"Él le dijo: Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová. Y
he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y
quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el
viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego;
pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando
lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la
cueva. Y he aquí vino a él una voz, diciendo: ¿Qué haces aquí, Elías?". (1ª
Reyes 19:11-13)
Según datos
facilitados por Worldwatch Institute, 1998 ha sido el peor año del siglo en
desastres naturales. Un total de 700 catástrofes en todo el mundo han causado 50,000
muertos y pérdidas valoradas en 90 000 millones de dólares (12,4 billones de pesetas).
La amenaza de estos números supone que el futuro originará más muertos y agravará la
incapacidad para hacer frente a los daños provocados por los desastres.
La zona más afectada fue Centroamérica. Esta región, donde están
los países más pobres del continente americano después de Haití, es tierra de
tragedias y desastres. Por no alargar la memoria a tiempos lejanos, recuerdo aquí que en
diciembre de 1972 un seísmo arrasó la ciudad de Managua, en Nicaragua, dejando más de
20.000 muertos. En febrero de 1976 una serie de terremotos devastó Guatemala, afectando a
20 de los 22 departamentos de la nación. Los muertos ascendieron a 25.000. En octubre de
1986, 18 movimientos sísmicos que sacudieron la ciudad de El Salvador acabaron con la
vida de 2.000 personas. Pero lo del huracán "Mitch" -nombre de perro- con sus
violentas tempestades que destruían y trastornaban todo lo que encontraban a su paso, fue
distinto; fue más trágico. También la tragedia tiene dimensiones. Lo que ya se conoce
como el fenómeno atmosférico más devastador de la historia moderna inició su carrera
de muerte el viernes 30 de octubre de 1998. Durante ocho días consecutivos cuatro países
de Centroamérica, Honduras, Nicaragua, Guatemala y El Salvador, unos más que otros,
sufrieron las consecuencias de vientos huracanados, lluvias torrenciales, lodos mortales.
Cuando los vientos aplacaron su furia y las lluvias redujeron su precipitación a escasas
gotas de agua, Centroamérica ofrecía un panorama desolador. Un dantesco escenario que de
la noche a la mañana borró años de sacrificios en los que se pusieron en marcha
reformas de ajuste que permitieron un lento crecimiento económico. El desastre se cebó
en las grandes ciudades, destruyendo las vías de comunicación, en las áreas rurales y
en centenares de insignificantes pueblos del interior Un manto negro de llanto,
destrucción y desesperación cayó sobre los habitantes pobres de estos pobres países.
El dolor produjo escenas desgarradoras. Madres 1Iorando por la muerte de sus hijos. Niños
buscando desesperadamente a sus padres. Cadáveres enterrados en cualquier sitio,
despidiendo el insoportable e inconfundible olor a muerte. La impotencia y la
desesperación se apoderó de la población superviviente, testigo del horror. Aun cuando
las cifras siguen siendo confusas meses después de la tragedia, las estadísticas más
fiables hablan de 25 000 muertos, 15.000 desaparecidos, cuatro millones entre heridos y
personas afectadas directamente, de las cuales la mitad perdió completamente sus hogares,
dos millones de evacuados, daños por valor de unos 3.000 millones de dólares (420.000
millones de pesetas).
Los números son fríos, impersonales, carentes de sentimiento.
Explican las consecuencias, pero no interpretan las profundas heridas que sangran hacia
adentro. La tragedia está en los ojos del que la contempla, en el corazón del que la
sufre, no en aquél que la lee desde la distancia.
SUFRIR Y LLORAR SIGNIFICA VIVIR
La frase que da título a esta sección la he tomado del gran novelista
ruso Dostoievski. Sufrimos, simplemente, porque estamos vivos. Los muertos no sufren. El
drama del sufrimiento ha sido siempre compañero y tortura de la raza humana. El
sufrimiento es una realidad universal, misteriosa casi siempre, ineludible y
desconcertante. Todos los seres humanos, en un momento u otro, hemos de enfrentarnos con
él. La historia del mundo es la historia del sufrimiento. Sufrimos al nacer. Vivimos
sufriendo. La vejez es portadora de sufrimiento. Los Últimos alientos del sufrimiento los
exhalamos en la tumba. El sufrimiento es tan universal como el sol, como la luna, como las
estre1las;está en todas partes: en el palacio del rico todopoderoso y en la chabola
miserable del pobre.
He recorrido una gran parte de este mundo. He viajado por 76 países de
los cinco continentes. Por todos los caminos he visto levantarse la silueta negra y
pertinaz del sufrimiento. Es el pan que no falta en ninguna mesa. Este parece ser el
misterio y el destino de la existencia humana. Me he enfrentado al sufrimiento en tantas
ocasiones como cabe1los aún tengo en mi poblada cabeza. Y todavía no he aprendido a
enjugar lágrimas, ni a extraer espinas, ni a ahuyentar sombras, ni a liberar del dolor a
la persona que sufre. No he vivido la tragedia humana causada por el huracán
"Mitch" en Centroamérica. Pero tengo plena conciencia de su magnitud. He sido
testigo de otras catástrofes causadas por los mismos agentes, aunque menores en
intensidad, más reducidas y no tan graves en sus consecuencias. En todos los casos, de
los desgarrados brota la misma queja y la misma pregunta : " ¿por qué ha de pasarme
esto a mí?" El sufrimiento lleva aparejado una oleada de "porqués" que
expresan el deseo de encontrar una razón a lo que está sucediendo.
¿Por qué el sufrimiento ha llegado a mi vida, a mi casa, a las
personas que quiero?
¿Por qué esta invasión del dolor ahora, cuando en mi fragua se
estaban apagando anteriores fuegos?
¿Por qué ha tenido que suceder esto?
¿Por qué todas las desgracias caen sobre mí?
¿Por qué el agua violenta, ancha y fangosa, se ha llevado mi barca?
¿Por qué esta tormenta que ha destrozado mi vida para siempre?
¿Tiene algún sentido todo esto?
La profundidad del dolor lleva a la pregunta sobre el significado de la
vida y de las cosas. Son interrogaciones inquietantes que brotan de la quiebra, del
desgarro intimo del afligido y que sólo él siente y padece en su sentido más hondo. El
sufrimiento humano está ahí, está aquí, nos rodea, nos invade. No lo queremos, no lo
hemos convocado, pero nos sigue como ¿Cuándo desaparecerá? Cuando haya desaparecido el
último ser humano de la tierra. Nunca antes. Podemos sublimar el sufrimiento, podemos
mitigarlo, pero jamás podremos eliminarlo. Es el problema fundamental de la Humanidad. El
destino del hombre en la creación.
¿POR QUÉ PERMITE DIOS EL SUFRIMIENTO?
El sufrimiento constituye con frecuencia un interrogante para el
incrédulo, ¿Por qué permite Dios que sufran sus criaturas? Esta es la roca del
ateísmo. Ante el dolor provocado por las enfermedades o por los desastres naturales, como
es el caso que estamos considerando, los protagonistas sientan a Dios en el banquillo y le
dirigen preguntas inquietantes ¿Por qué Dios ha permitido todo esto? ¿Por qué permite
Dios que sufran los inocentes? ¿Por qué no castiga a los malos? ¿Por qué no intervino
Dios en el huracán que arrasó Centroamérica, deteniendo los vientos o haciendo que
lloviera hacia arriba? La letanía de los "porqués" no termina nunca. Tampoco
encuentra respuestas definitivas. El filósofo y teólogo italiano Romano Guardini, poco
antes de morir, confesó a un amigo que en el dia del juicio final no se dejaría sólo
interrogar por Dios. También él plantearía preguntas al Señor, especialmente
relacionadas con el sufrimiento humano. La protesta frente al sufrimiento llega a la
negación de Dios. En diciembre de 1942, en plena guerra mundial, un pastor evangélico
alemán recibió una carta de su hijo, quien luchaba en el frente de Stalingrado, en la
antigua Unión Soviética. El contenido de la carta es estremecedor. El joven soldado
decía a su padre:
"Plantear el problema de la existencia de Dios en Stalingrado,
significa negarlo. Debo decirlo y me pesa doblemente. Tú me has educado, porque faltaba
mi madre y siempre me has puesto a Dios ante mis ojos y mi alma. Y me pesan estas palabras
doblemente, porque serán las últimas mías y ya no podré decir otras que las corrijan o
anulen. Tú eres pastor de almas, padre, y en la última carta digo la verdad o lo que
creo que es la verdad. He buscado a Dios en toda zanja, en toda casa destruida en mis
camaradas, cuando estaba en las trincheras y en el cielo. Dios no se ha manifestado cuando
mi corazón clamaba por él. Las casas están destruidas, los camaradas eran tan heroicos
o viles como yo, en la tierra había hambre y homicidios y del cielo caían bombas y
fuego. Dios es el que me falta.
No, padre, no hay Dios alguno. Lo repito y sé que es una cosa terrible
y para mí irreparable. Y si existe Dios, sólo está cerca de vosotros en los libros de
los salmos y en las oraciones, en las palabras devotas de los sacerdotes y pastores, en el
repique de las campanas y en el perfume del incienso. Pero en Stalingrado, no".
En lugar de rechazar estos razonamientos, haríamos bien en considerar
seriamente los argumentos que brotan del sufrimiento. Estos argumentos no constituyen, en
modo alguno, pruebas de la inexistencia ni de la indiferencia de Dios. Pero nos ponen
frente a las lágrimas y la sangre que salpican las vidas humanas. En el caso del joven
soldado alemán, he de decir que las guerras no las provoca Dios. Son el resultado macabro
del pecado, la maldad humana puesta en acción hasta límites de crueldad. Ahora mismo se
despilfarran cada día 4,000 millones de dólares (560.000 millones de pesetas) en la
invención y producción de máquinas mortíferas cada vez más sofisticadas. ¿Tiene Dios
la culpa de esta barbarie? Si esas armas, como ocurrió en Hiroshima y Nagasaki, matan el
día de mañana a miles o a millones de inocentes, ¿es justo culpar a Dios de ello? Se
dice: ¿No es Dios omnipotente? ¿No podría evitarlo? ¡Claro que es omnipotente, que
todo lo puede! Pero la omnipotencia de Dios no es la de un dictador férreo que impone su
voluntad a capricho, Hay que entender esto bien. La omnipotencia de Dios, la que está en
el origen de la historia, es una omnipotencia que a la vez crea la libertad y la
autonomía de la persona, y por lo tanto las respeta, tanto si las usa para el bien como
si las emplea para el mal. Omnipotencia no significa que el poder de Dios deba imponerse
contra tu libertad y por encima de ella. Un Dios omnipotente no puede oprimir a sus
criaturas. La grandeza de la omnipotencia de Dios consiste en dejarte a tu libertad y a tu
iniciativa. Entre el bien y el mal, Que tú conoces perfectamente, porque los llevas
impresos en la conciencia. Dios te aconseja que hagas el bien. Pero si eliges hacer el
mal, Dios no va a borrar de tu mente los malos pensamientos ni a encadenar tus manos para
que no obedezcas a la razón. Si hiciera esto no sería Dios; sería un tirano. ¿Lo
comprendes? Si Dios hubiera de intervenir en todos los casos en los que se dispara la
maldad humana, ¿No estaría invirtiendo el orden mismo de la creación? ¿Y qué criterio
de justicia tendría que seguir Dios? ¿No estaría beneficiando a unos y perjudicando a
otros? Si las almas son libres, Dios no les puede impedir que traten de resolver sus
problemas con enfrentamientos que causan dolor, en vez de hacerlo con gestos de paz. La
madera de un árbol puede ser utilizada para construir la cuna de un nido o para golpear
la cabeza del vecino y matarlo. Si sabemos hacer lo uno y lo otro, ¿por qué culpar a
Dios cuando elegimos la senda del mal? Sea cual sea el sentimiento y la orientación de la
libertad humana, Dios no puede interferirla, pues estaría tratando a la persona como
simple marioneta. ¿O no? Cuando el salmista escribe que no habrá en ti dios extraño, la
Cábala judía implica que precisamente hay dioses extraños dentro de ti. No se trata de
dioses en su sentido propio de "El Infinito". Son los dioses del mal, las
fuerzas negativas Que acarrean el sufrimiento en el mundo. Esos dioses extraños están en
mi, están en ti, están en todos nosotros. Cuando los activamos causamos el mal, el dolor
y el sufrimiento en nuestro entorno. El caos no proviene de Dios. Viene de los monstruos
que luchan en nuestro propio interior. Los dioses extraños son el símbolo de nuestras
batallas. De esas batallas no es responsable Dios. Somos nosotros, que contamos con las
energías suficientes para orientarlas hacia la paz u orientarlas hacia el dolor, el
vacío, la confusión.
DIOS Y LA NATURALEZA
El texto tomado del primer libro de los Reyes, en la Biblia, y fijado
en el encabezamiento de este trabajo, forma parte de una amarga experiencia que tuvo el
profeta Elías en tiempos del rey Acab y de la reina Jezabel, unos 900 años antes de
Cristo, si bien el libro, se escribió 300 años después, según la tradición hebrea.
Ante la amenaza de Jezabel, quien juró matarlo, Elías huye al desierto y se refugia en
el interior de una cueva. Allí experimenta lo que en griego se conoce como teofania, la
aparición o revelación de la divinidad. Leamos otra vez el párrafo bíblico. Estando el
profeta en la cueva, "he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que
rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová: pero Jehová no estaba en el
viento. Y tras el viento un terremoto. pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el
terremoto un fuego: pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible
y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a
la puerta de la cueva, Y he aquí vino a él una voz, diciendo: ¿Qué haces aquí,
Elías?" (lª Reyes 19:1-13). Esta escena es el centro nuclear de todo el libro. Lo
mismo que Moisés advirtió la presencia de Dios en el monte Sinaí en medio de
terroríficos fenómenos naturales, Elías asiste a un espectáculo parecido, pero de otro
signo. La teofanía propiamente dicha, el pasar del Señor por delante de la cueva donde
se escondía el profeta, víctima de una gran depresión, es descrita en términos
sorprendentes, no exentos de polémica. Sucesivamente se niegan tres fenómenos naturales.
Dios no estaba en el huracán. Dios no estaba en el fuego. Dios no estaba en la tormenta.
Dios estaba en la brisa acariciadora. Estaba en el susurro apacible y delicado. La
presencia de Dios no se hallaba en los fenómenos tumultuosos y extraordinarios, causantes
de tantos desastres. Se encontraba en la voz casi silenciosa que sobrecoge, en la turbada
intimidad del profeta. Con la autoridad que me da este texto de la Biblia, y otros muchos
de idéntico significado, digo que Dios no estaba en el huracán que azotó El Salvador,
Guatemala, Honduras y Nicaragua. Dios no estaba en las lluvias cargadas de impurezas que
inundaron los campos y las ciudades. Dios no estaba en el lodo convertido en sepultura de
inocentes. Dios no estaba en las entrañas del huracán "Mitch" que sembró de
muertos pueblos de Centroamérica. Fue una sublevación de la naturaleza en la que Dios no
tomó parte alguna. El cosmos está hecho de orden y de desorden. Esas montañas que son
teatro de encantadora armonía lo son también de avalanchas catastróficas. Pasamos un
día de campo y regresamos a casa felices del contacto mantenido con la naturaleza, dando
gracias a Dios por ella. Esa misma naturaleza, esas mismas montañas, provocan un
desprendimiento de tierra que causan centenares o miles de muertos. ¿Por qué ha de tener
Dios una intervención más directa en un caso que en otro? ¿Por qué atribuimos a la
naturaleza el placer y a Dios el dolor? Esa madre naturaleza, como se la llama
frecuentemente, se convierte a veces en peligros amenazantes: aludes, inundaciones,
huracanes, desbordamientos de ríos y mares. ¿Con qué derecho decimos que la naturaleza
es una buena madre cuando nos proporciona el bien y responsabilizamos al Padre cuando se
vuelve hostil y enemiga del hombre? No es justo agradecer a la naturaleza todo cuanto
significa plenitud, alegría, felicidad, y culpar a Dios cuando se transforma en dolor,
angustia, lágrimas, sufrimientos, muerte. La naturaleza no tiene siempre un mismo
comportamiento. El fuego que alivia el frío cuando el cuerpo está situado a conveniente
distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. Sus propias leyes impiden a la
naturaleza ser igualmente agradable para cada uno de los seis mil millones de habitantes
que ya poblamos el planeta. El camino, cuesta arriba para quien va en una dirección se
torna cuesta abajo para quien va en dirección contraria. La naturaleza es un baile.
Cuando se muestra benigna lo atribuimos a sus leyes inmutables. Cuando se subleva y
destruye, culpamos a Dios. Totalmente injusto.
La imagen del jardín del Edén, donde tuvo lugar el primer pecado
cometido por el ser humano, es una impresionante indicación de que el mundo, que ahora
nos rodea en estado de naturaleza pura, es poco paradisiaco. Estamos expuestos a las
amenazas de una potencia superior que aparece como ciega. El que Dios, como causa primera,
dirija los acontecimientos de la naturaleza y sucesos del mundo, no suprime una cierta
necesidad propia de otras causas secundarias, como las llama la teología y la filosofía.
El encargo del Creador a los seres humanos es: "Llenad la tierra y sojuzgadla"
(Génesis 1:28). Pero en la realización de esta tarea dominadora el hombre experimenta la
humillación de quedar él mismo dominado por la naturaleza. Es cierto que a lo largo del
tiempo el hombre ha llegado a conocer mejor los mecanismos de la naturaleza y los ha
transformado, poniéndolos a su servicio. Los fenómenos devastadores de la naturaleza han
podido ser despojados, hasta cierto punto, de su peligrosidad. Unos países lo han logrado
más que otros. Pero todo esto, ¿nos ha liberado verdaderamente de la amenaza de la
naturaleza? Al contrario, lo que el hombre ha puesto a su servicio se convierte en una
nueva y mayor amenaza. Y se encuentra indefenso ante esas fuerzas indomables en el seno de
la naturaleza que nos rodea, dura y amenazadora. Hay otra cuestión que hemos de tener en
cuenta: la responsabilidad de los seres humanos, en este caso de los líderes políticos y
sociales, en las catástrofes naturales como las que azotaron los cuatro países de
Centroamérica ya mencionados. Un periodista ateo me preguntó en cierta ocasión: ¿Por
qué permite Dios que mueran cada dia en el mundo cincuenta mil niños de hambre? Mi
respuesta fue una contrapregunta: ¿Por qué lo permitimos nosotros, tú, yo, los demás?
Se ha dicho que cada niño que nace tiene un pan para comer. Si muere
de hambre es porque otro niño, en algún lugar de la tierra, ha comido dos panes y ha
dejado a un niño sin el que le corresponde. Y en países ricos hay niños que comen dos,
tres y más panes. La injusta distribución de la riqueza es la causante de muchos males.
Se ha comprobado que con la sobra de comida que los restaurantes de Nueva York tiran a
diario a la basura se podría alimentar a toda la población hambrienta de Haití y aún
sobraría comida. El hambre, las enfermedades, la falta de asistencia médica, el
analfabetismo, todas esas plagas de miseria que afectan principalmente -no únicamente- a
muchos millones de seres en Africa, en Asia, en América Latina, tendrían solución si
fuéramos más equitativos en el reparto de la riqueza y de los recursos naturales. ¿Por
qué culpar a Dios de lo que únicamente nosotros somos responsables? Si el huracán
"Mitch" hubiera elegido para su acción devastadora países de Europa, o Japón,
o Estados Unidos, las consecuencias no habrían sido las mismas. Cuando en 1998 el ciclón
El Niño -que suele seguir en destrucción a su hermana La Niña- penetró en Estados
Unidos y Canadá, dejó unos tres centenares de muertos, frente a los 25,000 producidos
por el "Mitch" en Centroamérica, Apenas hubo consecuencias sobre la población
ni sobre la economía de los dos países afectados. Sí las hubo para México cuando
"El Niño" puso rumbo mortal hacia el país de los aztecas. Las razones están
claras: Europa, Estados Unidos y Japón poseen unas estructuras que les permiten hacer
frente a esas catástrofes naturales, en tanto que otros países, como los Centroamérica
nos, carecen de ella ¿También tiene Dios la culpa de esto?. Es verdad que ni Honduras,
ni Nicaragua, ni El Salvador, ni Guatemala, tienen presupuestos para crear las condiciones
de defensa y seguridad que exigen las amenazas de la naturaleza. Pero es verdad también
que la corrupción económica, la inestabilidad política, la desgana de la
administración, hacen imposible la puesta en marcha de las necesarias estructuras. Sobre
esto se ha escrito mucho e incluso se ha denunciado a los posibles responsables con
nombres y apellidos.
Si se respetaran las normas ecológicas, si no se hiciera violencia a
las selvas, a los bosques, a los ríos y a los mares, si el ser humano comprendiese que
él mismo es parte de la naturaleza, entonces las catástrofes naturales serian menos
numerosas. Cuando las almas se vuelven malvadas y se empeñan en hacerse daño mutuamente,
cuando la avaricia humana se dispara, la pobreza se duplica. No es Dios, ni siquiera la
naturaleza: somos nosotros los verdaderos culpables de tantos desastres. Dios ha elegido
el mejor de todos los mundos posibles. Un mundo que no es completamente bueno, que no ha
conseguido todavía la perfección. La naturaleza tiene en sí misma la posibilidad de ir
perfeccionándose y ésa es nuestra tarea, ya que solamente nosotros somos capaces de
contener su furia y de transformarla totalmente para el bien.
LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO
Creo firmemente que este trabajo sobre el sufrimiento humano quedaría
incompleto sin una referencia a los sufrimientos de Cristo. En realidad, las preguntas que
surgen del sufrimiento están presentes en toda la Biblia, desde el Génesis al
Apocalipsis. La primera sentencia divina a causa del pecado habla de una tierra de dolor
abundante en espinas que se clavan en el alma y en abrojos que dificultan la acción
humana. A partir de ahí, cada página de la Biblia está teñida de dolor, cada personaje
bíblico participa de la amarga experiencia del sufrimiento. Hasta que llegamos al
Apocalipsis, donde un misterioso caballo amarillo, con la palabra "muerte"
escrita sobre la frente de su jinete, asume la potestad "sobre la cuarta parte de la
tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la
tierra". El clímax del sufrimiento en la Biblia alcanza su máximo en el libro de
Job, donde el protagonista, un hombre profundamente creyente, moralmente bueno e inocente
de pecado, grita de dolor:
"Mi carne está vestida de gusanos, y de costras de polvo; mi piel
hendida y abominable"
(Job 7:5).
"Mi rostro está inflamado con el 1loro, y mis párpados
entenebrecidos" ( 16:16).
"Mi piel y mi carne se pegaron a mis huesos, y he escapado con
sólo la piel de mis dientes"
( 19:20).
"La noche taladra mis huesos, y los dolores que me roen no
reposan" (30: 7)
Se han alzado algunas voces diciendo que lo ocurrido en Centroamérica
es un castigo de Dios. Blasfeman los que esto creen. Blasfeman en contra de Dios y
blasfeman en contra de la persona humana. Decir que sufrimos porque Dios nos castiga es
desconocer el carácter de Dios. En el caso de Job está demostrado que el sufrimiento no
es necesariamente la consecuencia del pecado. Por otro lado, mantener que el dolor
proviene de la ira divina no resuelve el problema del sufrimiento. El dolor, el
sufrimiento y la decadencia de la vida humana han sido patentes en todas las épocas, en
todas las civilizaciones desde el principio de los tiempos. En el corazón de la religión
cristiana está la cruz, el símbolo del amor de Dios que da sentido al sufrimiento.
Jesús no vino al mundo para suprimir el sufrimiento. Vino para asumirlo en su propia
persona y para transformarlo en medio de salvación. El libro del profeta lsaías contiene
las canciones del siervo de Jehová, Cristo. El capitulo 53 del libro trata del siervo
sufriente. Es la cuarta canción. El profeta, seiscientos años antes de que tuvieran
lugar los acontecimientos del Calvario, presenta a Jesús en la figura del justo
sufriente, portavoz de todas las 1lagas humanas. Cristo puede liberarnos del sufrimiento
porque El habitó anteriormente en la región del dolor y lo conocía por experiencia
propia. El sufrimiento persigue a Cristo desde el instante mismo de su venida al mundo.
Los años de vida que pasó en la tierra fueron años de sufrimientos ¡Y era el Hijo de
Dios! ¡Y era Dios humanizado! El suyo fue un sufrimiento que nacía de la lucha contra el
sufrimiento.
En este sentido hemos de entender la bella frase del "Kempis":
"Toda la vida de Cristo fue una cruz". No era el sufrimiento lo que Jesús
buscaba en su caminar hacia la muerte, sino cumplir la voluntad del Padre en la salvación
del género humano. La Cruz para Jesús fue el precio de la obediencia fiel a la misión
que le habia traído al mundo. "De un bautismo tengo que ser bautizado y; cómo me
angustio hasta que se cumpla!" (Lucas 12:50), decía el Señor. Era el bautismo del
sufrimiento, el bautismo de la cruz, el bautismo de la muerte. "Padre mío, si es
posible pasa de mi esta copa", oraba en el huerto del dolor (Mateo 26:39). "Pero
no sea como yo quiero, sino como tú", se apresuraba a aclarar.
Y el Padre quiso a su manera. Exponiéndole a todo tipo de torturas
morales y físicas, permitiendo que apurara hasta la última gota en la copa del dolor,
dejando que manos de hombres laceraran su cuerpo hasta la sangre, permitiendo en su cabeza
inmaculada una corona de espinas, consintiendo que fuera clavado en la cruz, muriendo de
muerte horrible.
El sufrimiento de Jesús fue como la tormenta desencadenada por el
huracán "Mitch". Una tormenta que se formó allá lejos, en el principio de la
creación, en otro escenario. Una tormenta que crece, que se mueve, que avanza
incontenible hasta que descarga toda su violencia en el sufrimiento y la muerte.
Los veinticinco mil muertos por el huracán en Centroamérica ya sólo
cuentan para Dios. No escribo para ellos. Escribo para los supervivientes, para quienes
todavía se desgarran de dolor por la pérdida de los seres que amaban y por los
perjuicios causados a sus pequeñas tierras y a sus humildes pertenencias. Para ellos y
pensando en ellos he redactado este tratado.
El sufrimiento de Cristo, que fue definitivamente vencido en la
resurrección, generó un bien: la redención del mundo. Sobre los escombros dejados por
el huracán "Mitch" hay que elevar la dignidad humana y transformar el
sufrimiento en alegría. El dolor y la alegría tienen un mismo calado. La hondura que
alcanza el sufrimiento la alcanza también el gozo, Jesús, varón de dolores, víctima
continua del sufrimiento, fue también un pozo de alegrías. Frescas llamas de alegría.
Si ya amas a Jesús, ámale más todavía, con nuevas fuerzas. Si no le
tienes aún como Redentor y Salvador de tu vida, búscale, está cerca de ti, vive en ti,
Él quiere sacarte del pozo de la angustia y compartir tu dolor. Tu sufrimiento tiene una
esperanza. Tu pequeña o grande historia, con todo su fondo de sufrimientos, están en las
manos de un Dios solidario, que entregó la vida de Su Hijo a la muerte, para que tu
muerte resulte en vida. En vida eterna.
RESUMEN
¿Dónde estaba Dios cuando el huracán "Mitch" devastó
Centroamérica? ¿Dónde? Dios no estaba en el viento. No estaba en la lluvia. No estaba
en el lodo. No estaba en el terremoto. No estaba en el fuego.
Dios estaba donde ha estado siempre, donde está ahora. En la voz
interna de la conciencia. En el susurro apacible y delicado. En la cercanía de tu
corazón. En el fondo de tu alma. Al alcance de tus deseos. En las puertas mismas del
llanto, del dolor, del sufrimiento, con la esperanza de limpiar cada lágrima de tus ojos
con su manto de amor.
Quiero concluir este trabajo con un poema de la excelente poetisa que
fue Gloria Fuertes, recientemente fallecida.
¿Dónde esta Dios? Se ve o no se ve.
Si te tienen que decir dónde está,
DIOS se marcha.
De nada vale que te diga que vive en tu
garganta.
Que Dios está en las flores y en los granos,
En los pájaros y en las 1lagas,
En lo feo, en lo triste, en el aire, en e:
agua;
Dios está en el mar y a veces en el templo,
Dios está en el dolor que queda y en el
viejo
Que pasa,
En la madre que pare y en la garrapata, en la
mujer
Pública y en la torre de la mezquita blanca.
Dios está en la mina y en la plaza.
Es verdad que está en todas partes,
pero hay que verle,
sin preguntar que dónde está como si fuera
mineral o planta.
Quédate en silencio,
Mírate a la cara,
El misterio de que veas y sientas, ¿no
basta?
Pasa un niño cantando,
Tú le amas,
Ahí está Dios.
Le tienes en la lengua cuando cantas,
En la voz cuando blasfemas,
Y cuando preguntas que dónde está,
Esa curiosidad es Dios, que camina por tu
sangre
Amarga.
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