(Éx 22, 21-27; Sal 17; 1Tes 1, 5c-10; Mt 22, 34-40)
No nos suele gustar que nos hablen de mandamientos y de obligaciones, menos aún que nos amenacen si no los cumplimos.
Vivimos una hora emancipada de normas y de valores objetivos.¿Cómo presentar, entonces, la
revelación y el mensaje de este domingo?
Si en vez de proponer el mandamiento como obligación, lo propusiéramos como respuesta agradecida, y como revelación de lo que agrada a quien amamos, quizá le daríamos distinta acogida. ¿Pero seríamos fieles a la verdad?
Lo cierto es que Dios no nos manda hacer más de lo que puede nuestra capacidad, que Él mismo nos ha dado, y si escuchamos como precepto: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todo tu ser» y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», antes deberíamos
recordar que hemos sido creados por
amor y que
existimos para amar. La medida del amor es la que Dios ha empleado con nosotros.
"Pues el amor consiste no en que nosotros amemos a Dios, sino en que Dios nos amó primero".
Nuestro Dios es compasivo
El Dios revelado es compasivo, misericordioso, se apiada de los débiles y de los pobres, de los huérfanos y de las viudas, y nos indica que tengamos esta misma actitud, la que nos pertenece a quienes creemos en Él. Mas el argumento que nos da el mensaje es de agradecimiento: "No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto" (Ex 22, 21).
Antes, Dios ha sido compasivo con nuestros padres. Y por pura correspondencia, debiera salir de nosotros un comportamiento similar. El salmista describe la experiencia del creyente: "Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte" (Sal 17). Si se ha llegado a reconocer hasta qué extremo el Señor nos ha salvado, acoger el mandamiento no hace agravio.
La clave nos la ofrece san Pablo, cuando se dirige a los cristianos de Tesalónica y reconoce el camino que han recorrido: "Abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero"(1Tes 1, 6). Este es el secreto, abandonar toda idolatría, hasta la que podemos tener de nosotros mismos, y seguir los preceptos del Señor, que no esclavizan, sino que alegran el corazón.
Ahora se comprende hasta qué extremo el amor nos une con Dios y con nosotros mismos, porque es el
rebosamiento del amor recibido, por lo que nos convertimos en verdaderos
testigos de la
fecristiana.
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