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lunes, 30 de septiembre de 2013

A propósito de los Hermanos de Jesús

 
 
El texto que sigue corresponde a una conferencia pronunciada por Jacques Maritain a los Hermanos de Jesús en el año 1964, cuando convivía con ellos en Toulouse, seis años antes de su decisión de entrar en la Congregación, y nueve antes de morir.
Me temo que las reflexiones que os voy a presentar pequen de indiscretas ya que tratan de vuestra vocación: la vocación de los Hermanos de Jesús. Mi temeridad tiene, quizás, una excusa: el profundo afecto que Raïssa y yo desde hace tiempo tenemos por los Hermanos, y que no ha hecho más que aumentar en mí cada día, ahora que habéis querido adoptarme y que vivo entre vosotros […].
(I)
Pero basta de preámbulos. Lo que voy a deciros no es conferencia elaborada; se trata de reflexiones sueltas. Para fijar las ideas, se pueden distinguir cuatro partes:
1.       Los dos sentidos de la palabra “apostólico”.
2.       “Obrar la verdad” y de este modo ayudar a los demás a obrarla también.
3.       Testimonio invisible, o casi invisible, y sin embargo visible.
4.       La tarea inmensa de aquellos que no tienen nada que hacer en la Iglesia.
1. Lo que primero quiero señalar es que hay palabras cuyo sentido puede ser interpretado de una manera parcial, incompleta, indebidamente limitada corriendo el riesgo de inducir a error a consecuencia del uso social que nosotros hacemos de ellas sobre todo si el sentido en cuestión se ha apoyado en el espíritu de la gente, en el vocabulario común, o bien en el de la teología y el derecho canónico.
Hay entonces una diferencia, pienso sobre todo en una diferencia de extensión, entre el sentido reconocido de la palabra, y la realidad a la que se refiere. Esta realidad, si se la toma por ella misma, desborda el sentido reconocido de la palabra; el sentido aceptado o reconocido de la palabra la cubre por entero.
2. Pues bien, es el caso, a mi parecer de la palabra “apostólico”, cuando se habla por ejemplo de orden religiosa, apostólica, de vida apostólica.
En el sentido reconocido o aceptado, un hombre lleva una vida apostólica cuando anuncia la palabra de Dios y cuando tiene como objetivo convertir las almas, enseñarlas y guiarlas hacia el reino de Dios. Habría que añadir, diría el P. Leroy, que tiene misión apostólica el que, en la continuidad de la vida de la Iglesia, tiene como ocupación la extensión del reino de Dios, y continúa diciendo, dilata la obra de fundación de la Iglesia llevada a cabo por los Apóstoles.
La vida apostólica así definida, es una vida a la vez contemplativa y activa, una vida mixta según la enseñanza de Santo Tomás, y que se opone a la vida puramente contemplativa.
En este sentido, - sentido reconocido o aceptado de la palabra “apostólico” –hay que decir que la vida de los Hermanos de Jesús es una vida puramente contemplativa, y no una vida apostólica.
3.- Si consideramos ahora, la realidad en sí misma, el apostolado es algo sobrenatural, trascendente, infinitamente más misterioso de lo que uno piensa, como el Evangelio mismo […].
No solamente el apostolado es todo lo contrario del proselitismo, puesto que gritando la verdad en los tejados el apóstol no piensa en conquistar, sabe que no es el hombre sino la gracia la que convierte, sino que el apostolado no está de ninguna manera limitado a la transmisión por la palabra, el anuncio de la Palabra de Dios, a la enseñanza y a la predicación.
Lleva entre los hombres el testimonio vivido del Evangelio; servir de instrumento, en el silencio de la Creación, a la gracia portadora de Jesús a las almas; entrar como los discípulos en una  participación efectiva en la Pasión redentora y en la muerte en la Cruz, todo eso también es apostólico, y eminentemente apostólico, aunque en un sentido mucho más extenso que el sentido reconocido o aceptado de la palabra. Llevar la Palabra no es más que una parte, la más visible, la más manifiesta de esta inmensa realidad apostólica en la cual, en verdad, todo cristiano está llamado a participar.
(II)
1. Tratemos ahora de precisar las cosas un poco más.
Hablando “grosso modo”, digamos que para captar el sentido completo de la palabra “apostólico” hay que distinguir dos momentos esenciales, que el Señor ha designado cuando ha dicho: “El que obra la verdad, viene a la luz” (Jn. 3, 21).
En otros términos: la experiencia práctica y vivida de la verdad, en el amor, viene normalmente antes del conocimiento intelectual de la verdad en la luz. Máxima evangélica ésta que va muy lejos y que a menudo no se conoce lo suficiente.
Obrar la verdad, es decir, tener en sí mismo la gracia de Jesús que vivifica el alma y sus acciones, y amar de caridad (es el primer momento) antes de conocer explícitamente la verdad en la luz (que es el segundo momento, exigiendo que la verdad sea anunciada).
Glosando un poco el texto de san Juan podemos decir también: obrar la verdad y en consecuencia ayudar a otro a obrarla también (primer momento) para llegado a la luz, transmitir también la luz a otro (segundo momento). A este segundo momento, únicamente, corresponde el sentido aceptado o reconocido de la palabra apostolado: es necesaria la predicación para anunciar la verdad.
Pero antes de eso, es necesario, en primer lugar, que testifique el amor de Dios por los hombres, el verdadero rostro de Dios y el movimiento de amor del que procede la Encarnación […].
2. En este sentido, infinitamente más vasto que el sentido aceptado o reconocido, la función apostólica es inherente a toda vida cristiana. Si no fuera así, estaríamos frente a una mutilación. Una vida contemplativa que no implicara una función, una calidad apostólica en el sentido del primer momento del que acabo de hablar, sería una vida cristiana mutilada. Y ciertamente, no es el caso de los que llevan una vida puramente contemplativa, o no “apostólica” en el sentido restringido, aceptado o reconocido de la palabra apostólica.
Como dice san Pablo hay diversidad de dones. Es necesario tener presente toda la diversidad de modos de vida cristiana y de modo de vida, propios del estado religioso, para medir el alcance auténtico y real de lo que yo llamo la función apostólica.
Nadie puede hacerlo todo, es decir, toda vocación es limitada. Digamos, pues, que ha habido siempre hombres especialmente entregados al segundo momento, el más explícito y el más visible, de la función apostólica: hacer llegar a los hombres la luz de la verdad. Es la tarea propia de los obispos  y es también la tarea de las órdenes religiosas dedicadas de alguna manera a la predicación: Carmelitas, Franciscanos y ante todo, los Hermanos Predicadores que han asumido algo de la misión propiamente episcopal.
Y ha habido siempre hombres que se han entregado especialmente al primer momento de la función apostólica: dan testimonio del amor de Dios, ayudando a los demás al mismo tiempo, nada más que por la creación interior y ese humilde testimonio, a obrar la verdad, aunque no la conozcan todavía  o la conozcan muy imperfectamente.
3. En todos los siglos precedentes esta gran tarea especialmente dedicada al primer momento de la función apostólica, testificación del amor, estaba concebida como para ser exteriormente manifestada.
Estaban por un lado los hombres consagrados a las obras de caridad fraterna, el gran ejemplo de San Vicente de Paúl, y las manifestaciones exteriores del amor de Cristo por los hombres, sin olvidar que la contemplación alimentaba todo en la vida “activa” de San Vicente de Paúl. Y estaban por otro lado los hombres consagrados a la vida contemplativa en los monasterios: hombres dedicados en los monasterios a la búsqueda de la unión con Dios: Benedictinos, Cartujos y también Carmelitas, aunque estos últimos dedican una parte de la predicación, y están clasificados, si no me equivoco, entre las órdenes mendicantes; pero, en fin, las Carmelitas al menos son exclusivamente contemplativas y apostólicas, sin duda, por su oración, pero de ninguna manera apostólicas en el sentido restringido o reconocido de la palabra.
Todas estas grandes órdenes contemplativas proclaman el Evangelio entre los hombres, dan testimonio del amor de Cristo, pensemos en toda la influencia de los grandes monasterios en los tiempos de cristiandad. Por la alabanza litúrgica, los votos solemnes, la separación del mundo para encerrarse en esos grandes conventos a la búsqueda de la perfección, se daba a grandes voces testimonio de la obra redentora de Cristo y de su amor.
Aunque esas grandes órdenes permanezcan vivas y deban de existir siempre en la Iglesia, yo dije antes “en los siglos precedentes” porque hacía alusión a los siglos durante los cuales han nacido y se han desarrollado.
Se puede decir que uno de los caracteres generales más señalados de esos siglos es que en las intercomunicaciones humanas hubo durante todo ese tiempo una primacía de lo visible sobre lo invisible, de lo manifiesto sobre lo manifestado.
En el orden, no de lo que se hacía y se admitía prácticamente, sino de lo que se desprendía de una reflexión explícita, había un desconocimiento general del inconsciente, de las realidades psicológicas y morales inconscientemente presentes en nosotros. Para juzgar a la gente, para decir por ejemplo si alguien era herético o si estaba poseído por el demonio, era a lo que decía ese alguien, a las fórmulas conceptuales y verbales conscientemente empleadas por él a las que se recurría.
Y cuando se decía “fuera de la Iglesia no hay salvación”, lo que es verdad, sin duda se sabía que una pertenencia invisible a la Iglesia de Cristo es posible, pero de hecho se miraba tal pertenencia invisible como excepcional. No hace mucho de uno de mis amigos, teólogo, me reprochaba vivamente el que supusiera buena fe en los protestantes, judíos y todos los no cristianos con los que yo hablaba, porque según él desde la promulgación de la Nueva Ley debemos suponer que los no católicos rechazan la luz por mala fe.
Digamos pues que, por regla general, en los siglos que han precedido al nuestro, al primer momento de la función apostólica, en sentido extenso, sobre el que insistía anteriormente: “facere veritatem”, proclamación del amor de Jesús, se le concebía como algo manifestado por medio de las cosas visibles: obras de caridad o grandes instituciones monásticas.
4. Pues bien, digo que hoy hemos entrado en una nueva era, en la que uno de los caracteres esenciales es el esfuerzo por descubrir y conquistar lo infinitamente pequeño y, en general, parcelas que escapan a los sentidos y no se manifiestan visiblemente.
El símbolo de esta nueva era es la microfísica, la física nuclear. Lo que pasa en el mundo de los átomos, los cuales escapan absolutamente al alcance directo de nuestros sentidos, es lo que tiene una eficacia suprema, puesto que por la escisión del átomo se puede hacer saltar la tierra.
Y, paralelamente, otro símbolo de esta nueva era es la distinción explícita de la realidad del inconsciente, infraconsciente de los instintos y supraconsciente del espíritu; son en todos estos trabajos sobre el inconsciente donde faltan sin duda muchas cosas por precisar, y muchas cosas, las más importantes, las que conciernen al supraconsciente del espíritu no han sido más que apenas esbozadas. Queda sin embargo que a partir de la psicología de profundidades, hay toda una dimensión que se descubre en el hombre. Y en el orden de las intercomunicaciones humanas, lo invisible comienza a superar lo visible. Sabéis, por ejemplo, que en los nuevos procedimientos, y los más temibles,  de la publicidad, no es por el escándalo de los anuncios ruidosos, sino por medio de pequeñas insinuaciones desapercibidas, imperceptibles, registradas en el inconsciente, como se consigue mejor tomar posesión de nuestro espíritu y meternos, a pesar nuestro, un montón de convicciones y de impulsos en la cabeza. El ejemplo en cuestión es horrible, pero muestra bien que si el inconsciente debe ser reconocido y respetado, y si es bueno traerlo a la luz, en revancha es singularmente peligroso querer manipularlo.
(III)
1. Llegamos ahora a nuestra tercera parte, que será más larga que las otras. He dicho que en la nueva era donde hemos entrado, vemos revelarse, ya sea en la materia y gracias a los descubrimientos de la microfísica, ya sea en las actividades humanas y gracias a la exploración del inconsciente, una cierta prioridad de lo invisible sobre lo visible, y de lo no manifiesto sobro lo manifestado.
Es aquí donde aparece, según mí opinión vuestro papel profético, Hermanos de Jesús. Este papel profético consiste en afirmar existencialmente el valor primordial de la proclamación del amor de Jesús a los hombres, no ya por los grandes medios visibles, sino por el medio invisible o casi invisible de la simple presencia de amor fraternal en medio de los pobres y de los abandonados.
Este testimonio invisible o casi invisible es de importancia primordial. Y, claro, de hecho ha existido siempre, aunque sin ser reconocido y afirmado por el mismo y por su valor propio, este testimonio existencial del amor evangélico: ese es, a mi parecer vuestro asunto.
¿Qué es lo primero que quieren los hombres? ¿Qué es lo que más ansían? Tienen necesidad de ser amados, de ser reconocidos; de ser tratados como seres humanos; de sentir respetados todos lo valores que el hombre encierra en sí mismo. Para esto no basta con decirles “os amo”, no basta tampoco con hacerles el bien, y mucho menos. Es necesario existir con ellos, en el sentido más profundo de esta expresión.
2. He dicho que se trata de un testimonio invisible o casi invisible. Hablemos primero del testimonio casi invisible. ¿Casi invisible? Lo que yo llamo así es un testimonio ante los hombres, pero que les alcanza más que nada por el camino del inconsciente.
Este testimonio pasa por signos, pero por signos ínfimos, no permanentes, imperceptibles, que se inscriben en el inconsciente, mucho más que en la conciencia. Una mirada, un gesto de la mano, una sonrisa de confianza y, más todavía, una manera de escuchar o una manera de no prestar atención a ciertas cosas, es lo que se podría llamar microsignos.
Y, además, en aquellos cuya alma está consagrada al amor total del Señor, hay a su alrededor una especie de irradiación del amor contemplativo. Ver a Jesús en el prójimo es lo que importa; es esta irradiación la que, de cosas tan pequeñas como las que acabo de mencionar, hace verdaderamente microsignos del amor redentor, sin ella no sería más que señales banales de una camaradería, de una solidaridad y de una amistad humana que son, por otro lado muy hermosas en el orden natural. Y es esta irradiación por ella misma la que, imperceptible a los sentidos en tal o cual momento llega invisiblemente al corazón del que amamos sin que sepamos cuándo o cómo.
Añadamos que es esencial que los microsignos de los que hablo no sean de ninguna manera voluntarios o intencionales: se trata de signos existenciales. Sería catastrófico buscarlos deliberadamente; va en su misma naturaleza el ser emitidos inconscientemente y el ser recibidos inconscientemente.
Alguien que escuchara a un pesado, manifestándole un interés apasionado para edificarle y mostrarle que un cristiano es bueno, estaría recurriendo a un gran macrosigno y tendría quizás una vocación para el Opus Dei pero de ningún modo una vocación para los Hermanos de Jesús.
El testimonio del que acabo de hablar, el testimonio casi invisible que pasa por los microsignos y por la irradiación del amor contemplativo, me interesa especialmente porque es un testimonio dado ante los hombres a la manera que acabo de indicar.
Queda claro con esto que este testimonio no es más que secundario en comparación con el testimonio invisible, absolutamente esencial éste, dado ante Dios y ante los ángeles, quiero decir el amor en sí mismo y el sufrimiento en sí mismo, por lo que el alma termina lo que falta, en cuanto a la aplicación en el tiempo, a la Pasión de Cristo, y participa en la obra redentora de Jesús y en la muerte de Cruz.
La calidad o función apostólica implica en la realidad de toda vida cristiana, la función apostólica en el sentido extenso, constituye un todo con el testimonio invisible y con el testimonio casi invisible de que acabamos de hablar. Y el primero, el testimonio invisible, es una propiedad inherente a la contemplación infusa; el segundo, el testimonio casi invisible, es un efecto por añadidura de esta contemplación. No hay nada ahí de apostólico en el sentido aceptado y reconocido de la palabra, en el sentido de transmisión de la Palabra de Dios por la palabra humana, y del trabajo orientado a enseñar, predicar, iluminar y convertir las almas.
Bajo este aspecto, un Hermano de Jesús está estricta y exactamente en el mismo caso que una Carmelita o un Cartujo, cuya contemplación ofrece igualmente, por el amor corredentor, un testimonio invisible (pero no será, sin duda, a través de microsignos, sino por el sacrificio mismo que se ha hecho enclaustrándose) un testimonio casi invisible del amor del Señor por los hombres.
Es bajo otro aspecto y por otros rasgos también fundamentales de su vocación, como el Hermano de Jesús se diferencia de una Carmelita o de un Cartujo. Lo que quiero decir es que, considerando el estado de vida o la organización de vida de los unos y de los otros, pues bien, para padecer las cosas divinas y unirse a Jesús Dios y hombre, viniendo a ser para Él como una continuación de su humanidad, cooperando a la obra redentora de las almas  por su sangre, los Hermanos de Jesús no se retiran del mundo, sino que al contrario, se arrojan en su miseria, donde ya no son las murallas, sino las exigencias de un amor constantemente depurado del prójimo los que guardan y abrigan su contemplación de amor.
4. He hablado del testimonio casi invisible y del testimonio invisible. ¿No es esto contradictorio? ¿Acaso en todo testimonio como tal no debe de haber algo de pura y simplemente visible?
Por supuesto que sí. Así, este elemento visible quedaba vigorosamente manifiesto en la existencia y el resplandor de las grandes órdenes monásticas.
Pues bien, entre los Hermanos de Jesús, el elemento invisible del que hablo, este aspecto visible del testimonio dado ante los hombres, está también ahí, por supuesto pero muy bien atenuado, me parece, por así decir “enigmático”. Es sencillamente la existencia que llevan; la existencia en la vida ordinaria con los pobres, esta existencia que han escogido en el seno del mundo y de la miseria del mundo. No llevan hábito religioso, no habitan en grandes fortalezas que la vida monástica construye para abrigar su pobreza. La visibilidad del testimonio que dan es el sencillo hecho de “estar ahí”, de existir con el pueblo, con los hombres.
¿Qué es, pues lo que se les pide para la visibilidad de su testimonio? Es existir con los hombres, ante todo con los hombres y los abandonados, que son los amigos particulares de Jesús, y compartir su condición de vida. Y después vienen las relaciones de compañerismo humano, de amistad y de solidaridad humana que tienen como todo el mundo, como todo el pequeño pueblo en donde se vive.
Y, sobre todo, es el trabajo mismo con todos los contactos humanos que supone; el trabajo manual para ganar el pan de cada día, y generalmente no es el trabajo más banal y más pobre, el trabajo como todo el mundo y como los más desheredados.
He aquí, a mi parecer, lo que hay de visible y de aparente en el testimonio de los Hermanos. Y es una apariencia visible tras la cual se esconde la sustancia misma de su vida: este amor contemplativo, este obrar la verdad por el amor que tienen como misión hacer presente el futuro entre los hombres, especialmente entre los que ignoran a Cristo y los que viven muy lejos de la luz de la Iglesia.
Y no es ahí, en la vida que llevan los Hermanos, ¿dónde encuentran la exigencia de su devoción al Santísimo? Como Jesús y Dios esta presente entre nosotros bajo las especies o apariencias eucarísticas que la contienen misteriosamente y que le esconden. De la misma manera la contemplación y el amor fraterno, el sufrimiento y la caridad redentora, el obrar la verdad, que únicamente porque esta allí ayuda al mismo tiempo a los otros a obrarla si quieren, y según sus posibilidades, toda esta sustancia de la vida de la gracia está contenida misteriosamente, y está escondida bajo las apariencias visibles más pobres y más vulgares de la existencia humana.
5. En tales condiciones de una presencia de vida puramente contemplativa de amor ardiente y secreto y de oración fraternal escondida en pleno centro del mundo y en pleno trabajo humano, lo que yo he llamado el primer momento de la función apostólica tomada en sentido extenso, es decir, el “quid facit veritatem” de la máxima del Señor, se encuentra por así decir liberada, puesta por ella misma y por los solos méritos del acto inmanente de amar, sin estar al servicio de una forma cualquiera, por muy santa que sea, de vida activa; y se encuentra al mismo tiempo de máxima eficacia, de la invisible o casi invisible eficacia que le es propia.
Es así como los Hermanos de Jesús hacen el amor de Jesús y operan (actuando misteriosa, existencialmente) en tierras no cristianas y en culturas no cristianas, en medio de hombres que ignoran completamente a Jesús (musulmanes, hindues, budistas, ateos, marxistas, y otros) y que, sin embargo, pertenecen de derecho a Cristo, jefe del género humano, y a quien nosotros consideramos desde ahora (este es un inmenso progreso en la toma de conciencia cristiana) como pudiendo tener en ellos la gracia de Cristo y pertenecer invisiblemente a la Iglesia, no por una excepción casi milagrosa o un favor extraordinario, sino por las leyes ordinarias en virtud de las cuales los discípulos de Jesús pagan con Él, aplicando a lo largo del tiempo sus méritos por la salvación de los que le ignoran o que parecen incluso renegarle.
Pobres pequeños granos de trigo cristiano enterrado para morir, pero la vida eterna que llevan en ellos no muere, en un suelo árido y hostil de donde, sin embargo, Dios no está ausente.
He aquí lo que hay de completamente específico en el testimonio de los Hermanos de Jesús. Están entre los no cristianos, ellos cristianos, para proclamar con su presencia que esos no cristianos, a quienes aman de un modo verdaderamente fraternal, son amados por Dios y pueden, ellos también, obtener la vida eterna y salvarse. Y que si tienen la vida eterna y se salvan, es por la gracia de Cristo Redentor perteneciendo invisiblemente a su Iglesia, a su Cuerpo Místico, al Pueblo de Dios.
Estas pequeñas fraternidades dispersas a través del mundo, dan testimonio de la inmensidad del Cuerpo de Cristo.
Se ve en seguida que una tal vocación supone un amor de la verdad, y una fidelidad a la verdad, verdad de fe, verdad teológica, verdad filosófica, tanto más apasionado y profundo cuanto que es necesario, por un lado guardar intacta en sí la luz cristiana entera, y al mismo tiempo, por otro lado, amar en una justa perspectiva providencial y comprender y situar bien un montón de valores humanos que se han constituido en otro clima muy diferente del cristiano y, a veces, en él.
Me parece que no hay nada mejor para un Hermano de Jesús que ser el instrumento del que Dios se sirve para hacer que un musulmán, por ejemplo, viva de la gracia de Cristo y muera en Cristo, sin dejar de ser musulmán.
En tal caso, no ha habido transmisión del mensaje evangélico por la palabra, no ha habido conversión, no ha habido fundación de la Iglesia extendiendo visiblemente el Cuerpo Místico, el Reino de Dios. Pero ese musulmán salvado por la gracia de Cristo, vale para llenar al máximo la vocación de un Hermano de Jesús. Y eso bastaría para hacer saltar de gozo a ese Hermano si pudiera verlo. Pero, precisamente, esas son cosas que no se ven.
He insistido en este ejemplo porque quería expresar que el amor al prójimo, en una vocación contemplativa vivida en medio del mundo, no es una astucia para domesticar al prójimo y prepararle a que acoja bien al cura o al misionero. El amor fraternal en Jesús y para Jesús no es un medio para otra cosa; el prójimo es amado tal cual es, aquí y ahora, tal como Dios y las generaciones le han hecho, y es así, de una manera totalmente desinteresada y totalmente libre, como se quiere su bien, su bien eterno y su bien temporal también.
Después de esto, y para evitar malentendidos, hay que notar bien que lo esencial de la vocación de los Hermanos, y la manera como deben de hacer presente el amor de Jesús entre los hombres, es algo escondido, totalmente escondido en Dios.
La amistad a nivel humano, cuando se desarrolla, lo que es poco frecuente, pienso yo, no es más que un bien recibido por añadidura. Se ve a veces en los diarios de tal o cual fraternidad, regocijarse a los Hermanos por contar con la amistad de un barrio, de los vecinos, de muchas familias. Eso es un bien, cierto, por añadidura; una sonrisa de Dios, un ánimo, pero que puede faltar y no forma parte de lo esencial de la vocación.
Hay que recordar aquí que los microsignos de los que yo he hablado, esos efectos propios de una vida contemplativa en medio del mundo que hacen un poco visible a los hermanos el testimonio del amor, es en el inconsciente donde los perciben, es en el inconsciente donde llegan, es por el inconsciente como se ejerce su rara fuerza de penetración. Normalmente la gente no es consciente de ello.
Y se trata del alma, que sin darse cuenta ella misma, emite esos microsignos. Pues bien, ella tampoco sabe nada de si son, o como son recibidos por otro. El alma está, en este sentido, en una noche completa.
La acción de las microparticulas del mundo físico el científico las percibe indirectamente a través de sus instrumentos; pero en cuanto a la acción de los microsignos del amor fraternal, es únicamente la fe, la fe pura y desnuda la que puede decirnos algo. Y la fe no nos hace percibir, no nos descubre de ningún modo como esta acción se produce en tal o cual momento. La fe nos asegura solamente, de una forma global, que esta acción existe.
Aquí aparece hasta qué punto la vocación de los Hermanos es una vocación de abnegación. No solamente han renunciado por adelantado a un resultado cualquiera, a una cosa hecha que les ponga entre sus manos una prueba de la eficacia de su vida. Si no que, además, en cuanto a lo que concierne al testimonio del amor mismo que traen entre nosotros, nada les hace ver si este testimonio ha sido verdaderamente recibido. Les es preciso seguir el final en la noche de la fe.
(IV)
1. Si todo lo que he señalado anteriormente es exacto, me parece que eso quiere decir que la vocación de los Hermanos es, no sé que palabra emplear, digamos la menos confesional de las vocaciones religiosas, la menos atada a las manías y particularidades del mundo católico. Esto parece una contradicción en los términos, hablar de las particularidades del mundo católico, y sin embargo es verdad.
Naturalmente, yo no he hablado de la Iglesia, que no esta de ningún modo particularizada siendo universal por esencia. Y en cuanto a la vocación de los Hermanos es total y soberanamente de la Iglesia, hundida en lo más profundo de la vida de la Iglesia. Pero se trata de las particularidades puramente humanas de los diversos medios católicos de las que hablo: particularidades debidas a las condiciones históricas y culturales, y la psicología de grupo tales como la mentalidad católica irlandesa, o francesa, o española; occidental lampiña y oriental barbuda; mentalidad clase media; mentalidad militante; mentalidad de los listos, de los que se las saben todas; mentalidad profesional y profesionales a la moda de cada día.
De todo provincialismo de esta clase, los Hermanos me parecen notablemente libres, hasta el punto que en su psicología me parece que se acercan un poco a la universalidad misma de la Iglesia.
Y eso es sin duda, porque andan dispersos por todas partes y en todos los medios culturales no cristianos. Pero hay que considerar todavía otra cosa. Me parece que hay que distinguir lo que depende del trabajo, hay que distinguir lo que depende de las numerosas tareas e inevitablemente particularidades emprendidas en la Iglesia, y por otro lado lo que concierne a las necesidades del mundo en lo más bajo de su pobre existencia, esas necesidades que están a la base de todos los trabajos de apostolado en el sentido estricto de la palabra y de la misericordia.
Los Hermanos no se ocupan de ningún modo de estas tareas en cuestión. Se dedican únicamente a la necesidad más radical del mundo y de las almas: la necesidad de ser amado y de ser reconocido como he mencionado más arriba.
Por eso su vocación no es la más alta, sino la más baja, la más a ras de tierra, y al mismo tiempo la más libre, la más universal. Todo trabajo orienta y arrastra  la vida hacia su dirección particular, pone en el alma raíles a lo largo de los cuales todos los intereses del alma son encarrilados.
Los que están consagrados a la acción apostólica, tienen que cumplir una obra determinada: predicación, instrucción, ministerio. Y esta obra determinada, si es lo que debe ser, vive de la contemplación. Pero es su naturaleza misma va al mismo tiempo, salvo casos excepcionales, a polarizar la contemplación, acaparándola más o menos en el alma. Toda vocación es limitada y las diversas vocaciones son complementarias.
Un hombre comprometido en la acción puede tener más amor que tal o cual Hermano de Jesús. Pero su género de vida en sí mismo implica que el amor en cuestión se encuentre polarizado por el trabajo a hacer, integrado en ese trabajo, lo que hace que en virtud de las exigencias de la práctica y de las prisas, de las simplificaciones, a veces de las omisiones en el corazón, no podrá tomar todas sus dimensiones interiores. No digo que disminuya en intensidad, ni mucho menos, digo que sufrirá opresión en su expansión inmanente; podrá, ciertamente hacer al alma capaz de un don total de sí, pero la figura que tiene él mismo en el fondo del corazón correrá el riesgo de no ser más que un bosquejo, de no ser formada según sus menores rasgos, según todos sus rasgos, que son los de la figura de Jesús presente en el alma. A eso se expone el hombre cuando está dedicado a la acción, y especialmente a una acción alta, difícil, y exigente.
La vocación de los Hermanos de Jesús es una vocación limitada, como toda vocación humana e incluso dolorosamente limitada. Es especialmente dolorosa y cruel en los países subdesarrollados, en el sentido de que, no solamente han renunciado al ministerio de la palabra, sino que además, el bien que desean a los que aman no les pertenecen normalmente procurárselo más que muy debidamente, a la manera y por medio de la humilde solidaridad y los medios miserables con que se ayudan los hombres con los que comparten la vida de privación.
Pero esta vocación limitada no está particularizada. Es universal en lo que respecta a la llama de actividad inmanente que arde en el corazón -¿acaso el Padre Foucauld no quería ser el hermano universal?- eso quiere decir que en virtud de la vocación misma de Hermano de Jesús, el amor de Jesús redentor y de las almas puede tomar en el fondo de su corazón todas sus dimensiones interiores, tomar forma según toda su disponibilidad, dilatar todas las virtualidades de su naturaleza, convirtiéndose allí en un nido en forma de cruz, lo suficientemente profundo como para que el Espíritu Santo y todas las miserias del prójimo venga a reposarse.
La vocación del Hermano de Jesús no está polarizada y particularizada por ningún trabajo a realizar en la Iglesia, por ningún trabajo eclesial o apostólico, porque ella se sitúa demasiado a ras del suelo; desde este punto de vista, el Hermano de Jesús no tiene nada que hacer. Su único “Job” es el pobre Job temporal con el que debe ganar su pan de cada día, como la mayoría de los hombres. Su misión es estar ahí: en ciertos puntos neurálgicos del mundo, donde los hombres sienten la terrible necesidad de ser amados por corazones dedicados a la contemplación. Los Hermanos pueden decir con toda verdad: toda mi tarea es amar.
2. Con todo, el no tener ningún trabajo en la Iglesia, el no hacer nada externo por la palabra, por las obras de misericordia o por los diversos trabajos de vida activa, no es algo puramente negativo para los Hermanos de Jesús, ¡ni mucho menos!
En realidad ellos tienen una labor inmensa para llevar a cabo. Pero es una labor toda interior, encerrada en lo profundo del alma, escondida en los repliegues del corazón, en la actividad inmanente de una vida de pura contemplación, pasiva en sí misma ante las emociones divinas.
A este respecto mi primera observación es que, el ser humano, aquí en la tierra, en la noche de su condición carnal, es tan misterioso como los santos del cielo en la luz de su gloria; hay en el hombre tesoros inextinguibles, constelaciones innumerables de dolor y de belleza que necesitan ser reconocidos y que escapan, enteramente, de ordinario, a la futilidad de nuestra mirada. El amor quiere poner remedio a todo esto. Se trata pues, de vencer esta futilidad  y emprender, con toda seriedad, el reconocimiento de este universo innumerable que cada ser humano lleva consigo. Es ésta, precisamente, la tarea del amor contemplativo y la dulzura de su mirada.
Mi segunda y última observación es que, si el amor contemplativo debe, verdaderamente, tender a adquirir todas sus dimensiones en lo hondo del corazón, entonces se trata para el alma, de asumir y rescatar, en el amor realidades tan enormes como la desesperación y la rebeldía que habitan el corazón de tantos hombres, especialmente esos hombres a los que un Hermano se ha consagrado en particular. Eso os coloca en su campo, os pone tan bajo como ellos, tan profundamente como ellos fuera de la ley del mundo, de la gente bien, de la gente respetable que hace algunas veces muy honradamente su carrera en las instituciones y las farsas de la sociedad civilizada.
Para resumir, eso os coloca, para rescatar su desesperación y su rebeldía por la sangre de Jesús, entre todos los que se pueden llamar los condenados de la tierra. Los hombres que, no haciendo nada visible, no haciendo ninguna obra eclesial o apostólica, han emprendido esta tarea desde el fondo de su corazón, está claro que tienen necesidad de dar toda su alma a la contemplación. Y que en su vida contemplativa, por ella misma, realizan una grande e indispensable función apostólica.
Está claro también, pues no es una tarea fácil, que tienen una necesidad absoluta del equipo intelectual y del equilibrio unificador que únicamente una filosofía y una teología verdaderas pueden dar. Esto me parece una de las razones más profundas de la necesidad de los estudios que hacéis.
Lo que he intentado demostrar, no sé si lo he conseguido, es que la vida de los Hermanos de Jesús no comporta absolutamente nada de apostólico en el sentido comúnmente aceptado de la palabra, pero sin embargo que, aunque siendo puros contemplativos, realizan en un sentido muy diferente una función apostólica por excelencia, en virtud del testimonio existencialmente vivido del amor de Jesús, de una manera tanto o más real cuanto que casi no se manifiesta al exterior: únicamente por el modo de vida que han escogido, como también por los signos existenciales tan discretos, sutiles y delicados que, a menudo, no son percibidos más que inconscientemente, y por la irradiación del amor contemplativo que cada uno lleva en el corazón.
Dejadme añadir que durante todo el tiempo que os he hablado he tenido más bien el sentimiento inquietante de nadar en la presunción. Una presunción que yo espero me perdonaréis.

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