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lunes, 30 de septiembre de 2013

SOBRE EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ

 
 

Con el relato de la cruz, llegamos al momento culminante del evangelio de Marcos, en el que va a quedar desvelada la identidad de Jesús. Los exegetas están de acuerdo en que el relato de la Pasión fue el primero en escribirse y tuvo vida propia antes de que se integrara en el conjunto del evangelio. Alguno incluso propone que, en concreto, el evangelio de Marcos es un relato de la Pasión precedido de un amplio prólogo.

Lo cierto es que Marcos coloca en labios de un pagano la confesión de fe cristiana -“realmente este hombre era Hijo de Dios”-, que él mismo había mencionado en el título de su escrito: “Comienzo del evangelio de Jesús, Mesías, el Hijo de Dios” (1,1). Pero al situarla tras la muerte de Jesús, quiere subrayar una cuestión que él considera decisiva: Jesús es un Mesías crucificado. Eso significa que sólo puede reconocer su verdadera identidad quien acepta lo que fue su “fracaso” y, por extensión, opta por un camino de amor y entrega servicial, como fue el suyo. De este modo, Marcos culmina su objetivo: el Mesías de Dios es un Mesías servidor (“No he venido para ser servido, sino para servir y entregar mi vida”: 10,45) y creer en él significa asumir el servicio como estilo de vida.
A lo largo de todo su escrito, Marcos tiene mucho interés en subrayar que la identidad de Jesús sólo quedará desvelada cuando haya pasado el peligro de falsas interpretaciones: ante el sumo sacerdote y al pie de la cruz. Únicamente cuando lo ha visto vivir y morir, después de haberlo seguido en su camino, es cuando el discípulo puede comprender: “Éste es el Mesías”.
(…) en la Semana Santa, que gira en torno a la pasión-resurrección de Jesús, es bueno reconocer que venimos de una tradición que ha espiritualizado la cruz, hasta convertirla en una realidad que tendría valor por sí misma –en abstracto—, al margen de lo que fue la existencia histórica de Jesús. En esa línea se han leído, por ejemplo, expresiones del tipo: “la cruz salvadora”.
Objetivamente, se trata de lecturas mágico-míticas que –esto es lo más grave— dejaban en la sombra el hecho primero: Jesús muere como muere porque vive como vive. Lo cual significa que es imposible entender la cruz si se aísla de lo que fue su modo de vivir.
La cruz no ocurrió porque el Padre tuviera necesidad de ser aplacado (tal como parecía indicar aquel canto de Semana Santa: “no estés eternamente enojado”, que mostraba la imagen de un dios monstruoso en su enfado); ni porque fuera condición para que Dios nos devolviera su amistad (como todavía se sigue rezando nada menos que en la Plegaria Eucarística III, que mantiene la imagen de un dios enemistado, que sólo se aplaca por la “inmolación” de su propio Hijo como víctima: “Reconoce en ella –en la ofrenda consagrada— la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad”; cuesta entender que esa fórmula se siga utilizando todavía, aunque sólo sea por la imagen de Dios que esas palabras transmiten, más allá de la intención de quien las pronuncia); la cruz, finalmente, tampoco ocurrió porque “estaba escrito”, según la fórmula que fue aplicada posteriormente, una vez visto el desenlace.
De tales lecturas surgirían actitudes peligrosas como la resignación fatalista, la sumisión y el ahogo de cualquier protesta ante lo injusto, el dolorismo que valora el sufrimiento por el sufrimiento, el victimismo incluso, el rechazo de lo placentero
Frente a esa interpretación esencialista y abstracta, es necesario recuperar la historia. Pues bien, lo que ocurrió es que Jesús fue condenado a muerte y murió en una cruz, castigo de esclavos y subversivos, porque “estorbaba” a la autoridad. Es innegable, históricamente, que Jesús entró en conflicto con los líderes religiosos y que fue condenado en nombre de Dios.
Desde el punto de vista político, Jesús murió crucificado como subversivo. La causa de la condena está redactada en términos políticos: se ha hecho pasar por rey de los judíos (lo más probable parece ser lo relatado por el evangelio de Lucas 23,9 y el de Juan 19,12-15). De modo que Pilato se decide a condenarlo, más que por las acusaciones concretas, por la alternativa que le plantean: “Si pones en libertad a este hombre, no eres amigo del Cesar” (evangelio de Juan 19,12).
En cualquier caso, lo que queda claro es que la muerte de Jesús no fue un error. Fue consecuencia de su vida.
En su sentido más obvio, la muerte de Jesús fue un delito, un atropello por parte de la autoridad. Antes que nada, asesinado, ejecutado por la autoridad establecida, Jesús fue víctima de un sistema de poder y de alianzas. Su mensaje sobre Dios, su libertad frente a la ley, al templo y a la propia religión, resultaron inadmisibles.
Sí, antes que nada, Jesús fue una víctima. La cruz de Jesús no hay que entenderla, pues, como la “causa” o motivo que explica su vida –como nos hizo creer el anterior esquema de la historia de la salvación, según el cual, habría muerto para librarnos del pecado—, sino como la consecuencia de un estilo de vida como el suyo.
Lo que ocurrió más tarde es que la cruz de Jesús, separada de lo que había sido su vida, dio lugar a una espiritualidad abstracta, no carente de valores, pero susceptible de ser peligrosamente deformada, como de hecho ocurrió. Si el acento se hubiera puesto y mantenido en lo que fue su vida, eso hubiera dado lugar a una praxis, una teología y una espiritualidad mucho más en la línea que nos muestra el evangelio; más centrada en la vida –y en su potenciación— que en la muerte; más anclada en la necesidad y el sufrimiento de las personas para aliviarlas, y menos en la obsesión por el pecado y la “perfección”; más fundada en la experiencia de la gratuidad divina que en el miedo ante un dios justiciero y sus amenazas.
En una palabra, la clave de lectura de la cruz no es el sacrificio, sino el amor. Lo que la cruz nos dice no es: “busca el sufrimiento”, sino “entrégate a los demás, ama”. Lo que salva –como lo que crea, lo que construye, lo que hace vivir- no es el sufrimiento, sino el amor. Esto es lo que debemos buscar, no la cruz; ésta vendrá sola si nos comprometemos a amar. Pero, para que el amor pueda vivir y crecer en nosotros, es necesario que nos desidentifiquemos de nuestro yo. El ego, por definición, es egocéntrico. Mientras consideremos al yo como nuestra verdadera identidad no lograremos salir de su estrecho círculo narcisista; viviremos egocentrados. Sólo en la medida en que percibamos nuestra identidad transegoica o transpersonal, viviremos la unidad que somos.

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