Cierto día un grupo de ranas saltaba por el bosque.
De repente, dos de ellas cayeron en un hoyo profundo. Las demás se
juntaron alrededor del hoyo. Al ver lo profundo que era, llegaron a la
conclusión de que no había modo de que se salvaran sus desdichadas
compañeras.
—¡El hoyo es muy hondo! ¡De ahí no van a salir con vida! —les gritaron.
Las dos ranas no les hicieron caso a sus amigas, sino que comenzaron a saltar con todas sus fuerzas, tratando de salir del hoyo.
—¡Es inútil! ¡De ahí no saldrían ni con patas biónicas! —insistieron las otras.
Finalmente una de las ranas, extenuada y
desmoralizada, le puso atención a lo que las demás le gritaban y se
rindió. Fue tal su desgaste físico y mental que se desplomó y murió en
el acto.
La otra rana siguió saltando con férrea determinación. Con cada nuevo salto que daba, decía:
—¡Sí se puede! ¡Sí se puede!
No obstante, desde muy arriba la multitud de ranas, frenéticas como los espectadores del circo romano, le gritaban:
—¡Deja de luchar! ¡Resígnate y muere!
Pero la rana repetía: «¡Sí se puede! ¡Sí se puede!» y
saltaba cada vez con más fuerzas hasta que finalmente logró salir del
hoyo.
Viéndola agotada, pero sana y salva, las otras ranas le dijeron:
—¡Eres nuestra heroína! Esperamos que no tomes a mal que te hayamos desanimado tanto.
La rana les respondió:
—Háblenme más fuerte que no las oigo bien. Casi quedo
sorda del golpe que sufrí al caer al fondo. Quiero darles las gracias a
todas por animarme a que me esforzara más y a que no me diera por
vencida. Si no hubiera sido por ese aliento que me dieron, de seguro
habría quedado en el fondo para siempre, como nuestra pobre compañera.
No cabe duda de que esta fábula resalta el poder de
las palabras. Su moraleja de que nuestras palabras tienen poder de vida y
de muerte nos recuerda el refrán que dice: «A palabras necias, oídos
sordos.» Si bien la rana triunfadora de la fábula no se hizo la sorda
sino que realmente ensordeció, de todos modos nos enseña a no hacerles
caso a los malos consejos y a las palabras de desaliento, pues son
palabras necias.
Esa es una de las lecciones que aprendemos del libro
de Job, el patriarca bíblico. Los amigos de Job, así como las ranas
amigas de la fábula, al verlo en el hoyo de la desgracia en que había
caído, lo dejaron con el ánimo por el suelo. Pero a diferencia de las
ranas, los amigos de Job conocían el poder alentador de las palabras,
pues reconocían que las palabras mismas de Job habían sostenido a los
que tropezaban y habían fortalecido a los que flaqueaban.1 Y sin embargo
los tales amigos optaron por desmoralizarlo con sus palabras.
Uno de ellos, reafirmando las palabras de Job, dijo:
«El oído saborea las palabras, como saborea el paladar la comida.»2
Tomemos conciencia de esta verdad. Determinemos que de hoy en adelante
el sabor de nuestras palabras será grato al oído de nuestros amigos,
sobre todo a los que han caído en alguna desgracia.
1.- Job 4, 4
2.- Job 34, 3; 12,11
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