No vayas a tu oración sin gafas
Mi oración es muchísimas veces miope porque busco entender a Dios de modo razonable, Dios tiene que responderme según yo quiero y no es así.
Mi mente recibió con alegría esta enseñanza del misterio de Dios al elevarse a Dios por medio de la carne; por la fe había sido llamado a un nuevo nacimiento y se le había concedido la posibilidad de obtener la regeneración celeste [...] Juzgaba que estas cosas están más allá de la capacidad de la inteligencia humana, porque el modo común de razonar es incapaz de entender los designios divinos, y piensa que sólo tiene existencia lo que por sí mismo puede entender o lo que por sí puede probar. Pero las acciones de Dios, en la magnificencia de su poder eterno, no las hacía depender de la propia experiencia, sino de la infinitud de la fe; de modo que no porque no lo entendiese dejaba de creer que Dios estaba en el principio junto a Dios y que la Palabra hecha carne había habitado entre nosotros; más bien se daba cuenta de que podría entenderlo si tenía fe. (San Hilario de Poitiers, De Trinitate, I, 12).
Un niño se me acercó un día y me preguntó con una sonrisa dibujada en su rostro: «¿Sabes por qué los miopes no son creyentes?». Por mi mente, pasó veloz el rostro de mi padre con sus gafas; sonreí. «No -respondí- ¿Por qué?». «Porque no pueden ver el más allá» y así como respondió, se tiró al suelo a carcajada limpia.
Es un mal chiste... lo sé. De hecho, le sonreí a mi joven contador de chistes para que no se sintiese mal. Pero un poco después, sus palabras resonaban en mi mente: «no pueden ver el más allá… no pueden ver el más allá». Me detuve en seco. ¡Caramba, cuántos miopes en caminan hoy por nuestro mundo!
Pensando en esto, me dirigí a una capilla y me puse de rodillas. Y entonces comprendí: mi oración es muchísimas veces miope. ¿Por qué? Pues porque busco entender a Dios de modo razonable, matemáticamente: si cumplo ciertos pasos, Dios tiene que responderme según yo quiero; si soy humilde, Dios tiene que concederme todo lo que le pido, etc. Y no es así.
Gracias a Dios, San Hilario salió en mi auxilio con el texto que les comparto arriba: mi razón nunca podrá abarcar a Dios o entender sus dones, pues para la razón sólo tiene existencia, dice el Santo Obispo «lo que por sí mismo puede entender o lo que por sí puede probar».
¿Entendemos siempre a Dios? ¿Podemos probar en todo momento su existencia? No. Matemáticamente, no. ¡Cómo decir que Dios existe ante una realidad como el sufrimiento! No siempre es fácil. Y, ¿entonces, qué hacer? San Hilario nos propone la solución a nuestra miope razón: las gafas de la fe.
Por la fe, uno ve más allá de lo que sólo nos deja ver la razón: descubre la mano de Dios en todo lo que nos sucede, descubre la acción de Dios en nuestra oración. Nunca me ha gustado esa expresión que dice «ve a tu oración y háblale a Dios como si lo tuvieses a tu lado». Ese "como" sobra: Dios ESTÁ a mi lado en la oración. Por eso, santos como la Madre Teresa de Calcuta podían orar aunque no sentían nada: la fe les permitía confiar que Dios les escuchaba.
Sólo un botón de muestra del mismo Hilario, que creo puede ayudarnos. Miren qué preciosidad de fe tenía este gran Obispo: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no» (San Hilario de Poitiers, De Trinitate, 9, 61). ¡Verdad que es fácil imaginar lo bella que debía ser la oración de San Hilario! Descubre que Dios es siempre amor, pase lo que pase… ¡Eso sólo puede darlo la fe!
Pidamos a Dios, de todo corazón, estas "gafas", este don. Y roguemos para que lo mantengamos siempre vivo, tal y como lo hizo el mismo Hilario: «La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios» (Benedicto XVI, Catequesis del 10 de Octubre del 2007).
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