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Ulrico de Ausburgo, Santo |
San Ulrico, obispo, descendía del noble linaje
de los condes de Kyburg. Al nacer, era una criaturita
tan esmirriada, que sus padres sentían incluso vergüenza de mostrarle
a la gente, todos cuantos le veían quedaban convencidos de
que aquel condesito no llegaría a valer para nada. Solamente
un peregrino, que acababa de regresar de Tierra Santa, fue
de distinto parecer y predijo que aquel niñito llegaría a
ser un personaje famoso. De hecho, Ulrico, a quien solían
llamar con la abreviatura familiar de Utz, alcanzó la edad
de 83 años.
Así que Utz de
Kyburg logró superar con tenaz aferramiento a la vida, todas
las enfermedades que pueden pasarse en la infancia y llegó
a hacerse un buen mozo bien asentado sobre sus fuertes
piernas, sus padres le enviaron a la famosa escuela monasterial
de San Gall. Muy pronto supo ganarse Utz la simpatía
de maestros y condiscípulos, pues no solamente era aplicado y
piadoso, sino que, además, con mucha frecuencia tenía ocurrencias graciosísimas,
de suerte que en presencia suya hasta los enfermos reían
francamente.
Por aquel entonces vivía en los
alrededores de San Gall una ermitaña llamada Wiborada. Con frecuencia
acudía Utz a visitarla. En una ocasión la ermitaña, penetrando
el futuro, dijo al joven conde de Suabia, que en
el futuro llegaría a ser obispo de una ciudad donde
hay un río que separa dos comarcas. La profecía se
cumplió, efectivamente, pues la ciudad de Augsburgo, de donde Ulrico
fue más tarde obispo, está asentada junto al río Lech,
que separa a Baviera de Württemberg.
Cuando
Utz, a quien por respeto vamos a llamar con su
nombre completo de Ulrico, hubo terminado sus estudios en San
Gall, regresó a su casa y se convirtió en seguida
en la mano derecha de su tío Adalberto, que era
a la sazón obispo de Augsburgo y de quien había
recibido la ordenación sacerdotal. Ulrico hizo también una peregrinación a
Roma. Allí le comunicó al Padre Santo que su tío
Adalbero había muerto, entretanto, y que él sería su sucesor.
Sin embargo, aquélla predicción no se cumplió en seguida, pues
cuando Ulrico regresó ya habían nombrado a otra persona obispo
de Augsburgo, y como en el ínterin había fallecido su
padre, Ulrico se reunió con su madre, que se había
quedado sola, para consolarla en su desgracia. Cuando quince años
más tarde murió, él mismo le cerró los ojos y
como igualmente murióel obispo de Augsburgo, Ulrico le sucedió, llevando
en sus manos durante cincuenta años el báculo pastoral.
Eran malos tiempos aquellos, pues poco antes los
húngaros, pueblo bárbaro compuesto de pescadores, cazadores y jinetes, se
habían desbordado sobre el país, montados en vivaces y pequeños
caballos, iban incendiando ciudades y aldeas, asesinando a muchas personas
y llevándose a otras como botín de esclavitud. Todos los
que habían logrado escapar estaban sentados sobre las ruinas de
sus antiguas haciendas, sin ánimos ni resolución para hacer nada.
El obispo Ulrico tuvo muchísima labor. Con mano vigorosa se
puso él mismo a trabajar en la reconstrucción, y su
ejemplo inflamó a los demás. Nuevos alientos reanimaron a aquellos
desgraciados hombres que se habían doblegado ante la desgracia, y
todo fue resurgiendo con suma rapidez. Ulrico sabía además orar
con fervor, y era de arriba abajo un obispo como
debe ser. En el año 955 volvió a haber una
violenta razzia de húngaros que saquearon el país, asesinaron a
muchísima gente y redujeron nuevamente a cenizas las iglesias y
los monasterios, las ciudades y las aldeas. Alaridos de dolor
y angustia resonaban por doquier. Pero esta vez las hordas
salvajes llegaron solamente hasta la ciudad de Augsburgo. En esta
ciudad les tuvo a raya San Ulrico, obispo, acompañado de
un escogido escuadrón de caballeros y soldados aguerridos, hasta que
llegó con su ejército imperial el emperador Otón I de
Alemania, el cual, en el día 10 de agosto del
955, causó tan completa derrota a los húngaros en la
famosa batalla de Lechfeld, que estas hordas jamás volvieron a
internarse en territorio alemán. No cabe duda, que un gran
mérito en esta batalla, famosa en toda la historia universal,
le corresponde a San Ulrico, obispo de Augsburgo, el cual,
según dijera el peregrino de vuelta de Tierra Santa, había
de ser realmente un hombre grande, valioso y afamado.
La primera canonización pontifica, llevada a cabo por el
Papa Juan XV en 993, fue la de elevar al
honor de los altares a Ulrico de Augsburgo.
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