Estimados hermanos en Cristo, agradecemos al hno. Victos de San José, la aportación de este texto.
«La entrada en el desierto es siempre un momento solemne. Abandonas el ambiente normal de las relaciones sociales por la incógnita de la soledad. Se empieza por desgarramientos, rupturas, tal vez repudiaciones. No se lleva a cabo sin lágrimas esa universal y definitiva repulsa de cuanto nos era más querido. Lo suyo les costó a los Hebreos dejar Egipto, y lo lamentaron por mucho tiempo. Eso que salían en familia. A ti se te pide la fe y el valor de Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré…. Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh (Génesis 12,1-4).
No se lee que vacilara o le pesara. Échalo todo por la borda, y pronto. Los miramientos, los aplazamientos sólo harán que sean más costosos unos sacrificios que un día bien tendrás que aceptar, so pena de nunca ser Ermitaño y no poder perseverar. El Dios que te llama a esas renuncias será tu fortaleza. Hizo salir a los judíos de Egipto in manu forti.
“Dios no desata, arranca; no doblega, rompe; más que separar rasga y devasta todo”, así habla Bossuet en el segundo sermón de la Asunción.
Más tarde entenderás esta palabra de Dios: “Vosotros mismos habéis visto… cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí” (Éxodo 19, 4).
No le tomes el peso a tu cruz; se te caería el alma a los pies. Fíate del que, por amor, te recibe tal como eres; sin hacer caso de tu indignidad, y dice:
“Voy a seducirle, le llevaré al desierto y le hablaré al corazón…”(Oseas 2,16-18)».
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