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martes, 16 de octubre de 2012

El Cielo y el Purgatorio

El Cielo como plenitud de intimidad con Dios
Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Cielo, el Infierno y el Purgatorio.
 
El Cielo como plenitud de intimidad con Dios
El Cielo como plenitud de intimidad con Dios


1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).

En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos,» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en el y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).



Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Purgatorio.

Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Infierno
 
 
El cielo: no podemos describirlo
La Iglesia afirma que el hombre ha sido creado por Dios en vista a un destino feliz situado más allá de este mundo.
 
Parte I

El cielo: no podemos describirlo

En el libro Atravesando el umbral de la Esperanza, el entrevistador - Vittorio Messori - pregunta a Juan Pablo II si todavía existe la vida eterna. La pregunta puede parecer que está de más, sin embargo el hecho es que el Papa lamenta la “frialdad escatológica” del hombre contemporáneo. Aun trazando un paralelismo denodado, podemos preguntarnos si todavía existe el cielo. Se habla poco y tendría que hablarse mucho: es nuestro futuro. El problema es que tampoco es fácil hablar, porque no podemos imaginarlo. Sin embargo, ¿qué podemos decir?

"Mientras que toda imaginación fracasa frente a la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios en vista a un destino feliz situado más allá (...) de este mundo" (Gaudium te spes 18). Empezamos con esta cita del Concilio con el fin de destacar que el recurso a la imaginación es completamente insuficiente para afrontar las cuestiones del más allá. Con todo, la contemplación de nuestra propia naturaleza puede ayudarnos a entender algunas cosas del más allá, y la reflexión sobre la Revelación nos permitirá ampliar este conocimiento.

No es difícil hacerse cargo de que la articulación concreta de la vida en la eternidad (sea en comunión con Dios, sea apartada de Dios) es inimaginable: ´´Resulta demasiado evidente que - a base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad - es difícil construir una imagen plenamente adecuada del “futuro mundo”´´ (JUAN PABLO II, Audiencia General 13.I.82, n. 7). La eternidad se encuentra más allá de las dimensiones de espacio y de tiempo, por lo que nuestra imaginación (que “trabaja” a nivel de imágenes) no abarca: no podemos formarnos imágenes concretas de la vida en régimen de eternidad. Eso es lo que justamente intenta transmitir el san Pablo en el famoso pasaje de 1 Cor 2, 9: ´´Aquello que el ojo no ha visto nunca, ni la oreja no ha oído, ni ha entrado nunca en un corazón de hombre, Dios lo tiene preparado para quienes lo amen´´. Él no encuentra palabras para describir lo que ha “visto”: con categorías humanas sólo puede afirmar que la vida del más allá en comunión con Dios es indescriptible.

Pese a todo, esta aseveración no es una mala noticia: poco cielo sería si pudiéramos describirlo con imágenes terrenales. Eso, sin embargo, no significa que no podamos saber nada de la vida eterna o de que no podamos entender nada de ella. Una cosa es imaginar y otra (y muy distinta!) es saber o entender.

A título de simple ilustración, aun salvando las distancias, Platón - unos cuatro siglos antes de Cristo! - manifiesta en su diálogo Fedón el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma humana en un “mundo”que no se ve capaz de describir. Platón pone sus pensamientos en las palabras de su querido maestro: es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de su pena de muerte, quien habla de estas cuestiones a quienes lo acompañan en aquel dramático momento. No duda que el destino de las almas más allá de la muerte está en función del comportamiento mantenido en esta vida (hay una continuidad!): ´´Aquellos a quien se los reconoce una vida santa (...) son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán´´. Efectivamente, Sócrates augura para los hombres virtuosos un más allá que, incluso, intenta describir con imágenes: ´´Son acogidos en parajes todavía más admirables que no es fácil describir», aunque - añade - aquellas imágenes no triunfan al mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, ´´lo que un hombre juicioso no tiene que hacer es sostener que estas cosas son tal como se las he descrito´´.

Hasta aquí Platón con el sentido común. Pero el Verbo de Dios, con su Encarnación, nos transmitió verdades que no estaban al alcance de nuestro entendimiento natural. Entre estas verdades, no faltan “pistas” para entender un poco más qué es el cielo y como ama al hombre en régimen de eternidad.

Acceso a Parte II

Acceso a Parte III

Acceso a Parte IV
 
 
¿Qué es el cielo?
Es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad.
 

La definición del Cielo que nos da el Catecismo de la Iglesia Católica es:


"El Cielo es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad, la última meta del inagotable deseo de felicidad que cada hombre lleva en su corazón. Es la satisfacción de los más profundos anhelos del corazón humano y consiste en la más perfecta comunión de amor con la Trinidad, con la Virgen María y con los Santos. Los bienaventurados serán eternamente felices, viendo a Dios tal cual es."
Catecismo de la Iglesia Católica, 1023-1029, 1721-1722.

Seguramente has de estar pensando: "¿Qué el Cielo es qué? ¡No entendí nada! Algo tan difícil de entender no debe ser tan bueno", o tal vez: "¡Qué aburrido suena eso de contemplar a Dios… y por toda la eternidad! A mí me gusta la actividad, eso de ángeles , querubines y cantos gregorianos… ¡como que no se me antoja!"

Realmente esta imagen del Cielo resulta muy poco atractiva para cualquiera, pero es que el Cielo no es como lo pintan los cuadros. ¿Qué tal si te digo que el Cielo es algo así como la suma de todos tus momentos felices, de todos tus deseos cumplidos, de todos tus "hobbies" realizables? Empieza a sonar interesante, pero aún se queda corto.

Ante la imposibilidad de explicar lo que es el Cielo, muchos autores y teólogos han intentado describirlo como lo que no es: en el Cielo no habrá sufrimiento, no habrá hambre, ni sed, ni cansancio, ni injusticias, no existirá el dolor y tampoco la muerte.
Esto es un buen comienzo, sin embargo, es demasiado pobre el describir el Cielo como la ausencia del mal, pues el Cielo es eso y mucho más.

El Cielo es felicidad que rebasa nuestros deseos, actividad sin cansancio, descanso sin aburrimiento, conocimiento sin velos, grandeza sin exceso, amor sin afán de posesión, perdón sin memoria, gratitud sin dependencia, amistad sin celos, compañía sin estorbos. En el Cielo, Dios nos concederá mucho más de lo que podemos pedir o imaginar y aún aquello que no nos atrevemos a pedir.

Realmente puedes imaginarte el Cielo como quieras: imagina el lugar más bello que hayas visto, llénalo de todo lo que te guste y quítale todo lo que te disguste, despúes pon en él todo lo bueno que te puedas imaginar, acompañado de gente extraordinariamente buena y simpática, haciendo aquello que más te guste. Cuando hayas terminado de visualizar así el Cielo, puedes estar seguro de que esa imagen es nada junto a lo que realmente será.

¿Por qué se usa el cielo como símbolo del Cielo?

La bóveda celeste, el firmamento, es el símbolo que desde siempre se ha utilizado para representar el Cielo. Este símbolo significa lo trascendente, lo inaccesible, lo infinito. Si observamos el cielo en una noche estrellada, forzosamente nos llenaremos de admiración y sobrecogimiento ante la belleza y la grandiosidad del mismo. Sin embargo, el Cielo, la felicidad eterna, sobrepasa este símbolo.

¿Es el Cielo un lugar? ¿En dónde se encuentra?

No lo podemos ubicar ni arriba ni abajo, ni delante ni detrás, pues el Cielo no es un lugar, sino un estado en el cual los hombres encontraremos la felicidad buscada y la conservaremos por toda la eternidad.

¿En el Cielo seremos como ángeles o tendremos también cuerpo?

Dios nos ha creado como hombres y nos ama como hombres, por eso, el premio que nos ofrece es para disfrutarlo como hombres, dotados de alma y cuerpo.
En el Cielo nuestra alma disfrutará al estar en contacto con Dios y, después de la resurrección de los cuerpos, también disfrutaremos con un cuerpo, aunque será un cuerpo distinto, un cuerpo glorioso que ya no estará limitado por el espacio y el tiempo, como el de Jesús resucitado, que podía aparecer y desaparecer en cualquier lugar. San Pablo habla de esto en I Cor 15, 40 ss.: Sonará la trompeta y los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que ese ser corruptible sea revestido de incorruptibilidad y que ese ser mortal sea revestido de inmortalidad.

¿Cómo podré ser feliz si alguna de las personas a quienes amo están en el infierno?

Por supuesto esto es un misterio, pero la felicidad que recibirás en el Cielo colmará todas tus necesidades y nada podrá limitarla.
Tendrás el conocimiento perfecto y una claridad absoluta acerca de las intenciones de los demás, te darás cuenta de que los condenados no están recibiendo un castigo injusto, sino que ellos mismos lo han escogido libre y voluntariamente. Su sufrimiento no afectará tu felicidad plena.


¿Existen diferentes tipos o niveles de felicidad en el Cielo?

Sí, pero esto no se debe a que el Cielo sea diferente, sino a que las personas que llegan a él son diferentes. La felicidad será plena para todo el que llegue al Cielo. No es que unos sean más felices que otros, todos serán totalmente felices en la intimidad con Dios , pues todos estarán totalmente llenos de Dios. La diferencia está en que, así como hay vasos grandes a los que les cabe más agua que a otros más pequeños, de la misma manera, hay almas más santas y otras menos, de acuerdo con la capacidad que cada uno desarrolló a lo largo de su vida.

Lo que Jesús nos dijo acerca del Cielo

Jesús nos habla en el Evangelio muchísimas veces acerca del Cielo y nos lo explica en un lenguaje que podemos entender:
A los hambrientos les hablaba de pan, a la samaritana de un agua que sacia definitivamente la sed (Jn 4, 1 ss). Hablaba de perlas preciosas (Mt 13, 45.), de onzas de oro, de una oveja perdida y recuperada. Nos habla de un banquete, de una fiesta de bodas, de redes colmadas de peces, de un tesoro escondido en el campo.
Todos estos símbolos que utiliza Jesucristo nos pueden dar una idea de la felicidad que tendremos en el Cielo, ya que las felicidades terrenas son una imagen de la felicidad
celeste.

Algunos testimonios de los que han visto lo que es el Cielo

Han existido muchos santos a los que Dios les ha concedido la gracia de poder ver lo que es el Cielo. He aquí algunos de sus testimonios, con los cuales han tratado de explicarnos con palabras terrenas lo que nos espera en el Cielo:

San Pablo: Dios es capaz de hacer indeciblemente más de lo que nosotros pedimos o imaginamos (Ef 3,20).
Nada son los sufrimientos de la vida presente, comparados con la gloria que nos espera en el Cielo (2 Cor 4,17).

Teresa de Jesús: Pude ver a Jesús en su Santa Humanidad completa. Se me apareció con una belleza y una majestad incomparables. No temo decir que, aunque no tuviéramos otro espectáculo para encantar nuestra vista en el Cielo, ya sería una gloria inmensa. (Vida de Santa Teresa).

San Agustín: Es más fácil decir qué cosas no hay en el cielo, que decir qué cosas hay:
En el Cielo contemplaremos y descansaremos, descansaremos y alabaremos, alabaremos y amaremos, amaremos y contemplaremos. (Confesiones).

San Juan de la Cruz: Tanto es el deleite de la vista de tu ser y hermosura, que no la puede sufrir mi alma, sino que tengo que morir viéndola, máteme tu vista y hermosura. (Cántico espiritual).

San Francisco de Asís: El bien que espero es tan grande, que toda pena se me convierte en placer.


¿Qué debo hacer para alcanzar el Cielo?

Jesús nos habla en el Evangelio del camino a seguir:
  • Entrar por la puerta estrecha (Mt 7,13.).
  • Tomar la cruz.
  • Vender todo lo que tienes y dárselo a los pobres.
  • Dejar a tu padre y a tu madre.
  • Tomar el arado y no voltear hacia atrás.

    ¡Se oye muy fuerte! ¡Parece muy difícil! Sin embargo, si vuelves a leer los testimonios de los santos que han podido verlo, te darás cuenta de que vale la pena y que ningún sufrimiento es demasiado grande para evitar que luchemos por él.

    Querer ganar el Cielo significa tratar de tenerlo desde ahora y eso, como ya vimos, se logra viviendo las Bienaventuranzas.

    Tener el Cielo es tener a Dios y tener a Dios es vivir en gracia.

    Entre la gloria y la gracia no hay diferencia en esencia: Quien tiene la bellota, ya tiene el encino; quien posee la gracia santificante, posee el Cielo, es decir a Dios. Las diferencias son en el modo de tenerlo: Aquí en la Tierra, quien tiene la bellota, tendrá más tarde el encino. La bellota no es aún el encino, pero llegará a serlo. En la tierra vemos el capullo, en el cielo la flor; en la tierra el amanecer, en el cielo el mediodía; aquí las sombras, allá la luz; aquí lo parcial, allá la plenitud; aquí la lucha, allá la victoria.
    M.M. Arami, Vive tu vida.

    Los medios para vivir siempre en gracia ya los conoces:
  • la oración;
  • la huida de las ocasiones de pecado;
  • el sacrificio;
  • la frecuencia en la recepción de los sacramentos;
  • la devoción a la Virgen María,
  • la vivencia de las Bienaventuranzas.


    Para salir victoriosos en el Juicio Final: Jesús nos lo dice claramente:

    "Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de comer, porque tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me vestisteis, forastero y me acogisteis, enfermo y me visitasteis… Todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis."
  •  
     
    Creo en la vida del mundo futuro.
    La felicidad verdadera, el cielo
     

    Hoy día se vive la vida buscando la felicidad aquí, en el mundo. Pareciera que el lema es “aquí y ahora”. No se valora el trabajar pensando en que vamos a trascender y se nos olvida que la felicidad total se realiza al estar con Dios. Los momentos de felicidad que tenemos aquí en la Tierra son sólo un anticipo de la felicidad que tendremos en el Cielo.

    La definición del Cielo que nos da el Catecismo de la Iglesia Católica es:
    “El Cielo es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad, la última meta del inagotable deseo de felicidad que cada hombre lleva en su corazón. Es la satisfacción de los más profundos anhelos del corazón humano y consiste en la más perfecta comunión de amor con la Trinidad, con la Virgen María y con los Santos. Los bienaventurados serán eternamente felices, viendo a Dios tal cual es” (nn. 1023-1029, 1721-1722).

    Seguramente has de estar pensando: “¿Que el Cielo es qué? ¡No entendí nada! Algo tan difícil de entender no debe ser tan bueno”. O, tal vez: “¡Qué aburrido suena eso de contemplar a Dios… y por toda la eternidad! A mí me gusta la actividad, eso de ángeles, querubines y cantos gregorianos, ¡como que no se me antoja!”.

    Realmente, esta imagen del Cielo resulta muy poco atractiva para cualquiera, pero es que el Cielo no es como lo pintan los cuadros. ¿Qué tal si te digo que el Cielo es algo así como la suma de todos tus momentos felices, de todos tus deseos cumplidos, de todos tus pasatiempos? Empieza a sonar interesante, pero aún se queda corto.

    Ante la imposibilidad de explicar lo que es el Cielo, muchos autores y teólogos han intentado describirlo como lo que no es: en el Cielo no habrá sufrimiento, no habrá hambre, ni sed, ni cansancio, ni injusticias, no existirá el dolor y tampoco la muerte.

    Esto es un buen comienzo, sin embargo, es demasiado pobre el describir el Cielo como la ausencia del mal, pues el Cielo es eso y mucho más.

    El Cielo es felicidad que rebasa nuestros deseos. Dios nos concederá mucho más de lo que podemos pedir o imaginar y aún aquello que no nos atrevemos a pedir.

    Realmente, puedes imaginarte el Cielo como quieras: imagina el lugar más bello que hayas visto, llénalo de todo lo que te guste y quítale todo lo que te disguste; después pon en él todo lo bueno que te puedas imaginar, acompañado de gente extraordinariamente buena y simpática, haciendo aquello que más te guste. Cuando hayas terminado de visualizar así el Cielo, puedes estar seguro de que esa imagen es nada junto a lo que realmente te espera.

    ¿Por qué se usa el cielo como símbolo del Cielo?

    La bóveda celeste, el firmamento, es el símbolo que desde siempre se ha utilizado para representar el Cielo. Este símbolo significa lo trascendente, lo inaccesible, lo infinito. Si observamos el cielo en una noche estrellada, forzosamente nos llenaremos de admiración y sobrecogimiento ante la belleza y la grandiosidad del mismo. Sin embargo, el Cielo –es decir, la felicidad eterna- sobrepasa
    este símbolo.

    ¿Es el Cielo un lugar? ¿En dónde se encuentra?

    No lo podemos ubicar ni arriba ni abajo, ni delante ni detrás, pues el Cielo no es un lugar, sino un estado en el cual los hombres encontraremos la felicidad buscada y la conservaremos por toda la eternidad.

    ¿Cómo podré ser feliz si alguna de las personas a quienes amo está en el Infierno?

    Esto es un misterio, pero la felicidad que recibirás en el Cielo colmará todas tus necesidades y nada podrá limitarla.
    Tendrás el conocimiento perfecto y una claridad absoluta acerca de las intenciones de los demás, te darás cuenta que los condenados no están recibiendo un castigo injusto, sino que ellos mismos lo han escogido libre y voluntariamente. Su sufrimiento no afectará tu felicidad plena.

    ¿Existen diferentes tipos o niveles de felicidad en el Cielo?

    Sí, pero esto no se debe a que el Cielo sea diferente, sino a que las personas que llegan a él, son diferentes. La felicidad será plena para todo el que llegue al Cielo. No es que unos sean más felices que otros, todos serán totalmente felices en la intimidad con Dios, pues todos estarán totalmente llenos de Dios. La diferencia está en que, así como hay vasos grandes a los que les cabe más agua que a otros más pequeños, de la misma manera, hay almas más santas y otras menos, de acuerdo con la capacidad que cada uno desarrolló a lo largo de su vida.

    ¿Cómo sabemos que el Cielo es así?

    Han existido muchos santos a los que Dios les ha concedido la gracia de poder ver lo que es el Cielo. Estos son algunos de sus testimonios, con los cuales han tratado de explicarnos con palabras terrenas lo que nos espera en el Cielo:

    San Pablo: “Nada son los sufrimientos de la vida presente, comparados con la gloria que nos espera en el Cielo”. (II Corintios 4,17)
    Santa Teresa de Jesús: “Pude ver a Jesús en su Santa Humanidad completa. Se me apareció con una belleza y una majestad incomparables. No temo decir que, aunque no tuviéramos otro espectáculo para encantar nuestra vista en el Cielo, ya sería una gloria inmensa” (Vida de Santa Teresa).

    ¿El Evangelio menciona el Cielo en algún pasaje?

    Jesús nos habla en el Evangelio muchas veces sobre el Cielo, y nos lo explica en un lenguaje que podemos entender:
    A los hambrientos les hablaba de pan, a la samaritana de un agua que sacia definitivamente la sed (Juan 4, 1 y ss.). Hablaba de perlas preciosas (Mt 13, 45), de onzas de oro, de una oveja perdida y recuperada. Nos habla de un banquete, de una fiesta de bodas, de redes colmadas de peces, de un tesoro escondido en el campo.

    Todos estos símbolos que utiliza Jesucristo nos pueden dar una idea de la felicidad que tendremos en el Cielo, ya que las felicidades terrenas son una imagen de la felicidad celeste.

    ¿Qué debo hacer para alcanzar el Cielo?
    Jesús nos habla en el Evangelio del camino a seguir:
    Entrar por la puerta estrecha.
    Tomar la cruz.
    Vender todo lo que tienes y dárselo a los pobres.
    Dejar a tu padre y a tu madre.
    Tomar el arado y no voltear hacia atrás.

    ¡Se oye muy fuerte! ¡Parece muy difícil! Sin embargo, si vuelves a leer los testimonios de los santos que han podido “ver” el Cielo aquí en la Tierra, te darás cuenta de que vale la pena y que ningún sufrimiento es demasiado grande para evitar que luchemos por él.

    Querer ganar el Cielo significa tratar de tenerlo desde ahora y eso, como ya vimos, se logra viviendo las Bienaventuranzas.

    ¡Tener el Cielo es tener a Dios y tener a Dios es vivir en gracia!

    Medios para vivir siempre en gracia:
    La oración.
    Huir de las ocasiones de pecado.
    Sacrificio.
    Recibir frecuentemente los sacramentos.
    Devoción a la Virgen María.
    Vivir las Bienaventuranzas.

    Y por último, no debes olvidar lo que Jesús nos recomienda para salir victoriosos en el Juicio Final: “Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me diste de comer, porque tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, forastero y me acogiste, enfermo y me visitaste. Todo lo que hiciste a uno de estos pequeños, a mí me lo hiciste”.

    Algunas personas, e incluso algunos sacerdotes, podrán decirte que todos vamos a llegar al Cielo porque Dios es muy bueno y que no hay que preocuparnos mucho por esto.

    Recuerda que Dios es muy bueno pero de nosotros depende el alcanzar el Cielo. Debemos luchar y esforzarnos por estar con Dios al final de los tiempos.
     
     
    ¿Como será mi cielo? Camino de eternidad
    Más allá del tiempo, nos espera la eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida»
     
    «Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y distintas de la corriente de mi vida: sangres y sueños. Pero yo, río en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente»
    Cómo será el Cielo

    «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman». Sabemos que supera toda posible imaginación, porque la generosidad de Dios y su poder son infinitos. «Sabemos que si esta nuestra casa terrestre se desmorona, tenemos habitación de Dios en los Cielos»; porque «esta es la promesa que Él mismo nos ha hecho: la vida eterna».

    Dios mismo, que nos ha creado con un ansia hondísima de vivir siempre, nos asegura que, en efecto, más allá del tiempo -breve en todo caso- nos espera la eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida».

    Es claro que todo hombre tendrá vida eterna. Pero cuando en la Escritura Santa se habla de «vida eterna», se refiere sólo a la de los bienaventurados, porque la otra, la de los que se autocondenen a la lejanía de Dios, más que vida, será lo suyo una agonía interminable.

    «Queridísimos -escribe San Juan-, nosotros somos ahora hijos de Dios, mas lo que seremos algún día no aparece aún. Sabemos que cuando se manifieste Jesucristo, seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es». No como al través de velos o sombras, sino en Sí mismo. Seremos semejantes al Jesús del Tabor. Endiosados, extasiados, contemplaremos y viviremos en el torrente inefable de Amor que es Dios. Escucharemos el diálogo eterno de las tres divinas personas. Asistiremos a la eterna generación del Hijo y a la espiración del Espíritu Santo.

    La juntura de todos los bienes

    A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando -simplemente contemplando- a Dios. Pero sucede que en ello se encuentra «la juntura de todos los bienes», según el decir de San Juan de la Cruz, porque Dios es toda la Verdad, toda la Bondad, toda la Belleza, toda la Sabiduría, todo el Amor. Por lo demás, amar no es pasividad sin más: es una contemplación que suscita una actividad intensísima, la entrega de toda la persona en un éxtasis de sumo gozo.

    «Si el amor, aun el amor humano, da tantos consuelos aquí, ¿qué será el amor en el Cielo?», donde el Amor se posee y se vive en toda su maravilla. «Vamos a pensar lo que será el Cielo (...) ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: "ni ojo vio, ni oído oyó..." Vale la pena, hijos míos, vale la pena».

    Cuenta Francisca Javiera del Valle, cómo «allá... en inmensas y dilatadas alturas, fue arrebatada mi alma por una fuerza misteriosa y con tanta sutileza, que así como nuestro pensamiento, en menos tiempo de abrir y cerrar los ojos, recorre de un confín a otro confín, allí con esa mayor ligereza me veía allá, en aquellas inmensas y dilatadas alturas, donde siempre están todos como en el centro de Dios metidos, vayan donde vayan, recorran lo que quieran. Siempre se hallan en el centro de Dios y siempre arrebatados con su divina hermosura y belleza. Porque Dios es océano inmenso de maravillas y también como esencia que se derrama, y siempre está derramándose. Y como lo que se derrama son las grandezas y hermosuras, dichas y felicidades y cuanto en Dios se encierra, siempre el alma está como nadando en aquellas dichas, felicidades y glorias que Dios brota de sí. Es Dios cielo dilatado y por eso siempre se está viendo y gozando nuevos cielos, con inconcebibles bellezas y hermosuras, y todas estas bellezas y hermosuras siempre las ve y las goza el alma como en el centro de Dios. Y recorriendo aquellos anchurosos cielos nuevos siempre el alma se halla eternamente feliz».

    No hay riesgo de cansancio o hastío. «Aquí -dice Malon de Chaide- dura siempre una alegre primavera, porque está desterrado el erizado invierno; ni la furia de los vientos combaten los empinados árboles, ni la blanca nieve desgaja con su peso las tiernas ramas; aquí el enfermizo otoño jamás desnuda las verdes arboledas de sus hojas (...)»

    «Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su Rostro para siempre, para siempre, para siempre. Y como nuestro Dios es infinitamente grande, estaremos descubriendo maravillas nuevas por toda la eternidad. Nos saciará sin saciarnos, no nos empalagará jamás su dulzura infinita».

    Lo único necesario

    «Allá no se sabe qué cosa es dolor, no hay enfermedad, no llega a ti muerte porque todo es vida, no hay dolor porque todo es contento, no hay enfermedad porque Dios es la verdadera salud. Ciudad bienaventurada, donde tus leyes son de amor, tus vecinos son enamorados; en ti todos aman, su oficio es amar y no saben más que amar; tienen un querer, una voluntad, un parecer; aman una cosa, desean una cosa, contemplan una cosa y únense con una cosa: Unum est necessarium». Una sola cosa es necesaria.

    Si somos fieles, seremos como los ángeles, que «vueltos a mirar aquella fuente de amor dulcísima, arden con un sabroso fuego, adonde ¿quién podrá decir lo menos de lo que gozan? Están rendidos a aquella divina, pura, antiquísima hermosura de Dios; llévalos el amor enlazados y presos de un dulce y libre lazo de amor, para que tornen a la fuente y principio de donde salieron; y como ven aquel Sol de infinita belleza, amante eterno de sí mismo, vanse aquellas mentes angélicas, atónitas, enajenadas de sí, libres, sin libertad, presas, sin prisión, como las mariposas a la llama. Allí se encienden y no se queman; arden y no se consumen; apúranse y no se gastan. Oh sol resplandeciente, hermosura infinita, espejo purísimo de la gloria ¿Quién podrá decir lo que sienten los que te gozan?».

    Nadie puede decir lo indecible. He aquí el testimonio de Teresa de Jesús: «Ibame el Señor mostrando grandes secretos... Quisiera yo dar a entender algo de lo menos que entendía, y pensando cómo puede ser, hallo que es imposible; porque en sola la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allí se representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece muy desgastada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni trazar cómo será esta luz, ni ninguna cosa de luz que el Señor me daba entender como un deleite tan soberano que no se puede decir; porque todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer, y así es mejor no decir más».

    Y así, según San Agustín, «este Bien que satisface siempre, producirá en nosotros un gozo siempre nuevo. Cuanto más insaciablemente seáis saciados de la Verdad, tanto más diréis a esta insaciable: amén, es verdad. Tranquilizaos y mirad: será una continua fiesta».

    Asistiremos pasmados a la eterna generación del Verbo y a la espiración del Espíritu Santo. Veremos y paladearemos el cariño infinito que nos tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, y con la Trinidad del Cielo la Trinidad de la tierra, Jesús -Verbo que enlaza una y otra Trinidad-, María y José. Los grandes amores, las Personas infinitamente buenas serán nuestra compañía, nuestra conversación, nuestro gozo eternos. Todas las maravillas del amor divino y del amor humano las gozaremos en plenitud. Ciertamente «será una continua fiesta».


    Un futuro que ya es

    No son éstos sueños vanos, no sólo consuelo para los afligidos de este valle de lágrimas. Son objeto de una esperanza certísima, fundada en la palabra de Dios. Al extremo de que San Pablo, por su esperanza teologal, se consideraba en la tierra ya en el Cielo: «Nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo». Por eso, el cristiano de fe ardiente, se adelanta a todos, vive desde el futuro, un futuro que ya es: Cristo Jesús. Viene de lo Eterno, camino hacia la Eternidad, sin perder un instante.


    ¿Cómo será mi Cielo?

    Depende, claro es. Depende de mi caridad en el instante de cruzar la frontera del tiempo. Mi belén eterno depende de la medida del amor a Dios que haya conquistado en este tiempo fugaz. Qué bien se entiende la urgencia del Fundador del Opus Dei: «Tened prisa en amar»; «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad». La eternidad, lejos de lo que algunos piensan, nos revela e ilumina todo el valor del tiempo. Nos enseña que aun eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad. Porque cada momento, cada ocupación, puede -y requiere- llenarse con todo el amor divino que se lleve en el corazón. «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!».

    Este es el camino para arribar al Cielo: La santidad "grande" está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante. No es poco, porque no es fácil. Pero la gracia de Dios nos lo hace asequible, nos eleva hasta esa medida divina.

    Fe, esperanza, amor -vida teologal- en los mil detalles de la vida ordinaria. Incrementando así, cada día un poco, las virtudes humanas y las sobrenaturales. Pequeños detalles de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza. El cuidado en las pequeñas cosas -no sólo de las grandes- que pertenecen al culto divino, a la santa pureza, a la vocación recibida. Así, día a día, paso a paso llegará el momento de oír la voz de Jesús: «Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor». «Yo mismo -dice Dios- seré tu recompensa inmensamente grande».

    El cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad, coexisten en lo más íntimo de mi ser. El tiempo pasa, pero no todo pasa con el tiempo. Yo no paso, mi yo no envejece, al contrario, se aproxima a la juventud eterna de Dios. A cada paso, se enriquece con las obras que hace a impulsos del Amor.

    Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi razón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los cielos.
     
     
    ¿Qué ha quedado del limbo?
    Un resumen del documento de la Comisión teológica internacional sobre el limbo
     
    ¿Qué ha quedado del limbo?
    ¿Qué ha quedado del limbo?
    El tema del limbo de los niños tiene una importancia enorme, sobre todo para los millones de padres de familia que han visto morir a un hijo muy pequeño (antes o después de nacer) sin haberle podido ofrecer el don del bautismo.

    La doctrina del limbo había sido elaborada, durante siglos, a partir de una serie de verdades fundamentales de la fe católica, pero con conclusiones que no parecían suficientemente claras.

    Para profundizar en este tema fue publicado en la primavera de 2007 un Documento de la Comisión teológica internacional titulado “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo”. El Documento había sido discutido por la Comisión teológica internacional después de dos reuniones generales, en 2005 y 2006. Posteriormente, el Cardenal William Levada, presidente de la Comisión, con el “consentimiento” del Papa Benedicto XVI, aprobó la publicación del texto.

    A partir de ahora lo citaremos como “La esperanza de salvación...” indicando el número del parágrafo usado. Hay que aclarar que este Documento no puede ser considerado en todas sus partes como un acto del magisterio, si bien ofrece continuas referencias a textos de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

    El fin del Documento es claro: ofrecer una reflexión sobre el tema del limbo especialmente para aquellos padres de familia que han perdido un hijo (antes o después de nacer, cf. “La esperanza de salvación...” n. 68) sin haberlo podido bautizar, y que desean saber si su hijo llegará o no al cielo, si gozará de la visión de Dios.

    El Documento tiene tres partes y 103 parágrafos. En la primera parte ofrece una historia de la doctrina teológica (que nunca había llegado a ser dogma de fe) sobre el limbo y la situación en la que se encontraba antes y después del Concilio Vaticano II. En la segunda parte profundiza en los principios teológicos y dogmáticos que han de ser tenidos presentes para continuar la reflexión sobre el tema y para explorar si tiene sentido seguir hablando del limbo. En la tercera parte se elabora una respuesta conclusiva y se muestran los motivos de esperanza que existen para pensar que la salvación de Cristo también llega, por caminos que no conocemos, a estos niños: podemos esperar que alcanzan, también ellos, la visión beatífica.

    Es importante darnos cuenta de que no estamos ante un tema puramente especulativo, pues toca a millones de familias en todo el planeta: ¿qué será de este niño concreto, de este hijo que falleció cuando era muy pequeño, tal vez cuando era sólo un embrión o un feto, o al poco tiempo de nacer, y sin haber recibido el bautismo?

    Encontrar una respuesta es posible sólo si tenemos presentes tres verdades profundas que conocemos desde nuestra fe cristiana, y que afectan la vida de todos los seres humanos. Tales verdades, presentadas de modo sintético (cf. “La esperanza de salvación...” n. 32), son las siguientes:

    1. Dios quiere que todos los hombres se salven, según el texto conocido de 1Tm 2,4 (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 43-52).

    2. La salvación es dada sólo a través de la participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, por medio del bautismo (sacramental o recibido de alguna otra forma). Nadie puede salvarse (ni siquiera los niños que aún no tienen ninguna culpa personal) sin la gracia de Dios, en la que, en cierto modo, se incluye una relación explícita o implícita con la Iglesia (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 57-67, 82, 99).

    3. Los niños no pueden entrar en el Reino de Dios si no han sido liberados del pecado original a través de la gracia redentora de Cristo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 36).

    Durante siglos, la Iglesia católica de rito latino ha reflexionado sobre estas verdades con la ayuda de las ideas de san Agustín. Agustín, en su polémica con Pelagio, pensaba que los niños muertos sin bautismo no podían alcanzar el cielo por no haber sido purificados del pecado original (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 15-18).

    Las propuestas agustinianas han cuajado, con el pasar del tiempo, en la idea del limbo de los niños, un lugar en el que se encontrarían las almas de los niños muertos sin bautizar. En el limbo no habría castigos o serían mínimos (pues esos niños no han cometido ninguna culpa personal), pero quienes allí estuvieran destinados no podrían gozar de la visión de Dios que es propia de quienes ya están en el cielo (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 19-24).

    La idea del limbo para los niños llegó a convertirse en una doctrina católica común, enseñada como tal a los fieles, hasta mediado el siglo XX. Sin embargo, hay que recordarlo, nunca fue declarada como dogma de fe ni como algo definitivo: era una tesis teológica ampliamente difundida (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 26, 40, 70).

    En el siglo XX los teólogos buscaron nuevos caminos para estudiar el tema, especialmente para conciliar la voluntad salvífica de Dios, que también miraría a los niños que mueren, antes o después de nacer, sin haber recibido el bautismo, con la doctrina según la cual sólo a través de la eliminación del pecado original es posible lograr la visión beatífica.

    El bautismo sacramental, lo sabemos, es el camino querido por Dios para introducirnos en el mundo de la salvación. ¿Puede Dios actuar su designio salvador a través de otros caminos? ¿Es posible que un niño no bautizado sea librado del pecado original a través de una participación especial en el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo? (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 27-41).

    Un texto del Concilio Vaticano II ofrece caminos para replantear este tema. En Gaudium et spes n. 22 se nos explica cómo Cristo ha asociado a su misterio pascual a todos los hombres. De modo especial, están asociados los creyentes (los que han recibido el bautismo y viven coherentemente con su condición de hijos en el Hijo). Pero también, por vías que no conocemos, se unen a Cristo quienes no han sido bautizados. Dice el texto:

    “(...) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et spes n. 22).

    Este texto del concilio es citado numerosas veces en nuestro Documento (especialmente en los nn. 6, 31, 77, 81, 85, 88, 93, 96).

    La forma normal para asociarse al misterio pascual es, como repite una y otra vez el Documento que estamos presentando, el bautismo. Por eso, según toda la tradición católica, sigue en pie la doctrina según la cual el bautismo es necesario para alcanzar la salvación (“La esperanza de salvación...” nn. 29, 61-67).

    Entonces, ¿qué ocurre con los niños que mueren sin el bautismo? Desde la Revelación podemos esperar que Dios les ofrecerá el asociarse al misterio salvífico de Cristo, por caminos que no conocemos pero que Dios sí conoce. La oración que la misma Iglesia ofrece por esos niños es parte de esta esperanza, para quienes existe, desde hace varias décadas, una misa especial (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 5, 69, 100).

    Esta es la clave del Documento: esperar y confiar en la “filantropía misericordiosa de Dios” (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 80-87), que puede actuar la salvación en esos niños por “otras vías”, distintas del bautismo pero con los mismos efectos propios de todo encuentro salvador con Cristo: quedan libres del pecado original y pueden, así, acceder a la visión de Dios, pueden entrar en el cielo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 41).

    En otras palabras, y aquí el Documento (n. 101) se limita a reproducir el Catecismo de la Iglesia Católica n. 1261, respecto de los niños muertos sin bautismo “la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis» (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo”.

    Podríamos indicar otras muchas ideas de un Documento lleno de esperanza, que nos ayuda a profundizar en los designios amorosos de Dios a través de un tema muy concreto. Hay un punto que es sumamente hermoso que quisiéramos evidenciar ahora.

    Quizá en el pasado, por influjo de san Agustín, se había puesto el énfasis (justamente) en la misteriosa relación de todo el género humano respecto de Adán, de los primeros padres, desde los cuales hemos heredado el pecado original.

    Esta perspectiva, sin embargo, necesitaba ser completada con el énfasis debido que hay que dar a la relación de todos los hombres a Cristo. Hay que citar, en este sentido, una parte de Gaudium et spes n. 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.

    El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.

    En otras palabras: los hombres y las mujeres de todos los tiempos estamos unidos no sólo por los lazos de sangre y por una misma humanidad (Adán), sino también por haber sido alcanzados por el Amor de Dios manifestado en Jesucristo, el Hombre perfecto que recapitula y explica plenamente nuestra condición humana. Más aún, la solidaridad humana con Cristo debe ser vista como prioritaria respecto de la solidaridad humana con Adán, y a esta luz hay que considerar el tema del destino de los niños que mueren sin haber recibido el bautismo (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 91, 95).

    La unión con Cristo, Redentor del hombre, se hace real a través del bautismo, en el cual el creyente queda insertado en Cristo. Cuando el bautismo no ha podido ser administrado a los niños, podemos esperar que el misterio salvador de Cristo llega a ellos de maneras que sólo Dios conoce.

    Desde las reflexiones ofrecidas por este Documento, es posible entonces pensar que la doctrina del limbo de los niños quedaría “superada” (cf. “La esperanza de salvación...” n. 95). Queda claro que la Comisión teológica internacional no ofrece (no podría hacerlo) ninguna indicación concreta para “prohibir” la defensa de la existencia del limbo, aunque los elementos que ofrece serían suficientes para considerarla una teoría teológica del pasado.

    Aunque “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin el bautismo” no sea un Documento vinculante (un acto del magisterio ordinario de la Iglesia), ofrece elementos suficientes para, por un lado, valorar aún más la importancia que tiene el bautismo como camino ordinario para la salvación: hay que administrarlo lo más pronto posible a los niños nacidos en los hogares cristianos. Por otro lado, nos presenta el Amor misericordioso de Dios revelado en Cristo de tal manera que nos permite esperar que aquellos niños (antes o después de su nacimiento) que mueren sin haber podido recibir este sacramento, serán salvados y alcanzarán, así, la visión beatífica por caminos que sólo Dios conoce y según el misterio de la Redención de Cristo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 103).
     
     
    El purgatorio: purificación necesaria
    Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Cielo, el Infierno y el Purgatorio.
     
    El purgatorio: purificación necesaria
    El purgatorio: purificación necesaria
    El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios

    1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, (El Cielo y el El Infierno) a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

    Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

    2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

    Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).

    La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 14-15).

    3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).

    El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

    4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
    Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

    El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

    5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

    Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

    Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ixhabrá llanto y rechinar de dientesle (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).

    6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).

    Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
     
     
    ¿Qué es el Purgatorio?
    En el Purgatorio reinan el amor y la esperanza, la firme convicción de la salvación eterna.
     
    Muchos católicos no saben bien qué es eso tan misterioso que llamamos Purgatorio, porque lo hemos escuchado de pequeños en la catequesis, en casa, en algunas oraciones, etc.

    Respondiendo en pocas palabras, el Purgatorio es el estado en el que van todas las almas, que, aún muriendo en gracia de Dios, no han llegado en su vida a purificar el daño que han ocasionado con sus pecados.

    Pero... ¿De qué hay que “purgarse”? ¿No se supone que se nos perdonan todos los pecados en la confesión?

    Con la confesión quedan perdonados nuestros pecados y quedamos libres del castigo eterno que nos merecíamos. Pero la confesión no repara el daño que hemos ocasionado. Ése, debemos repararlo nosotros con nuestras buenas obras o con nuestro sacrificio.

    Entenderlo es tan fácil como pensar que rompimos un vidrio de la casa del vecino. Corremos a su casa y le pedimos perdón. Nuestro vecino nos perdona de todo corazón y seguimos siendo tan amigos como antes. Pero... ¡el vidrio sigue igual de roto!

    Los que aún estamos vivos, podemos reparar el daño que hemos ocasionado con los grandes medios que nos ofrece la Santa Madre Iglesia como los sacramentos, la oración diaria a Dios, las obras de misericordia, la predicación de la Palabra de Dios, las indulgencias plenarias, la vida de caridad y de santidad.

    El otro modo, que es la forma menos recomendable para reparar la pena temporal, es pasar por el Purgatorio.

    Cuentan de santos que han tenido la visión del Purgatorio que hubiesen preferido sufrir lo más terrible de esta vida por mil años, que estar un solo día en el Purgatorio. Allí se va para una purificación en profundidad, una limpieza que cuesta grandes pesares y malestares, pero necesaria para nuestra buena salud.

    El purgatorio existe, debe existir porque nadie entra a las Bodas del Reino de los Cielos con la piel y la ropa llena de mugre. Es necesario entrar con el mejor vestido. Y en donde se nos lava hasta el punto de quedar dignos para el paraíso y con el traje adecuado, es en el Purgatorio. Nadie nos obligó a ensuciarnos, lo hicimos por libre disposición. Pero si queremos ser buenos invitados, no se nos ocurrirá entrar indignamente presentados, desearemos estar limpios, muy limpios, como se merece el Esposo de las Bodas.

    El Purgatorio, por tanto, existe y es más que un lugar, es un estado de purificación, con un fuego que nos arrancará nuestros errores de raíz y los disolverá en su fuego, con el dolor de los que se sanan de una herida.

    No es para nada igual que el Infierno, pues en el Infierno reinan el odio y la desesperación eterna y en el Purgatorio reinan el amor y la esperanza, la firme convicción de la salvación eterna. Todo allí será sufrir pero sólo para lograr amar verdaderamente al Señor que nos esperará con los brazos abiertos en su eterno Convite Celestial.
     
     
    El purgatorio y el Infierno
    Se habla sobre el purgatorio y el infierno y la realidad visible que estos representan.
     



    El Purgatorio y el Infierno son dos realidades sobrenaturales de las cuales se habla poco y se conocen mucho menos. Sin embargo, como católicos sabemos que después de morir, nuestra alma puede irse al Cielo, al Purgatorio o al Infierno: depende de cómo fue nuestra vida en la Tierra.

    En tiempos pasados, cuando se enseñaba la fe, se nos decía mucho: “Dios te va a castigar” o “Te vas a ir al infierno”. Frases por el estilo nos impedían entender la bondad de Dios.

    Ahora, en cambio, las afirmaciones que escuchamos con mayor frecuencia son: “El infierno no existe” o “No pasa nada si hiciste algo malo”.

    Pareciera que se está en el otro extremo y no se llega a la verdadera comprensión de lo que es el Infierno o el Purgatorio.

    De hecho, hay quienes sostienen que el Demonio ganó una batalla importante: el hacer creer al hombre que el Infierno no existe...

    El Infierno es un estado que corresponde, en el más allá, a los que mueren en pecado mortal y enemistad con Dios, habiendo perdido la gracia santificante por un acto personal, es decir, inteligente, libre y voluntario.

    ¿Crees que si no existiera el Infierno, Jesús hubiera empleado su tiempo, que Él sabía muy valioso, hablando de una mentira, algo ficticio, sólo para asustar a los hombres? Jesucristo sabía lo que es el Infierno y por eso vino al mundo: a librarnos de ese castigo eterno y a enseñarnos el camino para llegar al Cielo.

    Por otra parte, si el Infierno no existiera, ¿qué sentido tendría la salvación? ¿A qué hubiera venido Jesús al mundo? ¿A salvarnos de qué?

    No podemos escapar de creer que el Infierno es algo real. Debemos tomar en serio la posibilidad de ser desgraciados para siempre.

    ¿Existe el Purgatorio?

    Las almas que llegaron a la muerte en estado de gracia, pero no totalmente purificadas para entrar al Cielo, pasan a un estado de purificación que conocemos con el nombre de Purgatorio.

    Existe el riesgo de presentar al Purgatorio como un “infierno temporal”. Pero debe quedar claro que no es así. No sólo son distintos, sino contrarios, ya que el Infierno se centra en el odio, mientras que el Purgatorio se centra en el amor.

    El retraso en la posesión de la persona amada provoca sufrimiento y ese sufrimiento purifica el amor, lleva a un amor más pleno. De esto se trata el Purgatorio: amor fundado en la esperanza de estar con el amado, al cual no se puede alcanzar en ese momento.

    ¿Cómo es posible que exista el Infierno, si Dios es infinitamente misericordioso?

    Dios ofrece su amistad sobrenatural al hombre, quien puede rechazarla libremente. Dios ofrece esta amistad gratuita y libremente, pero nunca la impone. Además, nos da la vida terrena para elegirla.
    Después de la muerte, el hombre ya no tendrá posibilidad de elección. El hombre que ha rechazado en su vida la amistad con Dios, ya no es admitido a ella.

    Esta conciencia de no admisión y el saber que ya no tiene remedio, que ya no hay posibilidad de conversión, hace que surja en el condenado el odio y el endurecimiento.

    En el momento de la muerte, el alma separada del cuerpo, por ser espíritu puro, queda fija para siempre en la posición a favor o en contra de Dios que tenía en el último momento de vida. Dios rechaza eternamente al condenado, pero no porque lo odie, pues su amor es siempre fiel, sino porque el condenado está eternamente cerrado a recibir el perdón. ¿Cómo poder perdonar a alguien que no quiere ser perdonado?

    ¿Hay alguien que realmente esté en el Infierno?

    Eso no lo podemos afirmar. Sabemos que existe el Infierno con la misma certeza con la afirmamos que existe el Cielo. La Iglesia nos asegura que hay gente en el Cielo y que son los que han sido canonizados (declarados santos o santas). Pero, nunca se ha hecho una “canonización al revés”, que nos asegure que cierta persona está en el Infierno.

    Sin embargo, hay quienes Dios les ha concedido una visión del Infierno, como Santa Teresa de Ávila, que escribió: “Vi almas que caían al Infierno como hojas que caen en el otoño”.

    ¿Puedo salvarme si me arrepiento en el último momento?

    Es demasiado arriesgado pensar que puedes vivir como quieras y arrepentirte en el momento de la muerte, pues ese momento será muy difícil para ti.

    Como dijo la Madre Teresa: “En el momento de la agonía, el hombre sufre tanto, que es muy fácil que se sienta invadido por la desesperación y la angustia, y estos sentimientos lo vuelvan incapaz de arrepentirse y recibir el perdón de Dios”.

    Será muy difícil que en el último momento tengas la fuerza y la valentía para arrepentirte, si viviste toda tu vida lejos de Dios. Sin embargo, si te empeñas en arriesgarte, es verdad que Dios te da la posibilidad de arrepentirte hasta el último instante de vida y puedes salvarte con ese único acto de arrepentimiento

    ¿En qué consistirán las penas del Infierno?

    Así como en el Cielo disfrutaremos plenamente, como hombres formados de cuerpo y alma, en el Infierno también se darán dos elementos de sufrimiento:

    El sufrimiento del alma por no poder ver a Dios, llamado pena de daño. Este sufrimiento se deriva de que los que fueron condenados ya vieron a Dios, con toda su belleza y grandiosidad, en el día del juicio y… ya no lo podrán ver jamás. Es el sufrimiento ocasionado por sentirse irresistiblemente atraídos hacia Dios, sabiéndose eternamente rechazados por Él.

    El sufrimiento del cuerpo o pena de sentido.

    Aquí se trata de un elemento material que causa un daño físico, un dolor intensísimo en el cuerpo. Para significar este gran sufrimiento, Cristo habla en el Evangelio de “fuego”, y aunque no necesariamente es un fuego como el que conocemos en la Tierra, ésta es la imagen que comúnmente tenemos de las penas del Infierno.

    ¿Puede un condenado arrepentirse?

    ¡Ojalá pudiera, pero ya no tiene esta posibilidad! El corazón de los condenados se endurece. Sufren por no estar con Dios, pero ese sufrimiento se transforma en envidia y en odio. Se convierten en enemigos de Dios.

    Santa María Magdalena de Pazzi oyó una vez la voz de Dios que le dijo:
    “Entre los condenados reina el odio, pues cada uno ve ahí a aquél que fue la causa de su condenación y lo odia por haberlo llevado ahí. De esta manera, los recién llegados aumentan la rabia que ya existía antes de su llegada”.

    ¿Podemos imaginar el Infierno?

    Si hacemos la operación inversa a pensar en el Cielo, es posible hacernos una idea aproximada acerca de cómo podría ser el Infierno. Aunque será una analogía, pues como ya dijimos, el cuerpo resucitado no será un cuerpo como el que ahora tenemos, sino diferente, que ya no estará sujeto al espacio y al tiempo.

    Para hacerte una idea de lo que es el Infierno, imagina el lugar más horrible que puedas, quítale lo poco bello que le quede y llénalo de las cosas más repugnantes y aterradoras. Imagínate haciendo lo que más aborreces, sufriendo dolores en todo el cuerpo; contemplando imágenes espantosas; escuchando sonidos estridentes y desafinados; experimentando los sabores más amargos; sufriendo con los olores más desagradables, y sintiendo en tu corazón los peores sentimientos: envidia, celos, remordimiento, rencor, odio.

    Después, rodéate de las personas más abominables que te puedas imaginar: orgullosas, envidiosas, egoístas, criticonas, sarcásticas, sádicas y degeneradas. Y lo peor de todo… te sientes irresistiblemente atraído hacia Dios y sabes que nunca podrás llegar a estar con Él.

    Piensa que en ese lugar estarás aprisionado para siempre, sin posibilidad alguna de escapar. Esta puede ser una imagen semejante al Infierno, pero debes tener la seguridad de que cualquier cosa que te imagines será mínima frente a la realidad, pues nuestra condición humana nos hace incapaz de imaginar un sufrimiento sin límites.

    El camino seguro para ir al infierno:

    Si sigues los pasos que a continuación se presentan, puedes estar seguro de estar en el camino ancho y espacioso que lleva a la perdición. No tienes que hacer todo, sólo con que cumplas bien alguno de ellos, habrás asegurado tu infelicidad eterna.

    Búrlate de lo que hacen los demás, con la seguridad de que nadie puede hacer las cosas tan bien como las haces tú. Piensa sólo en ti, en tus intereses y deseos y no vayas a cometer nunca el error de preocuparte por lo que piensan o sienten los demás. Siempre muéstrate indiferente ante los problemas de los demás. Convéncete de que cada cual debe de preocuparse de lo propio.

    Procura desconfiar de todo el mundo. Piensa mal de todos y de todo. No olvides hablar mal de ellos y hacer públicos sus errores.

    Cuando alguien te haga enojar, descarga tu furia sobre él con actos y palabras. Nunca vayas a cometer el error de perdonarlo.

    Prueba todas las experiencias autodestructivas que se te presenten en el camino. Sigue los consejos de todas las campañas publicitarias, ve todas las películas y revistas que lleguen a tus manos, sin importar su contenido, de esta manera llenarás tu corazón de ideas materialistas y ya no existirá lugar alguno por donde Dios pueda entrar. Ten cuidado de no dejar ni un hueco, pues Dios puede infiltrarse por ahí para intentar salvarte.

    Apégate lo que más puedas a las cosas materiales. Funda tu felicidad en ellas y siéntete desgraciado cuando no tengas algo o pierdas aquello que ya tenías. Desea siempre tener más y más, y nunca vayas a compartirlo con nadie.

    Come y bebe lo más que puedas. Si se trata de bebidas alcohólicas o drogas, aún mejor. De esta manera, perderás la conciencia de tus actos y podrás cometer atrocidades sin los molestos remordimientos de conciencia que tal vez podrían hacerte cambiar.

    Entristécete por todo lo bueno que les suceda a los demás y deséales el mal a todos. Piensa que nadie tiene derecho a ser más feliz que tú. Si esto llegara a suceder, saca todas las armas para destruir con tus actos y tus palabras a la persona que haya osado tener una cualidad o una cosa que tú mereces y ella no.

    No te esfuerces por nada. Cualquier cosa que te cueste un poco podría hacer de ti una mejor persona y librarte del infierno.
    ¡Cuidado!

    Jamás hagas oración.

    ¿Dónde se habla del Infierno en el Evangelio?

    Jesucristo habla del Infierno en el Evangelio y expresa claramente su carácter de castigo doloroso y eterno.

    Algunas de estas citas se encuentran en:
    San Mateo:
    “Quien dijere a su hermano “insensato”, será reo de la gehena del fuego” (5,22).
    “No temáis a los que matan el cuerpo; temed más bien a los que pueden arruinar el cuerpo y el alma en el fuego eterno” (10,28).
    “Y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes” (13,50).
    “Atadlo y echadlo fuera a las tinieblas, donde habrá llanto y crujir de dientes” (22,13).
    “Y el siervo inútil será arrojado a las tinieblas”. (25,30)
    “ irán éstos al tormento eterno” (25,46).
    San Marcos:
    “Más te vale entrar manco al Cielo, que entrar con las dos manos a la gehena, al fuego inextinguible” (9,43-48).
    San Lucas:
    “… para que no vengan también ellos a este lugar de tormento…” (16, 28).

    Algunas personas, incluso algunos sacerdotes, podrán decirte que el Infierno es una especie de Purgatorio transitorio.
    Recuerda que el Infierno es la separación eterna de Dios, infelicidad plena (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1033-1037).
    También, podrás encontrar a quienes te digan que el Purgatorio es un invento de la Edad Media. El Purgatorio es la purificación final de los elegidos, completamente distinta del castigo de los condenados (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1031).

    El verdadero camino es el de la puerta estrecha, si queremos llegar a Dios.
     
     
    Ángeles y demonios
    Catequesis de Juan Pablo II sobre ángeles y demonios
     
    Ángeles y demonios
    Ángeles y demonios
    Catequesis sobre el Credo

    VII Los ángeles



  • La existencia de los Ángeles revelada por Dios

    1. Nuestras catequesis sobre Dios, Creador del mundo, no podían concluirse sin dedicar una atención adecuada a un contenido concreto de la revelación divina: la creación de los seres puramente espirituales, que la Sagrada Escritura llama ´ángeles´. Tal creación aparece claramente en los Símbolos de la Fe, especialmente en el Símbolo niceno-constantinopolitano: Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas (esto es, entes o seres) ´visibles e invisibles´. Sabemos que el hombre goza, dentro de la creación, de una posición singular: gracias a su cuerpo pertenece al mundo visible, mientras que, por el alma espiritual, que vivifica el cuerpo, se halla casi en el confín entre la creación visible y la invisible. A esta última, según el Credo que la Iglesia profesa a la luz de la Revelación, pertenecen otros seres, puramente espirituales, por consiguiente no propios del mundo visible, aunque están presentes y actuantes en él. Ellos constituyen un mundo específico.

    2. Hoy, igual que en tiempos pasados, se discute con mayor o menor sabiduría acerca de estos seres espirituales. Es preciso reconocer que, a veces, la confusión es grande, con el consiguiente riesgo de hacer pasar como fe de la Iglesia respecto a los ángeles cosas que no pertenecen a la fe o, viceversa, de dejar de lado algún aspecto importante de la verdad revelada.La existencia de los seres espirituales que la Sagrada Escritura, habitualmente, llama ´ángeles´, era negada ya en tiempos de Cristo por los saduceos (Cfr. Hech 23, 8). La niegan también los materialistas y racionalistas de todos los tiempos. Y sin embargo, como agudamente observa un teólogo moderno, ´si quisiéramos desembarazarnos de los ángeles, se debería revisar radicalmente la misma Sagrada Escritura y con ella toda la historia de la salvación´ (.). Toda la Tradición es unánime sobre esta cuestión. El Credo de la Iglesia, en el fondo, es un eco de cuanto Pablo escribe a los Colosenses: ´Porque en El (Cristo) fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por El y para El´ (Col 1, 16). O sea, Cristo que, como Hijo-Verbo eterno y consubstancial al Padre, es ´primogénito de toda criatura´ (Col 1, 15), está en el centro del universo como razón y quicio de toda la creación, como ya hemos visto en las catequesis precedentes y como todavía veremos cuando hablemos más directamente de El.

    3. La referencia al primado de Cristo nos ayuda a comprender que la verdad acerca de la existencia y acción de los ángeles (buenos y malos) no constituyen el contenido central de la Palabra de Dios.En la Revelación, Dios habla en primer lugar ´a los hombres. y pasa con ellos el tiempo para invitarlos y admitirlos a la comunión con El´, según leemos en la Cons. ´Dei Verbum´ del Conc. Vaticano II (n.2). De este modo ´las profunda verdad, tanto de Dios como de la salvación de los hombres´, es el contenido central de la Revelación que ´resplandece ´ más plenamente en la persona de Cristo (Cfr. Dei Verbum 2).La verdad sobre los ángeles es, en cierto sentido, ´colateral´, y, no obstante, inseparable de la Revelación central que es la existencia, la majestad y la gloria del Creador que brillan en toda la creación (´visible´ e ´invisible´) y en la acción salvífica de Dios en la historia del hombre. Los ángeles no son, criaturas de primer plano en la realidad de la Revelación, y, sin embargo, pertenecen a ella plenamente, tanto que en algunos momentos les vemos cumplir misiones fundamentales en nombre del mismo Dios.

    4. Todo esto que pertenece a la creación entra, según la Revelación, en el misterio de la Providencia Divina. Lo afirma de modo ejemplarmente conciso el Vaticano I, que hemos citado ya muchas veces: ´Todo lo creado Dios lo conserva y lo dirige con su Providencia extendiéndose de un confín al otro con fuerza y gobernando con bondad todas las cosas. "Todas las cosas están desnudas y manifiestas a sus ojos", hasta aquello que tendrá lugar por libre iniciativa de las criaturas´. La Providencia abraza, por tanto, también el mundo de los espíritus puros, que aun más plenamente que los hombres son seres racionales y libres. En la Sagrada Escritura encontramos preciosas indicaciones que les conciernen.Hay la revelación de un drama misterioso, pero real, que afectó a estas criaturas angélicas, sin que nada escapase a la eterna Sabiduría, la cual con fuerza (fortiter) y al mismo tiempo con bondad (suaviter) todo lo lleva al cumplimiento en el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

    5. Reconozcamos ante todo que la Providencia, como amorosa Sabiduría de Dios, se ha manifestado precisamente al crear seres puramente espirituales, por los cuales se expresa mejor la semejanza de Dios en ellos, que supera en mucho todo lo que ha sido creado en el mundo visible junto con el hombre, también él, imborrable imagen de Dios. Dios, que es Espíritu absolutamente perfecto, se refleja sobre todo en los seres espirituales que, por naturaleza, esto es, a causa de su espiritualidad, están mucho más cerca de El que las criaturas materiales y que constituyen casi el ´ambiente´ más cercano al Creador.La Sagrada Escritura ofrece un testimonio bastante explícito de esta máxima cercanía a Dios de los ángeles, de los cuales habla, con lenguaje figurado, como del ´trono´ de Dios, de sus ´ejércitos´, de su ´cielo´. Ella ha inspirado la poesía y el arte de los siglos cristianos que nos presentan a los ángeles como la ´corte de Dios´.

  • La caída de los Ángeles malos
  • La misión de los Ángeles
  • La naturaleza de los Ángeles
  • El pecado y la acción de Satanás
  • La acción de Satanás y la victoria de Cristo
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    Los ángeles, mediadores entre Dios y los Hombres
    La Tradición de la Iglesia Católica ha visto en los ángeles creaturas puramente espirituales. Cualidades, jerarquía, poderes y prerrogativas de los ángeles.
     
    El universo entero, en la inmensidad inaferrable de sus dimensiones y en la incontable cantidad de las especies e individuos que lo pueblan; en el férreo orden que lo une y en la suave y dinámica armonía que lo impregna, proclama, con arcano lenguaje, las maravillas de su Creador.
    Sí, así es, porque Dios, en un misterioso y sabio designio de su admirable providencia, ha querido comunicar al mundo las infinitas e insospechadas riquezas de su ser y para ello no sólo se ha contentado con llamar a la existencia la variada multitud de creaturas y con ordenarlas jerárquicamente entre sí, sino que además se ha complacido en hacerlas partícipes de su gobierno del universo, dotándolas de actividades propias que las hagan capaces de influir provechosamente sobre las demás. La obra divina de la creación, pues, tal como Dios la ha planeado, no constituye un mero conjunto desmembrado de partes de incalculable variedad. Por el contrario, ella conforma un todo uno, armónico y jerarquizado donde cada uno de los seres que la habitan refleja la bondad y perfección divinas no tan sólo con su grado de ser sino también con su obrar.
    Las criaturas, pues, así asociadas al gobierno providencial divino, obran unas sobre otras y lo hacen imitando la pedagogía con la que Dios mismo guía y conduce el universo y según la cual los seres superiores comunican los bienes a los inferiores a través de los intermedios [1].
    Un claro ejemplo de esta ley divina lo tenemos en la revelación sobrenatural de la Ley del Antiguo Testamento. Dios, ciertamente, hubiera podido revelarla por sí mismo y, sin embargo, fiel a sus sapientes disposiciones, ha querido dispensarla al pueblo elegido por la mediación de los ángeles [2].
    No resulta difícil, a la luz de esta ley general de la Providencia, comprender el lugar privilegiado que los ángeles ocupan en la creación. A través de ellos, en efecto, y en su condición de superioridad y de mayor perfección, Dios hace llegar sus bienes a las criaturas que ocupan un escalafón inferior en la jerarquía universal, sean éstos, ángeles, hombres o seres inanimados, y lo hace tanto en el orden natural como en el sobrenatural.

    La sociedad angélica y sus diversos órdenes.

    La Tradición de la Iglesia Católica ha visto en los ángeles creaturas puramente espirituales y pertenecientes a un mundo invisible, distribuidas armónicamente según distintas jerarquías y órdenes o coros. Es clásica la división de Dionisio Areopagita y de san Gregorio Magno, retomada y excelentemente explicada por santo Tomás de Aquino [3], en tres jerarquías celestes, subdivididas, a su vez, en tres coros cada una. Se distinguen, así, los nueve coros angélicos siguientes, ordenados de mayor a menor perfección: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles. Con estos nueve nombres se designan a los espíritus puros según la diversidad de sus funciones y de las propiedades de sus respectivas naturalezas.
    En la primera jerarquía angélica se ubican los espíritus que contemplan directamente en Dios, de manera perfecta, el orden de la divina providencia. Las más elevadas entre estas creaturas privilegiadas son llamadas Serafines, nombre que señala el incendio de amor que en ellos suscita la contemplación de la Bondad divina en la que ven, con luminosa claridad, la razón última del obrar providencial de Dios. Los siguientes en un orden descendiente de perfección son conocidos como Querubines. Este nombre significa plenitud de ciencia y es dado a estos ángeles porque beben las razones del plan providencial de Dios directamente de la fuente del divino saber. Cierran esta jerarquía los Tronos que contemplan los juicios divinos en sí mismos, hecho del cual deriva su nombre que hace referencia a la potestad de juzgar. Los espíritus de la segunda jerarquía angélica, aún contemplando a Dios directamente, a causa, precisamente, de su menor perfección no ven tan acabadamente en Él las razones de su Providencia sino que las conocen en sus principios y causas universales. En este grado, los más perfectos son las Dominaciones. A ellos corresponde regular la acción de los diversos mediadores que ejecutan el plan divino. Es en razón de su función reguladora y dominadora, pues, que reciben su nombre propio. Los segundos dentro de este mismo nivel jerárquico son las Virtudes. A ellos corresponde hacer ejecutar en concreto, bajo el control y cuidado de las Dominaciones, los designios divinos. Una vez que este plan es puesto en ejecución, corresponderá a los ángeles del tercer coro dentro de esta segunda jerarquía, es decir, a las Potestades, preservar sus efectos contra toda posible perturbación.

    Los ángeles de la tercera jerarquía, bienaventurados como los anteriores, pues contemplan directamente como ellos el rostro de Dios, toman su conocimiento del orden del gobierno divino de sus principios y causas particulares y se ubican inmediatamente por encima de todo aquello que entra dentro del horizonte humano. Los espíritus que regulan y cuidan el bien común de estas realidades humanas, por ejemplo, los reinos y ciudades, son los denominados Principados. La disposiciones de los reinos y el paso de poder de uno a otro está sometido al cuidado providencial de estos seres espirituales. Los bienes humanos, por su parte, que no siendo comunes se ordenan al beneficio de muchos, están bajo la especial tutela de los Arcángeles, que ocupan el segundo puesto dentro de este tercer plano jerárquico. Así, por ejemplo, correspondió al Arcángel san Gabriel la tarea de anunciar la Encarnación a la Virgen para que todos la creyeran. El bien privado y personal de los hombres, en fin, es custodiado por los ángeles guardianes, llamados también simplemente ángeles, con los cuales se cierra esta última jerarquía angélica.

    El influjo de los ángeles sobre los cuerpos.

    Aunque el poder confiado por Dios a los ángeles les permite actuar sobre las demás creaturas, solamente sobre los cuerpos pueden ejercer un influjo directo. En efecto, ellos pueden impartir a los seres corpóreos, ante todo, un movimiento de tipo local y tan sólo a través de esta acción es que pueden lograr, posteriormente, otros efectos, sean de índole corporal, sean, inclusive, de carácter inmaterial. Se trata, sin embargo, de un impulso local que no brota directamente de la naturaleza misma de los cuerpos sometidos al influjo de la acción angélica sino, precisamente, de la acción de la creatura espiritual superior. De manera semejante sucede con el flujo y reflujo del mar, por ejemplo, que no se debe tanto a la naturaleza misma del agua cuanto a la atracción e influjo de la luna. Es gracias a esta capacidad activa que los espíritus puros pueden asumir, como lo testimonia la Escritura, ciertos cuerpos e, incluso, ejercer por medio de ellos muchas otras y variadas actividades. En el plan de la divina providencia, sin embargo, estas asunciones de cuerpos y las diversas acciones ejercidas sobre ellos no se deben a que los ángeles estén necesitados de ello, sino que se ordenan al bien del hombre, esto es, para manifestarnos más familiar y acomodadamente la verdad que ellos conocen y que Dios les ha mandado enseñarnos. Por esto no se dice que el ángel se una a un cuerpo al modo como lo está unida nuestra alma. Si el espíritu puro asume un cuerpo o se une a él es solamente como a un instrumento para dar a conocer, por su intermedio, y con un lenguaje más adaptado al hombre, el mensaje que quiere transmitir [4].

    La iluminación y la persuasión angélica.

    Una de las principales actividades que los ángeles ejercen sobre las creaturas intelectuales es la manifestación de la verdad por ellos conocida. Este particular influjo recibe el nombre de iluminación a causa de su semejanza analógica con la acción de la luz física sobre el acto de visión. En efecto, por medio de la luz el hombre puede ver los colores de las cosas que lo rodean, no sólo porque los hace visibles en sí mismos, sino además porque conforta y refuerza la capacidad visiva humana. En base a esta comparación podemos comprender en qué consiste la iluminación angélica. Ella es llevada a cabo de dos modos distintos y complementarios, es decir, confortando y potenciando el intelecto de la criatura inferior, por un lado, y haciéndoles inteligibles las verdades que escapan a su capacidad intelectual, por el otro [5]. Los espíritus puros, entonces, iluminan a otro ángel o a un ser humano cuando, convirtiéndose o acercándose espiritualmente a la creatura intelectual inferior, fortifican sus capacidades intelectuales. Gracias a esta conversión o, a falta de un vocablo más adecuado, cercanía espiritual, el ángel inferior o el hombre se ven como inundados por la luz intelectual de la creatura superior resultando confortados y reforzados en su inteligencia, de manera semejante a como, bajo la acción de una luz intensa, la vista es confortada y potenciada en modo tal de requerir menos esfuerzo para distinguir los colores. Se da aquí algo similar a lo que sucede cuando un cuerpo más cálido se acerca a otro menos cálido provocando un aumento del calor en este último, sólo que en lugar de proximidad física, en el caso de la iluminación angélica más bien debemos hablar de cercanía o aproximación espiritual.

    Pero un ángel puede también iluminar a otro al modo como un maestro enseña a su alumno una verdad que, sin su ayuda y enseñanza, no podría llegar a conocer. Así como el maestro, que conoce una verdad más perfectamente, la adapta con su pedagogía a la capacidad de comprensión de su alumno, y así se dice que lo ilumina con su ciencia, así también el ángel superior ilumina la inteligencia del ángel inferior. Esta iluminación angélica, sin embargo, no se da por medio de una acción directa del espíritu más perfecto sobre la inteligencia del inferior, como si penetrara en la intimidad de su mente para poner allí sus propias ideas. Esta posibilidad es prerrogativa exclusiva de Dios y nadie más que Él puede entrar en el sagrario de la inteligencia y voluntad sin violentarlas. El ángel, por el contrario, no siendo Dios, puede, según su propia virtualidad, influir sobre las capacidades intelectuales de otras criaturas pero tan sólo proponiendo como un maestro la verdad por él conocida. Por su parte, la iluminación angélica recibida por un hombre procede por caminos propios, esto es, por vías especialmente adaptadas a la índole de su capacidad cognoscitiva y según la cual lo que el hombre conoce con su inteligencia ha debido pasar primero por sus sentidos. Esta particular característica abre una doble posibilidad para la iluminación angélica de la mente humana. En efecto, el ángel puede, por una parte, obrar visiblemente sobre la creatura racional y, así, se dice que ilumina la inteligencia humana hablando un lenguaje sensible. Éste ha sido el caso, por ejemplo, de los ángeles que rescataron a Lot y su familia de la destrucción de Sodoma y Gomorra[6].

    Como quiera que sea, más allá de este tipo de iluminación, el ángel puede también obrar invisiblemente sobre la inteligencia del hombre, pero siempre respetando su ley de conocimiento, es decir, la regla de la mediación de los sentidos, a la cual está obligado no sólo porque la naturaleza humana así lo exige, sino también a causa de la condición creatural del mismo espíritu angélico dado que, como ya dijimos, ningún ser creado, sino sólo Dios, puede influir directamente en la mente de las criaturas intelectuales. Así sucedió con san José cuando el Ángel del Señor le anunció en sueños que no debía abandonar a la Santísima Virgen [7]. En conformidad con la norma del conocimiento del hombre, entonces, se dice que el ángel ilumina indirectamente la inteligencia humana actuando sobre la imaginación, es decir, suscitando imágenes sensibles a partir de las cuales el intelecto del hombre pueda abstraer el conocimiento que el ángel quiere transmitirle y que, sin su iluminación, no podría alcanzar. La posibilidad para el ángel de despertar estas imaginaciones está vinculada a la estrecha unidad, en el hombre, entre su alma y su cuerpo. Las creaturas puramente espirituales no pueden obrar directamente sobre la inteligencia pero, a decir verdad, tampoco pueden ejercer un influjo directo sobre la imaginación, como si fueran capaces de invadir esta zona del alma humana y depositar allí, a voluntad, las imágenes sensibles de las cosas que quieran dar a conocer. Como ha sido ya establecido, su acción directa se ejerce sólo sobre el cuerpo humano, más precisamente, sobre aquel punto donde su unión con el alma parece ser más estrecha, provocando el movimiento y la acción, como enseña santo Tomás de Aquino, de diversas sustancias, líquidos y humores, es decir, actuando sobre el sistema nervioso, causando diversas reacciones químicas en el cerebro, etc [8]. Inmutando el sentido por medio de estas acciones, el ángel, con inusitada habilidad, suscita distintas representaciones imaginativas. Algo parecido sucede cuando un orador experto, obrando sobre el oído de sus oyentes por sus palabras y sobre su visión por sus gestos, despierta en ellos emociones y pasiones que hasta pueden llegar a alcanzar grados de intensidad verdaderamente sorprendentes.

    Ahora bien, la actividad iluminativa que hasta aquí hemos considerado es como la antesala de otra gran acción angélica ejercida, esta vez, sobre la voluntad. Denominamos a esta operación, persuasión, esperando que los motivos de la elección de este nombre se verán claramente en lo que sigue. Dejando a salvo el exclusivo privilegio divino de obrar directamente sobre la voluntad de las creaturas intelectuales, al ángel puede también obrar sobre ella, aunque indirectamente, pues puede solicitar su inclinación presentándose a sí mismo ante ella como un bien digno de ser amado, o mostrándole algún bien creado ordenado a la bondad de Dios o, en fin, despertando pasiones que muevan y empujen su voluntad [9]. Este modo de obrar de los espíritus puros sobre la voluntad es diverso al que ejercen sobre la inteligencia. Cuando iluminan el intelecto, la verdad manifestada se presenta con tal fuerza que la criatura inteligente no puede negar su asentimiento. Pero no siendo en sí mismos el bien universal, ni pudiendo presentar a la voluntad sino bienes particulares y parciales, no la pueden mover necesariamente. La voluntad siempre conserva su libertad, aun en el caso de ser excitada por medio de pasiones diestramente provocadas. Es verdad que cuando los espíritus puros buenos actúan sobre el hombre la correcta elección humana se ve fuertemente facilitada, cuanto más que, por el gran dominio angélico de los cuerpos, el impulso del buen movimiento es acompañado por acciones concomitantes dirigidas a neutralizar las influencias y costumbres perniciosas, a calmar la violencia de las pasiones contrarias o, incluso, a rechazar el obrar de poderes diabólicos. Con todo, el hombre siempre permanecerá libre de secundar aquel buen movimiento y por ello hemos dicho que la moción angélica de la voluntad se da siempre al modo de la persuasión y nunca jamás como coacción.

    El ángel de la guarda.

    Habiendo creado y ordenado a los espíritus puros según sus diversas funciones y grados de perfección, Dios también los ha querido asociar a su gobierno providencial del universo confiándoles la misión de obrar sobre las creaturas inferiores. Todos, pues, podemos decir, por especial mandato divino, cumplen alguna misión en la creación, sea ésta exterior, es decir, que tiene por objeto la creatura corporal, sea interior, esto es, ordenada a producir algún efecto de tipo más bien intelectual. En este último sentido, entonces, no es incorrecto afirmar que todos los miembros de los distintos coros angélicos reciben de Dios la misión de iluminar a otros. Con todo, no puede decirse lo mismo respecto de las misiones externas ya que no todos los espíritus puros son enviados a realizarlas, en razón, otra vez, de la misma ley de la Providencia [10]. En efecto, como hemos visto, según esta regla, los ángeles superiores no dispensan sus bienes a los seres inferiores si no es a través de las creaturas intermedias. Es verdad que, en el orden natural, algunas veces el ser superior ejerce su acción sobre el inferior al margen de los intermedios. Esto sucede, por ejemplo, cuando Dios, o un ángel por mandato divino, realizan un milagro. Con todo, en el orden sobrenatural no se ve por qué razón esta ley providencial no vaya a ser siempre respetada. Ante todo, porque si el orden natural no es obedecido, es en vistas de obtener un bien mayor en el plano superior de la gracia. Pero el orden sobrenatural es último y no se ordena a otro plano por encima suyo como para poder suspender, en su beneficio, sus propias leyes. Además, si esto sucediera en el mundo de las creaturas puramente espirituales, los hombres no podrían saberlo y, así, resultaría inútil para su propio provecho, ya que si el Creador hace algún milagro es para confirmar a los hombres en la fe [11]. En consecuencia, debe decirse que no todos los espíritus puros reciben de Dios la misión de llevar a cabo algún particular ministerio sobrenatural externo, sino solamente los de rango jerárquico inferior [12].

    En efecto, si así no fuera, los ángeles supremos actuarían sobre los seres menos perfectos sin la mediación de las creaturas intermedias, obviando así la ley general de la Providencia, que, en el plano sobrenatural, como acabamos de ver, no conoce excepciones. Entre los ángeles enviados en misión se encuentran los ángeles custodios, cuya tarea consiste en auxiliar a cada uno de los hombres en el camino de la salvación. Esta verdad, aunque aún no haya sido definida solemnemente por la Iglesia, no deja de pertenecer a la fe católica. Es más, la misma Sagrada Escritura y la Tradición admiten la existencia de otros ángeles custodios o tutelares no ya enviados a cuidar de cada hombre en particular sino a diversos ordenes más generales. Así, por ejemplo, los Principados y los Arcángeles, especialmente san Miguel, se encargan de tutelar la humanidad en general y sus distintos reinos e, incluso, iglesias [13]; las Virtudes rigen y cuidan el mundo de los cuerpos; los Principados auxilian a los ángeles buenos y las Potestades ejercen su acción sobre los mismos demonios.

    Conclusión.

    La existencia y distinción de seres angélicos no puede ser considerada como un cuento de niños, al contrario, ella se revela como una necesidad tanto del orden general del gobierno por el cual Dios conduce todas las cosas hacia sí, cuanto de la particular situación humana en su camino hacia el cielo. La divina Providencia, como en varias oportunidades hemos dicho, ha dispuesto que las creaturas superiores dispensen sus bienes a las inferiores. En conformidad con esta norma, Dios ha mandado y manda a sus ángeles a custodiar y gobernar especialmente a los hombres, y esto lo hace no tan sólo por el prurito de mantener intacta una simple ley de orden sino para usar de misericordia para con nosotros, tan necesitados de la compasión divina. El ser humano, en efecto, especialmente después de la caída original, está necesitado de este precioso auxilio pues no es capaz de evitar suficientemente por sí mismo los males que lo apartan de su fin último, ni de poner como se deben los actos virtuosos que positivamente lo conducen hasta él. En su situación presente, en efecto, las pasiones agitan su alma, obnubilan su inteligencia y dificultan la tarea de su voluntad, enferma y debilitada para observar en su totalidad los preceptos de la ley natural y, con mayor razón, los mandamientos de la ley de la gracia. Ante esta difícil situación humana Dios ha querido proveer directamente a la rectificación del afecto desordenado infundiendo en las almas los dones de la gracia y virtudes e, indirectamente, enviando a los hombres sus ángeles custodios de manera que, iluminando su inteligencia, faciliten la tarea rectora de la prudencia [14]. Así, pues, del mismo modo que la Providencia divina tiene cuidado de todas y cada una de sus creaturas y provee para ello el auxilio y asistencia de distintos espíritus puros, así también ejerce su paternal cuidado de los hombres proveyendo a todos y cada uno de ellos, desde su mismo nacimiento, de un ángel guardián para que los acompañe a lo largo de toda la vida terrena. Y aun después de la muerte,
    Dios ha dispuesto que quien se haya salvado tenga junto a sí, y para siempre, un ángel que compartirá su corona de gloria, mientras que quien se haya condenado tendrá a su lado un ángel caído que lo castigará eternamente [15].
    Por medio de estos ángeles guardianes los hombres somos librados diariamente de gravísimos peligros espirituales y corporales de los cuales no siempre somos conscientes. Ellos, en efecto, no solamente iluminan la verdad en la inteligencia o inspiran buenos deseos y propósitos en la voluntad sino que también nos protegen de los males que nos amenazan. Es más, su función mediadora no es solamente descendente. Por el contrario, también interceden ante Dios por nosotros presentando ante el trono de la divina majestad nuestras oraciones, nuestros sacrificios e, incluso, el acto del culto público por excelencia de la Iglesia, el Sacrificio Eucarístico de Jesucristo, tal como lo testimonian los textos bíblicos y la misma liturgia de la Iglesia Católica [16].
    El culto de los ángeles, entonces, queda, según lo dicho, sólidamente justificado y ampliamente recomendado, no sólo por nuestro propio bien y provecho sino, además, porque, por medio de nuestros actos de devoción, honramos inmensamente también a Dios, pues ha sido Él mismo quien ha dispuesto a nuestro favor su valioso auxilio y protección. Que tan excelentes creaturas no dejen, entonces, de presentar ante el altar de la Divina Majestad la prenda más preciosa de nuestro culto, el Sacrificio Eucarístico de nuestra Redención; que no nos falte, tampoco, su poderosa ayuda, que nos defiendan en la batalla, que nos amparen contra las perversidades e instigaciones del diabólico enemigo, que protejan a la Santa Iglesia Católica y, ya que la soberana y divina Bondad, como reza una piadosa y tradicional oración, nos ha encomendado a sus solícitos cuidados, que no dejen jamás de iluminarnos, guardarnos, regirnos y gobernarnos. Amén.

    1. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II, d. 10, q. 1, a. 2, q. 1ª, c.

    2. Cf. Hech 7, 38-53; Gál 3, 19; Heb 2, 2.

    3. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I q. 108, a. 1-8.

    4. Cf. Tob 12, 1-21.

    5. Cuando un ángel ilumina a otro ángel, esta verdad no es la esencia divina, pues todos los ángeles buenos la contemplan directamente, sino las razones del obrar providencial divino.

    6. Cf. Gén 19, 1-3.

    7. Cf. Mt 1, 18-25.

    8. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 111, a. 3.

    9. Permanece en pie, en este último caso, como ha sido dicho respecto de la acción angélica sobre la imaginación, el hecho de que el ángel no afecta el alma sino a través de su actuar directo sobre el cuerpo.

    10. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 112, a. 2, ad 2m.

    11. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 112, a. 2, c.

    12. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 113, a. 3, c.

    13. Cf. Dan 10, 13; Apoc 2, 1 - 3, 22.

    14. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 113, a. 1-2.

    15. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I q. 113, a. 4, c.

    16. Cf. CANON ROMANO: Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu Ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, bendecidos con tu gracia, tengamos también parte en la plenitud de tu reino.
     
     
    Los Ángeles Custodios
    La Iglesia siempre ha venerado con particular afecto a los Santos Angeles, implorando piadosamente la ayuda de su intercesión.
     



    Si fuésemos humildes siervos en la edad de oro de los poderes regios y topásemos con un príncipe sabio, magnífico y magnánimo, de poder invencible, dispuesto a ser nuestro protector y amigo, aliado en las batallas y servidor en nuestros varios menesteres, nos hallaríamos ante una sombra de nuestro Angel Custodio. Asombro, admiración y gratitud no conocerían límites en nuestro ánimo y atenderíamos a sus más leves gestos.

    La Iglesia entera proclama gozosa la existencia de esos Príncipes del Cielo que están junto a nosotros en la tierra; y lo celebra especialmente cada 2 de octubre. Un 2 de octubre - el de 1928 - fue cuando Josemaría Escrivá de Balaguer – san Josemaría, desde el 6 de octubre de 2002-, por inspiración divina - en términos de la Constitución Apostólica Ut sit -, fundó el Opus Dei (1). A la vuelta de más de cuarenta años, decía en Argentina, ante una muchedumbre de hombres y mujeres de toda edad y condición: El Ángel Custodio es un Príncipe del Cielo que el Señor ha puesto a nuestro lado para que nos vigile y ayude, para que nos anime en nuestras angustias, para que nos sonría en nuestras penas, para que nos empuje si vamos a caer, y nos sostenga (2).Era un modo de expresar en síntesis lo que la Doctrina Católica ha enseñado de continuo: La Providencia de Dios ha dado a los Ángeles la misión de guardar al linaje humano y de socorrer a cada hombre; y no han sido enviados solamente en algún caso particular, sino designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los hombres(3).

    Mirad -decía el Señor a sus discípulos- que no despreciéis a algunos de estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los Cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial (4). Y los santos se asombran: Grande es la dignidad de las almas, cuando cada una de ellas, desde el momento de nacer, tiene un Ángel destinado para su custodia (5). ¡Amorosa providencia de nuestro Padre Dios!, gran bondad la suya, que otorga a sus criaturas parte de su poder, para que unos y otros seamos también difusores de bondad.

    No imploramos bastante a los Ángeles, dice Bernanos. Inspiran cierto temor a los teólogos (a algunos, claro es), que los relacionan con aquellas antiguas herejías de las iglesias de Oriente; un temor nervioso, ¡vamos! El mundo está lleno de Ángeles (6).

    Lo cierto es que nos acompañan a sol y sombra, por cumplir puntual y amorosamente, la misión que la Trinidad les ha confiado: que te custodien en todas tus andanzas (7). No parece sensato rehusar un auxilio tan precioso.

    En Getsemaní –aquella altísima cumbre del dolor- se hallaba el Dios humanado en agonía, en lucha singular frente al pavor y hastío, con tristeza de muerte. Los apóstoles -incluso Pedro, Santiago y Juan- heridos por el sopor, dormitaban después de tensa jornada. Jesús, solo, se adentra en el insondable drama de la Redención de la humanidad caída. Gruesas gotas de sangre emanan de su piel y empapan la tierra (8), muestra elocuente de la magnitud de la angustia.

    En esto se le apareció un Ángel del Cielo que le confortaba (9). ¿Qué Ángel sería aquél que recibió estremecido la misión de prestar vigor a la Fortaleza y consolar al Creador? ¡Qué humildad! ¡que temblor! ¡qué fortaleza!

    A veces, también nosotros, pequeños, débiles, medrosos, hemos de dar consuelo y energía a los más fuertes. Es tremendo, pero hay que hacerlo. Y si Cristo Jesús acude a un Ángel en busca de auxilio, ¿será tanta mi soberbia o mi ignorancia, que yo prescinda de semejante ayuda? Los Ángeles y demás Santos son como una escala de preciosas piedras que, como por ensalmo, nos elevan al trono de la gloria.


    HACER AMISTAD CON EL ÁNGEL CUSTODIO

    Sin duda he de tratar mucho más a mi Ángel. Es imponente su personalidad. Sin embargo, aunque muy superiores a nosotros por naturaleza, las criaturas angélicas son, por gracia, como nosotros, hijos del mismo Padre celestial: nos unen entrañables lazos de fraternidad. Cariño recíproco y personal, confidencia y común quehacer son hacederos con el ángel. Su amistad es en verdad factible. En espíritu están los ángeles pegados al hombre. Y van marchando con el tiempo histórico al compás de nuestra persona. El ángel se halla pronto a escuchar porque su guardia no la rinde el sueño ni el cansancio. Es vigilia sin relevo. Con él se puede departir en lenguaje franco de labios, aquél que se oye sin el servicio de la lengua, el verbo que ahorra fatigas y tiempo (10).

    Es maravilloso que en este andar por la tierra, nos acompañen los Ángeles del Cielo. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe san Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza... Pero desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han reconocido como conciudadanos.

    Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del Rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero (11).

    Consecuencia lógica: Ten confianza con tu Ángel Custodio. -Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día (12). Y te pasmarás con sus servicios patentes. Y no debieras pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti (13).

    Su presencia se hace sentir en lo íntimo del alma. Tratando con él de los propios asuntos, se iluminan de súbito con luz divina. Y no es de maravillar, pues es verdadero lo que dicen aquellas letras grandes, inmensas, grabadas en un muro blanco de La Mancha, que transcribe Azorín: los ángeles poseen luces muy superiores a las nuestras; pueden contribuir mucho, por tanto, a que las ideas de los hombres sean más elevadas y más justas de lo que de otro modo lo serían, dada la condición del espíritu humano (14).

    Precisamente, la misión de custodiar se ordena a la ilustración doctrinal como a su último y principal efecto (15). Los Ángeles Custodios nutren nuestra alma con sus suaves inspiraciones y con la comunicación divina; con sus secretas inspiraciones, proporcionan al alma un conocimiento más alto de Dios. Encienden así en ella una llama de amor más viva (16). No sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores, de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios, por cuyo medio Dios también las hace (17).


    ALIADO EN LAS BATALLAS

    Cada día tiene su afán, y Satanás -el Adversario- anda siempre en torno nuestro, como león rugiente, buscando presa que devorar (18). El también ha sido Ángel, magnífico, poderosísimo. Solos estaríamos perdidos. Pero los Ángeles fieles, con el poder de Dios, como buenos pastores que son, nos amparan y defienden de los lobos, que son los demonios (19). También Nuestro Señor Jesucristo, cuando permitió -para nuestro consuelo y ejemplo- que el demonio le tentase en la soledad del desierto, en momentos de humana flaqueza, quiso la cercanía de los ángeles. La historia se repite en sus miembros: después de la lucha entre el amor de Dios en la libertad del hombre con el odio satánico, viene la victoria. Y los ángeles celebran el triunfo -nuestro y suyo- vertiendo a manos llenas en el corazón del buen soldado de Cristo la gracia divina, merecida y ganada no con las solas fuerzas humanas, sino más bien con las divinas, puestas por Dios en los brazos misteriosos de los Santos Ángeles, nuestros Príncipes del Cielo. Estando con ellos, estamos con Dios, y si Deus nobiscum, quis contra nos? (20), si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?.

    Contando asiduamente con los Custodios, seremos más señores de nosotros mismos y del mundo. Porque es de saber que los Ángeles gobiernan realmente el mundo material: dominan los vientos, la tierra, el mar, los árboles... (21). Con sabiduría divina la Escritura reduce las fuerzas naturales, sus manifestaciones y efectos, a su más alta causalidad, como más tarde lo haría San Agustín en la frase: «toda cosa visible está sujeta al poder de un angel» (22).


    LOS ÁNGELES, JUNTO AL SAGRARIO

    El mundo está lleno de Ángeles. El Cielo está muy cerca; el Reino de Dios se halla en medio de nosotros. Basta abrir los ojos de la fe para verlo. Y el pequeño mundo, los millares de pequeños mundos que entornan los Sagrarios, están llenos de Ángeles: Oh Espíritus Angélicos que custodiáis nuestros Tabernáculos, donde reposa la prenda adorable de la Sagrada Eucaristía, defendedla de las profanaciones y conservadla a nuestro amor»(23).

    Los Sagrarios nunca están solos. Demasiadas veces están solos de corazones humanos, pero nunca de espíritus angélicos, que adoran y desagravian por la indiferencia e incluso el odio de los hombres. Al entrar en el templo donde se halla reservada la Eucaristía, no debemos dejar de ver y saludar a los Príncipes del Cielo que hacen la corte a nuestro Rey, Dios y Hombre verdadero. Para agradecerles su custodia y rogarles que suplan nuestras deficiencias en el amor.


    Y al celebrarse la Santa Misa, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Angeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplauso y ensalzo con los Angeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa misa. Están adorando a la Trinidad (24). Con ellos, qué fácil resulta meterse en el misterio. Estamos ya en el Cielo, participando de la liturgia celestial, en el centro del tiempo, en su plenitud, metidos ya en la eternidad, gozando indeciblemente.


    LOS CUSTODIOS DE LOS DEMÁS

    Pero ¿y los Custodios de los demás, no existen? ¡Claro que sí! También debemos contar con su presencia cierta: saludarles con veneración y cariño; pedirles cosas buenas para cuantos nos rodean o se cruzan en nuestro camino: en el lugar de trabajo, en la calle, en el autobús, en el tren, en el supermercado, por la escalera... Así, las relaciones humanas, se hacen más humanas, además de más divinas: Si tuvieras presentes a tu Ángel y a los Custodios de tus prójimos evitarías muchas tonterías que se deslizan en la conversación (25). Las nuestras serían entonces conversaciones de príncipes, con la digna llaneza de los hijos de Dios, gente noble, bien nacida, sin hiel en el alma ni veneno en la lengua, con calor en el corazón. Nuestra palabra sería siempre -ha de ser- sosegada y pacífica, afable, sedante, consoladora, estimulante, unitiva, educada (que todo lo humano genuino precisa de educación cuidadosa). Habría siempre -ha de haber- en la conversación, más o menos perceptible, un tono cristiano, sobrenatural, es decir, iluminado por la fe, movido por la esperanza e informado por la caridad teologal.

    De este modo, también las gentes que nos tratan, descubrirán que el Cielo está muy cerca; que es hora de despertar del sueño, que ha pasado el tiempo de sestear como Pedro, Santiago y Juan en Getsemaní; que somos algo más que ilustres simios; que no somos ángeles, pero gozamos de alma espiritual e inmortal, y somos -como los Ángeles- hijos de Dios. Es hora de aliarse con todas las fuerzas del Bien, del Cielo y de la tierra, para ahogar el mal en su abundancia.

    La Virgen Santa, Reina de los Ángeles, nos enseñará a conocer y a tratar a nuestro Angel Custodio; sonreirá cuando nos vea conversar con él entrañablemente, porque nos verá en un camino bueno, en la escala que sube al trono de Dios. Pido al Señor que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana (26).


    La Iglesia siempre ha venerado con particular afecto a los Santos Angeles, implorando piadosamente la ayuda de su intercesión (CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium, n. 50)

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    1.JUAN PABLO II, Const. Apost. Ut sit, 28-XI-1982, proemio.
    2.BEATO JOSEMARIA ESCRIVA, en Buenos Aires (Argentina), 16-VI-1974.
    3 Cat. Con. Trento, parte IV, cap. IX, nn. 4 y 6.
    4 Mt 18, 10
    5 SAN JERONIMO
    6 BERNANOS, Diario de un cura rural.
    7 Sal 90, 11
    8 Lc 22, 39-44
    9 Lc 22, 43.
    10 ANDRES VAZQUEZ DE PRADA, La amistad, Madrid 1956, pp. 241-242
    11 JOSEMARIA ESCRIVA, Es Cristo que pasa, n. 187
    12 JOSEMARIA ESCRIVA, Camino, n. 562
    13 Ibid., n. 565
    14 AZORIN, La Mancha
    15 Cfr. STO.TOMAS DE AQUINO, S. Th.,I, q. 113, a. 5.
    16 SAN JUAN DE LA CRUZ, Avisos y máximas, n. 220.
    17 ID., Canciones entre el alma y el Esposo, 2, 3.
    18 1 Ped 5, 8.
    19 SAN JUAN DE LA CRUZ, l.c.
    20 Rom 8, 31
    21 Cfr. Apc 7, 1
    22 PINSK, Hacia el centro, Ed. Rialp, Madrid 1957, p. 161.
    23 Camino, n. 569.
    24 Es Cristo..., n. 89.
    25 Camino, 564
    26 JOSEMARIA ESCRIVA, Amigos de Dios, n. 315
     
     
    La presencia de los ángeles en nuestra vida
    Los ángeles existen. No los vemos con los ojos del cuerpo pero sí con los de la fe.
     
    Los ángeles existen. No los vemos con los ojos del cuerpo pero sí con los de la fe. Las páginas de la Sagrada Escritura están llenas de referencias a estos seres espirituales que a menudo, sin tener cuerpo, se manifiestan de forma corpórea y especialmente humana. Sobre este aspecto Santo Tomás afirma que, según el testimonio de las Escrituras, los ángeles pueden tomar un cuerpo para manifestarse a los hombres. En este caso, no están unidos a este cuerpo como formas, sino como motores.

    La relación de los ángeles respecto a los cuerpos está regulada por la intención pedagógica de Dios para con los hombres. Así lo explica el Angélico Doctor: “… en las Escrituras, los seres inteligibles son descritos con figuras sensibles, … tal presentación no tiene por fin probar que los seres inteligibles son sensibles; pero por medio de las figuras de los seres sensibles, las propiedades de los seres inteligibles pueden ser comprendidas por una cierta semejanza…”.

    Los ángeles, suelen ser mensajeros de Dios y esta parece ser una de sus principales funciones como indica su propio nombre de “ángel”. (vid. Lit. Horarum). El Concilio IV Lateranense definió como dogma la creación de estos espíritus puros y a ellos nos referimos cuando, al proclamar el Símbolo de la Fe, mencionamos las realidades “invisibles”.

    La existencia de los ángeles como personas incorpóreas incide de modo sumamente importante en toda nuestra historia de la Salvación, por esos resulta imprescindible que la tengamos en cuenta. Ciertamente hemos de pensar que, si nada tuvieran que ver con nosotros, no se nos habría revelado su existencia.

    Sabemos de los ángeles por la Divina Revelación que son criaturas de Dios, superiores a nosotros en el ser gracias a su condición de espíritus puros. La epístola a los Hebreos y otros pasos de la Biblia dan por supuesta esta superioridad en muchos aspectos. Aunque esto habría de ser matizado por la realidad de la Encarnación del Hijo de Dios que se hizo hombre y no ángel.

    Los ángeles son hermanos nuestros destinados a gozar de Dios en su vida eterna, habiendo sido puesta a prueba su libertad igual como la nuestra.

    Algunos ángeles pecaron y se convirtieron en Demonios. Afortunadamente para nosotros el pecado primero de los hombres fue atenuado por la debilidad de una naturaleza inferior a los ángeles y no tuvo aquel carácter de irreparabilidad del pecado angélico.

    El hombre, por sus propias fuerzas, no puede conocer la existencia de los ángeles, ni igualarse o parangonarse con ellos. Los ángeles pueden penetrar en las conciencias humanas y podrían arrastrarlas a un dominio sobrehumano. No es esto lo que Dios espera de ellos ni lo que ellos hacen por nosotros.

    Si Dios respeta nuestro libre albedrío, mucho más los ángeles. Habiendo dispuesto Dios que se realice la Encarnación de su Hijo Eterno, ha subordinado el influjo de los ángeles sobre nuestra conciencia a un servicio respetuoso que sólo indirectamente se convierte en dominio: ellos nos dominan con Jesucristo a quien sirven, y así se alegran con Él en el cielo de la conversión de los pecadores de este mundo.

    Así, toda posible forma de dominio angélico sobre los hombres ha de entenderse desde la perspectiva cristológica y en particular de la realeza que Cristo ejerce sobre los hombres y el universo entero. En la consumación de los tiempos, el Rey eterno dará orden a sus ángeles para que congreguen a sus elegidos y los separen de los réprobos.

    Como afirman algunos teólogos, con todo, hay que decir que en la misteriosa relación que los ángeles establecen con nosotros por designio divino, hay una cierta subordinación debida al hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre, con lo cual ha puesto a los ángeles bajo su dominio en servicio propio y de sus hermanos los hombres.

    Bellamente lo expresa una tradicional oración de la Iglesia que el Beato Juan XXIII gustaba recitar al final del rezo del Angelus: “Angele Dei, qui custos es mei, me tibi comissum pietate Superna, illumina, custodi, rege et goberna”.

    Ángel de Dios,
    que eres mi protector,
    a mí que te he sido confiado
    por la Piedad de Dios,
    ilumíname, protégeme, guíame y condúceme.


    De nuestro ángel imploramos luz, protección, guía y fortaleza. Hermosa oración llena de sentido de fe sobrenatural que personalmente me gusta rezar a menudo durante el día para encomendarme a mi ángel custodio.

    Para un católico formado en la piedad tradicional de la Iglesia la devoción al ángel custodio o ángel de la guarda forma parte de la vida cotidiano. Somos muchos los que aprendimos de pequeños aquellas sencillas y tiernas oraciones con las que nos confiábamos a nuestro ángel:

    Ángel de mi guarda,
    dulce compañía,
    no me dejes solo ni de noche ni de día,
    no me dejes sólo que me perdería.


    Estas plegarias, de manera suave, iban conformando nuestra fe en la Divina Providencia que en su gran misericordia nos ha asignado un ángel a cada uno de nosotros para que nos acompañe en la travesía no siempre plácida del viaje de nuestra vida.


    Durante unos años, y como consecuencia de la crisis de fe acaecida en el seno de la Iglesia católica, la conciencia de la presencia de los ángeles y la devoción a los mismos, sufrió un eclipse. No por esto dejaron los ángeles de actuar. Siempre trabajan y especialmente cuanto más los necesitamos. Hoy, decayendo la tormenta, parece que se recupera la devoción a estos fieles servidores de Dios y amigos nuestros.

    La existencia de los ángeles forma parte del patrimonio de la fe de la Iglesia. Para un católico creer en los ángeles no es optativo como tampoco es lícito conformar los contenidos de la fe según el parecer y conveniencias de cada uno.

    La fe se cree toda con asentimiento de la virtud de la fe o no se cree nada. Si seleccionáramos los contenidos de la fe según nuestra capacidad o disposición de entendimiento ya no creeríamos con fe sobrenatural sino con opinión humana.

    Creemos la fe de la Iglesia y los contenidos de la misma vienen determinados por lo que nos ha sido dado en la Divina Revelación.

    Hablando de los ángeles, el Catecismo de la Iglesia Católica, expone de manera clara y concisa la enseñanza multisecular de la Iglesia sobre los ángeles.

    Conviene que nos detengamos en considerar esta doctrina que debe ser conocida por todo católico que se precie de asimilar las enseñanzas de la fe.

    La síntesis doctrinal que nos presenta el CEC nos recuerda en primer lugar la existencia de los ángeles y su condición creatural, es decir su radical dependencia de Dios. El enunciado sobre la existencia de los ángeles por parte del Lateranense es fundamentalmente enunciativo. Algunos se preguntan se puede ser entendido como un dogma de fe en sentido estricto. Este planteamiento es de por si muy capcioso y desconoce la verdadera naturaleza de la profesión de fe de la Iglesia. Desconoce que, a menudo, la ausencia de un dogma explícitamente definido, es signo de la pacífica posesión de la verdad por parte de la Iglesia sin que haya intervenido el cáncer de la herejía.

    Con todo, de las enseñanzas del Lateranense hay que decir que se enseña como dogma de fe la existencia de los ángeles. El Concilio condena como herejes a aquellos que afirman que los demonios no han sido creados por Dios como ángeles y que se hicieron demonios por el mal uso de su libertad. Esto implica necesariamente la existencia de los demonios y por ende, de los ángeles. Por tanto es una insensatez decir que uno es católico y no cree ni en ángeles ni demonios. Un católico no cree en lo que le da la gana. Cree, sencillamente, por gracia de Dios, la fe de la Iglesia Católica.

    Afirma el CEC en su introducción al tema de los ángeles: “La profesión de de fe del IV Concilio de Letrán afirma que Dios, al comienzo del tiempo, creó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana; luego la criatura humana, que participa de las dos realidades, pues está compuesta de espíritu y de cuerpo (DS 800; cf. DS 3002 y SPF 8)”. (327)

    Y nos recuerda que la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición. (cf. CEC, 328)

    San Agustín dice respecto a los ángeles: "Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos" , son "agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra" (Sal 103,20).

    Los ángeles son personas. Cuando hablamos del ser personal hemos de considerar sus varias posibilidades: Las Personas Divinas, las personas angélicas y las personas humanas.

    Los ángeles en tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf. Pío XII: DS 3891) e inmortales (cf. Lc 20,36).
    Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello.

    Los ángeles son del todo inmateriales. La esencia de los mismos es su forma. Los ángeles son su forma, la cual, no siendo recibida en una materia, es subsistente.

    Mientras que en los seres compuestos la forma sólo puede existir en una materia y es el ser compuesto el que actúa, en los ángeles se trata de una forma que existe separada de toda materia y que actúa por sí misma. Se trata de sustancias primeras puesto que las substancias separadas, aunque no estén compuestas de materia y de forma, son sin embargo sujetos, puesto que son subsistentes y completas en su naturaleza.

    Que los ángeles sean inmateriales no significa en absoluto igualarlos a Dios y abrir las puertas a un torpe politeísmo.

    Santo Tomás, distinguiendo entre esencia y acto de ser, muestra que sólo en Dios una y otra cosa se identifican. De esta manera Dios se distingue absolutamente de todo otro ser, compuesto metafísicamente.

    Esta distinción fundamental de Santo Tomás es la clave de la metafísica y de la teología, siendo Dios el Ipsum Esse Subsistens.

    El CEC presenta la doctrina de los ángeles en una perspectiva claramente cristológica desde la protología hasta la escatología.

    Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles..." (Mt 25,31). Le pertenecen porque fueron creados por y para él: "Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él" (Col 1,16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: "¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?" (Hb 1,14). (CEC, 331)


    ¿Qué oficios o misiones desempeñan los ángeles?

    Recogiendo el testimonio bíblico la exposición del CEC nos recuerda que desde la creación (cf. Jb 38,7, donde los ángeles son llamados "hijos de Dios") y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf. Gn 3,24), protegen a Lot (cf. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf. Gn 21,17), detienen la mano de Abraham (Gn 22,11), la ley es comunicada por su ministerio (cf. Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf. Ex 23,20-23), anuncian nacimientos (cf. Jc 13) y vocaciones (cf. Jc 6,11-24; Is 6,6), asisten a los profetas (cf. 1 R 19,5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cf. Lc 1,11.26).

    De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles.

    Cuando Dios introduce "a su Primogénito en el mundo, dice: ´adórenle todos los ángeles de Dios´" (Hb 1,6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: "Gloria a Dios..." (Lc 2,14).

    Protegen la infancia de Jesús (cf. Mt 1,20; 2,13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf. Mc 1,12; Mt 4,11), lo reconfortan en la agonía (cf. Lc 22,43), cuando él habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf. Mt 26,53) como en otro tiempo Israel (cf. 2 M 10,29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes "evangelizan" (Lc 2,10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf. Lc 2,8-14), y de la Resurrección (cf. Mc 16,5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf. Hb 1,10-11),
    estos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf. Mt 13,41; 25,31; Lc
    12,8-9). (Cf. CEC, 332-333)


    Los ángeles en la vida de la Iglesia

    334 De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf. Hch 5,18-20; 8,26-29; 10,3-8; 12,6-11; 27,23-25).

    335 En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cf. MR, "Sanctus"); invoca su asistencia (así en el "supplices te rogamus..."Te pedimos humildemente..." del Canon romano o el "In Paradisum deducant te angeli..." ("Al Paraíso te lleven los ángeles...") de la liturgia de difuntos, o también en el "Himno querubínico" de la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (S. Miguel, S. Gabriel, S. Rafael, y los ángeles custodios).

    No olvidemos a San Miguel Arcángel, protector de la Iglesia Universal. Recitemos a menudo la invocación al Santo Arcángel compuesta por el Papa León XIII y que se rezaba después de la celebración de la Santa Misa:

    San Miguel arcángel,
    defiendenos en el combate,
    se nuestro amparo y defensa,
    contra las hacechanzas de demonio.
    Reprímale Dios, pedimos suplicantes,
    Y tu, Principe de la Milicia Celestial,
    por el poder que Dios te ha conferido
    arroja al infierno a Satanás
    y a los demás espíritus malignos
    que vagan por el mundo
    para la perdición de las almas.
    Asi sea.



    Los ángeles custodios

    El Catecismo nos recuerda la doctrina del ángel custodio. Desde la infancia (cf. Mt 18,10) a la muerte (cf. Lc 16,22), la vida humana está rodeada de su custodia (cf. Sal 34,8; 91, 10-13) y de su intercesión (cf. Jb 33,23-24; Za 1,12; Tb 12,12). "Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida" (S. Basilio, Eun. 3, 1). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.

    Conectemos con este gran amigo invisible, invoquémosle a menudo. Nos hará sentir su presencia y amistad espiritual. (Cf. CEC, 336).

    La vida de los Santos es a menudo testimonio de extraordinarias intervenciones angélicas (también diabólicas…!). ¡Cómo no recordar las múltiples anécdotas que nos relata San Juan Bosco o San Pío de Pietrelcina, santos cuyas vidas están perfectamente documentadas y que son bien cercanas a nosotros!
     
     
     
     

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