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María de la Cruz (Juana) Jugan, Santa |
Fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres
Martirologio Romano: En Renes, en Francia, beata María de la Cruz (Juana) Jugan, virgen, que fundó la Congregación de las Hermanitas de los Pobres, para pedir limosna por Dios para los pobres, y expulsada injustamente de la dirección del Instituto, pasó el resto de su vida en la oración y en la humildad. († 1879)
Fecha de canonización: 11 de octubre de 2009, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI.
Juana Jugan nace en Cancale (Bretaña - Francia) el 25 de octubre de 1792, y es bautizada aquel mismo día. Es la quinta de una familia de siete hermanos. Su padre, marino como la mayoría de los habitantes de Cancale, desaparece en el mar el año en que Juana cumple su cuarto cumpleaños. La pequeña Juana aprende enseguida de su madre a realizar las tareas domésticas, a cuidar de los animales y, sobre todo, a rezar. Al igual que otras muchas iglesias, la de Cancale había sido cerrada por la Revolución. Ya no hay catecismo organizado, pero muchos niños reciben instrucción en secreto por parte de personas piadosas. En 1803, Juana recibe la primera Comunión. A partir de aquel día se vuelve especialmente obediente y dulce, dispuesta para el trabajo y asidua a la oración.
«No encontrarás mejor partido»
A finales de 1816 tiene lugar en Cancale una gran «Misión»: unos veinte sacerdotes se reparten los sermones, el catecismo, el Rosario, las confesiones, las visitas a domicilio, etc. Son días de gracias y de fervor por toda la parroquia. En medio de la oración, Juana siente brotar en su corazón un enorme deseo de consagrarse al servicio de los pobres por amor de Dios, sin esperar recompensa humana alguna. Al final de la Misión, rechaza definitivamente una petición de matrimonio. Su madre le pregunta: «¿Por qué lo has rechazado? No encontrarás mejor partido. – El Señor me reserva para una obra que aún no se ha fundado», responde Juana.
Al año siguiente, Juana abandona Cancale y a su familia para servir a Cristo en medio de los pobres y vivir como pobre entre ellos, entrando como enfermera en el hospital Rosais de Saint-Servan. Pero, al cabo de varios años de servicio, cae gravemente enferma. Una persona caritativa, la señorita Lecoq, la acoge en su casa. Durante doce años, llevarán las dos una vida en común, condicionada por la oración, la Misa diaria, la visita a los pobres y la catequesis a los niños. Tras la muerte de la señorita Lecoq, Juana conoce a Francisca Aubert, que comparte el mismo ideal de vida. Alquilan una vivienda y se consagran al cuidado de los pobres. Muy pronto se les agrega una joven de diecisiete años: Virginia Trénadiel.
Una tarde, Juana regresa, con aspecto preocupado, de su jornada de trabajo. Francisca vigila la sopa mientras hila en la rueca. Juana le dice: «Acabo de visitar a una persona digna de lástima... ¡Imagínate una anciana ciega, medio paralítica, completamente sola en un cuchitril y en estos primeros fríos del invierno!... Francisca, ¿qué te parece si la traemos a casa? Para los gastos, trabajaré más. – Como quieras, Juana». La ciega se llama Ana Chauvin. Al día siguiente, Juana la recoge y la acuesta en su propia cama. La inválida siente preocupación: «¿Cómo harán para alimentarme? ¿Dónde se acostará usted si me da su cama? – No se preocupe», responde Juana. Unos días más tarde, una vieja soltera, Isabel Quéru, tiritando de frío, llama tímidamente a la puerta. Había servido sin sueldo, durante muchos años, a unos dueños arruinados. A la muerte de éstos, se había quedado sin protección y sin recursos. «Isabel, le dice Juana, es el Señor quien le envía. Quédese con nosotras».
Una amiga de Virginia, María Jamet, no tarda en relacionarse con Juana y la gente de su casa. El 15 de octubre de 1840, las tres amigas fundan una pequeña asociación de caridad dirigida por el párroco Augusto Le Pailleur, vicario de Saint-Servan. Francisca Aubert acepta ayudarlas en lo que respecta a las curas y a los remiendos, pero se considera demasiado mayor para comprometerse más a fondo. En contrapartida, una joven obrera de veintisiete años, muy enferma, Magdalena Bourges, que había sido acogida y curada por Juana, se incorpora a aquel pequeño grupo. De ese modo, en torno a las dos mujeres mayores, acaba de nacer una pequeña célula, embrión de una gran congregación que se llamará de las «Hermanitas de los pobres».
«Con mi cesto...»
Muy pronto, otros ancianos indigentes solicitan ser hospedados, y las hermanas se trasladan a otros locales más amplios. Pero la generosidad de los amigos y los ingresos de las hermanas, de cuyo trabajo vive la casa, ya no son suficientes. Las ancianas que tenían costumbre de mendigar le dicen a Juana: «¡Reemplácenos, mendigue por nosotras!». Un religioso de San Juan de Dios mueve a la fundadora a que siga ese consejo y le entrega su primer cesto de la colecta. La orgullosa naturaleza bretona de Juana se rebela ante esa necesidad, pero al final se decide. Más tarde les dirá a las novicias: «Os mandarán a la colecta, hijas mías, y os costará mucho. También yo la hice, con mi cesto; me costaba mucho, pero lo hacía por el Señor y por los pobres». He aquí el origen de la colecta, principal fuente de ingresos de las Hermanitas de los pobres.
En sus rondas, Juana pide dinero, pero también dádivas en especie, como verduras, sábanas usadas, lana, un caldero, etc. Pero no siempre es bien recibida. Un día, llama a la puerta de un anciano rico y avaro; consigue persuadirlo y recibe una buena ofrenda. Al día siguiente, la limosnera se presenta de nuevo en su casa, pero esta vez él se enfada. «Señor, responde ella, mis pobres tenían hambre ayer, también hoy tienen hambre y mañana seguirán teniendo hambre...». Ya más tranquilo, el bienhechor entrega una limosna y promete seguir haciéndolo. En otra ocasión, un viejo soltero, enfadado, le pega una bofetada. Ella le dice con humildad: «Gracias; eso es para mí. ¡Pero ahora déme algo para mis pobres, por favor!». Tanta mansedumbre abre el monedero del solterón. De ese modo, con la sonrisa, consigue invitar a los ricos a la reflexión, al descubrimiento de las necesidades de los pobres, y la colecta se convierte en una verdadera evangelización, en una llamada a la conversión del corazón.
Juana Jugan siente aversión por la ociosidad. «La Virgen era pobre, le gusta repetir. Hacía como los pobres: no perdía el tiempo, pues los pobres nunca deben estar desopucados». Tras haber conseguido unas ruecas, hiladoras y devanaderas, las entrega a sus internas menos impedidas, quienes, orgullosas de aportar con su trabajo algún dinero a la bolsa comunitaria, se toman mayor interés en la vida del asilo.
Poco a poco, Juana y sus amigas se organizan. Llevan una vestimenta semejante, un nombre de religión –el de Juana es «sor María de la Cruz»– y pronuncian votos privados, de obediencia y de castidad. Algo más tarde añaden los de pobreza y hospitalidad. Por este último se consagran a la acogida de los ancianos pobres. A finales de 1843, las hermanas tienen a su cargo unas cuarenta personas, hombres y mujeres. El 8 de diciembre, proceden a elegir a su superiora, cuyo cargo vuelve a recaer por unanimidad en Juana. Pero el día 23, el párroco Le Pailleur impone su autoridad y anula esa elección, designando como superiora a María Jamet, que tiene sólo 23 años (Juana tiene 51). El sacerdote teme, en efecto, no poder dirigir la congregación a su antojo con Juana, cuya experiencia y celebridad le molestan. Juana mira el crucifijo de la pared, después una estatuilla de la Virgen, y se arrodilla ante su sustituta, prometiéndole obediencia. En adelante su misión consistirá en hacer la colecta.
Un alma menos templada habría retrocedido ante la perspectiva de perder el gobierno de una casa organizada a su manera, para convertirse en una mendiga. «A mi entender –declaró un religioso franciscano originario de Cancale–, por parte de mi venerable compatriota, el hecho de ser desposeída de su puesto de superiora y de convertirse en una simple mendiga fue un gran acto de virtud, porque las mujeres de Cancale son más bien independientes, incluso autoritarias, y antes prefieren mandar que obedecer». A partir del 24 de diciembre, a pesar del riguroso ayuno de aquella vigilia de Navidad, Juana vuelve a sus rondas de colecta. «¡Cuántas pruebas y méritos –exclamó un orador– supone esa colecta llena de angustias, realizada siempre para cubrir las necesidades de ese día o del siguiente! ¡Había que salir a pesar del tiempo, sufrir el calor, el frío o la lluvia, abordar a todo tipo de gente, recorrer largos trayectos y llevar pesados fardos!». Pero el alma de Juana está «verdaderamente imbuída del misterio de Cristo Redentor, en especial en su Pasión y Cruz» (Juan Pablo II, 3 de octubre de 1982).
¿Madre o hija?
Unida a Cristo, Juana acepta de corazón las humillaciones, llegando incluso a amarlas y a buscarlas. Quizás, una de las que más le cuesta sobrellevar es, a causa de su orgullo nativo, la que procede de la manera en que la superiora le prodiga sus advertencias. En una carta del 26 de enero de 1846, María Jamet, veintisiete años más joven que Juana, le escribe: «Querida hija... ¡Qué bueno es Dios, que permite que una pobre como tú sea tan bien acogida!... Sin embargo, hija mía, procura no ser importuna, y si llegas a molestar, aunque sea poco, no abuses de la bondad de esa excelente persona... Te recomiendo que tengas cuidado de no concebir ningún sentimiento de amor propio. Debes convencerte de que, si actúan contigo de ese modo, no es a causa de ti, sino que es Dios quien lo permite para bien de sus pobres. En cuanto a ti, considérate como lo que eres en realidad, es decir, pobre, débil, miserable e incapaz de todo bien... Tu madre, María Jamet». Juana recibe esos consejos con dulzura y humildad.
El desarrollo de la obra obliga a extender las colectas más lejos. Juana es enviada a Rennes, donde, desde los primeros días se fija en los mendigos, sobre todo en los más viejos, que necesitan auxilio con urgencia. Sin duda alguna, hay que fundar una casa en esa ciudad. Con la ayuda de San José, el 25 de marzo de 1846 adquieren una casa. Juana vuelve a sus colectas por las ciudades del oeste de Francia. Se inauguran casas en Dinan, Tours, París, Besançon, Nantes, Angers, etc. Varias veces, porque ha sabido conquistar la confianza de todos, Juana consigue salvar del desastre a la obra, cuya dirección le ha sido usurpada. Ella acude, obtiene los fondos que faltan, anima a unos y a otros y se eclipsa para ayudar en otros lugares. Parece como si no tuviera dónde reposar la cabeza, pero ella se apoya por completo en la Providencia.
«¡San José, queremos mantequilla!»
Es deseo de Juana Jugan que las personas mayores se sientan realmente como en su casa en los lugares de acogida. Un día, en la fundación de Angers, se da cuenta de que los ancianos comen el pan sin nada. «¡Estamos en el país de la mantequilla!, exclama. ¿Por qué no le pedís a San José?». Enciende una lamparilla ante la estatua del padre putativo de Jesús, manda que traigan todos los recipientes de mantequilla vacíos y coloca un cartel: «San José, mándanos mantequilla para los ancianos». Los visitantes se extrañan o se divierten ante semejante candor, pero bajo esa aparente ingenuidad se esconde una profunda fe. Unos días más tarde, un donante anónimo envía un lote muy importante de mantequilla, con el que se llenan todos los recipientes. También es deseo de Juana procurar alegría a sus pobres, por lo que se dirige al coronel de la guarnición de Angers y le pide que, por la tarde de un día festivo, envíe a algunos músicos del regimiento para alegrar a sus ancianos. «Hermana, le voy a enviar toda la banda para complacerla y para regocijo de todos sus ancianos». Y la banda militar de Angers acude a contribuir a la alegría de la fiesta.
En mayo de 1852, el arzobispo de Rennes, donde se encuentra la casa madre de las hermanas, aprueba oficialmente los estatutos de la obra, dándole el nombre de Familia de las Hermanitas de los pobres. Las hermanas, al socorrer a las personas mayores abandonadas, ponen de relieve el insustituible valor de la vida humana en la vejez. Su testimonio adquiere una importancia muy especial en nuestra época, en que los progresos de la técnica y de la medicina suponen una prolongación de la esperanza media de vida.
La estima hacia los ancianos se basa en la ley natural expresada en el mandamiento de Dios Honra a tu padre y a tu madre (Dt 5, 16). «Honrar a las personas mayores implica un triple deber para con ellos: acogerlos, asistirlos y dar valor a sus cualidades» (Juan Pablo II, Carta a las personas mayores, 11-12). Las personas mayores necesitan asistencia con motivo de la disminución de sus fuerzas y de eventuales dolencias, pero, en contrapartida, pueden aportar mucho a la sociedad. Las vicisitudes que han debido soportar durante su vida les han dotado de una experiencia y de una madurez que les mueven a contemplar los acontecimientos de este mundo con mayor sensatez. Siguiendo sus enseñanzas, las generaciones más jóvenes pueden tomar lecciones de historia que deberían ayudarles a no repetir los errores del pasado. Nuestra sociedad, dominada por las prisas y la agitación, olvida los principales interrogantes que conciernen a la vocación, a la dignidad y al destino del hombre. En ese contexto, los valores afectivos, morales y religiosos que han podido vivir las personas mayores representan una fuente indispensable para el equilibrio de la sociedad, de las familias y de las personas. Frente al individualismo, nos recuerdan que nadie puede vivir solo, y que es necesaria la solidaridad entre las generaciones, de manera que cada una pueda enriquecerse con los dones de las demás.
Misioneras en la tercera edad
Las personas mayores cumplen igualmente una misión evangelizadora; en muchas familias los niños pequeños reciben de sus abuelos los primeros rudimentos de la fe. Los ancianos, incluso los más enfermos o quienes se ven privados de la movilidad, pueden cumplir también, para el bien de la Iglesia y del mundo, el servicio de la oración. A través de ésta participan tanto de los dolores como de las alegrías de los demás, rompiendo el círculo del aislamiento y de la impotencia. Tomando fuerzas de la oración, son capaces de infundir ánimos, mediante el testimonio de un sufrimiento asumido en el abandono a Dios y la paciencia.
Las personas mayores encuentran ocasión de completar, en sus carnes y en su corazón, lo que le falta a la Pasión de Cristo (cf. Col 1, 24), ofreciendo la prueba de la enfermedad y del sufrimiento –que es su destino común– a la intención de la Iglesia y del mundo. Pero, para poder realizar dicha misión, necesitan sentirse amadas y respetadas, pues no resulta fácil aceptar el sufrimiento con humildad. Por eso, las personas que padecen grandes sufrimientos son tentadas en ocasiones por la exasperación y la desesperanza. Entonces, las personas allegadas pueden sentirse inclinadas, debido a una compasión mal entendida, a considerar razonable la provocación directa de la muerte (la eutanasia). Pero, «a pesar de las intenciones y de las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la ley de Dios y una ofensa a la dignidad de la persona humana» (Juan Pablo II, Carta a las personas mayores, 9; cf. encíclica Evangelium vitae, 65). Solamente Dios determina el principio y el fin de la vida humana, según su designio de Creador, y llama a cada persona a ser su hijo mediante la participación en su propia vida divina. Esa dignidad incomparable procede de Cristo, quien, en la Encarnación, «se unió en cierto modo a todo hombre» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 22); por lo tanto debe ser respetada. Es la razón principal de la consagración de las Hermanitas de los pobres a los ancianos, en quienes Juana Jugan les enseñó a ver a Jesucristo.
«Se la cedo de buen grado»
Después de haber servido a Cristo con sus colectas, la beata acabará sus días en el silencio. En efecto, durante el transcurso del año 1852, el párroco Le Pailleur le ordena que se retire a la casa madre. En adelante ya no mantendrá relaciones regulares con los bienhechores, ni funciones destacadas en la congregación. Aún vivirá veintisiete años, oculta a los ojos de los hombres, ocupada en humildes tareas domésticas y sin ninguna reivindicación. Con gran lucidez sobre esa situación, su corazón sigue siendo lo suficientemente libre como para decirle de broma al padre Le Pailleur: «Me ha robado usted mi obra; pero se la cedo de buen grado». En la primavera de 1856, la casa madre de las Hermanitas se traslada a una extensa propiedad que han comprado a treinta y cinco kilómetros de Rennes: la Tour Saint-Joseph, donde Juana prodiga consejos espirituales a las novicias. En las horas difíciles les dice: «Cuando os encontréis al límite de vuestra paciencia y de vuestras fuerzas, cuando os sintáis solas e impotentes, id al encuentro de Jesús; Él os espera en la capilla. Decidle esto: «Sabes muy bien lo que ocurre, Jesús mío, sólo tú lo sabes todo. Ven en mi ayuda». Luego os marcháis, y no os preocupéis por cómo tengáis que actuar; basta con que se lo hayáis dicho al Señor; él tiene buena memoria».
Insiste a las novicias para que no multipliquen demasiado las oraciones: «Cansaréis a los ancianos, se aburrirán y se irán a fumar... incluso durante el Rosario». Con las jóvenes comparte sus experiencias: «Hay que estar siempre de buen humor; a nuestros ancianitos no les gustan las caras tristes... No hay que tener miedo a cocinar, ni tampoco a curarlos cuando están enfermos. Hay que ser como una madre para quienes saben darnos las gracias y también para quienes no saben reconocer todo lo que hacéis por ellos. Repetíos a vosotras mismas: «¡Por ti lo hago, Jesús mío!»». Y además: «Antes de actuar hay que rezar y reflexionar. Es lo que he hecho durante toda la vida: sopesaba todas mis palabras».
En los últimos años de su vida, Juana habla con frecuencia, aunque con serenidad, de su muerte. Pero, antes de partir, tendrá una última alegría. El 1 de marzo de 1879, León XIII aprueba definitivamente las constituciones de las Hermanitas de los pobres. En aquel momento, la congregación cuenta aproximadamente con 2.400 hermanas y 177 casas de acogida. El 29 de agosto siguiente, Juana se extingue dulcemente después de decir: «¡Oh, María, madre mía, ven conmigo. Sabes que te amo y que tengo ganas de verte!». Una vida de tanta humildad tenía que producir muchos frutos. En el umbral del tercer milenio, 3.460 Hermanitas dan vida a 221 casas, repartidas por los 5 continentes. Por una maravillosa consideración de la Providencia, siguen viviendo principalmente de las dádivas que reciben.
Con motivo de la beatificación de Juana Jugan (Octubre 3 / 1982), el Papa Juan Pablo II decía: «La Iglesia entera y la propia sociedad no pueden sino admirar y aplaudir el maravilloso crecimiento de la pequeña semilla depositada en tierra bretona por esta humilde joven de Cancale, tan pobre de bienes pero tan rica de fe... Et exaltavit humiles (Ensalza a los humildes). Esta frase tan conocida del Magnificat colma mi espíritu y mi corazón de gozo y de emoción... La atenta lectura de las biografías dedicadas a Juana Jugan y a su epopeya de caridad evangélica, me inducen a decir que Dios no podía dejar de glorificar a tan humilde servidora... Al recomendar a menudo a las Hermanitas con frases como «¡Sed pequeñas, muy pequeñas! ¡Conservad ese espíritu de humildad y de sencillez! Si llegáramos a creernos que somos algo, la congregación dejaría de bendecir a Dios y nos desmoronaríamos», Juana estaba revelando en realidad su propia experiencia espiritual... En nuestro tiempo, el orgullo, la búsqueda de la eficacia, la tentación de los medios de poder, están ganando actualidad en el mundo, y también a veces, por desgracia, en la Iglesia. Son un obstáculo para el advenimiento del reino de Dios. Por eso la fisonomía espiritual de Juana Jugan es capaz de atraer a los discípulos de Cristo y de llenar sus corazones de esperanza y de alegría evangélica, tomadas de Dios y del olvido de sí mismo».
Fue canonizada el 11 de octubre de 2009.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval
Santa María de la Cruz Jugan, virgen y fundadora
fecha: 29 de agosto n.: 1792 - †: 1879 - país: Francia canonización: B: Juan Pablo II 3 oct 1982 - C: Benedicto XVI 11 oct 2009 hagiografía: Vaticano
Cerca de Renes, en Francia, santa María de la Cruz (Juana) Jugan, virgen, que fundó la Congregación de las Hermanitas de los Pobres para pedir limosna para los necesitados y para Dios, pero injustamente alejada de la dirección del Instituto, pasó el resto de su vida en la oración y en la humildad.
Nació en Bretaña, en Cancale (Francia), el 25 de octubre de 1792, en plena tormenta revolucionaria. Fue la sexta de una familia de ocho hijos, de los cuales cuatro morirán de pequeños. Su padre, pescador, desaparece en el mar cuando ella tiene solamente cuatro años. Su madre, a partir de entonces, se encuentra sola para cuidar y mantener a sus cuatro hijos. Será de su madre y de su tierra nativa que Juana heredará una fe viva y profunda, un carácter afirmado, una fuerza de alma que ninguna dificultad podrá hacer titubear. Se dijo de la fe de los Cancaleses: «A pesar de la persecución, el pueblo Cancalés conservó su fe. Avanzada la noche, en un desván o en un granero, incluso en medio del campo, los fieles se reunían y, en el silencio de la noche, el sacerdote ofrecía el Santo Sacrificio y bautizaba a los niños. Pero, a causa de los numerosos peligros, esa felicidad era poco común».
Como consecuencia del clima político y de las dificultades económicas, Juana no puede ir a la escuela. Aprenderá a leer y a escribir, gracias a las terciarias eudistas, muy extendidas en la región, que le enseñan el catecismo. Juana hacía parte de ese mundo de pobres y de pequeños, en donde, muy pronto, se conoce la ley del trabajo. Siendo aún niña, rezaba el rosario mientras guardaba el ganado en los altos acantilados que dominan la bahía de Cancale, en un marco de belleza que eleva y engrandece el alma. De vuelta a su casa, ayudaba a su madre en las tareas domésticas. A los 15 años, se va a trabajar a 5 km de Cancale a una casa señorial, en donde, con la propietaria, irá al encuentro de los más necesitados. Siendo ella misma pobre, percibía la humillación que sienten los pobres a los que «asiste». Juana entra así en contacto con un medio social diferente al suyo.
El año 1801 marca una etapa importante para la Iglesia de Francia. Al firmar el Concordato, el 16 de julio, Bonaparte autoriza de nuevo la libertad de culto. Es un verdadero despertar espiritual. En 1803, en St Servan (municipio de St Malo), el obispo de Rennes administra el sacramento de la confirmación a más de 1500 personas. Se predican muchas misiones parecidas a las que tenían lugar en siglos anteriores por San Vincente de Paul, San Juan Eudes o San Luis-María Grignion de Montfort, para ayudar al renacimiento religioso. En Cancale, tuvo lugar una misión en 1816, otra en Saint Servan en 1817. «La elocuencia de los sacerdotes era tan fuerte, tan apremiante, tan persuasiva, que pronto, desde las 5 h de la mañana hasta las 7 h de la tarde, nuestras Iglesias quedaban pequeñas». En este clima de fervor, Juana tuvo la certeza de que Dios la llamaba a su servicio. Dejando así, sin ninguna esperanza a un joven que la pide en matrimonio y al que dijo: «Dios me quiere para Él. Me reserva para una obra desconocida, para una obra que aún no está fundada». Y como respuesta inmediata, divide en dos partes toda su ropa, deja la mejor a sus hermanas y se va a St Servan, en donde, durante 6 años, su trabajo de ayudante-enfermera la pondrá en contacto con la miseria física y moral. Ella entra a formar parte de la Orden Tercera del Corazón de la Madre Admirable (eudista), donde descubre el cristianismo del corazón: «No tener más que una vida, un corazón, una alma, una voluntad con Jesús». Hará la experiencia de una vida a la vez activa y contemplativa centrada en Jesús. Desde entonces, no tendrá más que un deseo: «ser humilde como Jesús lo ha sido». Siendo esta su gracia personal, la nota que la caracteriza y a la que responderá con todo su corazón. Por motivos de salud, Juana deja el hospital y es acogida por una amiga terciaria, la señorita Lecoq, a la que servirá durante 12 años, hasta su muerte en 1835.
En 1839, Juana tiene 47 años y comparte con dos amigas, Françoise Aubert, llamada Fanchon, de 71 años, y Virginie Trédaniel, joven huérfana de 17 años, un pequeño apartamento de dos habitaciones. En este momento, St Servan se encuentra en una mala situación económica. De los 10.000 habitantes, 4.000 viven de mendicidad. La administración local abre una oficina de beneficencia, donde sólo podrán acudir los pobres del municipio que lleven un documento escrito con la indicación «Pobre de St Servan». Juana penetrará en lo más profundo de esa miseria. Dios la espera en el pobre, y ella lo encontrará en el pobre. Una tarde de invierno de 1839, Juana, conmovida, encuentra a una pobre anciana, ciega y enferma, que acaba de perder su único apoyo. Juana no duda ni un segundo, la coge en sus brazos, le da su cama y ella se instala en el desván.
Ésta es la chispa inicial de un gran fuego de caridad. A partir de entonces, nada la detiene. En 1841 alquila un local en donde acoge a 12 ancianas. Varias jóvenes se unen a ella. En 1842, adquiere -sin dinero- un antiguo convento en ruinas, donde muy pronto albergarán a 40 ancianos. Para poder hacer frente al problema financiero y animada por un Hermano de San Juan de Dios, Juana sale a la calle con el cesto en el brazo, se hace mendiga para los pobres y funda su obra abandonada a la Providencia de Dios. En 1845, recibe el Premio Montyon, que la Academia Francesa atribuye como recompensa al «francés pobre que haya hecho durante el año, la acción más virtuosa». Siguen las fundaciones de Rennes y de Dinan en 1846, la de Tours en 1847, de Angers en 1850. Sólo mencionamos las fundaciones en las que Juana participó, ya que pronto, la Congregación se extenderá por Europa, por América y por África y, poco después de su muerte, por Asia y Oceanía.
Esta fecundidad es el fruto de un despojo total, radical. En 1843, cuando Juana vuelve a ser elegida superiora, inesperadamente y con su sola autoridad, el Padre Le Pailleur, consejero desde los comienzos de la obra, anula la elección y nombra a Marie Jamet (21 años) en su lugar. Juana ve en ello la voluntad de Dios y se somete. Desde este momento y hasta 1852, ella sostendrá su obra por medio de la colecta, yendo de casa en casa, animando con su ejemplo a las jóvenes hermanas, sin experiencia, y obteniendo las autorizaciones oficiales necesarias para la marcha del Instituto. En 1852, el obispo de Rennes reconoce oficialmente la Congregación y nombra al Padre Le Pailleur superior general del Instituto. Su primer acto será el de llamar definitivamente a Juana Jugan a la Casa Madre donde estará retirada los 27 últimos años de su vida. ¡Misterio de ocultamiento! Todo ese tiempo, las jóvenes hermanas ni siquiera saben que ella es la fundadora. Pero Juana, al vivir entre las novicias y postulantes, cada vez más numerosas a causa de la extensión de la obra, transmitirá con su serenidad, su sabiduría y sus consejos el carisma que la habita y que ella misma ha recibido del Señor, y todo esto en un constante espíritu de alabanza.
Ella podía decir con toda verdad: «Pequeñas, sean muy pequeñas. Es tan hermoso ser pobre, no tener nada, esperarlo todo del buen Dios». «Amen mucho al buen Dios, es tan bueno. Confiemos en Él». «No olviden nunca que el Pobre es nuestro Señor». «No rechacen nada al buen Dios». «Miren al Pobre con compasión y Jesús las mirará con bondad». El 29 de agosto de 1879, se duerme apaciblemente en el Señor después de haber pronunciado estas últimas palabras: «Padre eterno, abrid vuestras puertas, hoy, a la más miserable de vuestras hijas, pero que tiene tantos deseos de veros... Oh María, mi buena Madre, venid a mí. Vos sabéis que os amo y que tengo grandes deseos de veros».
Fue beatificada `pr SS Juan Pablo II el 3 de octubre de 1982 y canonizada por SS Benedicto XVI el 11 de octubre de 2009.
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