SOBRE LA CONVERSIÓN. CAPÍTULO I
SOBRE LA CONVERSIÓN
DIRIGIDO A LOS CLÉRIGOS
CAPÍTULO I
Que ninguno se puede convertir a Dios, sino que sea prevenido por la voluntad divina, y le llame interiormente la voz de Dios
Os habéis juntado aquí para oír la palabra de Dios. No veo que podáis tener otro motivo, para concurrir aquí con tanta ansia. Aprobamos sin duda vuestro deseo, y tomamos parte en el gozo de tan loable aficción. Porque bienaventurados son los que oyen la palabra de Dios, siempre que la guarden. Bienaventurados son los que se acuerdan de sus mandamientos, pero ha de ser para cumplirlos. En verdad él tiene palabras de vida eterna y vendrá la hora (ojalá que también sea esta) en que los muertos oirán su voz. Los que oyen vivirán porque está en su volunad la vida. Y, si lo queréis saber, su voluntad es nuestra conversión. En fin, escuchadlo: ¿por ventura es de mi voluntad la muerte del impío dice el Señor, y no más bien que se convierta y viva? De cuyas palabras evidentemente conocemos que la verdadera vida para nosotros no se haya sino en la conversión, ni de ningún otro modo se franquea la entrada de ella. Diciendo también el Señor: si no os convirtiéreis e hiciéreis como este párvulo, no entraréis en el Reino de los cielos. Sólo los párvulos entran porque un niño párvulo los va guiando, el cual para este fin nació y nos fue dado a nosotros. Voy a buscar, pues, aquella voz que oirán los muertos y vivirán, si la oyeren, pues quizá es necesario evangelizar también a los muertos. Y por ahora se me presenta a la memoria una palabra breve, pero llena, que habló la boca del Señor como el Profeta testifica: Vos habéis dicho, dice él, hablando sin duda al Señor Dios suyo, Convertid a los hijos de los hombres. Ni sin razón, ciertamente, parece se debe exigir de los hijos de los hombres la conversión, tan necesaria a los pecadores. Porque los espíritus soberanos se inclinaron antes a la alabanza que es decente a los rectos de corazón cantando el mismo Profeta: Alaba Sión a tu Dios.
A mi juicio la expresión Habéis dicho no se debe pasar sin hacer alto en ella, ni se debe oír sin mucha reflexión. Porque ¿quién se atreverá a comparar a los dichos humanos con aquello que se dice que dijo Dios? Viva, y eficaz por cierto, es la palabra de Dios. Su voz está llena de magnificencia y poder. En fin, él dijo y fueron hechas las cosas. Dijo hágase la luz y fue hecha la luz. Dijo convetid a los hijos de los hombres y fueron convertidos. Así, ciertamente, la conversión de las almas es obra de la voz divina, no de la humana. Simón, hijo de Juan, siendo pescador, llamado por el Señor para este empleo, echaba la red en vano hasta que con la palabra del Señor llegó a ella una copiosa multitud. Ojalá que también nosotros echemos hoy en esta palabra la red de la palabra y experimentemos lo que está escrito:Mira, que dará a su voz la voz de la virtud. Si dijéramos mentiras éstas se deberán atribuir a nosotros. También se podrá juzgar que es nuestra propia voz y no la del Señor si buscáramos nuestros intereses. No la de Jesucristo. No obstante, aunque hablemos de justicia de Dios y busquemos su gloria, es necesario esperarle a el solo y que junte su voz a la de la virtud. Debemos oír más bien a Dios, que habla dentro, que al hombre que habla fuera. Esa voz interna hace estremecer los desiertos y examina los designios ocultos. Despierta vivamente la somnolencia desidiosa de las almas.
A mi juicio la expresión Habéis dicho no se debe pasar sin hacer alto en ella, ni se debe oír sin mucha reflexión. Porque ¿quién se atreverá a comparar a los dichos humanos con aquello que se dice que dijo Dios? Viva, y eficaz por cierto, es la palabra de Dios. Su voz está llena de magnificencia y poder. En fin, él dijo y fueron hechas las cosas. Dijo hágase la luz y fue hecha la luz. Dijo convetid a los hijos de los hombres y fueron convertidos. Así, ciertamente, la conversión de las almas es obra de la voz divina, no de la humana. Simón, hijo de Juan, siendo pescador, llamado por el Señor para este empleo, echaba la red en vano hasta que con la palabra del Señor llegó a ella una copiosa multitud. Ojalá que también nosotros echemos hoy en esta palabra la red de la palabra y experimentemos lo que está escrito:Mira, que dará a su voz la voz de la virtud. Si dijéramos mentiras éstas se deberán atribuir a nosotros. También se podrá juzgar que es nuestra propia voz y no la del Señor si buscáramos nuestros intereses. No la de Jesucristo. No obstante, aunque hablemos de justicia de Dios y busquemos su gloria, es necesario esperarle a el solo y que junte su voz a la de la virtud. Debemos oír más bien a Dios, que habla dentro, que al hombre que habla fuera. Esa voz interna hace estremecer los desiertos y examina los designios ocultos. Despierta vivamente la somnolencia desidiosa de las almas.
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXVII
El trabajo, el retiro, y la voluntaria pobreza, son las insignias de los monjes: estas son las cosas que acostumbran ennoblecer la vida monástica. Mas vuestros ojos se fijan en todo lo que es sublime, vuestros pies pasean todas las plazas, vuestras lenguas se oyen en todos los concilios, vuestras manos saquean todo ajeno patrimonio. Sin embargo, si es conveniente, que eximidos de la sujeción de los Obispos, seáis ensalzados con una gloria igual, con igual silla, y con las miasmas insignias de los ornamentos de ceremonia, que tienen los sucesores de los Apóstoles ¿cómo no celebráis también los órdenes sagrados, y dais bendiciones en los pueblos? ¿Cuántas mas cosas se me ofrecen decir contra esta insolentísima presunción? Pero refrena mi ímpetu el acordarme, que estoy escribiendo para unos oídos muy ocupados, y recelo hacerme molesto a un Arzobispo con una lectura demasiado larga. También porque la cosa es ya tan manifiesta, que la multitud misma de reprensores parece que ha endurecido más su descaro. Pero, si aún esto mismo, que he dicho, pareciere exceder los agradables límites de un compendio, condonadlo Señor, a Vos mismo, que me obligasteis a manifestar en esto también mi propia impericia, no sabiendo yo guardar la costumbre y modo debido de escribir.
FIN DE "LAS COSTUMBRES DE LOS OBISPOS"
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXVI
Id pues ahora vosotros y resistid a quien es Vicario de Cristo, no habiendo resistido Cristo ni aún a su contrario, o decid, si os atrevéis que Dios no sabe la ordenación de su Prelado, confesando también Cristo que la potestad del Presidente Romano sobre él había sido ordenada por el cielo. Pero manifiestamente dan a entender algunos de éstos, qué es lo que piensan, cuando habiendo logrado con mucho trabajo, y mucho precio privilegios de Roma, se apropian por ellos las insignias pontificales, usando también al modo de los Obispos, de mitra, anillo y sandalias. Ciertamente, si se atiende a la dignidad, la profesión del monje está muy distante de esta. Si se atiende al ministerio, es claro que sólo compete a los Obispos. Sin duda, desean ser, lo mismo que anhelan parecer: y con razón no quieren estar sujetos a quienes se hacen iguales con el deseo. ¿Qué fuera, si la autoridad de los privilegios les pudiera dar también el nombre? ¿Con cuánto oro, te parece, que pretenderían conseguir el ser llamados Obispos? ¿A qué fin, o monjes, unas cosas como estas? ¿Dónde está el temor del ánimo? ¿Dónde el rubor de la frente? ¿Quién jamás de los monjes celebrados enseñó con palabras cosa semejante a éste, o la dejó por ejemplo? Doce grados de la humildad explica vuestro Maestro, y los distingue por sus propias descripciones: ¿en cual de ellos, os pregunto, se enseña, o se contiene, que deba el monje deleitarse de este fausto, y pretender estas dignidades?
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXV
Mas, no lo hago por mi, dice, sino que mi fin es la libertad del Monasterio. ¡O libertad, por decirlo de este modo, más servil, que toda servidumbre! Con gusto me abstendré yo de una tal libertad, que me sujeta a la servidumbre pésima de la soberbia. Más temo los dientes del lobo, que la vara del pastor. Pues que, yo que soy monje, y tal cual Abad de monjes también, estoy cierto de que tentare sacudir de mi propio cuello el yugo de mi Obispo, al punto me veré sujeto a la tiranía de satanás. Sin duda, al ver aquella cruel bestia, que da vueltas buscando a quien devorar, que se ha alejado la guardia, al momento embiste al que tal presumió. Pues, con razón no duda de tomar la superioridad sobre el soberbio, quien con derecho se gloría de ser rey sobre los hijos de la soberbia. ¡Quién me diera a mi, que fueran deputados cien pastores para guardarme! Cuantos más tengo, que cuiden de mi, tanto más seguro salgo a los pastos. ¡O demencia estupenda! No dudo yo recoger para guardar una multitud de almas, ¿y siento pena en tener sobre la mía uno solo, que la guarde? Y ciertamente, los que están sujetos a mi, me ponen en el cuidado de dar cuenta por ellos a los que son mis superiores, ellos son los que velan, como que han de dar cuenta por mi. Aquellos, aunque me honran, me cargan; estos, no tanto me oprimen como me protegen. Acuérdome que he leído: Un juicio durísimo se hará a los que gobiernan, más al pequeño se le concede la misericordia. Pues ¿como vosotros, o monjes, tenéis por gravamen la autoridad de los Obispos? ¿Teméis acaso que os hagan algún daño? Mas si padecéis algo por la justicia, bienaventurados sois. ¿Qué ofende acaso, el que sean seglares? Pero ninguno más seglar que Pilatos, delante del cual estuvo el Señor para ser juzgado. No tendrías, dice, postestad sobre mi sino te hubiera sido dada de arriba. Ya entonces hablaba por él mismo y experimentaba en sí lo que después clamó por los Apóstoles en las Iglesias. No hay postesad que no venga de Dios y también: El que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios.
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXIV
Además de esto, aun pasando en silencio aquello de la regla, en donde se te manda por San Benito, que las cosas que enseñares a los discípulos, que sean contrarias a la salud, muestres tu en las mismas acciones, que no se deben hacer. Tampoco me detengo en que define claramente el tercer grado de humildad como consistente en sujetarse con toda obediencia por el amor de Dios al Superior. Atiende a lo que se lee en la regla de la Verdad: El que no observare, dice, uno de estos mis mínimos mandatos, y lo enseñare así a los hombres, será mirado como el mínimo en el reino de los cielos. Por tanto, tu enseñando, y rehusando obedecer, eres convencido de que enseñas, y quebrantas, no un mínimo, sino un máximo mandato de Cristo. Así pues, siendo tu doctor e infractor del mandato, habrás de ser juzgado mínimo en el reino de los cielos. Si juzgas pues injuria de tu primacía el parecer menor que los Sacerdotes sumos ¿no se deberá reputar cosa más indigna el ser llamado mínimo en el reino de los cielos? Si eres muy soberbio, mas serás confundido en ser llamado mínimo, que en ser llamado menor. Porque menos bajeza es parecer menor, que mínimo: y mucho más apreciable es estar sujeto a sólo los Obispos, que a todos.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXXIII
Son reprendidos los Abades, que pretenden desordenadamente eximirse de los legítimos Superiores
Me pasmo de que algunos Abades de monasterios en nuestra orden quebranten con odiosas abstenciones esta regla de humildad y, lo que es peor, que bajo un humilde hábito y tonsura, piensen tan altivamente, que no soportando que sus súbditos traspasen una sola palabra de sus preceptos, ellos mismos tengan a menos el obedecer a los propios Obispos. Despoja a los monasterios para eximirse y se redimen a sí mismos, para no obedecer. No lo hizo así Cristo, pues dio la vida para no perder la obediencia. Estos, por carecer de ella, expenden casi todo lo que era destinado para su sustento y el de sus súbditos. O monjes ¿qué presunción es esta? Porque sois prelados de los monjes, no dejáis de ser monjes. A la verdad, al monje le hace la profesión, al prelado la necesidad. Pero, para que la necesidad no perjudique a la profesión, ha de acceder, no ha de suceder la prelacía al monacato. De este modo, ¿cómo se cumplirá aquello: ¿Te han constituido príncipe? ¿se entre ellos como uno de ellos? ¿En qué manera serás como uno de ellos, permaneciendo soberbio entre los humildes, rebelde entre los soberbios, cruel entre los mansos? Para que te juzguemos como uno de ellos te hemos de ver tan dispuesto, para mostrar la obediencia, como para exigirla; te hemos de ver obedecer tan voluntariamente a los prelados, a quienes estás sujeto, como mandar a tus súbditos. Mas, si quieres tener siempre obedientes, y nunca serlo tu, das pruebas de que no eres como uno de ellos, cuando rehusas ser uno de los obedientes, apartándote de estos por tu soberbia, ya advertimos patentemente a qué compañía te agregas; y si tu o los desprecias con descaro o imprudentemente lo disimulas, sabes que verdaderamente eres reputado entre aquellos, de quienes está escrito: Atan cargas pesadas, y que no pueden llevar, y las ponen en los hombros de los hombres, mas ellos no las quieren con su dedo mover. ¿Qué compañía juzgas más indigna para ti, la de los delicados maestros, que la verdad increpan, o la de los obedientes monjes que intitula amigos suyos? Pues él dice: Vosotros sois mis amigos, si hiciereis lo que yo os mando. Ved aquí, pues, qué cosa es mandar lo que tu mismo no haces, o no querer hacer lo que tu mismo enseñas.
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXII
¡Qué bellamente habló aquel dichoso Centurión, a cuya fe no se igualó nadie en Israel! Y no dice, soy hombre que estoy bajo de potestad, teniendo bajo de mi soldados. No se jactaba de la potestad, cuando ni habló de ella. En lugar de afirmar que tenía soldados bajo su mando, dijo que soy hombre que estoy bajo de potestad. Primero se manifestó como hombre que como poderoso. Un hombre gentil, para mostrar que ya se cumplía en él, lo que mucho antes había dicho David: Sepan las gentes, que son hombres. Hombre soy, dice, y estoy bajo de potestad. Ya Ante cualquier cosa que añadieres no sospecharemos en ti jactancia alguna. Se anticipó la humildad, para que no precipite la altura. No había lugar para la arrogancia. Conoces tu debilidad, confiesas tu sujeción, ahora puedes pronunciar sin riesgo alguno que tienes soldados bajo ti. Realmente, este gesto merecía cierta preferencia. No se avergonzó de tener otra potestad sobre sí. Por esto fue digno de tener soldados bajo su mando. Hablaba la boca de la abundancia del corazón, manifestando que tenía bien ordenadas interiormente sus afecciones; en lo exterior también dispuso sus palabras con arreglo y decencia. Dio primero honor a sus mayores, reconociendo que debía él a sus mayores el tener poder sobre los inferiores. De esta forma podía aprender mejor con la experiencia de la propia sujeción, a ser moderado en sus preceptos y mandatos. Quizá no ignoraba que había sujetado Dios al hombre, estando sujeto a él todas las cosas, poniéndolas a sus pies. Que el hombre le ofendió pues con su soberbia, volviéndose como los jumentos irracionales, haciéndose semejante a ellos. Sabía acaso igualmente, que el humano espíritu, estando sujeto al Creador, había poseído una carne sujeta a él; que haciéndose el rebelde la encontró ya rebelde. Que hecho transgresor de la ley superior, comenzó a sentir en sus miembros otra ley, que repugnaba a a la ley de su mente y le cautivaba con la ley del pecado.
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXXI
Mas, para con seguridad podáis presidir, no debéis desdeñaros en sujetaros también a quien debéis. Porque desdeñarse de la sujeción hace al hombre indigno. Consejo es del Sabio: cuanto mayor eres, tanto te has de humillar en todo. Pero es precepto de la Sabiduría: el que es mayor de vosotros hágase como el menor. Y, si es conveniente estar sujeto aún a los menores, ¿cómo será lícito despreciar el yugo de los mayores? Más que antes vean en vosotros, un ejemplar de lo que ellos deben ejecutar. Entendéis lo que digo: a quien debéis honor dad honor. Toda alma, dice, esté sujeto a las potestades, que son más sublimes. Sí toda alma, por tanto también la vuestra. ¿Quién os ha exceptuado de esa universalidad? Si alguno pretende eximiros de ella intenta engañaros. No queráis consentir a los consejos de aquellos que, siendo cristianos, tienen por oprobio el seguir los hechos de Cristo u obedecer a sus dichos. Esos mismos son los que os suelen decir: "conservad, el honor de vuestra silla a la verdad y la razón que por voz creciese la Iglesia, que está encomendada a vuestro cuidado: más ahora, por lo menos permanezca en aquella dignidad en que la recibisteis. ¿Pues qué, sois vos menos poderoso, que vuestro predecesor? Si por vos no crece, a lo menos no mengue". Esto dicen ellos. Más de diverso modo lo mandó y practicó Cristo. Dad, dice, lo que es del César al César y lo que es de Dios a Dios. Lo que pronunció con la boca, cuidó de cumplirlo con sus obras. El creador del César no dudó en dar el tributo al César: lo hizo como ejemplo para que también vosotros lo hagáis así. Más ¿cuándo negaría a los sacerdotes la debida reverencia, el que procuró exhibirla también a las potestades seculares? A la verdad, si asistís cuidadoso al sucesor del César, quiero decer al Rey, en sus Cortes, en sus Concejos, en sus negocios y en sus ejércitos ¿será indigno de vos el portaros con el Vicario de Cristo en la misma conformidad en que está establecido entre las Iglesias de lo antiguo? Las cosas que vienen de Dios, dice el Apóstol, están ordenadas por Dios. Espero que nadie os acerque a la ignominia que es resistir a las órdenes de Dios. Será ignominioso para el siervo, si es como su Señor. O para el discípulo si es como su Maestro. Juzgan ellos que os honran muchísimo, cuando intentan preferiros a Cristo, reclamando lo mismo y diciendo: no es el siervo mayor que su Señor, ni es el Apóstol mayor que quien le envió. Lo que no desdeñó el Maestro, y Señor ¿Lo juzgará por indecente el siervo bueno y discípulo devoto?
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXX
La humildad es una buena virtud, pues hace que el ánimo esté sosegado de cuidados inquietos. Da seguridad a la conciencia contra las diferentes penalidades. Estas consideraciones reprimen el corazón de sentimientos pestilentes. No debemos imitar a los que obran mal o inicuamente. Más bien conviene imitar al Apóstol que no se compara a los que se ensalzan a sí mismos. El mismo no duda de manifestar al arzobispo aquella sentencia suya: pon cuidado en no presumir cosas altas y antes de ello que prevalezca el temor. Es difícil no presumir de cosas altas el que está colocado en lo alto. También es desusada, pero cuanto más desusada, tanto más gloriosa. El temor acerca de lo ya conseguido, antes hará mirar con tedio que con agrado otras cosas más altas. No os juzaquéis felices porque preidiís algo, sino infelices por no apoder aprovecharlo del todo.
SOBRE LOS OBISPOS: CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXIX
¿Dónde está el temor de aquella terrible conminación: hay de vosotros que juntáis la casa a la casa, uniis tierras a otras tierras?
¿Por ventura solamente en estas cosas de poco valor se ha de temer esto y no cuando se unen ciudades con ciudades, provincias con provincias? Pero respondan ellos, si quieren, que imitan a Cristo, haciendo un pueblo de los que eran dos, trayendo de diversos pastos los rebaños para que haya un solo pastor, y un aprisco. A este fin, no se detienen en frecuentar la basílica de los Apóstoles, para encontrar también allí (lo que es más digno de dolor) quienes favorezcan su ímproba voluntad: no porque cuiden mucho los romanos de los límites de las cosas, sino porque aman mucho los regalos a los que siguen las recompensas. Hablo con claridad cosas que están desnudas. No cubro lo que debería ocasionar pudor, sino que manifiesto lo que se hace sin vergüenza. ¡Ojalá que estas cosas se hicieran privadamente y dentro de las cámaras!¡Ojalá que sólo nosotros las viésemos y las oyésemos!¡Ojalá que, aún diciéndolas, no se nos creyese!¡Ojalá que estos nuevos Noés nos dejaran justificarlos de algún modo! Más ahora, mirando el orbe, toda la fábula del mundo, ¿sólo nosotros callaremos? Mi cabeza, partida por todas partes, brotando mi sangre por todos lados ¿juzgaré que se debe cubrir? Cualquier cosas que aplique se ensangrentará; será mayor confusión haberla querido cubrir, cuando es imposible hacerlo.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXVIII
Algunos, cuando no pueden hacer esto, se vuelven a otro género de ambición en que no, con menos intensidad, declaran el ansia que tienen de dominar, pues presidiendo a ciudades muy populosas y rodeando, en el ámbito de su propio obispado (por decirlo así) las patrias de todos; hallando ocasión por cualquier privilegio antiguo. Pretenden sujetar así las ciudades vecinas. A fin de que dos ciudades, a las cuales apenas bastarían dos obispos, se reduzcan bajo uno solo. Yo os ruego me digáis, ¿qué presunción sea esta tan odiosa; qué ardor es este tan grande de dominar sobre la tierra, qué codicia de mandar es esta tan desenfrenada? Ciertamente, en un principio, cuando fuiste elevado a la silla, llorabas, la rehusabas, te quejabas de la fuerza, diciendo: que esto era mucho para ti y enteramente sobre tus fuerzas; clamando, que eras miserable, e indigno y que no eras idóneo para ministerio tan santo, ni eras suficiente para tan grandes cargas. Pues ¿cómo ahora desechado aquel pundoroso temor, anhelas voluntariamente a los obispados más amplios, o más bien, con una irreverente audacia, no contento con lo propio, quieres apoderarte de lo ajeno? ¿A qué fin esto? ¿Es acaso, para que salves más pueblos? Pero cosa injusta es, que metas tu hoz en la mies ajena. ¿Es para hacer más bien a tu Iglesia? Pero al Esposo de las Iglesias no agrada el aumento de una, que sea detrimento de otra. ¡Ambición cruel e increíble, si los ojos no lo hicieran creer! Apenas contienen sus manos, para no cumplir a la letra aquello que se lee en el profeta: partieron el vientre a las mujeres de Galaad, que estaban preñadas para dilatar los términos de sus país.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVII
Pero se ve en el clero, acelerarse en todas edades y clases. Los doctos y los indoctos al cuidado de los oficios eclesiásticos, como si cada uno viviera sin cuidados, después de lograr llegar a ellos. Ni esto es de admirar en aquellos, que todavía no los han experimentado y alcanzado. Viendo, que los que sometieron sus hombros a la anhelada carga, no sólo no gimen por estar bajo un gran peso, sino que simulan desear más carga. No se amedrentan de los peligros, que ciegos por la codicia no ven. Son incitados por las conveniencias que producen envidia. ¡Oh ambición siempre infinita y avaricia insaciable! Apenas han llegado a lograr los primeros honores eclesiásticos, conseguidos por méritos de su vida o de su dinero, por la prerrogativa de la carne y de la sangre, no poseerán el reino de Dios. No por eso se sosiegan los corazones, permaneciendo siempre inquietos entre dos deseos. Uno es el de dilatarse más y más, juntando en sí diversas dignidades. El otro es el de ser sublimado a las más altas. Por ejemplo, cuando uno es hecho Deán o Prepósito, Arcediano o cargos semejantes, no contento con un oficio en una iglesia, solicitan agregar otros muchos. Todos cuantos puede sea en en una iglesia o en muchas. Sin embargo, a todos estos empleos, si hubiera lugar, gustosamente prefieren la dignidad de Obispo. Pero ¿por ventura se saciará aún así? Hecho Obispo, desea ser Arzobispo. Habiendo conseguido, quizá, el Arzobispado, de nuevo, soñando con cosas más altas, determinan frecuentar, emprendiendo laboriosos viajes, costosas comunicaciones, el palacio romano, adquiriendo allí ciertas amistades que sean lucrosas. Si buscan el lucro espiritual debe alabarse dicho celo, pero se debe reprender la presunción como digna de castigo.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVI
En las cosas terrenas no hay saciedad alguna que no esté junta con el fastidio: los deseos de lo celestial crecen siempre con la experiencia y ejercicio de la virtud.
En la puerta de este paraíso se escucha la voz del divino susurro, el sacratísimo y el secretísimo consejo, que escondido de los sabios y prudentes, se rebela a los pequeñuelos. De cuya voz, a la verdad, no sólo ya penetra la razón sobre el sentido, sino que con mucho agrado se le comunica a la voluntad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Consejo altísimo, ciertamente, misterio inestimable. Palabra fiel y digna de todo aprecio, que nos vino del cielo desde las reales sillas. Sobrevino una hambruna muy fuerte en la tierra y no sólo comenzamos a tener necesidad, sino que nos vimos reducidos a la última miseria. En fin, fuimos comparados a las bestias irracionales. Nos hicimos semejantes a ellas: aún deseamos con hambre insaciable, la despreciable comida de los puercos. El que ama al dinero, no se sacia. El que ama la lujuria no se sacia. El que busca gloria, no se sacia. Finalmente, el que ama al mundo no se sacia nunca. Conozco yo hombres saciados de este mundo y que toda memoria suya les provoca náuseas. Los conozco saciados de dinero, saciados de honores, saciados de deleites y curiosidades de este mundo y no medianamente sino hasta tener fastidio. Es fácil a cada uno de nosotros alcanzar, por la gracia de Dios, la saciedad, ya que no es producto de la abundancia de las cosas sino del desprecio. Así, insensatos hijos de Adán, comiendo con voracidad el vil manjar de los puercos, no las almas hambrientas, sino el hambre misma de las almas sustentáis. Sólo con este manjar se nutre vuestra miseria y sólo el hambre se sustenta con un alimento, que no es natural. Lo diré más claramente con un ejemplo, tomándole de una de las muchas cosas que la vanidad humana codicia. Primero se saciarán los cuerpos por el aire, que los corazones humanos con el oro. Ni se enoje el avaro; la misma sentencia comprende a los ambiciosos y lujuriosos; también a los facinerosos. Si acaso alguno no me cree a mi, crea a la experiencia, ya sea propia o de muchos.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXV
Censura la ambición de los eclesiásticos, la promoción de los jóvenes y la pluralidad de beneficios
Más a ti, amantísimo, particularmente juzgo que es tanto más necesaria esta virtud, cuanto más conoces la materia y puede ocasionar altivez. El linaje, la edad, la ciencia, la silla (lo que es más) la prerrogativa de primado, ¿para quién no sería un incentivo de insolencia y ocasión de altivez? Aunque, a la verdad, también lo puede ser de humildad. A los que piensan en los honores, halagan estas cosas, pero a los que consideran las cargas, sirven de tedio y de temor. Más no todos perciben esta palabra. Pues, muchos no correrían a los honores con tanta confianza y alegría si advirtieran al mismo tiempo sus cargos. Recelarían, sin duda, echar sobre sí, peso tan grande y no pretenderían con tanto trabajo y peligro, la investidura de cualquier dignidad. Más ahora, porque sólo se atiende la gloria y no la pena, se tiene pudor de ser en la Iglesia un puro clérigo y se reputan a sí mismos por ínfimos y desairados, los que no son sublimados a un lugar más eminente. Los niños de la escuela, y jóvenes sin barba, por la nobleza de la sangre, son promovido a las dignidades eclesiásticas y desde la sujeción a la palmeta son trasladados a ser príncipes de los presbíteros; más alegres entonces de haberse liberado de las disciplinas, que de haber merecido el principado; y no lisonjeándoles tanto el magisterio, que han conseguido, como el que les han quitado. Y esto, a la verdad, es en un principio. Más con el discurso del tiempo, haciéndose poco a poco insolentes, salen doctos en breve para usurpar las Iglesias y para desocupar las bolsas de los súbditos, usando sin duda de uno de nuestros hábiles en esta ciencia que son la ambición y la avaricia. Pero por más diligencia que emplees en juntar tus lucros, pareciéndote a ti mismo muy cauto en esto, por más vigilancia que tengas en guardar tus cosas, por más cuidado que pongas en captar la gracia de los reyes y príncipes, con todo eso decimos: hay de de la tierra cuyo Rey es niño y cuyos Príncipes comen por la mañana.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXIV
Sin embargo, ¿quién entiende los delitos? Por cierto, aunque yo pudiera decir, junto con San Pablo, lo que de mi está muy lejos: nada me reprende mi conciencia, con todo eso, no sería razón, que me gloriase de estar justificado por este motivo. Pues no es aquel que se da testimonio a sí mismo, el que es verdaderamente estimable, sino aquel a quien Dios da testimonio. Si me aplaudiere, diciendo que soy justo, aprecio muy poco cada día, porque cada uno de ellos luce solamente en lo exterior. El hombre mira en el semblante más Dios mira el corazón. Por eso Jeremías no hacía mucho caso de los juicios populares que son como unos rayos de luz del día de los hombres, sino que confiadamente decía a Dios: no he deseado el día, día del hombre. Vos lo sabéis. Si mi día mismo se me presentare halagueño para mi, ni a mi mismo me juzgo porque ni a mi mismo me entiendo suficientemente. Sólo con razón fue constituido juez de vivos y muertos, el que fabricó uno por los corazones de todos. Entiendo todas las obras de ellos. Sólo miro como juez en quien sólo reconozco la virtud de justificar. El Padre le dio a él la potestad de hacer el juicio porque es hijo del hombre. No usurpo para mi o sobre mi, yo que soy siervo la potestad del que es Hijo, ni me junto a aquellos de quienes suele quejarse de este modo. Me han quitado los hombres el oficio de juzgar. El padre no juzga a alguno, sino que ha dado todo el poder de juzgar al Hijo: ¿y presumiré yo de usurpar lo que ni el mismo Padre toma para sí? O quiera, o sin quererlo yo, me es forzoso ser presentado ante él y dar cuenta de todo lo que he hecho, viviendo en el cuerpo a aquel Señor a quien ni una palabra se le pasa ni un pensamiento se le oculta. A vista de tan justo contraste, de los méritos, a vista de tan íntimo inspector de los secretos, ¿quién se gloriará de tener el corazón casto? Sólo, ciertamente, aquella virtud que no acostumbra a gloriarse, que no sabe presumir, que no suele porfiar, quiero decir, la humildad hallará en los ojos de la divina piedad, la gracia. No apela al juicio ni ostenta tener justicia, el que es verdaderamente humilde sino que dice: no entréis en juicio con vuestro siervo Señor. Recusa el juicio y pide misericordia confiando, que más fácilmente alcanzará para sí perdón, que podrá reivindicar justicia. Conoce la naturaleza divina, naturalmente piadosa, y que de ningún modo desecha la humildad de la nuestra. No desprecia aquella majestad al corazón contrito y humillado en nuestro linaje, pues que, ni se desdeña de tomar de él el cuerpo de humildad. Yo no sé por qué razón suele siempre la divinidad acercarse a la humildad más familiarmente. En fin, de ella se vistió para mostrarse a los hombres. Tomó en sí y llevó consigo sustancia, modo y traje humilde, recomendándonos la excelencia de una virtud que quiso honrar con la especial presencia de sí mismo.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXIII
Todo me estremezco, Señor Jesús, considerando con la corta atención que puedo, vuestra majestad, especialmente cuando traigo a la memoria en cuantas cosas la he menospreciado yo en algún tiempo. También ahora, después que huí del semblante de la majestad a los pies de la piedad, ¿qué es lo que hago? Recelo no sea que yo mismo, que en algún tiempo agravié a la majestad, sea ahora también ingrato a la piedad. Porque qué importa que hayan cesado las manos si no cesa el pecho. ¿Qué importa que calle ya la boca si el corazón no para? Si cada uno de los ilícitos movimientos de mi ánimo es un agravio contra ti, Dios mío, por ejemplo los movimientos iracundos contra la mansedumbre, los de envidia contra la caridad, los de lujuria contra la sobriedad, los de torpeza contra la castidad, y otros innumerables semejantes a éstos, que brotan aún de mi pecho cenagoso incesantemente. Inundando y resaltando la serenidad de vuestro reluciente rostro, ¿qué cosa grande habré hecho yo en reprimir sólo mis miembros y en corregir sólo las acciones? Oh Señor, si estas y semejantes iniquidades que aún estando sin hacer nada en lo exterior, no ceso de cometerlas dentro de mi, las observarás tu, pero acaso ¿ya no hago yo estas cosas sino que las padezco? Se hacen en mi, pero no por mi si yo no consiento. Si no llegan a dominarme seré inmaculado, y lo seré delante de Él. Le llamo mi iniquidad no porque yo la haga, sino porque yo la padezco. Llevo en mi un cuerpo de muerte y carne de pecado. A mi me basta, por ahora, que no reine el pecado en mi cuerpo mortal. Así el cuerpo no se tiene por criminal ni tampoco el pecado que habita en él. Pero esto es si yo no me deleito en él, si yo no ofrezco mis miembros como armas a la iniquidad. Es posible sentirse santo mientras no se consienta y se vida el peligro, pero nos defendamos con la virtud. No puede carecer de la maldad hasta que se aparte del mismo cuerpo. Se consuela y dice: ya no soy yo sino el pecado que habita en mi.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXII
Tema este también el oído del bosque. Aunque la mano y la lengua estén quietas, con todo eso desde cualquiera selva de su enmarañada doblez, y espinosa astucia habla el corazón de quien calla, y descansa al oído que está en todas partes presente, y el pensamiento le confiesa. Es torcido el corazón del hombre, e inexcrutable, de manera, que nadie sabe lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él; y ni aún éste plenamente. Porque, diciendo el Apóstol:para mi es de muy poco momento el ser juzgado de vosotros, o por cualquiera hombre que sea añadió: pero ni yo mismo me atrevo a juzgarme. ¿Por qué? Porque no puedo, dice, aun yo mismo pronunciar una sentencia fija acerca de mi. Pues aunque mi conciencia no me reprende nada, no por eso estoy justificando. No me fío del todo en mi misma conciencia, pues que ni ella me puede comprender a mi en todo. Ni puede juzgar del todo, el que no lo oye todo, El que me juzga, pues, es el Señor, El Señor, dice, a cuya ciencia no se puede esconder, y cuya sentencia no puede declinar, aún aquello que se oculta a la propia conciencia. Oye Dios en el corazón del que piensa lo que no oye aún el mismo que piensa. Estaba cerca la oreja del Profeta, ausente de la boca del que pedía furtivamente el dinero: y yo pensando aún en lo más oculto, dañar o al prójimo inicuamente, o torpemente a mi mismo, ¿no temeré aquel oído que de ninguna parte está ausente? Tremendo oído enteramente y digno de reverencia, para el cual ni el ocio cesa ni el silencio calla. Finalmente dice: quitad lo malo de vuestros pensamientos de mis ojos, pero ¿qué da a entender en decir de mis ojos? ¿Pues que no solamente oye Dios sino que ve también nuestros arcanos? ¿Qué ojos serán estos que miran los mismos pensamientos? No tienen los pensamientos color para verse, como ni sonido para oírse. Suelen sentirse del que piensa, pero no pueden oírse de quien escucha, ni verse de quien mira. Con todo eso, justamente el Señor sabe los pensamientos de los hombres que son vanos. Porque ¿cómo los ignoraría cuando los oye y los ve? A estos dos sentidos, esto es a la vista y al oído, nadie juzga que se debe negar la fe. Esto decimos nosotros constantemente, que sabemos que hemos visto y oído. Así, con razón, no tenía necesidad el Señor Jesús de que alguno le diera testimonio del hombre. ¿Que estáis pensando cosas malas, dice, en vuestros corazones? No respondía a las palabras sino a los pensamientos. Oía a los que no hablaban, veía lo que no aparecía.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXI
En la conciencia de cada uno se debe colocar la alabanza y gloria verdadera pero no sin temor porque Dios es escudriñador y juez de los corazones.
Es la conciencia un vaso sano y firmísimo, muy a propósito para guardar los secretos. No está expuesto a asechanzas algunas, a los ojos y manos de todos, exceptuando sólo el Espíritu, que escudriña también las cosas altas de Dios. Cualquier cosa que en ella pusiere, estoy seguro que no la perderá. Ella me la guardará estando yo vivo y me la restituirá cuando estuviere difunto. Porque a donde quiera que fuere yo, va ella conmigo, llevando consigo el depósito que recibo para guardar. Está presente cuando yo vivo y me seguirá igualmente cuando estuviere muerto. En todas partes es inseparable de mi la gloria o la confusión según la calidad del depósito. Bienaventurados los que pueden decir con verdad: nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia. No lo puede decir sino el humilde, según el proverbio vulgar acostumbra temer los ojos del campo, y tiene por sospechosos los oídos de las selvas. Es bienaventurado el hombre que está siempre temeroso. No puede decir esto el arrogante y presuntuoso, que ostentándose con descaro a si mismo, frecuentemente y en todas partes, como quien anda por un campo, anhela con ansia la gloria y aún se gloria cuando ha obrado mal y se regocija en las cosas pésimas. Juzga que no le ven, porque tiene más que le imiten que quienes le reprendan, siendo él ciego y guía de los ciegos. Pero tiene este campo sin duda ojos, que son los de los Ángeles Santos a quienes suele ofender siempre la vida desarreglada. No dirá nunca el hipócrita: mi gloria es el testimonio de mi conciencia, porque aunque burle la opinión de los que juzgan por lo exterior, en sus palabras, semblante y apariencia disimulada, pero no puede evitar y evadir el juicio del que escudriña las entrañas y los corazones pues a Dios nadie le puede burlar.
SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO XX
Para no engreirse y estar y estar en precaución contra la tentación de sentir de si mismo más altamente de lo que debiera, suele el verdadero humilde repasar en continua meditación aquello: no aspiréis a lo que es más elevado sino más antes acomodaos a lo que es más humilde y lo otro: No anduve en cosas grandes y maravillosas sobre mi. Si no he sentido bajamente de mi y por el contrario se ha ensalzado mi alma, el que piensa que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Más contra la tentación de pensar que es de sí propio aquello que es, se pregunta a sí mismo cuidadosamente: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido? Igualmente el que acostumbra menospreciar perfectamente las humanas alabanzas, cuando percibe que le alaban de lo que en sí no tiene, no asintiendo en manera alguna trae a su memoria aquello: los que te aclaman por dichoso te inducen al error. Y no menos se acuerda de aquel versito: Vanos son los hijos de los hombres, los hijos de los hombres tienen pesos falsos, y ellos se convienen juntamente en la vanidad para usar de los engaños. Por tanto, procura imitar solicitamente al Apóstol que dice de sí: No digo más, no suceda que me aprecie alguno sobre los méritos que ve en mi u oye de mi. Pero cuando halla que es alabado de lo bueno, que el acaso conoce tener en sí, igualmente en cuanto está en su parte trata de rechazar de sí el dardo del favor, con el escudo de la verdad, dando la gloria a Dios y diciendo: Por la gracia de Dios soy lo que soy y rebatiendo de sí toda sospecha dice el Señor: No a nosotros Señor, no a mosotros, sino a Vuestro Nombre dad la gloria. Teme sin duda él, no sea quizá que si se porta de otra suerte oiga del Señor: Rebibiste ya tu recompensa y también buscáis la gloria unos de otros y no la gloria que viene solamente de Dios. Refugiándose pues sobre esto, al consejo del Apóstol hace examen él mismo de sus obras, para tener así la gloria en sí mismo y no en otro. Guarda fiel es de sí propio el que sabe reservar para sí el aceite del favor, para que no suceda que en la venida del Esposo se apague la lámpara de la conciencia por estar vacía. No lo tiene en otro, vuelvo a decir, no halla por conveniente el entregar a los labios de los hombres su gloria, pues sin duda son un arca sin llave ni cerradura, y que no está cerrada de ningún modo para el que quiera hacer daño. No es seguro ciertamente, sino más antes es una necedad, colocar tu tesoro donde no puedes volverle a tomar cuando quieras. Si le pones en mi boca, ya no está en tu potestad, sino en la mía, siendo cierto que según mi gusto te podré yo alabar o vituperar.
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