San Serafín de Monte Granaro, Lego Capuchino
Octubre 12
Nací en un pequeño pueblo de las Marcas, en la Italia central, donde todas las casas, como si fueran girasoles, están abiertas al sol. Fue en 1540, cuando en toda la región comenzaba a estabilizarse la Reforma Capuchina. Sin embargo yo no conocí a los frailes hasta que entré en el noviciado.
Era el segundo de cuatro hermanos, y mi padre era albañil. Como la economía no iba demasiado boyante, pronto tuvo que echar mano de nosotros para que le ayudásemos. Mi hermano mayor se fue a trabajar con él; y a mí, como era debilucho y algo torpe, me mandó con un campesino para que le cuidara el rebaño. Un trabajo fácil y agradable, sobre todo porque me dejaba mucho tiempo para rezar y pensar en mis cosas.
Esta afición mía por la soledad y la oración me creó una fama de milagrero que yo no veía justificada. Todo empezó cuando en uno de los viajes a Loreto, mientras mis compañeros se pararon en la orilla del río en espera de que disminuyese el caudal, yo lo crucé sin mojarme. Y es que hay que conocer los vados y saber pasar los ríos.
Cuando murió mi padre, mi hermano me reclamó para que le ayudara. Sabía muy bien que no podría hacerme un albañil, pero se empeñó en que fuera, al menos, un peón. Sin embargo fracasó. Por mucho que intentó enseñarme el oficio, no consiguió nada. A lo más que llegué fue a traerle cubos de agua y ladrillos. Él, como es lógico, se enfadaba y me daba algún que otro pescozón; yo lo comprendía y me callaba.
Aquella vida me aburría y soñaba con desiertos, ayunos y penitencias, según había leído en las vidas de los ermitaños. Pero no fue necesario irme tan lejos. Una amiga me manifestó que conocía «una religión santa, en la que podía hacerme santo»: los Capuchinos.
El Señor me hizo torpe
Cuando me presenté en el convento para hacer el noviciado, muy pocas cosas dejaba atrás; hasta el punto que le dije al guardián: «Sólo tengo un crucifijo y un rosario; pero con éstos espero ayudar a los frailes y hacerme santo». Y me admitieron.
Mi convivencia con los frailes fue un calvario, ya que seguía igual de inseguro, poco mañoso y torpe para el trabajo. Por mucho que me esforzara no conseguía hacer nada a derechas, lo que motivaba que me reprendieran y humillaran. Tanto me costaba soportar mi torpeza, que estaba dispuesto a dejar el convento y marcharme al desierto.
Sin embargo reflexioné y se me hizo la luz. Tenía que aceptar mi torpeza para el trabajo y mi capacidad para conectar a la gente con Dios. De ahí que tuviera que acoger, incluso con cariño, las justas reprimendas de los superiores cuando me salían mal las cosas, y trabajar para que la gente fuera feliz al encontrarse con Dios.
Pero me dio la gracia de ayudar a los demás
Esto me lo encontraba hecho, hasta el punto de correrse la voz de que yo hacía milagros, cuando en realidad lo que hacía era convencerlos para que confiaran en el Señor. Lo que pasara después ya no dependía de mí, pero la gente me lo atribuía.
Una vez vino un matrimonio joven, con una niña muda de nacimiento, pidiéndome que la curara. Yo les insinué que fueran a la capilla del Santísimo y rezaran. Al cabo de un rato me acerqué para darle a la niña un ramito de flores, y en plan jocoso le dije a la pareja: «Esta niña va a hablar más que una cotorra». Y así sucedió. Se le fue soltando la lengua hasta el punto de que, muchas veces, había que hacerla callar, de tanto que hablaba.
Los casos se multiplicaban, y la gente venía en busca de ayuda para sus necesidades. Yo me veía abrumado ante tanta demanda de milagros, pero hacía lo que buenamente podía: darles confianza y acercarlos al Señor. Hasta tal punto se complicó la cosa que el guardián me prohibió hacer tanto prodigio, cuando el primer asombrado era yo.
Pero no vayáis a creer que me dedicaba solamente a «hacer milagros». En los distintos conventos por los que pasé ayudaba también en los trabajos de la casa, pero mi relación con la gente, bien al salir a pedir limosna, o porque ellos venían a visitarme al convento, ocupaba mucho tiempo.
El secreto de mi disponibilidad para atenderles estaba en el ejemplo de Jesús; de ahí que me pasara grandes ratos en la iglesia pidiendo por los demás, incluso por la noche, cuando las puertas de la muralla estaban cerradas y la gente que se había quedado fuera venía al convento a pedir hospedaje.
Y así transcurrió mi vida, hasta que un 12 de octubre, el de 1604, los niños, que junto con las flores era lo que más quería, empezaron a gritar por el pueblo: «Ha muerto el santo, ha muerto el santo». Y ese santo era yo.
Octubre 12
Nací en un pequeño pueblo de las Marcas, en la Italia central, donde todas las casas, como si fueran girasoles, están abiertas al sol. Fue en 1540, cuando en toda la región comenzaba a estabilizarse la Reforma Capuchina. Sin embargo yo no conocí a los frailes hasta que entré en el noviciado.
Era el segundo de cuatro hermanos, y mi padre era albañil. Como la economía no iba demasiado boyante, pronto tuvo que echar mano de nosotros para que le ayudásemos. Mi hermano mayor se fue a trabajar con él; y a mí, como era debilucho y algo torpe, me mandó con un campesino para que le cuidara el rebaño. Un trabajo fácil y agradable, sobre todo porque me dejaba mucho tiempo para rezar y pensar en mis cosas.
Esta afición mía por la soledad y la oración me creó una fama de milagrero que yo no veía justificada. Todo empezó cuando en uno de los viajes a Loreto, mientras mis compañeros se pararon en la orilla del río en espera de que disminuyese el caudal, yo lo crucé sin mojarme. Y es que hay que conocer los vados y saber pasar los ríos.
Cuando murió mi padre, mi hermano me reclamó para que le ayudara. Sabía muy bien que no podría hacerme un albañil, pero se empeñó en que fuera, al menos, un peón. Sin embargo fracasó. Por mucho que intentó enseñarme el oficio, no consiguió nada. A lo más que llegué fue a traerle cubos de agua y ladrillos. Él, como es lógico, se enfadaba y me daba algún que otro pescozón; yo lo comprendía y me callaba.
Aquella vida me aburría y soñaba con desiertos, ayunos y penitencias, según había leído en las vidas de los ermitaños. Pero no fue necesario irme tan lejos. Una amiga me manifestó que conocía «una religión santa, en la que podía hacerme santo»: los Capuchinos.
El Señor me hizo torpe
Cuando me presenté en el convento para hacer el noviciado, muy pocas cosas dejaba atrás; hasta el punto que le dije al guardián: «Sólo tengo un crucifijo y un rosario; pero con éstos espero ayudar a los frailes y hacerme santo». Y me admitieron.
Mi convivencia con los frailes fue un calvario, ya que seguía igual de inseguro, poco mañoso y torpe para el trabajo. Por mucho que me esforzara no conseguía hacer nada a derechas, lo que motivaba que me reprendieran y humillaran. Tanto me costaba soportar mi torpeza, que estaba dispuesto a dejar el convento y marcharme al desierto.
Sin embargo reflexioné y se me hizo la luz. Tenía que aceptar mi torpeza para el trabajo y mi capacidad para conectar a la gente con Dios. De ahí que tuviera que acoger, incluso con cariño, las justas reprimendas de los superiores cuando me salían mal las cosas, y trabajar para que la gente fuera feliz al encontrarse con Dios.
Pero me dio la gracia de ayudar a los demás
Esto me lo encontraba hecho, hasta el punto de correrse la voz de que yo hacía milagros, cuando en realidad lo que hacía era convencerlos para que confiaran en el Señor. Lo que pasara después ya no dependía de mí, pero la gente me lo atribuía.
Una vez vino un matrimonio joven, con una niña muda de nacimiento, pidiéndome que la curara. Yo les insinué que fueran a la capilla del Santísimo y rezaran. Al cabo de un rato me acerqué para darle a la niña un ramito de flores, y en plan jocoso le dije a la pareja: «Esta niña va a hablar más que una cotorra». Y así sucedió. Se le fue soltando la lengua hasta el punto de que, muchas veces, había que hacerla callar, de tanto que hablaba.
Los casos se multiplicaban, y la gente venía en busca de ayuda para sus necesidades. Yo me veía abrumado ante tanta demanda de milagros, pero hacía lo que buenamente podía: darles confianza y acercarlos al Señor. Hasta tal punto se complicó la cosa que el guardián me prohibió hacer tanto prodigio, cuando el primer asombrado era yo.
Pero no vayáis a creer que me dedicaba solamente a «hacer milagros». En los distintos conventos por los que pasé ayudaba también en los trabajos de la casa, pero mi relación con la gente, bien al salir a pedir limosna, o porque ellos venían a visitarme al convento, ocupaba mucho tiempo.
El secreto de mi disponibilidad para atenderles estaba en el ejemplo de Jesús; de ahí que me pasara grandes ratos en la iglesia pidiendo por los demás, incluso por la noche, cuando las puertas de la muralla estaban cerradas y la gente que se había quedado fuera venía al convento a pedir hospedaje.
Y así transcurrió mi vida, hasta que un 12 de octubre, el de 1604, los niños, que junto con las flores era lo que más quería, empezaron a gritar por el pueblo: «Ha muerto el santo, ha muerto el santo». Y ese santo era yo.
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