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Bernardino Realino, Santo |
Sacerdote Jesuita
Con San Bernardino Realino ocurrió un hecho insólito que
tal vez no se vuelva a narrar en este año
cristiano.
Sin esperar a que traspasase el umbral de la muerte
fue nombrado patrono celestial de la ciudad de Lecce, donde
murió.
Ocurrió a comienzos de 1616. Por toda la ciudad corrió
el rumor de que el padre Bernardino Realino, que había
sido su apóstol durante cuarenta y dos años, estaba a
punto de muerte. Era por entonces alcalde de la ciudad
Segismundo Rapana, hombre previsor y decidido. Informado de la gravedad
del "Santo Bernardino", se presenta con una comisión del Ayuntamiento
en el colegio de los jesuitas. Los guardias le abren
paso entre el gentío que se ha formado en la
portería del colegio. Llegado a la presencia del moribundo, saca
de su casaca un documento que llevaba preparado y lo
lee delante de todos:
"Grande es nuestro dolor, oh padre muy
amado, al ver que nos dejáis, pues nuestro más ardiente
deseo sería que os quedarais para siempre entre nosotros. No
queriendo, sin embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que
os convida con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros
a nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada
por vos, y que tanto os ha amado y reverenciado.
Así lo haréis, oh padre, por vuestra inagotable caridad, la
cual nos permite esperar que queráis ser nuestro protector y
patrono en el paraíso, pues por tal os elegimos desde
ahora para siempre, seguros de que nos aceptaréis por fieles
siervos e hijos, ya que con vuestra ausencia nos dejáis
sumergidos en el más profundo dolor."
El anciano padre, acabado como
estaba por la enfermedad, hizo un supremo esfuerzo y pudo,
al fin, pronunciar un "Sí, señores" que llenó al alcalde
y a toda la ciudad de inmenso júbilo.
Había nacido San
Bernardino Realino en Carpi, ducado de Módena, el 1 de
diciembre de 1530. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana.
Su padre, don Francisco Realino, fue caballerizo mayor de varias
cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de
su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a
su madre, Isabel Bellantini.
Dicen que Bernardino era un niño hermoso,
de finos modales, todo suavidad en el trato, siempre afable
y risueño con todos. A su buena madre le profesó
durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios.
Durante sus estudios un compañero le preguntó: "Si te dieran
a escoger entre verte privado de tu padre o de
tu madre. ¿qué preferirlas?" Bernardino contestó como un rayo: "De
mi madre jamás." Dios, sin embargo, le pidió pronto el
sacrificio más grande.
Su madre se fue al cielo cuando él
todavía era muy joven. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia
lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por
sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna
devoción a la Virgen María.
En Carpi comenzó el niño Bernardino
sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros
competentes. "En el aprovechamiento —escribe el mismo Santo—, si no
aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno
de ellos." De Carpi pasó a Módena y luego a
Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo,
donde cursó la filosofía.
Fue un estudiante jovial y amigo de
sus amigos. Más tarde se lamentará de "haber perdido muchísimo
tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba
demasiado familiarmente".
Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario
íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del
siglo XX. Hasta tuvo sus pendencias, escapándosele alguna cuchillada que
otra...
"Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza —escribe el Santo refiriéndose
a aquellos días—, vino el ángel del Señor a amonestarme
de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno,
me colocó otra vez en la ruta del cielo."
¿Quién fue
este "ángel del cielo"?
Un día vio en una iglesia a
una joven y quedó prendado de ella. La amó con
un amor maravilloso, "hasta tal punto —son sus palabras— de
cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No
obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y
cuanto era reconocía debérselo a ella". Esta joven se llamaba
Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de
nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía.
Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente
la vista de su angelical postura en la iglesia fue
lo que prendió en el corazón de Bernardino aquella llama
de amor puro y bello que elevó su espíritu a
lo alto, como lo demuestran las cartas y poesías que
se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan.
Clorinda y Bernardino tuvieron una confianza cada día creciente, pero
siempre delicada y noble.
Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero
a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente
a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera
y comenzar la de Derecho.
—Grande y ardua empresa quieres que
acometa —le dijo Bernardino.
—Nada hay arduo para el que ama
—fue la respuesta de Clorinda.
Dicho y hecho. Bernardino se sumergió
materialmente en los libros de leyes, que le acompañaban hasta
en las comidas, y tan absorto andaba con Graciano y
Justiniano, que a veces trastornaba extrañamente el orden de los
platos, Por fin, el 3 de junio de 1546, a
los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y
civil, coronando así gloriosamente el curso de sus estudios.
A los
seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o
sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad
pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el
Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine
pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del
marqués de Pescara.
En todos estos cargos se mostró siempre recto
y sumamente hábil en los negocios. He aquí el testimonio
—un poco altisonante, a la manera de la época— de
la ciudad de Felizzano al terminar en ella su mandato
el doctor Realino:
"Deseamos poner en conocimiento de todos que este
integérrimo gobernador jamás se desvió un ápice de la justicia,
ni se dejó cegar por el odio, ni por codicia
de riquezas. No es menos de admirar su prudencia en
componer enemistades y discordias; así es que tanta paz y
sosiego asentó entre nosotros, que creíamos había inaugurado una nueva
era la tranquilidad y bonanza. Siempre tomó la defensa de
los débiles contra la prepotencia de los poderosos; y tan
imparcial se mostró en la administración de la justicia que
nadie, por humilde que fuese su condición, desconfió jamás de
alcanzar de él sus derechos."
El marqués de Pescara quedó tan
satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el
cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se
lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.
En Nápoles le
esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.
La felicidad de este
mundo es poca y pasa pronto. Clorinda se cruzó en
la vida de Bernardino rápida y bella como una flor.
Ella, que le había animado tanto en los estudios, murió
apenas daba los primeros pasos en el ejercicio de su
carrera. La muerte de Clorinda abrió en el alma de
Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse. Fue una
lección de la vanidad de las cosas de este mundo.
El
recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el
cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y
de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos
propósitos.
Un día paseaba el oidor por las calles de Nápoles
cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa
alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y
preguntó quiénes eran. Le dijeron que "jesuitas", de una Orden
nueva recientemente aprobada por la Iglesia.
Era la primera noticia que
tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente
fue oír misa a la iglesia de los padres.
Entró en
el momento en que subía al púlpito el padre Juan
Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo.
El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa,
se encerró en su habitación y no quiso recibir a
nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a
los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera
y se abrazaría con la cruz de Cristo.
Su madre había
muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho
en volar al cielo. No quería servir a los que
estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra
su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?
Un día
del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el
rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio
rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto
dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño
Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada
de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la
Compañía de Jesús.
Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta
y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos
una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades
fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de
muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos
de poseer su cultura y su experiencia de la vida
y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el
exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus
conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente
de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a
la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con
audacia y a los tres años de su ingreso en
la Compañía se ordenó de sacerdote. Todavía continuó estudiando la
teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de
maestro de novicios.
En Nápoles permaneció tres años ocupado en los
ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los
pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los
esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes
de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar
su apostolado sacerdotal.
Lecce era y es una población de agradable
aspecto. Capital de provincia, a 12 kilómetros del mar Adriático,
es el centro de una comarca rica en viñedos y
olivares. Sus habitantes son gentes sencillas que se enorgullecen de
las antiguas glorias de la ciudad, cargada de recuerdos históricos.
El
ir nuestro Santo a Lecce fue sin misterio alguno. Desde
hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y
los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre
y un hermano para dar comienzo a la fundación y
una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que
oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar
por el colegio de la Compañía.
Los tres jesuitas, con sus
ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad
el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la
buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque
el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que
otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros
salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se
organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas
las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio
provisional.
El padre Realino era el superior de la nueva casa
profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de
la construcción de la iglesia de Jesús y a los
dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se
inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el
mismo Santo.
Desde el primer día de su estancia en Lecce
el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase
de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente
a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a
los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de
excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba.
Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar
por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él
los asuntos de conciencia. "Lo que fue San Felipe Neri
en la Ciudad Eterna —dice León XIII en el breve
de beatificación de 1895— esto mismo fue para Lecce el
Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los
últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no
le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad."
El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de
Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones.
Tal era la fama de el "Santo de Lecce".
Los superiores
de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo
del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en
otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de
Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones
los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas
e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino.
Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en
la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas
se daba al padre la orden de partir, empeoraba el
tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras
veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y
le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden.
De aquí el dicho de los médicos de Lecce: "Para
el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar."
Pasaron
muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió
grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en
el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba
de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada
la confesión la buena señora fue al que entonces era
padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino
a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo
la orden del padre rector. Fue a su cuarto y
mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar
sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz
vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima
de la Virgen María se dibujó ante él. Como la
otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. "¿Por
qué tiemblas, Bernardino?", le preguntó la Señora. "Estoy tiritando de
frío", le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre,
con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega
el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo
los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que,
al entrar poco después el hermano con el brasero, le
oyó repetir como fuera de sí: "Un ratito más, Señora;
un ratito más." En todo aquel invierno no volvió a
sentir frío el padre Bernardino.
Llegó el año 1616. La vida
del padre Realino se extinguía. "Me voy al cielo", dijo,
y con la jaculatoria "Oh Virgen mía Santísima" lo cumplió
el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años,
de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había
pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia
en un trabajo casi siempre igual.
Muerto el padre, el ansia
de obtener reliquias hizo que el pueblo desgarrara sus vestidos
y se los llevara en pedazos, lo cual hizo imposible
la celebración de la misa y el rezo del oficio
de difuntos. Y, así, los funerales de este hombre tan
popular y tan querido de todos tuvieron que celebrarse a
puerta cerrada y en presencia de contadísimas personas.
Fue canonizado por
el Papa Pío XII en el año 1947.
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