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Eugenia Joubert, Beata |
Eugenia nació en Yssingeaux, en las ásperas mesetas del macizo
central (Francia), el 11 de febrero de 1876, día del
aniversario de la primera aparición de la Santísima Virgen en
Lourdes. Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo
en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia
maternal de María.
Ingresa de muy joven, junto con su hermana
mayor, en el pensionado de las Ursulinas de Ministrel, donde
ambas niñas son felices y apreciadas. El recuerdo más hermoso
que Eugenia conserva de aquella época es el de su
primera comunión y los meses de gran fervor espiritual que
la precedieron. La joven, fuertemente atraída hacia la Virgen María,
experimenta el gran poder y solicitud sin límites de su
Madre del cielo. ¿Acaso quiere obtener alguna gracia? Durante toda
una novena reza el rosario, añadiendo cinco sacrificios de los
que más le cuestan. María siempre lo concede todo. «Cuando
hablaba de la Santísima Virgen, contará más tarde una alumna
suya, me parecía ver algo del cielo en su mirada».
Pero
su fervor no le impide ser alegre; más bien al
contrario. Una de sus maestras describirá a aquella joven como
«muy comunicativa, de ardiente y buen corazón... Influía mucho sobre
sus compañeras y las motivaba con su buen humor». Eugenia
escribe una vez a su hermana: «Dios no prohíbe que
riamos y que nos divirtamos, con tal de que lo
amemos de todo corazón y que conservemos bien blanca nuestra
alma, es decir, sin pecado... El secreto para seguir siendo
hija de Dios es seguir siendo hija de la Santísima
Virgen. Hay que amar mucho a la Santísima Virgen y
pedirle todos los días que nos llegue la muerte antes
que cometer un solo pecado mortal».
Aliviar la sed
El 6 de
octubre de 1895, ingresa como postulante en el convento de
las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en
Puy-en-Velay: «Desde que era pequeña -escribe por entonces-, mi corazón,
aunque pobre, rústico y terrenal, intentaba en vano aliviar la
sed. Quería amar, pero solamente a un Esposo hermoso, perfecto,
inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable... María, me has
concedido, a mí, que soy pobre y poca cosa, al
más hermoso de los hijos de los hombres, a tu
divino hijo Jesús». En el momento de la despedida, la
señora Joubert, su madre, le dijo a la vez que
la besaba: «Te entrego a Dios. No mires atrás y
conviértete en una santa». Ese será el programa de la
postulante, comprendiendo perfectamente que va a "ser toda de Jesús"
y no una religiosa a medias.
Eugenia ni siquiera tiene veinte
años; su porte es vivo y graciosa su forma de
reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, su aspecto impregnado
de virginal pureza, reflejan al mismo tiempo una seriedad muy
profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de
sus compañeras de noviciado. «Si vivo del espíritu de la
fe -escribe-, si amo realmente a Nuestro Señor, me resultará
fácil construir soledad en el fondo de mi corazón y,
sobre todo, amar esa soledad y quedarme sola, solamente con
Jesús».
El 13 de agosto de 1896, fiesta de San Juan
Berchmans, toma el hábito religioso de manos del padre Rabussier,
fundador del instituto. Más tarde expresará los sentimientos que por
entonces la animaban: «Que en el futuro, mi corazón, semejante
a una bola de cera, sencillo como un niño pequeño,
se deje revestir por la obediencia, por cualquier voluntad de
virtuoso placer divino, sin oponer más resistencia que la de
querer dar siempre más».
Para no estar nunca solo
Durante el noviciado,
sor Eugenia realiza varias veces los Ejercicios Espirituales de San
Ignacio, aprendiendo a vivir familiarmente con Jesús, María y José.
Pues los Ejercicios son una escuela de intimidad con Dios
y con los santos. En el transcurso de las meditaciones
y contemplaciones que propone, San Ignacio invita a su discípulo
a situarse en el corazón de las escenas evangélicas para
ver a las personas, para escuchar lo que dicen, para
considerar lo que hacen, "como si estuviéramos presentes". Por ejemplo,
el misterio de la Navidad (nº 114): «Veré [...] a
Nuestra Señora, a José, a la sirvienta y al Niño
Jesús después de nacer. Permaneceré junto a ellos, los contemplaré,
los serviré en lo que necesiten con toda la diligencia
y con todo el respeto de los que soy capaz,
como si estuviera presente». San Ignacio nos anima a practicar
esa familiaridad incluso en las actividades más triviales del día,
como la de comer: «Mientras nos alimentamos, observemos como si
lo viéramos con nuestros propios ojos a Jesús nuestro Señor
tomando también su alimento con sus Apóstoles. Contemplemos de qué
modo come, cómo bebe, cómo mira y cómo habla; y
esforcémonos por imitarlo» (nº 214).
Eugenia es seducida por la simplicidad
de esa práctica, que tanto encaja con su deseo de
vivir en la intimidad de la Sagrada Familia; y escribe
lo siguiente: «Amar esa composición de lugar significa estar desde
muy temprano en el corazón de la Santísima Virgen». O
bien: «Nunca me encuentro sola, sino que estoy siempre con
Jesús, María y José». Un día dirigió esta hermosa plegaria
a Nuestro Señor: «¡Oh, Jesús! Dime en qué consistía tu
pobreza, qué buscabas con tanta diligencia en Nazareth... Concédeme la
gracia de abrazar con toda mi alma la pobreza que
tu amor tenga a bien enviarme». También nosotros podemos hablarle
a menudo a Jesús en lo íntimo de nuestro corazón,
preguntándole cómo practicó la humildad, la bondad, el perdón, la
mortificación y todas las demás virtudes, y rogándole a continuación
que nos conceda la gracia de imitarlo.
Sencillo como un niño
El
8 de septiembre de 1897, sor Eugenia pronuncia sus votos
religiosos; en el transcurso de la ceremonia, el padre Rabussier
pronuncia una homilía sobre la infancia espiritual. La nueva profesa
descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía,
y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales
para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la
obediencia.
Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer
"las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente
a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero
la labor en cuestión no era suya... A pesar de
que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla;
podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio
de Jesús, que también fue acusado en falso. En la
humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo
que para ella es un verdadero éxito: «La gente del
mundo, escribe, intenta tener éxito en sus deseos de agradar
y de hacerse notar. Pues bien, Nuestro Señor también a
mí me permite que tenga éxitos en la vida espiritual.
Cada humillación, por muy pequeña que sea, es para mí
un verdadero éxito en el amor de Jesús, con tal
que lo acepte de todo corazón».
Ser humilde consiste igualmente en
no desanimarse ante las propias debilidades, las caídas o los
defectos, sino ofrecerlo todo a la misericordia de Dios, especialmente
en el sacramento de la Penitencia, procedimiento habitual para recibir
el perdón de Dios. «¡Bendita miseria! Cuanto más la amo,
también más Nuestro Señor la ama y se rebaja hacia
ella para tener piedad y concederle misericordia», exclama sor Eugenia
ante sus incapacidades.
La madre de las virtudes
La humildad va pareja
a la obediencia. San Pablo nos dice de Jesús que
se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte (Flp
2, 8). Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto
de la humildad y su forma más verdadera", y escribe:
«Quiero obedecer para humillarme y humillarme para amar más». Obedecer
a Dios, a sus mandamientos, a su Iglesia, a quienes
tienen un cargo, es en verdad amar a Dios. Si
me amáis, decía Jesús a sus discípulos, guardaréis mis mandamientos.
El que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ese
es el que me ama; y el que me ama,
será amado de mi Padre; y yo le amaré y
me manifestaré a él (Jn 14, 15 y 21). «Más
que una virtud, la obediencia es la madre de las
virtudes», escribe San Agustín (PL 62, 613). San Gregorio Magno
aporta esta hermosa frase: «Solamente la obediencia produce y mantiene
las demás virtudes en nuestros corazones» (Morales 35, 28). Y,
como nos enseña San Benito: «Cuando obedecemos a los superiores,
obedecemos a Dios» (Regla, cap. 5).
Sin embargo, el ejercicio de
toda virtud debe estar dirigido por la prudencia, la cual
permite discernir, en particular, los límites de la obediencia. Así,
cuando una orden, una prescripción o una ley humana se
oponen manifiestamente a la ley de Dios, el deber de
obediencia deja de existir: «La autoridad es postulada por el
orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si
las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción
con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad
de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia (Juan
XXIII, Pacem in terris, 11 de abril de 1963). [...]
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace
referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental
y originario a la vida, derecho propio de todo hombre.
Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia,
legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en
total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la
vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto,
la igualdad de todos ante la ley» (Juan Pablo II,
Evangelium vitæ, 72). Ante semejantes prescripciones humanas, recordemos la frase
de San Pedro: Hay que obedecer a Dios más que
a los hombres (Hch 5, 29).
Aparte de las órdenes que
no podríamos cumplir sin cometer pecado, se debe obediencia a
las autoridades legítimas. A fin de seguir más cerca a
Jesús y de trabajar para la salvación de las almas,
Sor Eugenia trata de obedecer con gran perfección, para cumplir
en todo momento la voluntad de Dios Padre, imitando a
Nuestro Señor, que dijo: El Hijo no puede hacer nada
por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre:
lo que hace él, lo hace igualmente el Hijo (Jn
5, 19). No hago nada de mí mismo; sino que
según me enseñó el Padre, así hablo (Jn 8, 28).
Al
servicio de los pequeños
Nada más pronunciar los votos, la joven
religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París,
a una casa dedicada a la evangelización de los obreros.
Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de
ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su
auditorio. ¿Cuál es su secreto? La paciencia, la dulzura y
la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.
Como apóstol que
es, sor Eugenia suscita apóstoles. Uno de aquellos pequeños, conquistado
por las clases de catecismo, sueña con ganarse a sus
compañeros; consigue reunir a quienes encuentra por la calle, los
hace subir a su habitación y, ante un crucifijo, les
pregunta: «¿Quién crucificó a Jesús?» Y, si la respuesta tarda
demasiado en llegar, añade emocionado: «Nosotros, que lo hemos matado
a causa de nuestros pecados. Hay que pedirle perdón». Entonces,
todos caen de rodillas y recitan desde el fondo de
sus corazones actos de contrición, de agradecimiento y de amor.
Sor
Eugenia hace partícipes a los niños de su amor hacia
María. Un día, su amor encendido por Nuestra Señora le
mueve a exclamar: «Amar a María, amarla siempre cada vez
más. La amo porque la amo, porque es mi Madre.
Ella me lo ha dado todo; me lo da todo;
es ella la que me lo quiere dar todo. La
amo porque es toda hermosura, toda pureza; la amo y
quiero que cada uno de los latidos de mi corazón
le diga: ¡Madre mía Inmaculada, bien sabes que te amo!».
¿
Cuándo vendrá ? ¿ Cuándo ?
Durante el verano de 1902,
sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que
se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces
un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará
santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran
consuelo meditando sobre la Pasión. «¿Sufre mucho?, le pregunta un
día la enfermera. -Es horrible, responde la enferma, pero lo
quiero tanto... al Sagrado Corazón... ¿cuándo vendrá?... ¿Cuándo?...» En medio
de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir
siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la
práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con
Él en la pena, en la oración, en el combate
y en la obediencia". Hasta el último momento la guían
la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte,
recae agotada, sintiendo cómo se le escapa la vida y,
sin perder ni un momento la sonrisa en el rostro,
dirige la mirada a una imagen del Niño Jesús.
El 27
de junio de 1904, sor Eugenia acoge en medio de
una gran paz el anuncio de su partida hacia el
cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la sagrada
Comunión. El 2 de julio, las crisis de asfixia son
cada vez más penosas; a una religiosa se le ocurre
la idea de encender en la capilla una pequeña lámpara
a los pies de la estatua del Corazón Inmaculado de
María, consiguiendo que la Madre del cielo otorgue a la
moribunda un poco de alivio. La hora de la liberación
está próxima. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús,
ante cuya imagen sor Eugenia exclama: «¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!...» y
su alma emprende el vuelo hacia el cielo. El cuerpo
de aquella joven evangelizadora parece tener doce años, y una
hermosa sonrisa ilumina su rostro.
«¡Rezaré por todas en el cielo!»,
había prometido a sus hermanas. Pidámosle que nos guíe por
el camino de la infancia espiritual hasta el Paraíso, "el
Reino de los Pequeños"; allí nos espera con la multitud
de los santos. A ella le rezamos, así como a
San José, por Usted y por sus seres queridos, vivos
y difuntos.
Fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 20
de noviembre de 1994.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval
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