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Goar, Santo |
Presbítero
Martirologio Romano: En la orilla del Rin, san Goar, presbítero,
quien, oriundo de Aquitania, con la aprobación del obispo de
Tréveris construyó un hospital y un oratorio, para recibir a
los peregrinos y procurar la salvación de sus almas (s.
VI). El ejemplarísimo presbítero san Goar
fue francés de nación, de la provincia de Gascuña: su
padre se llamó Jorge y su madre Valeria, personas por
sangre ilustres. Desde niño fue muy bien inclinado, de amable
aspecto, humilde, honesto y dado a todas las obras de
virtud. Habiéndose ordenado de presbítero, determinó dar de mano a
todas las cosas de la tierra, y se fue a
un lugar del obispado de Tréveris, que se llamaba Wochara,
donde hizo una iglesia con licencia del obispo Félix y
colocó en ella algunas reliquias de los santos.
En este
lugar vivió muchos años, dándose a la oración, ayunos y
penitencia, y a ejercitar la hospitalidad con los pobres y
peregrinos. Había aún muchos gentiles en aquélla tierra, los cuales
con la vida tan ejemplar y con la predicación y
milagros del santo presbítero se convirtieron a la fe. Echaba
los demonios de los cuerpos, daba vista a los ciegos,
pies a los cojos, y sanaba a muchos dolientes de
varias enfermedades. Dos criadas del obispo, que se llamaba Rústico,
le acusaron delante de su amo, diciéndole que era hipócrita
y embustero, e interpretando muy malas honestas acciones y obras
de caridad que hacía, albergando a los peregrinos. Mas cuando
el obispo mandó venir al santo delante de sí, y
vio que un niño de pecho de solos tres días
habló volviendo por la honra del varón de Dios, quedó
tan corrido y confuso de haber sido tan fácil en
creer lo que falsamente le habían dicho, que echándose a
los pies del santo se encomendó con lágrimas a sus
oraciones.
Llegó la fama de tan excelente virtud al rey
Sigiberto, el cual tomó todos los medios que pudo para
persuadir al venerable presbítero que aceptase el obispado de Tréveris,
porque quería dar con ello satisfacción a todo el pueblo
que lo deseaba y se lo suplicaba. Mas no pudo
el príncipe conseguir que el santo que recibiese aquélla dignidad;
y habiéndole dado veinte días de término para recogerse y
hacer oración sobre ello, se encerró el siervo de Dios
en su celda, y postrado en el suelo delante del
acatamiento del Señor, llorando arroyos de lágrimas le suplicó afectuosamente
que no permitiese que el rey saliese con su pretensión.
Oyóle el Señor, enviándole una fiebre que le fatigó siete
años gravemente y de manera que no pudo ya salir
de su retiro, ni ver más al rey. Finalmente, labrada
aquélla bendita alma del siervo de Dios, y purificada como
el oro con tan larga y penosa dolencia, acabó el
curso de su peregrinación y pasó a recibir el premio
de sus heroicas virtudes en el eterno descanso. El sagrado
cuerpo fue sepultado en la misma iglesia que había edificado
el piadosísimo varón para honrar las reliquias de los santos.
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