“Oh Dios, que estableciste admirablemente la dignidad del hombre y la restauraste de modo aún más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó participar de la condición humana”. Celebrar la Navidad de Jesús no significa ceder a un enternecimiento ante un recién nacido, sino ponderar el amor inmenso de Dios para con los hombres y mujeres de todos los tiempos, que le ha llevado a hacerse uno como nosotros, invitándonos así a comprender la dignidad de toda persona humana.
El evangelio que se proclama hoy recuerda que el niño que festejamos es nada menos que la misma Palabra de Dios, que estaba junto a Dios y era Dios desde el principio, y que por ella se hizo todo lo que existe, pues es vida y luz para todos. Esta Palabra, anunciada en distintas ocasiones y de muchas maneras a los padres y profetas, se ha hecho presente entre los hombres: ha puesto su tienda, ha acampado entre nosotros, como dice con frase atrevida el evangelista, para que pudiésemos contemplar su gloria, gloria que redunda en bien de la familia humana.
Pero el acontecimiento salvador que la liturgia propone al celebrar la Navidad puede parecer una evasión, una huída cobarde, en el momento en que miramos el mundo en que vivimos. En efecto, sería un escándalo paladear el ambiente navideño encerrados tranquilamente en el pequeño mundo en el que estamos instalados con más o menos comodidad, cuando podemos constatar el sufrimiento en el que están sumergidos tantos hombres, mujeres y niños. En el mundo actual se dejan sentir las consecuencias de la guerra, del hambre, las epidemias, la discriminación racial, la droga con sus secuencias, la violencia de tan variadas formas. Ante esta realidad, cabe preguntarse si verdaderamente el Señor ha venido para salvar a los hombres, y si todos los confines de la tierra han llegado a contemplar la victoria de nuestro Dios.
Pero el evangelista ha repetido: “La Palabra vino al mundo y en el mundo estaba, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. La salvación que Dios ha venido a traer a los hombres no es un remedio mágico que, sin esfuerzo alguno de parte nuestra, lo arregla todo. Nuestro Dios, para salvarnos, ha querido respetar la dignidad y la libertad de los hombres. Dios se ha hecho hombre para proponer al hombre poder ser hijo de Dios, es decir comportarse según la voluntad de Dios. Pero no siempre hemos sabido comprender este mensaje. La humanidad se entretiene en considerar innecesario depender de Dios y de su ley, lo que la lleva a no respetar la dignidad de los otros, a los que trata de someter a su antojo, conculcando el derecho y la justicia. Actuando de esta manera no podemos pretender que la salvación de Dios opere en el mundo.
Si queremos acoger y vivir el mensaje de Navidad, hemos de ponernos con humildad ante el Dios hecho hombre y pedirle que nos ayude a aceptar su voluntad, que nos enseñe a hacer a cada uno de nuestros hermanos lo que deseamos que se nos haga, lo que él mismo hizo por todos y cada uno de los que encontró durante su paso por este mundo y que plasmó en su precepto: amaos como yo os he amado. En efecto, la Navidad recuerda dos cosas que conviene tener presentes: en primer lugar, el amor que Dios tiene a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para que el hombre llegue a ser hijo de Dios; en segundo lugar, la dignidad de la persona humana, ante la cual Dios ha manifestado siempre un respeto y una delicadeza extraordinarias.
Tratemos de convertirnos, es decir, de abrirnos para acoger la Palabra que viene a nosotros y dejar que esta palabra acampe entre nosotros, en nuestra vida, que nos dirija en nuestro quehacer cotidiano, que nos haga sus colaboradores para promover todos los días las condiciones de justicia y derecho que permitan ser una realidad la salvación que Dios nos ofrece, en su hijo hecho hombre como nosotros.
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“Oh Dios, que has hecho resplandecer esta noche santísima con el resplandor de la luz verdadera, concédenos gozar también en el cielo a quienes hemos experimentado este misterio de luz en la tierra”. La liturgia romana, desde hace siglos, recuerda en esta noche el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre. Aquel nacimiento fue un acontecimiento único e irrepetible. En efecto, para nosotros, cristianos, el tiempo es una realidad lineal que comenzó con la creación del universo y terminará con la segunda vuelta de Jesús, y en esta línea, que es la Historia de nuestra salvación, muestra en su punto central el hecho de un Dios que se hizo hombre para salvar a toda la humanidad.
San Lucas ha recordado a unos pastores que, mientras guardaban sus rebaños, vieron como la oscuridad de la noche se rasgaba para dar paso a una inusitada claridad, con un ángel que anunciaba el nacimiento del Salvador del mundo. A estos pastores se les anuncia que ha nacido el Salvador del mundo, su Salvador, pero al mismo tiempo se les indica que sólo hallarán un niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre. A menudo, las promesas que Dios hace, en un primer momento causan desilusión, porque solamente vemos unos signos, unas señales que, en su pequeñez, simplemente preludian la gozosa realidad que en su momento nos será concedida.
Dios, fiel a su palabra, ofrece este nacimiento como el comienzo de una nueva etapa de la historia de la humanidad. Pero este don reclama la fe, para evitar el escándalo de ver únicamente los comienzos humildes de la gran obra de Dios. En brazos de María los pastores vieron sólo un recién nacido. Pero aceptan el signo, creen que él será realmente el Salvador de los hombres, y dan gloria a Dios por lo que habían visto y oído. Así iniciaba con gran sencillez la realidad de la Iglesia, toda ella hecha de signos y señales, que constantemente reclaman la fe, una fe que no quedará confundida y que alcanzará su pleno cumplimiento.
Como aquellos pastores también nosotros recibimos el mensaje del ángel; como ellos, aún sólo vemos signos: los dones del pan y del vino que están sobre el altar y que para nosotros son el cuerpo y la sangre de Aquél cuyo nacimiento como hombre saludamos. Y de este modo sencillo nos unimos a la fe de los pastores y damos gloria a Dios por todo lo que ha prometido, ha realizado y realizará aún hasta llegar a su cumplimiento definitivo.
San Pablo decía en la segunda lectura que esta gracia de Dios que saludamos con el corazón henchido por la alegría de la fiesta de Navidad, está destinada a nuestra salvación y la de todos los hombres. Este don que Dios nos hace en su Hijo hecho hombre nos pide renunciar a una vida que deje de lado a Dios y a su voluntad y nos sumerja en los deseos y exigencias de un mundo configurado de espaldas a Dios. Y el apóstol nos apremia para que comprendamos, dado que urge, que Dios lo espera, que nuestra fe, si es auténtica lo exige: de ahora en adelante conviene que nuestra vida sobria, en relación con nosotros mismos, sin dejarnos llevar por el mal que anida en nuestro interior; una vida justa y honrada, con respecto a todos nuestros hermanos los hombres, buscando lo que es bueno, justo y noble; finalmente una vida piadosa con respecto a Dios, dándole el espacio, el lugar que le corresponde, presidiendo nuestro ser y nuestro hacer. Es así como podremos esperar con confianza y con alegría el cumplimiento de lo que significa realmente el nacimiento de Jesús, es decir la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, que vendrá un día para hacernos participar de su vida, de su luz, de su gloria.
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*"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajenarse del mundo visible e invisible. Nada. A no ser el unirme a Ti en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Ti solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión"
martes, 26 de diciembre de 2017
Meditando la Palabra de Dios - Navidad del Señor
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