«Todo hombre es Adán, todo hombre es Cristo». Se podría
elegir esta frase, inspirada de cerca en san Agustín [1],
como lema de este volumen dedicado a la teología del pecado original y de la
gracia (lo que podríamos llamar «antropología teológica especial») porque
precisamente el pecado y la gracia, las coordenadas que marcan la existencia
del hombre en su relación con Dios, nos vienen de Adán y de Cristo, más aún,
nos identifican en cierto modo con ellos. Recogemos con esta frase, como en su
momento hizo Agustín, el paralelismo entre Adán y Cristo, de tan profunda
raigambre paulina (cf. 1 Cor 15,21-22.45-49; Rom 5,12-21). De Adán viene el
pecado y la muerte y de Jesús la gracia y la vida. En este sentido las dos
figuras se contraponen. Pero con esta consideración no hemos recogido toda la
riqueza de la enseñanza paulina. Desde el primer instante debemos tener presente
que Adán no es sólo el primer pecador, sino también como el primer hombre. Los
dos aspectos se hallan ciertamente unidos en Pablo, pero a la vez el Apóstol
insinúa también la distinción entre ambos. En virtud de ella, el paralelismo a
que nos hemos referido no puede entenderse sólo en relación con la gracia y el
pecado. En los textos a que acabamos de aludir, Jesús no es contemplado sólo
como el que nos redime del pecado, sino también como el que lleva al hombre, y
con él la creación toda, a la realización de su destino (cf. 1 Cor 15,45-49).
El paralelismo no se agota, por tanto, en la contraposición. La «prefiguración»
es también un elemento fundamental del mismo. Adán, «figura del que había de
venir» (Rom 5 ,14), ha de ser entendido por consiguiente a la luz de Cristo,
aunque a la vez debamos tener en cuenta que la significación salvadora de Jesús
no se puede explicar en concreto sin la referencia al «primer hombre»; en él ha
tenido origen la situación de «desgracia» que afecta a todo el género humano [2].
Por la distribución de las materias entre este volumen y el
que le precede en la serie, el que trata de lo que podríamos llamar
«antropología teológica fundamental», no nos corresponde estudiar directamente
la condición creatural del hombre, y por tanto el designio creador de Dios, que
alcanza en Cristo su cumplimiento. Pero no podemos en absoluto desentendernos
de esta perspectiva para la recta comprensión de las materias que deberemos
desarrollar. Por esta razón interpretamos la frase agustiniana que nos sirve de
lema en un sentido mucho más amplio que el que le dio originariamente el doctor
de Hipona. Todo hombre es Adán: ante todo porque todo hombre comparte la
condición humana, que nos une a todos nuestros semejantes de este momento
histórico, pero que a la vez, por la sucesión de las generaciones, nos une a
todos los que nos han precedido desde el comienzo de nuestra especie y a
quienes hasta el final de los tiempos nos seguirán. Pero todo hombre es Adán
también porque por el hecho de venir al mundo participa de la condición de
pecador en la que el pecado del primer hombre (y también, en su medida, el de
los hombres de todas las generaciones que se han ido sucediendo) lo ha sumido.
Todo hombre es Cristo: ciertamente lo es en el sentido más
pleno de la palabra aquel que, renacido del agua y del Espíritu Santo, inserto
en Jesús, vive en la Iglesia la vida de los hijos de Dios. Pero, a la vez, todo
hombre es Cristo porque Jesús es la luz verdadera que ilumina a todo hombre al
venir a este mundo (cf. Jn 1,9); porque ningún ser humano tiene otro destino
que el de la plena configuración con Jesús en la participación de su filiación
divina; porque todo hombre, desde el comienzo creado a imagen de Dios (cf. Gén
1,26s), ha sido llamado a llevar la imagen del hombre celeste, Jesús resucitado
(cf. 1 Cor 15,49); porque Jesús, el hombre perfecto, revela al propio hombre su
misterio y la sublimidad de su vocación (cf. Vaticano II, GS 22). Sólo en este
contexto tiene sentido la contraposición más estricta entre la gracia y el
pecado en la que nos deberemos centrar. Sólo porque todo hombre está
últimamente llamado a ser Cristo, puede ser Adán. Sólo porque fue creado en la
gracia pudo el hombre ser pecador. Por la obediencia de Jesús, la gracia
sobreabunda donde abundó el pecado (cf. Rom 5,20). Pero, además, la gracia es
la primera y la última palabra de Dios sobre el hombre. El designio salvador de
Dios comienza en el primer instante de la historia, preside ya la creación del
hombre. La enseñanza de la Iglesia sobre el paraíso y el estado original es una
expresión elocuente de esta verdad. Y este designio original de gracia, al que
el pecado se opuso, acabará al final realizándose en virtud de la fuerza de
Cristo. Sin que podamos minimizar en absoluto la tragedia del pecado (sus
efectos continúan siendo demasiado visibles para que se pueda pensar en ello),
la mirada creyente a Jesús crucificado y resucitado descubre el amor de Dios
más fuerte que el egoísmo humano y se abre a la «esperanza contra toda
esperanza» (cf. Rom 4,18). El hombre se halla, ciertamente, bajo el signo de
Adán y bajo el signo de Cristo; pero esta última determinación es mucho más
radical: el mismo Adán primero se halla ya bajo el signo del segundo y
definitivo [3].
Nuestro tratado, sin perder de vista el marco que brevemente
hemos recordado, se ocupará específicamente de los temas del pecado original y
de la gracia, aquellos que más directamente afectan a la experiencia del
creyente, su ser en Cristo y el pecado del que Jesús nos libera. O, dicho con
otras palabras, el ser humano en los avatares de la realización histórica de su
vocación. A nuestra reflexión precede la «antropología teológica fundamental»,
que analiza la visión cristiana del hombre en sus estructuras fundamentales, el
sujeto del cual decimos que es pecador o agraciado por Dios. Y a su vez a
nuestro estudio habrá de seguir el de la escatología cristiana, que trata de la
plena realización del designio de Dios sobre el hombre y el mundo y la historia
entera.
Los tratados de escatología cristiana, sucesores muy
renovados del clásico De novissimis,
tienen un estatuto bastante claro dentro del conjunto de la sistemática
teológica. No se puede decir exactamente lo mismo de la «antropología
teológica». No sólo porque hay diversas propuestas de estructuración de los
temas, sino porque incluso el agrupamiento unitario de las materias teológicas
que tienen al hombre como objeto dista mucho de ser aceptado por todos [4].
Con todo, la antropología teológica como disciplina
englobante sobre todo de los antiguos tratados De Deo creante et elevante y De
gratia se va abriendo paso, de manera especial en los países del área
latina [5].
No quiere decir esto que se haya llegado a un acuerdo en la articulación
concreta de los temas. Por una parte no faltan propuestas que tienden a hacer
prevalecer el punto de vista «lógico» sobre el «cronológico» en la articulación
del tratado; esto significa en concreto que, si el designio primordial de Dios
sobre el hombre es la comunicación de su amor y de su gracia, el tratamiento de
esta última ha de tener la prioridad; por ella se ha de empezar, por tanto, en
la antropología teológica 6. Pero la mayoría de las obras recientes,
aun buscando una estructuración unitaria de la materia, siguen el orden
tradicional de creación-pecado-gracia. Éste es también el que seguimos en la
presente ocasión.
Más novedad ofrece, en cambio, la división de la materia en
antropología teológica «fundamental» y «especial» [6].
Tiene entre nosotros el precedente de la conocida y excelente serie de manuales
de J. L. Ruiz de la Peña [7].
Pero, en la enseñanza teológica, es más frecuente, por lo que conozco, agrupar
en una primera parte de la antropología las doctrinas de la creación y del
pecado, dejando para una segunda parte el tratamiento de la gracia [8].
El hecho de que se siga aquí esta división responde a razones en gran parte
contingentes, que no es el momento de explicar. En todo caso, aunque otras
distribuciones de la materia son posibles, la que aquí se adopta tiene su
sentido. El hombre, aunque llamado a la gracia de Dios y precisamente por ello,
tiene una determinada estructura ontológica, es una persona, un sujeto libre.
Características todas ellas que tienden a posibilitar la comunicación de sí
mismo con que Dios quiere agraciarlo, y a partir de las cuales se realiza la
historia de las relaciones del
«antropología teológica» es, hasta
donde alcanzan mis conocimientos, el de M. FLICKZ. ALSZEGHY, Antropología teológica, que vio la luz
en 1970.
6 Este principio rige la estructura de la obra de G. COLZANI, Antropologia teologica. L’uomo: paradosso e
mistero. En cierta manera se llevan en ella a la práctica las propuestas
que había formulado bastantes años antes L. SERENTHÀ, Problemi di metodo nel rinnovamento
dell’antropologia teologica: Teo 2 (1976) 150-183.
hombre con Dios. Presupuestas, por
tanto, estas cuestiones fundamentales, que, por otra parte, sólo en la
realización histórica del designio divino pueden iluminarse con claridad,
podemos dedicarnos en este volumen más específicamente al estudio de la oferta
de la gracia de Dios, que determina desde el comienzo de la historia la vida
humana, y la respuesta del hombre a este ofrecimiento.
Dos son las partes principales de que consta nuestro
volumen. En la primera consideramos, ante todo, el ofrecimiento de amor y
amistad que Dios ha hecho al hombre en el primer instante de su creación. Este
hecho, como acabamos de decir, determina toda la existencia humana. Por esta
razón, para que quede más clara, aun en la disposición sistemática de la obra,
la primacía de la gracia, he preferido dar al tema del «paraíso» una cierta
autonomía y no englobarlo en el del pecado original. El estudio de este último,
el rechazo del hombre a esta gracia y don de Dios, ocupará la primera parte en
casi toda su extensión. La segunda parte, la teología de la gracia, se ocupa de
la oferta radical del don divino y la plena respuesta humana al mismo que han
tenido lugar en Jesucristo, la «gracia» en persona. A partir de él ha cambiado
el signo de la historia, se ha abierto una nueva posibilidad de ser hombre en
la filiación divina y en la fraternidad respecto de los hombres. Aparecerán
así, esperamos, internamente articuladas las coordenadas de la gracia y el
pecado que enmarcan la existencia del hombre.
Sería, naturalmente, demasiado simplista considerar el
pecado y la gracia sólo como dos situaciones sucesivas en las que se encuentra
el hombre ante Dios. No le faltó al hombre la gracia y el amor de Dios después
de la caída y antes de que viniera Jesús (cf. Gén 3,15). Por otra parte, el
pecado, vencido ya, sigue presente en el mundo, incluso en quienes se han
incorporado a Cristo y a su Iglesia por el bautismo; además sigue abierto ante
cada uno de nosotros el interrogante de nuestro destino final. Por ello, en
nuestra consideración del hombre en la gracia y el pecado, debemos tener
presentes siempre estos dos aspectos: por una parte, la victoria de Jesús ya
realizada; por otra, la inevitable coexistencia, mientras vivimos en este
mundo, de gracia y de pecado; del don de Dios ofrecido y aceptado libremente,
también por gracia, por los hombres en quienes triunfa la obra del Espíritu, y
rechazado, en no pocas ocasiones, aun por quienes desean seguir a Jesús. El
hombre pecador y el hombre justificado no son dos hombres, sino uno y el mismo.
Y aunque la justificación sea para cada hombre un momento de cambio
fundamental, como lo ha sido para la humanidad en su conjunto el de la muerte y
resurrección de Jesús, la plenitud de la gracia y de la filiación divina, sin
amenaza ninguna de mal ni de pecado, será gozada sólo en la vida eterna.
Nuestro estudio del hombre en el pecado y en la gracia habrá de tomar en
consideración la implicación mutua de estas dos dimensiones —muy diversa
ciertamente según las circunstancias y siempre con el primado de la gracia— en
todo hombre y en todos los momentos de la historia.
A las dos partes principales de la obra precede un capítulo
dedicado a la cuestión del sobrenatural. Creo necesaria esta reflexión antes de
abordar el tema del estado original y el paraíso, para que quede claro cómo se
inserta en el ser del hombre la llamada a la filiación divina; ésta, siendo
absolutamente trascendente y gratuita, es a la vez la única posible plenitud
del ser humano que conocemos, creado por Dios para hacer posible el don de sí
mismo [9].
La presente obra constituye una reelaboración de la mayor
parte de mi Antropología teológica,
aparecida por primera vez en 1983. He optado por mantener el orden y la
estructura fundamental de los capítulos correspondientes a la materia de este
nuevo libro, ya que considero que en líneas generales siguen siendo válidos.
Las posiciones adoptadas no han sufrido tampoco muchos cambios sustanciales,
pero sí variaciones de matiz y de expresión en no pocas ocasiones; se ha
transformado la estructura interna de algunos capítulos y se tratan con más
extensión (y, espero, profundidad) algunos puntos. La revisión del texto y de
las notas ha sido completa, aunque no en todos los casos se hayan introducido
modificaciones de gran relieve. Una de las preocupaciones fundamentales ha sido
la de poner al día la bibliografía, tanto general como específica [10].
La «antropología teológica especial», como ya hemos dicho,
presupone la «fundamental». Esto significa en concreto que algunas de las
soluciones adoptadas en las cuestiones que en este libro se tratan (pienso
especialmente en los temas del sobrenatural y del estado original, pero también
en algunos enfoques de la teología de la gracia) dependen de opciones previas
que, por obvias razones, no siempre he podido exponer y justificar con detalle.
He procurado dar un mínimo de explicación cuando me ha parecido que las
circunstancias lo requerían. Para una información más completa me remito a los
primeros capítulos de la Antropología
teológica [11].
Para hacer posible la publicación del presente volumen por
la BAC en la serie Sapientia fidei,
las «Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas» (Madrid) y la
«Editrice Pontificia Università Gregoriana» (Roma), coeditoras de la ya
repetidas veces mencionada Antropología
teológica, han renunciado a ulteriores reediciones de la obra en castellano.
Quiero dar las gracias a ambas instituciones por la apertura de espíritu y la
generosidad que con este gesto han mostrado. Como en el momento de la primera
edición de esta obra, deseo manifestar mi reconocimiento a mis colegas y a mis
alumnos de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid en los ya lejanos, pero
siempre presentes, primeros años de docencia teológica; y también a los
profesores y alumnos de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, con
quienes comparto desde hace ya algunos años los gozos y las fatigas de la
investigación y la enseñanza.
[1] AGUSTÍN,
In Ps. 70, ser. II 1 (CCL 39,960):
«Omnis homo Adam, sicut in his qui regenerantur, omnis homo Christus».
Volveremos más adelante sobre la sentencia. Por ahora quiero sólo hacer ver que
no la he tomado al pie de la letra, sino que me he inspirado libremente en ella
para resumir el contenido de esta obra.
[2] W. KASPER,
Christologie und Anthropologie: ThQ
182 (1982) 202-221, 212: «En la medida en que Pablo entiende a Adán a partir de
Jesucristo, deja claro a la vez en Adán cuál es la significación de
Jesucristo».
[3]
Así lo han visto claramente algunos padres y escritores de la antigüedad
cristiana; p.ej. TERTULIANO, De
res. mort. VI 3-5 (CCL 2, 928): «En lo que se expresaba en el fango, se
pensaba en Cristo, que iba a ser hombre... Por ello, lo que (Dios) formó, lo
hizo a imagen de Dios, es decir, de Cristo. Así aquel barro, que revestía ya la
imagen de Cristo que iba a existir en la carne, no era sólo obra de Dios, sino
también garantía» (la primera parte de este texto figura citada en nota en GS
22); ID.,
Adv. Prax. XII 3-4 (CCL 2,1173):
«Había uno a la imagen del cual hacía (al hombre), es decir, a imagen del Hijo,
el cual, teniendo que ser más tarde el hombre más cierto y más verdadero (homo futurus certior et verior), hizo
que fuera llamado hombre aquel que en aquel momento debía ser formado del
fango, imagen y semejanza del verdadero»; PEDRO CRISÓLOGO, Sermo 117 (PL 52, 520): «El segundo Adán
plasmó al primero, e imprimió en él su propia imagen» (cita este texto el Catecismo de la Iglesia católica, n.359).
[4] Una visión
sintética de las diversas propuestas de los últimos tiempos se hallará en L. F.
LADARIA,
Introduzione all’antropologia teologica
(Casale Monferrato 1992), 15-38; en el mismo lugar se encontrarán más
indicaciones sobre lo que sigue.
[5] Cf. la
bibliografía. El primer manual que agrupó estas materias bajo el título de
[6]
Uso estos adjetivos en un sentido muy general, sin querer en absoluto insistir
en esta terminología.
[7]
J. L. RUIZ
DE LA PEÑA, Imagen de
Dios. Antropología teológica fundamental (Santander 1988); ID., El don de Dios. Antropología teológica
especial (cf. la bibliografía). Respondería también aproximadamente a la
antropología teológica «especial», aunque no se usa este nombre, la obra de O.
H. PESCH,
Frei sein aus Gnade. Por otra parte,
«antropología teológica fundamental» es el subtítulo de una obra reciente que
abarca los temas de la creación y del pecado: G. GOZZELINO, Vocazione e destino dell’uomo in Cristo.
Saggio di antropologia teologica fondamentale (Torino 1985). Pero este
subtítulo ha desaparecido en la reelaboración de la obra Il mistero dell’uomo in Cristo. Saggio di protologia (Torino 1991).
[8] Esto incluso en los
casos en que se da una cierta unidad a la enseñanza teológica sobre el hombre.
Esta división es sin duda heredera de los tratados clásicos a que nos acabamos
de referir. La creación y el pecado forman también un bloque, separado de la
gracia, en los casos en que no se agrupan las materias que tratan del hombre,
cf. p.ej. MySal.
[9]
La estructura de esta obra ha resultado así análoga a la de J. L. RUIZ DE LA
PEÑA El don de Dios. Pero cf. también mi Antropología teológica, Roma-Madrid
1983, a la que en seguida me referiré.
[10] Aunque he de hacer
notar que, viviendo y trabajando en el extranjero, no me han sido de fácil
acceso las traducciones castellanas de diversas obras.
[11] Espero que una
segunda edición completamente reelaborada de la obra (que incluirá también las
materias de este libro) pueda aparecer en lengua italiana en los primeros meses
del año 1994. Llevará por título Antropologia
teologica (2.ª ed.), y será publicada por la Editrice Pontificia Università
Gregoriana (Roma) y Edizioni Piemme ( Casale Monferrato ).
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