto, y el sepulcro estaba vacío, y nadie robó el cadáver, sólo queda una explicación: Cristo resucitó.
San Pablo nos habla también de la resurrección de Cristo en la Primera Carta a los Tesalonicenses del año 51 de nuestra era : Jesús murió y resucitó; y en la Primera Carta a los Corintios del año 55: Cristo resucitó al tercer día. Una confirmación de la resurrección de Cristo es la Sábana Santa de Turín donde ha quedado grabada a fuego su imagen por una radiación en el momento de la resurrección. No hay explicación más aclaratoria.

La resurrección de Jesucristo es totalmente distinta de la resurrección de Lázaro o de la del hijo de la viuda de Naín: éstos resucitaron para volver a morir, pero Cristo resucita para nunca más morir. «Cristo resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir». La resurrección de Cristo no fue una reviviscencia para volver a morir, como le pasó a Lázaro; tampoco fue una reencarnación, propia del budismo y del hinduismo; menos aún fue el mero recuerdo de Jesús en el ánimo de sus discípulos. Fue el encuentro con Jesús resucitado lo que provocó la fe de los discípulos en la resurrección, y no viceversa. La resurrección no fue la consecuencia, sino la causa de la fe de los discípulos. (...) Jesucristo fue restituido con su humanidad a la vida gloriosa, plena e inmortal de Dios. (...) Se trata de la transformación gloriosa del cuerpo .

Después de resucitar, antes de subir al cielo con su Padre, estuvo varios días apareciéndose a los Apóstoles que comieron con Él y le palparon con sus propias manos. Los fantasmas no comen ni se dejan palpar. Cristo resucitado cenó con los Apóstoles y se dejó palpar por Santo Tomás. Decía Cristo : «Soy Yo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne y hueso, como veis que Yo tengo».

San Pedro lo recuerda: «Nosotros hemos comido y bebido con Él después que resucitó de entre los muertos». En una ocasión se apareció a más de quinientos estando reunidos. Así nos lo cuenta San Pablo escribiendo a los Corintios, y añadiendo que muchos de los que lo vieron, todavía vivían cuando él escribía aquella carta, en los años 55-56 de nuestra Era. El verbo empleado por San Pablo excluye una interpretación subjetiva del término, «aparición». Las apariciones de Jesús son un motivo de credibilidad en la resurrección de Cristo.
Jesús resucitado tiene un cuerpo glorioso con propiedades distintas a las de un cuerpo material .

En la Biblioteca Nacional de Madrid he leído un incunable en el que Poncio Pilato escribe al emperador Tiberio sobre Cristo. Dice:
Después de ser flagelado, lo crucificaron. Su sepultura fue custodiada por mis soldados. Al tercer día resucitó. Los soldados recibieron dinero de los judíos para que dijeran que los discípulos robaron su cadáver. Pero ellos no quisieron callar y testificaron su resurrección. Sabemos con certeza que existieron unas actas oficiales de Poncio Pilato, Procurador de Judea, al Emperador Tiberio, como era obligación y costumbre en el Imperio por testimonio de Tertuliano (siglo III).


Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?
Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida.
 
Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?
Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?



Si me incineran y la mitad de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?

Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María que han ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten la piedra que servía de entrada a la última morada de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos estupefactos de la multitud.

Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los muertos saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo Lázaro.

Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.

Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta vida, la resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta a ésta, para la vida eterna.

Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).

El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro, pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.

No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era difícil creer en la resurrección. Incluso los griegos, uno de los pueblos más cultos de la historia, se reían ante la predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección era inconcebible.

Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por si esto fuera poco, Jesús nos dice que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “... y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio”. (Jn. 5,29)

La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 997 sucede de la siguiente manera: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.

Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.

¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado: un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la dimensión de la vida eterna.

Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los tiburones, no tengo de qué preocuparme.

En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna mi alma irá a la gloria. Después, en el día del juicio universal cuando todos los muertos resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo espiritual (1Co. 15, 44).

Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva creación. No en vano los primeros cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.

Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta afirmación de San Pablo nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en la eternidad.


La humanidad en camino hacia el Padre
Catequesis de S.S. Juan Pablo II. Acerca de la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana.
 
La humanidad en camino hacia el Padre
La humanidad en camino hacia el Padre


1. El tema sobre el que estamos reflexionando es en el camino de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta: ¿cuál es el destino y la meta final de la humanidad? A este interrogante da una respuesta específica la palabra de Dios, que nos presenta el designio de salvación que el Padre lleva a cabo en la historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu.

En el Antiguo Testamento es fundamental la referencia al Exodo, con su orientación hacia la entrada en la Tierra prometida. El Éxodo no es solamente un acontecimiento histórico, sino también la revelación de una actividad salvífica de Dios, que se realizará progresivamente, como los profetas se encargan de mostrar, iluminando el presente y el futuro de Israel.

2. En el tiempo del exilio, los profetas anuncian un nuevo Exodo, un regreso a la Tierra prometida. Con este renovado don de la tierra Dios no sólo reunirá a su pueblo disperso entre las naciones; también transformará a cada uno en su corazón, o sea, en su capacidad de conocer, amar y obrar: «Yo les daré un nuevo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica y así sean mi pueblo y yo sea su Dios» (Ez 11, 19-20; cf. 36, 26-28).

El pueblo, esforzándose por cumplir las normas establecidas en la alianza, podrá habitar en un ambiente parecido al que salió de las manos de Dios en el momento de la creación: «Esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas y habitadas» (Ez 36, 35). Se tratará de una alianza nueva, concretada en la observancia de una ley escrita en el corazón (cf. Jr 31, 31-34).

Luego la perspectiva se ensancha y se anuncia la promesa de una nueva tierra. La meta final es una nueva Jerusalén, en la que ya no habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí que yo voy a crear para Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será Jerusalén mi alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella llantos ni lamentaciones» (Is 65, 17-19).

3. El Apocalipsis recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).

El paso a este estado de nueva creación exige un compromiso de santidad, que el Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo absoluto, como se lee en la segunda carta de san Pedro: «Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pe, 11-13).

4. La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas escatológicas. En el discurso pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: «Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomare conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). Y san Pablo escribió a los Tesalonicenses: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 16-17).

No se nos ha informado de la fecha de este acontecimiento final. Es preciso tener paciencia, a la espera de Jesús resucitado, que, cuando los Apóstoles le preguntaron si estaba a punto de restablecer el reino de Israel, respondió invitándolos a la predicación y al testimonio: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 7-8).

5. La tensión hacia el acontecimiento hay que vivirla con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre: «Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad» (1 Co 15, 24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede. «Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

Por tanto, debemos estar convencidos de que «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (Flp 3, 20). Aquí abajo no tenemos una ciudad permanente (cf. Hb 13, 14). Al ser peregrinos, en busca de una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, «es decir. a la celestial» (Hb 11, 16).

Algunas cuestiones actuales de Escatología
Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional, sobre cuestiones escatológicas actuales con el testimonio de la liturgia. Pues la fe de la Iglesia se manifiesta en la liturgia.
 
 
 
Preparación para la muerte
Libro donde el autor proporciona una meditación sobre las verdades eternas para aquellas almas que quieren perfeccionar su vida espiritual.
 
Preparación para la muerte
Preparación para la muerte
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Pedíanme algunas personas que les proporcionase un libro de consideraciones sobre las verdades eternas para las almas que desean perfeccionarse y adelantar en la senda de la vida espiritual. Reclamaban otras una colección de materias predicables en las misiones y ejercicios espirituales. Y para no multiplicar libros, trabajos y dispendios, he creído conveniente escribir esta obra tal y como va a leerse, con objeto de que pueda servir para ambos fines. Hallarán en ella los seglares auxilios para meditar por medio de los tres puntos en que he dividido cada consideración, y como cualquiera de esos puntos puede servir para una meditación completa, les he agregado afectos y súplicas.

Ruego al lector que no le cause enojo el ver que en dichas oraciones se pide casi siempre la gracia de la perseverancia y del amor a Dios, porque éstas son las dos gracias más necesarias para alcanzar la eterna salvación.

La gracia del amor divino, dice San Francisco de Sales, es aquella gracia que contiene en sí a todas las demás, porque la virtud de la caridad para con Dios lleva consigo todas las virtudes. Quien ama a Dios es humilde, casto, obediente, mortificado...; posee, en suma, las virtudes todas. Por eso decía San Agustín: Ama a Dios y haz lo que quieras, pues el que ama a Dios evitará cuanto pueda desagradar al Señor, y sólo procurará complacerle en todo.

La otra gracia de la perseverancia es aquella que nos hace alcanzar la eterna salvación. Dice San Bernardo (1) que el cielo está prometido a los que comienzan a vivir santamente; pero que no se da sino a los que perseveran hasta el fin.

Mas esta perseverancia, como enseñan los Santos Padres, sólo se otorga a los que la piden. Por lo cual afirma Santo Tomás (3 p., q. 30, art. 5) que para entrar en la gloria se requiere continua oración, según lo que antes había dicho nuestro Salvador (Lc., 28, 1): Conviene orar siempre y no desfallecer; de aquí procede que muchos pecadores, aunque hayan sido perdonados, no perseveran en la gracia de Dios, porque después de alcanzar el perdón olvidan pedir a Dios perseverancia, sobre todo en tiempo de tentaciones, y recaen miserablemente. Y aunque el don de la perseverancia es enteramente gratuito y no podemos merecerle con nuestras obras, podemos, sin embargo, dice el Padre Suárez, alcanzarle infaliblemente por medio de la oración, como había dicho ya San Agustín (2).

Demostraremos más por extenso esta necesidad de la oración en otro opúsculo, titulado El gran remedio de la oración, obrita que, aunque corta, es fruto de largo trabajo y utilísima, en mi sentir, para todo el mundo. Y así, me atrevo a asegurar que, entre todos los libros espirituales, no hay ni puede haber ninguno más útil ni necesario para obtener la salvación eterna que el que trate de la oración.

Con objeto de que las consideraciones de esta obra puedan también servir para la predicación a los sacerdotes que no tengan muchos libros ni tiempo de leerlos, las he enriquecido con textos de la Escritura y pasajes de los Santos Padres; citas que, aunque breves, encierran altísimo espíritu, como conviene para predicar la palabra de Dios. Los tres puntos de cada una de las consideraciones forman un sermón completo, y con este fin he procurado recoger de muchos autores los afectos que me han parecido más vivos y propios para mover el ánimo, exponiéndolos con variedad y concisión, con objeto de que el lector escoja los que más le agraden y los dilate luego a su gusto. Sea todo para gloria de Dios.

Ruego al que leyere este libro, ya en mi vida, ya después de mi muerte, que me encomiende mucho a Jesucristo, y yo prometo hacer lo mismo por todos los que tengan para conmigo esa caridad.

¡ Viva Jesús, nuestro amor, y María, nuestra esperanza!

(1) Serm. VI, De modo bene viv.
(2) De dono per., cap. IX.


Dedicatoria

1. Retrato de un hombre que acaba de morir

2. Todo acaba conla muerte

3. Brevedad de la vida

4. Certidumbre de la muerte

5. Incertidumbre de la hora de la muerte

7. Sentimientos de un moribundo no acostumbrado a considerar la meditación de la muerte

8. Muerte del justo

9. Paz del justo a la hora de la muerte

10. Medios para prepararse para la muerte

11. Valor del tiempo

12. Importancia de la salvación

13. Vanidad del mundo

14. La vida presente es un viaje a la eternidad

15. Malicia del pecado mortal

16. Misericordia de Dios

17. Abuso de la divina misericordia

18. Del número de los pecados

19. Del inefable bien de la gracia divina y del gran mal de la enemistad con Dios

20. Locura del pecador

21. Vida infeliz de pecadores y vda dichosa del que ama a Dios

22. Los malos hábitos

23. Engaños que el enemigo sugiere al pecador

24. Del juicio particular

25. Del juicio universal

26. De las penas del infierno

27. De la eternidad del infierno

28. Remordimientos del condenado

29. De la gloria

30. De la oración

31. De la perseverancia

32. De la confianza en la protección de María Santísima

33. Del amor de Dios

34. De la sagrada Comunión

35. De la amorosa permanencia de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar

36. Conformidad con la voluntad de Dios

Súplica a Jesús crucificado para alcanzar la gracia de una buena muerte

Aceptación de la muerte
 
 
Meditación ante la muerte. Pablo VI
Reflexiones del Papa Pablo VI ante su propia muerte.
 
Meditación ante la muerte. Pablo VI
Meditación ante la muerte. Pablo VI
LA MUERTE

Tempus resolutionis meae instat (Es ya inminente el tiempo de mi partida, 2Tim 4,6).

Certus quod velox est depositio tabernaculi mei (Seguro de que pronto será depuesta mi tienda, 2Pe 1,14).

Finis venit, venit finis (Llega el fin, es el fin, Ez 7,2).


Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.

Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿adónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?; y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas: respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá.

Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.

Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aun que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan mi pequeñez: pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades. Servus inutilis sum (Soy un siervo inútil).

Ambulate dum lucem habetis (Caminad mientras tenéis luz, Jn 12,35).


CANTO A LA VIDA

Ciertamente me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: “vanitas vanitatum” (vanidad de vanidades).

En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia; y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado: demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar, mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador: parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.

¿Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo “qui per Ipsum factus est” (que fue hecho por El), es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría: y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño, todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero, es un reflejo de la primera y única Luz: es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipio, una invitación a la visión del Sol invisible, “quem nemo vidit unquam” (a quien nadie vio jamás, cf. Jn 1,18): “Unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit” (el Hijo primogénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha revelado). Así sea, así sea.


MISERICORDIA Y ARREPENTIMIENTO

Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción el “unum necesarium”, la única cosa necesaria?

A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grituo que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. “Kyrie eleison: Christe eleison: Kyrie eleison”.

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y “cantar eternamente”); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. “Tu scis insipientiam meam” (Tú conoces mi ignorancia, Sal 68,6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de san Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.

Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora.

Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, “cuya naturaleza es bondad” (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.


MI ENCUENTRO CON CRISTO

Después yo pienso aquí ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. “Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi profuisset” (En efecto, de nada nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados). Este es el descubrimiento del pregón pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que sólo se determina en relación a Cristo: “O mira circa nos tuae pietatis dignatio” (¡O piedad maravillosa de tu amor para con nosotros!). Maravilla de las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, la esperanza, el amor cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.


EL MISTERIO DE LA VOCACION

Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: “quae stulta sunt mundi elegit Deus... ut non glorietur omnis caro in conspectu eius” (eligió Dios lo necio del mundo... para que no se gloríe ninguna carne en su presencia, 1Cor 1,27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte: “Deus meus, Deus meus, audebo dicere... in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter... et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram. Tu autem conducis nos ad misericordiam” (Dios mío, Dios mío, me atreveré a decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente... y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos conduces a la misericordia (PL 40,1150).

Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en su amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no me permite volver a caer en mi sicología instintiva de pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: “Amen; fiat; Tu scis quia amo Te” (así sea, hágase; tú sabes que Te amo). Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: “in finem dilexit” (amó hasta el fin). “Ne permitas me separari a Te” (no permitas que me separe de ti). El ocaso de la vida presente, que había soñado reposado y sereno, debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu “Consummatum est” (todo está cumplido).

Recuerdo el anuncio que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del Apóstol: “Amen, amen dico tibi... cum... senueris, extendes manus tuas, et alius te cinget, et duce quo tu nos vis. Hoc autem (Jesus) dixit significans qua morte (Petrus) clarificaturus esset Deum. Et, cum hoc dixisset, dicit ei: sequere me” (en verdad, en verdad te digo... cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo Jesús indicando con que muerte Pedro glorificaría a Dios. Y, después de decir esto, añadió: sígueme, Jn 21,18-19).


CRISTO Y SU MISION

Te sigo: y advierto que yo no puede salir ocultamente de la escena de este mundo; tanto hilo me unen a la familia humana, tantos a la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen de mí un deber supremo. “Discessus pius” (muerte piadosa). Tendré ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo Él hizo previsión continua y anuncio frecuente de su pasión, cómo midió el tiempo en espera de “su hora”, cómo la conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la institución del sacrificio eucarístico: “mortem Domini annutiabitis donec veniat” (anunciaréis la muerte del Señor hasta que vuelva).

Un aspecto principal sobre todos los otros: “tradidit semetipsum” (se entregó a sí mismo por mí); su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: “dilexit Ecclesiam”: amó a la Iglesia (recordar “le mystère de Jésus” de Pascal). Su muerte fue revelación de su amor por los suyos: “in finem dilexit” (amó hasta el extremo). Y al término de la vida temporal dio ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.


DESPEDIDA FINAL Y SALUDO A LA IGLESIA

Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.

Ahora hay que recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos: éstos son todos uno; en la confrontación con el mal que hay en la tierra y en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la humanidad y por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.

Hombres, comprendedme: a todos os amo en la efusión del Espíritu Santo, del que yo, ministro, debía haceros partícipes. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a vosotros, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones vengan sobre ti: ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad: y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo.

Amén. El Señor viene. Amén.
 
 
 
 
 
 

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