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lunes, 2 de julio de 2012

San Juan Francisco Régis



Velas


2 DE JULIO
juanfranciscoregisn.jpg (6152 bytes)SAN JUAN FRANCISCO REGIS,   1597-1640
La mejor síntesis de su biografía tan estupenda nos la da él con estas palabras de autoconfesión: "Mi vida ¿para qué es sino para sacrificarla por las almas? ¿Cómo podría probar yo mi amor a Dios, si no ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida? No me sería grata la vida si no tuviere algo que perder por Jesucristo. Siento un deseo vivísimo de ir a las mansiones de los iroqueses y ofrecer mi vida por la salvación de aquellos salvajes".
Nos encontramos, pues, ante un hombre totalmente de Dios y entregado al amor de sus hermanos para llevarlos a Cristo.
El apóstol del Languedoc, que se consagra a rehacer la fe y las costumbres, tan maltrechas en aquellas comarcas después de las guerras de religión. Su sueño era evangelizar el Canadá francés, pero nunca se lo consintieron, y consumió su vida en un ámbito mucho más reducido, que era el de su tierra natal.
Nació en Fontcouverte, en Languedoc, (Francia) el 31 de enero de 1587. Sus padres muy fervorosos cristianos y en muy buena posición económica, lo educaron en la sobriedad y en los más sanos principios cristianos. De niño sólo llamaba la atención por sus modales dulces, atento, servicial y muy entregado a cuanto se refiere a la Iglesia. Nunca se cansaba de estar en ella ni de los rezos familiares por más que se prolongasen. Por el 1610, comienza a frecuentar el colegio de los jesuitas de Beziers. Tiene trece anos. Llama la atención no por hacer algo raro, sino por hacer todo cuanto estaba mandado perfectamente bien. Es el primero en todo: Estudios, piedad, esparcimientos, pero lo que más gusta a sus superiores y compañeros es ver que no se lo cree. Es sencillo, humilde, el compañero más fiel. ¿Dónde encuentra Juan Francisco la fuerza para ello? En su ferviente amor a la Eucaristía que recibe casi a diario y que para aquellos tiempos era cosa bastante rara. Su tierno amor a la Virgen María, a la que acude con amor filial. A su Ángel de la Guarda que hasta a veces parece que le acompaña.
El día de la Inmaculada de 1616 ingresa en el Compañía de Jesús como novicio y se entrega de lleno a formarse en las votos religiosos. Emite los votos y los superiores lo destinan a que profundice en los estudios teológicos y filosóficos, en los que también hace maravillosos progresos. Antes de dedicarse al apostolado, pasa largas horas en oración. Los superiores lo ven maduro para dar el paso del sacerdocio y el día de la Sma. Trinidad de 1630 tiene el gozo de recibir el don del sacramento sacerdotal.
La vida de Juan Francisco ahora ya no tiene freno. Comienzan sus famosas misiones rurales. Recorre una gran cantidad de pueblos y ciudades. A todas partes llega su fogosa palabra. El Señor le bendice y regala el don de hacer milagros; todos los encamina para despertar el amor a Dios y el odio al pecado.
Al final de su vida en Puy, feudo tradicional de los calvinistas, se le llamaba «el santo» por antonomasia, y las multitudes acudían a oír a aquel religioso de sotana raída y con remiendos, y de oratoria poco brillante, a menudo tachada de vulgar, que sacudía las conciencias con palabras sencillas e irresistibles.
Cuando no predicaba o confesaba - con el extenuante horario que se había impuesto a sí mismo -, recorría las aldeas más apartadas hablando de Dios a los campesinos que no veían un cura en todo el año, y atendía solícitamente a los herejes consiguiendo muchas conversiones.
La fundación de una serie de casas de refugio para mujeres de vida airada dio pie a calumnias y amenazas de muerte, pero lo más duro fue la postura incomprensiva de sus superiores, quienes juzgaron que se excedía en su celo, y que a menudo pusieron no pocas trabas a su actividad, por lo cual en cierto modo puede también considerársele como mártir silencioso de la obediencia.
Supo descubrir el enorme valor del dolor y del sufrimiento. Se abrazó a él y a cuantos sufrían. Los amaba como la más tierna madre. Les curaba de sus pestilentes enfermedades. Solía decir: "Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo. Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor".
Alguien dijo de él "que no tenía más que a Dios dentro de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos". Poseía una gracia enorme para convertir las almas, aun las más alejadas. Se dice que una dama que era totalmente reacia a la Iglesia y hasta enemiga declarada, al ver sus distinguidos modales y su gran santidad, le dijo: "Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide con tanta gracia?".
Agotado de sus apostolados, volaba al cielo el 26 de diciembre de 1640.

     Etimológicamente significa: Juan: =”Dios es misericordia” y  Francisco = “franco, libre, decidido”. Vienen de las lenguas hebrea y alemana,
          Los santos viven las realidades de su tiempo con intensidad y preocupación evangélicas. A Juan Francisco le tocaron tiempos malos. En sus días existía una batalla campal entre católicos y calvinistas. Esta guerra la alimentaba la misma realeza francesa.
          Pero, por otra parte, es el momento en que hay un gran fervor religioso por la Eucaristía y la Virgen María. Será un ambiente propicio en el que este joven lleve a cabo todo el caudal de riqueza interior que alberga en su corazón.
          Cuando tuvo la edad requerida, quiso hacerse jesuita. Tuvo que interrumpir sus estudios a causa de la peste de 1628 en la ciudad de Toulouse, Francia.
          Pidió la ordenación sacerdotal para entregarse por entero al bien de los demás. Lo enviaron a predicar a Montpellier. Todo el mundo iba a escucharle porque era un gran comunicador de la Buena Noticia del Evangelio.
          Algunos oyentes decían:<>. Todo esto levantó ampollas de envidias en otros predicadores que se creían  mejores oradores que él.
          Impulsado por sus deseos apostólicos, quiso ir a predicar al Canadá. Sin embargo, su suerte iba a  tener como destino el norte de Francia. La región de Vivarais era todavía el castillo inexpugnable en donde se albergaban los hugonotes.
          Los protestantes se habían adueñado de los puestos eclesiásticos que antes ocupaban los católicos. Igual que ocurrió en Inglaterra y otros lugares.
          El ambiente en las costumbres y en la disciplina eran horribles, estaban por el suelo. Incluso los mismos dirigentes religiosos de Roma no lo veían bien. Iba a contracorriente de todos. El fundaba casas para sacar de la mala vida a  las mujeres, llenaba las iglesias. No paraba en todo el día. Por eso le sobrevino la muerte cuando tenía 43 años en el 1640. Es el patrono rural de las misiones en Francia. 
          ¡Felicidades a quienes lleven este nombre!
“Antes de aprender a meditar tienes que aprender a no dar portazos” (Monje Budista).

 La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses -los que recibieron el nombre de hugonotes-, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.

En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.

Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.

Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años; y como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.

Este hombre es tan de Dios que, cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en la región de Montpellier, se hace notar por su predicación a pesar de que su estilo no goza del cuidado y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que «se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué la envidia de los demás es casi consustancial al santo? ¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar respuesta adecuada.

Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí fue donde se pudo comprobar más palpablemente el talante de aquel religioso grandote y flaco que con su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los protestantes; sólo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de rigorismo excesivo y de que su predicación -llena de sátiras e invectivas- creaba el desorden en las parroquias; y la calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes prudencia y le prohiben exuberancia en el celo. Creyeron más fácilmente a los «instalados» que al santo. ¿Por qué será eso?

Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la situación de la gente. A pie recorre sube por los picos de la intrincada montaña, camina por los senderos, predica en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesonario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640.

Y «si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, este es san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.



SAN JUAN FRANCISCO REGIS
PresbíteroSan Juan Francisco Regis
(1597-1640)
La mejor síntesis de su biografía tan estupenda nos la da él con estas palabras de autoconfesión: "Mi vida ¿para qué es sino para sacrificarla por las almas? ¿Cómo podría probar yo mi amor a Dios, si no ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida? No me sería grata la vida si no tuviere algo que perder por Jesucristo. Siento un deseo vivísimo de ir a las mansiones de los iroqueses y ofrecer mi vida por la salvación de aquellos salvajes".
Nos encontramos, pues, ante un hombre totalmente de Dios y entregado al amor de sus hermanos para llevarlos a Cristo. Un elocuente predicador, un maravilloso maestro y un celoso misionero capaz de derramar su sangre si llegare la ocasión.
Nació en Fontcouverte, en Languedoc, (Francia) el 31 de enero de 1587. Sus padres muy fervorosos cristianos y en muy buena posición económica, lo educaron en la sobriedad y en los más sanos principios cristianos. De niño sólo llamaba la atención por sus modales dulces, atento, servicial y muy entregado a cuanto se refiere a la Iglesia. Nunca se cansaba de estar en ella ni de los rezos familiares por más que se prolongasen.
Por el 1610, comienza a frecuentar el colegio de los jesuitas de Beziers. Tiene trece años. Llama la atención no por hacer algo raro, sino por hacer todo cuanto estaba mandado perfectamente bien. Es el primero en todo: Estudios, piedad, esparcimientos, pero lo que más gusta a sus superiores y compañeros es ver que no se lo cree. Es sencillo, humilde, el compañero más fiel. ¿Dónde encuentra Juan Francisco la fuerza para ello? En su ferviente amor a la Eucaristía que recibe casi a diario y que para aquellos tiempos era cosa bastante rara. Su tierno amor a la Virgen María, a la que acude con amor filial. A su Angel de la Guarda que hasta a veces parece que le acompaña.
El día de la Inmaculada de 1616 ingresa en el Compañía de Jesús como novicio y se entrega de lleno a formarse en los votos religiosos. Emite los votos y los superiores lo destinan a que profundice en los estudios teológicos y filosóficos, en los que también hace maravillosos progresos. Antes de dedicarse al apostolado, pasa largas horas en oración. Los superiores lo ven maduro para dar el paso del sacerdocio y el día de la Sma. Trinidad de 1630 tiene el gozo de recibir el don del sacramento sacerdotal.
La vida de Juan Francisco ahora ya no tiene freno. Comienzan sus famosas misiones rurales. Recorre una gran cantidad de pueblos y ciudades. A todas partes llega su fogosa palabra. El Señor le bendice y regala el don de hacer milagros; todos los encamina para despertar el amor a Dios y el odio al pecado.
Supo descubrir el enorme valor del dolor y del sufrimiento. Se abrazó a él y a cuantos sufrían. Los amaba como la más tierna madre. Les curaba de sus pestilentes enfermedades. Solía decir: "Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo. Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor".
Alguien dijo de él "que no tenía más que a Dios dentro de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos". Poseía una gracia enorme para convertir las almas, aun las más alejadas. Se dice que una dama que era totalmente reacia a la Iglesia y hasta enemiga declarada, al ver sus distinguidos modales y su gran santidad, le dijo: "Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide con tanta gracia?".
Agotado de sus apostolados, volaba al cielo el 26 de diciembre de 1640.
SAN JUAN FRANCISCO DE REGIS
 († 1640)
 
A mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: "Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del Puy”.
 Efectivamente, seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.
 A las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.
 Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que "el padre santo" no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: "Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco de Regis".
 Los primeros años de la vida de nuestro “Santo" no tienen especial relieve. Nace el 31 de enero de 1597 en Foncouverte, pueblecillo situado entre Narbonne y Carcasonne, en el seno de una acomodada familia campesina, y en el colegio es un chico, como tantos otros, que juega y estudia. Treinta años antes las guerras de religión habían asolado el país. Los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes, a la vez que robaban y profanaban los templos, cuando no los destruían. A las persecuciones se siguió un ambiente de profunda renovación católica, marcadamente en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, que influyó para siempre en Juan Francisco de Regis.
 A los diecinueve años aquel joven alegremente equilibrado y querido de todos por su encanto natural fuera de lo corriente, empieza a no sentirse a gusto. Nota aversión por las cosas del mundo. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad, para él, no será accesible viviendo en el ambiente mundano. El sendero de su vocación religiosa comienza a deslindarse. Siente la llamada a alabar a Dios, pero no en una abadía cercana, muchas veces visitada y en la que no pocos monjes son parientes suyos. En su entrega, ahora como después, no busca facilidades personales. Su vocación le impulsa a la Compañía de Jesús, y su alabanza a Dios será ganando almas en el apostolado directo.
 Pasan los años de noviciado y estudios, oscuros al exterior, pero luminosos para su alma. Su entrega a la gracia es generosa. En ese ambiente de oración, penitencias y humillaciones voluntarias, su alma de apóstol se va perfilando con pequeños escarceos de catequesis y sermones. Al tiempo de comenzar su teología en Toulouse, 1628, la peste se apodera de la ciudad. Hay que acogerse a la campiña. Y allí, en una casa de campo convertida en escolasticado, es en donde Juan Francisco comienza a sentirse devorado por la prisa en llenar su tarea apostólica.
 Varios jesuitas son destinados a atender a los apestados, nuestro estudiante reclama con insistencia ese puesto para él. Pero siempre recibe igual respuesta: "El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para los sacerdotes, que pueden mejor que los otros, cuidando los cuerpos, sanar las almas". La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y enfermeros. En tres años morirán víctimas de la caridad, por atender a los apestados, 87 jesuitas. Su deseo persiste más intenso a la vez que una paz inmensa llena su alma. El fogonazo de su prisa lo va madurando ante el sagrario. La explosión llega el día en que ingenuamente manifiesta que "se siente culpable, no de haber concebido unas aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas y harto cobarde en procurar su cumplimiento”. Puesto que para atender a los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se le ordene cuanto antes, y con toda sencillez le ofrece en recompensa aplicar por él treinta misas, “por considerarle uno de sus mayores bienhechores".
 Las filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia. Urge el enviar refuerzos a esas regiones arrasadas antes por los hugonotes y ahora por la peste. Los superiores acceden, Pero al mismo tiempo le señalan que la posibilidad de alcanzar la profesión solemne de cuatro votos quedará seriamente comprometida al alternar los estudios con un apostolado prematuro. Para Regis no era despreciable la profesión solemne; pero en la balanza de valores, su anhelo por hacer venir a Dios a la tierra, en sus manos, cada día, y su prisa por enviarle al cielo las almas que le pusiera en su camino, pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la Santísima Trinidad, a los treinta y tres años de edad, decía su primera misa. Terminada su formación, pasa nueve meses en un diminuto colegio supliendo a un profesor enfermo. En adelante, los ocho años que aún le quedan de vida será catequista y misionero rural.
 Los caminos que nos llevan a Dios son tan numerosos y variados como lo somos las personas que los recorremos. En estos caminos se da la misma diversidad física y moral que existe entre unos hombres y otros. Los hombres ignoramos si Dios marca igual "distancia" a recorrer, igual “cima" a escalar para todos, porque no lo podemos medir. En cambio, lo que sí podemos apreciar es que en la carrera de la santidad hay “velocidades" y tensiones diferentes. En este aspecto diremos que Juan Francisco de Regis llevaba el "motor" muy revolucionado. El fervor de su espíritu había encontrado un cuerpo fuerte, que lo podía secundar. Sus contemporáneos afirman con toda seriedad que “realizaba él solo el trabajo de diez buenos operarios“. En cuarenta y tres años de vida, veinticuatro como religioso, diez como sacerdote y ocho como catequista y misionero, logró que la voz popular le calificara unánimemente con el nombre de "santo”. Y tanto mereció en ese corto espacio de tiempo a los ojos de Dios, que el abogado de su causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus contemporáneos, pudo afirmar: "Todos estos testimonios deben tener tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses, nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la gloria de Dios y la santidad de su servidor".
 Comienza a misionar la región de Montpellier y Sommiéres, espiritualmente destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención. No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar, los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un predicador de fama, Guillermo Pascal, que le oyó, nos declara: "¡Cuán vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos! Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no obtiene ningún resultado o es de escasa duración".
 Esta atracción extraordinaria por escucharle nunca decayó. Años más tarde, en Puy, sus catequesis serán sonadas de verdad. En el proceso de beatificación afirmaron sus promotores que "el milagro está en que en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas", No faltaron oradores "de fama” que, movidos por la celotipia, avisasen a su padre provincial de que "el padre Regis, por santo que fuera, deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su lenguaje. El púlpito cristiano exige una mayor dignidad". Al día siguiente acusador y provincial fueron a escucharle mezclados entre la masa. El superior quedó impresionado, declarando al acusador simplemente: “Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción. El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de sus sermones”.
 Sus servicios como misionero son reclamados más al norte, en el Vivarais, región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hace más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y, si lo tuvo, no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras religiosas. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del conjunto de las iglesias diocesanas sólo tres quedaban en pie. Sólo había veinte sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica reducidísima, ya que para ordenarlos sólo se exigía entonces tres meses de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción de costumbres era espantosa. Los ministros de Dios, en lugar de remediarlo, lo fomentaban con su vida libertina y los seglares que se decían católicos no tenían de ello más que el nombre.
 Fue aquella una misión de desbroce para preparar la visita del obispo. La confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las edades. El poder de seducción sobrenatural del padre Regis comienza a manifestarse entonces. Fue famosa la conversión de una célebre mujer hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que el padre le dijera al verla: "Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted convertirse?", para que ella respondiera con agrado: "Me lo pide usted con tanta gracia... "
 La atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos casos bastante que desear. A los que vivían según los deberes de su estado, los reforzaba en su virtud y los elogiaba delante del obispo. A los otros trataba de convertirlos humilde y respetuosamente siempre en privado. Si, pasado un tiempo, ni con ruegos ni amenazas venían a mandamiento, los abandonaba a la justa severidad del prelado.
 La sanción de alejar a los viciosos produjo cierto descontento, que se tradujo en acusaciones sobre que su predicación estaba llena de sátiras e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto último era cierto. Venía a romper “el orden establecido" malamente.
 Monseñor De Suze tenía el temperamento fuerte. Hijo de noble familia de militares, "estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir una diócesis". Juan Francisco no se defiende de las acusaciones. Recuerda que su regla le invita, por amor a Cristo, a sufrir como oprobios, falsos testimonios e injurias sin haber dado ocasión para ello. Se contenta con manifestarle que "dadas sus pocas luces, no duda de que se le habrán escapado muchas faltas". Las controversias entre los obispos de Francia y los religiosos en general habían llegado en esta época al paroxismo. Las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan vivamente al padre Vitelleschi, entonces padre general de la Compañía de Jesús, a causa de esa situación difícil. La conducta de Juan Francisco fue calificada de indiscreta, con muestras de simplicidad, e indicándose a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que debía ser castigado en proporción a su falta.
 El vicario general de la diócesis hizo ver su error al obispo; este, impulsivo, pero recto, hizo llamar inmediatamente al padre, y en público le dio grandes muestras de aprecio, "exhortándole a combatir siempre el vicio con igual discreción". Espontáneamente volvió a escribir al padre general, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del celo, prudencia e inmensa caridad de su súbdito, al que sólo reprochaba el prelado el prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos. Dios permitió la humillación de su siervo por la calumnia, pero para dejar mas patente su virtud ante los superiores al no haber querido defenderse. Su fama había sido públicamente restablecida, pero su humildad le mantenía en la convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto la discreción y la prudencia para lo sucesivo, que cualquiera que no fuese tonto comprendería que se le consideraba desprovisto de tales virtudes. Su carácter fogoso y noble se acomodaba mal con esa prudencia humana, hija de una sociedad avejentada.
 Sus ideales de apóstol se fijan ahora en el entonces Canadá francés. El evangelizar a los algonquinos, iroqueses y hurones resultaba tremendamente duro y heroico, debido a la pobreza de la misión, inclemencias del país, falto de civilización, y a la posibilidad próxima del martirio; pero allí todo era nuevo, sin límites ni celotipias. Después de mucho orar y de convencerse de que no es el despecho del fracaso, sino el deseo del martirio, lo que le impulsa, pidió ese destino. Las respuestas a sus sucesivas instancias fueron siempre esperanzadoras; pero, a pesar de los deseos del padre general de enviarle, la misión era muy pobre para poder mantener a más misioneros. Cinco años más tarde morirá Juan Francisco, y su "Canadá" serán las montañas del Vivarais, y sus verdugos su propio celo y su ilimitada caridad.
 Y comienza la época cumbre de Regis. Con el ideal puesto en la esperanza de ir pronto a romperse en el Canadá y a morir allí mártir, empieza a misionar las aldeas perdidas entre picachos y nieves. De tal manera se entregó sin reservas, que pronto aquellos rudos aldeanos le apellidaron unánimemente "el santo". Pecadores endurecidos que lloran públicamente sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se suprimen, fervores que renacen, ésa es la estela que señala su paso en medio de masas de montañeses que recorren muchas millas para venir a escucharle y a confesarse con "el padre santo”. Las facilidades del apostolado no las buscaba para su persona, sino en orden a sus prójimos. Sus catequesis sorprendentes en Puy y sus audaces obras sociales en la ciudad las realizaba en los hermosos días de primavera y verano. Entonces el recorrer las montañas no hubiera dejado de tener su encanto para él, nacido en el campo. Pero era ésa la época de cosechar las reservas para los crudos días invernales.
 En la ciudad sus catequesis congregan de ordinario a cinco mil personas, que invaden hasta los altares laterales de la iglesia más capaz para escucharle. A la predicación une las obras de caridad. Pronto se le llama "el padre de los pobres". Organiza la caridad, pero él mismo mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres. Lucha sin descanso contra la prostitución y los seductores, y no sin dificultades funda un asilo de arrepentidas. Cada una de ellas es una conquista que resuena en la ciudad, mezclándose en el relato los insultos, bofetadas y bastonazos que el padre ha recibido por su rescate. Pero la cruz más pesada de esta época tal vez sea la obediencia a su rector, hombre pusilánime, que, asustado por los comentarios de “Ios prudentes”, restringe el celo y regula estrechamente la caridad del padre. La obediencia es perfecta; pero a veces la lucha interna le causa fiebre. Tras la prueba, Dios le da otro rector que le apoya en sus santas “locuras".
 No nos ha dejado ningún escrito sobre su vida interior este auténtico contemplativo en la acción. Hombre de gran austeridad y penitencia, que pasaba gran parte de la noche en oración, tras de jornadas inverosímiles de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la comida o el descanso. Hombre endiosado que “no tenía más que a Dios en la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos", "que veía a Dios en todas las cosas", "que predicaba, no lo que sabía, sino lo que veía". Hombre de una fe extraordinaria, capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y hombre, en fin, que supo dejar hacer a Dios en él maravillas. Ante un hombre tan grande nos quedamos un poco descorazonados para imitarle; pero pensemos que esas maravillas no las hizo él. Estoy cierto de que el más asombrado era el propio Juan Francisco de Regis al contemplar la grandeza de Dios al trasluz de su miseria humana.


San Juan Francisco Regis
predicador misionero
Año 1640

Cuando un sacerdote o un apóstol muere
desgastado de tanto trabajar por extender el reino de Dios,
ese día la Iglesia ha conseguido un gran triunfo para la eternidad.
(San Juan Bosco)

Cristo en la CruzEl Papa Pío XII llegó a exclamar: "Un predicador que merece muy bien ser llamado Patrono de las misiones populares es San Francisco Regis".
Francisco nace en 1597 de familia acaudalada en Narbona, Francia y a los 19 años empieza a no sentirse a gusto en la vida mundana. Siente aversión por los placeres mundanales. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad no será conseguida por él si sigue viviendo entre las gentes mundanas. Cerca de su ciudad había una abadía de monjes que lo estimaban, pero a él le atraía más la Compañía de Jesús, porque los Jesuitas se dedicaban más al apostolado entre el pueblo. Pidió ser admitido entre los jesuitas y en su noviciado demostraba tal fervor que uno de sus compañeros llegó a declarar: "Juan Francisco se humilla él mismo hasta el extremo, pero demuestra por los demás un aprecio admirable".
Siendo estudiante, el compañero de habitación lo acusó ante el superior diciéndole que Regis en vez de dormir lo suficiente pasaba muchas horas rezando en la capilla. El Padre Rector le respondió: "No le impidas sus devociones. No te opongas a sus comunicaciones con Dios. a mi me parece que este joven es un santo y que un día nuestra Comunidad celebrará una fiesta en su honor". Y esta respuesta resultó profética.
A los 33 años fue ordenado de sacerdote y al año siguiente lo destinaron a un trabajo que estaba muy de acuerdo con sus aspiraciones y con su fuerte constitución física: dedicarse a predicar misiones entre el pueblo. Y se dedicó a este trabajo con tal energía que sus compañeros exclamaban: "Juan Francisco hace el oficio de 5 misioneros". En 43 años de vida, 24 como religioso, diez como sacerdote y 9 como misionero popular, logró inmensos éxitos y tuvo el mismo calificativo en todos los sitios donde estuvo predicando: "el santo".
A diferencia del estilo muy elegante y rebuscado que se usaba entonces para predicar, el padre Juan Francisco se dedicó a predicar de manera extremadamente sencilla, con estilo directo, a veces hasta rayando en demasiado ordinariote, pero que iba directamente al alma y con una elocuencia y un fervor, que los pecadores no eran capaces de no conmoverse al escucharle. Sus sermones atraían a las multitudes formadas por católicos y herejes, gente buena y gente corrompida, pobres y ricos, sabios e ignorantes. Le encantaba predicar a los pobres, pero decía que con sus sermones había logrado convertir también a muchos ricos.
Los oyentes comentaban: "Este padre no dice solamente lo que sabe, sino que parece que lo que está diciendo lo estuviera viendo". Al escucharle se conmovían aun los corazones más indiferentes. Un predicador de fama fue a escucharle, y después decía a sus colegas: "El Padre Juan Francisco predica con extrema sencillez y convierte pecadores por millares y nosotros que predicamos con tanta elegancia, ¿a quién logramos convertir?".
Otro testigo afirmaba: "Lo que a mí me admira es que un hombre de tan pobre presencia, con su sotana llena de remiendos, diciendo lo que todos dicen, sin adornos en su lenguaje, siendo a veces tan duro en su hablar, tiene tan grande inspiración divina que uno no es capaz de escucharle y seguir en paz con sus pecados".
Algunos doctores se dirigieron al superior de los jesuitas diciéndole que el Padre Regis predicaba muy burdamente. Que un modo de predicar así era un deshonrar la altísima dignidad de predicador. Entonces el superior provincial se fue con su secretario a escuchar un sermón del santo, mezclados entre el pueblo. El superior quedó tan profundamente impresionado por su predicación, que les dijo a los acusadores: "Ojalá quisiera Dios que todos los misioneros predicaran con toda unción como este sacerdote. El dedo de Dios está aquí. Si yo viviera en esta región, no me perdería ni un solo sermón de este padre".
Un párroco afirmaba: "En mi parroquia, después de una misión predicada por el Padre Juan Francisco, mis parroquianos cambiaron de tal manera, que a mí me parecía que eran otras personas".
El Sr. Obispo lo envió a misionar a una región que durante 40 años había sido invadida por los calvinistas, y en la cual la corrupción de costumbres era espantosa y el anticatolicismo era tan feroz que el mismo Sr. Obispo no podía nunca aparecer por allí. Y el poder de convicción del Padre Regis fue tan arrollador que las conversiones se obraron por montones. Una de las más terribles calvinistas, al oír que el santo sacerdote le preguntaba: "¿Y Ud. cuándo es que se va a convertir?", sintió una fuerza de la gracia de Dios tan avasalladora, que le respondió: "Pues, ¡me quiero convertir ahora mismo!", y en verdad que dejó su mala vida pasada y empezó a vivir como una buena católica.
Como con sus predicaciones acababa con muchos vicios, aquellos que vieron afectados con esto sus malos negocios, lo acusaron con calumnias ante el Sr. Obispo y hasta en Roma. El padre sufrió mucho con esto, pero afortunadamente Dios hizo que el secretario del obispo se diera cuenta de las mentiras que le estaban inventando y le defendió ante Monseñor, el cual escribió a Roma, hablando muy bien del gran misionero.
Mientras tanto el santo seguía misionando por las regiones más apartadas y de más difícil acceso. Y las multitudes lo seguían. Los campesinos se encontraban y el saludo que se daban era: "Vamos a escuchar al santo". Y en las ciudades, los templos se llenaban hasta más no poder, y los feligreses repetían: - Vayamos a oír al santo.
A muchísimas mujeres las sacó de la vida corrompida y las encaminó hacia una vida virtuosa. Los vicios que convirtió fueron incontables.
A las tres de la madrugada estaba levantado. Pasaba la mañana confesando y predicando y la tarde consiguiendo ayuda para los pobres. Muchas veces se olvidaba de comer.
A dos ciegos les hizo recobrar la vista. Con la imposición de las manos curó a muchos enfermos. Su despensa daba y daba a los pobres y no se agotaba y el milagro más grande que conseguía era convertir a los pecadores de su mala vida.
Se fue a predicar una misión a una región terriblemente fría y apartada. Por el camino lo sorprendió una tempestad de nieve que le impidió continuar el viaje y tuvo que pasar la noche en medio de terrible ventarrón y en plena nieve. Y le sobrevino una pulmonía. Sin embargo así de enfermo pronunció tres sermones el primer día de la misión y dos el segundo día. Toda la mañana de este día la pasó confesando. En ayunas celebró la misa a las dos de la tarde, y cuando se dirigió a su confesionario para seguir su labor heroica, cayó desmayado.
Lo llevaron a la casa cural y poco antes de morir exclamó: "Veo a Nuestro Señor y a su Santísima Madre que preparan un sitio en el cielo para mí". Y luego exclamó: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", y murió. Era el año 1640.
Al visitar el sepulcro de San Juan Francisco Regis, se propuso después el joven San Juan Vianey, ser sacerdote, costara lo que costara. Es que los ejemplos de su vida son admirables.


 

Confesor (1597-1640)  La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.   Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe.
Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.   Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años.
Como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.   Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible.
Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida.   Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada.
No le sobra tiempo.    Pasa noches en oración y la labor de confesionario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesionario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón.
Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640


Oremos

Tú, Señor, que concediste a San Juan Francisco de Regis el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.

San Juan Francisco Régis, S.I. and ryan
Saint John Regis.jpg
San Juan Francisco Régis
Santo confesor
Nombre Juan Francisco Régis
Nacimiento 31 de enero de 1597
Fontcouverte, Bandera de Francia Francia
Fallecimiento 30 de diciembre de 1642
Lalouvesc, Bandera de Francia Francia
Venerado en Iglesia Católica Romana
Beatificación 18 de mayo de 1716, por el Papa Clemente XI
Canonización 16 de junio de 1737, por el Papa Clemente XII
Órdenes Compañía de Jesús
Festividad 16 de junio
San Juan Francisco Régis (Fontcouverte, 31 de enero de 1597La Louvesc, 30 de diciembre de 1642) fue un santo jesuita francés.
Hijo de Jean Régis y Margarite de Cugunhan, estudió en el Colegio Jesuita de Béziers. Entró en el Noviciado de Toulouse en 1616. Se ordenó como jesuita a los 31 años. Enseñó gramática en los Colegios de Billau de 1619 a 1625,de Puy-en-Velay de 1625 a 1627 y Auch de 1627 a 1628, tras lo cual pasó largos años predicando entre los pobres en zonas controladas por los hugonotes, viviendo en el Colegio jesuita de Montpellier.
Su estilo de prédica era sencillo y directo, excelente para el entendimiento de los analfabetos. Estableció refugios para prostitutas y trabajó con las víctimas de la peste en Toulouse. Estableció la Confraternidad del Bendito Sacramento. Recaudaba dinero y comida de la gente próspera para dársela a los pobres.
Falleció de neumonía cuando desarrollaba una misión en La Louvesc. San Juan María Vianney y San Marcelino Champagnat fueron grandes devotos suyos, imploraron su intercesión para poder salvar los escollos que les dificultaban el ingreso al seminario.
Fue beatificado el 18 de mayo de 1716, y canonizado el 16 de junio de 1737. Su fiesta es el 16 de junio.




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